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Exponente difícilmente superable de la divulgación científica bien hecha, Cuántica: Guía de perplejos propone una aproximación global a la física cuántica -la ciencia física moderna de lo ultra-microscópico-, superando los grandes vicios que lastran la difusión de esta disciplina: el historicismo y el sensacionalismo. A lo largo de sus páginas y con la franqueza que caracteriza a la ciencia en estado puro, Jim Al-Khalili despliega con toda humildad y simpatía el panorama de lo que se sabe y lo que no se sabe, y describe los fundamentos básicos de la física cuántica, sus bases experimentales y teóricas, traza los rasgos relevantes de su historia, dedica un espacio considerable a discutir las contradicciones (aparentes o reales) entre esta ciencia y el sentido común, y culmina con capítulos dedicados a las aplicaciones prácticas y las perspectivas de futuro.
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Seitenzahl: 445
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Jim Al-Khalili
Cuántica
Guía de perplejos
Agradecimientos
Introducción
1.Truco de magia con la naturaleza.Esferas de fulereno y el experimento de la doble rendija, por Markus Arndt y Anton Zeilinge
2.Orígenes
3.La probabilidad y el azar.Desintegración radiactiva, por Ron Johnson
4.Conexiones misteriosas.Caología cuántica, por Michael Berry
5.Mirar y ser mirado
6.El gran debate.La realidad cuántica según De Broglie y Bohm, por Chris Dewdney
7.El mundo subatómico.Componentes esenciales, por Frank Close
8.En busca de la teoría definitiva.Pongamos el acento en lo negativo, por Paul Davies
9.La cuántica en acción.Condensados de Bose-Einstein, por Ed Hinds. Mecánica cuántica y biología, por Johnjoe McFadden
10.Hacia el nuevo milenio.Computación cuántica, por Andrew Steane
Bibliografía adicional
Créditos
Diversos amigos y compañeros me han ayudado enormemente para la redacción de este libro. En primer lugar y ante todo debo dar las gracias a mi esposa, Julie, y mis hijos, David y Kate, por su apoyo y comprensión durante las numerosas tardes y fines de semana de los dos últimos años que tuve que encerrarme a solas con mi ordenador. También me siento muy en deuda con las siguientes personas por suministrarme ensayos, o por leer y comentar parte o la totalidad del manuscrito, por brindarme su consejo y sugerencias, así como por la corrección de numerosos errores. Son, por orden alfabético: Jeremy Alam, Julie Al-Khalili, Nazar Al-Khalili, Reya Al-Khalili, David Angel, Marcus Arndt, Michael Berry, Frank Close, Paul Davies, Jason Deacon, Chris Dewdney, Gregers Hansen, Deen Harman, Ed Hinds, Ron Johnson, Greg Knowles, Johnjoe MacFadden, Ray Mackintosh, Abdel-Aziz Matani, Gareth Mitchell, Andrew Steane, Paul Stevenson, Ian Thompson, Patrick Walsh, Richard Wilson y Anton Zeilinger. Como es natural, los errores que puedan haber quedado son únicamente responsabilidad mía. Por último, quisiera manifestar un agradecimiento especial a mi editor de Weidenfeld & Nicolson, Nic Cheetham, por toda su ayuda.
Dedico este libro a mi padre, a quien, entre otras muchas cosas, le debo que me hablara por primera vez de una extraña teoría llamada mecánica cuántica.
Durante la adolescencia fui un ávido lector de una revista llamada The Unexplained [«Lo inexplicado»] que estaba repleta de supuestos avistamientos de ovnis, historias del Triángulo de las Bermudas, y otros fenómenos paranormales semejantes. Recuerdo el estremecimiento de entusiasmo que me recorría cuando abría cada número para corroborar que el mundo estaba lleno de sucesos extraños y fabulosos que nadie entendía. Lo mejor de todo eran las fascinantes fotografías que parecían tomadas con cámara barata y mano temblorosa en plena noche y en medio de una densa niebla. En teoría probaban la existencia de platillos volantes, apariciones espectrales y monstruos del lago Ness. Recuerdo sobre todo la mórbida imagen de los restos carbonizados de un pie separado del cuerpo de una anciana, aún dentro de su cálida pantufla y próximo a un cúmulo de cenizas en una sala de estar; fue lo único que quedó de un episodio de «combustión humana espontánea».
No tengo ni idea de si aquella revista sigue publicándose hoy en día (lo cierto es que hace mucho que no la veo), pero no ha cesado la fascinación del público por toda clase de fenómenos paranormales que la ciencia no parece haber logrado etiquetar, clasificar y empaquetar. Da la impresión de que mucha gente se siente cómoda sabiendo que aún quedan rincones de nuestro universo que resisten el avance inexorable de la ciencia, donde lo mágico, lo misterioso y lo ajeno a este mundo aún perduran y prosperan.
Es una pena; me parece frustrante que todos los logros de la ciencia para explicar y racionalizar la multitud de fenómenos que acaecen en el universo se consideren a veces como algo de lo más cotidiano o carente de prodigio. Un físico que hizo hincapié en esto mismo fue Richard Feynman, quien recibió el premio Nobel en 1965 por sus aportaciones para desentrañar la naturaleza de la luz. Feynman escribió:
Los poetas dicen que la ciencia resta belleza a las estrellas, simples globos de átomos de gas. Nada es «simple». También yo contemplo las estrellas una noche desierta y las siento. Pero ¿veo menos o veo más? [...] ¿Cuál es el patrón estructural, o el significado, o el porqué? No se estropea el misterio por saber algo más sobre él. Porque la verdad es mucho más fabulosa de lo que cualquier artista del pasado la imaginó. ¿Por qué no hablan de ella los poetas actuales?
En estos días en que la ciencia se ha popularizado tanto que el público puede acceder a ella mediante libros, revistas, documentales de televisión e internet, creo que se está produciendo un cambio de actitud. Pero aún queda una región de la ciencia que no se puede racionalizar en su totalidad usando el lenguaje cotidiano, o explicar recurriendo a conceptos simples, fáciles de asimilar, o a cortes de entrevistas. No me refiero a ninguna idea especulativa a medio hacer basada en argumentos seudocientíficos, como la percepción extrasensorial o, peor aún, la astrología. Al contrario, el tema en cuestión cae dentro de la corriente principal de la ciencia. De hecho, es una materia de estudio tan omnipresente, tan esencial para comprender la naturaleza, que sirve de base a gran parte de todas las ciencias físicas. Se describe mediante una teoría cuyo descubrimiento supuso, sin lugar a dudas, el avance científico individual más importante del siglo xx. Por alguna curiosa coincidencia, también es el tema de este libro.
