Cuentos, jaques y leyendas - Manuel Azuaga - E-Book

Cuentos, jaques y leyendas E-Book

Manuel Azuaga

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Beschreibung

El artista Marcel Duchamp abandonó su afán creativo para dedicarse en cuerpo y alma a las sesenta y cuatro casillas. En Cadaqués, el francés jugó muchas tardes con la escritora Rosa Regàs. La magia del juego-ciencia también atrapó a Humphrey Bogart. Tanto, que su afición compulsiva estuvo a punto de cambiar el final de Casablanca. El cantaor Enrique Morente, Miguel de Unamuno, John Wayne, Stanley Kubrick, Ernesto Che Guevara o Vladímir Nabokov también cayeron bajo un mismo influjo ajedrezado. Dentro del tablero, del juego como competición, la historia del ajedrez se ha escrito gracias a capítulos extraordinarios, como el de Sultan Khan, un sirviente indio que logró ser campeón de un imperio; o el de Sonja Graf, la ajedrecista que jugaba vestida de hombre para vivir en plena libertad. Cuentos, jaques y leyendas nos presenta una recopilación de treinta artículos publicados en Diario Sur por el periodista Manuel Azuaga. En ellos desfilan todo tipo de personajes y relatos en blanco y negro, vidas fantásticas y literarias que le harán acercarse al ajedrez como nunca jamás hubiera imaginado.

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Manuel Azuaga Herrera

Cuentos, jaques y leyendas

Historias dentro y fuera del tablero

Prólogo de Miguel Illescas

© Manuel Azuaga Herrera

© Prólogo: Miguel Illescas

© 2021. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

Ilustración de cubierta: Sr. García

isbn: 978-84-18818-07-3

INTRODUCCIÓN

«El ajedrez era para mí una función natural, como la respiración».

Samuel Reshevsky

«Juego noche y día sin parar, y nada en el mundo me interesa más que encontrar la jugada perfecta».

Marcel Duchamp

«Saca el ajedrez, Jesusico, que vamos a tener ideas».

Enrique Morente

Al olor de un café. Así nació el libro que ahora tiene en las manos. Recuerdo el bar, el preciso instante, la conversación. Estoy con mi buen amigo Roberto. Le cuento todo lo que me estaba pasando entonces, aunque, en realidad, no era nada sobrevenido, pues era yo quien había decidido mover pieza y precipitar los acontecimientos. Mi próxima jugada pasaba por dejar el trabajo, abandonar la seguridad del enroque –una seguridad a veces aparente– y recorrer otras zonas del tablero. Quería pisar la casilla de lo social, dedicarme a la docencia del ajedrez, algo que ya venía haciendo desde hacía un tiempo: cambiar de vida. Roberto escuchó mi alegato con un afán sincero de orgullo, dejó su taza humeante sobre la mesa y puso cara de aprobación. «Cuando des el paso, hacemos un programa en la radio –me dijo–. Así le contamos al mundo los secretos del ajedrez». Unas semanas más tarde de aquel encuentro seguía con mi rutina ­kafkiana, pero, en secreto, había redactado una primera escaleta donde figuraba el nombre del programa, las secciones y hasta la sintonía de arranque, Someday, de The Strokes, un tema perfecto para romper con el tópico musical que suele acompañar al juego-ciencia, más cercano a Brahms o a Tchaikovsky. Al poco emitimos nuestro primer episodio piloto. Y hasta la fecha en la que les hablo, El rincón del ajedrez acumula cerca de 160 capítulos y, gracias a las plataformas digitales, tenemos oyentes en más de 80 países. María Jesús Espinosa, referencia global del podcast, escribió sobre el programa en términos muy elogiosos: «Aquellos que nunca se han acercado al ajedrez, es posible que lo hagan después de escuchar este espacio radiofónico». Una de las secciones habituales, mi preferida, responde al título Cuentos, jaques y leyendas.

Siempre he querido contar historias, esa es la verdad, y el ajedrez, juego milenario, no solo me ofrece un manantial cristalino del que beber, sino que lo riega y salpica de fascinantes relatos y personajes extraordinarios, muchos de ellos desconocidos por el gran público, sean o no aficionados. Y es que en el tablero ajedrezado se cruzan narraciones que conectan, como casillas comunicantes, con el arte, la ciencia, las matemáticas, el cine o la literatura. Con los años me di cuenta de que todas estas dimensiones son la misma cosa porque, desde una perspectiva filosófica, nacen de la curiosidad o, si lo prefieren, de la búsqueda de la perfección. Juan Mayorga, Premio Nacional de Teatro (2007) y miembro de la Real Academia Española, es un apasionado del juego del ajedrez. Hace años, me dijo: «El cerebro del ajedrecista es el mayor espectáculo del mundo». Esa frase hiperbólica me persigue desde entonces. Me empuja a contemplar la vida de los ajedrecistas como la de unos seres que han sido encantados por la ponzoña de un juego mágico que los atrapa, un juego que los somete, los hechiza, los pone en jaque y, en ocasiones, los lanza por la gran diagonal de la locura. Es el precio de conocer su belleza. El lector jugador conocerá la sensación que describo. Y aquel que no sepa mover los trebejos o que solo haya jugado en las horas previas al insomnio, corre el riesgo de caer en la celada que supondrá la lectura de este libro.

