Cuando se apagan las luces - Barbara Daly - E-Book
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Cuando se apagan las luces E-Book

Barbara Daly

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Beschreibung

CUANDO SE APAGAN LAS LUCES... ¡COMIENZA LA PASION! A Blythe Padgett no la emocionaba la idea de que su compañera de piso le hubiera preparado una cita a ciegas con un hombre que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Por eso cuando se encontró con aquel sexy desconocido en su edificio durante un apagón, dio por hecho que era él. Por suerte, se trataba de un tipo muy guapo, tanto que Blythe decidió deshacerse de todas sus inhibiciones... y de toda su ropa. Pero cuando volvió la luz, descubrió que se había equivocado... Max Laughton no esperaba conocer así a aquella mujer, pero lo que más le sorprendió fue que la guapísima pelirroja le hiciera una proposición irresistible. Por suerte, a Max siempre le había costado mucho decir que no. Cuando descubrió que no se trataba de la mujer que él creía, no pensó que hubiera ningún problema. Ahora sólo tenía que convencerla de lo perfectas que podían ser las cosas entre ellos.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Barbara Daly

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando se apagan las luces, n.º 172 - mayo 2018

Título original: When the Lights Go Out...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-594-8

1

—Lo que tienes que hacer es reaccionar de una jodida vez.

—¿De una jodida vez? —preguntó Blythe Padgett, mirando a Candy Jacobsen—. Muy bien, Candy, cada día hablas mejor. El mes pasado habrías dicho «de una puñetera vez». Te has apuntado otro tanto.

—Ya sabes que soy un caso perdido.

Candy Jacobsen era una alta y preciosa rubia sin pelos en la lengua y extremadamente malhablada. Su pasión por los improperios provocaba que sus textos periodísticos necesitaran siempre una corrección, labor a la que Blythe se estaba dedicando en aquel momento. Sin embargo, y a pesar de que la ocasión ofrecía a Candy el momento y el lugar perfecto para meterse en su vida, no le importaba; a fin de cuentas, aquella mujer era su mejor amiga, su compañera de piso y de trabajo, y su ángel, o más bien su diablo, guardián.

Además, Candy no necesitaba excusas para interferir en la vida de Blythe. Se conocían desde hacía siete años y no dudaba en hacerlo en cualquier momento.

El lugar tampoco era importante. De hecho, se encontraban en la sede del New York Telegraph, que ocupaba tres pisos de un enorme y mediocre edificio de Times Square. El editor de la edición local, Bart Klemp, y sus empleados y reporteros, entre los que se encontraban Blythe y Candy, trabajaban en el cuarto piso, que era básicamente una gigantesca sala de techos altos con entarimado desgastado y unas ventanas de grandes y bellas proporciones cuyos cristales no estaban, en general, muy limpios.

En cierta época, la sala había estado llena de mesas colocadas en filas. El sonido de las máquinas de escribir y de los teléfonos que no dejaban de sonar era entonces tan intenso, que hacía que los cristales temblaran; pero en algún momento, alguien había tenido la brillante idea de dividir la sala en los típicos cubículos separados de las grandes empresas. Ahora, el espacio había desaparecido y todos trabajaban en espacios minúsculos hechos con mamparas de algún tipo de material sintético; aunque, al menos, daban sensación de intimidad y reducían el nivel de ruido.

Cuando a otra persona se le ocurrió la idea no menos brillante de sustituir las máquinas de escribir por ordenadores, y los viejos teléfonos por unos aparatitos que sonaban levemente o cuyas luces parpadeaban, el viejo sonido de fondo de la redacción pasó a ser un rumor sordo: el mismo que lo inundaba todo en aquel momento, mientras Blythe intentaba corregir la columna de Candy y Candy pretendía corregir la vida de Blythe.

Absolutamente concentrada en su objetivo, Candy se levantó de la mesa de su amiga, donde había estado sentada, y comenzó a caminar, clavando los tacones, por el diminuto cubículo.

—Si no empiezas a trabajártelo un poco, nunca encontrarás otro... novio.

Blythe no dijo nada, aunque conociéndola, sabía que la palabra que había estado a punto de usar no era precisamente novio, sino una palabrota.

—Hasta que no encuentres a otro hombre, no conseguirás superar lo de Thor —continuó la rubia—. Y no puedes malgastar tu vida pensando que nadie te va a querer sólo porque...

—No se llama Thor. Se llama Sven —la interrumpió.

—Thor, Sven, ¿qué importa? Hombres. El problema fue que estaba tan lleno de esteroides que...

