Cuando dejamos de ser niños - Lorenzo Marone - E-Book

Cuando dejamos de ser niños E-Book

Lorenzo Marone

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Mimì, doce años, gafas, labia de sabelotodo y obsesión por los cómics, los astronautas y Karate Kid, vive en un edificio de un barrio popular de Nápoles, donde su padre trabaja de portero. Se pasa el día en la calle, junto a su mejor amigo Sasà, un golfillo, o en el apartamento de un dormitorio que comparte con sus padres, su hermana adolescente y sus abuelos. En 1985, el año en que todo cambia, Mimì está practicando la transmisión del pensamiento, urde planes para poder comprarse un disfraz de Spiderman, y busca el modo de romper el hielo con la guapísima Viola, convenciéndola para llevar comida a Morla, la tortuga que vive en la gran terraza del último piso. Pero, sobre todo, conoce al joven periodista Giancarlo, su superhéroe. Que, en lugar de Batmóvil, tiene un Mehari verde. Que no vuela ni mueve montañas, pero escribe. Y que por armas tiene un cuaderno y un boli, con los que lucha para vencer el mal. "La nueva novela de Lorenzo Marone es una buena historia. Punto. Y está muy bien contada. Sin basura". Donna Moderna "Marone sigue su propio camino, derribando prejuicios a golpe de delicadeza". La Reppublica "Quizás me quede mañana no es un libro con una gran trama sino con grandes personajes. Es un libro de reflexiones enmascaradas en ágiles diálogos". Laura Galdeano, Libertad Digital "Lorenzo Marone regresa a primera línea de la literatura con La tristeza tiene el sueño ligero, un sutil retrato sobre los primeros hijos de padres divorciados". Culturamas "La tentación de ser felices, una novela "terapéutica" con la que su autor, Lorenzo Marone, quiere demostrar que "nunca es tarde" para "encontrarse a uno mismo". La Vanguardia

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 409

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Cuando dejamos de ser niños

Título original: Un ragazzo normale

© 2019 Lorenzo Marone

Publicado y traducido por acuerdo con Mencci Agency - Milán

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del italiano, Ana Romeral Moreno

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: DiseñoGráfico

Imagen de cubierta: Getty Images

 

ISBN: 978-84-9139-378-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Giancarlo

Treinta baldosas

Invierno

La gran nevada del 85

Las alpargatas color pistacho

La poesía de Rodari y la piedra de Dirceu

Bobo

Superman es un payaso

Profesor X

Héroes y mitos

Vita spericolata

El gol de saque de esquina

Morla

La primera grieta

Superhéroes y sindicalistas

Mehari

Canis lupus familiaris

El rey, el juglar y la princesa

La libertad está sobrevalorada

Día a día

Verano

Las hadas nacen de una carcajada

10 de junio de 1985

Para Elisa y el Concilio de Trento

Ama

El cojín de la suegra

Los autos locos

El tren de las siete de la tarde

Fuera del círculo

Napoli Centrale

Tu rosa

Un vaso de vino aguado

I Quindici

La pesca es como la vida

A golpes de hocico

Una flor bajo un temporal

Agosto a las espaldas

Mimì, campeón

23 de septiembre de 1985

Il mare sempre luccica, domani è già domenica e forse forse nevica

Nota del autor

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Giancarlo,

y a todos aquellos que hacen lo correcto

 

A mi mujer.

Si fuera un superhéroe,

mi única misión sería protegerte

Cita

 

 

 

 

 

La maldad es de los necios, de aquellos que aún no han comprendido que no viviremos eternamente.

 

ALDA MERINI

Giancarlo

 

 

 

 

 

Con doce años me hice amigo de un superhéroe.

No de uno de esos clásicos de Marvel, para entendernos, que llevan capa, máscara y un traje resplandeciente, que saltan de un lado a otro de la ciudad y vuelan entre los edificios. No, mi superhéroe no tenía ni traje ni capa, no volaba y no era de Gotham City, sino de Nápoles, que para algunas cosas era incluso más peligrosa que Gotham, porque en nuestro caso los bienhechores se contaban con los dedos de una mano.

Tenía veinticinco años, vivía en mi mismo bloque e iba por ahí con un extraño coche verde descapotable, un cuaderno y un boli. Se llamaba Giancarlo y, a pesar de mi insistencia, decía que no era para nada un superhéroe. Y quizá, pensándolo ahora, tuviera razón; porque los superhéroes de verdad nunca mueren, ni siquiera si se los acribilla a balazos.

O a lo mejor no, a lo mejor estaba equivocado y tenía razón yo; porque, al final, los superhéroes siempre renacen.

En cada nueva historia.

 

Treinta baldosas

 

 

 

 

 

El agente inmobiliario ya está debajo del edificio, lo reconozco desde lejos y levanto la mano para que entienda que estoy llegando. Ni se me pasa por la cabeza que no pueda ser él: lleva un traje azul bajo un abrigo del mismo color, unas sosas zapatillas deportivas, una fea corbata verde fosforito que le resalta en medio de la tráquea, el cuello almidonado de la camisa que apunta hacia abajo, el pelo ni corto ni largo lleno de gomina, una carpeta verde en una mano, el móvil en la otra, y la misma sonrisa perdida de tantos jóvenes. Tendrá unos veinticinco años, aunque intente aparentar alguno más haciendo alarde de seguridad.

—¿Russo? Encantado —dice viniendo hacia mí y tendiéndome la mano.

Le devuelvo el apretón y esbozo una sonrisa; él saca del bolsillo un mazo de llaves e intenta averiguar cuál es la correcta. Son las tres de la tarde de un día de febrero, falta poco para Carnaval; nos encontramos en una calle sin salida detrás de piazza Leonardo, a las afueras del Vomero, un barrio de las colinas de Nápoles; y la casa que estoy a punto de visitar no me la puedo permitir. Pero esto, obviamente, no lo digo. Hace un frío que pela y la previsión del tiempo habla de posibles nevadas, aunque haga siglos que no se ve nieve en Nápoles.

