Cuentos de encantamiento ; Infantiles ; Cuentos infantiles religiosos ; Oraciones, relaciones y coplas infantiles ; Colección de artículos religiosos y morales - Fernán Caballero - kostenlos E-Book

Cuentos de encantamiento ; Infantiles ; Cuentos infantiles religiosos ; Oraciones, relaciones y coplas infantiles ; Colección de artículos religiosos y morales E-Book

Fernán Caballero

0,0
0,00 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Esta edición digital en formato ePub se ha realizado a partir de una edición impresa digitalizada que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España. El proyecto de creación de ePubs a partir de obras digitalizadas de la BNE pretende enriquecer la oferta de servicios de la Biblioteca Digital Hispánica y se enmarca en el proyecto BNElab, que nace con el objetivo de impulsar el uso de los recursos digitales de la Biblioteca Nacional de España. En el proceso de digitalización de documentos, los impresos son en primer lugar digitalizados en forma de imagen. Posteriormente, el texto es extraído de manera automatizada gracias a la tecnología de reconocimiento óptico de caracteres (OCR). El texto así obtenido ha sido aquí revisado, corregido y convertido a ePub (libro electrónico o «publicación electrónica»), formato abierto y estándar de libros digitales. Se intenta respetar en la mayor medida posible el texto original (por ejemplo en cuanto a ortografía), pero pueden realizarse modificaciones con vistas a una mejor legibilidad y adaptación al nuevo formato. Si encuentra errores o anomalías, estaremos muy agradecidos si nos lo hacen saber a través del correo [email protected]. Las obras aquí convertidas a ePub se encuentran en dominio público, y la utilización de estos textos es libre y gratuita.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 1911

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1911, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

Cuentos de encantamiento; Infantiles; Cuentos infantiles religiosos; Oraciones, relaciones y coplas infantiles; Colección de artículos religiosos y morales

Fernán Caballero

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Cuentos de encantamiento; Infantiles; Cuentos infantiles religiosos; Oraciones, relaciones y coplas infantiles; Colección de artículos religiosos y morales

Cuentos de encantamtento. Infantiles

Prólogo

La hormiguita

El Lobo bobo y la Zorra astuta

Los caballeros del pez

La niña de los tres maridos

Bella-Flor

El Lirio azul (versión valenciana)

El Pájaro de la verdad

Los deseos

El pícaro pajarillo

El Carlanco

Otra versión del Carlanco

Benibaire

La Zorra y la vejeta

El Gallo y el Pato

La joroba

El galleguito

Juan Cigarrón

El zurrón que cantaba

Pico, pico, á ver si me pongo rico

Cuento de embustes

El duendecillo fraile

La Gallina duende

Cuentos infantiles. Religiosos

El pan

Si Dios quiere

Una promesa

La tentación

Los dos caminitos

Cuento de bruja

Cómo le gusta al Niño Dios que le pidan

La Virgen costurera

San Lorenzo

San Pedro

El holgazán

Desprecio de las advertencias

Creación de la golondrina

Ejemplos

¡Señor, aquí está Juan!

Adán

Justicia de Dios y desengaños de España

Oraciones, relaciones y coplas infantiles

Máximas que repetía un excelente padre á sus hijos

Oraciones y relaciones infantiles

Oración de la mañana

Al acostarse

Otra

Al irse á jugar ante una imagen de la Señora

Después de comer

Al ser la oración

Al oir la campanilla que anuncia el Viático

Al toque de ánimas

Al pasar el Viático

Asuntos religiosos, los Mandamientos

Jesús al alma

Conversión de San Agustín

La oración del simple

La Pasión de Jesucristo explicada con las piezas de que se compone el arado

Al Ecce-Homo

Relaciones religiosas

Acto de amor, compuesto por una monja

Saetas de Semana Santa

Coplas de Nochebuena

Colección de artículos religiosos y morales

Buena vista

La campana del rosario

Sobre el influjo del indiferentismo religioso en las costumbres

Los que creyentes llaman milagros y los descreídos llaman casualidades

Algunas palabras sobre las que en la cruz dijo el Señor á los niños

El Viernes Santo

Un devoto de la Inmaculada

Un llamamiento

La bendicion de las aguas en Sanlúcar de Barrameda

Los angelitos en las procesiones de Sevilla

Consideracion para el día de difuntos dedicada á los niños

La capilla del Carmen de la Alameda de Sevilla

Confirmacion y primera comunion de la Infanta Doña Isabel de Orleans en el día 1.º de Enero de 1861

Ejemplos recogidos de boca del pueblo

Ejemplo primero. La confianza en los santos

Ejemplo segundo. Poder del arrepentimiento

Ejemplo tercero. la buena fama (ejemplo dedicado y escrito para Felicianita de la Puente y...

