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Veröffentlichungsjahr: 1862
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Élia o La España treinta años ha
Fernán Caballero
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Élia o La España treinta años ha
PRÓLOGO
UNA PALABRA DEL AUTOR AL LECTOR
(Tomo I)
ÉLIA, Ó LA ESPAÑA TREINTA AÑOS HA
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
(Tomo II)
ÉLIA, Ó LA ESPAÑA TREINTA AÑOS HA
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPITULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
EPILOGO
Notas
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
Cuando al aparecer la primera produccion de FERNAN CABALLERO en las páginas de un periódico de la córte, decia uno de nuestros más distinguidos literatos que LA GAVIOTA era el primer albor de un hermoso dia, el primer floron de la gloriosa corona poética que ceñiría las sienes de un Walter Scott español, expresaba una gran verdad que el tiempo ha confirmado con fallo irrevocable.
El entusiasmo y el sentimiento, fuentes inextinguibles de todo lo que de generoso y de grande es capaz de emprender el hombre, han sido prodigados á manos llenas por la Providencia al inspirado novelista cuya aparicion fué un verdadero y glorioso acontecimiento para las letras españolas y un título de noble y legítimo orgullo para la patria del insigne soldado de Lepanto, que merced á FERNAN CABALLERO, ha vuelto á recobrar el cetro de la Novela, pasado á extrañas manos desde la muerte del Ingenio Príncipe, y envilecido, por desgracia, en ellas, con grave daño de la moral pública y de la existencia misma de la sociedad, hasta el punto que las monstruosas creaciones dadas á luz modernamente en la nacion vecina demuestran de un modo incontestable.
FERNAN CABALLERO ha resucitado entre nosotros la Novela, como Meléndez resucitó el buen gusto, y ha vuelto la tranquilidad y la confianza al corazon de los que rindiendo culto á lo bello y á lo bueno habían llegado á temer que la época presente no produciría en este terreno otra clase de frutos que los viciados y dañosos á que acabo de referirme. Esta es, pues, la razon de que suenen en todos los labios ardientes alabanzas á FERNAN CABALLERO: para unos es su existencia un solemne mentís á los que suponían al ingenio español incapaz de cultivar con éxito la Novela; para otros es el digno paladin de la patria antigua y de la augusta Religion que produjo nuestras glorias y nuestros héroes.
Un hombre ilustre ha dicho de la Moral Cristiana que por su sencillez se halla al alcance del más indocto, y por su profundidad suspende y admira á los más sábios. Otro tanto puede decirse de las obras de FERNAN CABALLERO. Todas ellas pueden ponerse con igual confianza en manos del jóven y de la doncella; en todas se encuentra la misma naturalidad y sencillez en la forma; en todas resplandece la misma pureza de doctrina, el mismo fervor religioso. Todos los caracteres de sus personajes están admirablemente dibujados; los colores con que pinta las costumbres son siempre verdaderos; las descripciones siempre bellas; el sentimiento del deber, base de todos los que animaban á nuestros mayores, siempre aparece en sus obras exaltado y enaltecido.
Y si lo que acabo de expresar es rigurosamente exacto respecto á cuantas producciones ha dado á la estampa el gran novelista, á ninguna conviene tanto, á mi juicio, como á la que dá lugar al presente Prólogo.
El objeto que en ella se propone el Autor no puede ser más simpático á cuántos estimen en algo el suelo que los vió nacer, ni más interesante para quien desée estudiar el verdadero carácter y las costumbres verdaderas de un pueblo en una época dada. La elegida por FERNAN CABALLERO para desarrollar su plan no puede ser tampoco más oportuna. Con decir que la Novela se escribió hace algo más de diez años, y recordar que su título es ELIA Ó LA ESPAÑA TREINTA AÑOS HÁ, queda justificado mi aserto. A describir los sentimientos y costumbres dominantes en nuestra patria al terminarse la guerra más justa y heróica que han presenciado los siglos, vá, pues, encaminada: época sobre todo encarecimiento interesante, y en la cual puede decirse que desaparece la antigua España para refundirse en la que á la actual generacion le ha cabido en suerte.
