Cuentos de Inquietud - Joseph Conrad - E-Book

Cuentos de Inquietud E-Book

Joseph Conrad

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Beschreibung

Cinco relatos inolvidables del célebre novelista de lengua inglesa, Joseph Conrad, reunidos por su autor, bajo el título de Cuentos de inquietud. Cinco narraciones cuyo nexo es, precisamente, el desasosiego, la zozobra que se crea en el lector al sumergirse en ellos. Conrad explora en estas magistrales historias tanto mundo s lejanos y fantásticos como las oscuras fronteras del alma. La labor que trato de realizar es, por el poder de la palabra escrita, hacer que ustedes oigan, hacer que ustedes sientan..., es, ante todo, hacer que ustedes vean. Nada más que eso; y eso lo es todo.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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CUENTOS DE INQUIETUD

JOSEPH CONRAD

« Beit thy course to busy giddy mindsWith foreign quarrels.»

SHAKESPEARE

Karain: un recuerdo

1

Lo conocimos en aquellos días inciertos en que nos conformábamos con poder conservar nuestra vida y nuestra hacienda. Ninguno de nosotros, creo, disfruta ahora de hacienda alguna, y tengo entendido que muchos, por temerarios, perdieron la vida; mas estoy seguro de que los escasos sobrevivientes no son tan miopes que no acierten a discernir, en la dudosa exactitud de los periódicos, las noticias de las diversas rebeliones de indígenas ocurridas en el Archipiélago Oriental. Entre las líneas de aquellos breves párrafos brilla el sol y se percibe el destello del mar. Un nombre extraño aviva nuestros recuerdos; las frases impresas perfuman ligeramente la humosa atmósfera de la época con la fragan-cia penetrante y sutil de una brisa costera que alentase bajo las estrellas de pretéritas noches; un fuego de señales brilla como una joya sobre la frente erguida de una sombría colina; enormes árboles, centinelas avanzados de bosques inmensos, levántanse, vigilantes e inmóviles, sobre dormidos estuarios; una línea de blanca resaca retumba contra una playa desolada, mientras las aguas, poco profundas, espuman en los arrecifes; y sobre la superficie de un mar luminoso, salpicados en la calma del mediodía, se extienden verdes islotes, como un puñado de esmeraldas en el acero de un escudo.

Hay rostros también: rostros oscuros, tru-culentos, sonrientes; rostros francos y audaces de hombres de pies desnudos, bien armados y silenciosos. Llenaron completamente el reducido espacio de los puentes de nuestra goleta con su ornamentada y bárbara aglomeración, con los variados colorines de sus chaquetillas y bordados, el brillo de sus cimitarras, argollas de oro, amuletos, ajorcas, lanzas y las enjoyadas empuñaduras de sus armas. Eran decididos, de ojos resueltos, de maneras recogidas, y parécenos escuchar aún sus voces suaves hablando de combates, viajes y fugas, envaneciéndose con mesura, bromeando jovialmente; ensalzando, a veces, en comedido murmullo, su propia audacia y nuestra generosidad, o celebrando, con leal entusiasmo, las virtudes de su señor. Recor-damos los rostros, los ojos, las voces; vemos nuevamente el brillo de las sedas y los metales; el estremecimiento rumoroso de aquella multitud brillante, alegre y marcial, y nos parece sentir aún el apretón de sus broncí-

neas manos, que, tras rápida sacudida, volví-

an a apoyarse sobre las cinceladas empuñaduras. Tales eran las gentes de Karain, sus devotos partidarios. Sus movimientos pendí-

an de sus labios, y en sus ojos leían ellos sus pensamientos; hablábales él, en voz baja y con gran desenvoltura, de la vida y de la muerte, y sus hombres aceptaban sus palabras humildemente, como dones de la fatalidad. Todos eran libres; mas, cuando a él se dirigían, se llamaban: "Tu esclavo". A su paso callaban las voces, como si marchase custo-diado por el silencio; temerosos murmullos le seguían. Le llamaban su jefe guerrero. Era Karain el gobernante de tres villorrios en una angosta planicie; el amo de una insignificante faja de tierra conquistada, que, semejante en sus contornos a una luna nueva, se extendía ignorada entre las montañas y el mar.

Desde el puente de nuestra goleta, ancla-da en el centro de la bahía, nos indicó, con un gesto teatral de su brazo, la extensión de sus dominios, a lo largo de la rugosa silueta de las montañas; y con su ademán pareció alejar sus límites, acrecentándolos de pronto hasta algo tan inmenso y tan vago, que, por un instante, dijérase que su sola frontera fuese el cielo. Y en verdad, observando el lugar, apartado del mar e incomunicado de la tierra por el desigual declive de las montañas, era difícil suponer la existencia de vecindad alguna. El sitio era tranquilo, solitario, ignorado y pletórico de una vida que se deslizaba ocultamente, con una inquietante impresión de soledad, de una vida que parecía indeci-blemente vacía de cualquier cosa que pudiera estremecer si pensamiento, llegar al corazón, ofrecer una indicación del paso ominoso de los días. Apareció a nuestros ojos como una tierra sin recuerdos, desengaños ni esperanzas; una tierra donde nada podría sobrevivir a la llegada de la noche, y en la que todo amanecer, como acto deslumbrante de creación especialísima, estuviese desligado en absoluto de la víspera y el mañana.

