Cuando sale la reclusa - Fred Vargas - E-Book

Cuando sale la reclusa E-Book

Fred Vargas

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Beschreibung

La obra más ambiciosa y lograda de la reina de la novela negra europea. «Cuando sale la reclusa, su novela decimocuarta y la novena protagonizada por el intuitivo comisario Jean-Baptiste Adamsberg, colma las expectativas creadas por esa obra maestra del género que es Tiempos de hielo. [...] La novela, de la que me resisto a contarles más por no chafarles la compleja y apasionante trama, es, además de la historia de una venganza, un alegato feminista contra la violencia y los abusos».MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO, Babelia «Tengo a Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento en cualquier categoría y género».FERNANDO SAVATER «La autora más interesante del género policiaco en el presente». JOSÉ MARÍA GUELBENZU El comisario Jean-Baptiste Adamsberg, tras unas merecidas vacaciones en Islandia, se interesa de inmediato a su regreso a Francia por la muerte de tres ancianos a causa de las picaduras de una Loxosceles rufescens, más conocida como la reclusa: una araña esquiva y venenosa, pero en ningún caso letal. Adamsberg, que parece ser el único intrigado por el extraño suceso, comienza a investigar a espaldas de su equipo, enredándose inadvertidamente en una delicada y compleja trama, llena de elaborados equívocos y profundas conexiones, cuyos hilos se remontan a la Edad Media. Un caso elusivo y contradictorio que se escapa a cada momento de las manos del comisario, haciéndole regresar a la casilla de salida. Solo sus intuiciones, tan preclaras como dolorosas, serán capaces de devolverle la confianza que necesita para salir ileso de la red tendida por la más perfecta tejedora... Cuando sale la reclusa es sin duda la obra más ambiciosa de Fred Vargas, la reina indiscutible de la novela negra europea. En ella se entrecruzan con maestría todos los temas que han convertido la publicación de cada una de sus novelas en un auténtico acontecimiento literario, tanto para la crítica como para los lectores: el medievo, la arqueología, los mitos, el mundo de los animales y, por supuesto, la descripción detallada y poderosa de los oscuros laberintos del alma humana.

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Índice

Cubierta

Portadilla

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

Notas

Créditos

I

Sentado en una roca de la escollera del puerto, Adamsberg contemplaba a los marineros de Grímsey que volvían de la pesca diaria amarrar e izar las redes. Allí, en esa pequeña isla de Islandia, lo llamaban Berg. Viento marino, 11 ºC, sol borroso y hedor de los residuos de pescado. Había olvidado que, tiempo atrás, había sido comisario, al mando de los veintisiete agentes de la Brigada Criminal del distrito 13 de París. El teléfono se le había caído en los excrementos de una oveja y el animal lo había hundido de un certero golpe de pezuña, sin agresividad, lo cual constituía una manera inédita de perder el móvil, y Adamsberg la había apreciado en su justo valor.

Gunnlaugur, el dueño de la pequeña posada, también estaba llegando al puerto, dispuesto a seleccionar las mejores piezas para la cena. Sonriente, Adamsberg lo saludó con una seña. Pero Gunnlaugur no tenía cara de estar en uno de sus días buenos. Fue directamente hacia él, obviando el inicio de la subasta, con el rubio entrecejo fruncido, y le dio un mensaje.

—Fyrir pig [Para ti] —le dijo, señalándolo con el dedo.

—Ég? [¿Yo?].

Adamsberg, incapaz de memorizar siquiera los rudimentos más básicos de cualquier lengua extranjera, había adquirido aquí, de forma inexplicable, un bagaje de unas setenta palabras, y en diecisiete días. Con él se expresaba de la manera más simple posible, con muchos gestos.

De París, ese papel tenía que venir de París. Lo llamaban para que volviera, seguro. Sintió una rabia triste y meneó la cabeza en señal de rechazo, volviéndose hacia el mar. Gunnlaugur insistió, desplegando la hoja y deslizándosela entre los dedos.

MUJER ATROPELLADA. UN MARIDO, UN AMANTE.

ES COMPLICADO. SE REQUIERE SU PRESENCIA.

INFORMAREMOS.

Adamsberg bajó la cabeza, su mano se abrió y dejó escapar la hoja al viento. ¿París? ¿Cómo que París? ¿París? ¿Dónde estaba eso?

—Dauður maður? [¿Un muerto?] —preguntó Gunnlaugur.

—Já [Sí].

—Ertu að fara, Berg? Ertu að fara? [¿Te vas, Berg? ¿Te vas?].

Adamsberg se puso en pie con esfuerzo y levantó la mirada hacia el sol blanco.

—Nei [No] —dijo.

—Jú, Berg [Sí que te vas, Berg] —suspiró Gunnlaugur.

—Já [Sí] —admitió Adamsberg.

Gunnlaugur le sacudió el hombro, atrayéndolo hacia sí.

—Drekka, borða [Beber, comer] —dijo.

—Já [Sí].

El choque de las ruedas del avión contra la pista de aterrizaje de Roissy-Charles de Gaulle le produjo una súbita migraña (hacía años que no tenía una tan fuerte) y a la vez le parecía como si le estuvieran dando una paliza. Era el regreso, el ataque de París, la gran ciudad de piedra. A no ser que fueran las copas tomadas el día anterior para celebrar su despedida, allá en la posada. Y era brennivín.

Una mirada furtiva a través de la ventanilla. No bajar, no ir.

Ya no había vuelta atrás. «Se requiere su presencia».

II

El martes, 31 de mayo, dieciséis agentes de la brigada llevaban desde las nueve instalados en la sala de reuniones, preparados y dispuestos, con ordenadores, expedientes y cafés, para presentarle al comisario el desarrollo de los acontecimientos con los que habían tenido que lidiar durante su ausencia, dirigidos por los comandantes Mordent y Danglard. El equipo expresaba con distensión y parloteo espontáneo la satisfacción de volver a verlo, de ver su rostro y su aspecto, sin preguntarse si su estancia en el norte de Islandia, en la pequeña isla de brumas y aguas turbulentas, había alterado o no su trayectoria. Y, en caso de que sí, poco importaba, pensaba el teniente Veyrenc, que, al igual que el comisario, había crecido entre las piedras de los Pirineos y lo comprendía sin dificultad. Sabía que, con el comisario al mando, la brigada se parecía más a un gran velero —que tan pronto singla viento en popa como flota in situ con el velamen arriado— que a un potente fueraborda que levantara torrentes de espuma.

Al contrario, el comandante Danglard siempre albergaba algún temor. Escrutaba el horizonte en busca de todo tipo de amenazas, complicándose la vida con las asperezas de sus recelos. Cuando Adamsberg se marchó a Islandia, tras una investigación agotadora, ya le había ganado el desasosiego. Que un espíritu corriente y simplemente derrengado se fuera a descansar a un país brumoso le parecía una elección juiciosa (más oportuno que correr hacia el sol del sur, donde la luz cruel avivaba el más mínimo relieve y el menor ángulo de una gravilla, lo cual no resultaba relajante en absoluto). Sin embargo, que un espíritu brumoso se fuera a un país brumoso le parecía, en cambio, peligroso y grávido de consecuencias. Danglard temía repercusiones difíciles, quizá irreversibles. Había considerado seriamente que, por efecto de una fusión química entre las brumas de un ser y las de un territorio, Adamsberg pudiera acabar engullido en Islandia y no volviera jamás. El anuncio del regreso del comisario a París lo había apaciguado un poco. No obstante, cuando Adamsberg entró en la sala con su andar de siempre un poco tambaleante, sonriendo a cada uno y estrechando manos, las inquietudes de Danglard se reavivaron enseguida. Más ventoso y ondulante que nunca, con la mirada inconsistente y la sonrisa vaga, el comisario parecía haber perdido la precisión que pese a todo estructuraba su proceder como jalones espaciados pero tranquilizadores. Deshuesado, desvertebrado, juzgó Danglard. Divertido, todavía húmedo, pensó el teniente Veyrenc.

El joven cabo Estalère, especialista en el ritual del café, que realizaba sin un solo error —su único ámbito de excelencia, según la mayoría de sus colegas—, sirvió enseguida al comisario, con la cantidad adecuada de azúcar.

—Vamos allá —dijo Adamsberg. Su voz era suave y lejana, relajada de más para alguien que se enfrenta a la muerte de una mujer de treinta y siete años, atropellada dos veces bajo las ruedas de un 4×4 que le había aplastado el cuello y las piernas.