A finales de verano de 2019 el proyecto radiofónico dio un salto de caballo, lo que me permitió escribir en la sección «Culturas» de Diario SUR. La apuesta del director del periódico, Manolo Castillo, fue decidida. Los artículos de ajedrez –historias que suceden dentro y fuera del tablero– se publican quincenalmente a doble página con ilustraciones de Sr. García, un artista de reconocido genio y prestigio al que le debo toda mi gratitud. El libro Cuentos, jaques y leyendas reúne y compila treinta de los artículos publicados en el periódico. Así deben leerse. Si es posible, con el café del domingo. Con la excepción del último texto («Gambito de dama», la serie que le hará jugar al ajedrez), la estructura de las historias responde al orden cronológico de publicación en prensa. En cualquier caso, son narraciones que pueden leerse alterando esta cadencia, toda vez que los relatos están interconectados, pero al mismo tiempo funcionan como cápsulas y crónicas independientes. Les recomiendo una lectura pausada, de sorbo lento.

Los personajes que transitan por este libro están vinculados de un modo u otro con el ajedrez, sin embargo, el lector no necesita conocer previamente las reglas del juego. Dicho de otra forma: no hay un solo diagrama, cada relato es un cuento y cada cuento una historia universal. Es por eso que no solo he puesto el foco en los grandes campeones de las sesenta y cuatro casillas, también he dedicado algunos textos a perfiles que están –en principio– fuera del tablero, como es el caso de Humphrey Bogart, Marcel Duchamp, Nabokov, John Wayne, Stanley Kubrick, Unamuno o Enrique Morente, todos ellos grandes apasionados del noble juego, con biografías ajedrecísticas realmente asombrosas. Para la glosa de Duchamp conté con la amistosa contribución de Rosa Regás, quien conoció al artista francés hace años en Cadaqués y, curiosamente, jugó muchas partidas con él mientras hablaban de arte o literatura. También hablé con la familia Morente –con Estrella, hija de Enrique; y con Aurora, viuda del cantaor– para armar el artículo El ajedrez jondo de Morente, un pasaje que recomiendo leer con el ronco del Albaicín de fondo. El nieto de Miguel de Unamuno, Ramón, me regaló alguna confidencia desconocida de su abuelo para el escrito La paradoja ajedrezada de Unamuno. Mismo caso ocurrió con Eduard Pomar, hijo de Arturo Pomar, quien colaboró en el proceso de documentación del artículo que le dedico a su padre, Un genio del ajedrez en la lámpara del franquismo.

Soy, por tanto, deudor de todas aquellas personas que han participado directa o tangencialmente en la elaboración de estos cuentos, jaques y leyendas. El trabajo de autores e investigadores como Edward Winter, Bill Wall, Antonio Gude o Miguel Ángel Nepomuceno han sido siempre, y son, una fuente de inspiración y consulta. La lista de agradecimientos y de gente querida que se ha prestado a jugar en tándem esta partida literaria es del todo inabarcable. Gracias a todos y cada uno de ellos.

En el artículo La Guerra Fría en el tablero… y dos moscas muertas escribo: «Los prolegómenos de la batalla por el título mundial entre Fischer y Spassky deberían ser leídos como un tratado de geopolítica». En efecto, la historia del ajedrez se puede leer de muchas y distintas formas, mi intención es escribirla como si se tratara de un cuento, de una leyenda que aún sigue viva y se alimenta de nuevas hazañas, de partidas y piezas que aún no están sobre el tablero. Ojalá puedan disfrutar de este libro y formar parte de este relato en blanco y negro. Ojalá el ajedrez se transforme, como dijo Mayorga, en el mayor espectáculo del mundo.

PRÓLOGO

El ajedrez está de moda. Este milenario juego viene ganando adeptos desde hace al menos cinco siglos, cuando unos visionarios poetas valencianos decidieron cambiar las reglas del antiguo Shatranj para dotarlo de un dinamismo acorde con la nueva época que les tocaba vivir, el Renacimiento.