El carácter de Élia es de lo más bello y delicado que haya concebido jamás la humana fantasía. Es esta angelical criatura linda y buena por extremo: una señora de la más elevada clase la mira como hija, y la ha dejado crecer en la conviccion de que ha debido la existencia á unos antiguos amigos suyos, muertos al nacer ella. Tiene la señora de Calatrava ciega pasion por su protegida, y todo parece como que contribuye á que pueda suponerse á la candorosa niña engreida y orgullosa con sus cualidades y ventajas. Un sobrino de la protectora de Élia, hijo segundo de la Marquesa de Val de Jara y personificacion de los principios liberales de buena fé, importados en nuestro país por los legisladores de Cádiz, vuelve de la guerra en que ha combatido honrosamente por su Dios, su Rey y su Patria contra el más negro abuso de la fuerza de que hace mencion la historia, y se apasiona perdidamente de Élia. Su Madre, que sabe el verdadero origen de ésta, y que siempre ha reprobado la educacion, tan impropia de su clase como apropósito para hacerla infeliz, que su cuñada le ha dado, conociendo que nunca se desafia impunemente la opinion, ni las preocupaciones más ó menos infundadas, toca todos los resortes que están á su alcance para destruir los amores de su hijo, y después de una violenta escena con Cárlos, revela bruscamente su origen á la desventurada Élia, á quien esta revelacion pone al borde del sepulcro. Desde entonces Élia, que amaba ardientemente á Cárlos, renuncia á él por completo, y ni las excitaciones de su protectora, ni las de quien la amamantó á sus pechos, ni el verse dueña de la inmensa fortuna que aquella le lega al morir, consiguen turbar su razon ni exaltar su orgullo. Retírase al convento en que fué educada, y sacrifica un amor que hubiera hecho su felicidad, dadas otras condiciones, pero que de modo alguno puede hacerla en las en que Dios la ha colocado, persuadida de que la verdadera dicha no ha de encontrarse en un enlace que la autoridad maternal justamente condena, sino en conseguir la del Cielo, donde espera un dia unirse á Cárlos.
¡Qué elocuente leccion para los que en todo ven derechos, y en ninguna parte deberes; para los que no reconocen límite ni freno á su voluntad ni á sus apetitos!
En torno de Élia agrúpanse diversas figuras á cuál más típicas. ¡Qué buena fé; qué instintiva rectitud de juicio; qué amor á todo lo bueno y á todo lo español el de la señora de Calatrava! Basta ser blanco de una suposicion malévola, de una injusticia, para que la misma persona que le era antipática se transforme á sus ojos en objeto de simpatía. ¡Cómo cuida de cuanto pueda ser grato á los demás, y como se olvida de lo que á ella le es agradable! ¡Cuán ardiente es su caridad! ¡Qué patriarcal el dominio que sobre sus criados ejerce!
La Marquesa de Val de Jara, dura é intransigente, muestra también el irresistible y benéfico influjo que la Religion ejercia entónces hasta en aquellos carácteres que por su violencia parecian ménos sujetos á él.
Don Fernando, noble representante de las ideas monárquicas, es por otra parte, como acertadamente dice el Autor, el verdadero y genuino tipo del mayorazgo, sosten y apoyo con su nombre y su fortuna de la casa de que es jefe.
Don Narciso, personaje en quien se halla retratada de mano maestra la desconsoladora escuela enciclopedista, es, como no puede menos de serlo, fanático en su intolerancia. El, que de todos exije consideracion y respeto, nada considera ni respeta de cuanto constituye moral y políticamente nuestro país. Para él no hay Dios; hay un Ser Supremo. Extasíale el Sit tibi terra levis gentílico, y no halla ni una palabra de aprobacion para el Requiescat in pace católico. Es filántropo; no caritativo. Apenas se digna contestar, ó contesta con grosería, al honrado campesino que conduce su cabalgadura; pero habla, en cambio, campanudamente de los derechos del hombre.
