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En CUENTOS DE LA MISMA SANGRE, una saga familiar se despliega a través de generaciones, entrelazando historias de honor, traición, humor, locura, amor y misterio. La trama se obstina en acompañar algunos secretos intramuros que, en ocasiones por insospechados, pasan de las tinieblas a la luminosidad de sus protagonistas. Ese recorrido se traza zigzagueante entre los campos de batalla de la independencia sudamericana hasta las confidencias enterradas en los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía. En este viaje a través del tiempo, a veces en el primer siglo fundacional del país o en décadas distantes, los Guise enfrentan destinos que desafían la realidad y la ficción. Cada relato revela un pedazo de una vasta genealogía donde la verdad y la leyenda se entretejen confesando heroicidades y miserias personales, invitando al lector a descubrir las raíces de un clan marcado por la historia y la fantasía. Una vez más el autor de La Cruz en llamas y Cortavoz, logra a través de crónicas ocultas, reconstruir el intenso cosmos de sus personajes y nos sumerge en la memoria fragmentada de una rama de esta familia singular.
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Seitenzahl: 208
Veröffentlichungsjahr: 2024
A.G. CATUOGNO MOLINELLI
Catuogno Molinelli, A.G.Cuentos de la misma sangre / A.G. Catuogno Molinelli. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5573-1
1. Cuentos. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com
Los Guise, familia peculiar
El archivo de Claudin
La leyenda de la Niña Paula
Romantique
Il Conde Clérichi
Avisos parroquiales
Amnesia
Palomas de San Esteban
Comandante Abelardo
Ernesto, el mensajero
Marduk
El tambor de los tigres
¡Pluto, no…! ¡Mía!
Buenos Aires bajo el agua
Para Iñaki Ubalde Catuogno
Coqui Guise es un amigo que hice en este lugar. Con él pensamos que no es que acá nos traten mal, pero sin dudas es raro. No hemos comido en un tiempo –¿un par de días?–, sin embargo, no tenemos hambre. No tenemos sueño, por lo cual no hemos dormido. Tampoco «pasamos por el toilette» –como decía mi abuela–. ¿Será que estaremos estreñidos?
En fin, para colmo de males no hemos visto a nadie, pero no nos obligan a quedarnos en un solo sitio. Y la última cosa curiosa que aquí sucede y que mencionaré, es que no se puede mentir. Sí, aunque lo intentamos, no sale de nuestra boca una sola mentira. Así es que, no pudiendo entretenernos con otra cosa, conversamos…, hablamos mucho.
Él me contó que su familia se asentó en América allá por 1819, cuando el comandante Martín Guise –digamos que era un corsario–, patriota de la Independencia, llegó a Chile. Su estirpe se remontaba al siglo XVI o antes. Para ese entonces, María de Guise –o Guisa– se casó con Jacobo V, rey de Escocia, y a su muerte lo sucedió como reina regente. La hija de este matrimonio real fue María Estuardo, otra reina escocesa, pero que murió decapitada a manos de su prima Isabel de Inglaterra.
Me advirtió que, si quería escucharlo, no tardaría en darme cuenta de que la crónica era parte de una porción de su abultada estirpe.
Parecía que iba a desenfundar de su memoria un resumen aumentado de su genealogía, no por lo excesivo, sino por las ramificaciones que inevitablemente resultaran del relato.
Retomando el terrible o divertido anecdotario –según sus propios resplandores o tinieblas–, refirió que los dos medio hermanos del héroe anglo sudamericano de la Independencia, recalaron en Buenos Aires unos años más tarde de que el comandante Guise llegara a Chile.
Claudin –le pusieron ese nombre francés no sabía el porqué, y acá fue Claudino– y Archibald, que se hacía llamar sir Archibald, pero en secreto la servidumbre le decía Archi –como correspondía–, fueron hijos ilegítimos que el padre del almirante Martín Guise había tenido con la descastada baronesa de Southfolk a fines de los 60 del siglo XVIII.
Ella perdió todo por ese escandaloso y extenso amorío con sir John Guise, primer barón de Highnam, por eso este la mantuvo hasta su paso «a mejor vida».
El más chico de ambos vástagos, Claudino, fue monje y eminencia teológica; murió loco en un hospicio, pero no antes de enterrar Archi en la necrópolis de los Recoletos –cuando el dormitorio eterno no era lo que es hoy, sino que se llamaba Cementerio del Norte y era el primer camposanto público de la ciudad–. Archi falleció en años del gobierno de Dorrego, a la edad de cincuenta largos, cuando su hermano Claudino era ya una destacada personalidad en las ciencias sagradas.
