Cuernos - Joe Hill - E-Book

Cuernos E-Book

Joe Hill

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Beschreibung

¿Qué harías si un día te despertaras convertido en el diablo? La vida de Ig Perrish es un infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse. Una mañana, tras una fuerte borrachera, amanece con unos Cuernos creciéndole en la frente. Pronto descubre que ejercen un extraño efecto en los demás: les hacen revelarle sus secretos más oscuros. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, cree que fue él quien mató a Merrin. Y poco a poco, pasado el desconcierto inicial, Ig aprenderá a sacar partido de ser el mismísimo diablo... Una extravagante, original e imaginativa novela donde todo es, aparentemente, inexplicable.

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Título original: HORNS

© de la obra: Horns © 2010 by Joe Hill

Publicado por acuerdo con William Morrow,

un sello de HarperCollins Publishers.

Traducción de Laura Vidal, cedida por

Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: julio de 2022

ISBN: 978-84-18440-72-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Leonora con amor, siempre

«Satán es uno de nosotros; mucho más que Adán o Eva».

MICHAEL CHABON:

«On Daemons and Dust»

CUERNOS

Capítulo 1

Ignatius Martin Perrish pasó la noche borracho y haciendo cosas terribles. A la mañana siguiente se despertó con dolor de cabeza, se llevó las manos a las sienes y palpó algo extraño: dos protuberancias huesudas y de punta afilada. Se encontraba tan mal —débil y con los ojos llorosos— que al principio no le dio mayor importancia, tenía demasiada resaca como para pensar en ello o preocuparse.

Pero mientras se tambaleaba junto al retrete se miró al espejo situado sobre el lavabo y vio que por la noche le habían salido cuernos. Dio un respingo, sorprendido, y, por segunda vez en doce horas, se meó en los pies.

Capítulo 2

Se subió los pantalones color caqui —llevaba puesta la ropa del día anterior— y se inclinó hacia el lavabo para verse mejor. No eran unos cuernos normales, tenían la longitud de su dedo anular y eran gruesos en la base, pero después se estrechaban hasta terminar, verticales, en punta. Estaban recubiertos de la misma piel clara del resto del cuerpo excepto en los extremos, que eran de un rojo feo y chillón, como si los picos que los remataban acabaran de rasgar carne humana. Tocó uno y comprobó que las puntas estaban sensibles y un poco doloridas. Recorrió con los dedos cada lado de los cuernos y notó la densidad del hueso debajo de la firme tersura de la piel.

Lo primero que pensó es que se lo había buscado. La noche anterior se había internado en el bosque, pasada la fundición, hasta el lugar donde Merrin Williams había sido asesinada. La gente había dejado recordatorios junto al cerezo negro enfermo, cuya pelada corteza dejaba entrever la médula. Había fotografías de Merrin apoyadas con delicadeza en las ramas, un vaso con espigas, tarjetas combadas y manchadas por la exposición a los elementos. Alguien —probablemente la madre de Merrin— había dejado una cruz decorativa con rosas amarillas de nailon grapadas y una virgen de plástico que sonreía con la estupidez beatífica propia de los retrasados mentales.

Aquella sonrisa idiota le ponía enfermo. Lo mismo que la cruz, plantada en el lugar exacto donde Merrin se había desangrado de un golpe en la cabeza. Una cruz con rosas amarillas. Qué gilipollez. Era como una silla eléctrica con cojines de estampado floral, una broma macabra. Le cabreaba que alguien hubiera decidido llevar a Jesucristo a aquel lugar. Llegaba con un año de retraso y no había estado allí cuando Merrin le necesitó.

Había arrancado la cruz y la había estampado contra el suelo. Después le habían entrado ganas de orinar, y lo hizo sobre la virgen, pero como estaba borracho se salpicó también los pies. Tal vez estaba siendo castigado por esa blasfemia. Pero no, tenía la sensación de que había algo más. Ahora bien, no conseguía recordar qué. Había bebido mucho.

Movió la cabeza a un lado y a otro estudiando su imagen en el espejo, palpándose los cuernos una y otra vez. ¿A qué profundidad llegaría el hueso? ¿Tendrían los cuernos sus raíces hundidas en el cerebro? Al pensar en ello, el cuarto de baño se oscureció, como si la bombilla del techo hubiera perdido intensidad por un momento. La oscuridad, sin embargo, procedía de detrás de sus ojos, de dentro de su cabeza y no de la instalación eléctrica. Se agarró al lavabo y esperó a que se le pasara el mareo.

