Cuarenta vasos de vodka - Rogelio Riverón - E-Book

Cuarenta vasos de vodka E-Book

Rogelio Riveron

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Narrador contumaz, de estilo punteado por la ironía y el arrojo, Rogelio Riverón despliega en estos cuentos otro arsenal de situaciones, estados, circunstancias, vínculos estrafalarios e imágenes que no desdeñan ni lo sublime, ni lo cursi, para construir una realidad controvertida y seductora. Cuarenta vasos de vodka ―dice la leyenda urbana― consumió el soberbio baterista John Bonham antes de desplomarse mortalmente en septiembre de 1980. Busque el lector el fin de esta alusión en el presente volumen, donde la tendencia al lirismo contrasta con la inclemencia que se permite el autor en el manejo de más de un pasaje. Un certero dominio de los diálogos se combina aquí con un sentido de universalidad no menos irónico, y que encuadra la cultura, la historia en su concepto más politizado, la geografía e incluso la paranoia.

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Cuarenta vasos de vodka

Rogelio Riverón

© Rogelio Riverón, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2023

ISBN: 9789591026385

Tomado del libro impreso en 2023 – Edición y corrección: Georgina Pérez Palmés / Dirección artística y diseño de cubierta: Suney Noriega Ruiz / Fotografía de cubierta: Serguéi Vasíliev / Emplane: Yuliett Marín Vidiaux

E-Book – Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Damaris Rodríguez Cárdenas / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Índice de contenido
Reseña del autor y la obra
Polvo gris sobre los párpados
La bondad del padre varela
Para Mijaíl Riverón Rojas
Apuntes en los puños de la camisa
Júbilo y fuga
—No hay que ser un perito para saber que esos papeles son falsos —dijo el enano—. Falsos como tus pestañas, bribón.
Gonzo
Apuntes en los puños de la camisa
Los gatos de estambul
A pie de obra
Apuntes en los puños de la camisa
Making of
Apuntes en los puños de la camisa
Gente mansa
Los coágulos de luz
Para Angélica Riverón Rojas

Reseña del autor y la obra

ROGELIO RIVERÓN (Placetas, Cuba, 1964). Narrador, poeta, crítico, editor y periodista. Ha merecido, entre otros, el premio UNEAC de cuento en 1998 y en 2000; el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2007 y en 2020, así como el Premio de Novela Italo Calvino en 2008. Es autor de Buenos días, Zenón (Ediciones Unión, La Habana, 1999); Otras versiones del miedo (Ediciones Unión, La Habana, 2001); Mi mujer manchada de rojo (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005); Lonely People (Ediciones Cubanas, La Habana, 2013); Pelos en el jabón (Capiro, Santa Clara, 2017), todos en el género de cuento, así como de las novelas Llena eres de gracia (Letras Cubanas, La Habana, 2003, 2004; El Mar y la Montaña, Guantánamo, 2019); Bailar contigo el último cuplé (Ediciones Unión, La Habana, 2008; Lectorum, México, 2009; Oriente, Santiago de Cuba, 2015; D´McPherson, Ciudad de Panamá, 2022) y El tigre y la mansedumbre (Verbum, Madrid, 2013; Letras Cubanas, La Habana, 2014, 2022).

Narrador contumaz, de estilo punteado por la ironía y el arrojo, Rogelio Riverón despliega en estos cuentos otro arsenal de situaciones, estados, circunstancias, vínculos estrafalarios e imágenes que no desdeñan ni lo sublime, ni lo cursi, para construir una realidad controvertida y seductora. Cuarenta vasos de vodka —dice la leyenda urbana— consumió el soberbio baterista John Bonham antes de desplomarse mortalmente en septiembre de 1980. Busque el lector el fin de esta alusión en el presente volumen, donde la tendencia al lirismo contrasta con la inclemencia que se permite el autor en el manejo de más de un pasaje. Un certero dominio de los diálogos se combina aquí con un sentido de universalidad no menos irónico, y que encuadra la cultura, la historia en su concepto más politizado, la geografía e incluso la paranoia.

Para Aracelis Carralero, Virgen de la Resurrección

Enfermé. Un descuido. Hoy comí borsh rojo con carne. En el caldo nadaban pequeños discos dorados (de grasa). 3 platos. 3 libras de pan blanco en un día. Pepinos con poca sal. Cuando estuve saciado preparé un té. Con azúcar, me bebí 4 vasos. Me dio sueño. Me acosté en el diván y me dormí…

Soñé que yo era Liev Tolstói en Yasnaya Poliana. Y que estaba casado con Sofia Andreievna. Me encontraba arriba, en mi despacho. Debía escribir. Pero no sabía qué. Y la gente se asomaba a decirme:

—Tenga la bondad de venir a almorzar.