La nueva variante ganó pronto el favor del público, en detrimento del lento ajedrez árabe, pero durante los siguientes 300 años siguió como un simple juego de salón, reservado a la aristocracia y a los estrechos círculos de las cortes europeas, iglesias o monasterios.

Poco a poco su práctica se extendió. En 1851 se celebró el gran torneo de Londres, hito que marca el inicio de las pruebas de élite, que a su vez contribuirán a aumentar progresivamente la popularidad y prestigio del noble juego. Ese ámbito se consolida y, a finales del siglo XIX, se inaugura con Wilhelm Steinitz la saga de campeones mundiales, que alcanza hasta el actual reinado de Magnus Carlsen.

La primera mitad del siglo XX vio florecer los torneos, tanto nacionales como internacionales, y la estructuración del ajedrez como actividad de competición regulada. Tras la Segunda Guerra Mundial llegó un largo periodo de dominio soviético –país que hizo del deporte una cuestión de estado– y el ajedrez quedó sumido en una especie de letargo, mientras otros deportes ganaban importancia y visibilidad mediática en Occidente.

Pero en 1972 llegó Bobby Fischer, un iluminado que hizo temblar los cimientos de la poderosa maquinaria del ajedrez soviético, llevando la corona al otro lado del Atlántico, aunque fue por poco tiempo. Su retirada en 1975 dejó un enorme vacío, pero el ajedrez fue encadenando personajes y eventos que mantuvieron de forma intermitente el interés del público: el disidente Korchnói, el volcánico Kaspárov, ambos enfrentados en luchas épicas al gélido Kárpov.

Sin embargo, el siguiente gran impulso no llegaría hasta 1997, cuando la máquina Deep Blue derrotó al entonces invencible Gari Kaspárov. Fue el acontecimiento más seguido a nivel mundial desde la llegada del hombre a la luna, y se puede afirmar que ahí comenzó el noviazgo –ahora convertido en sólido matrimonio– del ajedrez con Internet, una alianza que iba a dar a este viejo juego nuevas alas para volar muy alto en el siglo XXI.

Y así llegamos al año 2020. Con el ajedrez sólidamente asentado en el mundo online, sobrevino la pandemia, lo que nos obligó a recluirnos y a buscar en nuestro propio hogar alternativas de ocio y desarrollo personal, creciendo notablemente el número de jugadores por Internet en todo el planeta.

A pesar de la importancia de los acontecimientos antes descritos, nada es comparable al efecto que ha tenido sobre nuestro querido juego el éxito en Netflix de la serie Gambito de Dama. Mucho se ha escrito sobre ello, y este libro incluye un capítulo al respecto, pero me limitaré a señalar que los tableros se han agotado en todas partes, algo que no sucedía al menos desde 1972, con el ya referido ascenso del norteamericano Fischer al olimpo de Caissa.

Pero ¿qué fue lo que cautivó al público en la mencionada serie? Más allá de la historia bien contada, y de la exquisita puesta en escena, yo creo que es el personaje, el indudable atractivo de la protagonista, Beth Harmon, una huérfana de un pequeño pueblo de Kentucky que acaba disputando la hegemonía ajedrecística a los soviéticos, superando una carrera llena de obstáculos. Sin duda, la novela de Walter Tevis se inspira en Fischer, pero el giro en femenino supone toda una revelación, para hacer si cabe aún más atractiva la historia.

Personajes, eso es al final lo importante, y de personajes trata este libro. Además de los ajedrecistas famosos ya indicados, Manuel Azuaga nos presenta un elenco de ­figuras extraordinarias, más o menos conocidas y con mayor o menor grado de vinculación al ajedrez, pero todas ellas con una historia que contar. Manuel investiga más allá del tópico y logra presentar el lado más personal de cada uno de ellos, logrando una gran empatía con los protagonistas.

El autor hilvana con gran habilidad las relaciones del ajedrez –a través de esos carismáticos personajes– con múltiples áreas del interés humano: literatura, música, cine, pintura, tecnología, derechos sociales, política, fútbol, espías, misterios y hasta crímenes sin resolver.

Todo queda envuelto en un halo mágico bajo la pluma de Azuaga, que relata los hechos de forma honesta y sencilla, sin necesidad de exagerar ni entrar en tecnicismos, pero ofreciendo –desde ese respeto a los personajes– una visión objetiva de sus logros y rasgos más relevantes, de sus virtudes y a veces miserias, y desvelando en ocasiones secretos sorprendentes.

Quien no sepa nada de ajedrez hallará en este libro fascinantes historias que le harán amar el juego. Y quien ya sea aficionado, descubrirá en cada relato algo nuevo, para disfrutar y enriquecer su bagaje.

Bienvenidos al universo del ajedrez, de sus cuentos, jaques y leyendas.

