Cuando se abre la noche - Ángel Martínez Haza - E-Book

Cuando se abre la noche E-Book

Ángel Martínez Haza

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Beschreibung

En la ciudad prodigiosa de Trevada, el cerrajero Berián intenta vivir apartado de todos debido a una extraña enfermedad; pero una joven irrumpe en su mundo para hacerle un encargo que no puede rechazar. La naturaleza imprevisible del trabajo desata una persecución que obliga a Berián a huir de la ciudad junto a la muchacha, y a un viejo que los conduce por el camino más sinuoso. Los eventos unen a cuatro personajes sombríos, dañados, que descubren en este vínculo una vía para escapar de sus temores o la fortaleza para enfrentarlos. Nadie, sin embargo, puede cambiar completamente su naturaleza ni desprenderse de la historia de su pueblo. Cuando se abre la noche es una novela de atmósfera sugestiva que puede maravillar a lectores jóvenes y adultos.

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CUANDO SE ABRE LA NOCHE

CUANDO SE ABRE LA NOCHE

ÁNGEL MARTÍNEZ HAZA

Martínez Haza, Ángel

Cuando se abre la noche / Ángel Martínez Haza. - 1a ed. - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2022.

Libro digital, EPUB - (Quitupí / 1)

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-131-7

1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Juvenil. 3. Narrativa Fantástica. I. Título.

CDD A863.9283

© 2022, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)

Colección Quitupí

ISBN: 978-950-851-131-7

Depósito Ley 11723

Dibujos de Alexander Guerra

Arte de tapa de la colección

y adaptación para cada título: Flavio Burstein STEREOTYPO

(www.stereotypo.com.ar)

[email protected]

@edicionesbtu

Teléfono: (+54) 387 4450231

Digitalización: Proyecto451

Todos los derechos reservados.

Índice de contenidos

Portada

I. La desconocida

II. Bronce y paño

III. Confesiones

IV. El camino subterráneo

V. La criatura

VI. La lista

VII. Sobre las aguas

VIII. Prisioneros

IX. La audiencia

X. El heredero

XI. La última revelación

Allí fuimos por una vez hijos felices de las tinieblas, allí aprendimos a amar como si fuera la más hermosa luz el rostro entero de la noche.

Gastón Baquero

I

LA DESCONOCIDA

Todas las ciudades atesoran rincones fascinantes y páramos desiertos. A veces estos espacios confluyen, como en la calle sin nombre que se extiende entre la ribera occidental del gran lago y el barrio más viejo de Trevada. Casas de porte soberbio acompañan el camino, muchas de ellas vacías y con marcas de la invasión: puertas hendidas, paredes carbonizadas, cristales rotos. En días claros, el lago Aquedal refleja las fachadas con indiferencia, haciéndolas danzar en sus aguas verdes.

Aquella tarde, Berián paseaba junto a la orilla, agradeciendo el silencio y aún más la soledad. Algunos botes de pesca permanecían diminutos en la superficie distante. El joven iba sin prisa, mirando cada cierto tiempo hacia el cúmulo de nubes oscuras que se acercaba por el este. Recién comenzó la temporada de lluvias —pensó—, no es probable que lleguen borrascas desde el primer día.

El caminante tenía un aspecto deslucido y poco común: de su cuerpo huesudo colgaban ropas muy anchas, mechones negros e irregulares le cruzaban el rostro. Las manos callosas y de cristalina palidez simulaban flotar en otro ámbito. Un destello en el cielo le hizo volver a mirar las nubes, ahora negras y desafiantes. Quizás sí vendría una tormenta, o al menos eso creían los pescadores que bogaban hacia la orilla a toda prisa.

Los temporales que asolaban la región de Trevada solían aparecer de improviso y cruzar en pocas horas la vecindad. Al rato la lluvia se impuso, helada. Berián cambió de rumbo dando la espalda al lago, pues sabía que era peligroso andar por esa zona durante el mal tiempo. Había avanzado muy poco cuando una ráfaga húmeda lo hizo patinar varias veces en el lodo y lo lanzó de bruces sobre la hierba de un vergel. Se arrastró con torpeza hasta una valla de madera y asido a ella pudo incorporarse. El viento crecía, lanzando escombros contra la ciudad.