Pero me daba miedo bajar. Todo alocadamente. Me sentía en medio de un gran malentendido. Pues no fui yo quien escribió La guerra y la paz. Pero allí estaba, sentado en el despacho. Y la mismísima Sofia Andreievna subió las escaleras de madera y me dijo:

—Ve. Hay comida vegetariana.

Y de pronto me enojé.

—¡Qué! ¿Vegetariana? ¡Que manden por carne! Montones de carne. Una copa de vodka.

Ella se echó a llorar y vi aparecer a un fanfarrón con una barba purpúrea cuidada, que me dijo en tono de reproche:

—¿Vodka? Ay, ay, ay. ¿Qué le pasa, Liev Ivánovich?

—¿Liev Ivánovich de qué? ¡Nicoláevich! ¡Fuera de mi casa! ¡Ni un fanfarrón más!

¡Qué escándalo se formó!

Desperté enfermo y desecho. Oscurecía. Al otro lado de la pared tocaban un acordeón.

Me acerqué al espejo. ¡Qué rostro! La barba purpúrea. Los pómulos pálidos, los párpados enrojecidos. Pero eso no era nada. En cambio, los ojos… No estaban nada bien. Otra vez con aquel brillo…

Mijaíl bulgákov

«De cómo se debe comer»

Prosa autobiográfica temprana

Polvo gris sobre los párpados

Un personaje de Naguib Mahfouz llega a La Habana en el vuelo de Turkish Airlines. Había escapado de El Cairo tres meses antes y dando tumbos fue a parar a Estambul, donde pudo conseguir trabajo como botones en un hotel llamado El Nido de la Gaviota, en la zona antigua. Era una casa de tres pisos, con cuatro habitaciones por nivel, carente de elevador, de manera que el hombre —flaco, de mirada procelosa y de palabra estricta— debía cargar los equipajes por una escalera encogida y mal iluminada, que lo obligaba a un esfuerzo accesorio. Al principio se sintió seguro, lejos de donde, presumiblemente, cometiera el crimen que lo envió al éxodo. Toleraba en silencio el exceso de trabajo, sabiendo que otra cosa no correspondía a un inmigrante sin papeles.

Una tarde lo llamaron de la recepción. Se encontró frente a una pareja que reclamaba un cuarto con terraza y así solo los había en el tercer piso. El recepcionista concluyó los trámites y se dirigió a los nuevos huéspedes. Él los acompañará, dijo y les deseó una buena estancia. Traían dos maletas grandes, por lo que tuvo que subirlas por turnos. En realidad, el caballero le dijo que se ocuparía de la suya, que subiera únicamente la de su amiga, pero él se negó. Solo cuando concluyó el penoso izaje de las maletas reparó en los rasgos de la pareja: ella era rubia, joven, fea; el hombre estaba rapado, esbozaba un aire de nobleza y debía pasar de los sesenta años. Él se despidió formalmente, pero la rubia le indicó que aguardara y abrió la puerta de la terraza. Salió y se puso a mirar hacia abajo, a las casas cercanas y después a la calle, como quien estudia policialmente el entorno. Regresó a la habitación y le tendió tres monedas de 1 euro cada una, acuñadas en España. Esa noche el fugitivo se durmió temprano y, próximo el amanecer, soñó con un hombre que halaba una maleta hacia la cima de una montaña. Hacía frío y estaba oscuro, pero era mediodía. A punto de coronar la cima, el hombre comprendió que ya no tiraba de una maleta, sino de una estatua que tenía sus mismos rasgos.

Por la mañana el patrón le indicó que debía recoger el desayuno y subirlo a la habitación de la pareja. Fue a la cocina, donde le dieron un portador de madera cubierto por un paño. Según el relieve marcado en la tela, adivinó que llevaba dos croissants, dos raciones de té en los consabidos vasos cortos y panzudos de Estambul, y una azucarera. Llamó dos veces antes de que le abrieran. Lo recibió la rubia, metida en un batón de felpa como quien acaba de tomar una ducha de agua hirviente. Póngalo aquí, por favor, le dijo cortésmente y se hizo a un lado. Al inclinarse para dejar el portador sobre la mesilla indicada, él vio al hombre rapado todavía en la cama. Estaba cubierto con un edredón hasta el pecho y tenía las manos tendidas hacia atrás, en una posición un tanto estrafalaria. Bajando las escaleras acabó de comprender lo que sucedía: el hombre estaba esposado a la cabecera.