Fue entonces cuando lo supo. Se iba a morir, estaba claro. Había algo que crecía dentro de su cabeza, un tumor. Los cuernos no eran reales. Eran metafóricos, imaginarios. Tenía un tumor devorándole el cerebro que le hacía ver cosas raras. Y si ya tenía visiones, seguramente no había curación posible.

La idea de que podía estar a punto de morir vino acompañada de una gran sensación de alivio, casi física, como cuando se sale a la superficie después de haber estado demasiado tiempo bajo el agua. En una ocasión Ig había estado a punto de morir ahogado y de niño había tenido asma, por lo que simplemente ser capaz de respirar ya era motivo de satisfacción.

—Estoy enfermo —resopló—. Me estoy muriendo.

Decirlo en voz alta le hizo sentirse mejor.

Se estudió en el espejo con la esperanza de que los cuernos desaparecieran ahora que sabía que eran una alucinación, pero no fue así. Seguían allí. Se revolvió el pelo, tratando de ver si podía ocultarlos, al menos hasta que pudiera ir al médico, pero dejó de intentarlo cuando se dio cuenta de que era una estupidez tratar de esconder algo que solo él podía ver.

Caminó por la habitación con las piernas temblorosas. Las mantas se habían caído a ambos lados de la cama y la sábana bajera aún conservaba la huella arrugada de las curvas de Glenna Nicholson. No recordaba haberse metido en la cama con ella, ni siquiera se acordaba de haber llegado a casa, otra laguna de las muchas en lo sucedido la noche anterior. Hasta ese momento estaba convencido de haber dormido solo y de que Glenna había pasado la noche en otro sitio. Con otra persona.

La noche anterior habían salido juntos, pero después de unas cuantas copas Ig no había podido evitar ponerse a pensar en Merrin, para el aniversario de cuya muerte faltaban unos pocos días. Cuanto más bebía, más la echaba de menos, y más consciente era de lo poco que se parecía Glenna a ella. Con sus tatuajes y sus uñas postizas, su estantería llena de novelas de Dean Koontz, sus cigarrillos y sus antecedentes penales, Glenna era la anti-Merrin. Le irritaba verla sentada al otro lado de la mesa, estar con ella le parecía una especie de traición, aunque no sabía muy bien si a Merrin o a sí mismo. Al final decidió que tenía que largarse de allí, Glenna no paraba de intentar acariciarle los nudillos con un dedo, un gesto que pretendía ser tierno pero que por algún motivo le cabreaba. Se fue al cuarto de baño y se escondió allí durante veinte minutos. Cuando volvió, el reservado estaba vacío. La esperó durante una hora, bebiendo, hasta que comprendió que no iba a volver y que no lo sentía. Pero en algún momento de la noche ambos habían acabado juntos en la misma cama que habían compartido durante los últimos tres meses.

Escuchó el murmullo de la televisión en la habitación contigua. Eso significaba que Glenna seguía en el apartamento, que no se había marchado aún a la peluquería. Le pediría que le llevara en coche al médico. El alivio fugaz que le había producido pensar que se estaba muriendo había desaparecido y ahora temblaba al pensar en el panorama que le aguardaba. Su padre intentando no llorar, su madre haciéndose la fuerte, goteros, tratamientos, radioterapia, vómitos, comida de hospital.

Caminó silenciosamente a la habitación contigua, el salón, donde Glenna estaba sentada en el sofá con una camiseta sin mangas de Guns N’ Roses y un pantalón de pijama descolorido. Estaba encorvada hacia delante, con los hombros apoyados en la mesa baja, metiéndose un último trozo de dónut en la boca. Delante de ella había una caja de dónuts de supermercado de hacía tres días y una botella de dos litros de Coca-Cola light. Estaba viendo un programa de entrevistas.

Cuando le oyó llegar, Glenna le miró con los ojos entrecerrados y expresión desaprobatoria. Después siguió mirando la televisión. El tema del programa ese día era Mi mejor amigo es un sociópata y una colección de catetos obesos se disponían a tirarse los trastos a la cabeza.

No había reparado en los cuernos.

—Creo que estoy enfermo —dijo Ig.

—No me des el coñazo. Yo también tengo resaca.

—Que no es eso… Mírame. ¿No me ves nada raro?

Preguntaba para asegurarse.