Nada diremos de María, en quién mas particularmente simboliza FERNAN CABALLERO aquellos antiguos criados que envejecían y morían en las casas de nuestros padres, y que eran otros tantos miembros de la familia de sus señores. Nada del honrado D. Benigno, cuya mejor calificacion la hace su propio nombre. Nada tampoco de los demás personajes; semejante taréa no ofreceria otro resultado que impedir al lector que los conociese cuanto ántes por sí mismo, harto más hábilmente retratados por FERNAN CABALLERO de lo que yo pudiera hacerlo nunca.
Concluyo, pues, no sin decir ántes que si el fin moral y el argumento de ELIA merecen cumplidas alabanzas, y si los caractéres de cuantos en ella figuran se hallan pintados y sostenidos con singular maestría, el encanto de que el Autor sabe revestir escenas de la más opuesta índole,—de cuya verdad son, entre otras, irrecusables testigos ya el simpático cuadro de la casa de la Asistenta el dia en que se celebra su Santo, ya el naturalísimo y chistoso lance en que el atrabiliario Don Narciso gana el mote de Monteruca, ya los altercados, llenos siempre de profunda y saludable intencion, que con éste sostiene la señora de Calatrava, ora el sublime diálogo entre la Marquesa de Val de Jara y su Confesor, ora, en fin, la muerte del Padre y de la Protectora de Élia; las inimitables descripciones que, como la de Sevilla festejando la vuelta del Rey al Trono de sus antepasados, y la de Cádiz visto desde el mar, esmaltan sus páginas; las admirables sentencias que, sin aparato ni pretensiones, brotan espontáneamente de la pluma del escritor; y, por último, el interés siempre creciente de la accion, son así mismo partes á que al concluir la lectura de este precioso libro haya forzosamente de reconocerse que si LA GAVIOTA es el primer floron de la corona poética de FERNAN CABALLERO, ELIA es, á no dudarlo, su más espléndido brillante.
FERNANDO DE GABRIEL Y RUIZ DE APODACA.
Sevilla, 27 de Junio de 1857.
Este podrá no ser siempre benévolo; y en verdad que el que se atreve á arrostrar la publicidad sin que nadie se lo mande, no tiene motivo para exigir que lo sea. El derecho del lector es ser juez; bueno ó malo, juez es sin que nadie se lo quite. La benevolencia es un favor. Pedirla, es una atencion á la que no debe faltar ningún autor que haya leido á Lord Chesterfield (1).
Deseamos salir al encuentro de alguno de los muchos cargos, que sin ser malévolo, podrá hacernos el lector, y que debilitarán algunas explicaciones ó descargos del autor.
Dice Balzac: «¿Quién podrá lisonjearse de ser «siempre comprendido? Morimos todos desconocidos, «esta es la muerte de las mujeres y de los autores.»—¡Cuán cierto es esto!
Haránnos el primer cargo aquellos que, considerando como el verdadero tipo del amor contrariado á la célebre Eloisa, juzguen que el nuestro, Élia, es nulo, descolorido y fuera de lo natural en parecidas circunstancias.
Harémosle notar, que el amor puro de una niña criada en el convento,—á cuya alma inocente é infantil apenas ha llegado el perfume de la flor de amor,—y que impelida por terribles circunstancias y la propia inclinacion, se vuelve voluntariamente al retiro que ama, porque no quiere ni puede arrostrar la opinion, ni rebajar uniéndose á él, al hombre á quien ama, es en todo y por todo, el más perfecto contraste con la mujer hecha, con la gran señora, que en la edad y en la fuerza de las pasiones desenfrenadas hasta la brutalidad, cogió el fruto de la pasion siendo amante y madre; con la mujer enérgica que es encerrada en un convento, como lo seria en una prision, que la separa de un hombre á quien honra y eleva con su cariño. Esto en punto á las analogías de situacion. Pero aun es de más cuantía la razon que debe diferenciar estos tipos de dos amores distintos. Cada individuo ama con los sentimientos que le son propios. Si la pasion enérgica es un tipo de novela, no siempre,—á Dios gracias—es una realidad en la vida. Balzac, que es un profundo conocedor del corazon humano, dice: «que las grandes pasiones son «poco frecuentes; asi como lo son en artes las obras «maestras.» Puede que una mujer que no ama con furor, no sea el tipo que llena el ideal que muchos se creian; pero, puede también que sea el que prefieran almas ménos romancescas y más poéticas; es decir, las que simpaticen más con la verdad y la sencillez, que no con la elevacion y energía, á veces ficticia y forzada en las producciones literarias, como en la vida real (1).