Había sucedido tres días antes, el sábado anterior por la noche, en la calle Château-des-Rentiers1. ¿Qué castillo? ¿Qué rentistas?, se preguntó Danglard. Ya nadie lo sabía y ahora el nombre resultaba curioso en ese sector sur del distrito 13. Se prometió a sí mismo buscar el origen, ya que ningún conocimiento le parecía superfluo a la mente enciclopédica del comandante.

—¿Ha leído el expediente que le enviamos al aeropuerto de Reikiavik? —preguntó el comandante Mordent.

—Por supuesto —dijo Adamsberg, encogiéndose de hombros.

Y, sí, lo había leído durante el vuelo Reikiavik-París. Sin embargo, en realidad, no había sido capaz de fijar en él su atención. Sabía que la mujer, Laure Carvin —preciosa, había observado—, había sido asesinada por el 4×4 entre las 22:10 y las 22:15. La precisión de la hora del crimen se debía a la gran regularidad en el modo de vida de la víctima. Vendía ropa para niños en una lujosa tienda del distrito 15, de dos a siete y media de la tarde. Después se dedicaba a la contabilidad y cerraba la tienda a las nueve cuarenta. Cruzaba la calle Château-des-Rentiers todos los días a la misma hora, en el mismo semáforo, muy cerca de su casa. Estaba casada con un tipo rico, un tipo que había «triunfado», pero Adamsberg no recordaba ni su oficio ni su cuenta bancaria. El 4×4 del marido, del rico —¿cómo se llamaba?—, era el vehículo que había atropellado a la mujer, no cabía la menor duda. Todavía había sangre adherida a los surcos de los neumáticos y las alas de la carrocería. La noche misma del día de autos, Mordent y Justin habían seguido la pista de las mortíferas ruedas con un perro de la brigada canina. El perro los había llevado directos al pequeño parking de un salón de videojuegos, a trescientos metros del escenario del crimen. De naturaleza un tanto histérica, el perro había reclamado gran cantidad de caricias como recompensa por su hazaña.

El dueño del lugar conocía bien al propietario del vehículo ensangrentado —un habitual que visitaba su sala todos los sábados por la noche, de nueve a doce—. Cuando la suerte le daba la espalda, podía quedarse luchando con la máquina hasta el cierre, a las dos de la madrugada. Les había señalado al hombre, trajeado y con la corbata aflojada, que destacaba en medio de tipos con capucha y cerveza. El hombre se debatía furiosamente con una pantalla donde unas criaturas titánicas y cadavéricas se precipitaban sobre él, y él tenía que aniquilarlas con metralleta para abrirse camino hacia la Montaña espiralada del Rey negro. Cuando los agentes de la brigada lo habían interrumpido poniéndole una mano en el hombro, él había sacudido febrilmente la cabeza sin soltar los mandos y había gritado que no se pararía ni en broma a cuarenta y siete mil seiscientos cincuenta y dos puntos, a punto de alcanzar el nivel de la Ruta de Bronce, jamás. Alzando la voz entre el estrépito de las máquinas y los gritos de los clientes, el comandante Mordent había conseguido, no sin dificultad, que oyera que su mujer acababa de morir, atropellada a trescientos metros de allí. El hombre se había medio derrumbado sobre el cuadro de mandos, torpedeando la partida. La pantalla anunció con música: «Adiós. Has perdido».

—Entonces, según el marido —dijo Adamsberg—, no había salido del salón de juegos. ¿Es así?

—Si ha leído usted el informe... —empezó a decir Mordent.

—Prefiero escuchar a leer —interrumpió Adamsberg.

—Así es. Dice que no se movió de la sala.

—Y ¿cómo explica que sea su propio coche el que esté ensangrentado?

—Por la existencia de un amante de la mujer. El amante, conocedor de las costumbres del marido, habría tomado prestado su coche, atropellado a la mujer y vuelto a aparcar el vehículo en el mismo sitio.

—¿Para hacer que lo acusen?

—Sí, porque la policía siempre acusa al marido.

—¿Cómo estaba?

—¿El qué?

—¿Sus reacciones?

—Aturdido, más conmocionado que triste. Se repuso un poco cuando lo trajimos a la brigada. Estaba pensando en divorciarse.

—¿Por el amante?

—No —dijo Noël con un deje de desprecio—. Porque a un hombre como él, a un abogado que ha llegado tan alto, le molestaba tener una esposa de clase baja. Es lo que se trasluce de su discurso, leyendo entre líneas.

—Y a su mujer —añadió el rubio Justin— la humillaba verse excluida de todos los cócteles y cenas que daba en su gabinete del distrito 7 para sus amistades y clientes. Ella deseaba que la llevara y él se negaba. Frecuentes disputas. La mujer habría «desentonado», dijo él; «no pegaba nada en ese ambiente». Así es el tío.

—Menudo impresentable —dijo Noël.

—Se vino arriba —precisó Voisenet— y se defendió como si hubiera estado acorralado en la calle del Presidio de su videojuego. Se puso a emplear términos cada vez más complicados, o incomprensibles.

—Su estrategia es simple —señaló Mordent.

Y, estirando a sacudidas su largo y delgado cuello, sin haber perdido nada en esas dos semanas de su estampa de vieja ave zancuda cansada de los sinsabores de la existencia, añadió:

—Apuesta por el contraste entre él mismo, el abogado mercantil y el amante.

—¿Quién es?

—Un árabe, como quiso recalcar de entrada, un mecánico de máquinas distribuidoras de bebidas. Vive en el edificio contiguo. Nassim Bouzid, argelino nacido en Francia, tiene mujer y dos hijos.

Aunque Adamsberg vaciló, no dijo nada. Le daba vergüenza preguntar a sus hombres cómo se había desarrollado el interrogatorio de Nassim Bouzid, que sin duda debía de estar registrado en el informe. Sin embargo, sobre ese hombre, no recordaba nada.

—¿Qué impresión os dio? —aventuró pidiendo con una seña otro café a Estalère.

—Es un tío guapo —contestó la teniente Hélène Froissy orientando hacia Adamsberg su pantalla con la foto de un triste Nassim Bouzid—: largas pestañas, ojos color miel que parecen maquillados, dientes muy blancos y una sonrisa encantadora. Lo quieren mucho en su edificio, donde lo emplean como manitas: Nassim cambia las bombillas, Nassim arregla las fugas de agua. Nassim nunca dice que no.

—Lo que le lleva al marido a deducir que es un ser débil y servil —intervino Voisenet— que ha salido de la nada y no ha llegado a ninguna parte, según sus palabras.

—Vaya impresentable —repitió Noël.

—¿Está celoso el marido? —preguntó Adamsberg, que había empezado a tomar algunas notas con indolencia.

—Él dice que no —contestó Froissy—. Considera despreciable esa relación, pero le viene de perlas para divorciarse.

—¿Y bien? —preguntó Adamsberg volviéndose hacia Mordent—. Hablaba usted de estrategia, comandante.

—Él da por sentados los instintos de los policías. En general le parecemos incultos, racistas y estereotipados (entre un abogado acomodado, de lenguaje refinado hasta el punto de ser ininteligible, y un chapuzas árabe, un policía apostará por el árabe).

—¿Cuáles son sus palabras, esas palabras tan sofisticadas e incomprensibles?

—No sabría decirle —contestó Voisenet—, puesto que no le entendí. Palabras como «apercepción» o, espere, «hetero...», «heterónomo».

»¿“Heterónomo” tiene que ver con una desviación sexual? —preguntó Voisenet—. Lo dijo refiriéndose al amante.

Todas las miradas se volvieron hacia Danglard pidiendo socorro.

—No, con el hecho de no ser autónomo. Valdría la pena darle una lección con sus propias armas.

—Cuento con usted, comandante —contestó Adamsberg.

—A su disposición —dijo Danglard con cierto júbilo ante la idea.

Y, por un instante, se olvidó de la preocupante frialdad de Adamsberg y de su actual falta de profesionalidad. Estaba claro que el comisario recordaba muy poco del informe que él había redactado con tanto cuidado.

—Cita mucho también —añadió Mercadet, emergiendo de una de sus fases de somnolencia.

Mercadet, el brillantísimo informático de la brigada, muy poco por detrás de Hélène Froissy, era hipersomniaco y todos, sin excepción, respetaban e incluso protegían la discapacidad de su colega. Si el hecho llegara a los oídos del subdirector, a Mercadet lo despedirían de inmediato. ¿Qué se podía hacer con un policía al que cada tres horas lo abatía un sueño irreprimible?