Glenna giró lentamente la cabeza y le miró con los ojos entornados. Todavía llevaba el rímel de la noche anterior, aunque se le había corrido un poco. Glenna tenía una cara agradable, redondeada y de rasgos suaves, y un cuerpo atractivo lleno de curvas. Pesaba veinte kilos más que Ig. No es que estuviera gorda, sino que Ig estaba exageradamente delgado. Le gustaba ponerse encima de él cuando follaban, y cuando apoyaba los codos en su pecho podía dejarle completamente sin aire, en un gesto inconsciente de asfixia erótica. Muchos músicos había muerto así. Kevin Gilbert, Hideto Masumoto, probablemente. Michael Hutchence, claro, aunque no era alguien en quien le apeteciera pensar precisamente en ese momento. Llevamos el diablo en el cuerpo. Todos nosotros.

—¿Sigues borracho?

Como no contestó, Glenna movió la cabeza y después siguió viendo la televisión.

Estaba claro, entonces. De haberlos visto, se habría puesto de pie chillando. Pero no podía verlos porque no estaban ahí. Solo existían en su imaginación. Probablemente, si se mirara ahora en el espejo tampoco los vería. Pero entonces reparó en su reflejo en una ventana, y los cuernos seguían allí. El cristal le devolvía la imagen de una figura vidriosa y transparente, un fantasma diabólico.

—Creo que necesito ir al médico.

—¿Sabes lo que necesito yo?

—¿Qué?

—Otro dónut, creo —contestó inclinándose hacia la caja abierta—. ¿Crees que debería comerme otro?

Le respondió con una voz neutra que apenas reconocía:

—¿Qué te lo impide?

—Ya me he comido uno y no tengo hambre. Pero me apetece comérmelo.

Volvió la cabeza y le miró con los ojos brillantes y una expresión entre asustada y suplicante.

—Me apetece comerme toda la caja.

—Toda la caja —repitió Ig.

—Ni siquiera quiero usar las manos, solo meter la cabeza en la caja y empezar a comer. Ya sé que es asqueroso.

Pasó un dedo por los dónuts, contándolos.

—Seis. ¿Pasa algo si me como los seis?

Le resultaba difícil concentrarse en algo que no fuera el miedo y la presión que sentía en las sienes. Lo que Glenna acababa de decir no tenía ningún sentido. Era otra cosa absurda en aquella mañana de pesadilla.

—Si lo que quieres es tomarme el pelo, te pido que no lo hagas. Ya te he dicho que no me encuentro bien.

—Quiero otro dónut.

—Pues cómetelo. A mí me da igual.

—Vale. Si crees que no pasa nada… —dijo Glenna, y cogió otro dónut, lo partió en tres pedazos y empezó a comer, metiéndoselos en la boca uno detrás de otro sin tragárselos.

Pronto tuvo el dónut entero en la boca, llenándole ambos carrillos. Le dio una arcada, después inspiró profundamente por la nariz y empezó a tragar.

Iggy la miró asqueado. Nunca la había visto hacer algo parecido; de hecho, nunca había visto nada semejante desde el instituto, cuando los chicos se dedicaban a hacer guarradas con la comida en la cafetería. Cuando hubo terminado, respiró entrecortadamente unas cuantas veces y después le miró por encima del hombro con expresión de ansiedad.

—Ni siquiera me ha sabido bien. Me duele el estómago —dijo—. ¿Crees que debería comerme otro?

—¿Por qué quieres comerte otro si te duele el estómago?

—Porque quiero ponerme gordísima. No gorda como estoy ahora, sino lo suficiente como para que no quieras saber nada de mí.

Sacó la lengua y se llevó la punta al labio superior en un gesto pensativo.

—Anoche hice algo asqueroso que quiero contarte.

Pensó otra vez que nada de aquello estaba ocurriendo realmente. Si era alguna clase de sueño febril, desde luego era persistente, convincente por su lujo de detalles. Una mosca pasó volando delante de la pantalla del televisor. Un coche se deslizó sin hacer ruido por la carretera. Los momentos se sucedían con una naturalidad que añadía realismo a la situación. Ig tenía un talento innato para sumar. Matemáticas había sido la asignatura que mejor se le daba en el colegio, después de Ética, que para él no era una verdadera asignatura.

—Me parece que no quiero saber lo que hiciste anoche —dijo.

