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Nilo María Fabra

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Beschreibung

Dios, Nuestro Señor, daba un día audiencia a los santos que iban a interceder por sus devotos, por los pueblos que patrocinaban y por todos los pecadores. La Santísima Virgen, sentada al lado de su querido y Hijo, recomendaba los múltiples memoriales de los visitantes, a los cuales acogía el Ser Supremo con la bondad del que es fuente de todas las misericordias. Fueron entrando en el salón del trono del Altísimo santos y más santos, basta que le tocó el turno a Santiago el Mayor.

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NILO MARÍA FABRA

CUENTOS ILUSTRADOS

DIBUJOS DE

MASRIERA, José, Francisco y Luis

PELLICER, J. Luis

LUCAS VILLAMIL, E. — QUEROL, Agustín — MARQUÉS, J. M.

ERIZ, Pedro — CABRINETY, José

FUSTER, Mariano — ÁLVAREZ MASÓ, Rafael

FABRA, Jorge

1895

© 2023 Librorium Editions

ISBN : 9782383837954

 

DEL CIELO A ESPAÑA

PRIMERA PARTE

I

ios, Nuestro Señor, daba un día audiencia a los santos que iban a interceder por sus devotos, por los pueblos que patrocinaban y por todos los pecadores. La Santísima Virgen, sentada al lado de su querido y Hijo, recomendaba los múltiples memoriales de los visitantes, a los cuales acogía el Ser Supremo con la bondad del que es fuente de todas las misericordias. Fueron entrando en el salón del trono del Altísimo santos y más santos, basta que le tocó el turno a Santiago el Mayor.

—¡Hola, Jaime! —le dijo el Todopoderoso—: ¿qué te trae por aquí? ¡Cosas de España, tal vez! ¿Qué pasa por aquella tierra? ¿Están en paz tus clientes?

—Bien sabe Vuestra Divina Majestad, —contestó el Apóstol, haciendo tan profunda reverencia que el sombrero lleno de conchas y reliquias que tenía en la mano barrió el suelo—, que aquello anda malillo, y que, si Dios no pone remedio, yo no sé lo que va a ser de España, de los españoles y de sus descendientes, que se han establecido en el Nuevo Mundo, a todos los cuales protejo y amparo en sus cuitas; porque, eso sí, ni unos ni otros nos han perdido la afición, y si no, aquí está la excelsa Madre de Vuestra Divina Majestad, patrona de las Españas y de las Indias, que no me dejará decir una cosa por otra.

—Cierto es —dijo Nuestra Señora—, que en pocas partes del mundo se me venera tanto como en las tierras de que habla Santiago, y, a decir verdad, yo quisiera hacer hasta los imposibles a favor de aquellos para mí muy amados hijos.

—¡Vamos, di lo que solicitas, Diego —exclamó el Eterno dando una cariñosa palmada en la mejilla del santo—; basta que mi amantísima Madre sea intercesora, para que yo te conceda cuanto desees, con tal que no me pidas gollerías.

—Señor —contestó el Apóstol algo perplejo—, yo no sé cómo decírselo a Vuestra Divina Majestad... El caso es que... Ello es... Vaya, que no me atrevo.

—¡Ánimo! ¡Habla!

—Como a Vuestra Divina Majestad no se le oculta nada, bien sabe lo que yo quiero para los españoles.

Sonriose el Todopoderoso, pues Él ya sabía de antaño lo que pensaba Santiago, porque, ya se ve, ¿qué se le ha de ocultar a quien no ignora cuanto pasó, pasa y pasará?; y poniendo ambas manos sobre la esclavina del bienaventurado, le contestó:

—En verdad te digo, querido Jacobo, que lo que pretendes es harto difícil; pero, en fin, exprésalo en breves palabras.

—Pues bien, Señor, lo que yo quiero para los españoles es lo que se llama sentido común...