Ejemplo cuarto. La limosna

No hay buena accion sin premio

Pobre de espíritu y rico de corazón

Leyenda del judío errante. Juan, espera en Dios

Parentesco espiritual. Padrino y ahijado

No hay paso perdido si se da con buena intención

La virgen de las ruinas

La confesión del simple

La meditación de la Virgen

La caridad más meritoria

La intención

Notas

Acerca de esta edición

Enlaces relacionados

CUENTOS DE ENCANTAMIENTO

INFANTILES

PRÓLOGO

AL comenzar la serie de cuentos infantiles, lo hacemos con el más conocido, generalizado y popular, que saben todos los niños, desde el príncipe hasta el pordiosero. Nada probará más este aserto como referir el que un periódico burlesco, queriendo ponernos en ridículo á causa de un cuento popular que habíamos referido, en otro concluía su diatriba diciendo: «Fernán Caballero acabará por contarnos el Cuento de la hormiguita.» Pasado algún tiempo, la persona que esto escribía, que es uno de los jóvenes de más vasta inteligencia y más saber que hemos conocido había modificado en un todo sus ideas; se había casado con una linda y excelente joven, tenía una hija, un serafín, que eran la delicia y encanto de su vida, ambas colocadas á un lado por el ángel de guarda de su superior inteligencia, y era, no ya nuestro contrario, sino nuestro amigo. Si no por justicia, por amistad, sentía sinceramente haber sido lo primero, y quería que olvidásemos su anterior ataque; pero nosotros, lejos de eso. le hemos dicho, y lo cumplimos, que daríamos más publicidad á su agresión, al publicar el cuento infantil de la hormiguita, por ser la auténtica más patente de lo esparcido y conocido de este cuentecito y de los demás.

LA HORMIGUITA

HABÍA vez y vez una hormiguita tan primorosa, tan concertada, tan hacendosa, que era un encanto. Un día que estaba barriendo la puerta de su casa se halló un ochavito. Dijo para sí:

—¿Qué haré con este ochavito? ¿Compraré piñones? No, que no los puedo partir. ¿Compraré merengues? No, que es una golosina.

Pensólo más, y se fué á una tienda donde compró un poco de arrebol, se lavó, se peinó, se aderezó, se puso su colorete, y se sentó en la ventana. Ya se ve; como que estaba tan acicalada y tan bonita, todo el que pasaba se enamoraba de ella. Pasó un toro y la dijo:

—Hormiguita: ¿te quieres casar conmigo? —¿Y cómo me enamorarás?—respondió la hormiguita.

El toro se puso á mugir; la hormiga se tapó los oídos con ambas patas.

—Sigue tu camino —le dijo al toroque me asustas, me asombras y me espantas.

Y lo propio sucedió con un perro que ladró, un gato que maulló, un cochino que gruñó, un gallo que cacabeó. Todos causaban alejamiento á la hormiga; ninguno se ganó su voluntad, hasta que pasó un ratonpérez (I) que la supo enamorar tan fina y delicadamente, que la hormiguita le dió su manita negra. Vivían como tortolitas, y tan felices, que de eso no se ha visto desde que el mundo es mundo.

Quiso la mala suerte que un día fuese la hormiguita sola á misa, después de poner la olla que dejó al cuidado de ratonpérez, advirtiéndole, como tan prudente que era, que no menease la olla con la cuchara chica, sino con el cucharón; pero el ratonpérez hizo, por su mal, lo contrario de lo que le dijo su mujer: cogió la cuchara chica para menearla olla, y así fue, que sucedió lo que ella había previsto. Ratonpérez, con su torpeza, se cayó en la olla, como en un pozo, y allí murió ahogado.

Al volver la hormiguita á su casa, llamó á la puerta. Nadie respondió ni vino á abrir. Entonces se fué á casa de una vecina para que la dejase entrar por el tejado. Pero la vecina no quiso, y tuvo que mandar por el cerrajero que le descerrajase la puerta. Fuese la hormiguita en derechura á la cocina; miró la olla y allí estaba, ¡qué dolor! el ratonpérez ahogado, dando vueltas sobre el caldo que hervía. La hormiguita se echó á llorar amargamente. Vino el pájaro y la dijo:

—¿Por qué lloras? Ella respondió: —Porque ratonpérez se cayó en la olla.

—Pues yo, pajarito, me corto el piquito.

Vino la paloma, y la dijo: —¿Por qué, pajarito, te has cortado el pico?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora.

—Pues yo, la paloma, me corto la cola.

Dijo el palomar: —¿Por qué tú, paloma, cortaste tu cola?

—Porque ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito cortó su piquito, y yo, la paloma, me corto la cola.