Mientras el agente me da la espalda y sigue buscando la llave del portal, un gato naranja que me mira desde el techo de un coche me roba una sonrisa melancólica. Enfrente de mí despunta, silencioso e inmóvil, el gran mural que habla de Giancarlo Siani, sobre aquella pared que hace tiempo acogió también mi nombre, el muro que lo vio todo. Un poco más allá, hace tiempo estaba la antigua tienda de lencería de Nicola Esposito; ahora, en su lugar, hay un taller de reparación. Y en la esquina donde siempre se ponía doña Concetta para vender cigarrillos de contrabando, ahora hay una esquela con el apodo del difunto. Mi mente corre veloz hacia aquellos años de mi infancia, cuando, entre tantas cosas absurdas, coleccionaba también esquelas.

El cierre metálico de la que en su tiempo fuera la charcutería de Angelo ahora está echado; mientras que en el del mítico Alberto, el peluquero, hoy campea una señal de prohibido aparcar. A alguien se le ha ocurrido la brillante idea de comprar el local y meter el coche, visto que la calle es estrecha y las plazas para residentes son pocas. En los años ochenta, al contrario, no existían estas líneas, y la gente aparcaba en diagonal, a pesar de que así la calle se estrechara todavía más. Aunque en el fondo, pensándolo bien, entonces los coches eran más pequeños y no era tan complicado sacarlos. Recuerdo que Angelo, el papá de Sasà, mi mejor amigo, solía aparcar en segunda fila y se veía obligado a salir deprisa y corriendo de su charcutería para cambiar de sitio el coche; salía pitando y maldiciendo en su Fiat 128, y recorría toda la calle marcha atrás, como si estuviera en un circuito automovilístico. Efectivamente, era muy bueno conduciendo, pero me hubiera gustado verlo hoy con uno de esos estúpidos SUV, a ver cómo se las habría apañado para salir marcha atrás tan rápido sin llevarse de por medio a algún peatón. Entre otras cosas porque nosotros, de niños, siempre estábamos ahí, plantados detrás de un coche, persiguiéndonos o corriendo tras una famosa pelota Super Santos.

Una vez, mi padre subió el coche en medio de la acera después de que un balón se cruzara en nuestro camino. Mamá soltó un grito de espanto; él, en cambio, se giró tan tranquilo hacia mí (que tenía unos diez años), encogido en el asiento de atrás, y sentenció: «Mimì, recuerda: ¡detrás de un balón siempre hay un niño!».

—Por favor —me dice el joven agente, que por fin ha conseguido abrir.

El mecánico, un hombre con bigote y el mono sucio de aceite, fuma apoyado en un coche y ni se molesta en disimular su interés. Le sonrío y me doy cuenta de que el brillo oleoso de la tarde se refleja en su frente bañada de sudor.

El vestíbulo del edificio es más oscuro y triste que hace tiempo. No se deberían volver a mirar las cosas que quisimos, una vez cambiada la mirada. Pero ha sido más fuerte que yo, y cuando me he enterado de que la casa estaba en venta, no he podido resistirme.

—El apartamento, como le decía por teléfono, está en la séptima planta —explica el joven perfumado mientras aprieta el botón para llamar al ascensor.

Quizá sea una cuestión de luz, ya que en mi época había dos apliques en las paredes que iluminaban el ambiente; o quizá la reverberación lechosa proveniente del fluorescente colgado del techo, que vuelve el aire aséptico y me muestra una habitación más oscura y modesta.

El chiscón del portero ya no está, pero siguen impresos en sus bonitos azulejos de mayólica los raíles donde, durante décadas, se apoyó la madera. Se hace raro pensar que estas tres franjas perpendiculares que ensucian el suelo hayan delimitado el espacio donde mi padre pasó sus días durante tantos años. Todavía no ha llegado el ascensor, así que me da tiempo a contar el número de baldosas que caben en aquel hueco, antaño cercado por madera y ahora solo por el polvo que deposita el tiempo cuando deja de correr: treinta. Los vuelvo a contar rápidamente, ya que la cabina se ha parado con un clang. Sí, justo treinta. En aquellos treinta cuadraditos papá pasó gran parte de su vida. Yo mismo pasé muchas tardes.

Treinta baldosas que siguen ahí para recordar la esencia de mi infancia: encerrado en mi pequeño mundo, en una pequeña casa, en una pequeña portería, asfixiado y, en cambio, al mismo tiempo protegido, luchaba cada día por un poco de espacio vital.

Papá aprendió pronto a contentarse con aquellas treinta baldosas.

Yo, ya por aquel entonces, sabía que a mí me harían falta muchas, pero que muchas más.

Invierno

 

La gran nevada del 85

 

 

 

 

 

—Niño, ve a cogerme la cámara de vídeo, date prisa —dijo mi padre.

—¿Y dónde está? —pregunté seráfico mientras hincaba el diente a una galleta Doemi que se me desmigajaba sobre el jersey y se mezclaba con las pelusas.

Papá no me miraba, con las manos atusándose el bigote y la cara pegada al cristal de la ventana tras la cual se vislumbraba la nieve que caía copiosa.

—Está en el mueble del dormitorio, súbete a una silla y… —Me miró un instante antes de proseguir—: Voy yo, no vaya a ser que te caigas de ahí arriba y se rompa la cámara…

Entonces se despegó de la ventana de la cocina y fue arrastrando las pantuflas de fieltro hasta el dormitorio, el único de la casa. Me acerqué al cristal en el que seguían impresas las huellas de sus dedos y apoyé la punta de la nariz. Nunca había visto la nieve, a no ser por televisión, en las películas, pero nunca en vivo; porque en Nápoles, en mis primeros doce años, nunca había nevado. La miríada de copos que se perseguían silenciosos bajo la luz del farol me recordaba las maripositas blancas que solía encontrar en la playa y que volaban en parejas adelantándose entre sí. De improviso, la ciudad parecía suspendida, ni siquiera tenía la sensación de oír los cláxones o los gritos de doña Concetta sentada detrás de su puestecito de cigarros, discutiendo con algún conductor justo delante de nuestra ventana.