—¡Sentido común! —replicó el Omnipotente—: ¡sentido común! Pues ¿no sabes tú que lo que los hombres denominan así, es el menos común de los sentidos?

—Vuestra Divina Majestad me entiende, y no digo más.

—¡Hijo mío! —dijo con voz suplicante la Reina de los Ángeles—; vuelve tus ojos misericordiosos hacia aquel pueblo desdichado, y concédele lo que más le convenga.

—¡Bueno! —contestó Nuestro Señor—; voy a hacer por España lo que no he hecho por nadie, aunque me cueste privarme por algunos días de la compañía de un hijo predilecto como este. Vuelve a la Península, Santiago, con amplios poderes míos. Te doy facultades para hacer milagros, sin que puedas, empero, mover y forzar la voluntad de los hombres, porque ya sabes que quiero que sea libre su albedrío. Te doy el don de hacerte invisible y de tomar la forma que quisieres. Ve allí y haz de nuevo gala de tus dotes oratorias, a ver si tu elocuencia, que hizo cristianos a los españoles, más o menos pecadores, que sobre esto hay mucho que hablar, consigue ahora darles el mejor discernimiento en las cosas terrenales.

Dio el Apóstol gracias a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre, y fuese en derechura al vestíbulo del Cielo donde pidió a San Pedro, con grande admiración de este, que le franquease la salida.

—¡Qué es esto, colega! —exclamó el portero mayor del Paraíso.

—Que me voy otra vez a predicar.

—Mira, aquí entre apóstoles sea dicho, vas a que te crucifiquen como hacen aquellos bárbaros con todos los que les dicen verdades.

—Estos tiempos no son los nuestros, Perico, gracias a nosotros, que civilizamos al mundo. Verdad es que por allí hay quien no se acuerda de esto, y nos pone como chupa de dómine; pero a lo menos ya no le desuellan a uno vivo sino de boquilla.

—Ciertamente esto se ha ganado, pero ha sido a costa de las tiras de piel verdadera que hemos dejado por allá; y si no, dígalo nuestro compañero Bartolomé; pero, ¿qué digo piel?: carne y huesos, que todavía me parece que me duelen las palmas de las manos de aquellos clavos con que me crucificaron, cabeza abajo; y todo ¿por qué?: porque sacaba del error a los hombres. ¡Si serán estúpidos!

—Tienes razón, mala cosa son los hombres; pero algo hay que hacer por ellos. Allá me vuelvo. ¡Abre, Perico, la puerta, y hasta luego!

—¿Pero vas a pie?

—¡Hombre, sí! ¡Buena idea! Tomaré la jaca. ¡Cómo estará de brava a puro holgar! Ya se ve, como ahora no necesitan de mí los españoles para regir sus ejércitos, teniendo tantos generales...

—Por brava que esté, ¿qué te importa, si no hay mejor jinete que tú en cielo y tierra, si eres el Santo caballero por excelencia?

—Claro está; ¡como que soy el patrón de los españoles!... pero abre mientras voy por la jaca.

Soltó San Pedro las cadenas de oro del puente levadizo de la celeste mansión, el cual vínose abajo con grande estrépito, y al breve espacio cruzó por él Santiago, caballero en su blanco corcel, echando no diablos, porque en el Paraíso no los hay, sino rayos y truenos que estremecieron el aire, azotaron el firmamento y retumbaron por el espacio infinito.

II

No sé el tiempo que empleó el Apóstol desde la Gloria a la Península, porque ignoro la distancia que separa a los españoles de la bienaventuranza, aunque entiendo que debe ser poca, pues aquella misma tarde apareció Santiago en mitad de un camino real de España.

El cual debía de atravesar la Mancha, porque ni un solo árbol se descubría en medio de la soledad de una vastísima llanura, que más semejaba mar desecado que otra cosa alguna.

—¡Qué gentes estas! —exclamaba el Santo para su esclavina—. ¡Están dejadas de la mano de Dios! ¿Qué mal les han hecho los árboles? ¡No parece sino que, hartos de destruirse unos a otros, han declarado cruda guerra a la naturaleza!

