El placer de la ciencia - Jim Al-Khalili - E-Book

El placer de la ciencia E-Book

Jim Al-Khalili

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Este libro brillante, de lectura fácil y apto para lectores pertenecientes a cualquier esfera de interés, explica en qué consiste el método científico -un modo de pensar y de dar sentido al mundo- y propone ideas para aplicarlo a la vida cotidiana. Y es que, en El placer de la ciencia, Jim Al-Khalili (autor de Cuántica: Guía de perplejos y El mundo según la física, ambos en esta colección) revela que la ciencia es objeto de disfrute no sólo como actividad intelectual, sino también por su capacidad de añadir profundidad y belleza a la contemplación del orbe, así como por su utilidad para que la ciudadanía se desenvuelva con mejores criterios sociales y políticos en el mundo actual. Esta sólida defensa del método científico aplicado a la normal existencia es una obra básica para mejorar las posibilidades de supervivencia y de felicidad en sociedades abrumadas por la anticiencia en sus mil y una manifestaciones, como teorías conspiranoicas, bulos y noticias falsas, entre otras.

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Jim Al-Khalili

El placer de la ciencia

Traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro

Índice

Prefacio

El placer de la ciencia

Introducción

1. Las cosas o son verdad o no lo son

2. Las cosas son más complicadas

3. Los misterios están para fascinarnos pero también para resolverlos

4. No entender algo no significa que no se pueda comprender si se intenta

5. Las opiniones no valen más que las pruebas

6. Hay que conocer los sesgos propios antes de juzgar las opiniones ajenas

7. Perdamos el miedo a cambiar de opinión

8. Defendamos la realidad

Conclusión

Glosario

Bibliografía

Lecturas adicionales

Créditos

A mi padre

Prefacio

Cuando era un joven estudiante a mediados de la década de 1980 leí un libro titulado To Acknowledge the Wonder [‘Reconocer la maravilla’], del físico inglés Euan Squires. Abordaba las ideas más novedosas (por aquel entonces) de la física fundamental, y aún lo conservo en algún lugar de mis estanterías casi cuatro décadas después. Aunque parte del material de ese libro ha quedado obsoleto, siempre me ha gustado su título. En la época en que me planteé si estudiar física, lo que en verdad me animó a dedicar mi vida a la ciencia fue la posibilidad de «reconocer las maravillas» del mundo físico.

Son muchas las razones que nos llevan a interesarnos por una materia u otra. Dentro de la ciencia, hay quien disfruta con la emoción de ascender hasta el cráter de un volcán o de agazaparse al borde de un acantilado para observar cómo anidan las aves o de mirar a través de telescopios o microscopios para contemplar mundos inaccesibles a los sentidos. Algunas personas diseñan experimentos ingeniosos en bancos de laboratorio para desvelar los secretos que guardan las estrellas en su interior o construyen descomunales aceleradores de partículas subterráneos para investigar los elementos constitutivos de la materia. Otras estudian la genética de los microbios para desarrollar fármacos y vacunas que nos protejan de ellos. Algunas dominan las matemáticas y garrapatean páginas y páginas con ecuaciones algebraicas abstractas pero bellas, o escriben miles de líneas de código con instrucciones para que superordenadores arrojen simulaciones del clima de la Tierra o de la evolución de las galaxias, o incluso para crear modelos de los procesos biológicos que tienen lugar en el interior del cuerpo humano. La ciencia es una tarea descomunal, y dondequiera que miremos encontramos inspiración, pasión y asombro.

Pero el viejo dicho de que la belleza está en el ojo de quien mira es aplicable a la ciencia y, en general, a todos los ámbitos de la vida. Lo que consideramos fascinante o bello es muy subjetivo. Los científicos saben tan bien como cualquiera que los temas novedosos y las formas de pensar originales resultan desmotivadores a veces. Si no recibimos una introducción adecuada a una materia puede parecernos realmente intimidatoria. Sin embargo, mi respuesta sería que, si lo intentamos, casi siempre entenderemos mejor una idea o un concepto que antes creíamos insondable. Basta con mantener los ojos y la mente abiertos y tomarse el tiempo necesario para reflexionar y asimilar la información, no necesariamente al mismo nivel que una persona experta, pero sí lo bastante como para entender lo necesario.

Tomemos como ejemplo un fenómeno sencillo y común del mundo natural: el arcoíris1. Todos coincidimos en que el arcoíris tiene algo cautivador. ¿Acaso pierde magia si explico la ciencia implicada en su aparición? El poeta Keats proclamó que Newton había «destruido toda la poesía del arcoíris al dejarlo reducido a los colores de un prisma». En mi opinión, lejos de «destruir su poesía», la ciencia tan solo puede mejorar nuestra percepción de la belleza natural. Veamos qué opina usted.