Miguel Illescas

Director de la revista Peón de Rey

La paradoja ajedrezada de Unamuno

El escritor y filósofo bilbaíno mantuvo durante toda su vida una relación insondable, misteriosa y obsesiva con el juego del ajedrez

Miguel de Unamuno es señalado por la historia como uno de los más ilustres enemigos del juego-ciencia, entre otras razones por reconocer que siempre tuvo presente «aquel aforismo de que el ajedrez, para juego es demasiado, y para estudio, demasiado poco». Sin embargo, el sentido último de esta reflexión tan unamuniana en contra del ajedrez es más paradójico y complejo de lo que en principio manifiesta, sobre todo si advertimos la casi enfermiza obsesión del pensador bilbaíno por el juego de las 64 casillas.

Ramón de Unamuno, nieto del célebre escritor, me confirma la sospecha. Él también cree probable que su abuelo dejara escrito este juicio tan negativo «mientras observaba en casa, irritado, cómo su hijo Pablo, que era mi padre, y Jose, mi tío Pepe, jugaban al ajedrez sin parar». Mercedes de Unamuno, también nieta, escribió un artículo titulado Don Miguel de Unamuno en mi recuerdo. Docencia y escuela en el que asegura que su abuelo «fue muy aficionado» al ajedrez y jugaba con sus hijos, «muy buenos jugadores», pero no tanto con sus nietos, ya que Unamuno murió cuando el mayor de ellos, Miguel Quiroga, tenía seis años.

¿De dónde le vino a Miguel de Unamuno la afición por el noble juego? No lo sabemos. Es posible que se transmitiera por influjo familiar, pero su padre, Félix, falleció cuando Miguel tenía sólo cinco años, por lo que de él solo pudo aprender lo básico. Y de su madre Salomé tampoco tenemos ninguna pista. Según Ramón, el comienzo de su interés por el rey de juegos hay que situarlo en los años de estudiante que pasó en Madrid, de 1880 en adelante. Allí entró en contacto con el krausismo, con la intelectualidad liberal y con la mayoría de los integrantes de la Institución Libre de Enseñanza. Es el caso de la relación de amistad que fraguó con el poeta José Moreno Villa o con el pedagogo Alberto Jiménez Fraud, ambos malagueños. Tampoco conocemos con quién jugaba Unamuno, pero sí que solía hacerlo, durante horas, con un «ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez» y del que jamás, por extraño que parezca, supo nada, ni tan siquiera su nombre.

Años más tarde, Unamuno confesó haber sido, en su juventud, un «maniático del ajedrez», haber caído «bajo la locura del ajedrecismo», al punto de invertir más de 10 horas al día delante del tablero. «Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio. Pero […] ­conseguí dominarlo. Y hoy no lo juego sino de higos a brevas». Es incuestionable, por tanto, su «ajedrecimanía» y la evidente lucha interna que el filósofo libró a cuenta de su relación con el ajedrez. Un sufrimiento este muy parecido al de otro ilustre contemporáneo, Santiago Ramón y Cajal, cuando dijo aquello de que «en el juego del ajedrez no se pierde dinero, se pierde tiempo y cerebro».

En 1910, José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez, envió una carta al director del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde solicitaba la introducción del ajedrez en los colegios. La misiva, publicada en una revista especializada, cayó en manos de Unamuno y fue entonces, interesado por este asunto, cuando decidió intervenir escribiendo un artículo titulado Sobre el ajedrez, donde se despachó con un análisis muy duro sobre los posibles beneficios del ajedrez en los niños. Para ello, Unamuno citaba a su admirado Edgar Allan Poe, quien defendía que el «intelecto reflexivo» se ejercitaba más con el «modesto juego de damas» que con el frívolo ajedrez. Unamuno estaba de acuerdo, pero corrigió a Poe y arrugó –cual pajarita de papel– uno de sus pocos argumentos positivos, al afirmar que «el ajedrez desarrolla la atención… para el ajedrez». A partir de este ingenioso proverbio, Unamuno se convirtió en uno de los más celebérrimos detractores del noble juego.

Sin embargo, para ser justos y no envenenar la historia, debemos tener en cuenta dos elementos fundamentales. Por un lado, la petición de introducir el ajedrez en las aulas, a principios del siglo pasado, era poco menos que un atrevimiento, una ocurrencia disparatada. En la actualidad, son centenares las experiencias pedagógicas que acreditan las bondades del uso del ajedrez en las escuelas –solo en Andalucía, valga el ejemplo, el programa aulaDjaque cuenta con más de 500 centros–. ¿Qué diría hoy Unamuno ante la evidencia del juego-ciencia como herramienta de innovación educativa? Es una buena pregunta, pero no podemos jugar con el elástico del tiempo. Por otro lado, insisto en ello, hay que imaginarse a un pobre Unamuno desesperado, pues ese mismo año 1910, cuando escribía su artículo contra el ajedrez, seguramente también presenciaba cómo sus hijos –ambos ya adolescentes– seguían pasando las horas dándose jaques, en lugar de estudiar, y caían así en la misma trampa ajedrezada con la que él mismo tropezó en su juventud. «Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir», nos dijo don Miguel al oído en uno de sus escritos.