Esta falta de pasion, cuando nace de la mansedumbre del alma, del poder de la razon, de la fuerza é influencia de la Religion, de esa delicada modestia femenina que se extiende hasta sobre los sentimientos, es una cosa que lejos de vituperarla y hallarla poco interesante, deberían los hombres apreciar, teniendo para ellos el atractivo que tienen todos los puntos de contraste con la mujer, y que son justamente los que le dan todo su encanto femenino.
Otro cargo se nos podrá hacer, como á todo el que pretenda copiar al natural, y es, que hay puestas en boca de personajes sencillos y poco pensadores, razones que no serian capaces de emitir. El corazon humano es un libro de música, que con variadas notas contiene ya tiernas y dulces, ya graves é impetuosas partituras. El observador las descifra sin alterarlas; cuando á veces le faltan voces ó voluntad á él mismo, para hacerlo, halla voces á la persona que pinta, á la manera que el ahogado halla razones para la que defiende.
Pudiérasenos tambien atacar sobre la más ó ménos razon que lleven los personajes en sus argumentos. Pero, advertimos que cada cual habla y argumenta según su carácter, su modo de ver y de sentir, y que el autor no sale responsable á nada. Ni aun las razones de la señora de Calatrava, que tiene todas nuestras simpatías, presentamos como ortodoxas.
Mucho se vanaglorian otras naciones con su estético espiritualismo, el que alternativamente ha hecho furor ó ha caido en ridículo: ¡triste suerte de las cosas que se exajeran ó alambican, y á las que no se les busca el solo origen de donde pueden emanar! El espiritualismo, que es el elevado estado que sobrepone al hombre á los apetitos, intereses y pasiones terrestres, no es una utopia, no es el sueño de un visionario de fuerte inteligencia y de cuerpo débil.—No.—El espiritualismo existe, pero aun en la literatura existe sencillo, natural, real y estable, en su firme y única base, la Religion católica. Fuera de esto, es alambicado, metafísico, afectado, y se eleva cual un globo sin direccion, expuesto á caer si le falta el lijero gas que le hincha.
La demostracion de este aserto se halla desenvuelta en la pintura de nuestro tipo, Élia, tipo real y querido que ofrecemos aquí con la satisfaccion de un pintor, que muestra el traslado de un hermoso tipo deseando agrade el original, y recibiendo como justas y sin que le lastimen, las criticas que merezca su pincel, pero rechazando las que se hiciesen del modelo.
El asunto que desenlaza esta relacion es tan sencillo, tan cotidiano, hemos visto todos tantos casos análogos, su consecuencia en el sentido moral que hemos indicado es tan palpable, que las personas que sin prevencion y de buena fé hagan la aplicacion qué hace el autor, podrán convencerse, si no lo están,—así como Newton al ver caer una manzana se convenció de la atraccion de la tierra sobre todo cuerpo material,—de que LA VERDADERA ATRACCion DE TODO ESPIRITUALISMO ES EL CIELO.
La déclamation et l'enflure sont propement l'eloquence de l’erreur. Il n'y a que la Verité qui puisse étre simple, comme il n’y a que la beauté, qui puisse se passer d’ornements.
La declamacion y la hinchazon son propiamente la elocuencia del error.— Solo la verdad puede ser sencilla, como no hay sino la belleza que pueda excusarse de adornos.
On avait considéré la Réligion comme un besoin de l’homme.—Les temps sont venus de la considérer comme une necessité de la societé.
