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La heredera Tish Seldon estaba convencida de que su prometido estaba locamente enamorado... pero de su fortuna. Durante el banquete de bodas decidió escapar de él y aterrizó en brazos del sheriff Zeke Thorne, que sabía que las mujeres eran problemáticas mucho antes de que Tish llegara a demostrárselo. Pero un beso poco prudente por parte de Zeke le proporcionó a Tish el primer placer de la pasión. Ella quería continuar con aquello, si es que Zeke dejaba de rechazarla…
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Seitenzahl: 213
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Barbara Daly
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Nunca te amaré, n.º 1035 - marzo 2019
Título original: Never Say Never!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-484-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
Primera hora de la tarde. Newport, Rhode Island.
Después de haber montado todo aquel lío, a Tish Seldon habían empezado a entrarle dudas. ¿Sería verdad que Marc había intentado matarla, o tal vez dieciocho años de convivencia con paranoicos habían finalmente podido más que ella?
De la casa salía una melodía romántica que le retumbaba en los oídos como un toque de difuntos. Y todo por la cara que había puesto Marc al acercarse a ella, tan fría y calculadora, tan diferente a la tierna expresión que era habitual en él. Y, anterior a eso, la inquietante pregunta que había escuchado de labios de Lorraine, la hermana de Marc; pregunta no apta para los oídos de Tish.
–Llegará dentro de un momento. ¿Estás listo? –le había oído decir.
Tish se mordió el labio inferior con preocupación. Con esa pregunta Lorraine podría haber estado hablando de cualquier cosa. Pero lo había dicho con tanto apremio que no podía haberse referido a algo trivial.
Tish titubeó, allí escondida entre los manzanos. Un débil sol aclaraba el gris tormentoso del Atlántico mientras golpeaba los mamparos de Seldon Point. Los pastos que bajaban hasta las dunas tenían un color verde claro y el dulce aroma de los árboles en flor competía con las últimas bravatas del invierno. Era casi primavera, pero no del todo. Qué fecha más apropiada habían elegido. Abril, el mes más cruel, porque Marc no podía esperar para celebrar la boda en el tradicional mes de junio.
–Es una señal de respeto hacia ti –le había dicho su hermano Jeff cuando ella había ido a pedirle consejo.
Pues vaya cosa. El respeto estaba bien, aunque un beso largo y apasionado le habría parecido mucho más interesante. Sobre todo le habría hecho sentirse más segura de que el matrimonio iba ser todo lo que ella había esperado. Y le había dado a Marc un montón de oportunidades para acosarla con un beso largo y apasionado.
A sus espaldas, las enormes casas blancas de madera del complejo familiar se alzaban como altos centinelas, formando un semicírculo de protección contra cualquiera que quisiera hacerle daño a un Seldon. ¿Entonces por qué nadie de su espabilada familia había sospechado que Marc Radcliffe tenía exactamente eso en mente, el hacerle daño a un miembro de la familia Seldon?
Precisamente a ella, a Tyler Staley Seldon.
A no ser que no fuera eso lo que él tenía en mente.
¿Lo era o no? Dentro de poco Marc la encontraría allí escondida entre los manzanos, y ella tendría que explicarle que había salido corriendo porque pensaba que él estaba intentando matarla. Estupenda manera de comenzar una luna de miel. Y llevaba tanto tiempo suspirando por que llegara ese momento…
Había creído que él también, tanto insistir en que se escabulleran pronto del banquete y tomaran un vuelo anterior. ¿Pero un novio tan ansioso que no había querido darle ni tiempo a cambiarse de ropa se iba a molestar en notar una mancha en el rostro perfectamente maquillado de su novia? ¿Lo suficiente como para limpiarlo con aquel enorme pañuelo blanco… ?
Maldita sea, había intentado matarla. O tal vez dejarla fuera de combate para poder acabar con ella más tarde. Si lo que había olido en el pañuelo de Marc no era cloroformo, estaba dispuesta a comerse el velo de novia.