—¡Candy! —protestó.

En ese momento, y para vengarse de ella, sustituyó la palabra «catastrófico» por «grave» en el texto. Reducía el tono exagerado del artículo y lo mejoraba bastante.

—Tienes que acostarte con alguien, con cualquiera. Rompe la barrera del miedo y te encontrarás maravillosamente bien —declaró Candy—. ¿Ya has terminado con mi artículo?

Las dos amigas habían conseguido sus empleos en el New York Telegraph justo después de salir de la universidad. Tres años después, Candy había ascendido a reportera de sucesos y no dejaba de soñar con conseguir un trabajo en el venerable Times; en cuanto a Blythe, todavía era correctora. Bart Klemp, el editor de local, había comentado en cierta ocasión que «Blythe Padgett es una magnífica escritora, pero no sabría nada de periodismo aunque se despertara en la cama con él». En realidad, Blythe tenía la impresión de que todo el mundo esperaba que despertara en la cama con algo o con alguien.

Corregir textos era lo más emocionante que pasaba en su vida. En este caso, el reportaje de Candy trataba sobre un conflicto sobre un asunto de narcotráfico en una calle generalmente tranquila de Greenwich Village. Y Blythe estaba tan harta del mundo que, cuando terminara con él, iba a parecer una típica nota del redactor de obituarios, que se sentaba en el cubículo contiguo.

—Por cierto, tengo el hombre adecuado para ti.

Blythe miró a Candy con asombro.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién?

—Es vecino de mi familia y lo conozco desde hace muchos años, de modo que me consta que no es un psicópata ni un estrangulador.

—Qué bien, qué maravilla. Justo lo que andaba buscando —se burló—. ¿Lo conozco?

La pregunta de Blythe carecía de ironía. Era huérfana y se podía decir que la familia de Candy la había adoptado, de modo que había pasado muchas vacaciones en su casa.

—No, no lo conoces. Sus padres se mudaron hace tiempo y se marchó con ellos, pero yo he seguido en contacto con él —explicó—. Ahora está viviendo en Boston y no sé... siempre me pareció que tenía algo especial, tal vez porque era como el hermano que no tuve. Es atractivo y sensible; bueno, todo lo sensible que puede ser un hombre. Además, es psquiatra. Podrías salir unas cuantas veces con él y dejar que la naturaleza haga el resto.

—Mira, Candy...

—De todas formas, la intervención de la naturaleza es cosa hecha —la interrumpió—. En cuanto te ponga los ojos encima y vea lo sexy que eres, se volverá loco.

Candy había empezado a caminar en círculos y en una de las vueltas acarició el cabello rizado y rojo de su amiga, pero Blythe seguía enojada.

—Vamos, Candy. No sé nada de ese amigo tuyo y además es posible que no me guste.

—No es necesario que te guste; sólo tienes que acostarte con él. Será una magnífica terapia para ti. Te ayudará a superar tus miedos sexuales.

Candy tomó una galerada y se abanicó con ella. La sede del periódico tenía aire acondicionado, pero el calor de un agosto en Nueva York, y encima a media tarde, era demasiado para el sistema.

—No pienso acostarme con un desconocido, y mucho menos con alguien que no me guste.

—Pues yo perdí mi virginidad de ese modo. Esperé y esperé porque mi madre decía que debía reservarla para el hombre adecuado, pero no llegó —explicó Candy—. El tiempo fue pasando y un buen día me dije que aquello era absurdo, que debía empezar por algún lado, y solucioné el problema con el futbolista. No se puede decir que fuera un desconocido, pero nunca habíamos cruzado una sola palabra.

Blythe la miró con sorpresa. La facultad de la universidad de Wellesley donde las dos habían estudiado era sólo para mujeres, y desde luego no tenía equipo masculino de fútbol.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuántos años tenías?

—Quince.

—¿Quince? —preguntó asombrada—. Supongo que ahora sientes haberte acostado con él...

—¿Sentirlo? Qué estupidez. Esa experiencia me ayudó a transformarme en la mujer que soy ahora, una mujer con una vida sexual sana —respondió—. Además, todavía me excitó al pensar en él.

La sinceridad de Candy incomodó a Blythe, que no era ni mucho menos tan independiente.

—Bueno, sea como sea, gracias por intentar buscarme un amante.

—Le he hablado de ti.

—Candy, ¿cómo has podido...?

—He podido y lo he hecho.

—¿Y qué has hecho exactamente, si se puede saber?

Blythe se estremeció. La imaginación de Candy y su tendencia a hacer locuras la pusieron muy nerviosa.

