Cuentos de criaturas del mar - Luisa May Alcott - E-Book

Cuentos de criaturas del mar E-Book

Luisa May Alcott

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Beschreibung

Tritones; ondinas y nereidas y demás criaturas del mar son los protagonistas de esta deliciosa selección de cuentos fantásticos de la gran escritora norteamerica, Louisa May Alcott, célebre por su novela Mujercitas. Una niña que quiere ser sirena, una sirena que quiere ser niña, y niñas confundidas con sirenas, protagonizan “Ariel”, “Sirenitas”, “Rizo, la ninfa del mar”, y “La amiguita de Fancy”, cuentos donde se reclama por un lado la importancia de la imaginación, y por otro, la de la realidad más práctica. Casi todos ellos comparten elementos de un mismo escenario —la isla y el faro, el hotel y las villas playeras—, probablemente inspirados en Nonquitt, el retiro veraniego de Alcott en la costa de Nueva Inglaterra. También encontramos aquí la única historia fantástica de Alcott que trata el tema de los prejuicios raciales, tan importante en su vida, o sátiras sobre sus propios dramas escritos para adultos.

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Louisa May Alcott

Louisa May Alcott

CUENTOS DE CRIATURAS DEL MAR

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-539-5

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-539-5
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

I

Ariel o una leyenda del faro

I

—Buenos días, señor Southesk. ¿No se da usted hoy al mar?
—Buenos días, señorita Lawrence. Sólo estoy esperando a que mi batel esté listo para zarpar.
Al responder al alegre saludo de la muchacha, el joven alzó la vista de la roca en la que descansaba, y una encantadora estampa lo resarció del esfuerzo de apartar de allí sus ojos soñadores. Algunas mujeres poseen la habilidad de hacer que incluso un simple traje de baño, parezca elegante y pintoresco; y la señorita Lawrence no ignoraba el efecto que causaba con su traje azul camisa-pantalón, su cabello suelto a merced del viento azotando su hermoso rostro, los blancos tobillos entrevistos bajo el entramado de sus sandalias de baño, y esa aparente despreocupación por su aspecto, tan atrayente como el más esmerado acicalamiento. Una sombra de decepción nubló el semblante femenino al escuchar la respuesta; y su voz sonó algo arrogante en contraste con su habitual dulzura, cuando ella, plantada junto a la indolente figura sentada tomando el sol, dijo:
—Cuando hablé del mar, pensaba en la playa; y me refería a nadar, no a navegar.
¿Por qué no se une a nuestro grupo y nos obsequia con otra exhibición de sus habilidades gimnásticas?
—No, gracias; la playa es demasiado mansa para mí; prefiero las aguas profundas, el fuerte oleaje, y el incentivo del riesgo aportando emoción al esfuerzo físico.
El tono lánguido del joven chocaba vivamente con las intenciones por él manifestadas, y al oírlas, la señorita Lawrence exclamó, casi involuntariamente:
—¡Es usted la más extraña mezcla de apatía y determinación que haya conocido nunca! Viéndolo así ahora, resulta difícil creer las historias que se cuentan sobre sus hazañas por tierra y mar; y sin embargo, sé que merece el apodo de «Bayard [1]», así como ese otro de «dolce far nient e [2]». Es usted tan mudable como el océano al que tanto ama; pero nunca ve la luna que gobierna el flujo y reflujo de sus propias mareas.
Ignorando la primera parte de su discurso, Southesk respondió a la última frase con repentina animación.
—Soy un apasionado del mar, y bien puedo serlo, pues nací en él, y mis padres yacen en algún lugar bajo sus aguas; fuera de él mi destino está aún por escribirse.
—¿Su destino, dice? —repitió la señorita Lawrence llena del más vivo interés, pues rara vez hablaba el joven de sí mismo, ansioso por sepultar su pasado en el venturoso presente y en un futuro no menos prometedor. Algún humor pasajero debió de volverlo inusualmente franco, pues sin apartar sus hermosos ojos de la brillante extensión ante él, respondió:
—Sí, una célebre pitonisa me dijo una vez la buenaventura, y sus palabras me han perseguido desde entonces. No, no crea que soy supersticioso, pero no puedo dejar de conceder cierta importancia a su predicción:
Vigila la orilla del mar a primera y última hora, pues de sus profundidades se elevará tu destino; el amor y la vida se mezclarán oscuramente, y en una sola hora lo verás todo ganado o perdido.
Tal fue su profecía; y aunque tengo escasa fe en ella, me siento irresistiblemente atraído por el mar, y continuamente me encuentro mirándolo y aguardando el destino que pueda traerme.
—Espero que sea uno muy dichoso.
Toda arrogancia había desaparecido de la voz de la mujer, y sus ojos se volvieron, tan melancólicamente como los de su interlocutor, hacia el misterioso océano que acababa de señalarle a ella su sino.
Ninguno de los jóvenes habló durante un momento: Southesk, ensimismado con alguna inasible fantasía, continuó oteando las ondas azules que rodaban desprendiéndose del horizonte; y Helen, escrutando su rostro con una expresión que muchos habrían deseado despertar, pues todos coincidían en afirmar que la señorita Lawrence era tan orgullosa y fría como hermosa. Anhelo y admiración se confundían en la mirada de ella, fija en aquel semblante arrebatado a la realidad presente; una vez incluso, cediendo a un impulso involuntario, su pequeña mano se elevó para sujetar el cabello agitado por el viento que surcaba la frente del joven, sentado con la cabeza descubierta, manifiestamente ignorante de la femenil presencia. Helen retiró la mano a tiempo y se giró para ocultar el súbito rubor que tiñó sus mejillas, tras el impulsivo gesto que la habría traicionado ante un partenaire menos abstraído. Adelantándose a la joven, una llamada procedente del grupo reunido en la playa quebró el silencio, y, contenta de tener otra oportunidad de ver cumplido su deseo, y en un tono que habría logrado la sumisión de cualquier hombre, excepto la de Philip Southesk, ella dijo:
—Me parece que nos están esperando; ¿no puedo tentarle para que se una a las