Aquella noche de enero de 1985 vi mi ciudad bajo la nieve como, supe después, no ocurría desde el 56, y como no volvería a ocurrir en mucho tiempo; y me quedé mordisqueando las galletas y observando distraídamente a mis padres, a papá con el ojo pegado al objetivo de su supertecnológica cámara de vídeo que había «regalado a la familia» gracias a la paga extra de Navidad, y a mamá, que tenía la boca abierta y los cinco dedos en el cristal todavía húmedo por mi aliento. Me quedé así, al margen, con los abuelos, hasta que llamaron a la ventana del dormitorio que daba a la calle: era Sasà, un chavalillo que desde hacía unas semanas me rondaba, eso sí, sin acercarse para hablarme. Llevaba su típica cazadora andrajosa y un gorro calado hasta las cejas que le cubría la mitad de los párpados. Sonreía mientras me mostraba las manos violáceas que encerraban un puñadito de nieve recién recogido de la acera. Si cierro los ojos, aún puedo ver con nitidez su cara, su mirada astuta, puedo oír su voz y el frío transportado por el viento.

Sasà me miró y simplemente dijo: «Mimì, ¿has visto? ¡Nieva nieve!».

«Nieva nieve», eso fue lo que dijo. No pude por menos que sonreírle, y al instante siguiente estaba en la calle con él, un chaval extravagante que en poco tiempo se convertiría en mi amigo del alma, lanzándonos bolas de nieve entre los coches aparcados, hasta que acabamos empapados de agua, risas y entusiasmo.

Entonces no podía saberlo, pero después comprendí que las cosas extraordinarias, aquellas que permanecerán para siempre en tu vida, suelen llegar de puntillas y de improviso, sin armar jaleo y sin avisar.

Justo como una nevada.

 

Las alpargatas color pistacho

 

 

 

 

 

En diciembre del 85 (doce meses después de la famosa nevada y a finales de la historia que estoy a punto de narrar), la familia Russo contaba con siete miembros: mi padre, de nombre Rosario y que en aquel entonces era el portero del inmueble del Vomero en el que vivíamos; mi madre, Loredana, que había trabajado hasta hacía poco de secretaria para un viejo y regordete abogado del barrio; mi hermana Bea (casi seis años mayor que yo), que se había graduado sin mucho éxito en el Mazzini, el instituto que había en el centro del Vomero; el abuelo Gennaro y la abuela Maria; y Beethoven, que no era el músico, sino un perro que había llegado hacía poco, una especie de pastor de Maremma que se había tenido que contentar con dos habitaciones. Y luego estaba yo.

Vivíamos en un bajo, en una casa de un dormitorio y cocina comedor. Como no había mucho espacio, yo dormía en la habitación con mis padres, en una cama plegable que le había regalado un vecino a papá. Beatrice, en cambio, dormía en el cuarto de estar, en otra cama plegable que durante el día descansaba doblada detrás de la puerta, mientras que los abuelos estaban obligados a abrir el sofá cama. La nuestra no era una vida cómoda, y aun así nadie parecía sufrir realmente, entre otras cosas porque, con el tiempo, nuestros movimientos se habían sincronizado e incluso el acceso al baño estaba regulado en estricto orden por las mujeres de la casa.

La ventana del dormitorio, como he dicho, daba justo a la calle, por eso siempre había alguien fuera: una vecina que preguntaba por mamá; el frutero que paraba con su Ape cada mañana a las ocho para entregar la compra del día a la abuela; Criscuolo, el administrador del edificio, que venía a charlar del Napoli con el abuelo; una de las muchas amigas estúpidas de Bea que la llamaban a voz en grito para comentar juntas el último marujeo; o algún amigo de papá que había ido corriendo para hacerle un favor. Él tenía un montón de amigos a los que poder pedir favores. ¿Que se rompía la lavadora? Un buen amigo suyo se la reparaba por poco o nada. ¿La revisión del coche? Un amigo de la infancia le hacía pagar solo los gastos.

Papá estaba muy pendiente de la economía del hogar, incluso diría que demasiado; y este era uno de los sempiternos motivos de discusión con mamá, a la cual de vez en cuando se la traía al fresco aquello y volvía a casa con un regalo para mí y para Bea comprado en los puestos de Antignano. Una noche de verano se había presentado con una gran sonrisa y con un par de alpargatas verde pistacho en la mano, como las que me gustaban a mí. A mí, que desde siempre estaba acostumbrado a llevar unas horribles y enormes sandalias. Se las había visto unos días antes a Sasà, el chavalillo «desvergonzado y manilargo», como decían todos, hijo único de Angelo, el charcutero de la calle, que un día me había enseñado todo orgulloso sus nuevos zapatos, antes de ponernos a lanzar balonazos contra un cierre metálico echado. La nuestra era una vía con poco tráfico, así que los niños podíamos organizar un montón de juegos en la calle, ¡aunque al final siempre acabáramos con el balón en los pies!

Además de la charcutería de Angelo, estaba el local de Alberto (que era el peluquero de mamá y de la señora Filomena, la mamá de Sasà), que siempre iba de punta en blanco y todo perfumado «como una puta», como decía el abuelo; y la vetusta, y ahora cerrada, tienda de lencería de Nicola Esposito, un amigo de papá que se había hecho famoso por pasarse la vida vendiendo bragas a las viejas de la calle, hasta que un día su hijo (que, decían, había estado un año en Londres) lo había convencido para que abriese un videoclub en la plaza, surtido también de una buena colección de cómics. Para mí aquello había venido como caído del cielo. De hecho, era un fanático de los cómics, que solía leer por las tardes después de comer, el único momento tranquilo del día, cuando los abuelos y papá descansaban, mamá tenía que volver aún del trabajo y Bea veía Fama por la tele. Sobre todo, me encantaba Flash Gordon, porque hablaba de ciencia ficción, que también me apasionaba. Mi sueño era llegar a ser algún día astronauta; y en casa, en la pared de encima de la cama, después de mucho insistir a mis padres, sobre todo a papá, que ni sabía de lo que estaba hablando, había conseguido colgar un póster de Neil Armstrong.

—¿Y este quién es? —había preguntado él.

—El primer hombre en pisar la luna —había contestado yo orgulloso.

—Mejor piensa en tener los pies en la tierra que la cabeza en las nubes —había respondido—, la luna es solo humo…

Y se había alejado sin añadir nada más.

