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La familia de Alvareda : novela original de costumbres populares E-Book

Fernán Caballero

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado á partir de la edición impresa de 1861, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

La familia de Alvareda: novela original de costumbres populares

Fernan Caballero

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

La familia de Alvareda: novela original de costumbres populares

PROLOGO

UNA PALABRA AL LECTOR

PARTE PRIMERA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

PARTE SEGUNDA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

PARTE TERCERA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

EPÍLOGO

APÉNDICES. Á LA FAMILIA ALVAREDA

ENTREGA

A LOS SERMOS. SEÑORES INFANTES DUQUES DE MONTPENSIER

ROMANCE POPULAR DE LA VIRGEN DEL VALME

Acerca de esta edición

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PROLOGO

Cuando el aluvion de novelas extrangeras, generalmente traducidas de una manera lastimosa, ayudado por alguna otra española, tan deplorable por su lenguaje como por sus tendencias, inunda nuestro desgraciado pais, y lo desnaturaliza y corrompe, ora introduciendo hábitos y costumbres que nos desfiguran, ora vulgarizando máximas peligrosas y doctrinas socialistas, ora presentando escenas de pernicioso ejemplo; no puede menos de celebrarse por las personas sensatas la aparicion de una novela original española, y verdaderamente española, en que se pintan costumbres nuestras, en que se presentan afectos naturales y sencillos, en que se inculcan sanas y consoladoras creencias, y en que se describen escenas verdaderas y muy interesantes de la vida íntima de los habitadores de nuestras aldeas, donde afortunadamente aun no han penetrado del todo las modas de allende, ni alterado las ideas las modernas predicaciones. El ilustrado autor de LA FAMILIA DE ALVAREDA, viendo con dolor desaparecer á toda priesa de nuestro suelo hasta la tradicion del modo de ver, de sentir y de vivir de nuestros padres, y borrarse completamente la fisonomía característica de nuestra sociedad, y convencido de que nos causa tan transcendentales daños la influencia mortífera de las novelas extrangeras, únicos libros que por desgracia se leen hoy en España con avidéz, ha querido valerse tambien de la novela, para intentar al menos (y en sólo intentarlo hay gloria), luchar con la irrupcion de ideas exóticas, que nos desnaturaliza y corrompe, y consignar las propiamente nacionales, que dominaban hace medio siglo, dando á nuestros padres tanta fuerza y tanta respetabilidad. Y nos parece que el autor ha llevado á cabo su pensamiento acertadísimamente.

Es LA FAMILIA DE ALVAREDA una sabrosa novela escrita sin presuncion pedantesca, en que se pone de bulto una accion verdadera, sencillísima, coordinada con sumo gusto y con grande acierto, y en que es tan buena la parte narrativa como la dialogada. Es, en fin, un ramillete de rosas silvestres tan frescas, que conservan en sus hojas las gotas del rocío, y que exhalan sus suavísimos perfumes de pureza, de sentimiento y de verdad.

El pensamiento filosófico que anima á esta composicion es altamente moral, é importantísima la enseñanza que da su lectura. El bueno y sencillo Perico desobedece á su madre, contrayendo un matrimonio infausto, y se abre ante sus pies la senda fatal que lo conduce al sacrificio, que lo lleva al cadalso. Ventura, impetuoso de carácter, venga heróicamente á su padre; pero luego se corrompe en la vida militar, vuelve á la aldea desmoralizado y muere causando la total ruina de su familia. Rita, no reprimida en su niñez y primera juventud por la mano protectora de una madre, da margen con su liviandad á tantos desastres..... ¿Y Elvira? apenas figura en la novela; pero ¡qué interesante se presenta siempre que aparece víctima de un amor profundo, coronado con santa modestia!