Y pensando en esto, iba camino adelante al paso de su caballo, cuando de pronto vio venir hacia él a dos hombres cubiertos con amplios sombreros, como los del Padre Eterno, muy ceñidas las vestiduras con unas correas sobre el pecho, las manos dentro de fundas blancas, y llevando cada uno al hombro gruesos bastones rematados en punta de hierro, que el Santo creyó bordones de peregrino de nueva usanza.

—¡Vaya, serán colegas míos —dijo para sí— que irán de romería a algún santuario! Ya tengo compañía.

Los cuales supuestos peregrinos íbanse acercando fijos los ojos en el jinete, y apenas llegaron junto a él, diéronle la voz de alto.

Detuvo el Apóstol las riendas a su caballo, y preguntó a la pareja qué quería.

—La cédula de vecindad —dijo uno.

—¡La cédula! ¿Qué es eso?

 

—Por lo visto, es usted nuevo aquí...

—Sí, señor, soy forastero.

—Pues bien, aquí nadie viaja sin ese documento.

—No le tengo.

—Entonces dese usted preso.

—De modo que en España ¿se necesita patente de hombre de bien para andar suelto?

—Y para todo.

—En este caso, no habrá malhechor que carezca de semejante requisito.

—En efecto, señor peregrino, todavía no hemos topado con ningún criminal que no esté provisto por lo menos de una cédula.

—¿Para qué sirve, pues?

—Yo le diré a usted; es un recurso de la Hacienda como otro cualquiera.

—¡Ah, ya! Es un tributo sobre la libertad personal.

—Sea lo que fuere, nuestra obligación es detener a los indocumentados.

—Pero, hombre de Dios, si yo soy un caminante pacífico y nunca he hecho mal al prójimo.

—No lo dudamos, mas tenemos que cumplir con la consigna. Quien manda, manda. Tenga usted, pues, la bondad de venirse con nosotros.

—Por lo menos —dijo el Santo para su sayal— aquí se prende con cortesía.

Y como era muy celoso de la disciplina militar, aunque patrón de España, añadió, dirigiéndose a la pareja, acortando razones:

—Vamos a donde ustedes quieran.

—Al pueblo que deja usted a retaguardia.

 

—¡Andando!

Y así diciendo volvió grupas, y seguido de los guardias civiles, que tales eran los aprehensores, encaminose a un lugar que allí cerca estaba y en el cual no había parado mientes.

A tiempo que anochecía entraron los tres en el pueblo, donde reinaba el mayor sosiego a pesar de ser víspera de elecciones municipales. El alcalde, que iba de ceca en meca muñendo a los electores a casa hita, en la calle y en la taberna, y no podía, por lo tanto, perder el tiempo en bagatelas, en cuanto vio a los recién llegados, y sin preguntar a los guardias por qué traían a aquel hombre, dijo con voz de autoridad:

—¡A la cárcel con él, y el caballo a mi cuadra!

Y dicho y hecho, y he aquí cómo la primera noche de su vuelta a España, Santiago se la pasó enterita en la cárcel.

III

Aquel siervo de Dios, en lugar de hacer milagros y de salirse del inmundo aposento donde encerrado estaba, porque con decir que era cárcel de pueblo, y de pueblo de la Mancha, está dicho todo, púsose a rezar y a rezar hasta que le sorprendió la vaga claridad del alba entrando por una rendija o gatera, que en esto no estoy muy seguro, pero sí de que no tenía más ventilación el calabozo.

En esto oyose ruido de llaves en la premiosa cerradura; rechinaron los goznes, y abriéndose pausadamente la puerta, apareció bajo el dintel la majestuosa figura del alguacil, barbero, sangrador y peatón en una pieza.

—¡Sal! —dijo con ademán imperativo y voz bronca, porque acababa de matar el gusanillo: y luego añadió que le siguiese.