—Le he dicho que deberíais conoceros. Y has tenido suerte, porque viene a Nueva York a una conferencia.

—¿Cuándo?

—Hoy.

—Supongo que estará muy ocupado con esa conferencia, pero tal vez, en algún futuro distante y lejano...

— Será esta tarde, a las siete —puntualizó.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído: tienes una cita con él esta noche. Pero no te preocupes. Yo he quedado con alguien, así que podéis estar solos.

Blythe se levantó de la silla, enfadada. Estaba imprimiendo el artículo de Candy, y tiró de la última página con tanta fuerza que la impresora dejó una marca de tinta en el margen.

—Has ido demasiado lejos, Candy.

—Gracias —dijo ella mientras le quitaba las hojas impresas—. Mira, Blythe, tienes que hacer algo y lo sabes. Necesitabas que alguien te diera un empujoncito.

—¡Un empujoncito! ¡Sólo un empujoncito! ¡No hacía falta que le contaras mi triste historia a un desconocido! Ahora pensará que estoy desesperada por acostarme con alguien... Además, es demasiado rápido. Primero tendríamos que haber charlado por teléfono, o haber tomado un café, o haber intercambiado mensajes de correo electrónico...

—Blythe, Blythe... —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Eres horriblemente conservadora.

—Supongo que nací así, porque no ha podido ser por influencia de mis padres.

Los padres de Blythe habían muerto en un accidente de tráfico antes de que tuvieran ocasión de influirla en algún sentido. Sin embargo, su pérdida la había marcado profundamente.

—Lo sé, lo sé —dijo Candy con resignación—. En fin, te dejo. Tengo que marcharme al Bronx a cubrir una noticia.

Blythe observó la indumentaria de su amiga. Llevaba una camiseta de color crema, una falda de lino muy corta y unos zapatos de tacón alto que terminaban en punta.

—¿Estás segura de que quieres ir al Bronx, en metro, con ese aspecto?

Candy se miró y dijo:

—¿Crees que sería mejor que tomara un taxi? No, no, tardaría demasiado.

Candy se marchó y Blythe se volvió a sentar delante del ordenador. Sabía que su amiga había actuado de ese modo porque la quería y se preocupaba por ella. Siempre lo había hecho. Desde el momento en que llegó a la facultad de Wellesley, Candy se había convertido en su ángel guardián. La había cuidado y sobre todo la había ayudado a crecer y a liberarse de sus miedos, a hacer amigos, a ir a fiestas, a ser más desenfadada, a reír. Pero, a pesar de todo, Blythe seguía siendo algo tímida y retraída, y en ocasiones habría preferido que Candy la dejara en paz.

Resignada, tomó un montón de galeradas e intentó concentrarse en ellas. Sin embargo, un segundo más tarde se fue la luz y se apagaron el aire acondicionado y todos los ordenadores.

—¡Qué diablos ha pasado! —gritó alguien.

—¡Acabo de perder mi artículo! —exclamó el redactor de obituarios, en el cubículo contiguo.

Blythe se levantó e intentó animar a su compañero.

—Descuida, seguro que el generador se pone en marcha enseguida. Con un poco de suerte, no habrás perdido todo el artículo.

Todos los periodistas se habían levantado al mismo tiempo y estaban charlando entre ellos, protestando o intentando hablar, sin éxito, por teléfono.

Pero el caos de la redacción cesó súbitamente cuando se abrió la puerta del único despacho de la planta, un despacho de verdad con paredes de verdad, situado en uno de los extremos de la sala. La situación le recordó a una de esas películas en las que un brontosauro aparece en escena, haciendo temblar la tierra bajo sus pies. La comparación no era muy apropiada desde un punto de vista físico, puesto que Bart Klemp era un hombre bajo y algo entrado en carnes; en cambio, era totalmente correcta en cuanto a su actitud: el editor era un hombre de carácter que se comportaba como si toda su especie de viejos periodistas y él estuvieran al borde de la extinción.

—He oído en la radio que hay un corte eléctrico en toda la ciudad —declaró—. No se trata sólo de nosotros. El fallo de la red afecta a toda la costa este y se extiende desde el sur de Toronto a Maryland. Incluso afecta a Michigan.

Los periodistas se pusieron a murmurar entre ellos. Era un sonido bajo y sordo, como una interferencia en una emisora de radio.

—Por lo demás, el generador del periódico no funciona y los teléfonos no tienen línea. Yo no soy electricista, así que no me preguntéis por qué. Sólo sé que en todo el Telegraph no hay nada que funcione y que es muy posible que tampoco tengáis línea en los teléfonos móviles.