Tish se frotó los brazos y acarició con inquietud las mangas de seda blanca de su vestido mientras pensaba en las opciones que tenía. No tenía sentido entrar en casa y consultarle a su padre, a su hermano Jeff o al abogado de la familia Seldon. Ya lo había hecho anteriormente y todos habían coincidido en que sus miedos eran producto de los nervios previos a la ceremonia. En ese momento la respuesta no sería distinta, solo que entonces tendrían que decir posteriores a la ceremonia. ¿Y su madre? Imposible. Su madre casi lloraba de orgullo, alegría y satisfacción de madre cada vez que se mencionaba a Marc. Marc tenía a toda la familia Seldon en el bolsillo.
Tish frunció el ceño. Siempre existía la posibilidad de que tuvieran razón en cuanto a Marc. De nuevo titubeó. ¿La querría por sí misma, o por su dinero?
Si la abuela siguiera viva, ella sabría qué hacer.
Por supuesto, si la abuela siguiera viva no le habría legado su fortuna a Tish y nada de eso estaría ocurriendo.
Tish no tenía a nadie a quién acudir, excepto a sí misma. Tendría que fiarse de lo que le dijera el corazón en relación a Marc, y aceptar las consecuencias.
La idea en sí la sorprendió. ¿Tomar ella una decisión? Eso sería una primicia. La sola idea la aterrorizó y emocionó al mismo tiempo. Habían sido los Seldon los que habían tomado siempre las decisiones por ella, los que le habían programado la vida. En ese momento solo dependía de ella.
De acuerdo, lo que iba a hacer era…
Oyó pasos sigilosos y murmullos. El tono grave de una voz de hombre, el suave susurro de una mujer. Marc y Lorraine la iban a encontrar, estaban cada vez más cerca. Gracias a Dios que sus padres habían sido de la opinión de que todas las niñas ricas debían saber conducir. Necesitaría un vehículo poco llamativo que tuviera las llaves puestas; y sabía dónde encontrarlo.
Entonces lo que haría sería… lo que iba a hacer era… Echar a correr y dar explicaciones después.
Se arremangó las piezas de seda y encaje del vestido de novia y avanzó rápidamente por entre las nubes de frondosas flores rosadas hacia la caseta del jardinero.
Anochecer en Wild River, Vermont.
No señor, nada más divertido que una buena operación de vigilancia. Una conmoción como aquella de vez en cuando era la razón por la que uno se metía a policía.
El ayudante del sheriff Zeke Thorne se agachó e intentó colocar los pies, embutidos en un par de fuertes botas, en el centro de la bolsa de plástico verde que había colocado en el suelo.
La lluvia le golpeaba ligeramente en las orejas, y Zeke se caló un poco más el sombrero y se subió el cuello del impermeable. El trabajo de vigilancia requería de una habilidad especial durante la estación de las lluvias, cuando a uno se le hundían las botas en la tierra helada y se metía el frío en los huesos.
Pero aquella misión bien merecía el sacrificio, por Dios. Jasper Wedgelow alegaba que Crockett Highcrest le estaba robando sus gallinas, o más bien las gallinas de su mujer Hortense, y cambiando los huevos por dinero mondo y lirondo; un dinero que por derecho pertenecía a Jasper, o más bien a Hortense. Una injusticia de aquella magnitud no podía permitirse. Jasper había insistido en que el sheriff Thorne vigilara la propiedad de los Wedgelow, esperara a que Crocket apareciera en el gallinero y pillara al sinvergüenza con las manos en la masa.
–Tal y como está lloviendo, seguro que no va a aparecer esta noche –Zeke le había dicho al irritado Jasper.
–Ahí es donde te equivocas –dijo Jasper, apretando el puño delante de la cara de Zeke–. Esta noche es exactamente cuando se va a presentar, porque sabe que creeremos que no lo va a hacer por el mal tiempo. Esa es su manera de pensar –concluyó Jasper–. Es malo y despreciable. Hazme caso.
Lo esencial era que Jasper Wedgelow era concejal de Wild River y su visto bueno era esencial para la próxima elección de ayudante de sheriff de Wild River. Y cuando no estaban en la estación de las lluvias, cuando no llovía a cántaros, a Zeke le encantaba su trabajo.