Hízolo así Santiago, y subiendo una estrecha escalera, fue introducido en el salón del concejo, que iba a servir además de colegio electoral, a juzgar por una grande urna que puesta sobre la mesa estaba. Una silla, tres bancos y el retrato del Rey, pegado con obleas o pan mascado en la pared, completaban el ajuar de aquel augusto recinto, al cual prestaba mayor solemnidad en aquel momento la presencia del Alcalde, muellemente sentado en la silla, extendidas las piernas, sueltos los brazos, caída la cabeza, terciado el calañés y chupando un cigarrillo mugriento, apagado y casi deshecho.

—¡Hola, perillán! —exclamó la autoridad popular a guisa de saludo—. ¿Quién te manda ir de romería a caballo? ¿Dónde lo has robado, cuatrero?

—Yo soy un hombre de bien. El caballo es mío —contestó el Santo.

—¡A mí con esas! Ea, a ver la cédula.

—No la tengo.

—¿De dónde eres?

—Nací en Bethsaida.

—¡Saida! Alguacil, ¿dónde está este pueblo?

—Lo que es en la Mancha no está —contestó el interpelado, que, como cartero, tenía sus ínfulas de perito geógrafo—. Este nombre me huele así a cosa de África.

—¡África, eh! ¡Bueno! ¿Tu nombre, peregrino?

—Santiago.

—¿Apellido paterno y materno?

—Mi padre se llamaba Zebedeo y mi madre Salomé —dijo el Apóstol que no sabía decir una cosa por otra.

—Bien, pues decreto al canto: Habiendo sido preso por indocumentado Santiago Zebedeo y Salomé, de profesión romero, con un caballo que no debe ser suyo, ordeno y mando: primero, que el caballo quede en mi cuadra a las resultas; y segundo, que el susodicho Santiago sea conducido por tránsitos de justicia a disposición del señor Gobernador civil de la provincia de Santander.

—¡De Santander! —exclamó el alguacil—; pues si Santander está al Norte, y el África, de donde parece este buen hombre, cae hacia el Mediodía.

—Precisamente —contestó el presidente de la corporación municipal dando un puñetazo en la mesa—; precisamente por eso. Así se trata a los vagos. O soy o no soy alcalde... ¡No faltaba más! Llévate a ese hombre y entrégalo a la pareja.

Salieron ambos, y ya en la calle, el alguacil, hablando muy quedito al oído del Santo, le dijo:

—Mira, nación (en aquel pueblo designan con esta palabra a los extranjeros), todo se puede arreglar con una friolera. Con que me des para echar unas copas... En fin, hay que untar el carro... Ya sabes aquel refrán: «Por bueno o por malo, el escribano de tu mano».

 

—Sí, y también conozco aquel otro que dice: «Ni hagas cohecho ni pierdas derecho».

—Pues con tu pan te lo comas —replicó el agente de la autoridad dando un empellón al Santo y encerrándole en la cárcel—. Aquí te estarás hasta que pase la pareja.

IV

Entonces el siervo de Dios creyó llegado el momento de hacer un milagro, pues le apretaba el deseo de dar comienzo a su terrenal apostolado y devolver bien por mal al lugar a que le trajeron, no sus pecados, como decirse suele, pues siendo santo ¿qué pecados había de tener? sino los altos e inescrutables

designios de la Providencia; y así, por un simple acto de su voluntad tornose de pronto invisible, y saliendo del calabozo por el resquicio de la puerta, se fue a la calle, recorrió el pueblo, y penetrando en todas partes sin ser de nadie visto ni oído, escudriñó a su sabor cuanto allí pasaba.

Hacíase cruces a cada paso al descubrir las miserias humanas; pero lo que mayormente llamó su atención fue el aflictivo y ruinoso estado de la Hacienda municipal, bajo el poder de aquel cacique de campanario, que aspiraba a la reelección del cargo concejil. ¡Qué de cabildeos, qué de amaños, qué de promesas, a costa, por supuesto, de los bienes comunes, para conjurar las ruines rivalidades de unos cuantos electores, en medio de la estúpida indiferencia de los demás!