El arcoíris necesita la combinación de dos ingredientes: luz del sol y lluvia. Pero la ciencia que hay detrás de la manera en que se combinan ambos requisitos para crear ese arco de colores que vemos en los cielos encapotados es tan hermosa como la propia contemplación del fenómeno. El arcoíris está formado por luz del sol descompuesta que llega hasta la vista después de que los rayos hayan atravesado gotas de lluvia. Cuando los rayos de sol penetran en cada gota de agua, todos los colores que componen la luz solar se frenan un poco y viajan a velocidades diferentes, lo que curva y separa un color de otro en un proceso que recibe el nombre de refracción2. A continuación rebotan en la parte posterior de las gotas y vuelven a salir despedidos por distintos puntos de su parte frontal, lo que los refracta por segunda vez y los despliega en un abanico con los colores del arcoíris. Si se mide el ángulo que forman el rayo de sol y los rayos de diferentes colores que emergen de la cortina de gotas de lluvia que tenemos ante nosotros, vemos que van desde los 40 grados de la luz violeta, que es la que más se refracta y por eso forma el color más interior del arcoíris, hasta los 42 grados de la luz roja, que es la que menos se desvía y forma el borde exterior del arcoíris (véase el diagrama)3.

Algo más sorprendente aún es que este arco de luz solar descompuesta no es más que la parte superior de un círculo completo: el círculo que conforma la base de un cono imaginario tumbado sobre un lado cuyo vértice coincide con el ojo de quien lo contempla. Y como nosotros estamos en el suelo, solo vemos la mitad superior del cono. Pero si pudiéramos elevarnos y flotar en el cielo, veríamos todo el arcoíris formando un círculo completo.

El arcoíris no se puede tocar. No tiene sustancia; tampoco existe en una parte específica del cielo. El arcoíris es una interacción intangible entre el mundo natural y la vista y el cerebro humanos. De hecho, no hay dos personas que vean el mismo arcoíris. El que ve cada cual está formado por los rayos de luz que han llegado únicamente hasta esos ojos y no otros. De modo que cada persona contempla un arcoíris propio y único que se forma en la naturaleza única y exclusivamente para cada cual. Yo creo que esto es lo que puede aportarnos el pensamiento científico: una comprensión más rica, más profunda (y más personal) del mundo; una que jamás tendríamos sin la ciencia.

El arcoíris es mucho más que un hermoso arco de colores, de la misma manera que la ciencia es mucho más que simples datos y lecciones de pensamiento crítico. La ciencia nos ayuda a observar el mundo con más profundidad, nos enriquece, nos ilumina. Espero que este libro abra las puertas a un mundo de luz y color, de verdad y belleza profundas, un mundo que jamás se desvanecerá mientras todos mantengamos los ojos y la mente abiertos y compartamos entre nosotros lo que sabemos. Cuanto más de cerca observemos el mundo, más veremos en él y más nos fascinará. Confío en que ustedes me acompañen en este recorrido para reconocer la maravilla, el placer de la ciencia.

1 Al comenzar este libro recurriendo al icónico arcoíris sigo un camino que ya transitaron otros autores científicos, como Carl Sagan (El mundo y sus demonios) y Richard Dawkins (Destejiendo el arco iris: ciencia, ilusión y el deseo de asombro). Confío en que el público que conozca estos libros entienda que he seguido esta tradición en beneficio de aquellos lectores que se encuentren por vez primera con este ejemplo.

2 La luz del sol, o luz blanca, está formada por diferentes colores, cada uno de ellos con una longitud de onda distinta. La luz se frena cuando se topa con un medio de propagación como el aire o el agua, pero esa pérdida de velocidad es distinta para cada uno de los colores que la componen, dependiendo de la longitud de onda que tiene cada uno de ellos, por lo que cada color sigue un ángulo de refracción diferente.

3 El arcoíris que describo aquí se denomina arcoíris primario. A veces también se forman arcoíris secundarios exteriores más tenues, que se producen cuando los rayos de sol se reflejan dos veces, en lugar de una sola, dentro de cada gota de lluvia. En estos casos solo vemos los rayos de color que emergen en ángulos de entre 50 y 53 grados. Pero debido a esta doble reflexión, en el arcoíris secundario los colores se invierten, de manera que el rojo se sitúa en el interior, y el violeta en el exterior.