La mecánica cuántica es extraordinaria por dos razones que parecen contradictorias. Por un lado, es tan esencial para comprender el funcionamiento del mundo, que ocupa el mismísimo núcleo de la mayoría de los avances tecnológicos logrados durante el último medio siglo. Por otro lado, ¡nadie parece saber exactamente qué significa!
Cuando tratamos con el mundo cuántico realmente nos adentramos en un territorio extraordinario. Un ámbito donde parece haber libertad para elegir cualquiera de entre cierto número de explicaciones para lo observado, cada una de ellas tan asombrosamente rara a su modo, que hasta las historias de abducciones alienígenas suenan perfectamente razonables.
Si la gente supiera lo frustrante pero asombrosa que es la extraordinaria naturaleza del mundo cuántico, si supiera que la sólida realidad que conocemos descansa sobre la frágil base de una realidad insondable y fantasmagórica subyacente, entonces ya no necesitaría las historias sobre el Triángulo de las Bermudas o sobre manifestaciones poltergeist; los fenómenos cuánticos son mucho más extraños. Y mientras casi todos los incidentes paranormales registrados se explican nada más que con una pizca de sentido común, la teoría cuántica se ha probado, espoleado y demostrado de todas las formas imaginables durante casi cien años. Es una pena que ninguna de las predicciones de la mecánica cuántica haya figurado, hasta donde yo sé, en algún número de The Unexplained.
Debo aclarar desde el principio que la teoría de la mecánica cuántica no es lo raro o ilógico. Al contrario, la teoría es una construcción matemática con una precisión y una lógica preciosas que brinda una descripción magnífica de la naturaleza. De hecho, sin la mecánica cuántica no entenderíamos los fundamentos de la química moderna, ni de la electrónica, ni de la ciencia de materiales. Sin la mecánica cuántica no habríamos inventado el chip de silicio ni el láser; no habría televisores, computadoras, hornos de microondas, reproductores de CD y DVD, teléfonos móviles, y muchas otras cosas que damos por hechas en nuestra era tecnológica.
La mecánica cuántica predice y explica con exactitud asombrosa el comportamiento de los verdaderos elementos esenciales de la materia (no ya los átomos, sino las partículas que forman los átomos). Nos ha brindado un conocimiento muy preciso y casi completo de cómo interaccionan entre sí las partículas subatómicas, y de qué manera se enlazan para conformar el mundo que observamos a nuestro alrededor, y del cual, por supuesto, formamos parte.
Por tanto, parece que estamos ante una pequeña contradicción. ¿Cómo puede una teoría científica ser tan buena explicando tantos «cómos» y «porqués», y sin embargo ser tan oscura?
La mayoría de los físicos que usan las reglas y las fórmulas matemáticas de la mecánica cuántica de manera cotidiana dirán que no tienen ningún problema con ella. Después de todo, saben que funciona. Nos ha ayudado a entender la inmensa variedad de fenómenos de la naturaleza, su estructura y formulación matemática es precisa y bien conocida y, a pesar de los numerosos intentos de muchos que han dudado de ella, ha superado con brillantez todas las pruebas experimentales imaginables a las que la han sometido. De hecho, no es nada infrecuente que los físicos se irriten con los colegas que aún se sienten incapaces de asimilar la naturaleza extraña y contraria a la intuición del mundo subatómico que nos impone la teoría. Al fin y al cabo, ¿qué derecho tenemos a esperar que la naturaleza se comporte a la escala increíblemente diminuta de los átomos de una manera que nos resulte familiar a partir de nuestras experiencias cotidianas a la escala de humanos, coches, árboles y edificios? No es que la teoría de la mecánica cuántica sea una descripción rara de la naturaleza, sino que la naturaleza de por sí se comporta de un modo sorprendente y al margen de lo intuitivo. Y si la mecánica cuántica nos brinda las herramientas teóricas para comprender todo lo que observamos, entonces no tenemos derecho a culpar a la naturaleza (o a la teoría) de nuestra estrechez de miras intelectual.
Muchos físicos, en una actitud que yo considero más bien acientífica, se impacientan con quienes persiguen una interpretación más intuitiva de la mecánica cuántica. Dirán: «¿Por qué no te limitas a callarte y usar las herramientas cuánticas para emitir predicciones sobre resultados de experimentos? Es una pérdida de tiempo inútil empeñarse en esclarecer por completo algo que no se puede verificar de forma experimental».
De hecho, la interpretación estándar de la mecánica cuántica (la que se suele enseñar a todos los estudiantes de física) lleva incorporada una serie de reglas y condiciones estrictas de acatamiento obligado respecto al tipo de información que es posible extraer de la naturaleza, dada una configuración experimental concreta. Sé que esto sonará innecesariamente enrevesado para aparecer tan pronto en el libro, pero debe entender usted desde el principio que la mecánica cuántica no se parece a ningún otro empeño intelectual humano, ni anterior ni posterior a ella.
Como la mayoría de los físicos, he dedicado muchos años a reflexionar sobre la mecánica cuántica, tanto desde el punto de vista del profesional investigador en activo, como desde la perspectiva de quien tiene interés por su significado más profundo, el campo que se conoce como los fundamentos de la mecánica cuántica. Tal vez los aproximadamente veinte años que llevo bregando con la mecánica cuántica no hayan bastado aún para que la «asimile». Pero creo que he oído a bastantes participantes del debate (y créame que aún continúa a pesar de las optimistas y, en ciertos aspectos, falsas afirmaciones en contra por parte de quienes defienden una interpretación determinada) como para, cuando menos, apartarme de la polémica. La mayoría de lo que trato en este libro no es, espero, controvertido, y cuando abordo cuestiones de plena actualidad, procuro adoptar una postura neutral y objetiva. Yo no defiendo ninguna interpretación en particular de la mecánica cuántica, pero sí que tengo ideas muy claras sobre la materia. Usted, por supuesto, es libre de discrepar de ellas, pero estoy seguro de que lo convenceré, a menos que pertenezca usted a la brigada «calcula y calla», en cuyo caso no debería estar leyendo este libro ¡sino haciendo algo más útil en su lugar!
Lo único que diré por ahora es que mi variante preferida se llama interpretación «calla mientras calculas». De esta manera tengo entera libertad para preocuparme por la mecánica cuántica cuando no estoy ocupado usándola.