Karain alargó el brazo sobre ella. «¡Toda mía!» Golpeó el puente con su largo cetro, cuyo puño de oro relampagueó como una estrella fugaz. Muy cerca de él, un viejo silencioso, envuelto en una negra y bordada vestidura, fue el único, de entre los malayos que rodeaban al jefe, que no siguió con la vista el ademán dominador. No levantó siquiera los párpados. Detrás de su amo, conservaba inclinada e inmóvil la cabeza, sosteniendo sobre el hombro derecho una larga hoja envai-nada en funda de plata. Estaba allí de guardia, pero sin curiosidad, y parecía fatigado, no por las años, sino por la posesión de algún terrible secreto de la existencia. Karain, fuerte y orgulloso, guardaba afectada actitud y respiraba tranquilamente. Era aquélla nuestra primera visita, y paseamos a nuestro alrededor la mirada curiosa.

La bahía semejaba un insondable pozo de luz. La líquida pantalla circular reflejaba un cielo luminoso, y las costas que la encerraban formaban un opaco anillo de tierra flotando en un vacío de transparente azul. Las colinas, rojas y áridas, erguíanse pesadamente contra el cielo; sus picos parecían desvanecerse en colorido estremecimiento de vapor ascendente; señaladas sus escabrosas faldas por el verde de estrechas quebradas, a sus pies extendíanse arrozales, plantíos y arenas amarillas. Como hebra de hilo tirada en el suelo corría un arroyo. Montes de árboles frutales indicaban los lugares; palmas frágiles unían sus aprobadoras cabezas sobre bajas casuchas; a lo lejos, como si fuesen de oro, brillaban las hojas de palma seca de los techos, entre la oscura aglomeración de los árboles; pasaban figuras, rápidas y fugaces; sobre la masa de los floridos matorrales se elevaba el humo de los fuegos, y, perdiéndose en líneas quebradas por entre los campos, resplandecían cercas de bambú. Un grito repentino se levantó en la costa, resonó, melancólico, en la distancia, y cesó bruscamente, como si en aquella lluvia de sol hubiérase apagado; una bocanada de aire oscureció por un instante las aguas tranquilas, nos acarició el rostro y se perdió en el espacio. Nada se movía. El sol ardiente caía a un vacío sin sombras, lleno de colores y paz.

Tal era el escenario sobre el cual discurría, espléndidamente ataviado en su papel, in-comparablemente digno, lleno de la importancia de que le rodeaba el poder provocar la absurda expectación de algo heroico e inmi-nente –una hazaña o una canción– sobre el tono vibrante de un sol maravilloso. Resultaba pintoresco e inquietante, porque no era posible imaginar qué profundidad de espantable vacío podía disimular tan cuidada apariencia. No iba enmascarado: respiraba demasiada vida, y una máscara no es sino algo muerto, pero se presentaba a sí mismo, esencialmente, como un actor, como un ser humano agresivamente disfrazado. El más insignificante de sus actos era ficticio al par que inesperado; sus palabras, graves; sus frases, fatídicas como profecías y complicadas como arabesco. Se le trataba con ese solemne respeto que en el Occidente irreverente se tributa sólo a los monarcas de las candilejas; y él aceptaba el profundo homenaje con firme dignidad, rara vez vista en las tablas ni en el grosero artificio de alguna situación de escena trágica. Hacíase casi imposible recordar quién era: no más que el insignificante jefeci-llo de un rincón de Mindanao, conve-nientemente apartado, en donde nos era dable quebrantar, con relativa impunidad, la ley que contravenía el tráfico de armas y muni-ciones con los nativos. Una vez en la bahía no nos inquietaba lo más mínimo lo que pudiera ocurrir si alguno de los moribundos cañoneros españoles daba repentinas señales de vida: tan completamente alejada parecía del alcance de un mundo próximo. Además, por aquellos días éramos dueños de la imaginación necesaria para considerar, con cierta regocijada ecuanimidad, la perspectiva de vernos colgados tranquilamente, lejos de cualquier protesta diplomática. En cuanto a Karain, nada podría ocurrirle que no pudiera ocurrir a los demás: la adversidad y la muerte; pero su mayor cualidad era la de presen-tarse eternamente envuelto en la ilusión de un triunfo inevitable. Creíase harto sensacional, demasiado necesario allí, demasiado vital en la existencia de sus dominios y su pueblo, para temer su destrucción por otra cosa que un terremoto. En él resumíase su raza entera; su patria, la fuerza elemental de una ardiente existencia de naturaleza tropical. El hombre poseía toda su energía exuberante, su mismo encanto, y, como ella, ocultaba en su Interior la semilla del peligro.