Las descripciones de las localidades son exactísimas, y las de las personas parecen retratos de Velazquez; tan al vivo, y con mano tan maestra están dibujadas y coloridas. Ejemplo de las primeras sean la que da principio á la novela y la de la casa de la familia desgraciada, cuyo infortunio es el asunto de la composicion; y ejemplo de la segunda séanlo las de todos los personages de esta novela. ¡Qué bien caracterizada está Rita, primera figura de este sencillo cuadro!..... ¡Qué verdad tienen los retratos del tio Pedro y de la viuda Maria!..... ¡Qué noble es la figura de Ana!..... Hasta el perro Melampo, y el naranjo del patinillo interesan y conmueven!.....

Los lances están imaginados con gran verdad y sencillez, y tan bien trabados, que llevan al lector hasta el desenlace, sin la menor violencia, y sin que decaiga ni un momento el interés. ¡Qué natural y bien preparada está la vuelta de Ventura al hogar paterno! ¡Qué bien imaginada y qué bien descrita está la sorpresa de los amantes en el lavadero! ¡Cuán solemne y grave es la entrevista de la suegra y de la nuera, en que aquella lleva su prudencia hasta la abnegacion, y ésta su desenvoltura hasta la desvergüenza!

Los diálogos son admirables, y la oportunidad con que en ellos se ingieren copias vulgares, inocentes preocupaciones piadosas de nuestro pueblo, sentimientos religiosos, que son, ó á lo menos eran, su consuelo en los contratiempos y adversidades, y modismos comunes, y frases pintorescas y sentenciosas, que andan aun en boca de la gente humilde de Andalucia, le dan una verdad y un encanto inesplicables.

Acaso nos hemos detenido demasiado en el examen de esta novela, esponiéndonos tal vez á privar á los lectores del placer de la sorpresa, y del que les causa siempre el formar por si mismos el juicio que les inspira la lectura. Pero hemos preferido hablar solo de la obra cuyo prólogo escribimos, á tomar éste por pretesto, como es la moda del dia, para lucir erudicion, disertando sobre el género, recitar su historia, perderse en disquisiciones filosóficas sobre su origen, su influencia, sus diferentes modificaciones, citar y juzgar á los escritores que en él han sobresalido, y después de tan largo y pomposo discurso concluyendo con alguna frase benévola, ó con una ligera aplicacion de las doctrinas magistralmente eruditas á la obra prologuizada.

Concluiremos, pues, felicitando cordialmente á FERNAN CABALLERO por haber escrito esta novela, que en nuestro sentir es digna de la atencion pública, y muy notable, tanto por su argumento y por su ejecucióo, cuanto por el espíritu verdaderamente español y religioso que reina en toda ella, ofreciendo una lectura entretenida y provechosa, que arranca muy á menudo lágrimas de compasion y de ternura: lágrimas que al humedecer suavemente las mejillas, no dejan seco y árido el corazon.

Madrid 5 de mayo de 1856

EL DUQUE DE RIVAS

UNA PALABRA AL LECTOR

El argumento de esta novela, que hemos anunciado como destinada exclusivamente á pintar al pueblo, es un hecho real, y su relacion exacta en lo principal, hasta el punto de haber conservado las mismas expresiones que gastaron los que en ella figuran, sin más que haber quitado á alguna que otra crudeza. Tambien se ha trasladado la accion á una época anterior á la en que tuvo lugar, y se ha añadido algo al principio y al fin.

No se nos oculta que con los elementos que presta el asunto, se hubiera podido sacar más partido literario, tratándolo con el énfasis clásico, el rico colorido romántico ó la estética romancesca.

Pero como no aspiramos á causar efecto, sino á pintar las cosas del pueblo tales cuales son, no hemos querido separamos en un ápice de la naturalidad y de la verdad. El lenguaje, salvo aspirar las h, y suprimir las d, es el de las gentes de campo andaluzas, asi como lo son sus ideas, sentimientos y costumbres.

Muchos años de un estudio hecho con constancia y con amore, nos permiten asegurar á todo el que disputase lo contrario, que no está tan enterado en el particular como lo estamos nosotros.

LA FAMILIA DE ALVAREDA

PARTE PRIMERA

CAPITULO I

Siguiendo la curva que forman las viejas murallas de Sevilla, ciñéndola cual faja de piedra, al dejar á la derecha el rio y las Delicias, se encuentra la puerta de San Fernando.