sirenas

de allá abajo, y deje que su barca espere hasta que haga más frío?
Pero él negó con la cabeza con un gesto breve y decidido, y miró a su alrededor en busca de su sombrero, como si estuviera ansioso por escapar de allí; sin embargo, respondió con una sonrisa:
—Tengo un compromiso con la sirena de la isla, y, como el galante caballero que soy, debo mantenerlo o naufragaré en mi próxima travesía. ¿Está ya listo, Jack? — gritó, mientras la señorita Lawrence se alejaba, y él se encaminaba hacia un viejo barquero, que se afanaba en calafatear su esquife.
—Lo estará en un periquete, señor. Así que usted también la ha visto, ¿no es así?
—dijo el hombre, haciendo una pausa en su trabajo.
—¿Ver a quién?

—A la sirena de la isla.

—No; sólo fabriqué esa excusa para librarme de unas amables señoritas que me aburren hasta la muerte. Me da la impresión de que tiene una historia que contarme al respecto; así que dese la vuelta mientras lo hace y siga trabajando, porque estoy ansioso por partir.
—¡Vaya!, creí que le gustaría saber que, en efecto, hay una sirena ahí abajo, pues es usted aficionado a las cosas raras y curiosas. Nadie la ha visto además de mí, o habría oído hablar de ello; y no se lo he contado a nadie más que a mi esposa, pues temo demasiado al «rudo Ralph», como llamamos por aquí al vigilante del faro. Verá, a él no le gusta ver gente merodeando en las inmediaciones de su guarida; si yo me fuera de la lengua, acudirían todos como un enjambre a la isla para cazar a la hermosa criatura, y Ralph montaría en cólera.
—No me importa nada ese Ralph; dígame cómo y dónde vio a la sirena… dormido en su barca, me imagino.
—No señor; bien despierto y sobrio que estaba, por cierto. Un buen día se me ocurrió remar alrededor de la isla, y echar un vistazo al abismo, como llamamos a un gran tajo en el farallón que sobresale en el mar, y alcanza casi tanta altura como el faro. Esta grieta va desde la cima hasta el pie del Gull’s Perch, y el mar fluye a través de ella, furioso y espumando como la boca de un loco, cuando sube la marea. Las olas han agujereado las rocas a ambos lados del abismo, y en una de estas cavidades vi a la sirena, tan claramente como lo veo a usted ahora.
—¿Y qué estaba haciendo ella, Jack?
—¡Cómo!, cantando y peinando su larga cabellera; por eso supe que se trataba de una auténtica sirena.
—Su cabello sería de color verde o azul, por supuesto —dijo Southesk, con tan evidente sarcasmo, que el viejo Jack se irritó y respondió con voz ronca:
—Era más oscuro y rizado que el de esa señorita amiga suya que acaba de marcharse; sólo que su rostro era más hermoso, su voz más dulce, y sus brazos más blancos; no me crea si no quiere.
—¿Qué hay de las aletas y las escamas, Jack?
—Ni rastro de ellas, señor. La mitad del cuerpo estaba sumergida en el agua, y llevaba puesta una especie de camisola blanca, de modo que no pude ver si tenía pies o cola de pez. Pero juro que a ella la vi, y tengo su peine para demostrarlo.
—¡Su peine! Déjeme verlo, así me resultará más fácil creer su historia, ¿no le parece? —propuso el joven, movido por una especie de perezosa curiosidad.
El viejo Jack extrajo de un bolsillo un pequeño y delicado peine, aparentemente hecho a partir de una concha nacarada, cortado y tallado con mucha habilidad, que llevaba grabadas dos letras en el mango.
—¡Sopla, es un objeto precioso!, y sólo una sirena podría haber sido su dueña.
