Cuentos de mujeres leves - Irma Verolín - E-Book

Cuentos de mujeres leves E-Book

Irma Verolín

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Beschreibung

Cuentos de mujeres leves propone una galería de personajes femeninos que viven todo tipo de historias. El ámbito de la casa escenifica conflictos muy diversos, como las dificultades de una mujer para deshacerse de una calavera que la acompaña desde hace años, el problema de una costurera a cargo de las camisetas de fútbol del nuevo equipo del pueblo, un largo viaje para ver a una hermana enferma, la convivencia impuesta de una abuela y su nieto, el reencuentro de tres hermanas distanciadas.   Irma Verolín pinta en cada línea, con humor y a veces con ironía, un fresco de las vicisitudes de hombres y mujeres que no siempre pueden expresar su dolor con la palabra, sino que lo manifiestan con sus acciones. Nos invita a entrar a cada uno de los cuentos con inocencia y asombro, para descubrir historias inusuales, corazones lastimados, vínculos amorosos o distantes.  

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Cuentos de mujeres leves

Cuentos de mujeres leves

Irma Verolín

Índice de contenido
Portadilla
Legales
I
Dos dientes plateados
El cumpleaños de una muchacha
La costurera
Tres velas
El tiempo se escurre
La cremación
Mac
Líneas dentro de un círculo
Saga del televisor
II
Noche inmensa
Punto ciego
Ventana ancha hacia ninguna parte
A través de la noche

Verolín, Irma

Cuentos de mujeres leves / Irma Verolín. - 1a ed - Santa Fe : Palabrava, 2023.

Libro digital, EPUB - (Rosa de los vientos ; 25)

Archivo Digital: descargaISBN 978-987-4156-63-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Cuentos de mujeres leves

Irma Verolin-

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786 - Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.com.ar

Colección Rosa de los vientos

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditoras: Viviana Rosenzwit y Susana Ibáñez

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe - www.sugoilab.com

Foto de portada: Ana Paula Ocampo

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

ISBN edición digital (ePub): 978-987-4156-63-1

I

…camino apoyada en la pared, escamoteo la melodía descubierta, ando en la sombra, en ese lugar donde tantas cosas suceden. A veces me escurro por el muro, en el lugar donde nunca pega el sol.

Clarice Lispector

Dos dientes plateados

Yo no estaba enterada de que a mi abuelo sólo le quedaban dos dientes que eran el sostén de sus otros dientes artificiales, pagados por él mismo en una dependencia del Servicio Social. Mi abuelo jamás había hablado de sus dos últimos dientes ni con orgullo ni sin orgullo. Sencillamente se había acostumbrado a tenerlos aún en la encía cubiertos por metal plateado. Empezó a hablar de ellos por primera vez cuando sintió que se le movían y lo fastidiaban. Sí, los dos dientes se le movían mucho dentro de su boca roja y húmeda, especialmente cuando masticaba. Y en el vaivén se le movía toda la dentadura que había sido enganchada a los dos dientes cuando no eran aún lo que terminaron siendo: dos temblequeos que a veces brillaban. Vaya a saber cómo un buen día mi abuelo dedujo que lo mejor que podía hacer era hacérselos extraer. Sucedió durante la hora de comer. Se lo dijo a mi abuela, secamente, sin rodeos, y con tono de decisión contundente. Después enarcó las cejas y corrió con suavidad el plato hacia el centro de la mesa. A mi abuela ese gesto tan típico de mi abuelo le provocaba tirria, porque quería significar lisa y llanamente: no más comida por hoy. Para mi abuela que alguien no dejara el plato limpio representaba poco menos que un desprecio al sentido primordial de su vida. Mi abuela se quedó mirando el plato a medio vaciar sin decir esta boca es mía. Y no se habló más del asunto.

Los dos dientes plateados continuaron moviéndose dentro de la boca de mi abuelo arrastrando en su vaivén a los artificiales, que se defendían bastante bien porque estaban unidos entre sí. Y, por si esto fuera poco, además habían sido sujetados al paladar rosado, muy rosado, de ese color con que se pintan las flores que ilustran los almanaques y que contrastaba con el color natural de la boca de mi abuelo, hecha de carne rojiza, de esa carne bien rojiza y resbalosa que todo el mundo tiene en el interior de su boca.

