Cuando florece el alforfón - Hyo-Seok Lee - E-Book

Cuando florece el alforfón E-Book

Hyo-Seok Lee

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Beschreibung

A lo largo de nueve cuentos, el autor nos transporta a los rincones más profundos de la Corea rural. Los paisajes, aromas y colores de la campiña se recrean con exquisito detalle, retratando un entorno donde bosques, ríos y montañas son protagonistas tan importantes como la gente que los habita. Sin caer en folclorismos, Lee Hyo-seok expone los pormenores de la vida y costumbres campestres, en las que el clima, los ciclos lunares o un animal que escapa del corral sirven para hablar de las más profundas emociones humanas. En ese entorno agreste, donde lo terrenal y lo sublime se fusionan, el destino se muestra no como un misterio inexorable, sino como una fuerza que se manifiesta sutilmente en señales enviadas por la naturaleza.

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Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008.

 

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

 

Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).

 

 

© 2008, Solar Servicios Editoriales, S.A. de C.V. calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 03800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador): +52(55) 55 15 16 57

[email protected]

www.solareditores.com

 

ISBN 978-607-7640-18-9

Índice

Cuando florece el alforfón

El cerdo

El gallo

Bunyeo

La montaña

La llanura

El albaricoquero

La hondonada

El descendiente de Laoconte

Cuando florece el alforfón

Como en el verano el mercado es cosa perdida desde el principio, el lugar se veía desolado; a pesar de que el sol estaba todavía alto, los rayos calientes se colaban por debajo de los toldos y achicharraban las espaldas. Ya casi se había ido toda la gente del pueblo y sólo quedaban los leñadores que, sin haber vendido toda su mercadería, runruneaban en la calle, pero no era cuestión de estarse todo el día esperando a ésos que, cuando mucho, llenarían una botella de gasolina y comprarían unos pescados. Las latosas moscas dando vueltas y los pillos revoltosos, todo era un fastidio. Picado de viruelas y zurdo, Heo sengwon, comerciante de pieles y telas, terminó por tentar a su socio Cho sondal.1

—¿Nos vamos?

—Buena idea. Nunca nos ha ido bien del todo en Bongpyeong. Nos repondremos mañana en el mercado de Daehwa.

—Habrá que caminar la noche entera.

—Saldrá la luna.

Mientras veía cómo Cho sondal contaba el dinero de las ventas de ese día haciendo tintinear las monedas, Heo sengwon quitó el enorme toldo de las estacas y comenzó a guardar la mercadería desplegada. Los rollos de algodón y los paquetes de seda llenaron por completo las dos cajas de mimbre. En las esteras sólo quedaron confusos pedazos de tela.

Los otros grupos también desarmaban sus puestos. Había incluso algunos avispados que ya se iban. Ya no había rastro del pescadero ni del remendador de cacerolas ni del melcochero ni del vendedor de jengibre. Mañana habrá mercado en Jinbu y en Daehwa y los tipos tendrán que caminar de noche las cuatro o cinco leguas de distancia que hay hacia una u otra dirección. El mercado estaba desordenado como un patio trasero en día de banquete y en los bares estallaban las peleas. Mezcladas con los insultos de los borrachos, las voces chillonas de las hembras cortaban el aire. Como siempre, la noche en los mercados comenzaba con los gritos de las mujerzuelas.

—Heo sengwon, aunque te hagas el distraído, ya lo sé… Lo de la mujer de Chungju —como si las voces le hubiesen hecho recordar de repente, Cho sondal se rio frunciendo la boca.

—Es como correr detrás de la luna. Con todos esos tipos jóvenes como rivales, yo ni siquiera entro en la competencia.

—No será para tanto. Aunque es verdad que todos se mueren por ella, mira a ese Dong-i. Parece que enganchó a la de Chungju en un santiamén.

—¿Ese pendejo? La habrá seducido con regalos. Y eso que lo creía un chico serio.