El placer de la ciencia

Introducción

Mientras escribo estas palabras en la primavera de 2021, y mientras todos seguimos desconcertados por el impacto de la pandemia de covid, asistimos a un cambio radical en la forma en que toda la población mundial ve la ciencia: su función y su valor para la sociedad, cómo se desarrolla la investigación científica y se comprueban sus afirmaciones y, de hecho, cómo trabaja la comunidad científica y de qué manera transmite sus descubrimientos y resultados. En resumen, la ciencia y la comunidad científica se encuentran hoy sometidas a un escrutinio sin parangón, aunque sea en las circunstancias más devastadoras y trágicas. En efecto, la carrera para entender el virus SARS-CoV-2 y para encontrar maneras de derrotarlo han puesto de manifiesto que la humanidad no puede sobrevivir sin la ciencia.

Aunque siempre habrá quienes desconfíen de la ciencia y la vean con recelo, creo que la inmensa mayoría de la población mundial siente un aprecio renovado por el método científico y confía más en él, ya que cada vez más personas se dan cuenta de que el destino de la humanidad no está tanto en manos de los líderes políticos, economistas o religiosos como en el conocimiento que adquirimos del mundo a través de la ciencia. Al mismo tiempo, los científicos estamos entendiendo que no basta con guardarnos los resultados de nuestras investigaciones para nosotros. También debemos esforzarnos por explicar, de la manera más honesta y transparente posible, cómo trabajamos, qué preguntas nos hacemos y qué hemos descubierto, y por mostrar al mundo cómo hacer un buen uso de los conocimientos recién aprendidos. Hoy, la vida de toda la humanidad depende en un sentido muy literal de miles de especialistas en virología, genética, inmunología, epidemiología, modelos matemáticos, psicología del comportamiento y sanidad pública de todo el mundo que trabajan mano a mano para derrotar un organismo microscópico letal. Pero el éxito de la tarea científica también depende de la voluntad de la ciudadanía, tanto a título colectivo como individual, para tomar decisiones informadas en relación con nosotros mismos, con nuestros seres queridos y con las sociedades más amplias en las que vivimos, que garanticen un buen uso de los conocimientos adquiridos a través de la ciencia.

El éxito continuado de la ciencia (ya sea para abordar los mayores desafíos a los que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI, como pandemias, el cambio climático, la erradicación de enfermedades y la pobreza, o para crear tecnologías prodigiosas, enviar misiones a Marte y desarrollar la inteligencia artificial o simplemente para aprender más sobre nosotros mismos y el lugar que ocupamos en el universo) depende de que se establezca una relación de apertura y colaboración entre especialistas científicos y no especialistas en ciencia. Y esto solo ocurrirá si los dirigentes políticos se apartan de las posturas actuales, demasiado frecuentes, de aislacionismo y nacionalismo. La covid-19 no respeta fronteras nacionales, culturas, razas o religiones. Ninguno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos como especie lo hace. Por ello, al igual que la investigación científica en sí, también la resolución de estos problemas ha de ser una labor colectiva y colaborativa.

Entretanto, los casi ocho mil millones de habitantes del planeta siguen teniendo que abrirse camino en la vida cotidiana, tomar decisiones y actuar en consecuencia, a menudo en medio de una densa bruma de información engañosa… y desinformación. ¿Cómo hacer entonces para dar un paso atrás y contemplar el mundo y a nosotros mismos con una mirada más objetiva? ¿Cómo podemos sortear todas estas dificultades y adoptar mejores decisiones para nosotros mismos y para los demás?

Lo cierto es que las dificultades no son nuevas. La desinformación y la confusión no son nuevas. Las grandes lagunas del conocimiento humano no son nuevas. El mundo al que nos enfrentamos es desalentador, desconcertante y hasta abrumador a veces. Nada de esto debería sorprendernos, desde luego. De hecho, la ciencia descansa sobre esta misma premisa; la humanidad ideó el método científico justamente para lidiar con las dificultades de dar sentido a un cosmos inextricable y complejo. En nuestra vida cotidiana, todos los seres humanos (científicos y no científicos) nos encontramos con un mundo repleto de información que nos recuerda constantemente nuestra propia ignorancia. ¿Qué podemos hacer al respecto? Es más, ¿por qué deberíamos hacer algo al respecto?

En este libro he recopilado una breve guía multiusos para desarrollar una forma de pensar y una forma de vivir algo más científicas. Antes de seguir leyendo, tómese un momento para plantearse lo siguiente: ¿Quiero conocer el mundo tal y como es en realidad? ¿Quiero tomar decisiones basadas en ese conocimiento? ¿Quiero perder el miedo a lo desconocido con una sensación de esperanza, de capacidad y hasta de emoción? Si siente la tentación de responder que sí a cualquiera de estas preguntas, y hasta si (o me atrevo a decir, sobre todo si) aún no sabe qué responder, quizá este libro le sirva de ayuda.