Espantado, llegó al vestíbulo y salió a la calle. El empleado de la carpeta le había dicho algo, una nueva indicación probablemente, pero él no se volvió. Antes de perderse por una callejuela de piedra miró de soslayo a la terraza del tercer piso, pero no distinguió nada raro. Unas cuadras más allá, frente al Hipódromo de Constantinopla, subió al tranvía de madera de tiempos de Atatürk, un residuo más turístico que patrimonial, donde se trasladó hasta cerca de la calle Istiklal. Allí entró a una oficina de Turkish Airlines y, después de algunos cálculos, compró un pasaje para La Habana.

Naguib Mahfouz se refiere a sus personajes como a individuos que buscan empecinadamente el futuro; esto es que reniegan de la vida consumida, pues no han visto más que disgustos y privaciones. Objetivamente, puntualiza, es la vida la que los ha consumido a ellos y añade que esos personajes se caracterizan además por una melancolía freática y una faraónica ausencia de remordimiento.1 Pero Naguib Mahfouz, acusado de hereje por radicales islámicos, lleva más de una década de muerto en el instante en que su personaje —llamémoslo Ali Zayn para proteger su identidad— toca suelo cubano a bordo de un Boeing 777 de Turkish Airlines. ¿Quiere esto decir que Ali Zayn ha logrado emanciparse por vía de la extinción del genio, o que, incluso en contra de su albedrío está destinado a garantizarle a su magister, esto es, a Naguib Mahfouz un fragmento de posteridad? Tal vez ambas facetas de la alternativa carezcan de importancia. Tal vez averiguarlo encierre para él un daño letal. De momento lo esencial es transfigurarse, pasar inadvertido; en una palabra: vivir.

De lo poco que sabe sobre La Habana, extrae algunos datos ventajosos. Abundan los negocios pequeños y mal controlados y la gente no ejerce el sentido de la sospecha con la regularidad que sí se nota, por ejemplo, en Túnez o en Bagdad. Ladino, gobernando apenas el temor, se acerca a unos correligionarios que cursan el tercer año de medicina y conoce por ellos de un lugar donde se contrata a extranjeros. Está situado en Lawton, frente a un parque con una palma real y un monolito dedicado a las madres cubanas. Cuando por fin se decide, es recibido por una anciana diligente y muy pulcra, que se permite sin embargo un tonillo ordinario con sus empleados. Se le conoce por Lucy The Head. Ali Zayn acepta sus términos y ella se justifica, sin que le falte ironía: La visa se te vence en unos días y eso es un problema. No sé cómo te las vas a arreglar ni me incumbe, pero en esas condiciones no puedo pagarte más. Él la mira confundido y la anciana remata: El riesgo también se tasa, tú lo sabes ¿no? Él lo sabe. Viene de Estambul, donde también fue indocumentado. Asiente y queda contratado como responsable de mantenimiento y además como maletero y auxiliar de compras. A la anciana le queda una precisión: está obligado a instalarse en el propio hostal. Le garantiza un cuarto pasando el patio del fondo. Estrecho, pero libre de costo. La ventaja para el negocio radica en que, residiendo allí mismo, ella siempre lo tendrá a mano.

Ali Zayn nunca llegará a saber si el negocio del hostal es legal, si Lucy The Head paga impuestos o si se confía de golpe a la prevaricación. Discreta sí que es, aunque pudiera ser parte de la estrategia de su profesión. De hecho, para llegar a las habitaciones es preciso atravesar una antecámara en la que trabaja una artista del tatuaje. Mulata clara, alta, flaca, picante, conocida por Yeny la Tatuadora. El ambiente más bien anarcho–punk que ha implementado en su estudio actúa como un filtro para el hostal y además resulta llamativo para los huéspedes. Con Ali Zayn la mulata practica una cercanía elemental y trillada: lo tutea desde la primera ocasión y le pide detalles de la vida en Egipto. Que le cuente sobre el gran sarcófago dorado. ¿Es verdad que Cleopatra era escritora y matemática? ¿Es verdad que tenía un tatuaje en la ingle? Él se asombra y ella se burla: Bueno, papi, ubícate, que aquí todo se pregunta y todo se sabe. Ali Zayn saca unas cuentas y acepta la cercanía; en lo adelante conversa con Yeny cada vez que viene al caso, pero encubre todo lo que pueda ponerlo en peligro. Por el hostal revolotea además un viejo con unos audífonos conectados a un teléfono al parecer desechado por alguien. Lo llaman Rolo. Dicen que es hermano de Lucy The Head y que lo acechan algunas alucinaciones. Usa el teléfono como un reproductor de música y escucha infinitamente la canción A Whiter Shade of Pale, de Procol Harum.2 Tiene un cuarto pequeño al lado del que han facilitado a Ali Zayn, quien esa noche se consuela pensando que quizás todo le vaya bien en La Habana. Parece que escapó a tiempo, se dice; la rubia aparecida repentinamente en El Nido de la Gaviota era sin duda alguna una cazarrecompensas.