Pero este libro no trata tan solo sobre el significado de la mecánica cuántica. También ahonda en sus logros, tanto a la hora de explicar numerosos fenómenos, como en lo referido a sus muchas aplicaciones prácticas pasadas, presentes y futuras en la vida cotidiana. De ahí que el viaje nos lleve desde la filosofía, la física subatómica y las teorías de muchas dimensiones hasta el mundo de alta tecnología de los láseres y microchips y el extraordinario horizonte de la magia cuántica del mañana.
Aunque espero que todo esto suene fascinante, es natural que los novatos absolutos en la materia se pregunten en primer lugar de qué va todo este embrollo. Hay muchas maneras de poner de relieve la extraña naturaleza de la mecánica cuántica, algunas de ellas proceden de ejemplos cotidianos con los que estamos familiarizados y que damos por hecho, mientras que otras recurren a «experimentos mentales»: situaciones ideales que pueden tenerse en cuenta sin necesidad de reproducirlas realmente en un laboratorio. De hecho, nada explica el misterio de la mecánica cuántica con tanta firmeza y belleza como el experimento de la doble rendija. Así que empezaré por ahí.
Antes de introducir demasiada ciencia desde ya en el libro, describiré un experimento sencillo. Sospecho que le sonará un poco a magia, y es posible de hecho, que no llegue a creerse una sola palabra; eso depende de usted. Como cualquier mago que se precie, en esta fase no desvelaré exactamente cómo y por qué funciona. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con los trucos de magia, poco a poco, a medida que se desarrolle la historia, usted empezará a notar por su cuenta que aquí no hay juegos de manos, ni espejos ocultos, ni compartimentos secretos. De hecho, debería llegar a la conclusión de que no existe ninguna explicación racional para que las cosas puedan ser tal como yo las describo.
Dado que solo puedo usar adjetivos como «raro», «extraño» y «misterioso» en contadas ocasiones, no perderé más tiempo con esta fanfarria y entraré en materia. Lo que describiré es un experimento real y usted deberá creer que lo que se ve no es mera especulación teórica. El experimento es fácil de hacer con el dispositivo adecuado y se ha efectuado muchas veces de muchas formas distintas. También es importante señalar que deberé describir el experimento, no desde la ventaja de quien entiende la física cuántica, sino desde el punto de vista del lector que aún no sabe qué esperar o cómo asimilar los insólitos resultados. Daré por supuesto que usted intentará racionalizar los resultados de manera lógica a medida que avancemos de acuerdo con lo que tal vez usted considere de sentido común, lo cual difiere bastante del modo en que explicaría las cosas un experto en física cuántica. Eso vendrá después.
En primer lugar debo decir que el truco, si es que puedo llamarlo truco a estas alturas, podría realizarse simplemente arrojando luz sobre una pantalla especial; y, de hecho, así es como se describe en numerosos textos. Sin embargo, resulta que la naturaleza de la luz es muy extraña de por sí, lo que resta teatralidad al resultado. En el colegio aprendimos que la luz se comporta como una onda; puede estar formada por distintas longitudes de onda (que arrojan los distintos colores del espectro visibles en un arco iris). Exhibe todas las propiedades propias de las ondas, como la interferencia (cuando dos ondas se mezclan), la difracción (las ondas se abren y se desparraman cuando se las obliga a pasar por un hueco estrecho), y la refracción (la desviación que experimenta una onda al atravesar distintos medios transparentes). Estos fenómenos guardan relación con la manera en que se comportan las ondas cuando se topan con una barrera o cuando se cruzan entre sí. Si digo que la luz es extraña es porque no todo se reduce a ese comportamiento de onda. De hecho, Einstein fue galardonado con el Premio Nobel por demostrar que la luz exhibe en ocasiones un comportamiento muy distinto al de las ondas, pero ahondaremos más en ello en el próximo capítulo. Para el truco de las dos rendijas podemos admitir que la luz es una onda, lo cual no arruinará lo realmente bueno de él.
Primero se lanza un haz de luz sobre una pantalla provista de dos rendijas estrechas que permitan que parte de luz pase hasta una segunda pantalla donde se verá un patrón de interferencia. Este patrón consiste en una serie de bandas claras y oscuras debidas a la manera en que cada onda individual de luz se propaga desde las dos rendijas, se superpone y se funde con otras antes de alcanzar la pantalla del fondo. Allí donde confluyen dos crestas (o valles) de onda, se unen y dan lugar a una cresta (o valle) mayor que se corresponde con luz más intensa y, por tanto, con una banda clara en la pantalla. Pero allí donde la cresta de una onda coincide con el valle de otra, ambas ondas se anulan y dan como resultado una zona oscura. En medio de estos dos extremos queda algo de luz que genera una mezcla gradual de ambos patrones en la pantalla. Por tanto, el hecho de que aparezca el patrón de interferencia se debe tan solo a que la luz se comporta como una onda que atraviesa simultáneamente amabas rendijas. Hasta aquí, ningún problema, espero.
Ahora efectuaremos un experimento similar con arena. Esta vez, la segunda pantalla se colocará debajo de la que porta las rendijas, y la gravedad hará el resto. A medida que la arena se precipita sobre la primera pantalla, se van formando dos montículos diferenciados sobre la otra pantalla justo debajo de cada rendija. No hay nada raro aquí, puesto que cada grano de arena tiene que pasar a través de una u otra rendija; como en este caso no se trata de ondas, no se produce ninguna interferencia. Ambos montículos de arena tendrán la misma altura, si ambas rendijas son del mismo tamaño y la arena se vierte desde una posición elevada y centrada sobre ellas.
La luz que alumbra a través de dos rendijas estrechas formará un patrón de franjas sobre la pantalla debido a la interferencia entre las ondas de luz que salen de las rendijas. Esto solo ocurrirá, por supuesto, si la fuente de luz es «monocromática» (produce luz de una sola longitud de onda).
Ahora llega la parte interesante: repetir el truco con átomos. Un instrumento especial (que llamaremos pistola atómica, a falta de un nombre mejor) lanza un haz de átomos contra una pantalla provista de dos rendijas adecuadas1. Y, por otro lado, la segunda pantalla está tratada con un revestimiento que crea una manchita clara cada vez que un átomo choca contra ella.
Como es natural, los granos de arena no se comportan como ondas, y forman dos montículos debajo de las rendijas.
Desde luego no es necesario decir que los átomos son entidades increíblemente minúsculas y que, por tanto, está claro que deberían comportarse de forma similar a la arena, y no como ondas en propagación, capaces de abarcar ambas rendijas al mismo tiempo.