Desde esa puerta se extiende en línea recta sobre la llanura, hasta la base del cerro llamado Buenavista, un camino que pasa sobre un puente de piedra el riachuelo, y sube la cuesta bastante pendiente del cerro, en cuya derecha se ven las ruinas de una capilla.

Al contemplar ese camino á vista de pájaro, parece que es un brazo que extiende Sevilla hacia aquellas ruinas como para llamar la atencion sobre ellas, porque esas ruinas, aunque pequeñas y sin vestigio de mérito artístico, son un recuerdo religioso é histórico, son una herencia del gran rey Femando III, cuya memoria es tan popular, que es admirado como héroe, venerado como santo y amado como Rey, realizando asi esa gran figura histórica el ideal del pueblo español.

Despues de subida la altura, el camino la vuelve á bajar por el lado opuesto y llega á un vallecito por el cual pasa un arroyuelo.

Ha lavado éste tan primorosamente su cauce, que sólo se compone de brillantes guijarros y dorada arena.

Despues de vadearlo, el camino sonrie á su derecha á una alegre y hospitalaria ventecilla y saluda á su izquierda á un castillo moruno que se asienta altivo sobre una eminencia, pues no parece sino que el suelo se ha alzado para formarle su pedestal.

Este castillo fué dado por Don Pedro de Castilla á su bella y célebre querida Doña María de Padilla, cuyo nombre conserva.

La hacienda y castillo de Doña María pasó andando el tiempo, sin duda por alguna donacion piadosa, á la catedral de Sevilla, cuyo cabildo la vendió en nuestros dias á un caballero particular. Este pagó los buenos pastos y los hermosos olivos gordales de Doña María; los recuerdos no entraron en cuenta, puesto que de ahí á poco apareció la vieja, arrugada y mustia Doña María vestida de blanquísima cal, engalanada con ribetes verdes y brillantes de cristal, pulida, aderezada como niña presumida, á punto de que entre los campesinos extáticos cundió la voz de que la bella pecadora, la hermosa amancebada, habia sin duda, expiado por quinientos años de purgatorio su escandalosa vida y habia entrado en gracia. Aquellos que aman los antiguos recuerdos y la bella y solemne librea del tiempo, gimieron y se lamentaron cual si se hubiese profanado una tumba.

Mas prosigamos la marcha del camino, que adelanta abriéndose paso por entre los palmitos y las carrascas de una dehesa hasta penetrar en el lugar de Dos-Hermanas que se halla asentado en un llano arenoso, á dos leguas de Sevilla.

Para hacer de este pueblo, que tiene la fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso, seria preciso tener una imaginacion que crease, y la persona que aquí lo describe sólo pinta.

En él no se ven ni rio, ni lago, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea picoteando el verde césped, ni bellas calles de árboles formadas en líneas rectas, como esclavos sosteniendo quitasoles, para proporcionar sombra constante á los que pasean. Todo esto le falta. ¡Triste es tener que confesarlo!... Es allí todo rústico, tosco y sin elegancia. Pero en cambio, encontrareis buenos y alegres rostros que os mostrarán que maldita la falta que hace todo aquello para ser feliz. Hallareis, además, en los patios de las casas, flores, y á sus puertas, robustos y alegres chiquillos, más numerosos aun que las flores; hallareis la suave paz del campo, que se forma del silencio y de la soledad, una atmósfera de edén, un cielo de paraíso. Estas son las ventajas de que goza. Bien compensan las otras.

El pueblo se compone de algunas calles anchas, formadas por casas de un solo piso labradas en cansadas líneas rectas, sin ser paralelas, que desembocan en una gran plaza arenisca, extendida como una alfombra amarillenta ante una hermosa iglesia que levanta su alta torre coronada de una cruz como un soldado su estandarte.