Mitigado por el bramido de la tormenta, pero audible, le llegó un ruido desde la vivienda contigua. Alguien lo llamaba sacudiendo una mano y se podía ver medio rostro asomado a la puerta delantera. Berián avanzó sin soltarse de la verja y desde su extremo se impulsó hasta la entrada, seguido por la furia del viento. Acostado en el suelo del vestíbulo, empujó la puerta con los pies hasta cerrarla. Adentro todo estaba tibio y en calma. Una mujer lo miraba desde muy cerca. Él se levantó y retrocedió algunos pasos con disimulada timidez. Goteaba como un grifo roto; tenía la ropa, el cabello y los zapatos empapados.

—Me sorprendió la tormenta —explicó—. Gracias por abrirme tu casa.

—No es mi casa —dijo ella con voz tierna y velada, una voz tan blanca que parecía no tener resonancia en las paredes—, pero aquí podemos refugiarnos hasta que pase el temporal. Ven a la cocina, queda un poco de café.

La residencia no era tan grande como se veía desde afuera. En su interior crujían muebles viejos, ondeaban manteles raídos en ambientes despojados de lujos y muy acogedores a la vez. Las persianas cerradas dejaban pasar hilos de luz y el aullido de la ventisca. Berián llegó hasta la cocina donde recibió de la mujer una manta y una taza llena que llevó hasta sus labios con premura.

—¿Está frío el café? —preguntó ella.

—No, está bien así —mintió el joven, displicente—. ¿Puedo tomarlo allá en la mesa?

—Donde quieras.

Lo de la mesa era un pretexto de Berián para apartarse hacia el comedor que había divisado a un lado de la cocina. Se envolvió en la manta y tomó el café a pequeños sorbos, acomodado en una silla alta del comedor. Al viento y la lluvia se sumó la noche, rotunda. Una oscuridad palpable, surgida de cada rincón, poseyó otros espacios más amplios.

La mujer apareció de repente, con dos velas prendidas en un candelabro de bronce. Miró brevemente al muchacho aletargado, luego puso el candelabro sobre una repisa que colgaba de la pared. Berián reparó en el aspecto de la dama, ahora iluminada por las llamas doradas: era más joven de lo que había supuesto, de tez clara, labios muy finos y cabellos largos que no definían su tono en la penumbra. Ella recogió de la repisa pedazos de tela con agujas y estambres que fue guardando con sumo cuidado en un bolso de cuero.

—¿Eres restauradora? —preguntó él, sorprendido.

—Sí, maestra tapicera. Estuve componiendo este paño desde el amanecer y creo que ya no puedo hacer mucho más para mejorarlo.

Alzando el candelabro hacia la pared, iluminó el inmenso tapiz opaco. Su tejido grueso daba vida a un bosque sobrevolado por halcones.

—Yo también soy restaurador, maestro cerrajero. Me llamo Berián.

—¡Ah! Mi nombre es Silene. Somos tantos artesanos en la ciudad que siempre encuentro alguno cuando trabajo en el barrio viejo.

—Es un lugar increíble, el barrio. Estos edificios sobrevivieron a la invasión y muchas tempestades —dijo Berián, extrañado por la conversación tan fluida y repentina. Recibió como respuesta una mirada curiosa.

—El viento no cede, tendremos que esperar aquí —murmuró Silene mientras cerraba el bolso. Luego colocó el candelabro en el centro de la mesa y se sentó en el extremo opuesto al invitado, ni muy lejos ni tan cerca, y recostó la cabeza entre los brazos. Él se enfundó en la cobija tibia y, escuchando el canto monótono de la tormenta, se durmió.

