Corsario - Beatriz Frías - E-Book

Corsario E-Book

Beatríz Frías

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Beschreibung

Valencia, los corsarios invaden la costa mediterránea. Laura, hija de una familia perteneciente a la nobleza, está dispuesta a abandonar su tierra natal para marcharse a Toledo por miedo a las invasiones de los piratas; pero antes de que pueda alejarse de lo que ha sido su hogar durante su infancia es secuestrada y llevada a Túnez, donde es vendida como esclava.   James, alejado a la fuerza de su hogar en tierras irlandesas, se ha abierto camino entre la piratería otomana, donde ha llegado a ser un Corsario temido y respetado. Cuando conoce a Laura, asombrado por la belleza y valentía de la joven, decide rescatarla de las manos de bárbaros piratas y comprarla sólo para él.

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Primera edición en digital: noviembre 2016Título Original: Corsario©Beatriz Frías©Editorial Romantic Ediciones, 2016www.romantic-ediciones.comImagen de portada © DepositphotosDiseño de portada, SW DesingISBN: 978-84-16927-17-3 

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Para mi madre, mi hermana Mª Luz y mi amiga Rosa, las primeras lectoras que disfrutaron de mi maravilloso Corsario. ¡Os quiero!

 PRÓLOGO

El vaivén del mar y los gritos de entusiasmo de mis hombres me distraían de la lectura de aquella carta, solo había podido concentrarme en las primeras líneas:
"Querido James:
Tu padre está muy enfermo, tienes que regresar lo antes posible a Kilkenny, desea hablar contigo antes de morir..."
Aquella frase inicial me había impactado, no podía dejar de pensar en mi padre, Lord O’Brien, sucesor del clan O’Brien, un hombre frío, calculador, cruel, que odió a mi madre hasta su último suspiro y a mí por ser muy parecido a ella y apoyar el sí al levantamiento contra los ingleses en Irlanda. El mismo ser que, después de enfrentarme a él tras la muerte de esta, me prohibió el paso a sus tierras y me echó del hogar de mis antepasados para siempre. Ese mismo individuo, al que yo veía fuerte e inmortal, estaba a punto de morir. Aparté la carta de mi vista y la dejé sobre la mesa, oculté el rostro con mis manos; a pesar de todo el odio acumulado durante estos diez años de ausencia, todavía sentía lástima por aquel despreciable hombre que no tuvo ningún tipo de compasión conmigo. Apenas contaba veinte años cuando dio la orden expresa a toda su guardia de que me matasen si me veían aparecer por el castillo o en las proximidades de este. Suspiré, esos recuerdos jamás se habían olvidado, y las heridas estaban todavía abiertas, sin cicatrizar, a pesar del tiempo transcurrido.
Las risotadas de mis hombres volvieron a captar mi atención. Acabábamos de atracar en tierras africanas con mi barco "Ann" -así se llamaba la embarcación, en memoria a mi madre-, y mis hombres ya estaban bebiendo o, al menos, es lo que pensé en esos momentos. Observé por la pequeña ventana de mi camarote para contemplar el panorama, tenía que distraerme, necesitaba beber un buen trago de ron, me dispuse a salir a cubierta. Habíamos atracado el barco en el puerto de Túnez y todavía no había salido al exterior para contemplar el trasiego y bullicio del lugar. Todos mis hombres, hasta David, estaban divirtiéndose con lo que estaba sucediendo en tierra. Me aproximé a él.
—¿Qué pasa? ¿Me estoy perdiendo algo?
—Observa tú mismo —dijo David, señalando con una sonrisa en los labios la escena que se estaba desarrollando frente a nosotros.
Me sorprendí al ver a varios piratas otomanos intentando controlar a una esclava bastante atractiva. Por sus ropas debía de ser una joven de la nobleza y, por su forma de hablar, era española; yo entendía a la perfección el español, ya que mi abuela me había enseñado desde muy pequeño el idioma de su madre. Sonreí, ante mí tenía a una muchacha bastante bella, morena, con su pelo largo, revuelto, negro y ondulado, desafiando a la piratería otomana. “Esto me va a gustar”, pensé. Aquella mujer era valiente, con carácter, sujetaba en sus manos una daga con la que amenazaba a cinco bárbaros, fuertes y ágiles, acostumbrados a librar batallas en alta mar. Me apoyé en la barandilla de la embarcación, estaba disfrutando. La iban a vender como esclava y ella se resistía, aquella escena prometía ser interesante.
—¡Antes muerta! —gritaba—. ¡Nunca seré esclava de nadie! ¡Tendréis que pasar por encima de mi cadáver!, ¿me oís? —les amenazaba.
Uno de aquellos corsarios le propinó una patada en la daga y esta cayó. "Damita, estás perdida", pensé. En ese instante ella miró cómo el arma se escurría de sus manos. Otro de aquellos hombres aprovechó aquel despiste de la joven para sujetarla de la cintura e intentar inmovilizarla. La muchacha se defendió, le hincó las uñas en su brazo y este la soltó, pero en cuestión de segundos la acorralaron los cinco y lograron hacerse con ella, le ataron las manos y la amordazaron. Imaginé que sería para evitar que los mordiese. Sonreí, había estado con muchas mujeres, pero ninguna era como aquella joven. Varios hombres empezaron a ofrecer dinero para comprarla, pero en ese momento decidí que aquella española sería para mí; al menos me divertiría, además era hermosa. Sí, la compraría.

I

Después de enfrentarme a aquellos bárbaros, me amordazaron y ataron. Las cuerdas que apretaban mis muñecas me estaban haciendo heridas y pequeños hilos de sangre empezaban a recorrer mis antebrazos. Después de exhibirme ante la muchedumbre -todos ellos hombres, ya que las pocas mujeres que allí nos encontrábamos éramos esclavas; habíamos sido secuestradas y llevadas a aquel circo hecho expresamente para bárbaros-, me forzaron a sentarme en el suelo mientras negociaban mi compra. Tenía muy claro que ningún pirata de aquellos me iba a obligar a obedecer sus órdenes, antes moriría. Tenía miedo de que esos malhechores descubriesen el contenido de la carta que tenía en mi amplio bolsillo, así como el santo Cáliz escondido también allí. Mi tío, obispo desde hacía muchos años de Valencia, había temido la invasión de los corsarios en dicha ciudad, sabíamos del peligro que corríamos los que allí nos quedábamos; él no solo temía por su vida, sino por la seguridad del Santo Grial escondido en la catedral, custodiado y defendido por él desde que llegó a Valencia de manos de Alfonso V, quién tras su marcha a Nápoles le entregó el santo Cáliz a mi tío para que lo protegiese y guardase ante el avance de los otomanos por el mar Mediterráneo; era el legado que nuestro señor Jesucristo había dejado para toda la humanidad, y el tesoro más codiciado por cristianos y musulmanes.
Recordaba cada palabra de aquella carta que me había dado en su lecho de muerte, junto con una pequeña taza de ágata, finamente pulida, que mostraba vetas de colores cuando la iluminaban los rayos de luz que entraban por su ventana.
" Querida Laura:
Hoy te hago entrega de esta carta, cuando la leas puede ser que ya esté muerto. En ti deposito el secreto del Santo Grial, el símbolo y el legado de los cristianos.