Bart se apoyó en una mesa y continuó con su explicación.

—No sé cuántas personas del turno de noche conseguirán llegar a la redacción, de modo que agradecería que os quedarais algunos para ver lo que podemos publicar mañana por la tarde si la electricidad vuelve a tiempo. Tenemos radios para escuchar las noticias y debemos averiguar lo que ha pasado; si ha caído un rayo, si se trata de un atentado, si alguien ha cometido un error... sea como sea, hay que ponerse a trabajar. Debemos escribir lo que está pasando y tenerlo preparado para imprimirlo tan rápidamente como lo haría el Times.

Blythe pensó que aquello era su sueño hecho realidad; evidentemente no le alegraba que todos los habitantes de la costa este tuvieran que sufrir por culpa de su sueño, pero en cualquier caso era una gran oportunidad. Podría ayudar a sacar una edición del periódico en condiciones imposibles. Salvar el día. Ser una heroína. Ser indispensable.

Lamentablemente, Bart no pidió voluntarios. Bien al contrario, leyó una lista de nombres y no citó el suyo.

Al parecer, Blythe no era indispensable. Ella lo sabía perfectamente, pero le molestó de todas formas. Le gustaba dejarse llevar por su imaginación y pensar que era una especie de Lois Lane, una reportera investigadora cuyo trabajo resultaba esencial para el periódico, que quebraría y se hundiría si no conseguía una noticia. Por supuesto, el sueño tenía una segunda parte: volver a casa después del trabajo y encontrarse, cara a cara, con su propio superhéroe.

Se levantó, tomó su bolso y oyó que el redactor de política nacional le preguntaba a Bart:

—¿Cuándo diablos va a llegar nuestro nuevo chico? Contaba con él para escribir esa columna sobre el escándalo en el ayuntamiento...

Blythe se preguntó cuándo contarían con ella para algo y bajó los cuatro pisos por la escalera, sintiéndose inútil y derrotada.

Sabía que el metro tampoco funcionaba, pero contaba con los autobuses. Veinte minutos más tarde y, tras comprobar que todos los autobuses pasaban llenos, decidió tomar un taxi. Quince minutos después, comprendió que tendría que ir andando.

En ese momento, recordó que Candy se había marchado al Bronx en el metro, lo que significaba que posiblemente estaba atrapada en algún lugar. Al pensar en ella, recordó la cita a ciegas que le había organizado y se dijo que ni siquiera le había dicho cómo se llamaba su amigo.

La obligada caminata le dio ocasión de seguir pensando, así que se puso a imaginar cómo habría sido su encuentro con el desconocido, qué conversación habrían mantenido e incluso las bromas que habría hecho sobre la actitud siempre excesiva de su amiga Candy y su empeño en presentarlos.

—Encantado de conocerte —le habría dicho ella—, aunque creo que Candy ha exagerado un poco. Te ruego que no te sientas obligado a salir conmigo...

—Ja, ja... Candy, ¿exagerada? —habría dicho él—. Supongo que estás bromeando.

Sin embargo, ahora ya no iba a mantener ni aquella conversación ni ninguna otra con el desconocido. Seguramente estaba volando en aquel momento, dirigiéndose hacia un aeropuerto sin electricidad y por tanto sin controladores aéreos en un avión que cada vez tenía menos combustible. Y todo ello, mientras maldecía su suerte pensando en la cita con la amiga pelirroja, sexy y apasionada de Candy.

Incluso se preocupó al pensar que su avión podía estrellarse, aunque enseguida se dijo que seguramente estaría en alguna sala del aeropuerto Logan, maldiciéndose por el retraso de su vuelo.

Blythe dejó de imaginar situaciones y echó un vistazo a su alrededor. Un par de kilómetros más y estaría en casa. En realidad, no era mucho; estaba resultando ser un agradable paseo. Y por otra parte, ni siquiera eran las seis de la tarde.

Había gente por todas partes. Las aceras estaban llenas de gente, aunque se vaciaron un poco cuando salió de la avenida Madison para tomar East Sixties. Hacía tanto calor y la humedad del ambiente era tan elevada, que se sintió cansada y comenzó a detenerse de vez en cuando, delante del escaparate de alguna tienda cerrada, para recobrar el aliento. Su falda de flores y su camiseta estaban empapadas de sudor.

El malestar le hizo pensar de nuevo en su vida y en su trabajo. De no haber sido por Candy, se habría sentido absolutamente sola en la ciudad. Y en cuanto a su empleo, intentó convencerse de que podía conseguir uno mejor, más acorde a sus ambiciones y a la educación que había recibido.