Se habia considerado á la Religion como una cosa preciosa para el hombre.—Ha llegado el dia de considerarla como una necesidad para la sociedad.
BONALD.
Pico de la Mirándula ha dicho en el siglo XV: «La Filosofía busca á Dios, la Teología le halla, la Religion le posée.»
Brillaba uno de esos dias esplendorosos, con los que se engalana Andalucía, como con un collar de brillantes. El sol derramaba por todas partes sus rayos como una red de luciente oro. Algunos celajes transparentes cual velos de encaje, desplegaban en el puro azul del cielo sus formas indefinidas y diáfanas, como se elevan y se ciernen en una mente tranquila, poéticas y vagas concepciones. La suave y perfumada atmósfera vibraba al glorioso sonido de todas las campanas de la religiosa Sevilla, que anunciaban la solemnidad del dia, confirmada á intérvalos por la poderosa voz del cañon. De todos los balcones de la ciudad colgaban vistosas colgaduras, que se mecían alegremente como animadas del júbilo universal.—Las gentes engalanadas, con rostros radiantes de alegría, se hablaban, se abrazaban por las calles sin conocerse. Todo aquel gentío enajenado se dirigía hácia la catedral, cuyas grandiosas puertas abiertas de par en par, daban salida á los sonidos de su magnifico órgano, que alzaban al cielo las solemnes notas del Te-Deum.—¡Oh! era una alegria inmensa, profunda, unánime, eléctrica, que hacia latir todos los corazones, humedecia todos los ojos, y ponia en cada labio una accion de gracias al Señor de los ejércitos,—¡Fernando VII acababa de volver á ocupar el trono de sus antepasados!
Después del Te-Deum, debia llevarse en procesion, acompañado de las autoridades y con brillante séquito, el retrato del legítimo y DESEADO MONARCA.
Las señoras, ricamente prendidas, ocupaban los balcones, y el gentío se agolpaba en la carrera de la procesion, la que era anunciada por músicas, y á su paso cubierta con una lluvia de flores.
En un balcon estaba sentada, en una silla baja, una señora anciana, de aspecto vivo y afable, que lloraba á lágrima suelta, y echaba flores á manos llenas sobre el carro triunfal en que llevaban el retrato del Rey.—Vestía una saya de sarga negra; un pañuelo de encage negro cubria sus hombros; de encage era igualmente su mantilla, colocada sin pretensiones sobre sus blancas canas. Ostentaba al cuello unos magníficos hilos de perlas, de los cuales pendia engarzado en gruesos brillantes, el retrato del Rey.
Detrás de esta señora, en el quicio de la puerta del balcon, estaba en pié un señor de cara simple y benévola, que tenia en la mano el canasto del que sacaba la señora las flores.
Al lado opuesto del balcon se hallaba sentada otra señora, grave y derecha, rica pero sencillamente vestida, desdeñando hacer valer una hermosura que respetaban aun los años. Entre ambas señoras, estaba en pié y apoyada en la meseta del balcon, una jóven que tenia la distinguida é impasible belleza de una estátua de alabastro. La riqueza de su traje parecia ocuparla tan poco, como la admiracion de que era el blanco.
—¿Quién es esa muchacha? preguntó un oficial de Artillería que acababa de llegar á Sevilla, á uno de sus amigos.
—Es Esperanza Orrea, hija de la Marquesa de Val de Jara, que está sentada á su lado.
—¿La tratas? preguntó el artillero.
—Sí, respondió el amigo, somos parientes. Su tatarabuela era prima tercera de la mia. Aquí se les sigue la pista á los parentescos, como el perdiguero á la caza.
—Pues llévame á su casa, dijo el oficial: la hermosa Esperanza me ha dado flechazo.
—¡De ello me libre Dios! exclamó su interlocutor. Son todos los de esa familia y los de su círculo servilones de siete suelas, y tú que te la echas de liberal, serás recibido de ella, como perro en misa.