Además Wild River, donde era raro que se cometiera un crimen mayor que el robo de unas gallinas, era el sueño de cualquier sheriff.
Al menos el sueño de aquel sheriff.
Las gentes del pueblo aún hablaban de aquel asesinato que había ocurrido en 1961. Pero lo que decían de ello era que el viejo Abernathy había merecido morir y que su sufrida esposa, Abigail, había merecido el honor de matarlo. Además, lo había matado de un susto poniéndose un disfraz de oso pardo que había alquilado en Burlington.
El asesinato, sin embargo, había sido suficiente razón para que los líderes de la comunidad de Wild River corrieran al sheriff del Condado de Whitewater para exigirle que les pusiera un sheriff en la zona para atajar el repentino aumento en el índice de criminalidad. Todo eso había ocurrido antes de nacer Zeke, pero una vez cualificados para tener a un ayudante de sheriff en su localidad, siguieron así. Y en ese momento, Zeke estaba allí mojándose y con los pies llenos de barro porque la alternativa era peor. Si fuera un policía de Boston como su hermano Cole, quizá tuviera que hacer cosas que no le gustaban, como apuntar a personas con una pistola.
Lo cual le recordó que lo bueno de la estación de las lluvias en Vermont, que duraba entre cuatro y seis semanas, era que su hermano Cole no se presentaría en Wild River para decirle a gritos que no tenía ambiciones. A Cole no parecía importarle apuntarle a la gente con su pistola, pero lo que sí odiaba era que los bajos del coche se le llenaran de barro.
Zeke esperó pacientemente. La lluvia le resbalaba por el impermeable y convertía su bolsa de basura en un charco. De pronto un ruido distinto lo alertó; un ruido que nada tenía que ver con el robo de gallinas. Era el de una camioneta renqueando cuesta arriba, resbalando entre el barro y los guijarros. Cualquiera que se aventurara por aquellas carreteras durante la estación de las lluvias en un vehículo que no fuera similar al todoterreno que Zeke conducía en esa época del año en lugar de su coche oficial, debía de ser un memo. Zeke se asustó incluso antes de oír el zumbido de unas ruedas que finalmente se habían quedado atascadas en el lodazal.
El zumbido continuó un buen rato, lo cual le hizo pensar que el conductor era un cabezota. Pero a los pocos minutos se hizo silencio. Zeke tampoco se movió. Después de todo, tenía entre manos una misión mucho más importante que empujar el coche de aquel tipo para sacarlo del barro. Pero lo que rompió el silencio fueron unos sollozos.
Zeke analizó la naturaleza de aquella operación de vigilancia y llegó a la conclusión de que el llanto de una persona estaba por encima del dinero de los huevos de Hortense Wedgelow. Cuando oyó cerrarse la puerta de un vehículo, se puso de pie y salió tímidamente de la bolsa de plástico.
Delante de él había una camioneta roja, más o menos la mitad que la suya. Al resplandor de los faros vio a una mujer joven vestida de blanco. A Zeke se le ocurrió que no era el color más apropiado para esa época del año. Sin dejar de sollozar, la joven avanzó un paso y se hundió en el barro de la carretera. Entonces empezó a llorar aún con más empeño.
–Eh, espere un momento, señorita –dijo, saliendo de entre los matorrales.
El gritó que pegó la joven fue estremecedor. Se dio la vuelta y en tres saltos se había metido de nuevo en la camioneta. Antes de encender el motor Zeke sabía lo que iba a ocurrir. Las ruedas empezaron a resbalar, cada vez más rápidamente, esparciendo el barro en todas las direcciones, incluida la de Zeke.
Estaba retirándose un poco de barro del ojo cuando el zumbido cesó y los sollozos comenzaron de nuevo.
–No tenga miedo, señorita –lo intentó de nuevo.
Zeke se guió más por el oído que por la vista y fue hacia donde le parecía que estaba ella. Entonces se dio cuenta que intentaba huir, pero por el ruido parecía que cada paso que daba los pies se le hundían más en el barro.