Sin embargo, su imaginación la volvió a traicionar una vez más. Se vio a sí misma varios años después, con unos vaqueros y una sudadera, cuidando de un montón de niños en una caravana de un barrio bajo de cualquier sitio, oliendo a huevos con panceta y a los bocadillos que habría preparado a sus hijos.

Aunque aquello no era precisamente lo que soñaba, en el fondo siempre había querido ser madre. Le interesaba su trabajo, por supuesto, pero también quería tener una familia. Lamentablemente, no podía tenerla si no encontraba un hombre atractivo, encantador, sexy, cariñoso, un hombre que compartiera el trabajo de la casa con ella y que la comprendiera y apoyara. Sin embargo, sabía que algún día encontraría a ese hombre.

Por fin, llegó al portal del edificio donde se encontraba el piso que compartía con Candy. Santiago, el portero, seguía allí; y se alegró mucho de verla.

—Magnífico, has conseguido llegar a casa...

—A duras penas —comentó—. Estoy deseando darme una larga y buena ducha. ¿Hay agua caliente?

Santiago carraspeó.

—Hay agua, sí, pero no caliente. Y por lo demás, los ascensores no funcionan.

Blythe pensó que se iba a desmayar. Candy y ella vivían en el piso veintitrés.

—Pensaba que los ascensores tenían un sistema de emergencia...

—Lo tenían y lo tienen, pero no funciona. Hasta el sistema de emergencia tiene una fuente de electricidad.

—Comprendo —dijo—. Está bien, supongo que no hay más remedio que subir andando.

—Las escaleras están a oscuras. Por suerte, tuve tiempo de ir a la ferretería y comprar todas las linternas que pude. Toma una... Te acompañaría a casa, pero J.R. y yo somos los únicos que estamos en el edificio. Los del turno de noche no han podido llegar y nos hemos quedado.

—¿Sabes qué ha pasado? ¿Han cerrado los puentes y los túneles?

—Me temo que sí —asintió Santiago—. Eddie me llamó hace un rato y me dijo que no podía salir de Brooklyn.

—Sabía que algún día nos arrepentiríamos de vivir en la maldita era de la tecnología...

Linterna en mano, Blythe se dirigió a las escaleras y empezó a subir. Como no tenían ninguna ventana que diera al exterior, la oscuridad era prácticamente total.

Segundo piso, tercero, cuarto, quinto, sexto, séptimo...

Cuando todavía estaba por el octavo piso, se maldijo por haberse marchado a vivir a una torre en lugar de haber alquilado algo en un edificio bajo, de dos o tres plantas como mucho. Pero los ruidos que llegaban de las puertas ante las que iba pasando la animaron un poco; obviamente no estaba sola en aquel lugar.

Noveno piso, décimo, undécimo...

Cuanto más alto subía, más se preocupaba por la suerte del amigo de Candy. Estuviera en el aeropuerto o en un avión, era evidente que su situación debía de ser bastante problemática. Lamentó no haber hecho caso a su amiga, no haber mostrado más receptividad ante la posibilidad de mantener una relación amorosa con alguien, de permitir que la naturaleza siguiera su curso.

Agotada por la subida y por el intenso calor, se sentó en un escalón entre los pisos once y doce y se dijo que el agobio provocado por la situación la estaba llevando a pensar tonterías; no tenía sentido que se preocupara por un hombre al que ni siquiera conocía.

Justo en ese momento, volvió a oír ruidos que procedían de algún piso superior; pero esa vez supo que no se trataba de simples voces de vecinos, sino de una persona que gritaba y golpeaba algo como si se encontrara en peligro.

Se puso en pie, con nuevos bríos, y recordó que en el bolso llevaba un silbato y un pulverizador de defensa personal que esperaba que aún funcionara. Ahora sólo tenía que localizar el lugar.

Decidió empezar a buscar por el piso doce, pero la puerta de cristal que daba acceso a las casas estaba cerrada. Entonces recordó que el portero le había dado unas llaves cuando Candy y ella alquilaron el piso, así que echó un rápido vistazo al bolso por si seguían allí. Afortunadamente, estaban en el fondo.

Abrió la puerta, entró linterna mano y dijo:

—¿Qué está pasando aquí?

Los gritos cesaron y todo quedó en silencio.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —insistió.

—Sí.

La voz procedía de su derecha, de algún lugar más elevado. Un segundo después, Blythe gritó: la linterna se le había caído al suelo y se quedó en la más absoluta oscuridad.