—Pues yo, palomar, me voy á derribar.

Dijo la fuente clara: —¿Por qué, palomar, te vas á derribar?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito cortó su piquito, y que la paloma se corta la cola, y yo, palomar, voime á derribar.

—Pues yo, fuente clara, me pongo á llorar.

Vino la Infanta á llenar la cántara. —¿Por qué, fuente clara, te pones á llorar?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito se cortó el piquito, y que la paloma se corta la cola, y que el palomar fuese á derribar, y yo, fuente clara, me pongo á llorar.

—Pues yo, que soy Infanta, romperé mi cántara.

Y yo, que lo cuento, acabo en lamento, porque el ratonpérez se cayó en la olla, ¡y que la hormiguita lo siente y lo llora!

EL LOBO BOBO Y LA ZORRA ASTUTA

Había una vez una zorra que tenía dos zorritas de corta edad. Cerca de su casa, que era una chocita, vivía un lobo, su compadre. Un día que pasaba por allí, vió que éste había hecho mucha obra en su casa, y la había puesto que parecía un palacio. Díjole el compadre que entrase á verla, y vió que tenía su sala, su alcoba, su cocina y hasta su despensa, que estaba muy bien provista.

—Compadre — le dijo la zorra: — veo que aquí lo que falta es un tarrito de miel.

—Verdad es—contestó el lobo. Y como acertaba á la sazón á pasar por la calle un hombre pregonando:

Miel de abejas,

zumo de flores,

compróla el lobo, y llenó con ella un tarrito, diciéndole á su comadre que estando rematada la obra de su casa, la convidaría á un banquete y se comerían la miel.

Pero la obra no se acababa nunca, y la zorra, que se chupaba las patas por la miel, estaba deshaciéndose por zampársela.

Un día le dijo al lobo: —Compadre: me han convidado para madrina de un bautizo, y quisiera que me hiciese usted el favor de venirse á mi casa á cuidar de mis zorritas, entre tanto que estoy fuera.

Accedió el lobo, y la zorra, en lugar de ir al bautismo, se metió en casa del lobo, se comió una buena parte de la miel, cogió nueces, avellanas, higos, peras, almendras y cuanto pudo rapiñar, y se fué al campo á comérselos alegremente con unos pastores, que en cambio le dieron leche y queso.

Cuando volvió á su casa, dijo el lobo:

—Vaya, comadre, ¿qué tal ha estado su bautizo?

—Muy bueno—contestó la zorra.

—Y el niño ¿cómo se llama?

—Empezili — respondió la supuesta madrina.

—¡Ay, qué nombre! — dijo su compadre.

—Ese no reza en el Almanaque. Es un santo de poca nombradía — respondió la zorra.

—¿Y los dulces? — preguntó el compadre.

—Ni un dulce ha habido—respondió la zorra.

—¡Ay, Jesús, y qué bautismo! — dijo engestado el lobo; — ¡no he visto otro! Yo me he quedado aquí todo el día como una ama de cría con las zorritas por tal de comerlos, y se viene usted con las patas vacías. ¡Pues está bueno!

Y se fué enfurruñado.

A poco, tuvo la zorra grandes ganas de volver á comer miel, y se valió de la misma treta para sacar al lobo de su casa, prometiéndole que le traería dulces del bautismo. Con esas buenas palabras convenció al lobo, y cuando volvió á la noche después de haberse pasado un buen día de campo, y haberse comido la mitad de la miel, le preguntó su compadre que cómo le habían puesto al niño. A lo que ella contestó:

—Mitadili.

—¡Vaya un nombre! —dijo el compadre, que, por lo visto, era un poco bobo;—no he oído semejante nombre en mi vida de Dios.

—Es un santo moro — le respondió su comadre.

Y el lobo quedó muy convencido de este marmajo y le preguntó por los dulces.

—Me eché un rato á dormir bajo un olivo, vinieron los estorninos y se llevaron uno en cada pata y otro en el pico, — respondió la zorra.

El lobo se fué enfurruñado y renegando de los estorninos.

Al cabo de algún tiempo, fué la zorra con la misma pretensión á su compadre.

—¡Que no voy!—dijo éste; —que tengo que cantarle la nana á sus zorrillas para dormirlas, y no me da gana de meterme al cabo de mis años á niñera, sin que llegue el caso que traiga usted un dulce siquiera de tanto bautizo á que la convidan.

Pero tanta parola le metió la comadre y tantas promesas le hizo de que le traería dulces, que al fin convenció al lobo á que se quedase en su choza.

Cuando volvió la zorra, que se había comido toda la miel que quedaba, le preguntó el lobo que cómo le habían puesto al niño, á lo que contestó:

—Acabili

—¡Qué nombre! ¡Nunca lo he oído!— dijo el lobo.