—Y el señor Carvin espera que reaccionemos a sus dichosas citas —prosiguió Mercadet—, que digamos de qué autor son, por ejemplo. Disfruta con nuestra ignorancia, se divierte machacándonos, no cabe la menor duda de ello.

—¿Por ejemplo?

—Esta —dijo Justin abriendo su libreta—. También con referencia a Nassim Bouzid: «Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño»2.

Hubo una nueva espera de alguna precisión por parte de Danglard que lavara las repetidas humillaciones del abogado, pero el comandante consideró más delicado abstenerse de citar el autor, situándose así al mismo nivel de ignorancia que el conjunto de la brigada. Aunque no comprendieron su pudor, perdonaron a Danglard, ya que a nadie se le podía pedir, por muy asombrosa que fuera su erudición, que conociera todas las frases de la literatura.

—Lo que significa —retomó Mordent— que nuestro abogado Carvin es tan amable de proporcionarnos un móvil de asesinato para Bouzid (matar a su amante para rehuir el perjuicio de su adulterio y evitar la ruptura de su familia).

—Y ¿de quién es la frase, comandante Danglard? —preguntó Estalère, haciendo pedazos la reserva general con su incurable importunidad, o su persistente necedad, según algunos.

—De Nietzsche —acabó contestando Danglard.

—Y ¿es un tipo importante?

—Mucho.

Adamsberg estuvo garabateando un rato mientras se preguntaba, como tantas otras veces, qué misterio abismal presidía la fenomenal memoria de Danglard.

—¿Ah, sí? —contestó Estalère, estupefacto, con sus grandes ojos verdes desmesuradamente abiertos.

Hay que decir que Estalère tenía siempre los grandes ojos verdes desmesuradamente abiertos, como en constante e ilimitado asombro ante la vida. Y sin duda tenía razón, pensaba Adamsberg. Esa mujer ferozmente aplastada, por ejemplo, era como para dejar a cualquiera pasmado, con la mirada abierta a la noche de par en par.

—Porque no hace falta ser muy importante —prosiguió Estalère, muy concentrado— para saber que tememos los efectos de nuestras mentiras. Si no fuera por eso, no sería tan grave la cosa, ¿verdad?

—Verdad —asintió Adamsberg, siempre fiel a su defensa del joven, cosa que nadie entendía.

Adamsberg levantó el lápiz. Acababa de dibujar la silueta de su amigo Gunnlaugur atento a la subasta en el puerto. Y gaviotas, nubes de gaviotas.

—¿Los pros y los contras? —añadió—, ¿para el uno y para el otro?

—En lo referente al abogado —dijo Mordent—, está la coartada del salón de juegos. Que no vale nada, porque en medio de ese gentío de jugadores ruidosos y apasionados, con los ojos fijos en las pantallas, ¿quién lo vería ausentarse quince minutos? Por otra parte, tiene una cuenta bancaria apabullante. En caso de divorcio, pierde la mitad de los cuatro millones doscientos mil euros que tiene en caja.

—¿Cuatro millones doscientos mil euros? —preguntó el tímido cabo Lamarre, que tomaba la palabra por primera vez—. ¿Cuántos años necesitaríamos para juntar esa cantidad?

—No se rompa la cabeza, Lamarre —dijo Adamsberg levantando una mano tranquilizadora—; se haría daño inútilmente. Prosiga, Mordent.

—Pero aún no tenemos elementos concluyentes contra él. En lo referente a Nassim Bouzid, está en una situación más delicada; hay hechos materiales. En el interior del coche, hemos recogido tres pelos de perro blanco, en la alfombrilla del asiento del copiloto, y un hilo rojo que estaba enganchado al pedal del freno. Según los primeros análisis, se trataría efectivamente del perro de Bouzid. Y el hilo es idéntico a los de la alfombra kílim del comedor de su casa. En cuanto a las llaves del vehículo, pudo coger el duplicado en casa de su amante. Todas las llaves están colgadas en la entrada.

—Y ¿por qué iba a llevarse al perro para ir a matar a su amante? —preguntó Froissy.

—Bouzid está casado. ¿Qué mejor excusa que decirle a su mujer que saca el perro a mear?

—¿Y si el perro ya ha salido? —preguntó Noël.

—No —dijo Mordent—, era la hora del paseo del perro. Bouzid admite sin problemas que salió, pero jura que nunca fue amante de Laure Carvin. Es más, asegura no conocerla siquiera. Si acaso de verla por la calle. Si dice la verdad, implicaría que el abogado Carvin lo habría elegido cuidadosamente como chivo expiatorio. Habría recogido pelos del perro y una fibra de alfombra de su casa (la cerradura se abre con la uña). ¿No le parecen un poco exagerados estos dos detalles?

—Con uno habría bastado —dijo Adamsberg.

—Es típico de seres demasiado orgullosos de su propia inteligencia —intervino Danglard—. La infatuación los ciega, de modo que juzgan mal a los demás y sus acciones son o bien excesivas o bien insuficientes. Su vara de medir, contrariamente a lo que se imaginan, no es fiable.

—Además —dijo Justin levantando la mano—, Bouzid asegura que siempre mete al perro en una bolsa cuando coge el coche. Y, efectivamente, no hemos encontrado ningún pelo en su vehículo. Ni de perro ni de alfombra.

—¿Miden lo mismo los dos hombres? —preguntó Adamsberg poniendo el retrato de Gunnlaugur boca abajo sobre la mesa.

—Bouzid es más bajo.

—Eso lo habría obligado a ajustar el asiento y los retrovisores. ¿En qué posición estaban?

—Para altos. O Bouzid se acordó de modificar los ajustes cuando volvió, o el abogado los dejó tal cual. Estamos otra vez en las mismas.

—¿Y las huellas dentro del coche? Volante, mandos, puertas…

—¿Has dormido en el avión? —intervino sonriendo Veyrenc.

—Es posible, Veyrenc. Esto apesta.

—No cabe duda; apesta. No avanzamos, no avanzamos.

—Me refiero a que esto apesta de verdad, en esta sala. ¿No oléis nada?

Los agentes levantaron la cabeza todos al mismo tiempo para localizar el olor. «Es curioso», pensó Adamsberg, «que el ser humano alce instintivamente la nariz diez centímetros cuando trata de captar un olor». Como si diez centímetros fueran a cambiar algo. Movido por este reflejo animal conservado desde la noche de los tiempos, el grupo de agentes recordaba a una familia de gerbillos intentando captar en el viento el olor del depredador.

—Es verdad —dijo Mercadet—, huele un poco a mar.

—Huele a puerto viejo —precisó Adamsberg.

—A mí no me lo parece —opinó Voisenet con bastante firmeza—. Nos ocuparemos de eso más tarde.

—¿Por dónde íbamos?

—Por las huellas —dijo Mordent, que, situado en el extremo de la larga mesa junto a Danglard, no olía nada molesto.

—Ah, sí. Prosiga, comandante.

—Las huellas —reanudó Mordent, con la mirada de garza recorriendo sus anotaciones con movimientos de cabeza rápidos y bruscos— encajan con ambas versiones. Lo limpiaron todo. O Bouzid, o el abogado para hundir a Bouzid. No hay ni un cabello sobre el reposacabezas.

—No es sencillo —masculló Mercadet, a quien Estalère había servido dos cafés de golpe, bien cargados.

—Por eso nos decidimos a pedirle que regresara con algo de antelación —dijo Danglard.

Así que había sido él, dedujo Adamsberg, el que le había hecho volver con urgencia, arrebatándolo de su dulce columpiar. El comisario observó al adjunto más veterano, arrugando un poco los ojos. Danglard había pasado miedo por él, no cabía duda.

—¿Puedo ver imágenes de los dos hombres? —preguntó.

—Ha visto ya las fotos —dijo Froissy orientando de nuevo su pantalla hacia él.

—Quiero verlos en movimiento, durante los interrogatorios.

—¿En qué momento de los interrogatorios?

—Cualquiera. Puede incluso quitar el sonido. Solo quiero ver sus expresiones.

Danglard se puso tenso. Desde siempre Adamsberg tenía la detestable tendencia de juzgar los rostros, separando en ellos el bien y el mal, cosa que Danglard le reprochaba con fuerza. Adamsberg lo sabía y notó cómo se crispaba su adjunto.