Esa pequeña taza que tienes en tus manos, aparentemente de poco valor, es el venerado Cáliz por el que tantos han derramado sangre con tal de tenerlo en sus manos. Los cristianos, unos por poder y otros por diversos motivos, lo han buscado durante siglos; y los no cristianos desean conseguirlo para destruirlo, saben que si acaban con la reliquia sagrada, debilitarán la Fe y nuestro pasado, el pasado de la humanidad. En él bebió Jesucristo, es el símbolo de su pasión, de la sangre que derramaría por todos nosotros, de su entrega, la herencia que dejó en su última cena junto a sus discípulos para los hombres del futuro.
Protégelo, no desveles a nadie su existencia; ya que si cualquier persona supiese lo que tienes en tu poder te matarían y el daño que causaría ese descuido sería irreparable.
Llévalo al monasterio de San Juan de La Peña, en el reino de Aragón, muy cerca de Jaca; está construido y escondido bajo una gran roca, es un lugar de paso de muchos peregrinos que se dirigen a Compostela; allí tienes que preguntar por el padre Francisco, muéstrale la taza y después dile que vienes de parte mía, él ya sabrá lo que tiene que hacer con el santo Cáliz. Esta reliquia ya estuvo en el pasado allí, así que no te preocupes, ellos ya se encargarán de devolverla a Valencia cuando el legado de nuestro Señor no corra peligro.
Que Dios te bendiga, hija mía, te dejo esa gran responsabilidad, de ti depende la herencia de nuestra Fe".
Después de que me la entregara yo tenía que reunirme con mis padres. Ellos me esperaban en nuestro hogar con la intención de marcharnos de Valencia hacia Toledo. Los otomanos atracaban en toda la costa y se llevaban esclavos, sobre todo mujeres y niños. Debíamos huir al interior. Aquella mañana, después de haber estado con mi tío, me vi sorprendida por un grupo de bárbaros corsarios justo de camino a mi casa. Empecé a correr, pero sabía que era una batalla perdida, eran varios los que me perseguían. Me inmovilizaron y, ante la mirada lasciva de aquellos piratas, me subieron a un barco sucio y viejo y, allí, junto con muchas mujeres y niños, me encerraron en las bodegas.
Apenas nos podíamos mover, el llanto de los más pequeños no cesaba. Estuvimos varios días navegando, sin ver la luz del día, tan solo la que penetraba tímidamente por las rendijas de la vieja madera del navío. Cuando el barco se detuvo, supe que habíamos llegado a nuestro destino, pero jamás imaginé que aquellas tierras supondrían el inicio de mi cárcel, de la pérdida de mi libertad. Varios hombres sucios y de mirada oscura nos instaban a movernos y bajar del barco, escuchaba sus risotadas y gritos ante nuestra presencia, no entendía su idioma, pero por sus vestimentas, sus rasgos y el color de su piel, sabía que estábamos en tierras africanas. “Dios mío”, pensé, “ayúdame”. Nos pusieron en fila y comenzaron a darnos empujones para provocar la risa de los allí presentes. No iba a consentir esa humillación, pertenecía a una de las familias más influyentes de Valencia y nadie me iba a tratar de esa forma; sin pensármelo dos veces puse la zancadilla a uno de aquellos piratas próximos a mí, este cayó al suelo y rápidamente le quité la daga que había salido disparada hacia mis pies. Yo era ágil defendiéndome, era la pequeña de cuatro hermanos y en mi tiempo libre jugaba con ellos a grandes batallas. Mi madre siempre me recriminó aquel comportamiento, pero en ese momento agradecí a mi padre que nunca le hiciese caso y apremiase aquellos juegos con mis hermanos, ya que en cuestión de segundos me vi amenazando a cinco bárbaros dispuesta a acabar con sus vidas o la mía si fuera necesario. No me detuve a pensar que aquella opción no era la más acertada, ya que estaba en desventaja, y tarde o temprano terminarían acorralándome; además, estaba siendo el foco de atención en aquel momento y eso provocó que muchos hombres de los allí presentes centrasen su interés en mí y decidiesen comprarme como esclava. Las voces de entusiasmo y vítores eran cada vez más ruidosos, hasta que la diversión acabó y me vi amordazada y atada, apartada del resto y humillada ante esa situación.
Me sentía desdichada, estaban negociando mi venta como si de una mercancía se tratase. Había dos hombres regordetes que pujaban por mi compra, ambos repugnantes, de largas barbas negras, piel oscura, ojos negros y miradas lascivas hacia mi persona, sus orejas estaban adornadas con aretes de oro, y en sus cabezas portaban llamativos turbantes. Intenté evadirme de aquella situación, necesitaba tomar aire y volver a respirar, miré hacia el mar, pero allí me encontré con la mirada fija de aquel hombre, fuerte, alto, musculado, de pelo oscuro y piel dorada por el sol. Era diferente a los allí presentes, su fisonomía y rasgos de la cara no eran como los de los bárbaros que allí estaban, era bastante atractivo. Estaba observándome desde la cubierta de su barco -un navío pirata con una bandera que así lo delataba-, con una gran sonrisa; desvié la mirada, aborrecía a todos los hombres allí presentes, incluido aquel que desde su barco observaba divertido la escena. Sentí deseos de enfrentarme a él, ningún varón me iba a amedrentar, nadie me humillaría y me quitaría mi libertad, estaba dispuesta a morir si fuera necesario por defender mi honor, mi vida.
Volví a desviar la vista hacia el lugar donde él estaba, se había esfumado, no había rastro de aquel hombre, bajé la mirada; el griterío entre aquellos piratas y uno de mis secuestradores cada vez era más insoportable. Se había sumado otra voz masculina a la venta, fuerte, con personalidad. Alcé la mirada y allí estaba aquel capitán del navío pujando por mí, le odié, “¡qué se habían creído todos aquellos truhanes!”. Al final, el capitán extrajo un fajo de billetes y se lo dio a mi secuestrador, este sonrió, los otros dos hombres le miraron con odio y se centraron en otras mujeres allí presentes expuestas para ser vendidas.
Mi secuestrador me obligó a levantarme y me empujó hacia él con una gran risotada, caí directa en los brazos de aquel hombre, estaba amordazada y maniatada y apenas pude sostenerme después del empujón. Él me sujetó y después me apartó con delicadeza, me miró; sus ojos verdes, grandes, me escrutaban; era bastante atractivo y muy alto, pero, a pesar de todo ello, me había comprado y por ese motivo ya lo odiaba. Me retiró con delicadeza la mordaza que tapaba mi boca y desató mis manos. Al ver el reguero de sangre que corría por mis brazos me observó con seriedad, extrajo un pañuelo blanco que guardaba en su casaca negra y limpió la sangre. Después, me agarró de la mano. Yo intenté con todas mis fuerzas retirarla, pero resultó inútil, él era mucho más fuerte que yo. Me llevó forzada hacia su embarcación, sus hombres le vitoreaban desde la cubierta, no podía soportar aquella escena.
—¡Bárbaros! —dije en voz alta—. ¡Eso es lo que sois!