Un tiempo más tarde, su hijo Pablo (que terminó siendo odontólogo) fue varias veces campeón de ajedrez de Salamanca y en 1944 ¡logró vencer al campeón del mundo Alexander Alekhine! durante una exhibición de partidas simultáneas. Su hermano Jose (médico y catedrático de Matemáticas) lograba con frecuencia buenos resultados. En el periódico salmantino El Adelanto he disfrutado leyendo algunas crónicas de la época en las que se narra con todo detalle los torneos que se disputaban en el hoy centenario Café Novelty, el mismo santuario, curiosamente, en el que Miguel de Unamuno celebraba una tertulia diaria. La imagen de los hermanos jugando mientras el padre filosofa resume de un solo brochazo el cuadro de esta paradoja familiar.

Pero existe un tercer y definitivo elemento que absuelve y disculpa a Unamuno de su falaz antiajedrecismo. Cuando se revisa con atención la obra del bilbaíno, nos damos cuenta de que el ajedrez está presente de manera recurrente, de un modo u otro, y se convierte en un hilo conductor que atraviesa la trama, los personajes, a veces la anécdota. Sin entrar al detalle de un resumen académico, sí podríamos citar, a salto de caballo, referencias al noble juego en La locura del doctor Montarco (1904), en el artículo de prensa El ajedrez y el tresillo (1914), en Don Catalino, hombre sabio (1915), en Nada menos que todo un hombre (1916), en su delicioso escrito En la calma de Mallorca (1916), o en el divertido cuento Batracófilos y batracófobos (1917).

En 1924, Unamuno fue condenado al destierro por el régimen de Primo de Rivera, por lo que debió pasar cuatro meses en Fuerteventura, «bendita isla» para el poeta. Allí recibió la visita de Crawford Flitch, el traductor al inglés de su obra El sentimiento trágico de la vida (1912). Con él compartió 40 días que fueron recordados como «toda una cuaresma», con «baños de sol por la mañana, […] siesta» y «partida de ajedrez». Fue tan estrecha su amistad que Unamuno se refirió a Flitch como «mi amigo del alma». Años más tarde, en 1930, se publicó La novela deDon Sandalio, jugador de ajedrez, una pieza clave y concluyente en esta partida de Unamuno contra sí mismo, contra sus propios fantasmas y escaques.

Se suele pasar por alto la coincidencia, pero no deja de ser fascinante que La novela de Don Sandalio se publicara el mismo año que La defensa, de Vladímir Nabokov. Y quizás ambas compartan, de la mano, el primer premio a la belleza de las novelas dedicadas al ajedrez. Para mayor asombro, diré que Don Sandalio y Luzhin, sus protagonistas, también coinciden en su patológica confusión entre la realidad que observan y su obsesión por el juego. Pero lo realmente extraordinario de La novela deDon Sandalio es una suerte de conexión vital de la que me habla, emocionado, Ramón de Unamuno, quien, al leer el ya mencionado artículo de su abuelo contra el ajedrez, se dio cuenta de que Don Sandalio era aquel ancianito sin nombre con el que el joven Miguel de Unamuno jugaba sin descanso en sus tiempos de estudiante. Su abuelo, cincuenta años más tarde de aquellos encuentros, le dedicó una obra monumental y despejó cualquier duda acerca de su amor incondicional al juego del ajedrez.

Y aún existe un último hallazgo. En la Casa Museo del escritor en Salamanca se conserva un ejemplar de Curso de ajedrez (1922), escrito por el campeón del mundo Emanuel Lasker, y los once primeros números (menos el n.º 4, que falta) de la revista Ajedrez español. Ana Chaguaceda, directora de esta institución, me confirma que el manual está subrayado por José María Quiroga, yerno (y secretario) de Miguel de Unamuno, quien compartió residencia con él durante un tiempo. Al parecer, Quiroga también estudió teoría del juego, quizás con la intención de darle jaque mate a su suegro. Quién sabe si alguna vez lo logró.

Enroque corto

Tras la publicación del artículo La paradoja ajedrezada de Unamuno, gracias a la acreditación como investigador académico que me proporcionó la Casa Museo de Unamuno de Salamanca, tuve el privilegio de hojear el manual de ajedrez de Emanuel Lasker. Acaricié con mis manos aquellas páginas amarillas, así como había hecho don Miguel mucho tiempo atrás. Y busqué con todo mi empeño los párrafos subrayados de Quiroga, pero no los encontré.