—Lo siento, Danglard —dijo sonriendo de esa manera tan irregular que seducía a los testigos reticentes o desarmaba a veces a sus oponentes—, pero esta vez soy yo quien tiene una cita en mi defensa. Encontré el libro abandonado en una silla, en Reikiavik.

—Dígala a ver.

—Un segundo, que no me la sé de memoria —respondió buscando en sus bolsillos—. Aquí está: «La vida habitual hace el alma y el alma hace la fisionomía».

—Balzac —refunfuñó Danglard.

—Precisamente. Y a usted le gusta, comandante.

Adamsberg ensanchó su sonrisa y dobló la hoja.

—Y ¿en qué libro está? —preguntó Estalère.

—¡Eso no importa un pito, cabo! —exclamó Danglard.

—Era la historia de un cura —dijo Adamsberg acudiendo en defensa de Estalère—, buena persona, no muy listo, y de almas llenas de odio que, al final, acaban con él. Sucedía en Tours, creo.

—¿Cómo se titula?

—No me acuerdo, Estalère.

Decepcionado, Estalère apartó su lápiz. Veneraba a Adamsberg, al igual que a la poderosa teniente Retancourt, su opuesto exacto. Intentaba imitarlo en todo (por ejemplo, leyendo ese libro). En cambio, de forma instintiva, había renunciado a imitar a Retancourt, porque no había hombre ni mujer que pudiera igualarla, y hasta el arrogante Noël había terminado por darse cuenta de ello. Para acabar con la escena, Danglard socorrió al joven.

—Se llama El cura de Tours.

—Gracias —dijo agradecido Estalère, apuntándolo a sacudidas, pues era disléxico y no escribía bien—. No se rompió mucho los cuernos Balzac con el título.

—Estalère, no se dice de Balzac que «no se rompió los cuernos».

—Ah, de acuerdo, comandante. No lo diré más.

Adamsberg se giró hacia Froissy.

—Venga, Froissy, a ver qué pinta tienen esos dos. Y, mientras visiono los vídeos, descanso para todo el mundo.

A los diez minutos, solo ante la pantalla, Adamsberg cobró conciencia de que, aparte de las primeras imágenes del abogado Carvin, no había mirado nada, ni se había enterado de nada. El islandés Brestir lo había invitado a ir de pesca con él, bajo la mirada de aprobación de los demás marineros. Un gran honor, no cabía duda, para un extranjero, honor que merecía el antiguo ganador del islote demoniaco, cuyo negro relieve se divisaba a pocos kilómetros del puerto. Habían permitido a Adamsberg ayudar a seleccionar los peces extraídos con la red, echando al mar los ejemplares inmaduros, las hembras con huevas y las especies no comestibles. En el puente resbaladizo, con las manos hundidas en la red, rasguñándose con las escamas, es donde Adamsberg había pasado esos diez minutos. Volvió bruscamente al rostro del abogado Carvin, puso el ordenador en reposo y salió a reunirse con sus subordinados, diseminados por la gran sala de trabajo.

—¿Qué tal? —le preguntó Veyrenc.

—Aún es demasiado pronto para decirlo —contestó, evasivo, Adamsberg—. Tengo que volver a visionarlo.

—Claro —dijo sonriente Veyrenc. Húmedo, resbaladizo, pensó.

Adamsberg indicó por señas a Froissy que volviera a poner el vídeo e interrumpió el gesto.

—Apesta de verdad —dijo—, y es en esta sala.

El comisario, con la nariz levantada diez centímetros, se orientó a través de la sala siguiendo el hilillo de olor nauseabundo y, como el perro de la brigada canina, se detuvo delante del despacho de Voisenet. Él era policía, y muy bueno incluso, pero su vocación frustrada desde la juventud era la de ictiólogo, violentamente prohibida por su padre y a la que se había dedicado en secreto. Ese término, «ictiólogo», Adamsberg había acabado por memorizarlo. Voisenet era un especialista en peces, particularmente en los de agua dulce. Ya estaban todos acostumbrados a ver sobre su mesa toda clase de revistas y artículos sobre el tema, y Adamsberg lo permitía, dentro de ciertos límites. No obstante, era la primera vez que un olor a pescado tan real como fétido se desprendía del territorio de Voisenet. Adamsberg recorrió rápidamente el despacho y sacó de debajo de la silla una gran bolsa de plástico destinada a la congelación. Voisenet, hombre bajito, de piernas cortas, pelo negro revuelto, vientre redondo y mejillas rellenas y rubicundas, se irguió con toda la dignidad que le permitía su silueta. Un hombre ultrajado, injustamente acusado, era lo que indicaba su postura.

—Es personal, comisario —dijo alzando la voz.

Adamsberg arrancó de una sacudida los cierres de la bolsa y la abrió por completo. Se sobresaltó y lo soltó todo, dejándolo caer al suelo con un ruido pesado y blando. Hacía años que el comisario no se sobresaltaba. Su naturaleza poco nerviosa, infranerviosa incluso, no lo predisponía a ello. En cambio, en esta ocasión, además del hedor que se desprendía de la bolsa, el horrendo espectáculo lo había sobrecogido (una cabeza animal repugnante de ojos fijos y con fauces enormes armadas de dientes terroríficos).

—¿Qué es esta mierda? —gritó.

—Es mi pescadero… —empezó a decir Voisenet.

—¡No es su pescadero!

—Es una morena del Atlántico de piel veteada —contestó Voisenet, altivo—. Más exactamente, una cabeza de morena con dieciséis centímetros de cuerpo. Y no, no es una mierda, es un magnífico ejemplar macho que llegaba a un metro cincuenta y cinco de largo.

Los arrebatos de ira de Adamsberg eran tan poco habituales que los agentes, impresionados, empezaron a dar vueltas entre murmullos, desfilando todos para ver la bestia, con la nariz tapada, y apartándose rápidamente. Hasta el curtido teniente Noël susurró:

—Por una vez, puede decirse que a la naturaleza le ha salido un churro.

La maciza y robusta Retancourt fue la única en no expresar reacción alguna frente a la repulsiva cabeza, y volvió, impávida, a su puesto de trabajo. Danglard sonreía discretamente, encantado con este estallido que, en su opinión, devolvía brutalmente a Adamsberg al suelo, a la tierra de las emociones vivas. Por su parte, Adamsberg estaba resentido consigo mismo. Lamentaba haberse ido de la isla de Grímsey, lamentaba haberse sobresaltado, haber levantado la voz, lamentaba no interesarse más que vagamente por la atroz muerte de la mujer menuda bajo las ruedas del 4×4.

—Hay que decir que impresiona, una morena —comentó Estalère más estupefacto que nunca.

Voisenet recogió su bolsa. Muy digno.

—Me la llevo a casa —dijo.

Y miró con desdén a sus colegas, como si se tratara de una banda de adversarios obtusos, presos por sus propios prejuicios.

—Buena idea —contestó Adamsberg, casi calmado—. A su mujer le va a encantar el regalo.

—Voy a cocerla en casa de mi madre.

—Muy sensato. Las madres son las únicas que lo perdonan todo.

—Me ha costado cara —reivindicó Voisenet, deseoso de subrayar la importancia de su animal—. Mi pescadero expone a veces piezas excepcionales. Hace un par de meses tenía un pez emperador entero, con su espada de un metro. Espléndido. Pero no me lo pude permitir. Para la morena, me ha hecho una rebaja porque empezaba a descomponerse. No he querido desaprovechar la ocasión.

—Es comprensible —dijo Adamsberg—. Llévese esta porquería inmediatamente, Voisenet. Podría haberla dejado fuera, en el patio. Vamos a tardar tres días en ventilar esto.

—¿En el patio? ¿Para que me la mangaran?

—Hay que decir que impresiona, una morena —repitió Estalère.

Voisenet dirigió un ademán de agradecimiento al cabo. Rodeó la mesa y apagó la pantalla del ordenador con una pulsación rápida, casi furtiva. Abandonó el lugar, sin garbo —no tenía— pero con cierta gallardía, balanceando su pesado trofeo, dejando tras de sí a la panda de ignorantes de sus colegas. ¿Podía esperarse otra cosa de la pasma?

—Los demás, abran todas las ventanas —ordenó Adamsberg—. Venga, Froissy, pongamos el vídeo desde el principio.

—¿Ha visto algo en las imágenes?

—Puede ser —mintió Adamsberg—. Espere, permítame un segundo.