La mañana en que fuimos al consultorio del dentista llovía. Mi abuelo entró en el taxi como si entrara en una cueva. Yo lo ayudé a doblar la cabeza y los tobillos para que su cuerpo se plegara. Enseguida vi su torso acurrucado, blandito, en el asiento. De inmediato el taxi arrancó. La lluvia platinaba el asfalto y los techos niquelados de los automóviles. El taxista escuchaba la radio, parecía atento, interesado en lo que decían unas cuantas voces bien templadas. Le imaginé los ojos soñadores. En la radio alguien hablaba del mundo, de este dichoso mundo desquiciado del que mi abuelo se iba retirando lenta y astutamente gracias a la estratagema de envejecer. El taxista movía la cabeza para asentir o disentir mientras la lluvia continuaba cayendo y mi abuelo se dejaba llevar con los dos dientes en su lugar.

Antes de que mi abuelo se sentara en el sillón, el dentista lo miró de arriba abajo. Enseguida dijo:

− Anestesia a un hombre tan anciano yo no le pongo −y se cruzó de brazos.

Cuando mi abuelo abrió la boca descubrimos que, además de los dos dientes plateados, tenía una llaguita. Era una llaguita insignificante con los bordes de hilo blanco. Mi abuelo cerró la boca y el dentista dijo:

− No.

Al darse cuenta de que tendría que volver a su casa con los dos dientes intactos, mi abuelo se puso a hacer pucheros.

Volvimos en el taxi escuchando otra emisora de radio. Y de nuevo la lluvia. El taxista, que giraba continuamente la cabeza hacia atrás para darle a nuestra conversación un toque más íntimo, tenía una expresión dura en los ojos. No dejó de darnos consejos sobre la higiene y la anestesia bucal ni de jactarse de que jamás había pisado el consultorio de un dentista. Si le dolía alguna muela él se arreglaba solo. Eso dijo. Y lo recalcó tres veces. Los dientes se le caían de pronto, inesperadamente, y después tenía que vivir con las raíces dentro de la encía y soportar el dolor. Pero ir a lamerle el culo a un dentista, nunca, a Dios gracias, por lo demás estaba bien conforme con su vida, terminó diciendo el taxista sin dejar de mirarnos intermitentemente con sus ojos inexpresivos.

A mi abuela la descorazonó muchísimo ver todavía los dos dientes tambaleantes dentro de la boca de mi abuelo. Hablamos de la llaguita. Hablamos por hablar, para disminuir nuestra incertidumbre, pero el tema se agotó enseguida. Fuera de su ubicación cercana a los dos dientes y de su borde blanco, poco quedaba por decir.

Mi abuela se puso a preparar sopa y papilla. La vi manotear una arandela de plástico y maldije el delantal marrón que llevaba puesto, que a esas alturas de la vida estaba plagado de manchas indelebles y tenía roturas que nadie sería capaz de explicarse. Después mi abuela y yo hablamos de los buches con Filocin mientras mi abuelo se iba aflojando y aflojando en la silla porque se caía de sueño.

− Abuela –dije−, hay que llevarlo a la cama.

− Sí –contestó ella−. Fijate, parece un flancito.

Yo me figuré que, poco a poco, desde la silla, mi abuelo iba a ir resbalándose por el mundo hasta desaparecer.

De repente mi abuela dijo:

−Si en vez de aflojársele el cuerpo a este hombre, se le aflojaran de una vez los dos dientes, esa sí que sería una gran suerte.