El abuelo, en cambio, se había quedado un buen rato con los brazos cruzados detrás de la espalda, mirando la imagen que había encontrado en una de las revistas que, de tanto en tanto, mamá traía a casa (las cogía de la sala de espera del estudio en el que trabajaba), y finalmente había comentado:

—Chico, aprende: los americanos no son buenos, tendrías que poner el póster de Gagarin, el primer hombre que voló al espacio. ¡Los rusos, esos sí que son gente seria!

—Papá, deja en paz a Mimì, que es pequeño, qué le va a interesar la política —había intervenido mamá.

Aparte de los cómics y el espacio, también me encantaban los libros. Con doce años ya había leído una serie infinita de clásicos juveniles, algunos gracias al colegio, y otros muchos gracias a mamá, o, mejor dicho, gracias a su jefe, el abogado Mastrangelo, que había decidido que se quería deshacer de todos los volúmenes que tenía, y cada fiesta le regalaba uno a su secretaria preferida. «¡Así tu hijo se te hace literato!», le había dicho en una ocasión, y a ella le había gustado tanto aquello que, con frecuencia, esta palabra hacía acto de presencia en sus conversaciones con las señoras del vecindario o con alguna vieja tía. «Me da a mí que, como continúe así —iba por ahí diciendo—, ¡de mayor se me hace literato!».

—Loredà —había objetado un día mi padre—, ¿otra vez con libros? Ya no hay espacio, ¿dónde los metemos?

—Rosà, tú calla —había contestado ella de malos modos—, al chico le gustan las novelas y tiene que leer. Los metemos debajo de la cama.

A partir de aquel día había empezado a acumular historias bajo mi cama plegable. Por la noche, me bastaba con meter la mano debajo para volver a encontrar la página que había dejado a medias el día anterior. Pero, de vez en cuando, la abuela pasaba la escoba y al chocar contra el libro perdía la señal. Una vez había probado a quejarme, y ella había respondido cabreada: «Oye, Mimì, yo entiendo que los libros sean importantes, ¡pero tampoco podemos vivir entre la porquería!», así que mi rebelión había muerto nada más nacer.

El problema es que entre regalo y regalo pasaban meses, por lo que me daba tiempo a releer la misma historia varias veces. Al poco había empezado a repetir de memoria pasajes de algunas novelas e iba por casa recitando las páginas que más me impactaban. Además, en el día a día hablaba de manera elegante, usando con frecuencia expresiones grandilocuentes y absurdas que buscaba en el diccionario pensando que así quedaba bien y que dejaban de piedra a mis interlocutores. Sin embargo, papá me miraba como si estuviera loco, y una vez Bea me había parado cogiéndome del brazo y me había dicho: «Acéptalo, no vas a follar nunca».

Pero yo no le había hecho caso y había seguido acumulando libros y textos, y al final de mi adolescencia tenía más de cincuenta novelas debajo de la cama. Aquellos libros fueron mi primer ladrillo, la estructura sobre la que sustenté la construcción de mi vida, mi piedra angular. Es mérito de aquellos cincuenta volúmenes si me convertí en lo que soy, mérito de aquellas noches pasadas con los ojos clavados en sus páginas.

Así que le debo un agradecimiento al abogado Mastrangelo, pero, sobre todo, a aquellos grandes hombres: Barrie, Carroll, Kipling, London, Salgari, Verne, Stevenson, Twain, De Amicis, Saint-Exupéry y tantos otros.

O, mejor dicho, el mayor agradecimiento se lo debo a una mujer.

Mi madre.

 

La poesía de Rodari y la piedra de Dirceu

 

 

 

 

 

En resumen, estaba obsesionado con las novelas, con los superhéroes y con los héroes; y cada día soñaba con imitarlos, con vivir una aventura a lo Jim Hawkins, el protagonista de La isla del tesoro; o volverme como el chico de Karate Kid, que con gran esfuerzo y empeño había conseguido evadirse de su triste rutina. Lo que pasa es que yo no tenía a mi lado a ningún maestro Miyagi que me ayudara a potenciar mis cualidades, a ningún ejemplo que realmente mereciera la pena seguir o imitar.

Aparte de Giancarlo.

Giancarlo Siani era un chico de veinticinco años que vivía en mi edificio, en la escalera de enfrente. Trabajaba de periodista en Il Mattino, el diario más importante de la ciudad, y escribía crónicas, sobre todo relacionadas con el crimen organizado. De él me habló Sasà unos días después de la nevada de enero del 85, al cruzárnoslo, y me dijo que aquel joven era «alguien con un par de huevos», palabras textuales, porque no le daba miedo luchar contra los camorristas, «que son los más fuertes de todos».

—¿Giancarlo desafía a la criminalidad? —había preguntado yo con los ojos brillantes.

—Eso me ha dicho mi padre —había respondido mi nuevo amigo, volviendo a botar el Super Santos sin darse cuenta de la sonrisa que se me había dibujado en la cara.

Había encontrado mi ejemplo a seguir.

El siguiente sábado por la mañana esperé al periodista junto a su coche, una especie de todoterreno, pero al estilo dibujo animado, con el techo desmontable de tela y la carrocería de plástico verde. No era tan bonito como el Batmóvil, pero tenía su aquel.

—Giancarlo.

Y corrí hacia él para chocarle los cinco.

Él se quedó un poco desconcertado porque, en efecto, no es que fuéramos tan íntimos. Los amigos se chocan los cinco, pero nosotros evidentemente no lo éramos.

—Hola. Eres el hijo de Rosario, ¿verdad? —respondió con una bonita sonrisa mientras abría la puerta del coche.

—Sí, soy Mimì. ¿No tienes frío yendo ahí dentro? —probé a preguntar para que no se fuera tan pronto.

Mi plan, de hecho, era hacerme amigo suyo, un amigo de verdad, justo de esos a los que se les choca los cinco. Solo así, algún día, podría pedirle que me enseñara a ser un héroe.

Se rio y dijo:

—Es lo que hay si se quiere tener un coche especial…

Y me guiñó un ojo.

—Ya, claro, tienes razón. —Estaba a punto de cerrar la puerta, pero lo detuve a tiempo—. En cualquier caso, me gusta mucho…

—¿El coche?