En numerosas visitas sucesivas pudimos apreciar el escenario en que actuaba: el semicírculo púrpura de las montañas, los finos árboles reclinándose sobre las casas, las amarillas arenas, el verde desbordante de los valles. Todo ello tenía el colorido crudo y variado, la exactitud casi excesiva, la sospecho-sa inmovilidad de un decorado teatral, y tan bien cobijaba la perfección de sus asombro-sas simulaciones, que el resto del mundo parecía separado para siempre del espectáculo suntuoso. Nada podía existir fuera de allí.

Parecería que la tierra hubiera desaparecido y sólo quedara aquel jirón de ella en el espacio.

Karain daba la impresión de hallarse absolutamente apartado de todo, excepto del sol, y aún que éste hubiera sido hecho únicamente para iluminarle.

Interrogado cierta vez acerca de qué existía más allá de sus colinas, Karain replicó, con significativa sonrisa: «Amigos y enemigos; multitud de enemigos: si no, ¿para qué habría de comprar vuestras armas y vuestra pólvora?» Siempre fue así: impecable de palabra en su papel, actuando en fiel acuerdo con los misterios y realidades de lo que le rodeaba. «Amigos y enemigos...» Nada más. La respuesta era impalpable y vasta. En verdad, el mundo había huido de sus dominios, y él, con aquel puñado de hombres suyos, er-guíase rodeado de un silencioso tumulto, co-mo de sombras en combate. Ningún rumor transponía las fronteras. «¡Amigos y enemigos!» Podría haber agregado: «y recuerdos», al menos en lo que a él tocaba; pero olvidóse entonces de hacer tal observación. Más tarde, sin embargo, esta circunstancia surgió por sí sola, mas fue ya pasada la diaria representación: tras las bambalinas, por decirlo así, y con las luces apagadas. Entretanto, el hombre llenaba el escenario con bárbara dignidad. Cosa de diez años antes había conducido a su gente –un miserable grupo de

«bugis» vagabundos– a la conquista de la bahía, y ahora, bajo su augusta vigilancia, habían echado al olvido su pasado y perdido toda idea del futuro. El les otorgaba sabio juicio, consejo, castigo y recompensa, vida o muerte, con la misma serenidad en la voz que en la actitud. Era entendido en el riego de los campos y en el arte de la guerra, en la bondad de las armas y en la ciencia de construcción de botes. Templaba mejor su corazón, poseía mayor resignación, podía nadar y remar más y mejor que cualquiera de sus gentes; tiraba al blanco con sin igual certeza y regateaba más tortuosamente que cualquier individuo de su raza. Era un aventurero del océano, un paria, un gobernante... y excelente amigo mío. Deseo para él rápida muerte en un combate leal, y a la luz del sol, porque supo del remordimiento y del poder, y nadie puede exigir más de la vida. Día tras día aparecía ante nosotros, incomparablemente fiel al artificio de su escena, y a la caí-

da del sol la noche descendía sobre él rápida como un telón. Las enlazadas colinas –negras sombras– levantábanse como torres contra un cielo claro; sobre ellas, la brillante confusión de las estrellas semejaba loco tumulto, pacificado en un gesto único; cesaban los rumores, dormían los hombres, desvanecíanse las formas... quedando apenas la realidad del universo: un asombroso efecto de oscuridades y destellos.

2

Era por la noche cuando él hablaba abiertamente, olvidando las exigencias de su escenario. Durante el día despachaba sus asuntos de estado. Al principio existieron entra él y yo su propio esplendor, mis miserables sospechas y el teatral paisaje, que se inmiscuía en nuestras existencias con su inmóvil fantasía de línea y color. Sus partidarios se agru-paban a su alrededor; sobre su cabeza las anchas hojas de sus azagayas formaban un halo erizado de aceradas púas, y ellos le protegían de la humanidad con el destello de las sedas, el brillo de las armas, el rumor emo-cionado y respetuoso de sus voces ansiosas.

Antes de que el sol se pusiera, retirábase con gran ceremonia, y se alejaba reclinado bajo una roja sombrilla y escoltado de una línea de barquillas. Los remos todos relampagueaban y golpeaban al unísono sobre las aguas, en un chapoteo formidable, que repercutía ruidosamente en el anfiteatro monumental de las montañas. Una amplia estela de espumas deslumbrantes se arrastraba tras la flotilla.

Sobre la blanca espuma de las aguas, los botes eran manchas negras; enturbantadas cabezas agitábanse de atrás hacia adelante; una multitud de brazos en rojo y amarillo se elevaba y caía en un solo movimiento; los timoneles, rígidos en la popa de las canoas, mostraban sus abigarradas vestiduras y sus hombros brillantes, como de estatuas de bronce; las apagadas estrofas del canto de los remeros morían, periódicamente, en un grito melancólico. Empequeñecíanse en la distancia; cesaba el canto; sobre la playa, los hombres hormigueaban en las largas sombras de las colinas de Occidente. Los rayos del sol se arrastraban sobre los picos de púrpura, y podíamos distinguir a Karain encaminándose hacia su empalizada: su figura maci-za, a cabeza descubierta, guiaba un disperso cortége meciendo con regularidad un cayado de ébano más alto que él. La oscuridad au-mentaba rápidamente; flameaban las antorchas a intervalos, pasando entre los matorrales; uno o dos largos gritos abríanse camino en el silencio vespertino, y la noche extendía por último la suavidad de sus velos sobre la costa, las luces y las voces.