Aquel hombre me miró con gesto divertido, arqueó sus cejas. En ese momento me pareció que me había entendido, aunque me convencí que eso era imposible. Le retuve la mirada, jamás la bajaría ante un hombre, me erguí y reté a todo aquel que osaba examinarme, aunque en mi interior sentía pavor de subir a aquel navío repleto de truhanes y malhechores. Intuía que sus intenciones no eran ni mucho menos decorosas, para ellos una mujer era un ser inferior, de usar y tirar para satisfacer sus necesidades más básicas. Sabía que los propósitos de mi comprador no eran ni mucho menos decorosos para con mi persona. Me guio por una rampa y, en cuestión de minutos, estaba en la cubierta de aquel barco. Todos los hombres allí presentes hicieron un círculo a mi alrededor, el capitán me soltó la mano y se apartó de mí con una sonrisa en los labios, cruzó los brazos, y me observó sonriente. “¿Qué pretendía?”, pensé. Me sentía como un cordero rodeado por una manada de lobos, todos expectantes, analizando a su presa, esperando un pequeño fallo para abalanzarse sobre ella. Me armé de valor, me puse los brazos en jarra y les amenacé en mi idioma, el cuál no entendían.
—¡Qué sepáis, piratas insolentes, que yo no os pertenezco! Soy libre, y a cualquiera que ose acercarse a mí le mataré.
En ese momento el capitán del navío soltó una risotada y después les habló a sus hombres en un idioma desconocido para mí. Todos ellos se carcajearon. Aquel hombre se acercó a mí y me asió la mano. Me resistí, quería hacerle saber que él no era mi dueño. Se dio media vuelta y, sin pensárselo, me cogió en brazos y me izó hasta su hombro como si de un saco de patatas se tratase. Yo empecé a propinarle puñetazos y patadas, pero él parecía no sentir nada. Abrió la puerta de su camarote y la cerró tras él de una patada, se dirigió a la cama que había en el centro de la sala y me depositó en ella. Estaba frente a mí, con semblante divertido y los brazos en jarra. Me observaba, después puso frente a mí una silla que había en el camarote y se sentó colocando los pies sobre una pequeña mesa que estaba muy próxima a la cama. Le odiaba, me resistiría, intuía que su voluntad no era buena.
—Deberías estar agradecida de que haya sido yo y no otro el que te haya comprado —dijo burlándose.
Me asombró y extrañó que hablase mi idioma, él me lo debió de notar en la cara, ya que esbozó una gran sonrisa.
—¿Sorprendida? —Se estaba divirtiendo.
—¡Ya nada me sorprende! —le respondí tajantemente—. Podrá haber pagado dinero por mí, pero que sepa que no le pertenezco y jamás seré de su propiedad, soy una mujer libre, que ha sido secuestrada y arrancada de su amada tierra por bárbaros como usted.
—Pues siento decirte, damita, que muy a tu pesar me perteneces y yo decido desde este momento todo lo que a ti concierne. —Bajó las piernas y se reclinó ligeramente hacia donde yo estaba con una sonrisa en los labios.
—¡Eso, ya lo veremos! —Le reté con la mirada.
Soltó una gran risotada, se levantó y se acercó hacia donde yo estaba, me agarró del brazo y me obligó a ponerme de pie. Estaba muy próxima a él, aquella cercanía me incomodaba y me ponía nerviosa, pero yo no me rebajé, le miraba fijamente sin demostrarle un ápice de miedo en sus palabras, ni a su persona. Él sonrió, me rodeó con sus brazos, me aproximó a él y me besó en los labios. Notaba su suavidad sobre los míos, fue breve, como un signo de poder de él hacia mí, pero, a pesar de los segundos que duró, mi cuerpo reaccionó ante aquel beso, algo que me recriminaba, lo odiaba, pero aquel roce provocó un escalofrío que recorrió todo mi ser, después se retiró y me miró con una gran sonrisa.
—Sí, lo veremos —dijo mirándome a los ojos.
Alcé mi mano con la intención de abofetearle, pero él la capturó antes de que llegase a su rostro, se carcajeó.
—Nunca retes a un pirata.
Manteniéndome la muñeca agarrada tiró de mí y me volvió a besar, esta vez me besó lentamente, reteniendo mis labios entre los suyos. En esos momentos aproveché para morderle su labio inferior. Sorprendido, se apartó y, sin soltarme de la mano, se llevó la suya hacia su boca, hizo una mueca y sonrió.
—¿Sabes, damita? Creo que nos lo vamos a pasar muy bien tú y yo juntos. —Me sonrió y apenas dio tiempo a que le pudiese responder. Se dio media vuelta y se marchó.
Mis mejillas ardían ante lo que acababa de suceder, pero al mismo tiempo me sentía humillada y ultrajada por aquel bárbaro. Había osado besarme y me había faltado al respeto. Me senté en la cama y me puse a llorar desconsoladamente, no entendía cómo me podía estar pasando aquello, llegué a creer que estaba soñando y en algún momento me despertaría, pero eso solo eran ilusiones, la realidad es que mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Eché mi mano al bolsillo de mi vestido, allí, oculta estaba la carta y el Santo Grial, necesitaba proteger el legado de mi Fe, y en aquel escenario iba a ser muy complicado. “¿Cómo llevaría el santo Cáliz al monasterio de San Juan de la Peña?”. Me tumbé en aquella cama y la tristeza y el miedo se apoderaron de mí.
No sé cuánto tiempo transcurrió, al principio era ajena a todo lo que había pasado, llegué a pensar que me encontraba en mi habitación de la casa de Valencia, pero pronto empecé a recordar todo lo sucedido, observé que tenía una manta tapándome, algo que agradecí, porque en algún momento de mi sueño sentí frío. Nerviosa, observé si estaba aquel hombre, se encontraba sentado en la silla, su cabeza y brazos estaban apoyados sobre una mesa con una pequeña lamparita que estaba encendida. Él debía de haber sido el que me había colocado la manta. Estaba dormido, me incorporé sigilosamente para no hacer ruido y, así, evitar que él se despertase. Me fijé que retenía entre sus manos un papel y sobre la mesa había un sobre. Tenía que marcharme de allí, me levanté sigilosamente, toqué el bolsillo de mi vestido para comprobar que la reliquia y la carta todavía estaban allí. Avanzaba de puntillas hacia la puerta, levanté con mis manos la falda de mi vestido para evitar que el bajo rozase con el suelo. Él tenía un sueño profundo, giré suavemente el picaporte, hizo un ligero ruido, miré rápidamente hacia donde estaba él, apenas se movió. Abrí la puerta, salí y la volví a cerrar con sumo cuidado. Respiré, por fin estaba en la cubierta del barco. Contemplé el cielo, estaba estrellado, se me pasó por la mente la idea de escapar, pero enseguida me percaté de que el navío ya no estaba atracado en el puerto. Estábamos en el mar, a cierta distancia de la costa, ahí estaba la embarcación anclada. Desde el lugar donde me encontraba se podían observar las pequeñas luces de la ciudad. “¿Qué voy a hacer ahora?”, pensé. Sabía nadar muy bien, ya que mis hermanos y yo, siempre habíamos hecho carreras en las playas de mi querida Valencia, pero aquello suponía nadar durante una o más horas y eso sí que no lo aguantaría, a parte de que, en mi hazaña, podía perder la reliquia y la carta. Observé por si había hombres deambulando por la embarcación, en cubierta no había nadie. Me percaté de que en la cofa había un pirata vigilando, pero intuía que estaba dormido, aunque no podía asegurarlo en ese momento. Decidí buscar una pequeña barca que solían llevar de apoyo para ir a tierra cuando echaban el ancla y detenían el barco lejos de la costa, recordaba haber visto varias embarcaciones pequeñas cuando accedí al navío. Me escabullí sigilosamente, en la cofa el corsario no se inmutaba, se había quedado dormido, supuse que después de una gran borrachera, ya que había botellas en la cubierta de la embarcación. Con sumo cuidado fui a uno de los laterales del barco, tenía que ir con cautela, ya que había luna llena y la noche era estrellada. En ese lugar de la embarcación había dos barcas, me fijé que una de ellas estaba sujeta al navío por una cuerda bastante gruesa, pero flotaba en el mar; tenía que pensar cómo aproximarme a ella. El nudo con el que la cuerda sujetaba a la barca estaba accesible, me acerqué, intenté desanudarlo pero estaba muy fuerte, tenía que conseguirlo.