Tocaron en esto a misa, y por ser domingo, los lugareños juntáronse en la plaza de la iglesia, esperando la última campanada, como si quisieran tasar el tiempo destinado a las cosas santas, nada piadosa costumbre, que disgustó al Apóstol que en volandas había acudido al templo a oír los divinos oficios.

Apenas terminados estos, los hombres volvieron en tropel a la plaza, mientras las mujeres salían poco a poco de la casa del Señor con la mantilla muy ceñida, los ojos bajos y el rosario en la mano.

Quedose Santiago algún tiempo en la iglesia, rezando muchos Padre-nuestros a sus predilectos compañeros de Gloria, y al retirarse, en el acto de abrir la cancela, le asaltó una idea que llevó en seguida a efecto, y fue nada menos que tomar la misma figura del boticario del pueblo, ausente a la sazón, con una semejanza tal, que era el más perfecto trasunto que imaginarse puede; y de esta suerte se presentó en la plaza.

Todos los que se hallaban allí cayeron en el engaño, y fueron a él y le saludaron con mucha cortesía y afectado cariño, porque el farmacéutico, aunque tenía fama de socarrón, entrometido y mordaz, era, si no bien quisto, considerado con el respeto que se merece una mala lengua.

Como en semejantes casos suele acontecer, comenzose a hablar de la salud y del tiempo, de lo cual tomaron pie los labradores, que lo eran casi todos,

para echar su cuarto a espadas sobre la cosecha, siempre mala, si no detestable, en boca de campesinos.

—¡De esto tenéis la culpa vosotros! —exclamó Santiago.

—¿Nosotros?

—Sí, vosotros.

—¿Por qué? —preguntó uno.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que hace buenas las cosechas después del trabajo del hombre?

—¡Toma! —contestó otro a quien llamaban por apodo el tío Solón o Salomón—, la buena tierra y el agua.

 

—Siendo así, ¿por qué os empeñáis en hacer mala la tierra y en alejar de ella la humedad?

—¡Nosotros! —exclamaron todos con irónica sonrisa, mirándose unos a otros, como quien dice: este hombre no está en su juicio.

—¡Sí, vosotros, con la insensata guerra que hacéis al arbolado! Fomentadlo, y la tierra será cada vez mejor, y la lluvia visitará con más frecuencia los campos, derramando sobre ellos sus inapreciables dones.

—¡Ah, señor farmacéutico! —exclamó el tío Solón—, ¡qué engañado está usted! Esto lo rezan los libros, pero nosotros entendemos más de labranza que esos señoritos de las ciudades que inventan estas cosas, y que no son más que unos saca-dineros. ¡Árboles, eh!

—¿Qué mal os han hecho?

—Mire usted; cuando yo era mozo —replicó el tío Solón—, había en el prado de propios hasta seis docenas de pinos: ¿y sabe usted para qué servían? Para que los muchachos se comiesen los piñones. Semejante escándalo llamó la atención del concejo, que se reunió para tratar sobre la materia. Opinaban unos que debía nombrarse un guarda y otros que era mejor cortar los árboles, y después de maduro examen, por mayoría de votos se decidió lo último, y así se dio fin al escándalo.

No quiso Santiago refutar tales razones, que no eran para contestadas, y encarándose con otro Licurgo del lugar que atentamente escuchaba sin decir esta boca es mía, le preguntó:

—¿Y usted también cree inútil el arbolado?

—¡Qué inútil —contestó el segundo sabio—, perjudicial, y perjudicial de todo punto! Y si no, vamos a ver: ¿quién se come el grano antes de la cosecha? Algunos pájaros, como los gorriones, ¿no es verdad? ¿Quién atrae a los gorriones? El arbolado, ¿no es cierto? Luego destruyendo a este contribuimos a extinguir aquella plaga.