A espaldas de la iglesia encontrareis el oasis de este estéril conjunto. Apoyada en el muro de detrás de la iglesia, se halla una gran puerta que da entrada á un vasto y dilatado patio que precede á la capilla de Santa Ana, patrona del lugar; junto á la capilla, apoyada en ella, está la pequeña y humilde casita de su guarda, que es, á la vez, cantor y sacristan de la iglesia. En el patio vereis cipreses centenarios, sombríos y reconcentrados; el alegre y loco paraíso, de tan ligera madera, creciendo pronto, prodigando al viento sus hojas, flores y fragancias, porque sabe que su vida es corta; el naranjo, ese gran señor, ese hijo predilecto del suelo de Andalucia, al que se le hace la vida tan dulce y tan larga. Vereis una parra que, cual el niño, necesita de la ayuda del hombre para medrar y subir y que extiende sus anchas hojas como acariciando el emparrado que la sostiene; porque es cierto que tambien las plantas tienen su carácter, del que se reciben diversas impresiones. ¿Se puede, acaso, mirar un ciprés sin respeto, un paraíso sin cariño, un naranjo sin admiracion? ¿No imprime la alhucema la idea y el gusto de un interior aseado y pacífico? El romero, perfume de Nochebuena, ¿no engendra, acaso, sus buenos y santos pensamientos?

A derecha é izquierda del lugar se extienden aquellos interminables olivares, que son el gran ramo de la agricultura de Andalucia. Estos árboles están plantados á distancia unos de otros, lo que hace alegres estos bosques; pero su suelo, nivelado y limpio por el arado, los hace cansadamente monótonos. De trecho en trecho se encuentra el caserío de la hacienda á que respectivamente pertenecen. Están éstas labradas sin gusto ni simetría, y se les da vuelta sin atinar á descubrir la fachada. Nada tienen de grandes moles ó fábricas, sino las torres de sus molinos, que descuellan entre los olivos, como para contarlos. Estas haciendas pertenecen, en lo general, á la aristocracia de Sevilla; pero por lo regular no son habitadas, por no gustar las señoras del campo; por lo tanto, están descuidadas y vacias cual graneros. Asi es que en esos parajes aislados y solitarios, el silencio no es interrumpido sino por el canto del gallo que, vigilante, guarda su serrallo, ó por el rebuzno de algún burro viejo, que el capataz manda á paseo y que se aburre de su soledad.

No obstante, á la caida de una hermosa tarde de enero del año 1810 hubiese podido oírse la sonora y fresca voz de un jóven como de veinte años que, con la escopeta al hombro, caminaba con paso firme y ligero por una de las veredas trazadas en los olivares. Su cuerpo, quebrado de cintura, era alto y airoso; su persona, sus ademanes, su modo de andar, tenian la soltura, la gracia, la elegancia que el arte se esfuerza en crear, y que la naturaleza reparte á manos llenas á los andaluces. Llevaba alta y erguida la cabeza, coronada de rizos negros, modelo del bello tipo español. Sus grandes ojos negros eran vivos; su mirada, firme y llena de inteligencia; su bien formado labio superior se alzaba con un gesto de alegre zumba, enseñando su blanca y brillante dentadura. Toda su gallarda persona respiraba una superabundancia de vida, de fuerza, de energía. Un boton de plata sujetaba sobre su cuello moreno su blanca camisa. Llevaba una chaquetilla cortita de paño parda, calzones cortos de la misma tela, sujetos en la rodilla con cordones y borlas de seda; una faja de seda amarillenta ceñia con varias vueltas su delgada cintura. Zapatos de vaca y polainas de lo mismo, finamente pespunteadas, calzaban sus bien formados pies y piernas; un sombrero de ancha ala, llamado calañés ó portugués, guarnecido y adornado de terciopelo y de bolas de seda, airosamente inclinado hacia el lado izquierdo, completaba el elegante traje andaluz.

Ese jóven, conocido por su índole activa, su genio arrojado y valiente, fué llamado por el capataz de una de las haciendas mencionadas, para ser guarda mientras se hacia la cogida de la aceituna. Iba cantando:

Cuando voy á la casa

De mi María,

Se me hace cuesta abajo

La cuesta arriba.

Y cuando salgo,

Se me hace cuesta arriba

La cuesta abajo.