¿Cómo lo consiguió? —preguntó Southesk, examinando cuidadosamente su delicada factura y las letras grabadas, y deseando que la historia fuese cierta, pues la estampa de una cantarina sirena de hermoso rostro, sentada en una saliente roca del mar, excitaba su romántica imaginación.
—Fue de esta manera, señor —empezó a explicar Jack—; me cogió tan desprevenido, que grité antes de haber podido echarle un buen vistazo a la moza. Ella me vio y dio un pequeño chillido, luego se lanzó al agua y desapareció de mi vista. Esperé a verla subir a la superficie, pero no lo hizo; así que remé hasta acercarme tanto como pude a las rocas, y conseguí recoger el peine que se le había caído; entonces me fui a casa y se lo conté a mi esposa. Ella me aconsejó que guardara silencio y que no volviese allí, como era mi intención; así que me rendí; pero créame, ardo en deseos de echar otra mirada a la pequeña criatura, y supongo que usted encontrará esta información tan valiosa como para intentar también llevársela a los ojos.
—Puedo ver a las mujeres que se bañan sin esa larga cola de pez, y no creo que a la hija de ese «rudo Ralph» le guste que vuelvan allí a molestarla.
—Se equivoca, señor, él no tiene ninguna: ni esposa ni hijos; y no hay nadie en la isla salvo él y su ayudante (un tipo hosco y solitario que nunca viene a tierra); a ellos no les preocupa otra cosa que mantener a punto su lámpara.
Southesk permaneció pensativo y en silencio durante un momento, midiendo a ojo la distancia entre la tierra continental y la isla, pues las últimas palabras de Jack le habían dado una pátina de misterio a lo que al principio le pareció algo trivial.
—Dice usted que a Ralph no le gusta recibir visitas, y que rara vez sale del faro;
¿qué más sabe de él? —preguntó el joven.
—Poco más, señor, sólo que es un hombre valiente, sobrio y fiel que cumple con su deber, y que parece apreciar ese faro sombrío y solitario más de lo que lo hacemos la mayoría de nosotros. Él ha conocido tiempos mejores, supongo, porque hay algo de caballero en él a pesar de su rudo comportamiento. Ya está lista la barca, señor, y llega usted justo a tiempo para encontrarse a la pequeña sirena atusando su cabello.
—Me gustaría visitar ese faro, y soy aficionado a correr aventuras, así que creo que seguiré su consejo. ¿Cuánto pide por ese peine, Jack? —preguntó Southesk, una vez que el anciano finalizó su trabajo, y el batel se balanceaba tentadoramente sobre el agua.
—Nada de usted, señor; se lo regalo de mil amores, pues ha sido la obsesión de mi esposa desde que lo tengo, y me alegro de deshacerme de él. Nunca enseño esto ni
cuento lo que vi; pero usted ha hecho algo más que una buena acción, y estoy ansioso por corresponderle por ello. En el extremo más distante de la isla se encuentra el abismo; es un lugar peligroso, pero usted es hombre de mar y parece prudente. Buena suerte, y hágame saber cómo le ha ido.
—¿Qué cree que significan esas letras? —preguntó Southesk cuando, tras guardarse el peine en el bolsillo, se disponía a equilibrar su embarcación.
—¡Cómo!, «A. M.» significa A Mermaid [3], ¿qué si no? —respondió Jack con suficiencia.
—Encontraré otro significado para ellas antes de mi regreso. Mantenga su secreto y yo haré lo mismo; quiero que esa sirena sea sólo para mí.
Lanzando una sonora carcajada, el joven impulsó su embarcación: sordo a los cantos de las modernas sirenas, que en vano trataban de atraerlo; y ciego a las miradas anhelantes, clavadas en su enérgica figura, inclinándose sobre los remos con tal fuerza y habilidad, que muy pronto la playa y sus alegres grupos de jóvenes quedaron atrás.