Desconfiado, el comisario rodeó de nuevo la mesa de su colega ictiólogo. ¿Por qué Voisenet había apagado su pantalla antes de salir? La encendió y apareció la última página consultada. No vio ni morenas ni notas de policía, sino la foto de una araña pequeña, parda, sin ningún interés aparente. Contrariado, recorrió una a una las páginas que había consultado en internet el teniente. Araña, araña, siempre la misma, artículos de zoología, distribución del hábitat en Francia, vida y costumbres alimentarias, peligrosidad, periodos reproductivos, y artículos de prensa recientes con titulares alarmistas: «¿Vuelve la araña reclusa? Un hombre mordido en Carcasona». «¿Hay que temer a la reclusa parda? Segunda víctima mortal en Orange».

Adamsberg volvió a poner el aparato en reposo. Froissy estaba esperando, elegante, erguida y delgada. Teniendo en cuenta la cantidad de alimentos que ingería —discretamente, creía ella—, impulsada por un indomable terror a la carestía, la perfección de su silueta era todo un enigma.

—Teniente —le dijo Adamsberg—, hágame una captura de lo que ha consultado Voisenet en las últimas tres semanas. Lo que hable de una araña.

—¿Qué araña?

—La reclusa. O la araña violinista. ¿La conoce usted?

—En absoluto.

—Las arañas no son su tema de investigación. Ya nos ha deleitado con sus charlas sobre las cornejas cenicientas, las cagadas de lirón y, no digamos, sobre los peces. Pero nunca sobre arañas. Me gustaría saber en qué páginas entra nuestro teniente.

—No es muy correcto hurgar en el ordenador de un compañero.

—No mucho. Pero quisiera verlo. ¿Podría transferir estos documentos a mi ordenador?

—Claro.

—Perfecto, Froissy. Y no deje rastro.

—Nunca dejo rastro. Y ¿qué debo responder a los colegas que me pregunten qué estoy haciendo con el ordenador de Voisenet?

—Diga que se le ha quejado de que le da error y que está aprovechando su ausencia para arreglarlo.

—Su mesa apesta una barbaridad.

—Lo sé, Froissy, lo sé.

III

Esta vez, Adamsberg logró concentrarse en los interrogatorios del proletario Nassim Bouzid y el arrogante letrado Carvin. Visionó varias veces algunos fragmentos en los que el abogado se dedicaba, sin el menor rubor, a imponer su superioridad y su cinismo; su «estrategia», había dicho Mordent, pero sobre todo su temperamento. Adamsberg pensaba que el comandante se equivocaba sobre la naturaleza exacta de esa estrategia.

MORDENT: En sus cuentas bancarias aparece una reserva de cuatro millones doscientos setenta y seis mil euros. Estaba lejos de esa cifra hace tan solo siete años.

CARVIN: ¿Ha oído hablar de la vuelta masiva de los exiliados fiscales? ¿Los que se esfuerzan en negociar lo mejor posible su regularización tributaria con el Estado? Es un maná para los abogados, créame. Eso sí, requiere poseer destrezas para ello. En derecho, claro, pero sobre todo en los ardides del derecho. El espíritu y la letra de la ley (¿le suena?). Me inclino por el espíritu, en su flexibilidad infinita.

VOISENET: ...

CARVIN: Pero no acabo de entender qué relación tiene esto con la muerte de mi mujer.

MORDENT: Pues verá, me pregunto por qué, disponiendo de esa suma, sigue alquilando ese bajo de tres habitaciones en el triste callejón sin salida de Bourgeons.

CARVIN: Y eso ¿qué más da? Me paso los días en el gabinete, incluidos los fines de semana. Vuelvo tarde y duermo.

VOISENET: ¿Cena usted en su casa?

CARVIN: Rara vez. Mi mujer es buena cocinera, pero hay que cultivar nuestra red de relaciones. La red es el jardín.

—Burda alusión a Voltaire —murmuró Danglard, que se había deslizado detrás de Adamsberg—. Como si este fatuo tuviera autoridad para citarlo.

—Infumable —dijo Adamsberg.

—Pero consigue desestabilizar a Voisenet.

VOISENET: ...

CARVIN: Déjelo, teniente. Todavía estoy esperando la relación con la muerte de mi esposa.

MORDENT: Y casi se «lo esperaba»3.

Se vio que Carvin se encogía de hombros. Danglard torció el gesto.

—Buen intento —dijo—, pero mal empleado. Les lleva mucha ventaja.

—¿Por qué no lo hizo usted, Danglard?

—Deseaba que Carvin desplegara delante de nosotros el abanico de su táctica de aplastamiento. De la policía y, quizá, de su mujer. Que expusiera así su posible violencia latente. Sin embargo, no discierno bien su propósito. Humillar a los agentes no le ayudará a metérselos en el bolsillo, sino todo lo contrario.

—No los humilla, Danglard; los domina. Es muy distinto. Nuestro zoólogo Voisenet diría que la jauría de los agentes obedecerá sumisa a la voluntad del macho alfa, Carvin, puesto que ha vencido al macho dominante de la brigada, el comandante Mordent, jerárquicamente hablando. Usted no puede ser vulnerable a los ataques de Carvin, porque es usted un macho dominante.

—¿Yo? —preguntó Danglard.

—Já [Sí] —dijo Adamsberg.

Y Danglard calló, desconcertado, él que percibía su propia vida como una concatenación de angustias e impotencias, exceptuando sus cinco hijos.

—Seguramente cometió un error al no tomar la iniciativa en el interrogatorio, Danglard. Habría arrasado con el abogado y la brigada se habría fortalecido. Por mucho que todos lo desprecien, que digan que es «infumable», lo cual es cierto, están parcialmente sometidos. Y, por lo tanto, son poco capaces de razonar bien respecto al autor de este asesinato.

—No se es dominante por saber citar aquí y allá un poco de Voltaire o de Nietzsche.

—Todo depende del contexto. Aquí cuenta con que una brigada de la policía no es precisamente un lugar de ebullición cultural. Por lo tanto, es el arma que utiliza para enfrentarse a nosotros, atacando el punto flaco. Maldita sea, tendría que haber ido al combate, Danglard.

—Lo siento. No lo vi desde esa perspectiva.

—Todavía está a tiempo.

MORDENT: Su mujer, en cambio, pasaba en su casa las noches y las mañanas. ¿Desde hace cuántos años?

CARVIN: Más de quince.

MORDENT: ¿Nunca se le ocurrió a usted ofrecerle un espacio más soleado, en un barrio menos desierto, cuando volvía por la noche?

CARVIN: Comandante, no se desprende una lapa de su roca.

MORDENT: ¿Es decir?

CARVIN: Si hubiera cometido el error de arrancar a mi mujer de ese lugar, habría cercenado sus raíces tan completamente como con un hacha. Es por ella por lo que conservaba ese apartamento. Mi mujer habría perdido todas sus referencias psicosociales bajo los altos techos haussmanianos.

VOISENET: ¿No cree usted en la fuerza de la adaptación, que es una de las definiciones de la inteligencia?

—Voisenet intenta barrer para casa —dijo Adamsberg—. Está en su terreno (los bichos).

—Y no va a surtir ningún efecto.

—Lo he visto. Es la segunda vez que veo esta parte.

CARVIN: Mi mujer no era inteligente, teniente.

MORDENT: Y ¿por qué se casó con ella entonces?

CARVIN: Por su risa, comandante. Yo no tengo risa. Y esa risa, regeneradora, atraía a todos, incluido el árabe. No era una risa grosera, torrencial, en cascada; era más bien un repiqueteo de gotas de risa, un Seurat, si lo prefiere.

MORDENT: ...

CARVIN: Y esa risa la voy a echar de menos.

VOISENET: No tanto como los dos millones que se habría llevado ella en caso de divorcio.

CARVIN: La risa vital no tiene precio. Incluso divorciado, y no habíamos llegado a eso, habría seguido nutriéndome de ella.

—Ya he visto lo suficiente —dijo Adamsberg parando el vídeo de un golpe seco.

—¿Y Nassim Bouzid?

—Ya está hecho.

—Y ¿qué dice usted de estos dos tipos?, ¿de sus pintas?

—Hay signos, arrugas, marcas, gestos, pero no bastan. Esta mañana, antes de llegar a la brigada, he efectuado el recorrido de ida y vuelta entre el salón de juegos y el lugar de los hechos, pasando por las calles de atrás, y hay algo interesante.

—Ya hemos cronometrado el recorrido.

—No es eso, Danglard. Se trata de la gravilla en una zona de obras.