—Si pretendes desatarlo, creo que tardarás varios días en lograrlo. —Escuché detrás de mí su voz, y me giré rápidamente.
Era él, estaba muy cerca de mí, apoyado sobre uno de los mástiles con los brazos cruzados y sonriendo, aquella situación le divertía y yo no podía soportarlo, me sentía ultrajada, humillada.
—Si lo que pretendes es escapar, siento decirte que no vas a poder, ahora me perteneces, eres mía, damita, solo mía, y yo decido sobre ti —se burlaba.
Aquellas palabras me encolerizaron, me erguí y le miré fijamente a los ojos, nadie, ni siquiera un pirata como él iba a achantarme ni quitarme mi libertad.
—Está usted muy equivocado, nadie es mi dueño, yo nací libre y seguiré así, y que le quede muy claro, antes prefiero morir que perder mi libertad. —Se carcajeó.
Mis palabras le sorprendieron, empezó a caminar hacia donde yo estaba con la intención de sujetarme, sabía que si él me alcanzaba volvería a retenerme y contra su fuerza física no podía luchar; en ese momento me acerqué a la barandilla e incliné mi tronco hacia el exterior.
—Si se acerca más a mí, juro lanzarme al mar. —Estaba decidida a ello.
Cambió su semblante, estaba serio pero tranquilo.
—No te atreverás —me dijo sorprendido ante mi reacción.
—Le aseguro que soy capaz de eso y mucho más.
Él se empezó a acercar lentamente, yo retrocedía.
—Sin duda, eres una ingenua —se burlaba.
—Usted ni se imagina de lo que soy capaz —le reté.
—Eso ya lo veremos. —Sonrió.
En ese momento noté cómo agarraban mi mano con fuerza. Me giré, era uno de sus hombres, aquel que vigilaba en la cofa, quien soltó una risotada ante aquella escena, miré rápidamente a mi comprador, estaba con los brazos en jarra, observándome y con una sonrisa en su rostro.
—¿Cuándo vas a aceptar que un pirata nunca pierde en ninguna batalla y, menos, si por lo que lucha es por algo por lo que ha pagado?
En ese momento le odié, pegué un puntapié al hombre que me aprisionaba la mano con fuerza, intenté escabullirme, ambos me intentaban acorralar, divertidos. Me aproximé a una zona del barco en la que no había barandilla, aquellos hombres me iban a capturar, iba a luchar con todas mis fuerzas, pero en ese momento perdí el equilibrio y me caí directa al mar. “¡La reliquia y la carta!”, pensé. Sentí el golpe brusco con el agua, me hundí y empecé a nadar hacia el exterior, pero antes de salir, alguien me había agarrado con fuerza del brazo y me sacó rápidamente. A pesar de saber nadar, aquella caída no me la esperaba y había tragado agua. Era él, me sujetaba, me llevaba hasta la embarcación, me puso frente a él. Yo me agarré a ambos lados de la escalera, y empecé a subir. Arriba del todo me esperaba aquel hombre que me había agarrado de la mano, me ayudó a meterme en el barco, empecé a toser. Tras de mí venía aquel bárbaro, su rostro expresaba ira, su mirada era dura en ese momento. Me observó, dijo algo en otra lengua al otro hombre, me agarró de la mano con fuerza y me llevó al interior del camarote; una vez allí cerró la puerta con fuerza, se puso frente a mí, se quitó su blusón blanco, ahora mojado y lo tiró sobre la silla. Estaba con su torso al descubierto, dejando visibles sus musculados pectorales, ancha espalda y piel dorada por el sol; me ruboricé, bajé la mirada, se acercaba a mí con semblante serio y enfadado, yo retrocedía ante su avance hasta que topé con la cama y no pude recular más. Caí sobre esta, él me asió del brazo con fuerza, me levantó; estando tan próxima a él me sentía frágil, diminuta, su gran estatura y corpulencia me hacían sentir insignificante. Me miraba fijamente, estaba tan cerca de él que podía sentir su respiración acariciar mi piel, su contacto me ruborizaba. Él debió de percatarse de ello, ya que una ligera sonrisa se dibujó en sus labios.
—¡No lo vuelvas a hacer! —dijo con seriedad.
Me soltó el brazo, abrió un pequeño armario que había frente a la cama y sacó un blusón y unos pantalones que tiró sobre la cama. 
—¡Ponte esas ropas y quítate tu vestido!, estás empapada. Puedes colgarlo en la silla hasta que se seque.
Acto seguido, cogió otro blusón de color azul marino y pantalones negros para él, se dirigió a la puerta y sin mediar palabra se marchó.
“Uff”, suspiré, aquel hombre alteraba todo mi ser, no entendía cómo aquel ser grosero, bárbaro, canalla, podía despertar en mí cierta atracción hacia su persona, su cercanía hacía que mis pulsaciones se acelerasen, así como su físico tan atractivo, me sentía en desventaja para poder enfrentarme a él. Eché la mano al bolsillo, extraje la taza santa, la sequé como pude con la manga del blusón, después saqué el papel, la tinta se había corrido y ya no quedaba nada del escrito de mi tío… “Dios mío, ayúdame”, pensé. Me puse aquellas ropas, el blusón me quedaba enorme al igual que el pantalón, busqué en la habitación y vi que en la mesa de aquel hombre había una cuerda, sin pensármelo dos veces me la até a la cintura sujetando aquella ropa, me remangué el pantalón, lo arrastraba,“al menos, ahora podré moverme”, pensé, aunque intuía que mi aspecto era de todo menos femenino. Volví a guardar la reliquia en el bolsillo del pantalón, era ancho y apenas se apreciaba que llevaba algo en el interior. La carta la rompí y la tiré en un cubo que había próximo a la mesa, el cuál almacenaba varios papeles, así que los entremezclé para que aquel pirata no se percatase de estos.
Me fijé en la carta que había sobre la mesa, recordé que cuando me desperté, él se había quedado dormido sobre ella. En ese momento visualicé un sobre y un papel en sus manos. Estaba escrita en otra lengua diferente a la mía. Llamó mi atención el sello que había en el sobre, era un león dorado sobre fondo rojo. “¿Qué significaría aquello? ¿Quién era aquel hombre?”. Me tumbé en la cama, me sentía abatida, todavía no había asimilado todo lo que me estaba sucediendo, no entendía el porqué de aquello, tenía que escaparme, debía huir de allí, pero en esos momentos el hecho de barajar esa idea me parecía una pérdida de tiempo, ya que realmente iba a resultar muy difícil esquivar la vigilancia de aquel hombre. Las lágrimas empezaron a recorrer mi rostro hasta quedarme dormida.