Despacioso, el amanecer se filtró entre las persianas y lo apartó de un sueño intranquilo, viscoso. El candelabro permanecía sobre la mesa, sin lumbre ya y cubierto de cera. Berián hizo a un lado la manta y recorrió en pocos minutos la vivienda: Silene no estaba, tampoco su bolso de estambres bajo el tapiz. Habrá partido con sigilo durante la madrugada —supuso—, en alguna tregua de la lluvia. Él fue perdiendo de a poco la extrañeza; antes de marcharse, se detuvo en la puerta a contemplar el exterior. El gran lago regresaba a su letargo cotidiano y la ciudad se desperezaba entre los vestigios de la borrasca.

Estuvo todo ese día en el taller, que también era su cuarto, rectificando manillas y puliendo herrajes. El cuerpo le pesaba menos cuando trabajaba. Cada vez que detenía sus manos bruñidoras para descansar, le afloraban recuerdos de la noche anterior, imágenes parciales, sensaciones efímeras. Al final de la tarde, comió algo de carne con pan de centeno y salió a la calle en dirección al Colegio de Luz, ubicado a pocas cuadras del taller.

En los días históricos, cuando lograron expulsar a los invasores y se reconquistó Trevada, entre las primeras órdenes del régulo figuraba la creación de una brigada de artesanos para que devolvieran a la ciudad el esplendor perdido; pero era mucho el daño sufrido y veinticuatro años después las reparaciones seguían a medias. Los restauradores se especializaron en diferentes áreas y aprendieron su oficio en el Colegio de Luz: un edificio grande y presuntuoso del centro, en cuyo primer salón, con ventanas hacia la calle, se reparaban lámparas, vitrinas y espejos que refractaban el sol de la tarde, multiplicándolo. El destello de los cristales había dado nombre al lugar.

Berián esperó la salida de maestros y aprendices, que entre risas y voces altas abandonaron el Colegio en pocos minutos. Un hombre de mediana edad y baja estatura despidió a los últimos maestros. Sadir, el notable, cerraba las grandes puertas de cedro ubicadas en la entrada del edificio antes de cada anochecer. Su vivienda ocupaba la mitad de la tercera planta; desde allí establecía las labores de cada bruñidor y atendía, con cierto recelo, el progreso de los aprendices. Era un hombre respetado.

Al dirigirse hacia las puertas descubrió a Berián, que aguardaba sentado entre unos arbustos cercanos, y lo llamó con gesto amable. Entraron juntos y recorrieron un patio alfombrado de hollín y virutas de diversos materiales. La escalera que seguía, en iguales condiciones, se hizo difícil de vencer. Por fin llegaron a la sala de paredes limpias, sillones de madera laqueada y papeles amontonados en las esquinas. El notable enseguida llenó dos vasos con vino.

—Hoy tienes buen semblante, seguro que puedes tomar un poco —dijo, alcanzándole uno de los vasos a su amigo.

—El vino llega en buen momento —admitió el joven—, me ayudará con las palabras. Tengo algo que contar… y algo que pedirte.

—Toma asiento, te escucho. ¿De qué se trata?

—Conocí a alguien durante la tormenta, una muchacha.

—Eso no lo esperaba —dijo el notable—. Cuenta, bebe y cuenta.

Desde hacía algunos años, no recordaba cuántos, Berián solo podía contar los sucesos personales al amigo Sadir, que siempre destacaba en el rol de confidente y añadía breves comentarios irónicos a sus anécdotas, por lo general carentes de emoción. Así escuchó el notable la historia del reciente encuentro, esta vez con una creciente mirada de asombro:

—¿Cómo te sentiste durante toda la noche? —preguntó—. Me refiero a tus dolencias, esas que te apartan de la gente.

—Estuve muy bien, es lo más extraño. Además, me quedé dormido cerca de ella —Berián hizo una pausa para em­pinar el vaso—. No sé cómo logré mantener la calma junto a una desconocida, quizás haya mejorado mi condición.

—Puede ser eso o que te pareció muy atractiva la tapicera —dijo Sadir.