—En eso nunca se sabe… No le des vuelta a ese asunto y ve a verlo tú mismo. Te invito.

Aunque no tenía muchas ganas, lo acompañó. En la vida de Heo sengwon no había mujeres. No era lo suficientemente extrovertido como para ir presumiendo su jeta picada de viruelas ni tampoco ninguna hembra había mostrado nunca alguna señal de interés en él. Llevaba media vida solitario y frustrado. Con sólo pensar en la de Chungju, se ponía colorado como un niño, le temblaban las piernas y un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Pero cuando entró en el tugurio y realmente vio sentado a Dong-i a una mesa con una copa delante, se sulfuró de repente. No soportó verlo con la cara colorada y haciéndose arrumacos con la mujerzuela.

—¡Bonita pinta de vividor que tienes! Un pollo recién salido del cascarón dándole a la botella en pleno día y arrimado a una hembra. ¡Eres una vergüenza para los vendedores ambulantes! ¿Nos estás buscando o qué? —y poniéndose frente a Dong-i comenzó a reprenderlo sin parar. Cuando se encontró con sus ojos sanguinolentos que lo miraban fijo, como diciendo “y a ti qué te importa”, no pudo contenerse y le dio una bofetada.

Aunque Dong-i se levantó de un salto lleno de furia, a Heo sengwon no se le movió un músculo de la cara y siguió espetándole todo lo que tenía que decirle…

—A pesar de que eres un granuja de quién sabe dónde, debes tener padre y madre. ¿Qué dirían al ver tu pinta? Ser vendedor es cosa seria. ¿Qué es eso de mujeres y todo lo demás? ¡Apártate de mi vista ahora mismo!

Cuando lo vio salir abatido y sin contestarle una sola palabra, se compadeció de él. Todavía no tenían tanta confianza, ¿no se le habría pasado la mano? Al pensar en esto se le encogía el corazón. ¿Quién era él? Al fin y al cabo, ambos eran clientes por igual de la cantina, y aunque el otro fuera tan joven que podría ser su hijo, tampoco era cuestión de vapulearlo y reñirlo así. La de Chungju fruncía la boca y vertía el vino con aspereza, pero Cho sondal salvó la situación diciendo que para los jóvenes era buena medicina reprenderlos de vez en cuando.

—¿A que te gusta el chico? Mira que sobar a un pendejo es un delito —le dijo a la de Chungju.

Había pasado un buen rato desde el barullo. Animado y queriendo emborracharse sin saber muy bien por qué, Heo sengwon se bebió todas las copas que le llenaron. Estaba achispado, pero más que pensar en la mujer, le intrigaba qué habría sido de Dong-i. “Con esta pinta, ¿qué pensabas hacer quitándole la hembra?”, se decía en una parte de su corazón y se recriminaba duramente por su estúpida actitud. Por eso, cuando Dong-i vino a buscarlo sin aliento un rato después, empujó la copa a un lado y salió disparado de la taberna de Chungju.

—Su burro ha roto la soga y se ha vuelto loco.

—Seguro que es una travesura de esos ladronzuelos.

Le preocupaba el animal, pero también le conmovió la preocupación de Dong-i. Había estado corriendo detrás del burro por todo el mercado y sus ojos vidriosos parecían a punto del llanto.

—No pude hacer nada con esos pillos terribles.

—No se me escaparán si le han hecho daño a mi burro.

Había compartido media vida con ese animal. Durmiendo en las mismas posadas y empapándose de la misma luz de luna mientras iban de un mercado a otro, transcurrieron 20 años que habían hecho envejecer por igual al hombre y al burro. Los pelos de su pescuezo, otrora ásperos y fuertes, ahora estaban quebradizos como los de su dueño; y sus ojos, antes lacrimosos y húmedos, ahora abundaban en legañas, como los de su propietario. Aunque agitaba con fuerza su cola gastada como escoba vieja para espantarse las moscas, ya no le llegaba a las patas. No se acordaba de cuántas veces le había cortado la pezuña desgastada para cambiarle la herradura. Ya no había posibilidades de que se regenerara, y a través del hierro le salía un hilillo de sangre. El burro reconocía a su dueño con sólo olerlo y lo recibía con algazara, rebuznando fuerte, semejando un quejido.