–No se acerque más a mí –dijo en tono bajo y amenazador–. Voy armada.
Ya no lloraba; más bien estaba rabiosa.
–Bueno, hace bien en ir protegida por una carretera solitaria en medio de la noche –Zeke estaba casi corriendo puesto que la joven parecía haberle pillado el tranquillo y avanzaba mucho más deprisa–. ¿Pero qué demonios hace en una carretera comarcal a estas horas de la noche, si no es indiscreción?
–Eso no es asunto suyo –dijo la joven mientras intentaba seguir avanzando.
–Bien. ¿Quiere que me vaya a casa y la deje aquí sola?
Silencio. Incluso el ruido de sus pies hundiéndose en el barro pareció atenuarse.
–Escuche –dijo Zeke–. Soy un agente de la ley. Si quiere esperar un momento intentaré sacarle la camioneta del barro.
Ella se detuvo, tenía el brazo levantado y en la mano un par de tijeras de podar lo suficientemente grandes como para cortarle el brazo a cualquiera.
–Una historia muy convincente –dijo–. Dice que es un agente de la ley, se gana mi confianza, y después…
Él se acercó un poco más y se abrió el impermeable. Aquello provocó otro alarido, tal y como él había esperado. Por el rabillo del ojo vio que se encendía una luz en casa de los Wedgelow.
–Solo quería enseñarle la placa –protestó–. Eh, no pensará que intentaba enseñarle…
En ese momento se empezó a oír un alboroto tremendo cerca del gallinero de los Wedgelow. Primero se oyeron gritos, seguidos de varios disparos de escopeta, después más chillidos, pollos graznando, perros ladrando, e incluso las vacas decidieron participar y empezaron a mugir. La joven gritó de nuevo, entre alarido y sollozo, y se abrazó a él.
–¿Qué ha sido eso? –balbuceó–. No puedo soportar enfrentarme a nada más sola. ¡No puedo, no puedo, no puedo!
Empezó a sollozar de nuevo y se agarró a él como si fuera su única y última esperanza.
Durante unos momentos Zeke se quedó muy quieto, intentando hacerse a la idea que tenía entre sus brazos a la mujer más menuda y suave que había cruzado el límite de la población de Wild River, bajo una lluvia torrencial y en medio de una carretera llena de barro. Tenía el pelo claro y a pesar de estar chorreando, le olía a miel y a almendras. Era tan menuda que le pareció estar abrazando a un cachorro de gato, tan ligero como una pluma pero lleno de energía. No le veía la cara, pero tenía que ser guapa. El vestido empapado que se le resbalaba bajo los dedos era increíblemente suave; pero no tanto como el brazo que le rozaba el cuello.
La única desventaja eran las tijeras de podar. Si no se equivocaba, al echarle los brazos al cuello le había hecho un agujero en el impermeable. De no haber sido por el agua que se le colaba por el agujero y le llegaba hasta la piel, aquel habría sido quizá el momento más perfecto de toda su vida.
También el más estresante. Se le estaban ocurriendo algunas cosas en las que un sheriff no debía pensar en el proceso de salvar a una dama en apuros.
–Me da la impresión –dijo con un hilo de voz– de que Jasper Wedgelow acaba de pillar a Crocket Highcrest en su gallinero.
Eso la silenció, pero como no conocía los hechos que rodeaban la situación, supuso que era comprensible. Zeke notó que estaba empezando a arrepentirse de haberlo abrazado y la apartó un poco; le puso las manos en la cintura y la levantó en brazos. Al ver que estaba dispuesta a empezar a gritar se apresuró hacia el borde de la carretera y la dejó sobre la hierba antes de que le rompiera los tímpanos.
Se quedó allí temblando, mirándolo. En ese momento un relámpago rasgó el cielo y lo iluminó lo suficiente para que Zeke llegara a un par de firmes conclusiones.
Uno, no solo era guapa sino un auténtico bombón. Tenía la cara fina y la piel suave, y unos ojos grandes y de algún color claro que no era marrón.