El joven miró a la nada como si de repente hubieran desaparecido los sillones, los papeles y el Colegio entero a su alrededor; dominaba la habilidad inusual de cobijarse en la lejanía. Ese interés por una muchacha que había visto solo una vez y en circunstancias lamentables era algo nuevo para él, que nunca había tenido mucho interés por nadie. Desde su naturaleza elusiva no podía manejar aquella afección impetuosa y persistente, pues siempre afloraba una torpeza infantil en el recelo continuo con que intentaba protegerse del mundo.

—Terminé mi relato —dijo luego—. Ahora necesito de ti, quiero saber más de Silene. ¿Puedes buscarla en el registro de aprendices?

—Si estuvo alguna vez en el Colegio de Luz, puedo hallarla en los libros —respondió Sadir mientras se dirigía hacia una puerta pequeña en el fondo de la sala. Berián lo siguió en silencio.

Entraron en una habitación estrecha, cuyas paredes estaban ocupadas casi en su totalidad por dos estanterías que se alzaban hasta el techo. Una de ellas guardaba libros de tapa negra; la otra, variados ornamentos de vidrio y porcelana: vasijas, fuentes, lámparas, figuras zoo­mórficas incompletas o escindidas, botellas azules con relieves. El notable extrajo dos libros gruesos y, colocándolos en un espacio libre del estante, los hojeó con presteza, alternando la mirada entre ambos.

—También quiero hacerte un encargo —dijo Sadir sin apartar la cabeza de los libros—. Las rejas de palacio están oxidadas, algunas de sus cerraduras no funcionan. Se presentan pocas oportunidades de complacer al régulo y no quiero desperdiciar esta. Tú puedes reparar las cerraduras en poco tiempo. Eres el más hábil, solo te tomará un día de trabajo.

Berián se sentó en el suelo, parecía que el cansancio de todos los restauradores se había posado en sus hombros.

—He cuidado todos los detalles, no te preocupes —aña­dió Sadir—. Los guardianes se mantendrán a prudente distancia y alejarán a los curiosos. Trabajarás solo y tranquilo. ¿Qué dices?

—Está bien —suspiró Berián desde el suelo—, puedo hacerlo. Es un buen enrejado el del palacio, debe tener magníficos cerrojos y…

—La encontré —interrumpió Sadir, señalando las anotaciones—. Silene, maestra tapicera. Aprendió con Ole­ga­rio Paz y fue su última ayudante. No está su apellido ni sus encomiendas.

—¿Hay registro de algún trabajo en el barrio viejo? —preguntó Berián.

—No hay más, el resto de la hoja está en blanco, como si hubiera abandonado la profesión.

—No lo hizo, vi sus agujas —el joven se llevó una mano a la sien mientras esbozaba una mueca de contrariedad.

—¿Te encuentras bien? No lo parece —observó Sadir y lo ayudó a ponerse en pie.

—Un mareo repentino, nada importante —los ojos de Berián buscaron algo inmóvil donde posarse—. Puede ser el vino.

—Tomaste muy poco, solo un par de sorbos —dijo el notable tras examinar su vaso—. ¿Por qué no vas a casa a descansar? Otro día hablaremos del encargo.

—Ya me voy. Gracias por buscar en los libros.

Se despidieron junto a las puertas de cedro. Una noche templada y nueva acompañó el recorrido de Berián por las calles de Trevada.

Antes era más oscuro este camino —recordó—, no estaban los faroles en las esquinas. Me alegra que tengan poca llama, los de palacio son más brillantes, una pesadilla. Podría decirle que busque a otro para las rejas. Qué me interesan los asuntos del régulo. Esto sigue. Respira despacio, ya va a pasar. Nunca había escuchado ese nombre: Silene… sin apellido, sin edad. Él dice que me atrajo la tapicera, la desconocida. No era una persona común, de eso estoy seguro. Quiero volver a oír su voz azul, ligerísima. En la vereda hay gente, mejor seguir por el otro lado. Se mueven un poco los faroles, o mi cabeza. Silene… Es muy tarde y no puedo trabajar sintiéndome así. Mañana continuaré con la pieza rota, tengo que limar el palastro. Nada es tan sencillo como las cerraduras. Ya va a pasar, respira despacio. Se está enfriando la noche.

II

BRONCE Y PAÑO