—¡Bien dicho! —exclamaron todos dando calurosas muestras de asentimiento, creyendo confundido al supuesto boticario.

El cual, después de breve pausa, replicó:

—Pues yo os pregunto: ¿qué plaga es mayor, la de los insectos o la de los pájaros?

—¡Toma! —contestó otro labriego—, la de los insectos, porque siendo innumerables y pequeñísimos, no basta la mano del hombre para aniquilarlos.

—Entonces —dijo el Santo—, si no os bastáis para combatir a estos casi invisibles enemigos, justo sería que respetaseis y aun dierais recompensa a vuestros mejores auxiliares, y si no; decidme: por cada grano de trigo que os quita un gorrión, ¿de cuántos millares de insectos no habrá limpiado vuestros campos?

Esperaba el Apóstol que este sencillo razonamiento abriría los ojos de aquellos labradores; pero lejos de ser así, ninguno dio muestras de dejarse convencer ni aun por el mismo Dios que bajase en persona, y como Santiago se sabía muy bien de memoria aquel refrán de que no hay peor sordo que el que no quiere oír, dio el pleito por perdido; mas quiso probar si sacaba mejor fruto hablándoles de la cosa pública, y encaminando la plática en este sentido, les espetó una de verdades que había que oírle. ¡Qué de cosas salieron de aquellos santos labios, como de quien sabía los más recónditos secretos de todo el lugar!

—¡Muy bien! —exclamó un mozalbete que había estudiado en Madrid hasta dos años en la Escuela de Veterinaria, siendo suspenso en el segundo—; ¡muy bien, señor farmacéutico! Me place ver a usted entrar por tan buen camino y salir de la actitud de expectante benevolencia para con el Ayuntamiento, en que hasta ahora se había colocado. Cuente usted conmigo, con mi apoyo incondicional, a fin de coronar el edificio de la regeneración de nuestra querida patria, digna de mejor suerte y de los más altos destinos. Unámonos todos en apretado haz para sacudir el yugo de la opresión y de la tiranía; proclamemos con entusiasmo nuestro ideal político...

—Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó interrumpiéndole Santiago—. ¿Qué tienen que ver tus ideales políticos con la policía urbana, la hacienda municipal y los chanchullos de los fielatos?

Y hablándole aparte añadió:

—Calla, si no quieres que cuente tus trapisondas de la época en que eras secretario del anterior alcalde, por cuya candidatura trabajas ahora.

Corriose el mozo, y hecho una grana, escurrió el bulto, dirigiéndose a la Casa de la Villa, donde en aquel momento se constituía solemnemente la mesa electoral.

Entretanto, el Apóstol no cesaba de exhortar a aquellos rústicos, que embebidos y suspensos le escuchaban, a que cumpliesen sincera y honradamente sus deberes de buenos ciudadanos; y cuando creía haberles persuadido de todo punto, el tío Solón le interrumpió diciendo:

—Yo no quito ni pongo rey.

—Ni mi padre ni mi abuelo —añadió uno—, dieron jamás su voto, y yo no hago usos nuevos.

—¡Al concejo, ni verlo! —exclamó otro.

—¡Allá ellos! —dijo un cuarto.

—Mire usted, señor boticario —prosiguió el tío Solón—, quien sirve al común, sirve a ningún. Así, no se canse usted, que ni queremos votar ni ser votados.

—¿Para qué? —repuso un quinto—; ¿para que nos roan los zancajos y no hagamos nada de provecho? Y si no, pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro.

Y todos por este estilo fueron contestando a Santiago, el cual, sin querer oír más razones, se marchó del lugar.

Uno de los del corro, empero, tuvo un arranque de valor cívico, y exclamó:

—¡Pues yo voto! ¡Algo hay que hacer por el pueblo!

Y dirigiéndose al colegio electoral, se votó a sí mismo.