Como científico en activo no pretendo transmitir ninguna enseñanza profunda, y confío en que el tono de este libro no porte ningún atisbo de superioridad o condescendencia. Mi intención se limita a explicar de qué manera puede ayudarnos el pensamiento científico a tener cierto control sobre la compleja y contradictoria información que nos llega del mundo. Este libro no contiene lecciones de filosofía moral ni una lista de destrezas vitales ni de terapias para sentirnos más felices o tener más control sobre nuestra vida. Lo que expongo aquí proviene del mismísimo corazón de la ciencia y de las formas en que se practica: un procedimiento probado y comprobado que ha servido a la humanidad a lo largo de siglos en el empeño que tenemos por comprender el mundo. Sin embargo, a un nivel más profundo, la razón por la que nos ha servido tan bien radica en que se ideó para ayudar a personas como usted y como yo a dar sentido a la complejidad o a las lagunas de nuestro conocimiento y, en general, para armarnos de confianza y un sentido mejor de la perspectiva cuando nos topamos con lo desconocido.

Puesto que el sistema empleado para hacer ciencia ha servido tan bien a la humanidad durante tanto tiempo y con tanto éxito, creo que vale la pena compartir con usted esta forma de reflexionar.

Antes de explicar por qué creo que toda la humanidad debería tener un pensamiento más científico, debo decir algo sobre cómo piensan las personas científicas. La comunidad científica está tan inmersa en el mundo real como el resto de la humanidad, y hay métodos de pensamiento compartidos por todos los científicos que todos podemos seguir a la hora de enfrentarnos a lo desconocido y de tomar decisiones en la vida cotidiana. Este libro aspira a compartir estas formas de pensar con toda la humanidad. En realidad, siempre nos han servido a todos, pero parece que en algún punto del camino se nos olvidó.

En primer lugar, en contra de lo que cree mucha gente, la ciencia no es una recopilación de datos sobre el mundo. Eso se denomina conocimiento. La ciencia es más bien un método para reflexionar y para dar sentido al mundo capaz de conducir, en consecuencia, a conocimientos nuevos. Por supuesto, hay muchas vías para llegar al conocimiento y el discernimiento, ya sea a través del arte, la poesía y la literatura, los textos religiosos, el debate filosófico o la contemplación y la reflexión. Sin embargo, para saber cómo es el mundo de verdad (lo que los físicos como yo llamamos a veces la «verdadera naturaleza de la realidad»), la ciencia ofrece una gran ventaja porque se basa en eso que se conoce como método científico.

El método científico

Hablar de método científico implica que solo hay una manera de hacer ciencia. Esto es un error. En cosmología desarrollamos teorías exóticas para explicar las observaciones astronómicas; en medicina realizamos ensayos aleatorios para probar la eficacia de un nuevo medicamento o vacuna; en química mezclamos compuestos en tubos de ensayo para ver cómo reaccionan; en meteorología creamos sofisticados modelos informáticos que imitan las interacciones y el comportamiento de la atmósfera, los océanos, las masas de tierra, la biosfera y el Sol; y Einstein, por su parte, descubrió que el tiempo y el espacio se curvan dentro de un campo gravitatorio resolviendo ecuaciones algebraicas y pensando mucho. Aunque esta lista apenas llega a arañar la superficie, hay un tema común que la atraviesa. Se podría decir que todas las actividades mencionadas implican curiosidad sobre algún aspecto del mundo (como la naturaleza del espacio y el tiempo, las propiedades de la materia, el funcionamiento del cuerpo humano), y el deseo de aprender más, de alcanzar un entendimiento más profundo.

¿Pero no es esto demasiado general? Sin duda, las personas que estudian la historia también son curiosas. También ellas buscan signos que les permitan comprobar una hipótesis o descubrir algún aspecto desconocido sobre el pasado. ¿Debemos entonces considerar la historia como una rama de la ciencia? ¿Y qué hay de las personas conspiranoicas que afirman que la Tierra es plana? ¿Acaso no son tan curiosas como las científicas, no tienen los mismos deseos de encontrar indicios racionales que respalden su afirmación? ¿Por qué diríamos entonces que no son «científicas»? La respuesta es que, a diferencia de quienes nos dedicamos a la ciencia o al estudio de la historia, las personas que defienden las teorías de la conspiración de que la Tierra es plana no están dispuestas a rechazar su teoría cuando se les ofrecen pruebas irrefutables de lo contrario, como las imágenes de la NASA obtenidas desde el espacio que muestran la curvatura del planeta. Está claro que el mero hecho de sentir curiosidad por el mundo no significa que se siga un pensamiento científico.