Luego, cuando pensábamos ya en el reposo, los vigías de la goleta reclamaban el santo y seña ante el golpe de unos remos en la niebla estrellada de la bahía; una voz replicaba en tono bajo, y nuestro piloto, asomando la cabeza por el tragaluz, nos anunciaba sin sorpresa alguna: «Viene ese raja. Aquí está ya». Karain surgía silenciosamente en el umbral del estrecho camarote. Mostrábasenos entonces como la simplicidad misma, vestido de blanco de los pies a la cabeza, embozado, y sin más armas que un cris con una sencilla empuñadura de cuerno de búfalo, que se apresuraba a ocultar cortésmente bajo los pliegues de su túnica, antes de cruzar el umbral. El rostro del anciano escudero, gastado y sombrío y tan lleno de arrugas que parecía asomar por entre las mallas de una fina red negra, aparecía tras de su hombro. Karain no hacía movimiento alguno sin aquel acompa-

ñante, que se erguía o se sentaba en cuclillas a espaldas suyas. A Karain le disgustaba la sola idea de no tener cubiertas las espaldas.

Era algo más que un simple sentimiento de disgusto: algo semejante al miedo, cierta nerviosa preocupación de lo que pudiera ocurrir fuera del alcance de su vista. Esto, ante la manifiesta y fiera lealtad que le rodeaba, era inexplicable. Se encontraba entre hombres que eran sus devotos, a cubierto de toda emboscada por parte de sus vecinos y de toda fraternal ambición, y, con todo, más de uno de nuestros visitantes nos había asegu-rado que su jefe no podía sufrir el estar solo.

«Incluso cuando hace sus comidas, cuando descansa –nos decían–, alguien vigila cerca de él, fuerte y bien armado.» Ciertamente, tenía siempre a alguno junto a sí, aunque nuestros informantes no imaginaban la fuerza ni las armas de aquél, tan fantásticas como terribles. Nosotros lo supimos, pero más adelante, cuando oímos su historia. En el ínterin, observamos que, aun durante sus más trascendentales entrevistas, Karain se sobresal-taba e, interrumpiendo su charla, echaba el brazo atrás en un gesto repentino, para ase-gurarse de que el viejo estaba allí. Siempre estaba allí el viejo, fatigado e impenetrable.

Con él compartía su comida y sus pensamientos; él sabía sus planes, era el guardián de sus secretos, e, impasible tras la agitación de su señor, sin moverse en lo más mínimo, murmuraba sobre su hombro, en un tono tranquilizador, ciertas palabras difíciles de alcanzar.

Solamente a bordo de nuestra goleta, al encontrarse rodeado de rostros blancos y voces y cosas extrañas para él, Karain parecía olvidar la inexplicable obsesión que serpenteaba, como una negra cinta, por entre la pompa suntuosa de su vida pública. Por la noche lo tratábamos libre y desenfadadamen-te, deteniéndonos apenas en nuestro impulso de darle palmaditas en la espalda, porque hay ciertas libertades que es menester no tomarse jamás con un malayo. El mismo afirmaba que en tales ocasiones era apenas un caballero particular visitando a otros particulares, a quienes suponía tan bien nacidos como él. Me imagino que ni por un momento dejó de suponernos emisarios del gobierno, personajes obscuramente oficiales que ocultábamos, con nuestro tráfico ilegal, algún proyecto de alta importancia política. Inútiles fueron siempre nuestras negativas y protestas. Se limitaba a sonreír con discreta cortesía, solicitando informes de la reina. Todas sus visitas principiaban por esa pregunta; se mostraba, insaciable de detalles; fascinábale la persona de aquélla cuyo cetro, extendiéndose desde el Occidente, pasaba sobre el universo y los mares, hasta más allá de aquel su propio puñado de tierra conquistada.

Multiplicaba las preguntas, como si no averi-guara jamás lo suficiente, sobre una empera-triz de quien hablaba con admiración y caballeresco respeto, y aun con cierto afectuoso temor. Más adelante, cuando supimos que era hijo de una mujer que gobernó, hacía muchos años, un pequeño reino «bugi», dimos en sospechar que su madre (a la que se refería con entusiasmo) confundíase de algún modo en su ánimo con la imagen que él trataba de forjarse de una reina lejana a quien llamaba Grande, Invencible, Pía y Afortunada.