—A ese santo no le gusta que suene su nombre—respondió la zorra.

—Pero ¿y los dulces? — preguntó el compadre.

—Se hundió el horno del confitero y todos se quemaron—respondió la zorra.

El lobo se fue muy enfadado, diciendo:

—Comadre, ojalá que á sus dichosos ahijados Empezili, Mitadili y Acabili, se les vuelvan cuantos dulces se metan en la boca, guijarros.

Pasado algún tiempo, le dijo la zorra al lobo:

—Compadre, lo prometido es deuda; su casa de usted está rematada, y tiene usted que darme el banquete que me prometió. .

El lobo, que tenía todavía coraje, no quería: pero al fin se dejó engatusar, y se dió el convite á la zorra.

Cuando llegó la hora de los postres, trajo, como había prometido, la orza de miel, y venía diciendo al traerla:

—¡Qué ligera que está la orcita! ¡Qué poco pesa la miel!

Pero cuando la destapó se quedó cuajado al verla vacía.

—¿Qué es esto?—dijo.

—¡Qué ha de ser! —respondió la zorra;— ¡que usted se la ha comido toda para no darme parte.

—Ni la he probado siquiera—dijo el lobo.

—¡Qué! es preciso, sino que usted no se acuerda.

—Digo á usted que no, ¡canario! Lo que es que usted me la ha robado, y que sus tres ahijados, Empezili Mitadili y Acabili, han sido empezar, mediar y acabar con mi miel.

—¿Con que tras que usted se comió la miel por no dármela, encima me levanta un falso testimonio? Goloso y maldiciente, ¿no se le cae á usted el hocico de vergüenza?

—¡Que no me la he comido, dale! Quien se la ha comido es usted, que es una ladina y ladrona, y ahora mismo voy al león á dar mi queja;

—Oiga usted, compadre, y no sea tan súbito—dijo la zorra.— El que comió miel, en poniéndose á dormir al sol, la suda; ¿no sabía usted eso?

— Yo no—dijo el lobo.

—Pues mucha verdad que es — prosiguió la zorra;—vamos á dormir la siesta al sol, y cuando nos despertemos, aquel que le sude la barriga miel, no hay más sino que es el que se la ha comido.

Convino al cabo y se echaron á dormir al sol.

Apenas oyó la zorra roncar á su compadre, cuando se levantó, arrebañó la orza y le untó la barriga con la miel que recogió. Se lamió la pata y se echó á dormir.

Cuando el lobo se despertó y se víó con la barriga llena de miel, dijo:

—¡Ay, sudo miel! Verdad es; pues yo me la comí. Pero puedo jurar á usted, comadre, que no me acordaba. Usted perdone. Hagamos las paces, y váyase el demonio al infierno.

LOS CABALLEROS DEL PEZ

ERASE vez y vez un pobre zapatero remendón que no ganaba nada en su oficio, y así determinó comprar una red y meterse á pescador. Muchos días estuvo pescando y no sacó más que cangrejos y zapatos viejos que, cuando era remendón, no veía nunca. Al fin pensó:

—Hoy es el último día que pesco. Si nada saco, me voy y me ahorco.

Echó las redes, y esta vez sacó en ellas á un pez de San Pedro (I). Conforme tuvo en su mano el remendón al hermoso pez, le dijo éste (que por lo visto no era tan callado como suelen serlo los de su especie):

—Llévame á tu casa, córtame en ocho pedazos y guísame con sal y pimienta, canela y clavo, hojas de laurel y hierbabuena. Dale á comer dos pedazos á tu mujer, dos á tu yegua, dos á tu perra y los otros dos los sembrarás en tu jardín.

El remendón hizo al pie de la letra cuanto le dijo el pescado; tal fué la fe que le inspiraron sus palabras. De esto se deduce y confirma un hecho eminentemente antiparlamentario (harto sentimos no poder disimularlo), y es que los que hablan poco inspiran más fe y confianza en sus palabras que los que hablan mucho.

A los nueve meses parió su mujer dos niños; su yegua dos potros; su perra dos cachorros, y en el jardín nacieron dos lanzas que por flor llevaban dos escudos, en los que se veía un pez de plata en campo azul.

Medró todo esto en amor y compaña maravillosamente, de manera que, andando el tiempo, salieron de casa del remendón dos gallardos jinetes montados sobre dos soberbios corceles, seguidos de dos valientes sabuesos, con dos erguidas lanzas y dos brillantes escudos.

Eran los hermanos tan en extremo parecidos, que dieron en llamarlos El Caballero Doble; y queriendo cada cual, como era justo, conservar su individualidad, determinaron separarse y campar cada uno por su respeto, por lo que, después de abrazarse estrechamente, dirigiéronse el uno al Poniente y el otro á Levante.