Dos, que el trabajo de ayudante de sheriff empezaba a complicarse. El embarrado vestido blanco que llevaba puesto era, sin duda, un vestido de novia.
Entonces Zeke empezó a pensar rápidamente. Se dijo que el tiempo no era el más apropiado para ponerse a empujar un vehículo hundido en el barro. La llevaría a su oficina en su todoterreno y abordarían sus problemas en un ambiente propicio para razonar y tomar decisiones sensatas.
Pero no lo dijo así, sino de manera mucho más sencilla.
–La camioneta puede esperar. Métase en mi coche –dijo, señalando el todoterreno–. La voy a llevar.
Por alguna razón, la joven no discutió.
Tish iba muy pensativa de camino a la oficina del sheriff. Había tomado la primera decisión de su vida y había metido la cara en barro. Y para colmo, como se había escapado en lugar de marchado, no había pensado en llevarse nada.
En su bolsa azul pastel de piel de cocodrilo había un billete de veinte dólares, un par de tarjetas de crédito, y su teléfono móvil, de eso estaba segura. De haber tenido el teléfono habría podido pedir ayuda. Y no estaría como estaba en ese momento: a expensas de otra persona.
Por no saber ni siquiera sabía dónde estaba. Era una ciudad, si a aquello se le podía llamar ciudad. Sintió un gran alivio al ver una señal que había en la valla blanca de madera que rodeaba la casa donde el sheriff la estaba invitando a pasar. Ayudante del sheriff, Wild River, Condado de Whitewater, decía el cartel.
Su casa y la oficina aparentemente estaban en el mismo sitio.
El sheriff era muy apuesto, desde luego, incluso todo mojado y lleno de barro. Sus cabellos negros se rizaban sobre el cuello de la camisa del uniforme. Tenía el cabello espeso y negro como el azabache y los ojos igual de negros y brillantes, con unas pestañas largas y espesas. Sus cejas eran expresivas, las facciones fuertes y, santo cielo, qué alto era. Y fuerte también. Y qué piernas más largas. Bajo el uniforme, de un color gris pálido poco común, era todo músculo, lo mirara por donde lo mirara.
Pero no era verdad que le estuvieran temblando las piernas por haberlo mirado detenidamente. Simplemente estaba haciendo un apunte mental de sus características físicas en caso de tener que identificarlo en alguna rueda de reconocimiento.
De momento, y por mucho tiempo, había terminado con los hombres guapos. Mejor dicho, con los hombres, guapos o no. O más bien con el amor. Quizá algún día necesitara la ayuda de un hombre para levantar algo pesado o para abrir algo, pero no estaba dispuesta a llegar a algo más con ninguno. Después de lo que Marc le había hecho había perdido la confianza en el sexo fuerte.
–Estoy histérica –dijo, y demasiado tarde se dio cuenta de que lo había hecho en voz alta.
–Esa es una buena señal –dijo el sheriff–. El saber que está histérica. Quiere decir que está cuerda.
–Por supuesto que estoy cuerda –le soltó Tish–. Solo estoy alterada.
–Cualquiera lo estaría en su situación.
Tish entrecerró los ojos. Tenía una voz muy bonita; profunda y tranquilizadora. Pero así era como los hombres convencían a las mujeres para que confiaran en ellos; con la voz.
–¿Qué quiere decir con eso? –le preguntó con sospecha–. ¿Qué sabe usted de mi situación?
Al hombre pareció confundirle su pregunta.
–Está lejos de casa, empapada y se ha quedado atascada en el barro. Es suficiente para que cualquiera se ponga histérico, ¿no?
–Ah, eso –dijo Tish, quitándole importancia.
Estaban de pie sobre un montón de periódicos que había en el suelo, probablemente para secarse los pies antes de entrar. En las paredes cubiertas de listones de madera de la larga y estrecha habitación había cientos de ganchos de bronce que tenían aspecto de ser antiguos. En cada uno de aquellos ganchos había algo colgado: un abrigo, un sombrero, aparejos de pesca, un cubo, una escoba, una pala para la nieve. En un tablero con agujeros que sobresalía de la pared había un montón de herramientas muy bien colocadas.