Finalmente tuvimos que inventar detalles para satisfacer su ávida curiosidad, y ha de perdonársenos en gracia a nuestra lealtad, pues tratamos siempre de hacerlos dignos del ideal magnífico y augusto que Karain imaginaba. Charlábamos. La noche resbalaba sobre nosotros, sobre la goleta inmóvil, la tierra dormida y el mar insomne, que atronaba contra los arrecifes fuera de la bahía. Sus remeros, dos hombres dignos de toda su confianza, dormían en el bote, al pie de nuestra escala. El viejo confidente, relevado de su obligación, dormitaba sobre los talones, apoyado de espaldas contra el umbral del camarote y Karain tomaba asiento en un sillón de madera, bajo el ligero balanceo de la lámpara, con un silbato entre los dedos broncí-

neos y un vaso de limonada delante. Divertíale observar la efervescencia del refresco, mas después de uno o dos sorbos, dejá-

balo sobre la mesa y pedía una nueva botella.

Reducía, de este modo, considerablemente nuestra provisión, pero no le escatimábamos el obsequio, porque, una vez dispuesto a hacerlo, charlaba bien, Debió de haber sido en sus días un magnífico dandy entre los

«bugis», porque aun entonces (y cuando le conocimos había dejado de ser joven) apenas si su espléndido otoño teñía sus cabellos de un suave tono plateado. La tranquila dignidad de sus maneras transformaba aquel agujero mal iluminado de nuestra goleta en un anfiteatro. Hablaba de política con irónica y melancólica agudeza. Había viajado mucho, sufrido no poco, intrigado, luchado. Conocía bien las cortes nativas, las colonias europeas, los bosques y el mar y, como él mismo decía, había hablado en sus tiempos con muchos grandes hombres. Gustaba de charlar conmigo porque había conocido yo a algunos de éstos: pensaba quizá que podría comprender-le, y, con exquisita confianza, presumía que yo, al menos, sabría apreciar su superioridad.

Prefería sin embargo, hablar de su tierra natal: un pequeño estado «bugi» en la isla de Célebes. Algún tiempo antes había visitado yo el lugar, y Karain me pedía, ávidamente, noticias de él. Cuando surgía algún nombre en la conversación, exclamaba– «De muchachos, competimos en un torneo de natación», o:

«Juntos íbamos a cazar ciervos; el hombre sabía emplear el lazo y la azagaya tan bien como yo». De cuando en cuando inquietábase la mirada de sus grandes ojos soñadores; fruncía el ceño, sonreía, o se tornaba pensativo y, fija la mirada y en silencio, movía la cabeza ligeramente, recordando cualquier amarga visión del pasado.

Su madre había sido jefe de cierto estado semi–independiente de la orilla del mar, a la entrada del Golfo de Boni. Karain hablaba de ella con orgullo. Fue una mujer enérgica en lo tocante a asuntos de estado y asimismo en los que al corazón se referían. A la muerte de su primer marido, sin inquietarse ante la tur-bulenta oposición de los caciques, se casó con un rico comerciante, un «korminchi» sin nombre. Karain era hijo de aquel segundo matrimonio, pero la desgracia de su ascendencia, al parecer, no guardaba relación alguna con su destino. Sobre el motivo de éste, Karain no decía una palabra, aunque en alguna ocasión dejó escapar un suspiro: «¡Ay! Mi patria no sentirá más el peso de mi cuerpo».

Pero relataba espontáneamente la historia de sus correrías y nos puso al tanto de todo lo referente a la conquista de la bahía. Hablando de los que habitaban al lado opuesto de las montañas, murmuraba suavemente, con desenfadado gesto de la mano: «Cierta vez cru-zaron las colinas en son de batalla, pero los que escaparon con vida no volvieron más».

Permaneció pensativo unos instantes, sonriendo para sí. «Muy pocos escaparon», agregó con orgullosa serenidad. Acariciaba devotamente la memoria de sus triunfos; poseía una exaltada avidez de lucha; al hablar, asumía un aspecto belicoso, caballeresco y edificante. No era extraño que su pueblo le admirase. En alguna ocasión lo vimos, a la luz del día, marchando por entre las casuchas de su colonia. A las puertas de las chozas, las mujeres se volvían para mirarlo, murmurando mansas alabanzas, brillantes los ojos; los hombres armados se apartaban ante él, rígidos y sumisos; se aproximaban otros, quebrando las espaldas para hablarle humildemente; una vieja alargaba el brazo escuá-

lido bajo la túnica, gritando desde un oscuro portal: «¡Bendito seas!»; un hombre de ojos audaces asomado a la cerca de un plantío, curtido el rostro y el pecho surcado de dos largas cicatrices, vociferaba jadeante: «¡Dios conceda la victoria a nuestro señor!» Karain iba de prisa, con firme y largo paso, respon-diendo a izquierda y derecha a los saludos con breves miradas penetrantes. Se adelantaban los chiquillos, corriendo entre las chozas, asomando temerosos desde los rincones, y en la oscuridad de las hojas sus ojos relampagueaban. El viejo escudero, al hombro la cimitarra de plata, trotaba apresuradamente tras de su amo, con la cabeza inclinada y la vista en el suelo. Rápidos y absortos, pasaban por aquella vasta agitación, como dos hombres apresurados a través de enorme soledad.