Como si apaciguara a un niño, Heo sengwon le acarició el cuello y el burro respondió moviendo las fosas nasales y resoplando por la boca. Algo del moco del animal le cayó encima. Heo sengwon se había hecho mala sangre por esa causa infinidad de veces. En esta ocasión parecía que los niños se habían atrevido demasiado con él, porque seguía temblándole el cuerpo y no terminaba de calmarse. Se le había salido el yugo y caído la silla. “¡Malvados pillos!”, les gritó, pero la cuadrilla ya había escapado, y los pocos que quedaban, asustados por sus gritos, se alejaban tambaleantes.

—Nosotros no le hicimos nada. Se puso loco porque vio una hembra —gritó un mocoso desde lejos.

—¡Miren qué manera de hablar!

—Cuando vio que se iba la burra del viejo Kim, se puso a patalear y a echar espuma por la boca, como vaca enloquecida. Estaba tan cómico que sólo nos quedamos mirándolo. Mírele el vientre —le gritó el niño con tono ofendido y riéndose a carcajadas.

Heo sengwon se puso colorado sin darse cuenta. El animal estaba en tal condición que no tuvo más remedio que ponerse delante para taparle el miembro de la mirada de todos.

—¡Mira que eres bestia, viejo como eres y poniéndote en celo!

Al oír las risas de burla del niño, Heo sengwon se paró en seco y terminó por agarrar el látigo y perseguir al niño.

—¡A que no me atrapas, zurdo! ¡Ay, que me pegan!

Heo sengwon no estaba para medirse con el pillo, que salió corriendo. Un zurdo no podía pegar a ningún niño. Finalmente tiró el látigo. Con el alcohol circulando por sus venas sentía su cuerpo demasiado caliente.

—Partamos de una vez. Con esos bribones uno se puede estar todo el día. Esos ladronzuelos de mercado son más temibles que los adultos.

Cho sondal y Dong-i ensillaron sus respectivos burros y comenzaron a cargarlos de mercaderías. Ya el sol se había inclinado mucho sobre el horizonte.

 

Hacía ya veinte años que Heo sengwon había comenzado su vida de vendedor ambulante de telas y casi nunca había faltado al mercado de Bongpyeong. Había estado en Chungju, Jecheon y otros distritos vecinos, y hasta había deambulado en las lejanas regiones de Yeongnam, pero siempre recorría de principio a fin este distrito, salvo cuando iba a comprar mercadería en las cercanías de Gangneung. Como seguía los mercados que se levantaban cada cinco días, conocía mejor que la luna el camino que iba de un pueblo a otro. Aunque decía estar orgulloso de haber nacido en Cheongju, no parecía tener ningún asunto que lo llevara allí. El hermoso paisaje que encontraba yendo de mercado en mercado era su único y añorado pueblo natal. Cuando después de recorrer pesadamente medio día de camino se acercaban al mercado de un pueblo, el áspero burro lanzaba un rebuzno fuerte, y aunque siempre ocurría lo mismo, el corazón no dejaba nunca de golpearle intensamente…, sobre todo cuando era de noche y titilaban las luciérnagas.

Cuando era joven, una vez, con frugalidad, ahorró un poco de dinero, pero el año en que se celebró el día de los difuntos se lo gastó todo en cuatro días de francachela y juego. Llegó al punto de tener que vender el burro, pero por el cariño que le tenía se mordió los dientes y decidió no hacerlo. Vuelto a su estado original de pobreza, no le quedó más remedio que volver a su vida de vendedor ambulante. Cuando se escapó del pueblo con la bestia, lloró a la vera del camino acariciándole el lomo y diciéndole: “Menos mal que no te he vendido”. Como había empezado a acumular deudas, ya era imposible pensar en reunir un capital, y no le quedó otra salida que deambular de un mercado a otro ganando apenas para llevarse algo a la boca.