Después de unos días de marcha, llegó el primero á Madrid, y halló á la coronada villa mezclando las amargas aguas de sus lágrimas con las puras y dulces de su querido Manzanares. Todo el mundo lloraba, hasta la Mariblanca de la Puerta del Sol. Nuestro bello mancebo preguntó cuál era la causa de aquella desolación, y supo que todos los años un fiero Dragón, hijo de una infernal vieja, se llevaba una bella joven, y que aquel año infausto había tocado la suerte á la Princesa, buena y bella sin segunda, hija del Rey.

Preguntó en seguida el Caballero que dónde se hallaba la Princesa, y le contestaron que á un cuarto de legua de distancia esperaba á la fiera, que aparecía al caer las doce, para llevarse su presa.

Fue el Caballero á cerciorarse al punto indicado, y halló á la Princesa hecha un mar de lágrimas y temblando de pies á cabeza.

—¡Huid!—gritó la Princesa al Caballero del Pez cuando lo vió llegar;—¡huid, temerario, que va á venir el monstruo, y si os ve, pobre de vos!

—No me iré—contestó el bizarro Caballero,—porque he venido á salvaros.

—¿Salvarme? ¿Cómo, si esto no es posible?

—Allá veremos—contestó el valiente campeón.—¿Hay aquí alemanes?

—Sí, señor—respondió con extrañeza la Princesa.—¿A qué es esa pregunta?

—Ya lo sabréis. Y echando á escape su caballo partió para la desolada villa, volviendo á breves instantes con un inmenso espejo que había comprado en una tienda de alemán. Apoyólo contra el tronco de un árbol, lo cubrió con el velo de la Princesa, puso á ésta delante, advirtiéndole que cuando estuviese cerca la fiera descorriese el velo y se escondiese tras el espejo; dicho lo cual, hizo él otro tanto detrás de un vallado cercano.

No tardó en aparecer el fiero Dragón y en acercarse lentamente á aquella beldad, mirándola con tal insolencia y tal descaro, que sólo le faltaba el lente para igualar á otros culebrones menos temibles que él. Cuando ya estaba cerca, la Princesa, según le había prescrito el Caballero del Pez, descorrió el velo y, pasando detrás del espejo, desapareció á los enamorados ojos del fiero Dragón, que quedó estupefacto al hallar dirigidas sus amorosas miradas á un Dragón como él. Frunció el gesto; su igual hizo lo mismo. Sus ojos se pusieron rojos y brillantes como dos rubís; no se quedaron en zaga los de su contrario, que se pusieron como dos carbuncos. Aumentóse con esto su furor, y erizó sus escamas como un puerco-espín sus púas; las del otro Dragón hicieron otro tanto. Abrió una tremenda boca, que hubiese sido única en su especie á no haber sido porque el amenazado, lejos de intimidarse, abrió otra idéntica. Furioso se abalanzó el Dragón contra su intrépido contrario, dándose tal calamochazo en la cabeza contra la luna, que quedó aturdido; y como había roto el espejo, y en cada pedazo vió una de las partes de su cuerpo, infirió de esto que con el golpe se había hecho él mismo pedazos.

Aprovechó el Caballero este momento de mareo y asombro, y saliendo instantáneamente de su escondite con su fiel perro y su buena lanza, le quitó la vida, y le hubiese quitado ciento que hubiera tenido.

Déjase pensar el júbilo y algazara de los madrileños, que son gente alegre, cuando vieron llegar al Caballero del Pez trayendo á ancas á la Princesa, más contenta que unas Pascuas, y al Dragón atado á la cola del brioso corcel, que tiraba de él tan ancho y donoso como si hubiese sido la cola del manto de una Orden de Caballería.

Colegiráse también que tal hazaña no se podía pagar al Caballero del Pez sino con la blanca mano de la Princesa; que hubo boda, que hubo banquete, que hubo toros y cañas, y que yo fui y vine y no me dieron nada.

Vamos ahora á que el esposo le dijo á la esposa algunos días después de casados, que quería ver todo el Palacio, que era tan grande que ocupaba una legua de terreno. Hízose así, y echaron tres días en verlo. Al cuarto subieron á las azoteas. El Caballero se quedó admirado; ¡qué vista, amigo! Jamás has visto tú una igual ni yo tampoco. Se veía toda España y hasta los moros, y al Emperador de Marruecos, que estaba llorando por el Dragón su amigo.

—¿Qué castillo es aquel—preguntó el Caballero del Pez—que se ve allá á lo lejos tan solo y tan sombrío?