En la sala del consejo estaba rodeado de la gravedad de sus jefes armados, mientras dos largas filas de lanceros, vestidos de telas de algodón, permanecían en cuclillas, cruzados los brazos. Bajo el techo sostenido por suaves columnas, cada una de las cuales costara la vida a alguna palma erecta y joven, se di-fundía en olas tibias el perfume de los setos en flor. Caía el sol. En el patio abierto los mendigos cruzaban la verja, levantando, ya desde lejos, las manos juntas sobre sus cabezas inclinadas, doblados profundamente en la cinta luminosa del rayo del sol. Algunas jovencitas, con flores en él regazo, estaban sentadas bajo los amplios brazos de un árbol gigante. El humo azul de los hogares extendíase en clara neblina sobre los altos techos de las casuchas, construidas de juncos tejidos y rodeadas de toscos pilares que sostenían los aleros en declive. Karain impartía justicia a la sombra. Desde lo alto de su asiento daba órdenes, consejo o sentencia. De cuando en cuando, él murmullo de aprobación se elevaba más fuerte, y los lanceros, reclinados ne-gligentemente contra los pilares, observando a las muchachas, volvían despacio la cabeza.

A nadie le fue otorgado nunca el abrigo de tanto respeto, tan grande confianza ni tan manifiesto temor. Y, sin embargo, se inclinaba a veces hacia adelante como aguzando el oído a alguna lejana nota discordante, como si esperase escuchar una voz débil, el rumor de pasos breves; o, de pronto, se incorporaba en su asiento como si te hubieran tocado fa-miliarmente en el hombro. Volvía la vista atrás con aprensión, el viejo murmuraba a su oído palabras ininteligibles, y los jefes apartaban los ojos en silencio, porque el anciano brujo, aquél que tenía poder para hacerse obedecer por los espectros y enviar los es-píritus malignos contra el enemigo, hablaba ahora a su señor. Alrededor de la breve quietud del patio abierto mecíanse los árboles suavemente, mientras la risa blanda de las jovencillas, jugando con sus flores, se elevaba en ciaros brotes de regocijado rumor. En el extremo de las lanzas rígidas, y al golpe del viento, ondeaba, ligero y rojo, el largo penacho de crines de caballo; más allá de los setos, el arroyo de aguas rápidas y claras corría, invisible y rumoroso, bajo el césped declinante de la ribera, en un gran murmullo, apasionado y manso.

Luego que se ponía el sol, a lo lejos, sobre los campos y sobre la bahía, encendíanse racimos de haces luminosos, ardiendo bajo el alto cobertizo del consejo. Rojas llamas humeantes mecíanse en largas pértigas, y la fiera llamarada aleteaba sobre los rostros, y lamiendo los troncos blandos de las palmeras punteaba de brillantes chispazos el filo de los platos de metal sobre las finas alfombras.

Aquel oscuro aventurero se regalaba como un rey. Pequeños racimos de hombres se agru-paban en apretados círculos alrededor de las fuentes; manos broncíneas revoloteaban sobre el acervo níveo de los arroces. Sentado en tosca yacija, apartado de los demás, Karain se reclinaba sobre el codo con la cabeza baja; cerca de él, algún jovenzuelo improvi-saba, en tono alto, una canción en elogio de su audacia y su saber. El cantor se mecía de atrás adelante, de adelante atrás, extravian-do los ojos; unas viejas cojeaban aquí y allá llevando fuentes; y los hombres, charlotean-do en voz baja, levantaban la cabeza para escuchar gravemente sin dejar de comer. El canto triunfal vibraba en la noche y las estrofas rodaban quejumbrosas y fieras como los pensamientos de un eremita. Karain lo acallaba con un sigo: «¡Basta!». Un búho graz-naba a lo lejos, regocijándose en el encanto de la honda lobreguez bajo el Maje espeso; más allá, las lagartijas corrían sobre el muro; susurraban las hojas secas de los techos, y, de pronto, el abigarrado rumor de las voces se acrecentaba. Después de lanzar una inquieta mirada circular, como lo haría un hombre que despertase de improviso al sentido del peligro, Karain se echaba atrás, y bajo la mirada inclinada del viejo encantador recogía, con los ojos muy abiertos, el frágil hilo de su ensueño. Los hombres observaban su talante; el hinchado rumor de la charla vivísima se apagaba como una ola sobre playa escarpada.

El jefe está pensativo.

Y sobre el extenso murmullo de las voces calladas escúchase apenas un ligero tintineo de armas, alguna palabra, distinta y solitaria, o el grave clamor de una enorme fuente de bronce.

3

Por espacio de dos años lo visitamos de cuando en cuando. Llegamos a quererlo, a confiar en él, casi a admirarlo. Planeaba y preparaba por entonces una guerra, con pre-visión, con paciencia; con una fidelidad a sus propósitos y una firmeza de las que le hubiera Imaginado incapaz, por condición de raza.

Parecía indiferente al futuro, y desplegaba en sus planes una sagacidad limitada apenas por su profunda ignorancia del resto del mundo.