Aunque había estado de francachela, no había podido tirarse a ninguna mujer. Las hembras son todas frías y crueles. Pensando que en su destino no había ninguna mujer, se ponía melancólico. Lo único cercano a él y que no cambiaba nunca era su burro.

Sin embargo, a pesar de todo eso, nunca había olvidado su primera y única vez. ¡Una sola y extraña relación sin precedentes ni consecuentes! Fue de joven, cuando había comenzado a ir a Bongpyeong. Cuando pensaba en ello, sentía que su vida había valido la pena.

—Era una noche de luna, pero todavía no me explico cómo fue que ocurrió aquello.

Heo sengwon estaba a punto de sacar a relucir la historia otra vez. Desde que se había hecho su amigo, Cho sondal la había escuchado infinidad de veces, hasta salirle callos en los oídos. Pero como no se atrevía a decirle que ya estaba harto, Heo sengwon se hacía el que no se daba cuenta y la contaba tantas veces como quería.

—Es que esta historia va muy bien con las noches de luna.

Aunque lo había dicho mirando a Cho sondal, no era para disculparse, sino admirado de la luna nocturna. Estaba ya un poco menguada, pero como acababa de pasar el plenilunio, lanzaba suaves y agradables destellos. Hasta Daehwa había más de cinco leguas y media de caminata nocturna: había que pasar dos cuestas, cruzar un riachuelo, atravesar la llanura y un paso de montaña. Precisamente el camino por el que iban estaba colgado de la falda de una montaña. Tal vez porque era noche profunda, en medio del silencio más absoluto se podía escuchar la respiración de la luna como la de un animal al alcance de la mano, y las plantas de frijol y las hojas del maizal reverberaban más verdes aún bajo su luz. La ladera de la montaña estaba cubierta de alforfones y la visión de las flores que empezaban a abrirse, como salpicaduras de sal bajo la dulce luz lunar, cortaba la respiración. La atmósfera era sutil como el perfume de los crisantemos morados, y el paso de los burros era regular. Debido a la estrechez del camino, los tres iban en fila india. El sonido de los cascabeles se extendía nítido sobre el campo de alforfones. Aunque el relato de Heo sengwon, que iba en la delantera, no se escuchaba del todo bien atrás, Dong-i no se sentía solo, sumido como iba en sus pensamientos.

—Era una noche de mercado igual a ésta. No podía dormir por el calor en la habitación de tierra apisonada de la posada. Cuando se hizo noche cerrada, me levanté y salí a darme un baño en el riachuelo. Bongpyeong era entonces igual que ahora, había alforfones hasta donde alcanzaba la vista, la orilla del riachuelo también estaba cubierta de flores blancas. Podía haberme desvestido allí mismo en la grava, pero como la luna estaba demasiado brillante, entré al molino de agua. ¡Las cosas extrañas que ocurren en este mundo! Allí me encontré de bruces con la hija de los Song. Ella era la muchacha más hermosa de Bongpyeong… Estaría en mi destino.

“Sí, seguramente”, se respondía a sí mismo mientras chupaba largamente su cigarrillo, como si quisiera ahorrarse las palabras. Se desprendió un humo rojizo y oloroso que se disolvió en el aire de la noche.

—No me estaba esperando a mí, pero tampoco estaba esperando a nadie en especial. Estaba llorando. Ya se veía venir, los Song pasaban por malas condiciones económicas y estaban vendiendo todo. Como aquello afectaba a su familia, la hija estaba preocupada. Les hubiera gustado casarla si hubiera habido un buen partido, pero ella se negaba… Seguramente no hay en el mundo nada más atrayente que una muchacha llorando. Al principio parecía asustada, pero como cuando uno está preocupado se ablanda pronto, comenzamos a hablar de esto y aquello… Si lo pienso bien, fue una noche sorprendente y pavorosa.