Pero, regresando a Archi por un instante, el muy inconsciente murió por jinetear un novillo: se quebró el pescuezo al caer del animal en una yerra de la estancia La Margarita, cerca de Chascomús, por entonces ubicada en el límite de la frontera con los indios. Había bebido de más antes del asado y se encaprichó con hacer lo que quería… Y lo hizo, con el desenlace a la vista.
En fin, que este último dejó una descendencia copiosa: once hijos, los cuales, con mayor o menor suerte, fueron haciendo su vida en distintos puntos y momentos del país. Un descendiente de uno ellos –Guise lejano si los hubo– protagonizará un relato de esta cronología en las Altas Cumbres de nuestra provincia más mediterránea.
En tanto, Alfredo «Coqui» Guise, de quien hablo, era chozno de Archibald y a partir de allí, el mismo Coqui fue quien me contó la historia de algunos de sus familiares recientes, y no tanto, como los rebautizó entre humoradas y sonrisas leves.
Su padre, Ronou Guise, un farmacéutico criollo con nombre de pila que me sonó extraño, fue un buen tipo que se casó con Ana Benonne y ambos le dieron un pasar decente a su familia.
Desde jovencito, Ronou resultó inseparable de sus dos amigos: uno, «il conde Clérichi», cuya sangre noble estaba más aguada que el vino de misa y bastante boca floja, «graciadió», pero leal hasta la impudicia. Y el otro fue el Gallego Salgado, ocurrente como pocos y al que se le podía confiar la novia y la billetera.
Los tres tenían costumbres algo licenciosas, aunque, para el caso, también resultaron reservados; nadie les había descubierto un desliz hasta que una tarde Coqui escuchó la anécdota del «hombre del pijama»…, pero esto mejor lo dejo, por el momento.
Como sea, Ana, la madre de mi ocasional camarada, llegó a viejita y al cuidado de Coqui, que como buen hijo se ocupó de ella hasta el final. La describió como una tierna mujer de su casa, que hablaba francés y tocaba el piano aceptablemente; muy soñadora en su juventud y que de alguna manera se sintió princesa al casarse con un boticario. Era oriunda de Necochea, donde la familia tenía tres barcos de pesca. El primer capitán de esa escuadra pesquera de altura fue el abuelo Bautista –bisabuelo del Coqui, por parte de madre–, a quien ella adoró siempre.
Quien no tuvo suerte con su matrimonio –según me contó– fue Mara Inés, hermana de Ronou. La tía de Coqui tuvo seis hijos con su marido Octavio Taínez.
Ella fue muy devota de la Virgen, sin demostrar más virtudes que la de la lectura de novelas policiales, pues su fervor religioso la libraba de exhibir otras, según decía de vez en vez; por otra parte, Octavio, su marido, sacó la lotería e invirtió muy bien sus dineros. Por eso se convirtió «de mendigo a millonario» y a continuación se hizo violento, transformando a su mujer –devota creyente– en un espectro irredento y arrebatado, peregrina de afecto. Todo un caso de manual que abordaré pronto y en dos tramos. La mujer terminó viviendo en Rosario.
La siguiente fue la más inteligente de este linaje –según Coqui– y resultó ser su propia hermana Fabricia, quien entre otras cosas siguió la profesión del padre y compró las partes de la farmacia familiar.
Divorciada de un oficial del ejército –Abelardo Hermes Hurtado– que por muchísimos años anduvo destinado en la Patagonia fronteriza. Allí había nacido y no pudo despegarse ni de su patria chica ni de su pasión por dibujar mapas.
Todo fue bien para el matrimonio hasta que Fabricia se hartó de las soledades, levantó campamento y se volvió para Buenos Aires con su hijo. Fue una lástima porque Coqui me confesó que quería mucho a su excuñado. Le reconocía su honestidad, espíritu de servicio y compromiso con quienes tenía a cargo. Era un tipo modesto, de carácter equilibrado y gran cartógrafo, pero quedado.
Por esas cosas que nunca se entienden, su exesposa se hizo fanática de las sierras cordobesas, allí tenía una casa que ya no usaba, en un pueblito del Valle de Punilla –con muy poca población– y que a la vuelta de los años no podía venderle a nadie.