Moví la cabeza hacia delante y me acordé del taxista del viaje de ida y de sus ojos soñadores. Y de la lluvia. También me acordé de que la lluvia hacía brillar el mundo, como seguramente estaban brillando ahora en la oscuridad de la boca cerrada de mi abuelo sus dos dientes y el hilo blanco de los bordes de la llaguita que acabábamos de descubrir. Enseguida, en un ramalazo de la memoria, volví a aquella tarde remota en que, con las piernas sueltas en la silla de comer, me balanceé con entusiasmo. Mi abuelo, con cincuenta años, sonreía desde un rincón. Una de mis manos apretaba el sonajero, la otra estaba suelta en el aire. Me balanceé con mayor fuerza hacia delante, hacia atrás, hacia delante, buscando que la sonrisa cómplice de mi abuelo se ampliara más y más. Una, dos veces, y otra y otra y en el mismo instante en el que vi levantarse a mi abuelo con los brazos extendidos y la cara roja de susto para socorrerme, caí de boca. Después vi un charco de sangre con mis dos dientecitos nadando en aquel mar rojo. Me puse a llorar a los gritos sin sospechar que más allá me esperaban los dentistas, los taxis, la vejez, la lluvia, el mundo.

El cumpleaños de una muchacha

El olor que tiene la vida cuando se repite a sí misma me resultaba insoportable, lo malo es que dos por dos es siempre cuatro y que yo iba a cumplir quince años en el momento más inoportuno, porque tener quince años y metales de ortodoncia en los dientes y la cara llena de granitos no es una combinación afortunada. Todo hubiera estado bien si en mi casa no se les hubiera antojado que una chica que va a cumplir quince tenía que celebrarlo con fiesta y vestido blanco de plumetí. ¿Qué era lo que pretendían festejar con una cara como la mía? Y para colmo habían contratado a un fotógrafo profesional. Fotos en blanco y negro las de aquella época. Menos mal, pijotera evidencia a la vista.

Yo no quería cumplir quince años. Yo sólo quería morirme. Pero como morirse no es un trámite sencillo de llevar a cabo, acepté con resignación cumplir quince mientras los otros se entusiasmaban y mi única labor consistía en calzarme el vestido y poner la cara para la foto con total naturalidad. La vida es como un armazón completamente hueco si nos proponemos seguirle el tren y conocerla a fondo. Yo me dejaba flotar en el agujero de la vida sin quejarme demasiado pero con la falta de esperanza de aquellos que saben que el porvenir viene mal encaminado.

Mamá fue a comprar el plumetí del vestido tres meses antes. Semejante anticipación a los hechos fue más que nada un recurso desesperado de parte de ella, un elemento de coacción que yo hubiese preferido que mi madre evitara. Aquella tela blanca doblada dentro de uno de los cajones del ropero fue la prueba fehaciente de que las cartas estaban echadas. Por el entusiasmo que reinaba en casa con los preparativos de la fiesta parecía que yo en vez de cumplir quince iba a casarme. La vida dentro de su permanente vacío estaba procurando distraerme, colocaba sobre mi pecho una flor roja con la que yo después me sentiría ridícula.

Hacía poco que gente desconocida había dejado de llamarme nena. Ahora escuchaba señorita, y la palabra señorita resonaba en mi pecho de un modo conmovedor.

La modista que iba a confeccionarme el vestido tenía cejas anchas y unos ojos saltones que daban ganas de pinchar con uno de esos alfileres que ella traía adheridos a la almohadilla de seda cruda. Era parsimoniosa en su modo de actuar, me midió de arriba abajo y me miró fijamente. Dijo:

−Vos no tenés ilusión con tu fiesta, ¿no?

Asentí y tuve otra ilusión: que esa mujer con cara de sapo fuera mi salvadora o al menos mi cómplice en las ganas de huir, de estar fuera de la escena. Pero no. Ella era un engranaje clave del entuerto conspirativo, y el vestido era un punto esencial, ninguna complicidad podía yo esperar de ella. Mostré un rasgo de abnegación y le dije que siguiera tomándome las medidas. Sus manos sobre mi cuerpo me parecieron cálidas por momentos o a lo mejor yo necesitaba pensar en otra cosa.

Por una misteriosa razón la vida se fue ahuecando más y más por aquellos días y, en ese hueco, las palabras y mis pensamientos refunfuñaban con sonidos de percusión en las lejanas paredes que hacían las veces de límites, límites sumamente distantes, y que no por ser distantes dejaban de encarcelarme. Yo no le podía apostar ni un centavo a la vida, ni un penique, ni un miserable rublo, nada. ¿Qué podía valer una caja inmensa, inmensa que sólo repetía mecánicamente los ecos de los ecos de los ecos?