Donde no había cosas colgadas, las había de pie. Esquís, botas para la nieve, zapatos. En otra estantería había un montón de guantes; guantes de jardinería, de cuero y unos enormes que seguramente utilizaría para estrangular gatos monteses o para alguna actividad recreativa de Vermont. Mientras ojeaba aquel mareante despliegue de equipamiento, se estremeció de pies a cabeza.
–Necesita calentarse –dijo en el mismo tono bajo pero firme que había utilizado en la carretera–. Darse una ducha. Yo le prestaré algo de ropa seca. Se resfriará antes de que le hagan una oferta mejor.
Lo miró mientras colgaba su chubasquero en un gancho libre que ella no había visto, y pensó que quizá aquel hombre se metiera en la ducha con ella y le hiciera algo. Claro que, si iba a perder la virginidad en la ducha, mejor sería que fuera en la del sheriff. Se volvió a estremecer, pero esa vez no fue de frío, sino de emoción. Inmediatamente dejó de pensar en eso.
–Gracias –dijo–. Acepto.
–Llamaré a Lester Martin para que remolque la camioneta hasta aquí.
–Se lo agradezco también.
–Después charlaremos un poco sobre… –hizo una pausa y se puso serio– su situación.
Tish lo miró pensativamente. Allí delante tenía a un hombre que tomaría las riendas de su situación en cuanto supiera lo que le estaba pasando. La emoción que le había producido escapar del dominio de su familia aún no la había abandonado, y tenía la intención de arreglar el problema de Marc ella sola.
Así que no le contaría la verdad. Lo miró de nuevo. Lo cierto era que por otra parte el sheriff no parecía un hombre fácil de engañar. Así que, Tish decidió mientras avanzaba en la dirección que él le indicaba, mientras se duchaba se inventaría algo para despistarlo mientras ella buscaba una solución a su problema.
El aroma a café recién hecho la empujó a salir del inmaculado cuarto de baño. Pasó por delante de un dormitorio a su izquierda y de otro a su derecha, cada uno con las mismas paredes encaladas y la misma decoración en azul y blanco. Todo era muy sencillo, y la ausencia de florituras dotaba a aquella vieja casa de techos bajos de un aspecto alegre y desenfadado.
El aroma tuvo un efecto reconstituyente en Tish. También se animó al pensar que aquel hombre no iba a insinuársele, y menos con la ropa que llevaba puesta. La camisa de lana a cuadros rojos y grises le llegaba hasta casi la rodilla. Ni siquiera le hubiera hecho falta ponerse los pantalones grises a juego, pero de todos modos lo hizo; se subió el dobladillo para no pisárselo y se ató el cordel de la cinturilla lo más apretado posible. Con aquel conjunto y un par de calcetines de lana gorda se acercó en silencio por el pasillo hacia el olor a café y el sonido de su voz.
–¿Mañana? Esta noche sería preferible, Lester –siguió una pausa–. Mañana. Entiendo. Letha siempre piensas que te vas a ir con otra mujer. Claro, con lo guapo que eres –suspiró–. Sí, tráela para acá. No estoy seguro de dónde estará. Estoy a punto de llamar a Bess Blakeley para ver si ella puede… –Tish se acercó a la puerta y lo vio frunciendo el ceño en ese momento–. ¿Eso le pasó? Vaya, pobrecilla. Qué mala suerte. Mañana me pasaré a verla. ¿Sigue Doobie Winslow hospedando a gente? Ah, sí, está en Florida. Mmm.
Tish miró el despacho del sheriff que era bien distinto al resto de la casa. Las paredes eran de madera oscura, cubiertas por un montón de estanterías; también había una mesa de escritorio y un par de butacas de cuero marrón. En medio de las butacas había una pequeña mesa redonda y en el centro de esta una fuente de cristal llena de caramelos.
Tish se sentó en una de las butacas. El cuero crujió de lo viejo que estaba, pero era cómoda y agradable. Dobló las piernas y se sentó sobre los pies.