En primer lugar practicamos el experimento con una sola rendija abierta. No es de extrañar que obtengamos sobre la pantalla del fondo un estarcido de manchas claras situadas justo detrás de la rendija abierta. La ligera dispersión de este estarcido de manchas podría extrañarnos si ya sabemos algo sobre el comportamiento de las ondas, puesto que eso es lo que le ocurre a una onda cuando atraviesa una rendija estrecha (difracción). Sin embargo, podemos convencernos con rapidez de que aún no hay motivo para preocuparse demasiado, puesto que algunos de los átomos pudieron desviarse al rozar los bordes de la rendija, en lugar de atravesarla limpiamente, y eso explicaría la difusión.
A continuación abrimos la segunda rendija y esperamos a que se formen las manchas sobre la pantalla. Si le pido ahora que prediga la distribución que tendrán las manchas claras que se formen, naturalmente dirá usted que se parecerán a los dos montones de arena. Es decir, que detrás de cada rendija se formará una concentración de manchas que dará lugar a dos acumulaciones claras bien diferenciadas, más claras por el centro y que se desvanecen progresivamente hacia los bodes a medida que los «impactos» de átomos se vuelven más escasos. El punto central situado entre ambas manchas claras será oscuro, porque se corresponderá con una zona de la pantalla igualmente difícil de alcanzar para los átomos que hayan conseguido pasar a través de cualquiera de las dos rendijas.
Pues bien, sorpresa, sorpresa: los átomos no se comportan de ese modo. Lo que veremos será un patrón de interferencia de franjas claras y oscuras como el que obtuvimos con la luz. Lo crea o no, la parte más clara de la pantalla ocupará la zona central ¡donde no esperábamos que lograra incidir ningún átomo!
Podríamos intentar explicar cómo se formó el patrón del siguiente modo. Aunque un átomo sea una partícula minúscula bien localizada (al fin y al cabo, cada átomo impacta contra la pantalla en un único punto) da la impresión de que la corriente de átomos consipiró de alguna manera para comportarse de un modo parecido a una onda. Chocan contra la primera pantalla y los que consiguen cruzarla a través de las rendijas «interfieren» en la trayectoria de los demás, mediante fuerzas atómicas, de un modo que emula con exactitud el patrón que se produce cuando se juntan los valles y las crestas de dos ondas. Puede que los átomos choquen entre sí de una forma coordinada especial que haga que se guíen los unos a los otros hasta la pantalla. No cabe ninguna duda, cabría razonar, de que los átomos no son como ondas que se propagan (como las ondas lumínicas, o las olas en el agua, o las ondas de sonido); pero tal vez tampoco debamos esperar que se comporten igual que los granos de arena.
Ahora repetiremos el experimento con átomos. Al tapar una de las rendijas, los átomos solo pasan a través de la que queda abierta. La distribución de puntos indica dónde han aterrizado los átomos. Aunque esta pequeña difusión se debe en realidad a una propiedad de las ondas llamada difracción, aún podría aducirse que los átomos se comportan como partículas y que el resultado obtenido no difiere del exhibido por los montículos de arena.
Y aquí es donde se desmorona ese argumento tranquilizador. Para empezar, se ve que el patrón de franjas sobre la pantalla del fondo guarda cierta relación con la manera en que dos ondas interfieren. Tal como sucede con las ondas normales, sus detalles dependen de la anchura de las rendijas, la separación entre ellas y la distancia hasta la pantalla del fondo.
Esto no prueba de por sí que los átomos se estén comportando como ondas. Sin embargo, el experimento de la doble rendija no se ha realizado tan solo con muchos átomos, sino que también se ha ejecutado con átomos individuales, ¡lanzando solo uno cada vez! Es decir, solo cuando se ve la claridad en la pantalla del fondo que indica la llegada de un átomo en cuestión, se lanza el siguiente, y así sucesivamente, de manera que en cada ocasión solo hay un átomo viajando a través del dispositivo. Cada átomo que consigue cruzar las rendijas deja una minúscula mancha de luz localizada en algún lugar de la pantalla. En la práctica, la mayoría de los átomos se queda bloqueada en la primera pantalla, en lugar de pasar a través de las estrechas rendijas, así que solo nos interesan aquellos que logran rebasarlas.
Lo que vemos es bastante increíble. Progresivamente van apareciendo las manchas en la pantalla y poco a poco se forman las bandas claras características de un patrón de interferencia allí donde hay una alta densidad de manchas. Entre esas bandas hay regiones oscuras en las que aterrizan muy pocos o ningún átomo.
Parece que ya no se sostiene la explicación de que los átomos que salen por una rendija chocan con los átomos que salen por la otra. El patrón de interferencia ya no puede surgir como resultado de un comportamiento colectivo. Entonces ¿qué es lo que pasa? Lo más espectacular de este resultado es que hay partes de la pantalla del fondo a las que llegaban los átomos cuando solo estaba abierta una rendija. Al abrir la segunda rendija, los átomos cuentan con otra vía de acceso, así que cabría esperar que aumentaran las posibilidades de que los átomos lleguen a esas partes. Sin embargo, cuando ambas rendijas están abiertas, tampoco llega a ellas ningún átomo. De alguna manera, si cada átomo atraviesa verdaderamente una sola de las rendijas, tiene que saber de antemano si la otra está abierta o no ¡y actuar en consecuencia!
Recapitulemos: cada átomo que dispara la pistola sale de ella en forma de partícula microscópica «localizada» y llega a la segunda pantalla también como partícula, tal como evidencia el minúsculo destello de luz que aparece a su llegada. Pero cuando se topa con las dos rendijas, en el medio pasa algo misterioso, algo parecido al comportamiento de una onda en propagación que se divide en dos componentes, cada una de las cuales atraviesa una de las rendijas e interfiere con la otra cuando están al otro lado. ¿De qué otra manera racional podría lograrse que el átomo supiera que hay abiertas dos rendijas a la vez?
Cuando hacía trucos de magia en las fiestas de cumpleaños de mis hijos (ya son muy mayores para pasar tanto bochorno), siempre había unos cuantos listillos que afirmaban saber cómo funcionaba el truco. Insistían en mirarme las mangas, buscar detrás de la pantalla y debajo de la mesa para pillarme. Ese comportamiento por lo común fastidioso es el que se fomenta en los experimentos científicos. Así que comprobemos las mangas de la naturaleza escondidos detrás de una de las rendijas para ver qué hacen en realidad los átomos. Podemos conseguirlo poniendo un detector de átomos detrás de una de las rendijas, de manera que absorba cualquier átomo que pase a través de ella. Comprobaremos que atrapa un átomo de vez en cuando. Nunca pillará solo un trozo de un átomo. Atrapar fragmentos demostraría al menos que «el resto del átomo» pasó a través de la otra rendija. A veces, por supuesto, pasará algún átomo por la otra rendija, tal como revelará la aparición de un punto de luz sobre la pantalla. Como es natural, la acumulación de muchos puntos en la pantalla no tendrá ahora el aspecto de un patrón de interferencia, puesto que los átomos solo están atravesando una de las rendijas, tal como ocurría en la primera parte del experimento cuando solo estaba abierta una de ellas. Ahora, en lugar de cerrar la segunda rendija, hemos atrapado con el detector todos los átomos que habrían pasado por ella.