Asentí, y entonces él respondió:

—Si eso, un día damos una vuelta juntos.

—Guau… —conseguí simplemente decir, antes de que echara marcha atrás y desapareciera al fondo de la calle.

Volví a casa pegando saltos de alegría. Mi plan para hacerme amigo de un héroe estaba funcionando.

 

 

A la espera de que el plan progresara (Giancarlo tenía horarios raros y era difícil encontrarse con él), volví a mi vida, compuesta por Sasà y los superhéroes. Todas las tardes iba a la sección de cómics del videoclub de la plaza, me quedaba en una esquina, y empezaba a pasar las páginas despacito para que no me oyera Nicola, porque si no habría venido para decirme que las revistas eran para los clientes y que así las iba a estropear. La cuestión es que no podía comprarlos porque no tenía dinero. Además, debajo de la cama ya estaban los libros y los pocos cómics que me habían regalado en las reuniones familiares, aparte de las esquelas. Sí, entre las muchas cosas raras de mi adolescencia, como ya he dicho, también estaba la de coleccionar anuncios fúnebres. En realidad, el motivo de mi colección no tenía nada de macabro, aunque al principio mi familia se preocupara bastante. Fue la abuela la que lo descubrió.

—Pero ¿qué haces con todo esto? —preguntó atónita.

—Lo colecciono —fue mi sosegada respuesta.

Ella abrió los ojos como platos y rebatió:

—Ay, Jesús santo, tú estás loco. Pero ¿qué es eso de que coleccionas difuntos? ¡Eso es un pecado muy grave!

Por la noche me llamaron para que diera explicaciones ante la familia al completo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, Mimì? ¿Te has vuelto loco? —preguntó papá.

—¿Qué te hace pensar así? —pregunté inocentemente.

—¡Tu abuela nos ha dicho que debajo de la cama tienes anuncios de personas muertas!

—Sí…

—¿Por qué, Mimì? —intervino mamá—, ¿por qué haces eso?

—Explícate. Ahora —rebatió papá con la mirada severa que reservaba solo para casos extremos.

—Nada… —me disculpé—, que cuando encuentro un cartel que me gusta, lo despego de la pared con una esponja y una espátula. Últimamente me ayuda también Sasà.

Papá resopló, como ocurría siempre que yo encontraba la manera de no responder a sus preguntas.

—Pero ¿para qué los quieres? —preguntó en cambio mamá, al borde del llanto.

—Es un desadaptado, mamá, este de mayor se hace asesino en serie —comentó Bea sin mirarnos, con un pie apoyado en el reposabrazos del sillón del abuelo, absorta en pintarse las uñas.

—¡Tú calla! —gritó papá, cada vez más furibundo.

—¿Te atraen los muertos? —preguntó mamá en un tono más suave.

—No siento ninguna atracción morbosa ni por los difuntos ni por los cementerios; creo que los muertos son solo muertos y que el paraíso no existe. Simplemente, me gustan los apodos que estas personas tenían en vida. Los encuentro instructivos, porque los dialectos y los dichos populares nos ayudan a comprender mejor nuestra historia, nuestro pasado.

Mi familia se miró extrañada, y papá se llevó una mano a la cara.

—¡Os he dicho que está loco! —apremió Beatrice.

Me levanté y corrí hacia el dormitorio, de donde volví con los anuncios bien doblados bajo el brazo. Abrí uno y lo mostré a la platea.

—Mimì —intervino el abuelo, que hasta entonces había permanecido en silencio—, ¡cierra eso, que trae mala suerte!

Y levantó el índice y el meñique para hacer la señal de los cuernos.

—Gennà —esta vez le tocó a la abuela cabrearse—, no hagas ese gesto en casa, que el Señor se enfada.

Y se sacó del jersey la cadenita del rosario, que solía recitar en voz baja con una endecha que en mi familia ya estábamos acostumbrados a oír.

Presenté los anuncios uno a uno con sonrisa complaciente. Los muertos tenían apodos de lo más absurdos: Antonio, alias Mustafá; Pasquale, alias Hitler; Salvatore, alias Highlander; aparte del Chino, la Solterona, Marlon Brando, y así.

Fue Bea la primera en echarse a reír (lo cual me dejó pasmado, porque a mí no me hacían ninguna gracia y, por supuesto, no los coleccionaba por motivos puramente irrisorios, sino científicos), mientras que el abuelo cedió al tercer cartel.

—¡La Huevos! —repetía desde su sillón mientras señalaba el último mote de la serie.

El gesto sirvió para romper el hielo, así que papá se sintió también en su derecho de contagiarse por la alegría general y comentó:

—¡El otro día vi una que se llamaba la Retaca!

Mamá fue la última en rendirse, y al poco todos reían como locos; todos menos yo, que asistía a la escena mudo, y la abuela, que los miraba como si fueran diablos que acabaran de aparecer por su cocina. Apoyada en el fregadero, con los ojos desorbitados y la mano en el rosario, repetía sin parar la misma frase:

—Jesús, perdónalos porque no saben lo que hacen…

 

 

A pesar de ser tan diferentes, Sasà y yo nos entendíamos a la perfección. Su carácter exuberante y prepotente congeniaba bien con mi calma y mi instinto natural para adaptarme a la voluntad de los demás. No es que tuviera una personalidad débil, simplemente no me parecía interesante perder el tiempo con cuestiones inútiles, así que solía dejar que eligiera él cómo pasar el día. El fútbol no me apasionaba demasiado, desde luego no tanto como al abuelo, a papá o a todos los hombres que me rodeaban; pero a pesar de ello, me pasaba todas las tardes con Sasà en la calle con un balón, porque tener un amigo como él, que sabía cómo defenderse y no dejaba que nadie lo pisara, era para mí motivo de orgullo. Y también porque de día no podía estar en casa, así que mejor pasar el rato con Sasà.

Antes de hacernos amigos, por las tardes solía refugiarme en la portería de papá para hojear revistas pseudocientíficas (que me conseguía, como siempre, mi madre) o para leer algún cómic, hasta que en un momento dado mamá y la abuela, preocupadas por verme siempre solo, nunca con ningún amigo, me habían prohibido quedarme encerrado dentro de aquel chiscón de madera y me habían echado, hay que decirlo así, a la calle. De ahí a mi amistad con Sasà, el paso fue breve, a pesar de que el primer acercamiento, como ya he dicho, fuera mérito suyo y de la famosa nevada.