* * *

La cocotología, el arte del origami o de la papiroflexia, de hacer pajaritas de papel, era otra de las aficiones de don Miguel de Unamuno, quien podía mantener una charla amistosa mientras doblaba y plegaba las papirolas. El 12 de septiembre de 2019, su nieto Ramón de Unamuno me regaló una bellísima composición de papel, siguiendo todo aquello que le enseñó Pablo, su padre, como legado a su vez de su abuelo. Aquella tarde de 2019, mientras hablábamos de cine, de historia política y ajedrez, Ramón me obsequió también con un hermoso elefante.

Duchamp, una vida entregada al arte… y al ajedrez

El creador francés sostuvo que «todos los artistas no son jugadores de ajedrez, pero todos los jugadores de ajedrez sí son artistas»

El escritor surrealista André Breton rozó el enamoramiento en sus alabanzas a Marcel Duchamp, al que consideró el hombre más inteligente del siglo XX, «y también, para muchos, el más molesto». Una definición de la que huyó el artista, quien siempre negó la mayor, en los dos sentidos. Para Marcel, todo era más sencillo. Él creía que aquellos a los que quizás molestó «no se daban cuenta de que se podía hacer algo distinto a lo que se estaba haciendo en aquel momento». Nada más. La historia –o el espíritu del tiempo, que diría Hegel– hace mucho que tomó partido en esta bronca vanguardista, y hoy consideramos a Duchamp el creador más influyente del arte contemporáneo, precisamente por su atrevimiento formal y su descaro. Sin embargo, se ha insistido poco en la importancia de una decisión asombrosa en su relato vital: Marcel abandonó la pintura y toda vocación estética para dedicarse, en exclusiva, al ajedrez.

En la mayoría de las familias burguesas de finales del diecinueve, el ajedrez era un pasatiempo muy considerado. El padre de Duchamp era notario de Blainville –y por algunos años, también alcalde–, una villa normanda que podríamos dibujar al estilo de las novelas de Flaubert. Sabemos que Marcel comenzó a dar sus primeros jaques en casa, con 11 años, gracias a la afición por el noble juego de sus hermanos mayores. También jugaba con su hermana Suzanne. En 1910, pintó La partida de ajedrez, un cuadro en el que aparecen, precisamente, sus dos hermanos frente a frente en el tablero, muy concentrados, en compañía de sus esposas, ambas distraídas y a otra cosa. La obra se expuso en una galería de arte, pero pasó absolutamente inadvertida para la crítica. Un año más tarde, Marcel se acercó al cubismo con otro trabajo fundamental, Retrato de jugadores de ajedrez, un cuadro que, según su biógrafo Calvin Tomkins, «pintó de noche, a la luz de una lámpara de gas, para conseguir esa combinación de colores apagados». Pero más allá de la anécdota y de la luz del retrato, Duchamp logró una proeza iconográfica: por primera vez, no se pintaba a dos jugadores jugando al ajedrez, sino que estaban, verdaderamente, pensandoel ajedrez.

Cuando estalló la Gran Guerra en Europa muchos artistas fueron llamados a filas, pero Duchamp se salvó debido a que le detectaron un pequeño soplo reumático en el corazón. Para entonces, Marcel ya había revolucionado el arte con su ­Desnudo bajando la escalera, o con Rueda de bicicleta, la ­primera escultura móvil de la historia. Sin embargo, sufría el reproche colectivo, al punto de que, en ocasiones, le escupían por la calle. Como lo leen. Así que, sea o no por ello, Duchamp decidió explorar nuevos horizontes («No me marcho a Nueva York, me marcho de París») y, desde entonces, sus idas y venidas nunca cesaron: Nueva York, Buenos Aires, Bruselas, París… o aquellos hermosos veranos en Cadaqués, desde 1958 hasta el año de su muerte. Y es que, para Marcel, «cambio y vida» eran sinónimos. Eso sí, allá donde fijaba su residencia, buscaba irremediablemente un club de ajedrez donde pasar las horas jugando.

Su buen amigo y rival en el tablero Henri-Pierre Roché –autor de Jules y Jim, obra que fue llevada al cine por Truffaut– afirmó que la reputación como francés de Duchamp en Nueva York, a su llegada, solo podría ser igualada por Napoléon o Sarah Bernhardt. Lo tuvo todo a su alcance, pero él prefirió jugar al ajedrez «todo el rato, hasta las tres de la mañana», y ganarse la vida dando clases de francés a dos dólares la hora. Duchamp fue socio del mítico Marshall Chess Club, fundado por Frank Marshall –fortísimo jugador que logró ser campeón de los Estados Unidos durante casi 30 años–, a quien logró vencer dos veces. Un tiempo más tarde, cuando valoraba seriamente abandonar la pintura, Marcel confesó, a las claras, que el ajedrez «es la parte de mi vida que más me hace disfrutar».