Derecha: Con ambas rendijas abiertas, se disparan átomos de uno en uno. Hasta que se ve aparecer un punto en la pantalla del fondo no se lanza el siguiente átomo. Cada átomo parece caer en un lugar aleatorio de la pantalla y, de entrada, no se forma ningún patrón claro. Poco a poco, a medida que aumenta el número de puntos, va apareciendo un patrón de interferencia en forma de bandas. ¿Qué está pasando? ¿Cómo pueden conspirar los átomos para crear el patrón resultante de un comportamiento típico de ondas? Parece que cada átomo tiene más posibilidades de caer en ciertas regiones que en otras. Está claro que en la propagación de un solo átomo interviene algún proceso parecido al de las ondas, pero el patrón de interferencia solo aparece cuando una sola onda atraviesa a la vez ambas rendijas. ¿Cómo es posible que un átomo minúsculo, que sale de la pistola en forma de partícula localizada e impacta contra la pantalla en un punto definido, pase a través de ambas rendijas al mismo tiempo?
Ahora debería empezar a dudar usted de la veracidad de lo que estoy diciendo. Una cosa es que por arte de magia los átomos se transformen de partículas diminutas en ondas en propagación cada vez que se encuentran con dos rutas posibles por las que atravesar la primera pantalla. Puede que se produzca algún proceso físico que todavía no ha explicado nadie. Y otra cosa completamente distinta es insinuar que el átomo se da cuenta de alguna manera de que hay un detector oculto tras una de las rendijas dispuesto a atraparlo en el momento en que adopte el estado de onda en propagación. Es como si supiera de antemano que estamos al acecho para tenderle una emboscada y ¡tuviera la picardía de mantener su naturaleza de partícula!
Pero lo cierto es que ni siquiera así hemos añadido nada nuevo al experimento inicial. Supuestamente, el detector tiene de alguna manera la capacidad de convertir un átomo con forma de onda en propagación en una partícula localizada tal como hace la pantalla del fondo cada vez que recibe un átomo.
El detector se puede colocar de un modo menos invasivo, de tal modo que logre captar una «señal» cuando un átomo atraviese esa rendija en su trayectoria hacia la pantalla. Si no detecta ningún átomo pero aparece un impacto en la pantalla del fondo, entonces el átomo pasó por la otra rendija2. Por supuesto, estoy simplificando mucho; más adelante veremos que el detector no puede captar una señal sin ser muy invasivo.
Por tanto, tal vez piense usted que al fin tenemos la prueba de que cada átomo pasa en realidad a través de una sola de las rendijas, tal como tenemos todo el derecho a esperar, y no simultáneamente por las dos, como una onda en propagación. Pero antes de que nos invada la complacencia, echemos una ojeada a la pantalla. Cuando una cantidad suficiente de átomos induce una señal en el detector al pasar a través de la rendija supervisada y, por tanto, nos hemos convencido de que la mitad pasó por una rendija y la otra mitad cruzó por la otra, nos encontraremos con que ¡el patrón de interferencia ha de- saparecido! En su lugar no habrá más que dos manchas claras debidas a la concentración de un montón de átomos detrás de cada rendija. Los átomos se están comportando ahora como partículas, igual que los granos de arena. Es como si cada átomo se comportara como una onda cuando se encuentra ante una rendija, a menos que lo estemos espiando, en cuyo caso permanece como minúscula partícula inocente. De locos, ¿no?
Desde luego puede que sea usted una persona muy exigente y que ni siquiera ahora considere todo esto demasiado sorprendente. Tal vez la mera presencia de un gran detector en el camino de los átomos altere de algún modo su extraño y frágil comportamiento. Pero parece que el problema no es ese, porque al apagar el detector (y, por tanto, cuando no tenemos ni idea de qué rendija atravesó el átomo) vuelve a aparecer el patrón de interferencia. Solo cuando se está observando el átomo, se mantiene como partícula en todo momento. Es evidente que el acto de observar el átomo es determinante.
Izquierda arriba: Al colocar un detector para saber por qué rendija pasa cada átomo, el patrón de interferencia desaparece. Es como si los átomos no quisieran que los pillaran en el momento en que toman ambos caminos a la vez, y solo pasaran por una rendija u otra. En la pantalla adyacente a las rendijas se forman dos bandas como resultado del comportamiento de partícula, algo parecido a lo que ocurre con la arena.
Izquierda abajo: Al apagar el detector ya no tenemos ninguna información sobre qué ruta sigue cada átomo. Ahora que su secreto está bien guardado, los átomos vuelven a adoptar su misterioso comportamiento de ondas y ¡aparece de nuevo el patrón de interferencia!
Por si todo esto no bastara, queda una última posibilidad en este truco. Aunque admitamos que los átomos son cositas astutas, ¡quizá no lo sean lo suficiente! ¿Qué tal si dejamos que pasen por las rendijas uno a uno, por supuesto, haciendo lo que quiera que hagan los átomos para crear el patrón de interferencia en la pantalla del fondo? Pero esta vez nos aseguraremos de pillarlos in fraganti. Los experimentos denominados de «opción retardada» permiten instalar un detector y activarlo tan solo después de que el átomo haya atravesado las rendijas. Podemos asegurarnos de ello controlando la energía de los átomos lanzados y calculando cuánto tardará cualquier átomo en alcanzar la primera pantalla.
Esta clase de experimento de opción retardada se ha realizado, de hecho, usando fotones en lugar de átomos, pero el razonamiento sigue siendo el mismo. La electrónica moderna de alta velocidad permite acercar el detector lo bastante a una de las rendijas como para que capte si el átomo ha pasado por ella, pero no se debe activar hasta que el átomo, que se comporta como una onda en propagación, haya salido por las dos rendijas, pero hay que encenderlo antes de que el átomo llegue al detector. Seguro que entonces será demasiado tarde para que el átomo decida comportarse de repente como una partícula localizada que solo ha pasado a través de una de las rendijas. Aparentemente, no. En estos experimentos se comprueba, sin embargo, que el patrón de interferencia desaparece.