Quisimos iluminarlo, pero nuestros esfuerzos por hacerle ver la invencible resistencia de la fuerzas que se proponía conquistar no logra-ron desanimarla en su ansiedad de asestar un golpe por imponer sus primitivas ideas. No comprendía, y nos replicaba con razones que casi nos desesperaban por su infantil astucia.

Resultaba absurdo e irrefutable. En ocasiones sorprendimos en él chispazos de una latente, sombría, furia interior: un vago y creciente sentido del mal y un concentrado anhelo de violencia, peligroso en un indígena. Rugía como un poseído. Cierta vez, después de haber estado charlando con él en su campong hasta una hora avanzada, dio un salto repentino. Un gran fuego clareaba el boscaje; danzaban entre los árboles luces y sombras; en la noche inmutable revoloteaban los murcié-

lagos entre los matorrales, como copos temblorosos de una más densa oscuridad. Arrebató la cimitarra al viejo escudero, la desen-fundó con un zumbido y clavó la punta en tierra. Sobre la fina hoja erecta, el puño de plata, libre, se estremecía como un ser vivo.

Retrocedió un paso y en un tono fatídico in-crepó fieramente al acero vibrante:

–¡Si hay virtud en el fuego, en el hierro, en las manos que te forjaron, en las palabras sobre ti pronunciadas, en el deseo de mi alma y la sabiduría de tus hacedores, seremos, juntos, victoriosos!

Levantó el acero, observando el filo de la hoja, «Toma», dijo al viejo, sin volver la cabeza. El otro, en cuclillas e inmóvil, limpió la punta de la cimitarra en uno de los extremos de su túnica y, volviéndola a su vaina, quedó acariciándola sobre sus rodillas, sin decir una sola palabra. Karain, repentinamente calmado, tornó a sentarse con toda dignidad. Después de aquello desistimos de hacer objeción alguna y lo dejamos partir en busca de un honroso desastre. Todo lo que podíamos hacer en su favor era cuidar que la pólvora fuese digna del precio que por ella nos pagaba, y las armas útiles, aunque viejas.

Pero el juego se tornaba demasiado peligroso, y si bien nosotros, habiéndolo desafia-do con frecuencia, pensábamos poco en el peligro, gentes respetables, que vivían apaci-blemente en sus oficinas coloniales, decidie-ron, por nosotros, que los riesgos eran muchos y que sólo podía hacerse otro viaje más.

Luego de proporcionar, según costumbre, engañosas indicaciones sobre nuestro punto de destino, desaparecimos tranquilamente, y tras rápida jornada atracamos en la bahía.

Era muy de mañana, y aun antes de que el ancla tocase fondo, la goleta se vio rodeada de botes.

La primera noticia que recibimos fue que el viejo escudero de Karain había muerto días antes. No concedimos gran importancia a la nueva. Ciertamente, era difícil imaginar a Karain sin su inseparable servidor, pero el viejo no había cruzado palabra alguna con nosotros, apenas si alcanzamos a escuchar, en ciertas ocasiones, el tono de su voz, y habíamos llegado a considerarlo como algo inanimado, como parte de las galas reales de nuestro amigo, como la cimitarra misma que llevaba o la roja sombrilla de flecos exhibida durante alguna ceremonia oficial. Karain no vino a visitarnos aquella tarde, como era su costumbre. Un mensaje de bienvenida y un presente de frutas y verduras alegaron para nosotros, antes de la puesta del sol. Nuestro amigo nos pagaba como un banquero, mas nos agasajaba como un príncipe. Estuvimos esperándole hasta medianoche. Bajo la toldilla de popa el barbado Jackson rasgueaba una vieja guitarra y cantaba, con malísima voz, apasionadas canciones españolas, mientras el joven Hollis y yo, tendidos sobre el puente, jugábamos una partida de ajedrez a la luz de un farol. Karain no se presentó. Al siguiente día nos ocupamos en descargar y supimos que el raja se hallaba indispuesto. La invitación que esperábamos para verlo no llegó. Le enviamos amistosos mensajes, pero, temiendo interrumpir algún consejo secreto, permanecimos a bordo. A una hora temprana del tercer día habíamos desembarcado toda la pólvora y los rifles y asimismo un cañón de bronce de seis libras, con su cureña que, por subscripción, traíamos como un obsequio a nuestro amigo. El filo deshilachado de algunas negras nubes asomaba sobre las monta-

ñas, y mar adentro se amontonaban rayos invisibles, rugiendo como bestias salvajes. Dis-pusimos la goleta para hacernos a la mar, con el propósito de levar anclas al amanecer.