II

Me apoyé sobre el mástil, contemplé el cielo estrellado y aquella luna, respiré profundamente, necesitaba paz; desde que me marché de mi hogar, de las tierras de mi patria, mi amada Irlanda, hace diez años, mi corazón había guardado rencor, odio, siempre con la necesidad de venganza. Aquellos fatídicos momentos venían a mi mente ahora, por esa maldita carta que Grace me había dado el primer día que atracamos en Túnez; ella estaba también allí, a la espera del gran acontecimiento pirata que tendría lugar al día siguiente, ocasión de encuentro e intercambio de mercancías e información.
Había memorizado cada frase, cada palabra:
"Querido James:
Tu padre está muy enfermo, tienes que regresar lo antes posible a Kilkenny, desea hablar contigo antes de morir. Está muy arrepentido, debes creerme. Tiene algo muy importante que desvelar y solo puede ser a ti a quien confíe ese gran secreto que le está minando su alma.
Si no es por tu padre, hazlo por mí, por tu abuela, que siempre te ha llevado en su corazón, y por tu hermana que necesita el cariño de su hermano.
No sé si esta carta llegará a tus manos, espero y confío en que así sea. Grace O’Malley me ha asegurado que te la dará en cuanto te vea. Lo mismo cuando la leas ya ha transcurrido mucho tiempo y tu padre ya haya fallecido para entonces, confío en que no sea así.
Tu abuela,
Helen O’Brien".
Cuando Grace me dio la carta, ya había transcurrido un mes desde que mi abuela se la entregara…
Había logrado borrar aquellos momentos duros, llenos de tristeza, en los que había tenido que coger mi caballo y alejarme de mi hogar. Había cabalgado durante toda la noche, las lágrimas no cesaban de recorrer mi rostro, el recuerdo de la muerte de mi madre y el desprecio y humillación por parte de mi padre seguían muy presentes en mi mente. Mi corazón se había quedado en las tierras y valles verdes de mi adorable Kilkenny, renacía en mí otro hombre, lleno de odio y con un corazón duro, dispuesto a cualquier cosa con tal de olvidar y alejarme de mi amada Irlanda; allí quedó aquel muchacho de grandes valores humanos, de honor y lealtad, con un corazón puro, y perseguidor siempre de la verdad. En ese estado, totalmente transformado en otro joven, recuerdo que llegué a Kinsale, en el condado de Cork. Entré en una taberna y me emborraché. Una mujer bella, de unos treinta años, de larga melena pelirroja, vestida como un hombre, con pantalones anchos, un blusón blanco que dejaba ver el comienzo de sus bonitos pechos, y un cinturón negro ciñéndole la cintura no dejaba de observarme con una gran sonrisa en los labios. Se acercó a mí, yo estaba extasiado ante su belleza. Recuerdo cómo fue directa a mí, me invitó a su dormitorio en aquella taberna, yo no me negué, ningún hombre podía resistirse a pasar la noche con ella. Días más tarde descubrí que era la famosa “Reina del Mar”, la pirata más buscada por los navíos sajones, Grace O’Malley –una sonrisa se dibujó en mi rostro al recordar aquellas noches de pasión con Grace–. Pronto se cansó de mis favores, pero desde el primer momento me adoptó como su protegido, y así fui uno más en su tripulación, me fui ganando su total confianza y fue ella la que me dio oro y dinero para adquirir mi propio barco y a mi gente.
Ese odio y frialdad que llevaba desde entonces en mi corazón hizo que fuese uno de los corsarios más temidos por mares y océanos, iba sin rumbo y siempre regresaba a mi hogar, ahora en la isla de Capri, con baúles repletos de oro y alhajas de los barcos que abordábamos. Fue así como me gané el respeto de los piratas otomanos, entre ellos los hermanos Barbarroja, los más temidos y buscados por los ingleses, españoles, italianos...
Apoyé mis manos sobre la baranda del barco, respiré hondo. “Y si no tenía ya problemas, ahora se sumaba aquella mujer”, pensé, desde el primer momento que la vi me gustó, había algo en ella diferente que hacía que mi corazón latiese de otra forma, ya no solo por su belleza, sino por su carácter, su valentía, me atraía como nunca antes me había atraído otra mujer. Desde el primer momento que la tuve en mi camarote quise hacerla mía, pero a pesar de que llevaba diez años en el mar, alejado de todo protocolo y valores, nunca forzaría a una mujer a yacer conmigo; el respeto hacia ellas se debía a que siempre tenía muy presente a mi madre en mi vida, la mujer que más había amado. Sabía que me iba a costar controlar mis impulsos para no hacerle el amor, pero no lo haría si ella no lo deseaba, aunque lograría cautivarla, sonreí.
Desde que la besé sentía la necesidad de probar otra vez sus labios, abrazarla y acariciar su bonita figura, no podía dejar de pensar en ella. Me preocupaba su insistencia por querer huir, era cabezota, y terca. “¿Acaso no era consciente de que, si escapaba de mí, le esperaba algo peor? No podría alejarse mucho y ya estaría en manos de algún bárbaro que no tendría contemplaciones con ella”. Pero no podía negar que aquella mujer me gustaba. En ese momento tomé la determinación de que no la iba a dejar ni un momento sola, sabía que sus intenciones de huir no cesarían y no estaba dispuesto a perderla y lamentarme por ello. La llevaría al zoco de Túnez para comprarle vestidos, vendría a la gran fiesta conmigo. David y algunos de mis hombres también me acompañarían, así que, cuando yo tuviese que tratar unos asuntos con Grace y el almirante turco Jeireddin Barbarroja, mi fiel amigo se ocuparía de ella.
Entré sigilosamente al camarote, no quería despertarla, estaba acurrucada en un rincón de la cama, debía de tener frío después del chapuzón –sonreí al recordar la escena-, me acerqué a ella, “¡qué bella es!”. Me habían hechizado sus grandes ojos negros, ahora cerrados por el cansancio de la jornada, su piel dorada por el sol, su pelo negro, ondulado, que le daba ese aspecto salvaje que me había cautivado. La acaricié suavemente el rostro. “Dios mío, no se cómo voy a poder resistirme estando junto a ella”. Su pelo todavía estaba húmedo. Observé por la habitación, buscaba la manta, estaba en la silla de al lado de la cama, la cogí y la tapé cuidadosamente, quería evitar que se despertase, “al menos, dormida, podía relajarme un poco”. Me acomodé como pude en la silla que estaba al lado de la cama y levanté mis pies hasta posicionarlos en la mesita cercana a esta, la miré detenidamente y cerré los ojos, por primera vez en mucho tiempo mi corazón latía de otra forma diferente por una mujer –sonreí y cerré los ojos.
David me miraba fijamente, sabía que iba a burlarse de mí.
—¡Vaya remojón el de anoche! —Se carcajeó.
Arqueé las cejas.
—Ya veo que Luc no ha tardado en contar la aventura nocturna.
—Para algo interesante y divertido que pasa en el barco... —Sonrió—. Esa mujer te va a volver loco. —Se estaba divirtiendo.
—Yo nunca perdería la cabeza por una mujer, amo mi libertad y una mujer en mi vida significaría dejar todo por ella, eso jamás lo haría. No hay muchacha en el mundo que consiga eso de mí.
Esbozó una gran risotada.
—Amigo, siento decirte que esta vez no va a ser así. —Me propinó un ligero codazo en el costado—. Y en el hipotético caso de que así fuese, ¿qué piensas hacer con ella cuando te canses de tenerla a tu lado?