Lo que sí admitiría Ali Zayn es la «faraónica ausencia de remordimiento» que antes que cualquier crítico detecta en sus personajes el propio Naguib Mahfouz, aunque Ali Zayn no está al tanto de las ideas de su creador. Desde el día en que se escabulló de El Cairo a bordo de un camión de víveres, solo pensó en subsistir, sin pararse a analizar los medios. Cerca de la frontera con Israel, el Iveco, que parecía un vehículo óptimo para las marchas extendidas, comenzó a trepidar. El chofer no tuvo la precaución de aparcarlo fuera de la vía; lo detuvo en medio de la carretera y saltó al pavimento, levantó la cabina y se puso a escudriñar el motor. Ali Zayn, por su parte, se fue tras el camión y orinó durante alrededor de un minuto. Devolvía el animal a su refugio cuando vio a un anciano salir a la carretera por un sendero en la margen izquierda. Estaba arropado como un beduino, con un thawb desgastado y llevaba una jaula para pájaros, vacía. Se le acercó resuelto y le dijo:

—Te ruego que me compres la jaula.

Ali Zayn se echó a reír.

—No quiero —le respondió.

—Pues te lo ordeno —dijo el anciano.

—Tú no me engendraste; no me das comida ni trabajo: no tienes poder sobre mí —argumentó Ali Zayn.

—Entonces te lo aconsejo —dijo el anciano—, entra en razón.

Ali Zayn le arrebató la jaula.

—Ahora es mía —se burló—, te ordeno que me la compres.

El anciano, estupefacto, lo miró. Ali Zayn lo agarró del thawb y lo atrajo amenazadoramente.

—¿Para qué querría yo una jaula sin pájaro? —dijo más para sí que exigiendo una respuesta.

—Para saber lo que vale la libertad —respondió de todas formas el beduino.

Ali Zayn lo liberó. El viejo lo maldijo y se le abalanzó con un puñal. Ali Zayn lo golpeó en la cabeza con la jaula, que se deshizo. El puñal cayó a los pies del viejo, que se tambaleó, luego se fue de costado, pero logró reponerse y desapareció en el sendero. Ali Zayn recogió el puñal. Tenía la hoja ligeramente curvada y el mango era la representación de un ángel.

En los últimos tres meses ha repasado el forcejeo con el beduino en varias ocasiones. A veces le parece un maniático, pero después siente que se trata de un provocador, de alguien que conoce su pasado. Una vez, cerca ya del amanecer, soñó que el beduino y el hombre atado a la cama del hotel de Estambul eran uno y el mismo, pero al despertar no encontró coincidencias físicas entre ambas imágenes. La mañana del incidente, al regresar a la cabina del Iveco, el chofer le preguntó:

—¿Qué quería el beduino?

Ali Zayn le dijo la verdad.

—Venderme una jaula. Vacía.