—Se escapó, creo que a Jecheon, al día siguiente, ¿no?

—En la siguiente fecha de mercado la familia había desaparecido por completo. Todo el mercado estaba convulsionado por los rumores y la opinión general era que ella, como es usual en estos casos, terminaría siendo vendida en una cantina. No sé cuántas veces la busqué en el mercado de Jecheon, pero de la muchacha no había ni rastro. Así que esa primera noche fue también la última. Desde entonces llevo a Bongpyeong en el alma, y así ha sido durante toda esta media vida. Y aunque pase la vida entera, no podré olvidarla.

—Tuviste suerte. Una cosa extraordinaria como ésa no pasa todos los días. Lo típico es encontrarte una desgraciada, tener hijos y que aumenten las preocupaciones. Lo pienso y me dan escalofríos… Pero también es cosa dura pasarse la vida entera como vendedor ambulante. Yo voy a seguir hasta el otoño, y después me despediré de esta vida. Abriré una pequeña tienda en Daehwa y llamaré a mi familia. No es cosa fácil pasarse todo el año pateando estos caminos.

—Tal vez si encontrara a esa muchacha, viviría con ella… No, yo caminaré por estos caminos contemplando esa luna hasta que me caiga muerto.

Al dejar atrás el paso de montaña, la vía se ensanchó. Dong-i, que estaba último en la cola, vino hacia adelante y los tres burros se alinearon a lo ancho.

—Tú, muchacho, eres joven y estás en la flor de la edad. Lo que pasó en casa de la de Chungju fue un error de mi parte y por eso ocurrió lo que ocurrió, pero no te lo tomes demasiado a pecho.

—No, no diga eso. Yo soy el que está avergonzado. No estoy para pensar en mujeres, que me la paso día y noche pensando en mi madre.

Conmovido por la historia de Heo sengwon, la voz de Dong-i sonaba abatida.

—Me dolieron hasta lo más hondo las palabras madre y padre, pues no tengo padre. Mi único pariente es mi madre.

—¿Falleció?

—No lo tuve desde el principio.

—¿Y eso cómo es posible?

Al echarse a reír estrepitosamente sus compañeros de viaje, Dong-i se puso serio y reafirmó lo dicho:

—No quería decir nada porque me daba vergüenza, pero es verdad. A mi madre la echaron de su casa antes de que pasara un mes después de parir un niño en el pueblo de Jecheon. Puede que suene a broma, pero nunca le vi la cara a mi padre ni sé dónde se encuentra.

La cuesta se alzaba frente a ellos y los tres se bajaron de sus burros. Como la pendiente era pronunciada y costaba esfuerzo abrir la boca para hablar, la conversación se interrumpió durante un tiempo. El burro se resbalaba por nada. Heo sengwon, falto de aliento, no tenía más remedio que descansar a menudo sus piernas. Cada vez que cruzaba una cuesta, su edad se hacía más evidente. Envidiaba a los tipos jóvenes como Dong-i. El sudor le corría por la espalda empapándolo.

Inmediatamente al otro lado de la cuesta estaba el riachuelo. Como el puente de tablas de madera que se había llevado por delante las inundaciones de verano seguía roto, había que quitarse la ropa para cruzar. Se quitaron los pantalones y los ataron a su espalda, y con ese aspecto risible se metieron al agua medio desnudos. A pesar de que habían estado sudando, el agua nocturna les caló hasta los huesos.

—¿Y se puede saber quién te crió?