A pesar de ello no pasaba verano sin que visitara, al menos unos días, el villorrio de San Esteban. Estaba cerca de Capilla del Monte, punto turístico de esas serranías.
El Coqui Guise hizo surgir de allí otro relato que es, literalmente, un disparate. Pero no nos adelantemos. Primero es lo primero.
En ese sentido, me dispongo a explicar también algunos de los desaguisados de sus parientes, por eso sigo adelante con este resumen antes de entrar de lleno en cada uno de ellos.
De este modo, y como en toda familia hay una oveja negra, no evitó hablarme de Ernesto, su hermano mayor, nacido y criado en Chacabuco, porque sus padres vivieron allí por algunos años.
Cuando sus mayores decidieron continuar sus vidas en la ciudad de Buenos Aires, él prefirió quedarse con un pariente lejano, que, además, era muy amigo de su tío que muchos años después formó parte de su universo.
Volviendo a Ernesto, recién a los veinte se fue para la Capital. Empleado de una empresa exportadora y con el paso de las décadas devino en empresario de seguridad; así fue que el sujeto había hecho fortuna en la época de la dictadura militar.
Ya estaba grande y achacoso, pero el tipo era un vivillo capaz de las cosas más turbias y, aunque fue punto durante su juventud, aprendió a los golpes cómo salirse con la suya y ser banca.
Me confesó que era un Guise para olvidar y por la maniobra que le atribuía no dudé en darle la razón. Contarlo será una manera de confrontar al hermano del Coqui, y aunque el relato tenga ribetes risueños, lo de Ernesto sigue siendo la muestra de un tipo de avería. Lo haré un poco más tarde.
Ahora me interesa recordar a Santiago Taínez Guise, hijo menor de Mara Inés y Octavio; ese primo «salió torcido y sé que tenía un secreto que nunca quiso contar» –sentenció mi amigo–. Se refería así a su pariente porque, con toda la fortuna a su favor –recordemos que Octavio, su padre, era millonario gracias a la lotería y excelentes inversiones–, desde su segunda juventud, se vio que no había madurado, y el juego y las malas compañías se confabularon para hacerlo caer.
Fue cosa del destino, o no tanto, que en su primer asalto a una joyería quedó último en la salida y, al escapar, un empleado quiso pararlo, pero Santiago, con la culata del arma, le pegó en la cabeza. El desdichado sujeto tuvo tanta mala suerte que perdió la vida por la violencia del golpe. A Santiago le dieron diez años y un tiempo después se escapó de la cárcel.
Volvieron a capturarlo y, por más que Andrea, la esposa de Coqui –que era abogada penalista–, hizo lo indecible para morigerar la pena, le dieron cinco años más. Al momento de mis relatos, aún le faltaba bastante para cumplir su condena en una prisión de Bahía Blanca, pero no sabían si lo lograría porque su salud estaba abandonándolo.
Andrea le explicó el asunto a su marido lo mejor que pudo. No alcanzaba a ilustrar la situación sin decir una y otra vez «no puedo creerlo». Necesitaba entender la explicación del primo al ser apresado de nuevo y aún no sabía si les quería tomar el pelo a todos, estaba desquiciado o pasaba otra cosa que no interpretaba con lucidez.
Para encuadrar brevemente a la esposa del Coqui, además de bella, fue por mérito propio una letrada prestigiosa en el ámbito penal –cosa extraña en esos años– y encima era poseedora de una cultura general sorprendente.
Por eso la dejó estupefacta que Santiago nombrara a Marduk. La desconcertó cuando Santi hizo su declaración en la comisaría. ¡El hombre no había leído un solo libro en su vida! ¿Cómo podía ser que supiera de Marduk? Y, la verdad, es para reflexionar sobre el tema… Más luego, claro.
El otro primo de sus referencias –de la familia Taínez Guise– fue Benicio. De la misma edad que Coqui. El muchacho fue maestro, militante peronista y había pasado un tiempo largo en una cárcel de Formosa.
Estuvo desaparecido por años y vuelto a encontrar en un lugar inimaginable gracias a que lo reconoció otro recluso de esas épocas llamado Abel. Este último fue quien ubicó a Coqui y le confesó que Benicio se había convertido en un gurú, salvándole la vida a muchos. Cuando mi amigo recibió su llamado, la sorpresa lo enmudeció.