Todo el día un sol implacable cayó ardiendo sobre la bahía, pálida y ardiente al rojo blanco. En la costa nada se agitaba. La playa aparecía desierta, los villorrios abandonados; los árboles lejanos se erguían en racimos inmóviles, como si estuvieran pistados; el humo blanco de algún fuego invisible se arrastraba sobre las costas de la bahía cual niebla tendida. Ya avanzado el día, tres de los caciques de Karain, engalanados suntuosamente y armados hasta los dientes, aparecieron en una canoa, trayendo una caja de dólares. Su aire era melancólico y lánguido, y nos dijeron no haber visto a su raja en cinco días. ¡Nadie te había visto! Ajustamos todas nuestras cuentas, y después de un apretón de manos silencioso descendieron, uno tras otro, a su bote, y fueron conducidos, a fuerza de remo, hasta la playa, sentados muy juntos, envueltos en vividos colores, las cabezas bajas. Los bordados en oro de sus chaquetillas resplandecían de modo deslumbrante al deslizarse sobre las mansas aguas, y ni un solo volvió el rostro siquiera. Antes de la caída del sol las nubes gruñonas barrieron con premura el filo de los montes y se precipitaron, atropellada-mente, ladera abajo. Desaparecieron todas las cosas; negros vapores se arremolinaban en la bahía, y en medio de ellos se mecía la goleta a impulsos del viento. Un trueno tem-pestuoso atronó en la oquedad con una violencia capaz, al parecer, de hacer estallar en mil pedazos el circo de tierra, y un tibio dilu-vio descendió sobre nosotros. Cesó el viento.

Nos agrupamos en el camarote, chorreando; afuera silbaba la bahía hirviente; caía el agua en dardos perpendiculares, pesados como el plomo, y en la noche ciega restallaba sobre el puente, derribaba amarras, gorgoteaba, so-llozaba, chapoteaba, murmuraba. Nuestra lámpara ardía débilmente. Hollis, desnudo hasta la cintura, estaba tendido sobre las chilleras, los ojos cerrados e inmóvil como cadáver despojado; a su cabecera, Jackson punteaba la guitarra y boqueaba en suspiros una fúnebre endecha que hablaba de un amor loco y unos ojos como estrellas. Luego llegaron a nosotros, desde él puente, voces repentinas que resonaban en la lluvia; unos pasos presurosos y, de pronto, apareció Karain en el umbral del camarote. Su pecho desnudo y su rostro brillaban en la luz; la túnica, empapada, se le enredaba en las piernas; en su mano izquierda traía el cris envainado, y algunos mechones de mojados cabellos, escapando bajo el pañuelo rojo, le caían sobre los ojos hasta las mejillas. Penetró de una larga zancada, mirando hacia atrás, con gesto de bestia perseguida. Hollis se incorporó, abriendo los ojos. Jackson extendió la ancha mano de un golpe sobre las cuerdas, y la metálica vibración murió de repente. Yo me puse de pie.

–¡No hemos oído que se nos advirtiera la llegada de tu bote! –exclamé.

–¡Bote! ¡El hombre ha venido nadando! –

exclamó Hollis. –¡No hay más que verlo!

Karain respiraba pesadamente, con ojos enloquecidos, mientras lo mirábamos en silencio. Escurría el agua de sus ropas, for-mando un charco oscuro que culebreaba por el piso del camarote. Oímos que Jackson alejaba de la toldilla a nuestros tripulantes malayos; juró amenazador en medio del chubas-co, y hubo una gran conmoción sobre el puente. Los vigías, asustados por la visión espectral que asaltaba la borda, surgiendo inesperadamente de la noche, habían alarmado a toda la tripulación.

Jackson regresó, salpicados la barba y los cabellos de gotitas brillantes, con un gesto de enojo en el rostro, y Hollis, que siendo el más joven de nosotros adoptaba una indolente superioridad, exclamó sin moverse:

–Dadle una túnica seca... la mía; está col-gada en el baño.

Karain dejó el cris sobre la mesa, el puño hacia adentro, y murmuró unas palabras con voz ahogada.

–¿Qué dice? –inquirió Hollis, quo no había oído.

–Se excusa por venir armado– respondí aturdido.

–¡Vaya un mendigo ceremonioso! Dile que a un amigo se le perdona cualquier cosa... en una noche como ésta –gruñó Hollis. –¿Qué ocurre?

Karain se echó encima la túnica de Hollis, deje resbalar la suya a sus pies y salió de ella. Le señalé el sillón, su sillón. Tomó asiento, muy derecho, exclamando: «¡Ay!» con voz fuerte, y un breve estremecimiento sacudió su corpachón. Ladeando la cabeza sobre el hombro, inquieto, nos miró como si fuese a hablarnos; pero se limitó a fijar los ojos, ciegos en el espacio, y nuevamente volvió la cabeza hacia atrás.

Jackson gritó «¡Vigilad bien la cubierta!», y al escucharse en lo alto una apagada respuesta, alargando el pie, cerró de un golpe la puerta del camarote.

–Ya no hay nada que temer –anunció.

Los labios de Karain se agitaron ligeramente. Un vivido relámpago de luz hizo brillar ante él las dos redondas portas de popa como un par de crueles ojos fosforescentes. La llama de la lámpara pareció, por un instante, diluirse en un polvillo bronceado, y el espejo de la repisa emergió tras ella en plancha bru-

ñida de vivida luz. El estruendo de la tormenta se aproximó, estallando sobre nosotros; [...]



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