—La llevaré a su tierra, a donde pertenece.
En mi interior sabía que David podía tener razón, él me conocía desde hacía mucho tiempo, me salvó de varios contratiempos cuando era parte de la tripulación de Grace; ambos éramos de la misma edad y, aunque él era inglés, congeniamos desde nuestro primer encuentro, nos hicimos inseparables. Él me conocía a la perfección y sabía, al igual que yo, que aunque me negase a aceptarlo, aquella mujer era diferente y me había cautivado desde el primer momento, hecho que yo no estaba dispuesto a reconocer, ya que en otra ocasión similar, jamás hubiese dado ese fajo de dinero para comprar a una joven, no lo necesitaba, siempre había tenido a la que quería en mi lecho, y ese detalle le hizo ver que algo era diferente. Yo me negaba a reconocerlo, pero sabía que desde el primer instante en que la vi enfrentándose a aquellos bárbaros, quise que fuese para mí y para nadie más, bajé de la cubierta de la embarcación decidido a llevármela como fuese, incluso a luchar por ella si hubiese sido necesario.
—Por cierto, ¿dónde está tu fierecilla?
—Después del remojón de ayer sigue durmiendo. —Sonreí.
No quería despertarla, pero si quería ir a comprarle vestidos tenía que llamarla, “además, no sé de qué humor estará hoy mi damita”, pensé. Muchos de mis hombres ya habían abandonado el barco para ir a las tabernas del lugar y pasar un rato con alguna de las prostitutas que siempre estaban en esos sitios, dispuestas a dar favores a cambio de oro o joyas. Luc estaba en la cofa, vigilando, y David vendría conmigo. Fui al camarote, ella ya se había levantado y puesto su vestido ya seco, mis ropas las había doblado con precisión y las había depositado en la silla –me hizo gracia– en esos pequeños detalles se empezaba a notar la presencia de una fémina en mi vida. Cerré la puerta y me apoyé en ella, con los brazos cruzados, observándola, ella se puso de pie, retándome con la mirada.
—¿Has dormido bien? —le pregunté.
Ella no me contestó, permaneció en silencio.
—¡Vaya! Hoy no tienes ganas de hablar. —Sonreí.
Me aproximé a ella, la joven fue retrocediendo a mi paso hasta toparse con la pared. Deseaba besarla, me contuve.
—Hoy nos vamos de compras, necesitas ropa nueva.
Aquella propuesta mía la hizo hablar. “Por fin”, pensé, no había cosa que más me fastidiase que no me respondiesen ni contestasen, no soportaba los silencios.
—¡No quiero nada que venga de usted!
—Bueno, pues si tú no lo eliges, lo haré yo para ti, pero te vienes conmigo, a no ser que prefieras que te deje sola en el barco con un grupo de piratas necesitados de estar con una mujer —mentí, solo estaban Luc y David, pero sabía que aquello no le gustaría—. ¡Tú decides, damita!
Le cogí la mano y se la besé mientras la miraba a los ojos y le sonreía, ella la retiró rápidamente; aprecié cómo se sonrojaba, aquello me gustaba, ninguna mujer se había ruborizado ante mi presencia y mi contacto, “claro, que las mujeres con las que yo había estado habían sido muy diferentes a ella”.
—¡Está bien! —dijo—, pero que sepa que no pienso elegir ni aceptar ningún vestido ni nada que venga de usted.
Dicho esto le abrí camino para que se adelantase y se dirigiese hacia la puerta, yo la seguía, observando cada uno de sus movimientos. David nos estaba esperando, descendimos hacia donde estaba la barca. Mi fiel amigo se puso en un extremo haciéndose cargo de los remos para llevarnos a tierra, ella se posicionó en el asiento de en medio y yo justo detrás de la joven, su pelo se movía suavemente con la brisa marina, y desde mi posición podía ver su bonito perfil, sus bellos rasgos, “realmente era preciosa”. Permanecimos en silencio hasta llegar a tierra. David nos observaba con una sonrisa en los labios. Dejamos la barca en una playa tranquila apartada del bullicio del puerto. La cogí de la mano con firmeza y la ayudé a salir. Ella intentaba soltarse pero yo no estaba dispuesto a deshacerme de su suave mano. David se puso a mi lado y los tres nos dirigimos al mercadillo. Conforme nos adentrábamos en aquel desordenado lugar, notaba cómo la joven se acercaba más a mí, temerosa de aquel trasiego, y no era para menos, ya que era un ir y venir de piratas, personajes variados, jeques tribales, prostitutas...; un lugar poco habitual para una dama, pero yo, a pesar de saber que no era un sitio apropiado para la dama española, me divertía ante su desconcierto. Hacía mucho tiempo que había dejado de asombrarme de aquella vida y, ahora, ella irrumpía de golpe en mi rutina y me recordaba a la clase que pertenecía.
—¿Qué pasa, muchacha? ¿Te asusta la gente? —Se puso tensa ante mi pregunta.
—No, para nada.
Pero a pesar de sus palabras ella no se alejaba de mí, al contrario, notaba cada vez más su proximidad y su mano se cogía a la mía con firmeza. Sonreí para mis adentros.
Llegamos a un puesto con muchos vestidos bonitos, telas llamativas; yo las tocaba y la observaba, mientras ella seguía altiva, orgullosa y con su semblante serio y a la vez de asombro. Elegí un vestido rojo, llamativo, con un gran escote y unos tirantes anchos que comenzaban bajo el hombro, ajustado hasta la cintura y que bajaba con vuelo hasta el suelo, “seguro que estará preciosa”, pensé, lo cogí, la miré de reojo y vi que ella seguía cada uno de mis movimientos, sonreí.
—¿Te gusta? —le pregunté.
Me miró fijamente.
—Nada de lo que venga de usted puede agradarme. —Me carcajeé.
Aquella mujer, tan orgullosa, tan valiente me divertía y, muy a mi pesar, me estaba empezando a gustar bastante.
—Muy bien, tú lo has querido, no me dejas otra alternativa.
Cogí el vestido rojo, seleccioné otro azul con escote generoso, mangas cortas abombadas y ceñido hasta la cintura, y por último elegí uno verde un poco más discreto, este tenía poco escote, con mangas cortas, lisas, ajustado hasta la cadera, con una cinta dorada que adornaba esta y, después se deslizaba hasta los pies. Mientras hablaba con la mujer que regentaba el puesto, ella se apartó de mí. David la vigilaba, pero hubo un momento que desvió su mirada a dos mujeres que pasaron por nuestro lado, tiempo que aprovechó ella para escabullirse entre el gentío. No la vi y temí en ese instante no encontrarla.
—¿Dónde está, David? —dije en tono preocupado.
—No sé, la he perdido de vista, y con tanta gente...
—¡Tengo que encontrarla! ¡No la puedo perder! —dije mientras buscaba nervioso entre la multitud.