Muy apegado a la madre y, como ella, también ligado a la Iglesia, perteneció a la Acción Católica y ayudaba a los curas en las villas urbanas; terminó encerrado durante el gobierno militar y luego se hizo humo al llegar la democracia. Su vida fue un enigma hasta la noticia telefónica, tal es así que hasta lo daban por muerto.
Lo dicho: la tía Mara Inés no tuvo suerte. Para su consuelo, sus otras cuatro hijas no le produjeron tantas penas, aunque, con los dos primeros que mencionó y el padre de los chicos, tenía para coleccionar y repartir. Ya lo entenderemos.
De la siguiente generación apareció la hija de mi inseparable colega. La mujer se llama Martina.
Según me explicó, era profesora de Economía en varias escuelas secundarias de Paraná. Andrea y Coqui estaban más que orgullosos de ella. Era brillante, muy querida por sus alumnos y sus compañeros docentes, y creía que con un poco más de tiempo llegaría a algún cargo directivo.
Su especialidad siempre fue explicar las cosas más difíciles de una manera simplificada y entendible para todos; desde que estaba en el kínder era así, inclusive asociando frases en su media lengua.
Evocó con simpatía inocultable cuando le dijo a su esposa que tenía un amiguito muy inquieto que se llamaba Jazmín. Andrea, sorprendida porque contaba con la lista de los alumnos de la salita de tres, la revisó con incredulidad y le dijo que no había ningún varoncito que se llamara Jazmín. Martina insistió contestándole que escuchaba a la maestra decir: «¡Ven, Jazmín!» cada vez que el mocoso hacía de las suyas. Rápidamente dedujo que se trataba de… Benjamín… Benjamín Solá, el hijo de una conocida.
Mi compinche se sonreía con afecto por esa ocurrencia y, en tren de recordar, en otra ingenuidad de su atropello lingüístico, la nena, en vez de «por favor», decía «por farol». «Por farol, no me retes que soy chiquita y me duele acá», señalando el pecho. Me sonreí porque… ¡además era una pilla!
Cuestión que ahora Martina tenía treinta y siete y un hijo de dieciocho. Era una fuerte. Madre soltera. Independiente y con un orgullo tímido y profundo.
Había vivido con ellos hasta que se recibió, pero se pagó los estudios solita dando clases particulares mientras hacía el profesorado. «Toda una Guise», comentó mientras sus ojos se iluminaban. «Y nunca descuidó a mi nieto. ¡Jamás!», dijo con satisfacción.
¡Su nieto!… Fermín Guise estuvo en el equipo infantil de náutica de la categoría Optimist, que representaba a su club. También nadaba como un pez y ahora navegaba a vela como el que más. «¡Otro marino en la familia, como el almirante!», comentó regocijándose, aunque esta vez fuera solo por deporte…
En este punto, creo que sería mejor que el muchacho mismo cuente su propia experiencia, en vez de que lo haga Coqui o yo, ya que desde acá –donde recuerdo estas referencias– no puedo sentir lo que él ha experimentado. Sin embargo, volveré sobre Martina porque me llamó la atención una anécdota en particular de la joven. Ya hablaré a través de su padre sobre aquello.
De momento, tiendo a pensar que estamos invitados a una especie de valle de «losinsombras» porque aún no he visto la figura gris de la mía y de a ratos eso mismo me resulta inquietante.
Reviso sin comprender demasiado esta sutil realidad que parece más una ficción, como ocurre con parte de estas historias, y, sin embargo…
Mientras averiguo de qué se trata nuestra situación, intentaré narrar fielmente las crónicas de la familia Guise. Lo haré como si Coqui estuviera relatándolas por segunda vez y entonces, en ocasiones, seré quien lo haga. Licencias que me tomo y no pienso debatir, por lo cual me disculpo anticipadamente.
Estoy viendo que Coqui comienza a andar por un sendero que no se distingue claramente. En un parpadear hizo un largo trecho. Se da vuelta y me saluda. Le grito: «¿¡Adónde vas!?», me sonríe y sigue la vereda sin ninguna dificultad a pesar de que va trepándola ligero. Sus piernas ingrávidas no dejan de marchar a ritmo acompasado y seguro hasta fugarse.
Apuro el paso hacia él, pero no encuentro el camino, que se ha difuminado, y no quedan ni rastros de mi amigo.