—¿Qué le pasa?

—Pues que estará de acuerdo conmigo en que, entre los miles de dientes de león que crecen en la tierra, no hay dos iguales, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Lo mismo pasa con los conductores. No hay dos iguales. Convoque al diente de león 1, Carvin, para las dos de la tarde, y al diente de león 2, Bouzid, a las tres. Daremos una vuelta. Y haga venir al equipo técnico de las huellas, que esté aquí a mi vuelta.

—Muy bien, nos da tiempo de ir a comer.

—Drekka, borða [Beber, comer] —dijo Adamsberg, sonriendo.

Bien, pensó Danglard. Adamsberg habla islandés —y ¿cómo demonios había aprendido esas tres palabras?—. Pero al menos parecía, desde el incidente de la morena, que había regresado un poco a ellos.

—Una cosa más, Danglard —añadió Adamsberg al levantarse—. Hacia las dos y media, cuando vuelva del paseo con Carvin, sométalo a un interrogatorio. Esta vez, en cambio, derrótelo con su propio juego. Quiero que pierda algo de su arrogancia. Después pase la grabación a toda la brigada. Esto les pondrá las ideas en su sitio. Quiero que cada agente perciba en igualdad de condiciones a los dos: a él y a Nassim Bouzid. Emplee sus mismas armas. Aplástelo.

Danglard salió con un paso menos flácido que de costumbre, con las piernas un poco más rectas, algo enardecido por su nuevo rango de «macho dominante», que no se creía en absoluto.

No había entendido nada de esa historia de la gravilla.

IV

El letrado Carvin era un hombre frío, ni impaciente ni colérico, y, cuando Lamarre y Kernorkian llegaron a su despacho para llevárselo a la brigada, interrumpiéndolo en pleno trabajo, les pidió cinco minutos para terminar una página y los siguió sin irritarse.

—¿De qué se trata esta vez? —preguntó.

—Es el comisario —empezó a explicar Kernorkian.

—Ah, ¿ese? Así que ¿ya ha vuelto? Me han llegado algunos comentarios sobre él.

—Quiere verlo, a usted y a Nassim Bouzid.

—Es totalmente comprensible. Estoy dispuesto a hablar con él todo lo que quiera.

—No creo que quiera hablar; quiere llevarlo a dar una vuelta en coche.

—Eso ya es menos normal, pero supongo que sabe lo que hace.

Adamsberg había comido, en su despacho, esta vez releyendo el informe que había recibido en el aeropuerto de Reikiavik. Leía de pie, como de costumbre, yendo y viniendo por la habitación. No era frecuente que el comisario trabajara sentado cuando podía evitarlo. Mientras leía, murmurando cada palabra en voz baja —lo cual llevaba su tiempo—, no podía impedir que la pequeña araña de Voisenet cruzara sus pensamientos de izquierda a derecha.

Avanzaba cautelosa, como para no llamar la atención, para no molestar. Pero molestar ya lo hacía, ahora que Adamsberg, gracias a Froissy, sabía que estaba alojada en su propio ordenador. Dejó el informe encima de la mesa y encendió la pantalla. Más valía saber a qué atenerse y que esa araña se largara de una vez. Más valía saber qué demonios hacía Voisenet con ese animal, esa misma mañana, cuando tenía que estar concentrado en la inminente reunión y ocupado con la gestión de su morena pútrida. ¿Por qué había creado una nueva imagen de la reclusa?

Sin sentarse, abrió la carpeta que le reenvió Froissy y examinó el historial (el teniente llevaba dieciocho días observando su araña). Esa misma mañana, había consultado los principales diarios locales de Languedoc-Rosellón y consultado de nuevo varios foros de debate sobre el tema. En ellos se discutía intensamente sobre la araña reclusa y participaban asustados, seudoexpertos, pragmáticos, ecologistas y alarmistas. Voisenet también había descargado noticias del verano anterior según las cuales, en dicha región, seis mordeduras de araña reclusa, no mortales, habían sembrado el pánico y su impacto había llegado hasta ciertos semanarios nacionales. Y todo porque un rumor llegado quién sabe de dónde soplaba su mal viento: ¿había hecho su aparición en Francia la araña reclusa parda de Norteamérica? Se la consideraba peligrosa. ¿Dónde se encontraba y cuántas había? Se formó un jaleo bastante tremendo hasta que intervino una verdadera especialista y zanjó la cuestión con rotundidad: no, la araña americana no había puesto las patas en Francia. En cambio, una de sus primas había residido siempre en el sureste del país y su veneno no era mortal; además, era muy miedosa y no agresiva; vivía en su agujero y las probabilidades de que se produjera un encuentro con un ser humano eran, por lo tanto, muy escasas. No se trataba más que de esa, la Loxosceles rufescens (Adamsberg no logró murmurar su nombre). Fin de la historia.

Hasta que, en la primavera, la pequeña araña mordió a dos ancianos. Pero, esa vez, las víctimas murieron. Esa vez la reclusa había matado de verdad. Esos fallecimientos, explicaban algunos, se debían únicamente a la edad de las víctimas. Las dos muertes habían relanzado una polémica que ya ocupaba más de cien páginas, según pudo juzgar por encima Adamsberg. Echó una ojeada al reloj del ordenador. 13:53. El letrado Carvin iba a entrar en la comisaría. Cruzó la sala grande, aún hedionda a pesar de estar las ventanas abiertas, y escogió en el armario las llaves del único coche de gama alta de la brigada. ¿Qué interés habría encontrado Voisenet en esta dichosa araña? Dos hombres habían muerto, cierto; sus defensas debilitadas no habían resistido el veneno, de acuerdo; pero ¿implicaba eso que el teniente tuviera que vigilar a diario la situación desde hacía dieciocho días? A no ser que una de las víctimas fuera algún allegado, un amigo, un pariente. Adamsberg ahuyentó la reclusa de su mente y apresuró el paso para interceptar al abogado en la acera antes de que los agentes, olvidando la situación, lo hicieran pasar al espacio pútrido en que se había convertido la sala de trabajo común.

—¿Le saca el coche de gala, comisario? —preguntó Retancourt al pasar—. ¿Se ha vuelto usted también sensible a las alturas del letrado Carvin?

Adamsberg inclinó la cabeza y la miró sonriente.

—¿Me ha olvidado tan pronto, Retancourt? ¿En solo diecisiete días?

—No. O sea, que algo se me habrá pasado.

—Sí, teniente. La gravilla. En el recorrido para volver al salón de videojuegos.

—La gravilla —repitió pensativa—. Y ¿no me puede dar alguna pista más?

—Sí, claro. No hay dos dientes de león, ni dos conductores, idénticos en el mundo; eso es todo.

—Eso es todo. ¡Y Danglard que temía que hubiera usted cambiado!

—Sin duda he empeorado; nada demasiado grave. Dígame —añadió balanceando las llaves del coche en la punta de los dedos—, ¿qué piensa del hecho de perder el duplicado de unas llaves de coche? Es una pregunta seria.

—Y simple. El duplicado de las llaves de coche no debe perderse nunca, comisario.

—¿Y si se pierde?

—Se busca hasta agotar las fuerzas. El duplicado de las llaves de coche forma parte de los objetos que nos cretinizan.

—He perdido mi móvil en Grímsey.

—¿Dónde?

—Una oveja lo hundió con la pata en sus excrementos.

—Y ¿no se esforzó hasta el agotamiento para sacarlo?

—No subestime la fuerza de una pezuña de oveja, Retancourt. Debía de estar roto.

—Entretanto, ¿está usted sin teléfono?

—He cogido el del gato. Bueno, el que está encima de la fotocopiadora, al lado del gato. El que no funciona bien. Creo que un día el gato le meó encima. Creo que mis móviles están condenados a un destino excrecional. No sé cómo tomármelo.

—El gato no le ha hecho nada al móvil —objetó Retancourt, que defendía al animal, llamado la Bola, como a la niña de sus ojos—. Pero es verdad que el móvil escribe «i» en lugar de «e» y «o» en lugar de «p».

—Eso es. Así que, si recibe un mensaje que diga «mi oiro», sabrá que es mío.

—Eso simplificará el trabajo. No es nada grave.

—Nada.

—¿Qué tal están? —preguntó en voz mucho más baja—, ¿Gunnlaugur, Rögnvar, Brestir…?

—Le mandan recuerdos. Créalo o no, Rögnvar tiene grabado su retrato en la pala de un remo.