Éramos más parecidos de lo que creíamos, y para unirnos en aquel contexto mayoritariamente burgués estaban nuestras familias «populares». En resumen, teníamos en común el mismo pasado y el mismo presente, un poco de calderilla en los bolsillos y exigua atención por parte de los adultos. Eran nuestros otros coetáneos de la calle los que eran muy diferentes a nosotros. En nuestro inmueble, por ejemplo, en la séptima planta, había otros dos chicos de nuestra edad, un chico y una chica —que además iban a nuestro instituto—, mellizos, hijos de Saverio Iacobelli, un piloto de Alitalia. Él, Fabio, que era gordito y vestía a la moda, se creía un paninaro[1] de pura cepa, siempre con sudaderas enormes y con hebillas de cinturón tan grandes como su cabeza. De vez en cuando pasaba el rato con nosotros en la calle, pero nunca jugaba al fútbol porque se le podían estropear sus relucientes Timberland. En realidad, creo que le daba envidia nuestra forma de pasar el día al aire libre, sin tener que estar preocupándonos de si desgastábamos los vaqueros o las zapatillas; pero estaba demasiado ocupado en hacer su papel como para darse cuenta de su mal genio. Él envidiaba nuestra libertad, nosotros su ColecoVision, una consola de videojuegos de última generación. En aquellos tiempos, eran pocos los que podían permitirse un cuarto de juegos en casa, y Fabio Iacobelli era uno de ellos. Nos lo había contado mi hermana Beatrice, que de vez en cuando bajaba a su perro para que hiciera sus necesidades. A partir de aquel momento, el objetivo prioritario de Sasà fue hacerse amigo de Fabio para que lo invitara a su casa. Lo conseguimos gracias a un astuto plan, pero de eso hablaré más tarde.

En cambio, la hermana de Fabio, que tenía el nombre más bonito del mundo, Viola, tenía el pelo largo color escarlata que enmarcaba una cara diminuta, un cuerpo delicado que todavía no había conocido las formas de mujer, y una explosión de pecas que cuando era verano daba la sensación de que alguien le hubiera soplado un puñado de arena. Cada vez que me cruzaba con ella, sentía un hormigueo que me subía por los brazos y se me ponía la cara roja.

Un día se me ocurrió llamar su atención recitando el poema de la primavera de Gianni Rodari: «Oh, primera violeta fresca y nueva, qué afortunado el primero que te encuentra, tu perfume le dirá, ha llegado la primavera, aquí está». Pero ella no debió de pillar el sentido de la dedicatoria o, quizá, no conocía a Rodari, porque pasó delante de mí sin decir ni mu y sin darse la vuelta. El caso es que no vi llegar el tiro libre de Sasà (que por aquel entonces le había dado por Dirceu, uno que lanzaba piedras en lugar de balones) y por eso volví a casa con la camiseta llena de sangre, el ojo hinchado y la montura de las gafas (que papá todavía seguía pagando a plazos) deformada.

Llevaba toda la vida medio ciego, y desde hacía varios años tenía gafas, que mamá había decidido que fueran redondas porque se adaptaban mejor a mi carita, eso decía. Un día de hace ya mucho, hacía poco que había empezado primaria, mis padres me habían llevado a Eugenio, un óptico amigo de papá que se encontraba en piazza Medaglie d’Oro, y allí me había enamorado de un par de gafas rojas con las que habría hecho que se murieran de envidia mis compañeros de clase. El problema, lo descubrí después, era que aquel modelo costaba un ojo de la cara, así que al final me vi obligado a elegir un par de gafas normales y corrientes (pero no por ello baratas para nosotros), que además me hacían la cara aún más cómica. Salí de la tienda desconsolado, a pesar de que mamá y papá se deshicieran en elogios para convencerme de que realmente era el modelo adecuado a mis facciones. Con seis años ya había aprendido que, con frecuencia, la pobreza se ve obligada a ir del brazo de las mentiras.

Por eso aquel día, al volver a casa después del balonazo, la abuela me llevó inmediatamente al baño para arrancarme de las garras de mamá, que había empezado a gritar como loca más por las gafas que por mi cara. El abuelo, en cambio, continuó delante de la televisión porque estaba Pertini, y cuando él hablaba, el mundo debía permanecer callado.

Durante una semana estuve con el ojo hinchado, aunque a mis padres no les dije que había sido por culpa de Viola; le eché la culpa a Sasà y a sus malditos ídolos, que nacían cada día a la misma velocidad con la que nos salía pelo en el pubis.

 

 

En el instituto, antes de convertirme en pupilo de Sasà, alguien se había permitido apodarme cuatro ojos, a lo que yo me había encogido de hombros: no era bueno defendiéndome y tampoco tenía interés en serlo. Entonces, una mañana, Sasà me había acogido bajo su ala y me había obligado a dar la vuelta al patio junto a él, para mostrar a los demás que ahora era su amigo y que nadie me podría tocar.

—No te preocupes, en la vida hay que aprender a caminar con tus propias piernas…

Pero él me había dado un manotazo en la mano y había respondido:

—Tú calla.

A partir de aquel momento ya nadie se había permitido faltarme al respeto, aunque mis compañeros me dieran igualmente de lado porque me consideraban «pesado», porque no era bueno jugando al fútbol y, sobre todo, porque hablaba de manera rara. Y pensándolo bien, sí que era raro: con doce años aspiraba, aunque fuera virtualmente, a coleccionar de todo; era un ávido lector, y un atento espectador de Quark y de Mondo di Quark, programas que se emitían por la tarde, en la sobremesa. Hasta mi familia me consideraba un tipo raro y me tomaba el pelo, aunque, en realidad, creo que mamá se sentía orgullosa de aquel hijo tan extraño, pero culto y lleno de pasiones, pues a todo aquel que le preguntaba por cómo me iba en el instituto, le respondía orgullosa: «Mimì es un monstruo en el instituto, no sé de quién lo ha sacado, pero los profesores dicen que tiene el futuro asegurado y que debo matricularlo en bachillerato».