Súbitamente lo vi como la luz de un barco que se aleja cortando el agua sedosa. Uno sabe que el navío está allí, pero solo se puede notar el resplandor suspendido de su farola que va desapareciendo.
Finalmente, se extinguió como lo haría la luz en la bruma…, una bruma espesa que se levanta del mar para tragar ese resplandor.
De inmediato, inquieto y desistiendo de mi persecución, me siento a escribir y de pronto me pregunto de dónde salió este escritorio, la silla, el papel, la pluma… Sin pensarlo, inicio, frenético, la copia de sus infidencias; me abstraigo de cualquier otra cosa, le pongo el alma…
¡Pero claro! El alma es lo que me queda en este lugar… Y quizás, por eso mismo, soy como un eslabón oculto en esta leontina familiar, sirviéndoles de amarre a través del tiempo.
¡Entendí al fin!…
Saqué del portalupas –como lo llamaban los antiguos– mis anteojos de leer.
No hay otra alternativa, entonces; deberé aceptar esa voz interior aguda, abisal y urgente que me ordena: «¡Comienza de una vez!».
«¡Hagámoslo y ya! –me digo–. ¡Voy a contarlo todo!».
Presten atención, que me queda poco.
«¿Ustedes quieren saber? Bueno. Los arcángeles son seres especiales que habitan el tercer cielo y tienen bajo su mando un ejército de ángeles llamado coro».
Claudino –acá le decían así– miraba fijo su amplia biblioteca. Por detrás de él, un silente grupo de expertos escudriñaba los polvorientos anaqueles de un lado y del otro. Podían ver los lomos lustrosos de los volúmenes. El hombre, sin importarle, continuó hablando:
«De aquellos capitanes celestes, Azrael es el elegido por Dios para ser el adalid solitario que puede deambular entre la luz y la oscuridad, entre el cielo y el infierno, rescatando aquellas almas que han sido injustamente llevadas a mal destino. Le corresponde ser el encargado de separar los espíritus de los cuerpos y recibirlos para luego conducirlos a mejor vida.
»Sepan todos –y señaló compactos tomos, abanicando la mano con el índice extendido– que él fue uno de los cuatro arcángeles a los que el Supremo había encomendado la misión de buscar polvo de la tierra en los cuatro lugares más lejanos del planeta para crear el barro con el que, finalmente, hizo al hombre y a la mujer. Sí, porque la primera mujer de Adán fue Lilith; Eva fue la segunda, claro… –No volvió la cabeza ni por un segundo y continuó con su discurso–: Bueno, de los cuatro enviados fue Azrael el único que pudo cumplir con el Creador. Por eso fue premiado permitiéndosele pasearse, como les decía, entre las tinieblas y la claridad para el rescate de las almas.
»Esa es la razón, también, por la que nadie debiera temerle a la Muerte. Ella es solo una facilitadora para pasar la puerta hacia la otra existencia. ¡La verdadera!
»Debiera agregar que por sí misma, la Muerte, tal cual la entendemos y personificamos, más que temible, es un ser con cierto grado de retardo intelectual de la que nos escapamos todas las veces que queremos. Sí, no se sorprendan, amigos míos, porque de esa manera, estando atentos y preparados para eludirla, lo conseguimos.
»Me explico: los seres humanos no tenemos siete vidas como los gatos, ¡tenemos decenas! Y, cuando uno mismo le da la hondura y la seriedad al aliento final porque en la carrera de la vida lo alcanzó la Muerte, tan solo pasa porque nos cansamos de burlarla y decimos: «Esta es mi hora». Y, créanme, aquello ocurre por decisión propia, ¡exclusiva decisión personal!; es decir, que el que se entregó es el que se cansó de seguir, y no hay que echarle la culpa a nadie más.
»En tales circunstancias, si es convenientemente avisado, el arcángel Azrael se presenta de inmediato y toma al fallecido con amoroso esmero en sus brazos haciendo que pase a otra dimensión, casi en un instante de placer sublime. Y, si no, bueno…, confiemos en que el arcángel nos rescate de esa parca a la que representamos espectral y le agregamos una azada enoooorme que sirve para segar la vida.
»¡Pero, vamos! ¡Qué estupidez!… ¡Como si acaso la vida se tratara de alguna cosecha que debiera cortarse para luego ser molida! –agregó fastidiado–.