Adamsberg estaba feliz de volver a ver a Retancourt, pero no había sabido demostrárselo, salvo mediante algún que otro gesto. Sucedía a veces que esa «diosa polivalente», como la llamaba él, de un metro ochenta y cinco y ciento diez kilos, dotada de la energía de diez hombres, lo impresionaba lo suficiente como para hacerle perder su soltura natural. De una potencia física inigualable y de una resistencia mental inexpugnable, Retancourt le parecía un árbol de leyenda, de esos bajo cuyas ramas podría la totalidad de los agentes de la brigada, perdidos de noche en un gran bosque estremecido por la tormenta, refugiarse en una seguridad definitiva. Un roble celta. Por supuesto, con esas cualidades inusuales, la teniente no aspiraba a la seducción femenina, y Noël se lo recordaba de vez en cuando con grosería. Eso a pesar de que Retancourt tenía unos rasgos delicados, bien es verdad que en un rostro casi cuadrado.

Aparcó el coche negro y lustroso delante de la brigada en el momento en que Kernorkian y Lamarre le traían a Carvin, quien examinó al comisario de una ojeada. El pantalón y la chaqueta de raído paño negro, la camiseta descolorida, que podía haber sido gris o azul, no se ajustaban a la idea que se hacía Carvin del jefe, bastante reputado, de la Brigada Criminal. El abogado le estrechó la mano.

—Tengo entendido, señor comisario, que me lleva usted a dar una vuelta.

Sin esperar la respuesta, Carvin se dirigió al asiento del copiloto.

—Letrado —dijo Adamsberg—, me gustaría que condujera usted.

—¿Ah, sí? ¿Quiere poner a prueba mis aptitudes?

—Probablemente.

—Como quiera —accedió el abogado, rodeando el vehículo.

Carvin no era capaz de abandonar su tono levemente provocador, pero Adamsberg lo encontró más afable que con sus adjuntos. Para ese hombre en perpetua posición dominante, Adamsberg era un jefe y, por instinto, consideraba más prudente mantenerse a distancia. Que un hombre lleve una chaqueta vieja de paño y que sea de poca estatura no es razón para tratarlo sin miramientos si es un jefe.

—Supongo —dijo el abogado sentándose al volante— que este coche no pertenece a su brigada. O nos engañan acerca de los recursos de la policía.

—Es del inspector de división —explicó Adamsberg abrochándose el cinturón—. Tengo entendido que conduce usted bien, pero rápido. Y debo devolvérselo intacto esta tarde, de modo que le ruego que vaya con cuidado.

Carvin arrancó y sonrió.

—Confíe en mí. ¿Adónde vamos?

—Al parking del salón de videojuegos.

—¿Y luego al lugar donde asesinaron a mi mujer?

—Sí, para empezar.

El abogado enfiló la calzada, accionó el intermitente sin buscarlo siquiera y giró a la izquierda.

—Supongo que jugará a lo mismo con ese Bouzim, ¿no?

—Bouzid. Sí, naturalmente.

—Confieso que no sé adónde quiere ir a parar, comisario.

—Tampoco yo lo tengo siempre claro, si eso puede tranquilizarlo.

—No estoy inquieto. Buen coche, muy buen coche.

—¿Le gustan los coches?

—¿A qué hombre no le gustan?

—A mí, por ejemplo. Me resultan indiferentes.

Tras haber aparcado frente al salón de juegos y haber tomado la calle Château-des-Rentiers, Carvin se detuvo en el semáforo donde su 4×4 había atropellado a su mujer.

—Ya está, comisario. ¿Y ahora?

—Vuelva al salón de juegos, como hizo el asesino.

Adamsberg leyó en los labios del abogado su desprecio por el simplista ardid del comisario.

—Y ¿por dónde quiere que pase?

—Vaya por las callejuelas. Tome la primera a la derecha, luego otras tres veces a la derecha, y llegamos.

—De acuerdo.

—Cuidado, que hay obras en la calle del Ormier y la calzada tiene baches.

—No hay peligro de que le estropee el coche, comisario —dijo Carvin mientras arrancaba.

Cuatro minutos después, pasaron de nuevo por el salón de juegos. Adamsberg le indicó que siguiera y volviera a la brigada.

—Pase, se lo ruego —dijo—. El comandante desea hablar con usted.

—¿Usted no?

—No, yo no.

—¿El comandante? Ya he hablado con él no sé cuánto tiempo.

—No es el mismo.

—Aquí huele —observó Carvin alzando el rostro.

—Hemos tenido una entrega —dijo Adamsberg.

Danglard se presentó ante ellos. Al abogado le gustó el traje inglés de corte perfecto que llevaba aquel hombre alto, carente de belleza, de ojos azules demasiado claros, de piernas desgarbadas y de pecho combado. Sin embargo, Adamsberg percibió cierta aprensión en el letrado, no relacionada con la vestimenta del comandante. Había presentido en Danglard a un enemigo muy distinto de aquellos a los que se había enfrentado antes.

—Nassim Bouzid ya está aquí, comisario —anunció Danglard.

—Muy bien. Me lo llevo ahora mismo.

Los dos sospechosos se cruzaron en la sala, uno detrás de Danglard y el otro detrás de Adamsberg.

—¡Bouzim, maldito cabrón! —gritó el abogado—. Pero ¿qué te había hecho ella? ¿Eh? ¡Canalla, bárbaro! ¿De qué clan eres? ¿De la secta de los hashshashin? ¿De los asesinos?

Adamsberg y Danglard tiraron del brazo cada cual a su hombre, ayudados por Retancourt y Lamarre, que habían acudido como refuerzo. A Bouzid le tocó Retancourt, que le hizo retroceder seis metros sin que nadie entendiera cómo.

—¡Si ni siquiera la conozco, a su mujer! —gritó Bouzid.

—¡Infame embustero! ¿No está prohibida la mentira en el Corán?

—¿Qué te hace suponer que conozco el Corán? ¡Ni siquiera creo en Dios, imbécil!

—¡Te mataré, Bouzim!

Acabaron por alejar a los dos hombres y, una vez en la acera, Adamsberg tardó cinco minutos largos en calmar a Nassim Bouzid, que repetía con voz trémula que «había empezado el otro», como un niño. El comisario lo hizo sentarse en el asiento del conductor y esperó a que el hombre estuviera emocionalmente preparado para ponerse el volante.

Le hizo recorrer el mismo trayecto que al abogado, aunque dos veces.

Antes de arrancar, Bouzid se tomó el tiempo de comprobar la ubicación de cada mando y, a diferencia del letrado, habló sin parar durante el trayecto —que hubo de indicarle, igual que a Carvin— sobre su familia, su trabajo, el hijoputa del abogado, la mujer atropellada, que no era su amante y a quien nunca había visto. Es horrible pasar con un coche por encima de una mujer, ¿no? Él no engañaba a su esposa, claro que no, nunca. ¿Cómo iba a tener siquiera tiempo para eso? Y su mujer, que constara, lo vigilaba todo el tiempo, era el defecto que tenía. Así que ¿cómo habría podido hacerlo? Nunca lo habían mandado a reparar nada en esa tienda donde trabajaba esa mujer. Se mostró amable, demasiado, proponiendo incluso sus servicios gratuitos si la máquina expendedora de bebidas de la brigada se averiaba. La máquina ya no servía sopa y a todo el mundo le importaba un rábano.

A su regreso, Adamsberg entregó el coche al equipo de identificación de huellas dactilares explicándoles con precisión lo que esperaba de ellos, tanto en el vehículo del inspector de división como en el 4×4. Una sola cosa, en realidad, y rápida. Danglard salió de su despacho, con las mejillas ligeramente sonrosadas, para acompañar al abogado a la salida. Carvin avanzaba, con la mandíbula tensa, evitando las miradas, saludando solo al comisario al pasar. Estaba claro el resultado del partido, diez a cero a favor de Danglard, jugado con gran delicadeza, a Adamsberg no le cabía duda. Quien a hierro mata a hierro muere.

Adamsberg deambuló unos instantes por la sala de trabajo, con los brazos cruzados. Entretanto, Voisenet había vuelto a su puesto, descubriendo al entrar que la sala, efectivamente, olía a puerto viejo. Con todas las ventanas abiertas, una violenta corriente soplaba sobre las mesas y cada cual se las había arreglado para sujetar las carpetas, unos con los portalápices, otros con sus zapatos, otros con latas de conserva cogidas del armario de reservas de la teniente Froissy, patés de jabalí y mousses de hígado de pato a la pimienta verde. Esa nueva disposición heteróclita de las mesas daba al conjunto un aire de rastro o de mercadillo de beneficencia, y Adamsberg esperaba que al inspector de división no se le ocurriera de repente venir a buscar su berlina en persona y descubriese a la mitad de la brigada descalza en una sala pestilente.