En cuanto había alguien nuevo por los alrededores, ella buscaba el modo de sacar el tema de lo bueno que era y de mi, sin duda, radiante futuro. Su lugar preferido para presumir de mi inteligencia era el salón de Alberto, el peluquero. Algunas veces yo entraba a pedirle dinero para un sándwich de helado y me la encontraba hablando de mí a señoras que hacían como que la escuchaban con aire de aburrimiento. Le rogaba inmediatamente que parara, pero en el fondo sí que me gustaba un poco aquello, su orgullo materno que no escondía, su manera de ser tan descarada. Después comprendí que su necesidad de contar a todo el mundo lo inteligente y bueno que era no era más que una forma de protegerse y protegerme de las miradas y de los comentarios de nuestros vecinos, que yo en aquel entonces no podía ver.

Como ya he dicho, se me consideraba un niño extraño, de una delgadez que daba miedo, con aquellas gafas negras y gruesas que después del incidente con Sasà seguían en pie gracias a un poco de celo en las esquinas, los pies planos, las manos desproporcionadas y, sobre todo, mi chocante forma de hablar, que para mí era de lo más normal, pero que para quien tenía al lado no lo era. Me gustaba la lengua italiana, adoraba el diccionario, y uno de mis juegos preferidos era hojearlo por la noche en la cama en busca de las más extrañas palabras y de su significado, para después probar a utilizarlas en el lenguaje cotidiano. Por eso había días en que, cada vez que hablaba, colaba términos tipo «papanatas», con el que en una ocasión había apostrofado a papá (que se había echado a reír, quizá porque no lo había entendido); o me levantaba de la mesa por la noche comentando satisfecho la «opípara» comida, atrayendo hacia mí las miradas pasmadas de los abuelos.

 

 

 

[1] Tribu urbana nacida en Milán, caracterizada por la imitación del estilo americano en la forma de vestir y en el consumo de comida basura.

Bobo

 

 

 

 

 

Me daba cuenta de que estaba coladito por Viola. Lo que entonces no podía saber es que aquella magnífica y, al mismo tiempo, aterradora sensación que tenía en mi interior sería una de las emociones más intensas de mi vida. Custodiaba en aquellos años una crisálida de purísimo amor y no podía contárselo a nadie. Mi hermana fue la primera en percibirlo y un día me llevó aparte.

—Oye, ¿no estarás enamorado?

—¿Yo? ¿Enamorado? No digas sandeces…

Y me puse rojo.

—Me he fijado en cómo te comportas cuando pasa esa niña…

—¿De qué niña hablas?

—La del séptimo, la hija del piloto.

—Te equivocas… —intenté replicar, pero ella sonrió y me abrazó.

A Sasà no podía contarle nada, porque no le caía bien Viola; es más, sostenía que se lo tenía muy creído. «Quién se cree que es, con esa actitud esnob», solía decir. Y, efectivamente, no se puede decir que Sasà estuviera del todo equivocado; pero, aun así, la gracia de Viola, su timidez, incluso la indiferencia que mostraba hacia mí me dejaban pasmado.

Una tarde que estaba tan tranquilo mirando cómo mamá limpiaba un pulpo con las manos en el fregadero, esta rompió el silencio y comentó:

—Mimì, me he enterado de que te has enamorado de Viola, la niña del séptimo…

—¿Quién te lo ha dicho? —pregunté con ímpetu, sin darme cuenta de que estaba confesando—. ¿Ha sido Bea?

Ella se echó a reír y replicó:

—No, no me lo ha dicho ella…

—¿Entonces quién?

—¿Y a ti qué más te da?

—En cualquier caso, es una falacia… —repliqué, intentando esconder mi apuro.

—Me lo ha contado tu padre. Dice que cuando pasa por la calle, ya no respondes, haces el payaso, dices frases sin sentido y ¡pareces bobo!

Después me miró, con las manos aún en el agua sucia y con la peste de pescado que empezaba a expandirse por la casa, y se echó de nuevo a reír. Si no lo hubiera hecho, si solo hubiera participado de mi sentimiento de miedo, como era de esperar, aquel día yo le habría comentado la absurda sensación que anidaba en mi interior, le habría explicado lo bien que me hacía sentir, a pesar de que Viola no se dignara ni a mirarme. Le habría confesado que con doce años uno no puede saber cómo encauzar algo tan inmenso.

Las dos mayores fuerzas que los niños se encuentran primero en su camino son, normalmente, el amor y la muerte. Y frente a ambas, lo más frecuente es que se pongan a hacer el bobo. Es una forma como otra cualquiera de no dar demasiado peso a las cosas.

Para no quedar aplastados.

 

 

Y entonces, por fin, volví a toparme con Giancarlo, aunque fuera un encuentro rápido y no pudiera poner en marcha ningún plan porque, entre otras cosas, se encontraba conmigo Sasà. Estaba sentado en los peldaños de la entrada al edificio, absorto mientras acariciaba a Bagheera, un gato callejero que parecía completamente una pantera (de ahí su nombre, porque me recordaba al felino de El libro de la selva), cuando el periodista salió del portal, justo en el instante en que Sasà lanzaba el enésimo tiro libre contra su coche.

—Ay, disculpe… —se vio obligado a decir mi amigo levantando un brazo, en absoluto apurado porque estuviéramos usando su coche como barrera.

Giancarlo, con las manos en la cintura y la sonrisa dibujada en la cara, dio un paso y recogió el Super Santos para volver a colocarlo en el punto exacto desde donde había sido lanzado.

—Te equivocas con el movimiento del cuerpo. —Y sujetó a Sasà del hombro, haciéndole girar—. Tienes que ponerte casi en perpendicular al balón y chutarlo como si quisieras hacer una pirueta sobre ti mismo, así toma el giro…

La cabecita del señor D’Alessandro asomó por la ventana justo cuando me levantaba para unirme a ellos dos, intrigado por la explicación. La verdad es que a mí el fútbol me importaba un comino, pero la física me entusiasmaba. El señor D’Alessandro era un inquilino del primero, un setentón jubilado de los Ferrocarriles del Estado, que se había pasado toda su vida reparando vías por la noche, y ahora se pasaba el día asomado al balcón para sorber un poco de la vida de los demás.