—Ese es—respondió la Princesa—el castillo de Albatroz, el que está encantado, si n que nadie pueda deshacer el hechizo, y ninguno de los que lo han intentado ha vuelto de allá.

El Caballero calló al oir estas razones; pero como era valiente y emprendedor, á la mañanita siguiente, sin que lo sintiese la tierra, montó su corcel, cogió su lanza, llamó á su sabueso y se encaminó hacia el castillo.

Estaba el tal castillo que daba espeluzos mirarlo. Más sombrío que una noche de truenos, más engestado que un facineroso y más callado que un difunto. Pero el Caballero del Pez no conocía el miedo sino de oídas, y no volvía la espalda sino á los enemigos vencidos; así, pues, tomó su corneta ó clarín y tocó una sonata.

Al toque despertaron todos los dormidos ecos del castillo y de las peñas, que repitieron en coro, ya más cerca, ya más lejos, ya más suave, ya más hueco, los sonidos de la sonata. Pero en el castillo nadie se movió.

—¡Ah del castillo!—gritó el Caballero.— ¿No hay quien atienda á un Caballero que pide albergue? ¿No tiene este castillo alcaide, escudero anciano ni paje mozalbete?

—¡Vete! ¡vete! ¡vete!—clamaron los ecos.

—¿Que me vaya?—dijo el Caballero del Pez.—¡Yo no retrocedo en mis empresas por cuanto hay!

—¡Ay! ¡ay! ¡ay!—gimieron los ecos. El Caballero empuñó su lanza y dió un fuerte golpe contra la puerta.

Abrióse entonces el rastrillo y asomóse la punta de una larga nariz que sentaba sus reales entre los hundidos ojos y la hundida boca de una vieja más fea que el Mengue.

—¿Qué se ofrece, imprudente alborotador?—preguntó con voz cascada.

—Entrar—contestó el Caballero. — ¿No puedo acaso gozar aquí algún descanso en esta tarde de estío? ¿Sí ó no?

—No, no, no—dijeron los ecos. Había levantado el Caballero su visera porque era fuerte el calor; y al verlo la vieja tan bien parecido, le dijo:

—Pasad adelante, bello doncel, que seréis atendido y bien cuidado.

—¡Cuidado! ¡cuidado! —advirtieron los ecos.

Pero el Caballero entró diciendo: —Yo no temo sino á Dios. —¡Adiós! ¡adiós! ¡adiós! — suspiraron los ecos.

—Vamos, madre anciana... —Me llamo doña Berberisca— interrumpió la vieja, muy amostazada, al Caballero;—y soy señora de Albatroz.

—¡Atroz! ¡atroz!—le gritaron los ecos.

—¿Queréis callar, malditos vocingleros? —exclamó con coraje doña Berberisca.—Soy vuestra servidora — prosiguió, haciendo una cortesía á la francesa al Caballero;—y si queréis, seré vuestra esposa y viviréis conmigo aquí como un bajá.

—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!—rieron los ecos. —¿Que me case con vos, que tenéis cien años? Estáis loca, y tonta también.

—Bien, bien—dijeron los ecos. —Lo que quiero—prosiguió el Caballero,— es registrar el castillo, é irme después que haga ese examen.

—¡Amen! ¡amen! —suspiraron en latín los ecos.

Doña Berberisca, picada hasta el corazón, echó una torva mirada al Caballero del Pez, é intimándole que la siguiese, le enseñó todo el castillo, en el que vió muchas cosas; pero no las pudo referir, porque la picara Berberisca lo llevó por un callejón oscuro, en que había una trampa, en la que cayó y desapareció en un abismo, y su voz se fué con los ecos, que eran las voces de otros muchos bizarros y cumplidos caballeros, que la picara Berberisca había castigado de la misma manera por haber despreciado sus venerables hechizos.

Vamos ahora al otro Caballero del Pez, que había seguido viajando y que vino á parar á Madrid. Al entrar por las puertas de ésta, los soldados se formaron, los tambares batieron marcha real, y muchos criados de Palacio le rodearon, diciéndole que la Princesa se deshacía en lágrimas al ver lo que se había prolongado su ausencia, temiendo le hubiese acaecido alguna desgracia en el maldito castillo encantado de Albatroz.

—Preciso es—pensó el Caballero— que me tengáis por mi hermano, á quien parece que tan buena suerte ha cabido. Callemos, y veamos en qué vienen á parar estas misas.

Lleváronlo casi en triunfo al Palacio, y fácil es hacerse cargo de los cariños y obsequios de que fué objeto por parte del Rey y de la Princesa.

—¿Conque fuiste al castillo?— preguntaba éste.

—Sí, sí—contestaba. —¿Y qué viste? —No me es permitido decir una palabra sobre ello hasta que vuelva allá otra vez.