El faro se alzaba sobre el acantilado más alto de la isla, y el único lugar seguro de atraque estaba al pie de la roca, donde un camino escarpado y una escalera de hierro conducían a la entrada principal de la torre. Desolado y amenazador como parecía — incluso a la luz del sol veraniego—, y recordando la aversión que Ralph sentía hacia los visitantes, Southesk resolvió explorar el abismo solo, sin pedir permiso a nadie. Bogando a lo largo de la escarpada orilla, alcanzó la enorme brecha que hendía el farallón de arriba abajo. Audaz y habilidoso como era, no se aventuró sin embargo a acercarse demasiado, pues la marea estaba subiendo y cada ola, al romper, amenazaba con arrojar la embarcación hacia el abismo, donde el mar hervía y espumaba furiosamente, saturando la oscura oquedad de agua vaporizada y reverberantes ecos, que formaban un sordo fragor.
Con la intención de disfrutar del soberbio espectáculo, se olvidó de la sirena… hasta que un destello plateado llamó su atención, y virando con un sobresalto vio un rostro humano surgiendo del agua, seguido de un par de brazos blancos que le hacían gestos, acompañando a los sonrientes labios y los brillantes ojos que lo observaban, paralizado como estaba, hasta que con un estallido de risa musical, el fantasma se desvaneció.
Profiriendo una exclamación, se dispuso a continuar avanzando, cuando un violento golpe de mar lo hizo rodar sobre su asiento, y al instante comprendió el apuro en el que se hallaba, pues la barca había derivado hasta situarse entre dos rocas, y la siguiente ola podría estrellarla contra una de ellas. Sin embargo, su instinto de supervivencia se impuso a la curiosidad, y, remando por su vida, el joven Southesk escapó justo a tiempo.
Tras retirarse a aguas más calmas, estudió el lugar y decidió atracar, si el oleaje lo permitía, para reconocer a vista de pájaro el abismo donde la ninfa acuática —o la joven nadadora— parecía haberse refugiado. Pasó algún tiempo, sin embargo, antes
de que encontrara un abrigo seguro, y con mucha dificultad ganó la orilla por fin, sin aliento, empapado y agotado.
Guiado por el fragor del oleaje, alcanzó al cabo el borde del acantilado y miró hacia abajo. Vio salientes y grietas suficientes, para servir de puntos de apoyo y agarre a un montañero atrevido; y ebrio de la placentera emoción del peligro y la aventura, Southesk descendió ayudándose de sus fuertes manos y ágiles pies. No había hollado muchos de aquellos peldaños cuando hizo una pausa repentina, pues el sonido de una voz lo detuvo. Éste se elevaba y caía irregularmente entre el estruendo de las olas en su avance y posterior retroceso, pero logró distinguirlo, y con redoblado entusiasmo siguió observando y escuchando.
A media altura del abismo, firmemente encajada entre ambos flancos, sobresalía una masa de roca arrojada allí por alguna convulsión telúrica. Era evidente que muchos siglos habían transcurrido desde su caída, pues un árbol había arraigado, sustentado por un pequeño parche de tierra, al abrigo del viento y las tempestades en aquel apartado rincón. Enredaderas silvestres, guiadas por su instinto en pos de la luz solar, trepaban a lo largo de las paredes tapizando de verde el acantilado. Y sin embargo, manos desconocidas y habilidosas habían trabajado allí, pues algunas plantas resistentes prosperaban en los rincones umbríos; cada nicho albergaba un delicado helecho, de cada pequeña oquedad brotaba alguna rara hierba; y aquí y allá una concha suspendida contenía una porción de muelle musgo, huevos de aves marinas, o algún curioso tesoro recuperado de las profundidades. La sombra verdosa del pequeño pino ocultaba una parte de aquel nido de águilas, y desde el rincón oculto la voz dulce se elevaba entonando una canción muy adecuada a la escena:
El cielo es puro, blanda la arena; la hermosa playa venid a hollar; venid formando dulce cadena;
los vientos callan cerca del mar [4].
Sintiéndose como un intruso en un baile de hadas, el joven aguardó con el aliento contenido, hasta que la última y tenue nota y su suave eco se extinguieron; avanzó entonces sigilosamente. No tardó su aguda vista en descubrir una escala de cuerda, medio oculta por las enredaderas, evidentemente usada como acceso a la enramada marina o cenador emparrado bajo la roca que pisaba. Sin pensarlo dos veces resolvió descender por allí, pero unos cuantos travesaños más abajo, una fuerte ráfaga de viento sopló sobre la grieta, y al entreabrirse la frondosa pantalla, quedó al descubierto el objeto de su búsqueda. No era éste una sirena, sino una linda muchachita sentada y cantando como un pajarillo mojado en su verde nido.
Mientras el viento sacudió las frondas, Southesk pudo ver que la desconocida permanecía en actitud pensativa, contemplando a través de la amplia brecha la
soleada extensión azul. Vio, también, que un par de pequeños y blancos pies desnudos brillaban contra el fondo oscuro de una cuenca rocosa, llena de agua de lluvia recién caída; que un liso vestido gris dibujaba los elásticos contornos de una figura juvenil; y que los oscuros y húmedos anillos de su cabellera estaban sujetos por una bonita banda hecha de conchas marinas.
Así, con la intención de contemplarla más de cerca, el joven se fue inclinando, hasta que un mal gesto hizo que el peine se deslizara de su bolsillo, y cayera en la cuenca con un chapoteo que arrancó a la muchacha de su ensueño. Ella se sobresaltó, se apoderó de él con avidez y, mirando hacia arriba, exclamó con acento alegre:
—¡Cómo, Stern!, ¿dónde encontraste mi peine?
No hubo respuesta a su pregunta, y la sonrisa murió al punto en sus labios, pues en vez del rostro moreno y coriáceo de Stern, vio, aureolado de verdes hojas, un rostro desconocido, hermoso y juvenil.
Rubio y con los ojos azules, ruborizado y sorprendido, el agraciado intruso sonrió a la joven con una expresión, que no produjo en ésta temor alguno, despertando por el contrario su admiración, y ganándose su confianza con la magia de una mirada. Sin embargo, sólo se vieron durante un instante; al cabo las ramas del pino se interpusieron entre ellos. La muchacha se levantó, y Southesk, olvidando toda precaución, cegado como estaba por su curiosidad, cubrió de un salto la distancia que lo separaba del suelo.
Pero no había calculado bien la altura; su pie resbaló y cayó golpeándose en la cabeza, quedando momentáneamente inconsciente. El goteo del agua fresca en la frente lo despertó, y aunque se sentía un poco aturdido, pronto se repuso por completo. Con los ojos entornados contempló el borroso y lozano rostro femenino, de una belleza tan peculiar, que lo confundió y lo fascinó al primer vistazo. Lástima, ansiedad y alarma eran visibles en él, y contento de tener un pretexto para prolongar aquel episodio, decidió fingir un sufrimiento que no sentía.