El chofer sonrió. Ali Zayn entonces comenzó a dudar. ¿Sería aquellatoda la verdad? Ahora en La Habana, antes de salir con un encargo de Lucy The Head, se coloca el puñal entre el pantalón y el cuerpo, sobre la cadera derecha, como de costumbre. Se pone una gorra de los Florida Marlins para despistar. La anciana le ha orientado comprar unos kilos de cerdo, carne haram, prohibida por la ley islámica. Da igual, se dice, él no la comerá. En la calle hay poca gente y hace frío. Una llovizna latosa medra sobre las aceras y el pavimento. Ali Zayn llega a Porvenir, una avenida más bien impersonal en un barrio indiferente, le parece. El mercado está a dos cuadras a mano derecha: dos naves alargadas cuyos estrados exhiben vegetales sin lavar, llenos de una tierra negra que le recuerda el suelo de las proximidades del Nilo. También venden ajos, algún pimiento y, al fondo, embutidos y carne. Apenas hay dos o tres clientes, pero los vendedores mantienen un entusiasmo que a Ali Zayn le resulta grosero. Ajusta el pedido con un carnicero gordo, sudado y servicial que de todos modos sale ganando. Con su bolsa de plástico emprende el repliegue, atraviesa la avenida, cubre las dos cuadras hasta su calle y tuerce a la izquierda. Se detiene. Se pasa la bolsa de una mano a la otra. Echa a andar nuevamente, pero se le nubla la vista. Reacciona tarde, quiere defenderse, pero lo han inmovilizado desde atrás y lo comprimen contra un muro. Siente que se ahoga. Siente que le hurgan en el cuerpo y comprende que buscan el puñal. Siente un alfilerazo en el cuello y se debate, pero no logra zafarse. Una voz dice: Aláh ve los hechos antes de que ocurran.

Yeny la Tatuadora lo ve llegar y corre hacia él. Ven, le dice, ¿qué te pasó? Lo coge del brazo, lo obliga a recostarse en el sillón de los tatuajes, le examina el cuello. No es profunda, le dice, ¿quién fue? Ali Zayn no lo sabe, le explica, lo atacaron por la espalda, le dijeron algo antes de liberarlo: «Aláh ve los hechos antes de que ocurran», cree recordar. Yeny la Tatuadora se ríe. ¿En qué idioma te hablaron?, pregunta. Ali Zayn se queda pensando. No sé, responde, creo que en árabe. Yeny la Tatuadora le hace una confesión: no es ella la dueña del estudio; la pieza pertenece a Lucy The Head, quien se la arrienda por un precio exagerado. La casa de Yeny está en La Palma y ahora se la ofrece a Ali Zayn, en caso de que él se considere en peligro. Aunque está por asegurar que todo no son más que fastidiosas coincidencias. Ali Zayn no quiere confiar en Yeny, pero tampoco le conviene recelar demasiado. Ya verá, piensa. A lo mejor los asaltantes eran simples delincuentes locales, medita ella, risueña; a lo mejor le hablaron en una jerga tan del barrio que a él, en la conmoción, le recordó su lengua materna.

¿Lo que garantiza la posteridad a un autor es su estilo o son sus historias? ¿Es su relación integral con el lenguaje o son específicamente sus personajes? Se sabe, por ejemplo, que Jorge Luis Borges, antes que personajes crea símbolos, pero Mahfouz —como Sthendal, como Liev Tolstói— parece confiar toda su sobrevida a los personajes. La entidad que con resignación llamamos «autor» termina siendo una suerte de dios defectuoso, pues una vez que tiene hijos comienza a depender de ellos. Casi avergüenza subrayar, por obvio, lo siguiente: para que un autor se sobreviva es preciso que sus personajes lo sobrevivan a él. Ali Zayn puede haberse emancipado con una condición: que Naguib Mahfouz ya no lo necesite —ni a él, ni a ninguno de sus personajes— para alcanzar la posteridad.

Yeny la Tatuadora insiste en que los atacantes son ladrones de poca monta que no buscaban nada en particular, pero Ali Zayn no está seguro. Lucy The Head ha decidido ser precavida y lo mantiene dentro del hostal, en tareas más que previsibles: destupe el lavamanos del cuarto del tercer piso, sustituye un tomacorriente en la cocina, barre el patio interior pavimentado con recortería de mármol. A medida que se incrementan los días de acuartelamiento, se siente más ansioso. Desde el estudio de la Tatuadora otea la calle, pensando en estirar las piernas por las cercanías, pero Lucy The Head no está de acuerdo.

—Tú a mí no me vas a buscar un lío con la justicia —le advierte—. No creas que esto es jamón, que aquí todo se sabe. Si te asesinan estando a mi servicio, me van a detener y yo ya no aguanto un interrogatorio.

—Tú no eres mi dueña —se le encara Ali Zayn—; ni me pariste, ni me compraste.

—Pero te di abrigo —lo humilla Lucy The Head—. Si pones una pata en la acera, te sumarás al batallón de vagabundos que hay por ahí.

Esa condición no le conviene y él lo sabe. Recula murmurando un versículo del Corán: El hombre que no tiene paciencia no tiene fe. Se deja caer en la cama estrecha del cuartucho y —acorde con su faraónica ausencia de remordimiento—