—Mi madre no tuvo más remedio que buscarse otro marido y ponerse a vender vino en una cantina. Mi padrastro era un vago miserable que se la pasaba borracho como una cuba. Me pegaba desde que tuve uso de razón y no me dejó tranquilo un solo día. Mi madre también liaba golpes, patadas y cuchilladas tratando de pararlo, así que imagínese lo que era esa casa. Me escapé de allí a los dieciocho años y desde entonces vivo así.

—Había pensado que para un muchacho de tu edad las cosas iban bien, pero ahora veo que tu situación es bastante triste.

El agua era profunda y les llegaba hasta la cintura. La corriente era muy rápida y las piedras que pisaban, resbalosas, así que parecía que se caerían en cualquier momento. Cho seondal y su burro casi habían terminado de cruzar el río, pero como Dong-i iba sosteniendo a Heo sengwon, ambos se quedaron atrás.

—¿Los familiares de tu madre eran originalmente de Jecheon?

—No, para nada. Aunque nunca me lo dijo claramente, escuché que eran de Bongpyeong.

—¿Bongpyeong? ¿Y sabes cuál era el apellido de tu padre?

—¿Cómo lo voy a saber, si nunca supe de él?

—Me… me lo imagino —murmuró Heo sengwon, quien abriendo y cerrando los ojos para aclararse la vista nublada terminó por pisar mal en un descuido. No bien se fue hacia adelante, cayó de cuerpo entero en el agua. Como manoteaba desesperado, cuando Dong-i pegó un grito y se acercó a él, había sido arrastrado una gran distancia por la corriente. Estaba completamente empapado y su aspecto era más miserable que el de un perro mojado. Dong-i lo cargó fácilmente sobre sus espaldas dentro del agua. Aunque estaba empapado, como era tan flaco, pesaba poco para un joven lleno de vigor.

—Perdona que te haya hecho pasar por esto. Parece que no doy pie con bola.

—No se preocupe.

—¿Y tu madre no daba la impresión de buscar a tu padre?

—Siempre decía que le gustaría verlo, aunque fuera una sola vez.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Se separó de mi padrastro, pero sigue en Jecheon. En otoño pienso traerla a vivir conmigo a Bongpyeong. Si me mato trabajando, más o menos podremos vivir.

—Es en verdad una idea muy loable. ¿Has dicho que en otoño?

Las anchas espaldas de Dong-i le transmitían calor a sus huesos. Cuando terminaron de cruzar, hasta le dio pena bajarse; le hubiera gustado seguir así por más tiempo.

—¿Qué te pasa hoy que te la pasas cometiendo errores, Heo sengwon? —rompió a reír Cho sondal, mirándolo.

—Es por el burro. Me resbalé pensando en él. ¿No se los dije? A pesar de su pinta, alguna vez fue padre. Tuvo una cría en el pueblo con la burra de los de Gangneung. No hay nada más gracioso que ver corretear de aquí para allá a un burrito con las orejas levantadas. A veces sólo para verlo me doy una vuelta por el pueblo.

—Entonces es un burro especial que se puede dar el lujo de tirar a su dueño.

Heo sengwon retorció cuanto pudo la ropa mojada y se la puso. Le castañeteaban los dientes y le temblaba el pecho del frío, pero sin saber por qué sentía su corazón ligero.

—Apresurémonos hasta la posada. Encenderemos un fuego en el patio y descansaremos calentándonos un poco. Al burro le daremos agua caliente. Después del mercado de Daehwa mañana, iremos a Jecheon.

—¿Tú también irás a Jecheon?

—Sí, tengo ganas de ir, hace tiempo que no voy. ¿Me acompañarás, Dong-i?

Cuando el burro retomó la marcha, el látigo de Dong-i estaba en su mano izquierda. Aunque Heo sengwon había sido miope como un cegato durante mucho tiempo, al menos esta vez no se le escapó que Dong-i era zurdo.

El paso de los burros era regular y el sonido de los cascabeles se escuchaba aún más nítido en la llanura nocturna.

La luna estaba menguando.