¿Qué está pasando? Parece magia, y sospecho que probablemente usted no me crea. Bueno, los físicos han dedicado muchos años a encontrar una explicación lógica para lo observado. Aquí es donde debo tener cuidado para matizar a qué me refiero con «explicación lógica». Uso esta expresión en el sentido laxo que tiene en la vida cotidiana, cuando significa una explicación que se sitúa con comodidad dentro de los límites de lo que consideraríamos racional, razonable y sensato, y que no contradice o entra en conflicto con el comportamiento de otros fenómenos que experimentamos de manera más directa.
De hecho, la mecánica cuántica nos brinda una explicación perfectamente lógica del truco de las dos rendijas. Pero solo sirve para explicar lo observado y no lo que ocurre cuando no estamos mirando. Pero, como lo único que tenemos para avanzar es lo que podemos ver y medir, tal vez no tenga sentido plantearse nada más. ¿Cómo se valora la legitimidad o la verdad de la explicación de un fenómeno que no se puede comprobar jamás, ni tan siquiera en principio? En cuanto lo intentamos, alteramos el resultado.
Quizá le esté pidiendo demasiado a la palabra «lógico». Al fin y al cabo, hay muchos ejemplos de la vida cotidiana en los que podría considerarse el comportamiento de algo como ilógico o irracional. Lo único que significa eso es que dicho comportamiento fue, en cierto modo, inesperado. Con el tiempo deberíamos ser capaces, en principio, de analizar el comportamiento en términos de causa y efecto; que ocurre esto y, por tanto, ocurre lo otro como consecuencia, y así sucesivamente. No importa lo compleja que sea la cadena de sucesos que conduzca a cierto comportamiento, ni tan siquiera que seamos capaces de entender por completo cada paso. Lo que importa es que, en cierta manera, lo observado se puede explicar. Puede que estén actuando nuevos procesos, nuevas fuerzas o propiedades de la naturaleza que aún no se han comprendido o ni siquiera descubierto. Lo único que importa es que podemos usar la lógica, por muy enrevesada que sea, para explicar lo que posiblemente está sucediendo.
Los físicos se han visto obligados a admitir que, en el caso del truco de la doble rendija, no existe ninguna salida racional. Podemos explicar lo que vemos, pero no su porqué. Por muy extrañas que nos parezcan las predicciones de la mecánica cuántica, debemos hacer hincapié en que lo raro no es la teoría (una invención humana), sino que es la propia naturaleza la que insiste en esa extraña realidad a una escala microscópica.
Hace unos años leí que los estadounidenses habían elegido por votación el poema de Robert Frost titulado «El camino que no tomé» como el más popular de todos los tiempos. Frost, considerado desde hace mucho tiempo el poeta estadounidense más apreciado del siglo XX, pasó la mayor parte de su vida en Nueva Inglaterra, donde escribió sobre todo acerca de la vida rural en el campo de New Hampshire. Un precioso ejemplo lo constituye el poema un tanto melancólico «El camino que no tomé». En él también se habla (aunque de un modo poco intencionado por parte de Frost) sobre la mismísima esencia de lo que tiene que ser el mundo cuántico:
En un bosque amarillo divergían dos senderos
pero era imposible elegirlos los dos
por ser yo solo uno, y de pie con esmero
contemplé la apariencia que mostraba el primero
hasta donde torcía en la vegetación.
Pero opté por el otro, parecía perfecto,
pues quizá a su favor el segundo ofrecía
hierba espesa y jugosa que pedía recorrerlo
aunque el uso anterior por otros viajeros
casi igual de gastadas mantuviera ambas vías,
y las dos se mostraran en aquella mañana
tapizadas de hojas no manchadas de negro.
¡Andaré la que hoy dejo en futura jornada!
Pero todo camino hacia otro traslada,
y dudaba yo entonces de un posible regreso.
Contaré todo esto con sonoro suspiro
al cabo de las eras, quién sabe en qué lugar:
en un bosque amarillo divergían dos caminos
de los cuales tomé el menos concurrido
y esa opción me marcó ya todo lo demás.
Aunque con frecuencia nos sobren los reproches sobre las elecciones que tomamos en la vida, la mecánica cuántica nos revela una realidad muy distinta a un nivel subatómico. En un primer contacto, el mundo cuántico quizá nos parezca increíble al interpretarlo de acuerdo con las ideas preconcebidas de las experiencias cotidianas, eso que llamamos el sentido común. Pero el hecho de que los objetos cuánticos se comportan de manera extraña está fuera de toda duda. Un único átomo puede recorrer las dos sendas del bosque amarillo de Frost... los átomos no tienen nada que reprocharse; pueden tener todas las experiencias posibles simultáneamente. Lo cierto es que siguen el consejo del gran jugador estadounidense de béisbol Yogi Berra, quien dijo: «Si te encuentras con una encrucijada en el camino, tómala».
El esquiador cuántico. La verdadera rareza del comportamiento de las partículas cuánticas se hace patente al compararlas con un esquiador que, obligado a rodear un árbol interpuesto en su camino, opta por bordearlo por los dos lados al mismo tiempo. Está claro que en nuestro mundo cotidiano de árboles y esquiadores esto se interpretaría como alguna clase de tomadura de pelo. Pero en el mundo cuántico eso es lo que sucede en realidad.
Lo que hemos visto en este capítulo no es más que un ejemplo de la manera en que se manifiesta el fenómeno cuántico conocido como superposición. Podría haber descrito cualquiera de los muchos «trucos» igual de inexplicables que se basan en la superposición cuántica, junto con otros muchos rasgos fascinantes que son únicos de la esfera cuántica. Espero que este capítulo no le haya quitado las ganas de seguir con el apasionante viaje que tenemos por delante.
Esferas de fulereno y el experimento de la doble rendija
Markus Arndt y Anton Zeilinger, Departamento de Física de la Universidad de Viena
Solemos imaginar un cuerpo físico como un objeto localizado, mientras que la noción de onda está íntimamente vinculada a algo extendido y deslocalizado. En contra de esta concepción habitual, la física cuántica afirma que ambas nociones, aunque parezcan contradictorias, se pueden aplicar a un único objeto en un único experimento.
En tiempos recientes hemos perfeccionado ese experimento con grandes moléculas de carbono llamadas esferas de fulereno. Cada una de estas moléculas, conocidas como C60 y C70, contiene 60 o 70 átomos de carbono cuya disposición forma las réplicas más pequeñas que se conocen de un balón de fútbol, con un diámetro que no supera una millonésima de milímetro. A pesar de su minúsculo tamaño, estas moléculas constituyen los objetos más masivos que se han empleado jamás para demostrar hasta la fecha la naturaleza ondulatoria de la materia.