Sasà sujetó el balón e intentó chutar sin ni siquiera esperar a que Giancarlo terminara su explicación. Él era así, se tomaba la ayuda casi como una ofensa, como si no necesitara soluciones y pudiera hacer siempre todo como le diera la gana. El Super Santos se alzó medio metro y volvió a golpear el Mehari (así descubrí cómo se llamaba el Batmóvil de Giancarlo).

—Mecachis… —dejó escapar mi amigo—, disculpe otra vez.

—¡Oye, que es de plástico y se rompe! —exclamó con una sonrisa el periodista, antes de que yo le quitara el balón de las manos a Sasà para probar.

Este último se echó a reír y comentó:

—Mimì, pero si tú solo tiras con la punta…

Me coloqué de lado al Super Santos con el cuerpo en perpendicular, como había dicho mi nuevo héroe de cara simpática, y cerré los ojos. «Como si quisieras hacer una pirueta sobre ti mismo», me repetí mientras chutaba la pelota, la cual superó con un bote el techo del coche verde y chocó con un ruido sordo contra el cierre metálico que hacía de portería.

—¡Bravo, Mimì! —comentó Giancarlo—. Tienes futuro como futbolista… Y por hoy, mi pobre Mehari se ha salvado.

Entonces nos guiñó un ojo a ambos y se metió en el coche.

—Chicos —nos llamó doña Concetta desde el otro lado de la calle—, pero ¿a vosotros ese coche no os parece de juguete?

Y se echó a reír, mostrándonos los dos únicos dientes de su boca.

—Sí, ya, da asco… —siseó Sasà, que giró sobre sus talones sin dignarse a mirarme y se fue hacia la charcutería de su padre. A medio camino lanzó una patada a un adoquín suelto y gritó—: ¡Has tenido potra, Mimì, solo potra!

 

 

Toda la vida familiar de los Russo tenía lugar en la cocina, el único espacio habitable en el que no había camas. Por eso, a nadie se le había pasado por la cabeza hablar de animales, salvo a Bea, que un día había pedido un hámster.

—¡Puaj, qué asco! —había respondido mamá—, ¡son como ratones!

—No es un ratón —había contestado ella.

—¿Ah, no? ¡Y qué son, a ver!

—Pertenecen a la familia de los cricetinos… —había intervenido yo—, su nombre científico es Phodopus sungorus.

Mamá se dio la vuelta.

—Cómo no iba a intervenir Piero Angela.[2] Pero ¿tú cómo haces para saber esas cosas, para conocer todos esos términos tan absurdos?

—Veo documentales, y soy curioso. La curiosidad es el motor que mueve mis pasos… —había respondido, ajustándome las gafas, que, después del balonazo de Sasà (conocido como Dirceu), se me escurrían cada dos por tres por la nariz.

Pero mi rebuscada respuesta no había suscitado la reacción esperada; sin duda, no como la intervención del abuelo, que había zanjado el tema con una de sus máximas mientras masticaba lentamente un trozo de pan (le faltaban unos cuantos dientes): «Cricetinos o no cricetinos, ¡siguen siendo putas!», había sentenciado.

Y el debate «animales» en casa Russo había muerto nada más nacer.

Hasta determinada edad, mi vida no tuvo nada de extraordinario. Me tiraba horas releyendo los únicos dos volúmenes de Spiderman que tenía en mi posesión. Con ellos desayunaba, repasando siempre las mismas viñetas mientras mojaba las galletas en la leche, e iba al baño y me quedaba allí hasta que sentía un hormigueo en las piernas o hasta que llegaba el abuelo, que por aquellos meses se pasaba el día del sillón al baño. Vamos, que mi mundo interior era caótico, multicolor, mágico y poblado de superhéroes, personajes buenos y malos que enriquecían las muchas horas que pasaba solo; aunque la vida real fuera otra cosa muy diferente. En mi vida de niño nacido en una familia pobre, en una casa que era un agujero, con padres ciertamente no cultivados, mi mayor misión era hacer que me aceptaran, tal y como era, aquellos que me veían solo como un tipo extravagante, sin dotes particulares y ningún atractivo.

Y, por si fuera poco, las cosas empeoraron. Una tarde estaba en la portería, como siempre, listo para parar los cañonazos de Sasà (a quien, si no me equivoco, por aquel entonces se le había metido en la cabeza ser Zico), cuando al fondo de la calle vi aparecer a Viola. El final del día asomaba por detrás de los edificios y golpeaba su espalda, haciéndola manifestarse en todo su esplendor, como empujada por un aura mágica. En un hombro llevaba su mochila Invicta de rayas horizontales blancas y rosas que resaltaba las Converse del mismo color (que llevaba puestas todos los días a pesar del frío polar de aquel invierno), y caminaba con paso felino, casi como si fuera una modelo en un desfile. Incluso por la mañana llegaba al instituto con su gracioso caminar, con los talones a dos centímetros del suelo, y avanzaba entre la gente como una sombra silenciosa, sin dignarse a dirigir la mirada a sus muchos admiradores. Nunca me la encontraba por los pasillos, entre otras cosas porque, a decir verdad, no es que yo fuera el típico que se pasaba demasiado tiempo fuera de clase; no como Sasà, para entendernos, que se tiraba la mitad de la mañana en el baño contando historias inventadas a los más pequeños, que lo escuchaban extasiados, como si estuviera hablando el Mesías.

Pero estaba contando cuando vi aparecer a Viola y cómo mi corazón empezó a latir más fuerte. Como la poesía de Rodari no había surtido efecto, ya estaba listo para llamar su atención con algo más de machotes, y lanzarme con «Quince hombres sobre el cofre del muerto», la canción de piratas de La isla del tesoro, de Stevenson. Pero en el último momento me acordé de la conversación que había mantenido con mi madre unos días antes y de aquella especie de adjetivo, «bobo», que me había atribuido papá; así que me contuve y decidí permanecer callado.

Viola estaba a pocos metros del portal cuando dos chicos que salieron de a saber dónde, dos mocosos, como los calificó después Angelo, la rodearon y le arrancaron la mochila del hombro, para después escapar a pie hacia piazza