Hay una serie de características que distinguen el método científico de otras formas de pensar, como la falsabilidad, la repetibilidad, la importancia de la incertidumbre y el valor de admitir errores, y analizaremos cada una de ellas a lo largo de este libro. Pero, por ahora, veamos brevemente unas pocas características que el método científico comparte con otros métodos de pensamiento (métodos que no siempre se consideran verdadera ciencia) para ilustrar que ninguna de estas características basta por sí sola para reunir los rigurosos requisitos que exige el método científico.

En la ciencia hay que seguir comprobando y cuestionando una afirmación o hipótesis incluso cuando existen pruebas abrumadoras que la respaldan. Esto se debe a que las teorías científicas han de ser falsables, es decir, toda teoría científica debe ofrecer la posibilidad de demostrar su falsedad4. Por poner un ejemplo clásico, yo podría proponer la teoría científica de que todos los cisnes son blancos. Esta teoría es falsable porque podría demostrarse que no es cierta en cuanto se avistara un solo cisne de otro color. Si se encuentran pruebas en contra de mi teoría, esta deberá modificarse o descartarse. La razón por la que las teorías de la conspiración no son ciencia de verdad radica en que ninguna prueba en contra serviría para disuadir a sus defensores. De hecho, un verdadero teórico de la conspiración considerará que cualquier prueba refuerza sus opiniones preexistentes. En cambio, el pensamiento científico adopta el enfoque contrario. La opinión cambia con la revelación de datos nuevos, porque nos ejercitamos para eludir la certeza absoluta del fanático que insiste en que solo hay cisnes blancos.

Una teoría científica también tiene que ser susceptible de comprobación al someterse a la luz de las pruebas y los datos empíricos. Es decir, una teoría científica debe permitirnos emitir predicciones que después habrá que estudiar si se confirman mediante experimentos u observaciones. Pero esto tampoco basta por sí solo. Al fin y al cabo, una carta astral también hace predicciones. ¿Convierte esto a la astrología en una ciencia de verdad? ¿Y qué sucede si la predicción astrológica se vuelve realidad? ¿Le confiere eso alguna autoridad?

Déjeme contarle la historia de los neutrinos más veloces que la luz. La teoría especial de la relatividad de Einstein, publicada en 1905, predice que nada en el universo puede viajar más rápido que la luz. La comunidad de especialistas en física está tan segura de esto que por lo común insisten en que tiene que haber algún error cuando una medición indica que algo se mueve más deprisa que la luz. Pero esto fue lo que se comunicó en 2011 tras la realización de un experimento ya célebre en el que interviene un haz de partículas subatómicas denominadas neutrinos. La mayoría de especialistas en la materia no creyó aquellos resultados. ¿Acaso eran personas dogmáticas y cerradas de mente? Una persona lega bien podría opinar que sí. Comparemos esto con el astrólogo que sostiene que mis astros se alinearán el martes y que recibiré una buena noticia, lo cual se convertirá en realidad sin ninguna duda cuando llegue ese día y mi jefe me ofrezca un ascenso. En el primer caso tenemos una teoría que entra en conflicto con datos experimentales, y en el otro tenemos una teoría cuya predicción se ve confirmada por los acontecimientos. ¿En qué nos basamos entonces para decir que la relatividad es una teoría científica válida, mientras que la astrología no lo es?

Al final resultó que la comunidad científica tenía razón al no descartar con tanta facilidad la teoría de la relatividad, ya que el equipo que había realizado el experimento con neutrinos no tardó en descubrir que un cable de fibra óptica estaba mal conectado al dispositivo para cronometrar el tiempo y, tras resolver el problema, desaparecieron los resultados con velocidades superiores a la de la luz. El hecho es que si aquel experimento hubiera sido correcto y los neutrinos viajaran, en efecto, más rápido que la luz, entonces tendrían que estar equivocados los miles de experimentos adicionales que demostraban lo contrario. Pero había una explicación racional para aquellos resultados experimentales sorprendentes, y la teoría de la relatividad se mantuvo firme. Pero si confiamos en ella no es porque haya sobrevivido a la refutación de un resultado experimental (finalmente erróneo), sino porque muchos otros resultados experimentales han confirmado que es una teoría correcta. En otras palabras, la teoría es falsable y comprobable y, sin embargo, sigue siendo sólida y concuerda con gran parte de lo que sabemos sobre el universo.