El crítico Manuel Segade, director del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) y ex-comisario de la exposición «Fin de partida. Duchamp, el ajedrez y las vanguardias», cree que «el icono del ajedrez en el arte contemporáneo sigue siendo, hoy, Marcel Duchamp». Cuando Estados Unidos decidió participar en la guerra, Duchamp probó suerte en Buenos Aires y allí, me cuenta Segade, «como ni siquiera dominaba el idioma, solo dormía, comía y jugaba al ajedrez». En la capital argentina se apuntó a un club local y diseñó una colección de sellos de goma para jugar por correspondencia con su amigo y antiguo protector, el coleccionista de arte Walter Arensberg. Al principio de su aventura bonaerense no encontró con quien enfrentarse, así que buscó en librerías y estudió a fondo cuarenta partidas del que era, en aquel momento, campeón del mundo, el cubano José Raúl Capablanca. Poco a poco, la afición al juego del ajedrez se convirtió en una obsesión para Duchamp. En una carta dirigida a las hermanas Stettheimer –organizadoras de un salón modernista en Nueva York y antiguas alumnas suyas de francés– se aprecia la gravedad del asunto: «Hace mucho que tengo intención de escribirles, pero el ajedrez consume mi atención de tal manera que hasta ahora no había podido hacerlo. Juego noche y día sin parar, y nada en el mundo me interesa más que encontrar la jugada perfecta».

Si leemos el relato de esta partida con la ingenuidad de quien está escribiendo, sin darse cuenta, una leyenda sobre sí mismo, podemos decir que Duchamp consiguió su objetivo. No sé si fue la jugada perfecta, porque su decisión consistió en renunciar a todo y dedicarse en cuerpo y alma al ajedrez. Pero sí que fue un movimiento consecuente, pues lo único que deseaba Duchamp por aquel entonces era beber de una poción que le hiciese jugar divinamente, «convertirme en un jugador profesional», como le confesó a su amigo íntimo Francis Picabia. En 1922, antes de regresar a Europa, pasó por Nueva York y se enfrentó en el Marshall Chess Club a su admirado Capablanca. Como era de esperar, perdió la partida, pero imagino que el hecho de haber sido uno de los 24 elegidos que jugaron contra el campeón mundial, uno de los mayores genios de la historia, resultó un acontecimiento decisivo para Duchamp y su valiente determinación.

Como buen ajedrecista, Marcel elaboró un plan. El objetivo pasaba por jugar muchos torneos, pero primero lo hizo en Bélgica, para así participar en competiciones de menor nivel y subir en el escalafón de forma progresiva. Le salió redondo. En 1924, ya formaba parte del equipo nacional de Francia –hasta logró ser campeón de la Alta Normandía–. A lo largo de su carrera como jugador profesional, Duchamp representó al país galo en varias Olimpiadas de ajedrez y, desde 1931, defendió la tricolor junto al nuevo campeón del mundo, Alexander Alekhine. En 1927, contra todo pronóstico, Alekhine, nacionalizado de origen ruso, arrebató el título a Capablanca, curiosamente en Buenos Aires. Deduzco que Duchamp y el campeón, compañero de equipo, hablarían de sus experiencias argentinas. A pesar de ser un jugador sólido, Marcel no tenía el talento necesario para aspirar a algo grande, más allá de las tablas que logró contra Savielly Tartakower, o su victoria frente al campeón belga George Koltanowski. Así que, consciente de sus limitaciones, se dedicó al estudio de problemas de ajedrez.

Donde sí que siguió demostrando su excepcional ingenio para el juego-ciencia fue en sus obras y colaboraciones artísticas, como sucede en la película Entreacto (1924), donde podemos ver a Duchamp jugando una partida de ajedrez contra Man Ray en el tejado del Teatro de los Campos Elíseos de París, hasta que un gran chorro de agua cae a plomo sobre el tablero, poniendo fin a la disputa. Les animo a que se deleiten con esta pequeña joya de 25 minutos, considerada el momento fundacional del surrealismo en el cine y, para muchos, un claro antecedente de Un perro andaluz (1929), de Buñuel. Otra imagen icónica es la fotografía realizada en 1962 en el Pasadena Art Museum de California: la descomunal obra Gran vidrio de Duchamp aparece en el fondo y, en primer plano, Marcel (blancas) juega una partida de ajedrez contra una joven desnuda (negras). Eve Babitz, que así se llamaba la modelo, perdió la primera de las batallas en solo tres movimientos.