El experimento se efectúa del siguiente modo. La fuente de moléculas es un simple horno lleno de carbono pulverizado. Las moléculas salen por un orificio, como cuando el vapor de agua se escapa por la boca de una tetera. Después atraviesan dos rendijas de colimación en dirección a un detector láser de alta resolución que se puede desplazar para registrar la distribución espacial del haz molecular.
Durante el recorrido hacia el detector, las moléculas pueden hallarse ante tres posibilidades distintas: o bien ningún obstáculo en absoluto, o una rendija muy estrecha o una rejilla muy fina, que es una membrana con varias rendijas.
El perfil del haz molecular en el primer caso, el «vacío», es un único pico estrecho que concuerda a la perfección con nuestras ingenuas expectativas, suponiendo que cada molécula pueda considerarse como una pelota clásica en vuelo libre.
Sin embargo, la primera rareza ocurre en el segundo caso: si situamos una única rendija muy estrecha (de 70 nanómetros –millonésimas de milímetro– de ancho) entre la fuente emisora y el detector, obtenemos un perfil en la pantalla que difiere del caso en el que no había nada. Apreciamos un intenso ensanchamiento (en lugar del estrechamiento que sería de esperar si las moléculas no fueran más que meros balones de fútbol de tamaño reducido. Esta es una consecuencia de la difracción, una propiedad de las ondas.
La situación se vuelve aún más extraña cuando sustituimos la estrecha rendija por una rejilla. Esta estructura consiste en varias aberturas, ligeramente más estrechas (en concreto 50 nanómetros) que la primera rendija. Las rendijas se encuentran a intervalos regulares (unos 50 nanómetros de separación entre ellas). Si las moléculas fueran meras partículas lo esperable sería un aumento de la señal en todas las regiones de la pantalla. Pero, para sorpresa de nuestro sentido común, ahora nos encontramos con que hay lugares donde difícilmente se detecta siquiera una molécula.
La apertura de dos o más vías en la pared, en lugar de solo una, reduce el número de moléculas detectadas en determinados sitios. Se trata de algo muy contrario a la intuición; no se puede explicar con el modelo de las pelotas clásicas que siguen trayectorias bien definidas, sino que concuerda a la perfección con un modelo basado en que las moléculas individuales tienen naturaleza ondulatoria. Aquí se pierde el concepto de «trayectoria», y las moléculas logran explorar de forma simultánea un espacio extenso que es varios órdenes de magnitud mayor que la molécula en sí, lo que da lugar a la interferencia cuántica.
Es importante constatar que las señales captadas por el detector están bien localizadas y que el lugar donde impacta cada molécula individual es absolutamente aleatorio, hasta donde puede afirmarse. Y sin embargo, el extraño patrón ondulatorio se va formando a medida que impactan cada vez más y más moléculas en el detector.
1. En realidad las rendijas tienen que ser estrechas y estar muy próximas entre sí. Estos experimentos se efectuaron en la década de 1990 con una lámina de oro a modo de pantalla y con rendijas del orden de un solo micrómetro (una milésima de milímetro) de ancho.
2. Parto del supuesto de que el detector tiene un 100% de efectividad y que se activará siempre que un átomo pase por la rendija que está vigilando.
Muchos libros de divulgación científica, e incluso manuales de física, tienden a difundir dos mitos relacionados con el origen de la mecánica cuántica. Desde luego, las exposiciones demasiado simplistas del desarrollo de la ciencia son bastante comunes, de hecho necesarias, en la enseñanza de la misma. La mayor parte del avance científico es fruto de un proceso enmarañado y lento, y su historia solo se puede contar de forma pedagógica, y no cronológica, en retrospectiva y después de haber desentrañado en su totalidad una teoría o un fenómeno. Esto requiere la destilación de ciertos acontecimientos y personalidades del conjunto, a menudo debido al impecable paquete que queda cuando se reparten los premios Nobel.
¿Y cuáles son esos dos mitos?
El primero es el relato más que simplificado e impreciso del estado de la física a finales del siglo XIX. Esa historia cuenta que los científicos de la época tenían la sensación de que habían finiquitado y explicado casi toda la física; que todos los fenómenos físicos podían entenderse en su totalidad dentro de una cosmovisión basada en el doble pilar de la mecánica y las leyes del movimiento de Newton y la teoría electromagnética recién culminada por James Maxwell. Solo faltaba poner el punto y el palote a un puñado de íes y de tes.
El segundo mito es que el físico alemán Max Planck propuso una nueva fórmula revolucionaria para describir un resultado experimental en el campo de la termodinámica3 que no podía reproducirse mediante la teoría imperante, y que de inmediato nació la revolución cuántica.
Aunque este libro no trata sobre la historia de la mecánica cuántica ni sobre las figuras implicadas en su desarrollo, en este capítulo contaré la historia de cómo y por qué surgió todo. Por tanto, aunque no pretendo detenerme demasiado en la situación de la física antes de la mecánica cuántica, es interesante intentar concretar con exactitud cuándo y cómo empezó todo. Con respecto al primer mito, lo cierto es que en los tiempos en que el siglo XIX llegaba a su fin, había tantas cuestiones que resolver y tantos fenómenos extraños que explicar que algo tenía que saltar. Físicos y químicos ni siquiera lograban ponerse de acuerdo en si la materia se componía en última instancia de átomos indivisibles, o en si era continua e infinitamente divisible. Tampoco eran capaces de decidir si la mecánica de Newton (ecuaciones que regían la interacción y el movimiento de los objetos macroscópicos4 sometidos al influjo de fuerzas) podría o no expresarse en términos de la teoría más fundamental del electromagnetismo de Maxwell.
Y por si estas cuestiones esenciales no fueran suficientes, otros campos bastante recientes de la física, como la termodinámica y la mecánica estadística5, estaban generando un encendido debate. En el terreno experimental, estaban los fenómenos sin explicación del efecto fotoeléctrico y de la radiación del cuerpo negro (los cuales describiré en breve), y nadie sabía cómo interpretar el significado de los patrones de «líneas espectrales» en la luz emitida por ciertos elementos. A todo ello hay que añadir el entusiasmo mundial que despertó el descubrimiento de los misteriosos fenómenos de los rayos X (1895) y la radiactividad (1896), por no hablar del electrón (1897). En términos generales, la física estaba hecha un embrollo monumental.