Al llegar á un vallado, que cerraba el olivar, el guarda, sin pararse á buscar un portillo, saltó por encima, y se halló en un camino, frente á frente de otro muchacho poco mayor que él, que tambien se dirigia al lugar como el primero. Vestia éste el mismo traje que aquél; pero era menos alto y menos erguida su persona. Sus ojos pardos eran menos vivos, y más tranquila su mirada; su boca más grave, y su sonrisa más dulce. En lugar de escopeta llevaba una azada al hombro; precedíale una burra, á la cual no arreaba, y le seguia un enorme perro de pelo espeso y corto, de un blanco amarillento, perteneciente á la hermosa casta de perros de ganado de Extremadura.

—¡Hola! ¿Eres tú, Perico? Dios te guarde—dijo el apuesto guarda.

—Y á ti tambien, Ventura—respondió el otro—. ¿Vienes á holgar?

—No—respondió Ventura—, que vengo por avíos. Además, hay ocho dias...

—¿Que no ves á mi hermana Elvira?—interrumpió Perico con su dulce sonrisa—. Bueno, amigo: de un avío dos mandados.

—Callar y callaremos, Perico; que el que tiene tejado de vidrio, no tire piedras al del vecino—respondió el guarda.

—¡Dichoso tú, Ventura—prosiguió Perico suspirando—, que te podrás casar cuando quieras, sin que nada á ello se oponga!

—¿Y qué?—pregunto Ventura—. ¿quién ó qué cosa se podria oponer á que te casases tu?

—La voluntad de mi madre—respondió Perico.

—¿Qué me dices?—exclamó Ventura—. ¿Y por qué es eso? ¿Qué falta tiene que ponerle á Rita, que es jóven, bien parecida y de buena gente, pues es prima tuya?

—Cabalmente, ésa es la razon que su merced alega para no ser gustosa.

—Escrúpulos de vieja. ¿Quiere su merced enmendarle la plana á la Iglesia que lo otorga?

—No son—respondió Perico—escrúpulos religiosos los que tiene mi madre; dice que enlaces tan cercanos repugnan á la naturaleza; que una misma sangre se rechaza y no se goza, porque tarde ó temprano los persiguen y alcanzan males, desgracias y desavenencias. Cuenta de esto cien ejemplos.

—No le hagas caso—dijo Ventura—; déjala anunciar y cantar males como una lechuza. Siempre han de tener las madres alguna cosa que oponer á los casamientos de los hijos.

—No—respondió Perico con gravedad—, no; sin el consentimiento de mi madre no me casaré nunca.

Anduvieron algunos instantes en silencio, al cabo de los cuales dijo Ventura:

—Ello es que yo soy como el patron Araña, que embarcaba la gente y se quedaba en tierra; ó como el predicador que decia: «Haced lo que os digo, y no lo que hago». ¿Pues acaso no me tiene á mí la voluntad de mi padre sujeto como á un leon una cuerda de lana? Porque, ¿crees tú, Perico, que si no fuese por mi padre, que no quiere, no estaria yo á estas horas en Utrera, en donde se alista ese escuadron de voluntarios para ir á batirse contra los traidores infames que se nos cuelan por las puertas como amigos, para hacerse dueños del país é imponemos el yugo extranjero? ¿Sabes, Perico, que lo que acá hacemos viendo marchar los otros y quedándonos, es de malos españoles y de cobardes?

—Eso mismo pienso yo—respondió Perico—; pero ¿cómo dejo yo á mi madre y á mi hermana, que no tienen sino á mí á quien volver la cara? Pero ten entendido que si mi madre se emperra en no dejarme casar, no he de poder vivir asi, y me voy con los demás mozos; estoy resuelto.

—Y bien que harás—dijo con expresion Ventura—. Por mí, el dia menos pensado, por más que me llamen, no contestaré. Aquel dia, créelo, Perico, habrá algunos franceses de menos sobre el suelo de España.

—¿Y Elvira?—preguntó Perico.

—Hará como las otras. Me aguardará... ó me llorará.

Habianllegado.