Podría seguir dando detalles sobre Duchamp y su pasión por el ajedrez, como su curiosa relación con Bobby Fischer, pero prefiero poner la guinda contando una preciosa historia que nunca antes ha sido publicada. Recuerdan que antes hemos nombrado Cadaqués, un lugar idílico de descanso veraniego para Duchamp y su mujer, Teeny. Allí salieron alguna vez en barca con Salvador y Gala Dalí, y conocieron las formaciones rocosas del Cabo de Creus, y allí jugaba Marcel al ajedrez en el Café Melitón, donde se arremolinaban los jugadores locales, algunos de muy buen nivel. La escritora Rosa Regás, a principios de los 60, fue vecina en Cadaqués de la familia Duchamp. Vivían casi pared con pared y, en ocasiones, Marcel, que le tenía gran afecto, le pedía que subiera a su terraza para jugar una partida de ajedrez. Rosa me cuenta con nostalgia que perdía siempre a la primera de cambio, y que Duchamp «trataba de explicarme los motivos de mi derrota, pero no había forma, era muy bueno». En un esfuerzo de memoria, «puedo rescatar la imagen de Marcel mirándome, a punto de reír, con la luz del mar reflejándose por la habitación». Luego firmaban la paz abriendo una botella de vino, o charlando amistosamente mientras caminaban hacia el pueblo. Duchamp y Regás frente al tablero. No me digan que no es una bella imagen para disfrutar del domingo.

Humphrey Bogart,

un tipo duro en el tablero

Su afición compulsiva al juego del ajedrez pudo cambiar el final de Casablanca

Humphrey Bogart tuvo una infancia de niño rico. Su padre, cirujano, y su madre, ilustradora de cierto prestigio, compraron una casa victoriana a orillas del lago Canandaigua, en el estado de Nueva York, con la idea de pasar allí los veranos. En esa casa fue donde Humphrey aprendió, adolescente, a mover las piezas, gracias al doctor Bogart. Muchos años más tarde, Bogie, que aún no había triunfado en su carrera como actor, se buscó la vida jugando al ajedrez en la Sexta Avenida de Manhattan, con apuestas de un dólar por partida, lo que le permitió obtener unos ingresos indispensables en una época difícil en la que todo se tambaleaba a causa del terremoto bursátil del 29. Su afición fue compulsiva. El periodista Paul Harvey Jr. documentó que Bogart «venció a cuarenta o más personas en un solo día». Eso sí, también se cuenta que lo que ganaba apostando se lo gastaba en garitos y borracheras. Sea cierto o no, el ajedrez estuvo presente durante toda su vida, y siempre en momentos clave. En 1934, mientras jugaba una de tantas partidas callejeras, se enteró de que su padre estaba muy enfermo. Salió corriendo a casa y, dos días después, el que fuera su mentor en el tablero falleció entre sus brazos.

Dos años antes de este episodio, Herman Steiner –un tipo extraordinario que fue boxeador, periodista y campeón de ajedrez de Estados Unidos– fundó en Los Ángeles el Club de Ajedrez de Hollywood. Por allí pasaron los artistas más afamados del mundo de la cultura, la música y el cine, así que Steiner, muy atento a la ocasión, decidió impartir lecciones magistrales de ajedrez a algunos de sus ilustres amigos. Entre el grupo de alumnos encontramos a Billy Wilder, a José Ferrer y a su esposa –la cantante Rosemary Clooney–, a Charles Boyer y, cómo no, a Humphrey Bogart, quien demostraba una y otra vez tener un talento especial para dar jaque mate a sus rivales. Era bueno, muy bueno. En la década de los 90, uno de los hijos de Bogart, Stephen Humphrey Bogart, escribió un libro en el que recordaba que «Mike Romanoff era una de las pocas personas capaces de ganar al ajedrez a mi padre». Romanoff fue un excéntrico restaurador de origen ruso –se autoproclamaba príncipe– que siempre iba acompañado por sus dos bulldogs ingleses, Sócrates y Confucio. Para que se hagan una idea del personaje, basta con que les cuente que la revista Life le coronó como «el mentiroso más maravilloso del siglo XX en Estados Unidos». A pesar de ello, Humphrey Bogart mantuvo una relación de estrecha amistad con él, y era muy habitual verlos juntos en el célebre restaurante que Romanoff regentaba en Beverly Hills. Fue precisamente en este mítico lugar donde Bogart, en 1952, se enfrentó al campeón belga de ajedrez George Koltanowski, quien derrotó al actor en 41 movimientos ¡con los ojos vendados!

Bogart empezó a ser conocido tras su soberbia interpretación en la película El bosque petrificado