Exhalando un suspiro cerró los ojos de nuevo, y por un momento disfrutó del suave tacto de sus manos sobre la frente, del sonido de su corazón latiendo rápidamente cerca de él, y de la agradable sensación de ser el objeto de interés de aquella dulce y desconocida voz. Demasiado generoso empero para mantenerla más tiempo en suspenso, no tardó en levantar la cabeza y mirar torpemente a su alrededor, preguntando débilmente:
—¿Dónde estoy?
—En el abismo… pero completamente a salvo conmigo —respondió una voz fresca y juvenil.
—¿Quién es la amable joven a quien confundí con una sirena, y cuyo perdón imploro por esta grosera intromisión?
—Soy Ariel, y te perdono de buen grado.
—Bonito nombre; ¿te llamas realmente así? —preguntó Southesk, sintiendo que una actitud sencilla era la más conveniente para ganarse su confianza, pues la
muchacha hablaba con la inocencia y libertad de un niño.
—No tengo otro nombre, salvo March, y ése no es tan bonito.
—Entonces, las letras «A. M.» en el peine no significan A Mermaid [una sirena], como pensaba el viejo Jack cuando me lo dio.
Una risa plateada siguió a su involuntaria sonrisa, cuando, aún arrodillada junto a él, Ariel lo miró con mucho interés, y una expresión de admiración muy sincera en sus bellos ojos.
—¿Has venido acaso para devolvérmelo? —preguntó ella, volviéndose hacia el recuperado tesoro en su mano.
—Sí; Jack me describió la hermosa ninfa acuática que vio, así que vine en su busca, y aún no estoy seguro de que no seas la auténtica Lorelei [5], pues casi me hiciste naufragar, y luego desapareciste de la forma más sobrenatural.
—¡Ah! —exclamó de nuevo la joven con su alegre risa—, llevo la vida de una sirena aunque no lo soy, y cuando me siento inquieta gasto bromas a la gente, pues conozco cada grieta de estas rocas, y aprendí de las gaviotas a nadar y a bucear.
—Y también a volar, diría yo, por la velocidad con la que llegaste a este rincón; yo me apresuré a hacerlo y casi pierdo la vida, como has podido ver.
Mientras así hablaba, Southesk trató de incorporarse, pero un fuerte calambre en su brazo hizo que se detuviera, profiriendo una exclamación de dolor.
—¿Te duele mucho? ¿Puedo hacer algo más por ti? —y la voz de la joven, mientras lo miraba con expresión de preocupación, sonaba femeninamente piadosa.
—Me he cortado el brazo, creo, y me he lastimado un pie; pero un poco de descanso los sanará. ¿Puedo aguardar aquí unos minutos, y disfrutar de tu encantador refugio, aunque no sea lugar para un torpe mortal como yo?
—Oh, sí; quédate todo el tiempo que quieras, y déjame vendar tu herida. Mira cómo sangra.
—¿Entonces no tienes miedo de mí?
—No; ¿por qué iba a tenerlo? —y los oscuros ojos de Ariel se posaron confiados en los del joven, mientras se inclinaba para examinar el corte. Era profundo, y Southesk pensó que ella gritaría o palidecería; pero no ocurrió nada de esto, y habiéndolo vendado hábilmente con un pañuelo mojado, y alzando la vista desde la mano bien formada y el fuerte brazo al rostro de su dueño, dijo ingenuamente:
—Qué lástima, quedará una cicatriz.
Southesk rió abiertamente, a pesar del dolor que sentía, y, apoyándose en el brazo ileso, se preparó para disfrutar del momento, pues el pie lastimado no era más que un pícaro ardid.
—No me importa la cicatriz. Los hombres no las consideramos desagradables, y yo me sentiré más orgulloso de ésta que de la otra media docena que tengo, pues gracias a ella pude tener un atisbo del país de las hadas. ¿Vives aquí, sobre la espuma y la luz del sol, Ariel?
—No, el faro es ahora mi hogar.