 

1Sengwon y sondal eran dos cargos administrativos de baja categoría de la nobleza en la antigua Corea, que pasaron a usarse como apelativos de respeto entre los hombres, semejante al “don” español, con la diferencia de que en coreano va pospuesto al apellido. [N. T.]

El cerdo

El cielo azulado parecía colgar del nido de urracas sobre el sauce, en un rincón de la vieja construcción. En el vivar, un conejo blanco estaba enroscado con los pelos hirsutos como un erizo. El viento del mar, que soplaba desde la llanura agitando las ramas de los manzanos, se estrellaba brutalmente en la porqueriza tras barrer el campo de centeno del criadero aún cubierto de nieve.

Fuera del chiquero, sujeta entre cuatro estacas, la cerda chillaba de modo inusitado al sentir el viento.

El semental, que daba vueltas a las estacas con la boca roja llena de espuma, se volvió hacia la parte de atrás y, de repente, le puso encima las patas delanteras. La cerda, que parecía una tortuga aplastada por un enorme peñasco negro, temblaba lanzando chillidos agudos. El semental, que se había resbalado, daba vueltas de nuevo a las estacas con voracidad. Los gritos de respuesta de los cerdos que estaban en las pocilgas convulsionaban el criadero a esa hora de la tarde.

Aunque pasó media hora, no fue suficiente. Al disminuir el interés, las personas que rodeaban la escena comenzaron a moverse. Como el semental había montado varias veces sobre las estacas, éstas se derrumbaron por la fuerza de su corpulencia y la cerdita aplastada escapó de su prisión.

—Es demasiado joven —se rio el empleado del criadero.

—Mejor no mirar esto, que es como estar viendo a un toro y a una gallina.

—Se escapa del miedo que tiene —dijo el labrador, cerrándole rápidamente el paso a la cerda que corría rodeando el chiquero.

—La traje de nuevo porque no quedó preñada hace un mes —dijo Shigui, colorado de turbación.

—Por más que sea un animal, es demasiado pequeña para eso.

Al escuchar estas palabras del labrador, Shigui volvió a ponerse rojo.

—¡Maldita bestia! —exclamó Shigui airado. Desconcertado y a la vez molesto con la cerda, salió en su persecución apoyándose en el labrador. Sus zapatos de goma se hundían en el barro y se le caían los pantalones.

Cuando por fin agarró a la cerda por la cuerda atada a su cintura, del enfado la jaló hacia atrás con energía y le pegó con todas sus fuerzas. El animalito chilló tembloroso. Aunque seguramente después se arrepentiría y se compadecería de la criatura, Shigui no pudo reprimir la vergüenza que sentía frente a la gente del criadero y la golpeó repetidamente. Ella era el cordón vital que alimentaría a la familia durante el periodo que iba desde los impuestos del primer semestre, que pronto llegarían, hasta que se cosecharan las patatas a principios del verano.

—Vaya a atarla ahora —dijo el labrador haciéndole señas a Shigui, después de arreglar y clavar de nuevo las estacas.

Shigui volvió a poner entre las estacas a la cerda, que temblaba y se agitaba del miedo y la angustia. Luego le pasó una madera por debajo del vientre para levantarla y la ató con aire ufano, de modo que no pudiera moverse.

Antes de que Shigui quitara sus manos de ella, el semental, que daba vueltas a su alrededor topándola con su piel velluda, arremetió contra las estacas como un vagón de carga. Sediento de deseo, su hocico enrojecido resoplaba con fuerza como un fuelle, mientras la cerda aplastada chillaba agudamente a viva voz.

La concurrencia entera dejó de reírse y se olvidó incluso de bromear. Shigui se acordó de repente de la silueta de Buni, por lo que quitó su vista de las estacas y miró hacia otro lado.

“¿Dónde estará Buni en este momento?”