El segundo mito es que a finales del siglo XIX Max Planck revolucionó la ciencia al plantear que la energía llegaba en paquetes (llamados cuantos), un concepto que se vio obligado a introducir para entender cómo irradian calor los objetos calientes, y que al instante surgió y se puso en marcha la teoría cuántica. En realidad fue un proceso mucho menos claro. De hecho, algunos historiadores de la ciencia niegan que Planck merezca el más mínimo reconocimiento por «descubrir» la teoría cuántica6. A diferencia de muchas otras grandes revoluciones en ciencia, la mecánica cuántica no se debió al golpe de genialidad de un solo hombre. Newton tuvo su momento eureka al ver caer una manzana de un árbol en el huerto de su madre y descubrió su conocida ley de la gravitación (aunque es probable que esta anécdota fuera apócrifa). Y nadie negaría el mérito de Darwin por su teoría de la evolución, ni a Einstein por sus teorías de la relatividad. Sin embargo, el descubrimiento de la mecánica cuántica habría sido simplemente demasiado para una sola persona. Su desarrollo precisó treinta años y la fuerza intelectual combinada de las mentes más magníficas del mundo.
Antes de continuar, creo que este es un buen lugar para explicar por qué fluctúo entre «teoría cuántica» y «mecánica cuántica». La primera se usa para aludir a la situación reinante durante el periodo de 1900 a 1920, cuando todo se encontraba en una fase de meros postulados y fórmulas que facilitaban el esclarecimiento de algunas cuestiones relacionadas con la naturaleza de la luz y la estructura de los átomos. La auténtica revolución no llegó hasta la década de 1920, y fue así como una visión del mundo completamente nueva (la mecánica cuántica) reemplazó a la «mecánica» newtoniana para describir la estructura subyacente del mundo subatómico.
Pero volvamos al tema de cómo empezó todo y seamos sinceros. Planck fue galardonado con el Premio Nobel de Física en 1918 con la mención: «En reconocimiento a los servicios que ha prestado al avance de la física mediante el descubrimiento de los cuantos de energía». Así que, aunque veremos que otros, como Einstein y Boltzmann, también merecen honores por haber establecido las bases de la teoría cuántica original, la clave de todo está, al fin y al cabo, en el concepto de los «cuantos», que se introdujo por primera vez en la sencilla fórmula de Planck. Entonces, ¿qué hizo exactamente?
Planck creció en Múnich y estudió en Berlín, donde se doctoró con tan solo 21 años. Diez años después ya era catedrático de física, pero habrían de pasar once años más para que propusiera su conocida fórmula en una conferencia ante la Sociedad Alemana de Física de Berlín. La había desarrollado ad hoc para resolver un viejo problema relacionado con la manera en que irradian calor algunos objetos. Pero la consideraba un mero truco matemático, más que algo que portara una verdad profunda de la naturaleza en sí7.
La constante de Planck
De acuerdo con la fórmula de Planck, la energía de los paquetes más pequeños de luz de una frecuencia determinada (un solo cuanto) es igual a la frecuencia multiplicada por cierta constante. Esto se conoce como la constante de Planck, o cuanto de acción de Planck. Se representa mediante el símbolo h y, al igual que la velocidad de la luz c, es una de las constantes universales de la naturaleza.
La relación entre energía y frecuencia es muy simple. Por ejemplo, la frecuencia de la luz violeta, en un extremo del espectro visible, asciende al doble que la de la luz roja, situada en el otro extremo, así que un cuanto de luz violeta tiene el doble de energía que un cuanto de luz roja.
Hoy cualquier estudiante de física conoce la constante de Planck. En unidades de kilogramos, metros y segundos, tiene el valor increíblemente exiguo de 6,63 × 10-34, y a pesar de ello es uno de los números más importantes en ciencia. Aunque es un número muy bajo, lo crucial es que no vale cero, porque de lo contrario no habría ningún comportamiento cuántico.
Muy a menudo la constante de Planck se combina con otra constante fundamental de la naturaleza, el número pi (π). Este número, tal como se le enseña a cualquier escolar, es la razón que mantiene la circunferencia de un círculo con su diámetro, y aparece sin cesar en las ecuaciones físicas. De hecho, la cantidad h/2π aparece tan a menudo en la mecánica cuántica, que se ha inventado un nuevo símbolo para describirla: la llamada h barra (pronunciado «hache barra»).
El calor del Sol, o la radiación térmica, que sentimos en la cara un día de verano ha viajado por el vacío del espacio antes de llegar hasta nosotros. Lo que usted tal vez no sepa es que esta radiación ha cubierto la distancia que separa el Sol de la Tierra en el mismo tiempo (unos ocho minutos) que tardó en llegarnos la luz del Sol. La razón de ello estriba en que tanto la radiación térmica como la radiación visible del Sol son formas distintas de ondas electromagnéticas. Lo único que las diferencia es su longitud de onda. Las oscilaciones correspondientes a la luz visible están más apretadas entre sí (longitudes de onda más cortas y, por tanto, frecuencia más alta) que las de las ondas que sentimos como calor. El Sol también emite luz ultravioleta de una longitud de onda aún más corta y que queda fuera del espectro visible.
Pero el Sol no es el único que emite radiación electromagnética. Todos los objetos lo hacen, y a lo largo de todo el rango de frecuencias del espectro. La distribución de energía emitida en función de la frecuencia depende de la temperatura del cuerpo. Si un sólido está lo bastante caliente, brillará con luz visible, pero a medida que se enfríe irá perdiendo brillo conforme vaya dominando la radiación de una longitud de onda más larga (situada fuera de la parte visible del espectro). Esto no significa que deje de emitir luz visible, sino que la intensidad de esa luz será demasiado débil para que nosotros podamos captarla. Por supuesto, toda la materia también absorbe y refleja la radiación que incide sobre ella. El color de todo lo que vemos viene definido por las longitudes de onda que cada objeto absorbe y refleja.
Los físicos de la segunda mitad del siglo XIX estaban muy interesados en saber de qué manera emite radiación un tipo muy particular de objeto caliente conocido como «cuerpo negro». Los cuerpos negros se llaman así porque absorben radiación con tanta perfección que no reflejan nada de luz ni de calor. Por supuesto, un cuerpo negro tiene que liberarse de alguna manera de toda la energía que absorbe (porque, en caso contrario, ¡alcanzaría una temperatura infinita!). Por tanto, irradia su calor en todas las longitudes de onda posibles. La longitud de onda en que la radiación es más intensa depende, por supuesto, de la temperatura del cuerpo negro.