Organizar el lunch fue más trabajoso que la confección del vestido de plumetí. Lo dulce y lo salado en su tiranía intransigente coparon el tema de nuestras conversaciones durante el almuerzo y la cena. A mamá le gustaba hablar de las comidas, de su apariencia, de la manera de presentarla sobre la mesa, de su aroma y sus sabores. Algo no cuajaba en esto de relatar lo que se resiste a ser relatado. Quizá por eso mi madre se esforzaba tanto en procurar la verosimilitud de sus descripciones. Cuando alguien hablaba de comida, la boca se me llenaba de agua. Agua en mi boca dentro de la caja vacía de la vida, demasiado estupor para una muchacha de mi edad. No entraba en mi cabeza que una muchacha cumpliera años y que esa muchacha fuese yo. Y, por supuesto, habría una torta, una torta muy grande, de varios pisos como edificio de departamentos, una aparatosa torta que tendría un adorno en la parte superior y oropeles, rulitos y vericuetos en los laterales de los pisos.

El tiempo siguió pasando, como no podía ser de otra manera, el vestido fue confeccionado con su obligado ajuste bajo los pechos, esa fue la moda de aquel año, estilo princesa o corte Napoleón. Una rosa realizada con la misma tela se adormecía en el canesú. Pollera hasta la rodilla, nada de jactancias ni pomposidades con vestidos largos, después de todo eran mis quince, ¿qué me quedaba entonces para el día de mi casamiento? Casamiento: palabra monumental y absolutamente ilusoria que se perdía en los confines de mi despoblada vida sin producir ni el más debilucho de los ecos. Ese fue un secreto que jamás compartí con mi madre.

A todo esto, papá ni abría la boca, su función era otra, al fin de cuentas. Él se preparaba, con adelantada solemnidad, para bailar el vals conmigo el día de la fiesta. ¿Qué otra colaboración se le podía pedir a un hombre además del dinero necesario para la ejecución del evento? Mi hermano se reía. Lástima, era menor que yo y sus amigos no servían ni para sacarnos a bailar, petisos hasta decir basta. Petisos y sin experiencia, hombres efímeros. Las compañeras del curso y unas cuantas amigas del barrio más los parientes obligados iban a llenar el salón. Yo, que ya me había convertido en carnero degollado antes de tiempo, no dije ni mu, resistirme o quejarme hubiera sido inútil. El entusiasmo de mamá había ido creciendo de una manera proverbial. A ella no le habían festejado sus quince, ahí estaba el problema. Y ahora sería lo mismo que si hubiésemos festejado los dos cumpleaños juntos. Quizá por esta razón yo me sentía como con treinta años, con la vida multiplicada pesándome igual que aquella gran flor de plumetí bajo uno de mis pechos.

Llegó por fin el tan esperado día y allí estaba yo subida a unos zapatos altísimos, envuelta en plumetí, soportando la tortura de cumplir quince años. A mamá se la veía notablemente más nerviosa que a mí. En los últimos meses la vida había ido alejando los tabiques de sus armazones hasta extremos impensados. A pesar del espeso maquillaje, mis granos fueron inocultables, tampoco se pudo disimularla ortodoncia fija en mis dientes superiores. Y hasta me parece que había engordado, porque sentía una opresión bajo el canesú que la gran flor no mitigaba en lo más mínimo. Aquel mismo día papá se apareció con una caja. A las claras era mi regalo. Bastante grande la caja. De la caja salió un cachorrito juguetón. Mucho ruido, mucho voy y vengo con el perrito. Mucho ladrido histérico del animal y revolcadas sobre la alfombra. Festejo previo al parecer. El perrito tenía dos ocupaciones fundamentales: corretear y morder. Poco tiempo tuvimos aquel dichoso día para ocuparnos del simpático perrito. Sólo que a la noche cuando fui a ponerme el vestido noté que algo no estaba en su lugar. La flor. ¡Falta la flor! Gran revuelo en toda la casa. La flor estaba, como era de suponer, entre los dientes del perrito. Mamá se consoló a sí misma diciendo:

−Sólo la flor, hija. El vestido está intacto. Menos mal…