—Froissy —dijo—, pase la grabación del interrogatorio de Carvin por Danglard a todo el equipo. Será divertido; no se lo pierda. Pero, antes, hágame una ampliación de las manos de Carvin en el primer interrogatorio, un primer plano lo más nítido posible de la punta de sus dedos, o sea, de sus uñas.

Froissy trabajaba rápidamente y, pocos minutos después, mostraba una mano izquierda a Adamsberg.

—Obtengo mejores resultados haciendo las manos por separado —explicó.

—¿Puede forzar el contraste?

Froissy obedeció.

—Amplíe más.

Adamsberg observó un buen rato la pantalla, inclinado, y se enderezó satisfecho.

—¿Puede repetir la operación con la mano derecha?

—Estoy en ello, comisario. ¿Qué busca?

—¿Se ha fijado en que tiene las uñas redondeadas? Quiero decir que el extremo de las uñas tiene tendencia a curvarse como una concha sobre la punta de los dedos. ¿Lo ve? Las uñas de este tipo tienen su gracia para la policía, porque tienden a encerrar más sustancias que otras.

—¿Qué sustancias?

—Busco humus. Tierra bien oscura.

—Yo me encargo.

—¿De qué, Froissy?

—De subir los tonos marrones. Ya está.

—Excelente, teniente. ¿Dónde ve suciedad?

—Bajo los ángulos de las uñas del pulgar y de los anulares.

—Sí, todavía hoy tenía en el pulgar. Es una de las partes más difíciles de limpiar, sobre todo si se trata de tierra blanda y pegajosa y más aún bajo una uña redondeada.

—A lo mejor es grasa de motor.

—No —dijo Adamsberg dando golpecitos en la pantalla—; es tierra. De cualquier forma, ya sea grasa o tierra, ¿a usted le parece normal en un hombre tan pendiente de su apariencia?

—Puede que haya plantado algo. Estamos casi en junio.

—Habría dejado ese trabajo a su mujer. Saque impresiones de los primeros planos, ¿quiere? Y ponga el vídeo del interrogatorio de Danglard. Eso los tranquilizará.

El equipo de identificación de huellas estaba guardando su material en el patio.

—Lo siento, comisario —le dijo el jefe de equipo con un gesto de impotencia—. Tenemos la huella del dedo, incluso dos, pulgar e índice, en el parabrisas del coche del inspector de división, pero nada en el 4×4. No se puede ganar siempre.

—Está muy bien así. Envíeme su informe en cuanto pueda, con las fotos de los dos parabrisas.

—No será antes de mañana, comisario. Todavía tenemos dos escenarios que procesar antes de esta noche.

La sala de trabajo se estaba vaciando, el vídeo empezaba en la sala de reuniones. Adamsberg interceptó a Voisenet.

—Coja su cámara de fotos, Voisenet, un pico, guantes y una bolsa de muestras. Yo me llevo el detector de metales. No vamos lejos; solo al callejón de Bourgeons.

—Comisario —protestó Voisenet preguntándose si no se trataría de una medida de represalia—, quiero ver a Danglard aplastar a ese tipo.

—Lo verá solo, más tarde, y lo disfrutará aún más.

Voisenet observó el semblante de Adamsberg, que parecía haber olvidado por completo el escándalo de la morena, haberlo dado por cerrado. Era más bien la morena la que no los había olvidado, pues su estela de hedor infecto no acababa de abandonarlos. Por mucho que Voisenet supiera que Adamsberg no era hombre que se obcecase con rencores y contrariedades, le costaba convencerse de ello, ya que él mismo tenía esa tendencia.

Una vez delante del edificio de los Carvin, Adamsberg anduvo un rato por el callejón, que, ancho y corto, recordaba más bien a un patio.

—Tres castaños —dijo—. Está bien.

—Podría habérselo dicho, comisario. Si tiene intención de registrar el domicilio, le recuerdo que aún estamos esperando al mandato judicial del juez. Estaba de fin de semana en el momento de los hechos y actualmente está compulsando el expediente. ¡Está compulsando!

—Que compulse, Voisenet; no hace falta que entremos.

—Entonces, ¿qué puñetas hacemos aquí?

—Dígame, Voisenet, ¿entiende usted de arañas?

—No es mi especialidad, comisario. Y es un campo infinito. Existen cuarenta y cinco mil especies en el mundo. ¿Se da usted cuenta?

—Lástima, teniente. No es nada importante, pero pensaba que podría usted informarme. Es que, al volver de Islandia, he echado una ojeada a las noticias. Aparte de las matanzas y de la contaminación galopante, me ha intrigado un pequeño asunto de arañas.

Voisenet se puso en guardia, enarcando sus gruesas cejas negras.

—¿Qué pequeño asunto de arañas?

—El de la llamada «reclusa», la que ha vuelto a morder en Languedoc-Rosellón y que, esta vez, ha provocado dos muertes —dijo Adamsberg sacando el detector de metales del maletero del coche—. Vamos a empezar por ese árbol de allí, Voisenet, en el centro del callejón. Vamos a quitarle la reja.

Sin contestar, Voisenet miró a Adamsberg poner en marcha el aparato. Se encontraba un poco perdido en medio de las consideraciones del comisario, que revoloteaban entre los tres castaños y la araña reclusa. Se repuso y siguió paso a paso la exploración circular del detector.

—Nada en este —dijo Adamsberg incorporándose—. Carvin es menos sutil de lo que pensaba. Vamos al otro, justo enfrente de su casa.

—¿Qué buscamos? —preguntó Voisenet—. ¿Una araña metálica?

—Ya lo verá, Voisenet —respondió Adamsberg sonriendo—. No lamentará haberse perdido el vídeo. ¿Así que no le suenan de nada esas mordeduras de reclusa?

—La verdad es que sí —aventuró Voisenet, dando vueltas alrededor del árbol—. He seguido un poco el caso.

—Lo ha seguido mucho. ¿Por qué, Voisenet?

—Hace mucho tiempo, una reclusa mordió a mi abuelo en la pierna. Se le gangrenó y hubo que cortar por debajo de la rodilla. Salió adelante pero amputado. Le gustaba correr al caer la noche, incluso a los ochenta y seis años. A veces yo lo acompañaba y él me decía: «Escucha, hijo, es la hora del relevo. Escucha el ruido de los animales que se duermen y el de los que se levantan. Oye el susurro de las corolas que se cierran».

—¿De las corolas de flores?

—Sí.

—¿Hacen ruido al cerrarse?

—No. Y luego, al no poder correr, decayó y murió pocos meses después. Odio a las reclusas.

Los dos hombres se quedaron quietos. El aparato acababa de pitar.

—Quizá sea una moneda —dijo Voisenet.

—Páseme sus guantes.

Adamsberg examinó atentamente la tierra del alcorque al descubierto.

—Aquí —indicó con el dedo— no hay hojas muertas. Aquí han cavado recientemente.

—Pero ¿qué es lo que estamos buscando? —insistió Voisenet.

El comisario despejó con delicadeza la tierra en una superficie de diez centímetros de ancho y una profundidad de unos ocho centímetros. Luego se interrumpió y miró sonriendo a Voisenet.

—El duplicado de las llaves de coche forma parte de los objetos que nos cretinizan. ¿Para qué perderlas? ¿Por qué perderlas?

Apartando un poco más la tierra, despejó el objeto que sus dedos acababan de exhumar.

—¿Qué es esto, mi querido Voisenet?

—Unas llaves de coche.

—Vamos, fotografíelas in situ. Planos amplios, medios y de cerca.

Voisenet obedeció y, con dos dedos, Adamsberg sacó las llaves de la tierra sujetándolas por la anilla. Las balanceó ante los ojos del teniente.

—Páseme la bolsita, Voisenet. No limpie la tierra de la llave, déjela. Volvemos a colocar las rejas y recogemos. Llame a la brigada, que vayan de nuevo a sacar al letrado Carvin de su despacho. Detención preventiva.

Adamsberg se puso en pie, se sacudió el pantalón y se pasó los dedos por el pelo para echarlo hacia atrás, depositando en él partículas de tierra.