—¿Piensas acaso volver á ese maldito castillo, tú único y solo que jamás haya vuelto de él?

—¡Me precisa! Cuando se fueron á acostar puso el Caballero su espada en la cama.

—¿Por qué haces eso?—preguntó la Princesa.

—Porque he hecho promesa de no acostarme en cama hasta que vuelva otra vez de Albatroz.

Y al día siguiente montó su bridón y se encaminó hacia el castillo encantado, temiendo que alguna desgracia le hubiese sucedido á su hermano.

Llamó al castillo, y se asomaron luego al rastrillo las fieras narices de la vieja, que parecía un pez-espada. Pero apenas hubo visto la vieja al Caballero, cuando sus narices se pusieron lívidas, porque le pareció que los muertos resucitaban, y huyó invocando al objeto de su devoción, Belcebú, haciéndole promesa de comer cuantas peras y manzanas le presentase si la libertaba de aquella visión de carne y hueso salida de la mansión de los muertos.

—Señora senectud—le gritaba el recién llegado,—¿no ha venido por acá un Caballero que viste así?

—Sí, sí, sí—respondieron los ecos. —Y ¿qué habéis hecho con ese Caballero tan cumplido, tan rematado?

—¡Matado! ¡matado! — gimieron los ecos.

Al oír esto y al ver á la vieja que huía, el Caballero del Pez no fué dueño de sí; corrió tras ella y la atravesó con su espada; y como hacía mucho viento y era la vieja muy delgada y ligera, se puso á girar dando vueltas en la punta de la espada como un volador.

—¿Dónde está mi hermano, vieja traidora y falaz, hechicera del diablo?—preguntaba el Caballero.

—Yo os lo diré—respondió la bruja;—pero como voy á morir y estoy, mareada de las vueltas que doy mal de mi grado, no lo diré, hasta que me hayáis resucitado.

—Y ¿cómo he de hacer yo ese mal milagro, pérfida bruja?

—Id al jardín — respondió la vieja.— Cortad siempre-vivas, eternas, moco de pavo y sangre de dragón; haced con estas flores un cocimiento en la caldera, y preparad con él un baño en el que me meteréis.

Y diciendo esto la vieja, se murió sin decir Jesús.

Hizo el Caballero todo como se lo había prescrito la vieja, la que efectivamente resucitó, y más fea que antes, porque sus narices, que no cupieron en el caldero, se quedaron muertas y tan blancas, que parecían un colmillo de elefante.

Díjole entonces al Caballero dónde estaba su hermano.

Bajó al abismo, en que halló á éste y á otras muchas víctimas de la picara Berberisca, y las fue metiendo una tras otra en el caldero, y todas iban resucitando; y conforme resucitaban venía alegre el eco que era su voz, tomando posesión de sus gargantas, y lo primero que decían era:

—¡Maldita vieja! ¡Berberisca sin piedad! ¡Malvada sin entrañas!

Lo que hizo con estos hidalgos, hizo el Caballero con muchas bellas jóvenes que se había llevado el dragón, que era hijo de la vieja, y cada cual de ellas daba gracias al Caballero del Pez, y su mano á uno de los hidalgos resucitados, y la picara Berberisca, al ver esto, se volvió á morir de envidia y de coraje.

LA NINA DE LOS TRES MARIDOS

HABÍA un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios, á cuál más apuestos, que le pidieron su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría á su hija á cuál de ellos prefería.

Así lo hizo, y la niña le contestó que á los tres.

—Pero, hija, si eso no puede ser. —Elijo á los tres,—contestó la niña. —Habla en razón, mujer,—volvió á decir el padre;—¿á cuál de ellos doy el sí?

—A los tres—volvió á contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí.

El pobre padre se fue mohino, y les dijo á los tres pretendientes que su hija los quería á los tres; pero que como eso no era posible, que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios á buscar y traerles una cosa única en su especie, y aquel que trajese la mejor y más rara, sería el que se casase con su hija.

Pusiéronse en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron á reunir allende los mares, en lejanas tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado, con un viejecito, que le dijo si le quería comprar un espejito.

Contestó que no, pues que para nada le podía servir aquel espejo tan chico y tan feo.

Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño deseaba ver, y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió.

El que había llegado el segundo, al pasar por una calle, se encontró al mismo viejecito, que le preguntó si quería comprarle un botecito con bálsamo.

—¿Para qué me ha de servir ese bálsamo? —preguntó al viejecito.— Dios sabe—respondió éste,—pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar á los muertos.

En aquel momento acertó á pasar por allí un entierro; se fue á la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto, que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fué á su casa; lo que visto por el segundo pretendiente, compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió.

Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vió llegar sobre las olas una arca muy grande, y acercándose á la playa se abrió y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros.