»Eso sí, en todo caso, debo avisarles que con la Muerte no se puede razonar.
»”¡Natural, como con las suegras!”, dijo Luis, un amigo que tengo, provocando una risita cómplice entre los presentes durante mi último cumpleaños; sin embargo, no me callé y le recordé que su madre también fue suegra, por no citar fuentes religiosas que no venían al caso. Así es que, la verdad, con la Muerte es imposible decir nada que provoque su conmiseración para revertir su labor. Ella, cuando es llamada, llega a hacer lo suyo y nada más. Entonces, lo que queda, solamente, es engañarla.
»¡Sí, claro! ¡No se mofen, que no es una ironía! Un ejemplo gráfico de ello es el siguiente –se detuvo un instante para tomar aire–: están tentados de cruzar una calle que parece tener muy poco de peligrosa a pesar del tránsito de cocheros alocados y jinetes cuya cabalgadura puede desbocarse.
»Ustedes están apurados, por supuesto, porque viven en este siglo de atropellos y descontrol. Si no cruzan a tiempo, llegan tarde a la entrevista laboral para entrar a trabajar en una tienda, cosa que todos saben que les cambiaría la vida.
»Aparece nuestra amiga la Muerte para llevárselos apenas pongan un pie en la tierra barrosa. A último momento, recapacitan y piensan: “¡Que los de la tienda esperen si me quieren sacar bueno!” y Ella piensa: “Ese no es el que vine a buscar”. Y, como es distraída, mira alrededor a ver quién se le escapó sin darse cuenta y ustedes se salvaron a sí mismos.
»¡Es así! ¡Se los aseguro!
»Por otra parte, también, hay casos extremos en que los demás nos ayudan a burlarla. Una buena metáfora de ello la encarnan los médicos cuando nos atienden.
»A ver: si tenemos una herida y el facultativo nos recomienda que la lavemos con jabón o nos pongamos Agua de Alibour con jengibre y le hacemos caso, la burlamos, puesto que la infección nos hubiera matado. ¿Se dan cuenta? ¡Solo con eso logramos que la herida no se infecte y nos dé gangrena! El Alibour en un tóxico para la Muerte, igual que el jabón, en menor medida… –aclaró–. Desde ya que les tiene cierta tolerancia a estos desinfectantes, pero hasta ahí nomás.
»No es menos cierto que el Alibour es un emético para nuestra desconocida amiga y ella la huele a treinta varas y la rechaza, alejándose. Entonces, de una herida bien tratada nadie claudica.
»¡No me lo discutan ustedes, libros de la ciencia, tomen el ejemplo de sus primos, los compendios teologales! –Sus mejillas comenzaron a encenderse–.
»Creo yo que tampoco hay que darles pasto a las fieras y exponerse innecesariamente a peligros peligrosísimos –diría la tía Alberta, que ya está muerta–, como lo es caminar de noche por las calles de Balvanera gritando: “¿Quién es el guapo que quiere pelear?” o “¡El Manco Paz es un afeminado!”. Aún no hemos llegado ni a la mitad del siglo XIX… ¡No somos tan liberales!».
Uno de los que lo miraban a sus espaldas se adelantó para tocarle el hombro, pero alguien lo detuvo en pleno gesto y le hizo una seña con la cabeza. Claudino siguió con su diatriba:
«En un caso de semejante torpeza será dificilísimo escaparse de la Muerte porque, además, se la tienta como a un chico con la miel de caña.
»De todas maneras, ustedes podrían pensar y preguntarse: “¿Y aquellos a los que solo se les para el corazón y listo?”.
»Y bueno, de más está decir que ellos, a los cuales llamamos desventurados, en realidad, son los benditos por la Providencia y se los reserva para pasarlos directamente a los campos eternos.
»Esos a quienes les toque en suerte este buen morir, tengan la edad que tengan, son los elegidos, puesto que han hecho lo suficiente en el mundo y merecen la bendición de los ángeles. ¡Qué misterio!… Aunque yo tengo un archivo que daría alguna luz a esto último, mejor no tocar el tema por ahora…».
Quedó pensativo y bajó la vista tocando la cruz que colgaba de su cuello.
La voz aniñada de Claudino calló sin más. Con gran rapidez, había hilvanado todo aquello, prácticamente, sin respirar, de no ser cuando tomó aire por un momento.
Luego miró hacia la minúscula ventana, con los mofletes todavía sonrosados.
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