—Aguardaré, repuso el artillero, á que llegue Cárlos Orrea, que es mi amigo, y tan liberal como yo, para que me presente á ella, é introduzca en su casa la tolerancia, tan necesaria en las ideas, como en la sociedad. Dime, ¿y esa señora de edad que está con ellas, les toca algo?
—Esa señora anciana, que tiene la cara arrugada como una pasa, y los ojos pequeños y vivos como granos de pimienta, es Doña Isabel Orrea, hermana mayor del difunto marqués de Val de Jara. Es viuda del poderoso y muy nombrado Asistente de Sevilla Don Manuel Farfan y Calatrava. Es una excelente señora, y su historia es muy interesante. Muchas veces me la ha referido mi Madre.—A los diez y siete años, lindísima, é hija única del marqués de Val de Jara, estaba para casarse con un hombre á quien amaba. En un año perdió á su novio, que murió de una caida de caballo, le dieron las viruelas que la desfiguraron, y su Padre, volviéndose á casar, tuvo un hijo, cuyo nacimiento la privó de títulos y mayorazgos.—Pero no pudieron estos golpes repetidos agriar su excelente índole.—Se apegó á su madrastra con sincero cariño, y amó á sus hermanos como á sus hijos. El mayor fué padre de la bella Esperanza, de tu amigo Cárlos y de su hermano Fernando. El segundo fué oficial de Marina, y murió en la batalla de Trafalgar, dejando una niña, que crió su tia la Asistenta, y hoy dia está casada con el Conde de Palma, nuestro embajador en Lóndres. Casóse Isabel Orrea con el Asistente, hombre de edad y amigo de su Padre, sujeto eminente y de gran valer, que supo apreciar sus cualidades, y la dejó á su muerte el considerable caudal qué habia heredado de su Padre, que fué Virey de Méjico.
—¿Y la Marquesa? preguntó el oficial.
—La Marquesa, contestó su amigo, es Doña Inés de Córdoba, de la sangre más azul de la de añil de aquella ciudad del mismo nombre: es virtuosa, caritativa y muy señora, pero orgullosa, intolerante y rígida. Allí no hay entrada, mi amigo.—Los teatros están proscritos, los bailes anatematizados, los galanteos desterrados, y los obsequios son género prohibido. Así, si quieres seguir mi consejo, di al mirar á la hermosa Esperanza lo de la zorra de la fábula: «¡están verdes!»
El artillero miró sonriéndose á su interlocutor, y le dijo:
—¿Serán estos consejos de amigo.... ó de competidor?
—¿Yo? exclamó el otro con franca sinceridad: te equivocas mucho. Lo que no he de comer, lo dejo cocer, como dice el refrán.
—¿Y ese señor, volvió á preguntar el oficial, que las acompaña vestido de negro, y que tiene empaque de clérigo?
—Es hijo del mayordomo del difunto Asistente, que le educó con intencion de que siguiese la carrera de la Iglesia. Pero como el buen hombre no puede pasar de primeras órdenes á causa de su poca capacidad, teniendo buena letra, le hizo su secretario, y ha quedado en el mismo puesto con la viuda. Es el hombre mejor del mundo; sencillo como un niño, pero apegado á sus bienhechores con un amor, un respeto y una adhesion que hacen su elogio. Se llama D. Benigno.
Cuando hubo pasado la procesion, las señoras de Calatrava y Orrea, se trasladaron á casa de la primera, que daba aquel dia una gran comida. Era la casa grande y antigua. En el zaguan empedrado estaban las cuadras, cocheras y cuartos de mozos, llamados con este motivo de escalera abajo. A la izquierda una cancela de hierro daba paso al gran patio de la casa, rodeado por tres costados de galerías, sostenidas por columnas de mármol; el cuarto lado lo cerraba una verja de hierro, separándolo del jardin que era muy grande, y cuyos espesos bojes, altos cipreses y copudos naranjos, atestiguaban su antigüedad.—Viéndolos tan ancianos, se colegia hablan perdido la cuenta de das generaciones de pájaros á quienes habian dado abrigo, y de las generaciones de hombres á quienes habian dado sombra.