No es que hubiese muchas mujeres, pero con las que allí había era suficiente para que pasase desapercibida entre la multitud. Me detuve en el centro del lugar donde me encontraba. “Dios mío”, dije “ayúdame a encontrarla”. Me había alejado de Dios, así como de las creencias cristianas desde ese día que mi padre me echó de mi hogar, cargué toda la culpa a Él por quitarme a mi madre y traer tanta desgracia y tristeza a mi vida. No había vuelto a recurrir a Él en todos estos años, pero en ese momento en el que la había perdido, en el que sentí miedo ante la idea de no encontrar a aquella mujer, que, aunque solo llevaba un día junto a mí, me había devuelto algo que había perdido hacía tiempo, la ilusión, que mi corazón palpitase por ella. Observé, miré fijamente a mi alrededor y allí la vi, estaba con aquel bárbaro, frío, calculador y sádico Drake. Yo había presenciado cómo aquel canalla había matado a hombres de su tripulación por mera diversión, era capaz de asesinar a esclavos, mujeres y niños con crudeza y torturas, solo por el hecho de hacerlo. Estaba rodeada por tres de sus hombres y él se encontraba muy próximo a la joven, analizándola; me apresuré, si se encaprichaba de ella era capaz de cualquier cosa con tal de arrebatármela y hacerla suya; claro, que yo estaba dispuesto a defenderla con mi vida. Aquel bárbaro y yo, ya nos habíamos enfrentado en varias ocasiones y yo había salido victorioso en muchas de ellas, de ahí que tuviera su respeto y temor hacia mí, eso me ponía en ventaja frente a él, pero era capaz de cualquier artimaña sucia y traicionera. Fui prácticamente corriendo. Drake se percató de mi presencia y alzó la mirada. Una sonrisa cínica apareció en su rostro.
—¡Vaya, vaya! ¡Mirad a quién tenemos aquí! El joven y valiente irlandés. —Así era como se me conocía.
Miré a la joven, esta fijó su mirada en mí, vi el temor en sus ojos.
—¡Ven aquí, mujer! —la ordené.
Ella rápidamente esquivó a aquellos hombres y se posicionó a mi lado, yo la empujé suavemente tras de mí. En ese momento David ya me había alcanzado y estaba a mi lado, con la mano colocada en su daga.
Drake observó a la joven.
—¡Así que es tuya! —dijo sin dejar de mirarla.
Aquello ya me estaba empezando a fastidiar.
—Así es —respondí.
—Te la compro, irlandés —dijo acercándose más a mí.
—No está en venta, Drake.
—Estoy dispuesto a darte oro y joyas.
La damita le había gustado, Drake jamás ofrecía oro y joyas por una esclava.
—¡He dicho que no está en venta! —dije con rotundidad.
—Muy bien, muy bien..., pero que sepas que la joven me gusta. Si en algún momento te cansas de ella, ya sabes que soy el primero en quererla.
Dicho esto volvió a mirar a la muchacha fijamente con una sonrisa en los labios y se marchó, mientras se giraba para continuar con sus hombres, gritó:
—¡Nos veremos en la fiesta, irlandés! —Soltó una carcajada y se marchó.
Cuando me aseguré de que ya se había alejado lo suficiente me di la vuelta para ponerme frente a la joven, estaba enrabietado, era la segunda vez que intentaba escaparse y no estaba dispuesto a que se repitiese, no quería pasar otra vez por ello, sentía que la necesitaba y algo en mi interior me empujaba al lado de aquella mujer, me gustaba, mi corazón latía al verla, al estar a su lado, y no estaba dispuesto a que aquello acabase por el orgullo y cabezonería de ella.
—La próxima vez no te voy a buscar, damita, así que si decides escapar que sepas la clase de hombre que puedes encontrar, y te aseguro que todos son del tipo de Drake.
Ella bajó su rostro, visualicé tristeza en sus ojos, el resto del camino hacia el barco permaneció en silencio, ausente, con mirada triste, apagada; y yo me sentía culpable y responsable de que ella estuviese así. Estaba lejos de su hogar, de su familia, había sido vendida y tratada como esclava y encima estaba conmigo, un pirata desconocido para ella; sentí compasión por la joven, quise en ese momento abrazarla y decirle palabras alentadoras, pero no podía hacerlo, ya que lo único que le haría feliz era devolverla a su hogar y eso no estaba dispuesto a hacerlo, ya que sería renunciar de por vida a la joven y no podía, egoístamente la quería a mi lado, para mí.
David me miró fijamente, sabía qué era lo que estaba queriendo decirme, el hecho de que Drake estuviera en Túnez y fuese a acudir a la fiesta significaba que iba a traer problemas, si aquel hombre estaba aquí era porque se traía algo entre manos y tenía algún interés especial, no era una mera coincidencia; además, no era muy entusiasta de las fiestas. “Uff”, suspiré, varios frentes en esa noche, mi preciosa damita de la que todavía no sabía su nombre y aquel odioso pirata. David se escapó a la taberna y yo decidí llevar a la joven a una de las playas de Túnez, cerca de donde habíamos dejado la barca, en la que nunca había nadie, allí estaríamos solos, necesitaba hablar con ella en un lugar en el que no fuese el barco; además, quería que no me viese como un bárbaro ni me comparase con aquellos piratas con los que se había topado desde su llegada a tierras africanas. La agarré la mano y esta vez no la retiró, su mirada seguía triste, no podía verla así, me gustaba más la atrevida y valiente mujer que se había enfrentado a aquellos otomanos.
Atravesé rápidamente el zoco y me dirigí hacia aquel lugar, ella apenas se fijaba hacia dónde íbamos, ni protestaba, solo permanecía en silencio, pensativa y cabizbaja. Ante nosotros apareció aquella playa de arena casi blanca, apenas había vegetación, pero la suave brisa cálida, el vaivén tranquilo del mar y esa arena fina, así como el silencio que allí se respiraba -a excepción del cantar de las gaviotas y el susurro del suave oleaje-, hacían de aquel enclave un rincón paradisíaco. Me senté en la arena y obligué a la joven a hacer lo mismo. Fue en ese momento cuando ella despertó de sus pensamientos y se percató del lugar donde estaba.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Ella se volvió para mirarme, su rostro seguía serio y con ese semblante melancólico.
—No creo que le importe.
Retiró la vista de mi rostro y se centró en la arena, que tocó con sus dedos y la deslizó entre estos.
—Estás muy equivocada, damita, me importa y mucho. Por favor...
Fue más bien una súplica que una orden, ya que en el fondo de mi corazón deseaba una tregua entre ambos, no podía estar con la sensación constante de que se fuera a escapar. Ella no me miró, seguía observando y tocando la arena.
 —Laura –susurró.
La miré y sonreí.
—Mi nombre es James —capté su atención.
—¿James? ¿No es irlandés? —dijo burlándose.
Le sonreí.
—Irlandés es cuando estoy en el mar, con mis hombres y en mi barco, así me conocen. —La miré fijamente—. Para ti, damita, soy James.
—¿Por qué irlandés? —me preguntó.
Me estaba empezando a divertir con sus preguntas, aquella joven resultaba ser también muy curiosa.
—Irlanda es mi país, de ahí el apodo. —La sonreí.
Iba a continuar preguntándome, pero ya no estaba dispuesto a dar más detalles de mi pasado, era algo que me dolía y más después de haber recibido aquella carta. Me adelanté a preguntarla:
—¿De dónde eres, Laura? —La observé, y esta bajó la mirada.
—¿Para qué quiere saberlo? ¿Acaso me va a llevar a mi hogar? —Volvió su rostro para mirarme.
—No.
No pude continuar, no le podía decir que no podía apartarla de mi lado y que no sabía el porqué, que quería tenerla junto a mí y no estaba dispuesto a deshacerme de ella, al menos por el momento.
Me miró seria, con resentimiento.
—Entonces, irlandés, ¿no se por qué tanto interés en preguntar sobre mí?