El último, que era un viejecito, se acercó á él, y le dijo si le quería comprar aquella arca. ,

—¿Para qué la quiero yo,— respondió el pretendiente—si no puede servir sino para hacer una hoguera?

—No, señor,—repuso el viejecito,— que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva á su dueño y á los que con él se embarcan adonde apetecen ir y donde deseen: ello, es cierto; puede usted cerciorarse por estos pasajeros, que hace pocas horas se hallaban en las playas de España.

Cercioróse el caballero, y compró el arca, por lo que le pidió su dueño.

Al día siguiente se reunieron los tres y cada cual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba y que iba, pues, á regresar á España.

El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con sólo desearlo, Apersona ausente que se quería ver; y para probarlo, presentó su espejo, deseando verá la niña que todos tres pretendían.

¡Pero cuál sería su asombró cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta!

—Yo tengo,—exclamó el que había comprado el bote,—un bálsamo que la resucitaría; pero de aquí á que lleguemos, ya estará enterrada y comida de gusanos.

—Pues yo tengo,—dijo á su vez el que había comprado el arca,—un arca que en pocas horas nos pondrá en España.

Corrieron entonces á embarcarse en el arca, y á las pocas horas saltaron en tierra y se encaminaron al pueblo en que se hallaba el padre de su pretendida.

Hallaron á éste en el mayor desconsuelo por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente.

Ellos le pidieron que los llevase á verla, y cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que tenía el bálsamo, echó unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y volviéndose á su padre, le dijo:

—¿Lo ve usted, padre, cómo los necesitaba á los tres?

BELLA-FLOR

HABÍA una vez un padre que tenía dos hijos; al mayor le tocó la suerte de soldado y fué á América, donde estuvo muchos años. Cuando volvió, su padre había muerto y su hermano disfrutaba del caudal y se había puesto muy rico. Fuese á casa de éste y le encontró bajando la escalera.

—¿No me conoces?—le preguntó. El hermano le contestó con mala manera que no.

Entonces se dió á conocer, y su hermano le dijo que fuese al granero, que allí hallaría »un arca, que era la herencia que le había dejado su padre, y siguió su camino sin hacerle más caso.

Subió al granero y halló un arca muy vieja, y dijo para sí:

—Para qué me puede á mí servir este desvencijado arcón? ¡Pero, anda con Dios! Me servirá para hacer una hoguera y calentarme, que hace mucho frío.

Cargó con él y se fué á su mesón, donde cogió un hacha y se puso á hacer pedazos el arcón, y de un secreto que tenía cayó un papel. Cogiólo, y vió que era la escritura de una crecida cantidad que adeudaban á su padre. La cobró y se puso muy rico.

Un día que iba por la calle encontró á una. mujer que estaba llorando amargamente; la preguntó qué tenía, y ella le contestó que su marido estaba muy malo, y que, no sólo no tenía para curarlo, sino que se lo quería llevar á la cárcel un acreedor, al que no podía, pagar lo que le debía.

—No se apure usted—le dijo José;— no llevarán á su marido á la cárcel ni venderán lo que tiene, que yo salgo á todo; le pagaré sus deudas, le costearé su enfermedad y su entierro si muere, y así lo hizo todo; pero se encontró que cuando el pobre se hubo muerto, después de pagado el entierro no le quedaba un real, habiendo gastado toda su herencia en esa buena obra.

—Y ahora, ¿qué hago?—se preguntó á sí mismo;—¿ahora que no tengo que comerá Me iré á una corte y me pondré á servir.

Así lo hizo, y entró de mozo en el Palacio del Rey.

Se portó tan bien y el Rey le quería tanto, que le fue ascendiendo hasta que lo hizo su primer gentilhombre.

Entre tanto su descastado hermano había empobrecido, y le escribió pidiéndole que lo amparase; y como José era tan bueno, le amparó, pidiendo al Rey le diese á su hermano un empleo en Palacio, y el Rey se lo concedió.

Vino, pues, pero en lugar de sentir gratitud hacia su buen hermano, lo que sentía era envidia al verlo privada del Rey, y.se propuso perderlo. Para eso se puso á inquirir lo que para su intento le importaba averiguar, y supo que el Rey estaba enamorado de la Princesa Bella-Flor. y que ésta, como que era el Rey viejo y feo, no le quería, y se había ocultado en un palacio escondido por esos breñales, nadie sabía dónde. El hermano fué y le dijo al Rey que José sabía dónde estaba la Bella-Flor, y correspondía con ella. Entonces el Rey muy airado mandó venir á José, y le dijo que fuese al momento á traerle la Princesa Bella-Flor, y que si se venía sin ella lo mandaba ahorcar.