Para las fincas agrícolas que no estaban en situación de pagar ni siquiera los impuestos atrasados, no había mejor negocio suplementario que criar cerdos. Cebando un cerdo con diligencia durante un año, no sólo se sacaba espléndidamente lo suficiente para pagar los impuestos, sino también un dinerillo más para gastos de la casa. Siguiendo el ejemplo de los otros aldeanos, Shigui, que conocía los beneficios que daba el cerdo, compró el verano pasado una pareja de cochinillos recién nacidos con dinero ahorrado moneda a moneda. Esos lustrosos cerditos negros valían para él más que un ser humano, por eso cuando los trajo los hizo dormir sobre un lecho de paja en un rincón de su habitación, porque le daba pena meterlos en el chiquero. No obstante, se le murió el macho antes de un mes, tal vez por falta de los pechos maternos. A la hembra que le quedó la crió como a la niña de sus ojos, y hasta le daba de beber en el único cuenco de arroz que tenía. Cuando enfermó y no tomaba ni siquiera agua, no salió ni a hacer leña y se quedó todo el día cuidando al animal. Al cabo de seis meses por fin adquirió el aspecto de una cerda. Hace un mes, para probar suerte, la llevó a rastras al criadero que estaba a cuatro kilómetros de distancia. Pagó con dolor los cincuenta centavos que valía la monta, pero la cerda no quedó preñada. A Shigui le dio mucha rabia. Por esa época también desapareció Buni, la vecina a la que le había echado el ojo. Este hecho lo afectó tanto que durante un tiempo no se concentraba en el trabajo. Cuando pensaba en lo ocurrido, le parecía imperdonable que ella, que siempre parecía malhumorada y le contestaba con frialdad, se hubiera marchado dejando solo a su anciano padre, sin permitirle poseer su piel suave ni siquiera una vez. Como sea, tratándose del caviloso viejo Bak, era imposible saber si no había planeado esa treta para alejar a su hija. Corrían todo tipo de rumores. Que se había ido a casa de unos parientes, que se había ido a Seúl, que le habían llegado 10 wones al viejo Bak…, pero nada se sabía de cierto. Por lo uno y por lo otro, Shigui estaba completamente exasperado. Cuando pensaba cuánto le hubiera gustado comerse a mordiscos esas mejillas de flor de manzano que tenía Buni, aún hoy le resultaba difícil dominar la cólera que sentía.

—Ya está.

Al oír la voz del labrador, Shigui, que tenía los ojos vueltos hacia otro lado, volvió a mirar. El semental, que parecía satisfecho, no se había alejado y seguía gruñendo y merodeando el lugar.

Aunque el espectáculo había terminado, Shigui seguía azorado, pues continuaba dándole vueltas la imagen de Buni. Se le confundían con tenacidad la áspera cerda que estaba de pie en silencio y la silueta de Buni. Los comentarios lascivos y las carcajadas encendieron aún más sus mejillas. Esforzándose por ahuyentar la visión, Shigui comenzó a desatar a la cerda. El labrador se llevó al semental codicioso, que seguía dando vueltas con voracidad, y lo encerró en la jaula.

“Seguro que esta vez resulta.”

Cuando Shigui firmó en el registro, pagó los 50 centavos y salió del criadero, el sol de la tarde ya estaba bajo.

Al otro lado del campo de manzanos, el techo del edificio público de estilo occidental lanzaba destellos azulados reflejando los rayos difusos del atardecer. En las inmediaciones de la entrada a la construcción amurallada vacilaban las sombras de los mercaderes yendo y viniendo. Salió un autobús del interior de las murallas y se acercó con estrépito por la carretera. Desde que había perdido a Buni, Shigui solía mirar con detenimiento el interior de los autobuses en marcha. Decían que en la ciudad había habido un examen para elegir conductores, ¿no habrá pasado quizás el examen y entrado a trabajar allí? Imaginando el camino que habría tomado Buni, escrutaba los autobuses.