—Te propongo una tregua, damita. —Volvió su rostro para mirarme—. Si tú no intentas escapar más... yo te llevaré a tu hogar después de solventar unos asuntos pendientes —mentí.
Necesitaba asegurarme de que, al menos, durante un tiempo, iba a abandonar esa dichosa idea de huir, era muy peligroso por estas tierras y muy fatídico para mí. Me miró fijamente y una leve sonrisa apareció en su rostro.
—¿Me da su palabra de caballero irlandés?, no de pirata —me hizo gracia ese matiz.
—Mi palabra —volví a mentir. Sonrió.
—De acuerdo, irlandés. —Me dio su mano para estrecharla con la mía a modo de pacto—. Por cierto, ¿por qué habla también mi idioma?
—Ese es mi secreto, española. —Le sonreí.
Me estaba divirtiendo, aproveché aquel momento de tregua entre nosotros para agarrarla con fuerza de la mano y atraerla hacia mí, nuestros rostros estaban muy próximos y no me faltaron deseos de besarla, pero no era la ocasión, acabábamos de hacer un trato y si daba rienda suelta a mis deseos ella podría echar marcha atrás en nuestro acuerdo.
—Ahora hay que arreglarse para una fiesta, bella Laura —le dije sin soltarle la mano ni apartar mi rostro del suyo.
—Si piensa que me voy a poner uno de esos vestidos tan llamativos y atrevidos que me ha comprado es que no me conoce —me desafió.
Cada segundo que pasaba con ella más me sorprendía, me estaba retando y plantando cara. Me levanté de un salto, la agarré de la mano con fuerza y la aproximé a mí, le rodeé la cintura y la retuve entre mis brazos.
—Eso ya lo veremos, damita.
Noté cómo se ruborizaba con mi contacto, aquello me empezaba a gustar demasiado.
Aproximé mis labios a su oído sin dejar de abrazarla con fuerza para evitar que se apartase de mi lado, podía notar su rostro acalorado y el latir de su corazón.
—Recuerda que ahora me perteneces y eso seguirá siendo así hasta que te lleve de vuelta a tu hogar.
Ella intentó apartarme pero no podía, yo me carcajeé y la solté, retuve su mano entre la mía y empecé a caminar dirección a la barca, en la lejanía observé que David también se aproximaba.
—¡Está muy equivocado! ¡Jamás perteneceré a nadie! —dijo furiosa mientras la llevaba a trompicones por la playa, dirección a la barca.
Así es como me gustaba verla. Solté una risotada.
Luc vigilaba el acceso al barco, el resto de mis hombres estaban ebrios, unos tumbados en cubierta y otros en sus literas, debían estar sobrios para la noche, ya que algunos de ellos se deberían quedar a vigilar el barco. Después de ver con mis propios ojos a Drake cualquier cosa podía ocurrir, había que estar alerta ante cualquier movimiento que pasase.
Guie a Laura al interior de mi camarote, tenía que tener hambre, la dejé ahí, cerré la puerta y bajé a la cocina, cogí algo de comida para ambos, porque yo también tenía apetito. Cuando llegué la vi observando por la pequeña ventana de la habitación, deposité las viandas sobre la mesa y la invité a sentarse frente a mí, rechazó mi ofrecimiento.
—Pues está buenísimo...
Se volvió para mirarme.
—El hecho de haberle prometido que no me escaparía no significa que esté a disgusto y en desacuerdo con esta situación. Como usted comprenderá, con todo lo que me ha sucedido se me ha quitado el apetito.
Era una cabezota, orgullosa española, me había llegado a enfadar. Me levanté, salí de la habitación con los restos de comida para llevarlos a la cocina, después fui directo al camarote, estaba ya harto que aquella mujer que había comprado y ahora era mi esclava y me pertenecía, me desafiase y amenazase constantemente.
Seguía observando por la pequeña ventana. Apenas se inmutó ante mi presencia.
—¡Quiero que te pongas este! —Tendí sobre la cama el rojo escotado, ella ni se dio la vuelta—, dentro de dos horas regresaré al camarote, espero verte con él —hice una pausa. Me aproximé hacia donde estaba ella y me puse tras la joven, le susurré—: Si para entonces no te lo has puesto, seré yo mismo el que te vista, puedes estar convencida en que disfrutaré en quitarte el vestido.
Dicho esto le besé su bonito cuello, era muy tentador. Noté el pequeño escalofrío que sintió ante el contacto de mis labios, sonreí para mis adentros, ella se volvió para mirarme, vi en sus ojos odio y resentimiento, no le di tiempo a que reaccionase, me di media vuelta y me marché.
Necesitaba estar solo, tenía que meditar sobre el contenido de aquella carta, así como alejarme de aquella mujer, sentía el deseo de besarla y hacerla mía, y sabía que estando tan cerca y en mi propia habitación no podría aguantar mucho sin rodearla con mis brazos y hacerle el amor.
Salí a cubierta, me apoyé en el mástil y contemplé el horizonte. Suspiré.

III

No podía dejar de pensar en el anillo que llevaba aquel pirata, Drake. Ese fue el nombre que escuché pronunciar a James; era el anillo de mi tío, todavía temblaba del impacto al verlo, observé el rubí rojo encajado en la armadura de oro y después temblé al ver la pequeña cruz negra tallada en el centro de la piedra preciosa, era una joya única, y el único dueño era mi tío. “¿Por qué lo tenía aquel bárbaro?”, la sola idea de que lo había matado me entristecía e inquietaba, la cabeza me dolía de tanto pensar en ello.
Me sentía desgraciada, estaba en un navío lejos de mi tierra, teniendo en mi poder el sagrado cáliz de la última cena, con una responsabilidad que me había dejado mi tío demasiado pesada, y con la imposibilidad de poder cumplir la promesa que le había hecho porque me habían secuestrado y, un odioso y orgulloso pirata irlandés, me había comprado y se empeñaba en recordarme que yo era su esclava. Él me había hecho la promesa de que me llevaría a mi hogar si dejaba de escaparme pero no le creía, intuía que era una artimaña de aquel bandido. Me llevé las manos al rostro, lo que tenía claro era que tenía que ganarme su confianza, ya que esa sería la única manera de que él no estuviese obsesionado en vigilarme día y noche y, así, poder escaparme y alejarme de aquellos bárbaros. Por otra parte, temía estar cerca de ese hombre, su proximidad me provocaba escalofríos, me ruborizaba su cercanía, su contacto; no dejaba de pensar en los dos besos que me había dado en su camarote. El corazón me dio un vuelco, deseé seguir, y me amonestaba por sentir aquello hacia el hombre que me había comprado, pero ese irlandés despertaba un sentimiento en mí hasta entonces desconocido; por una parte le odiaba y por otra ansiaba su presencia y proximidad hacia mí. “Dios mío, ayúdame”.
Me giré y observé aquel atrevido vestido, sabía que si no me lo ponía, él cumpliría su palabra, suspiré, no podía permitir que aquel hombre me pusiese la mano encima y me arrebatase mi honor.
Me dirigí hacia la cama y lo cogí, era bonito, lo había elegido con gusto, pero también era atrevido, muy escotado, suspiré, me desvestí, decidí no llevar conmigo la santa reliquia, así que se quedó guardada en el bolsillo de la falda de mi vestido, la doblé de tal forma que no se notase el bulto de la taza, la coloqué en una esquina de la cama.