—Precisamente por eso quiero contártelo. Para darte asco, para darte una razón para marcharte. Me siento tan mal por todo lo que te ha pasado y por lo que la gente dice de ti que ya no soporto levantarme a tu lado por las mañanas. Quiero que te vayas, y si te cuento lo que he hecho, la asquerosidad que he hecho, te irás y volveré a ser libre.

—¿Qué es lo que dicen de mí? —preguntó. Era una pregunta estúpida. Ya lo sabía.

Glenna se encogió de hombros.

—Cosas que le hiciste a Merrin. Que eres un pervertido y eso.

Ig se quedó mirándola, petrificado. Le fascinaba que cada cosa nueva que decía fuera peor que la anterior y lo cómoda que parecía sentirse diciéndolas, sin asomo de vergüenza ni de incomodidad.

—¿Qué es lo que querías decirme?

—Anoche me encontré a Lee Tourneau después de que desaparecieras. ¿Te acuerdas de que Lee y yo estuvimos saliendo en el instituto?

—Me acuerdo.

Lee e Ig habían sido amigos en otra vida, pero todo eso ya había quedado atrás, había muerto con Merrin. Era difícil seguir teniendo amigos íntimos cuando la gente te consideraba sospechoso de un crimen sexual.

—Anoche en el Station House, cuando estaba sentada en uno de los reservados de la parte de atrás después de que tú desaparecieras, me invitó a una copa. Llevaba siglos sin hablar con él y se me había olvidado lo agradable que es. Nunca te mira por encima del hombro; estuvo encantador conmigo. En vista de que tú no volvías, sugirió que te buscáramos en el aparcamiento y dijo que si te habías marchado, él me traería a casa. Pero cuando estuvimos fuera empezó a besarme como en los viejos tiempos, como cuando estábamos saliendo. Y yo me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. No había hecho nada parecido desde que tenía diecinueve años y tomaba speed.

Ig necesitaba ayuda. Necesitaba salir del apartamento. El ambiente era sofocante y sentía opresión y pinchazos en los pulmones.

Glenna se había inclinado de nuevo sobre la caja de dónuts con una expresión plácida, como si acabara de contarle algo sin ninguna importancia, como que se había acabado la leche o que otra vez estaban sin agua caliente.

—¿Crees que debo comerme otro? —preguntó—. Ya no me duele el estómago.

—Haz lo que te dé la gana.

Glenna se giró y lo miró con un brillo de rara excitación en sus ojos pálidos.

—¿Lo dices en serio?

—Me importa tres cojones —dijo—. Come como una foca todo lo que quieras.

Glenna sonrió y le salieron dos hoyuelos en las mejillas. Después se abalanzó sobre la mesa y cogió la caja con una mano. La sujetó, hundió la cara en ella y empezó a comer. Mientras masticaba, hacía ruidos, se relamía y respiraba de forma extraña. De nuevo tuvo una arcada y sacudió los hombros, pero siguió comiendo, usando la mano libre para meterse más dónut en la boca, aunque tenía los carrillos llenos e hinchados. Una mosca zumbaba nerviosa alrededor de su cabeza.

Ig pasó junto al sofá en dirección a la puerta. Glenna se enderezó un poco, tomó aire y puso los ojos en blanco. Su expresión era de pánico y tenía las mejillas y la boca húmeda recubiertas de azúcar.

—Hum —gimió—. Hum.

Ig no sabía si gemía de placer o de infelicidad.

La mosca se posó en una de las comisuras de su boca. Ig la vio allí un instante e inmediatamente Glenna sacó la lengua al tiempo que atrapaba la mosca con la mano. Cuando apartó la mano, la mosca había desaparecido. La mandíbula subía y bajaba, triturando todo lo que había dentro de la boca.

Ig abrió la puerta y salió. Mientras la cerraba, vio a Glenna inclinando otra vez la cabeza hacia la caja…, como el buceador que ha llenado los pulmones de aire y se dispone a sumergirse de nuevo en las profundidades.

Capítulo 3

Condujo hasta la Modern Medical Practice Clinic, donde atendían sin cita previa. La reducida sala de espera estaba casi llena, hacía calor y había una pequeña niña gritando, tumbada de espaldas en el centro de la habitación mientras profería aullidos y sollozos que solo interrumpía para tomar aire. Su madre estaba agachada junto a ella susurrándole con furia, frenética, una retahíla de amenazas, maldiciones y frases del tipo «Te lo advierto». En una ocasión intentó agarrar a su hija por el tobillo y esta le dio una patada en la mano con un zapato negro de hebilla.

El resto de las personas de la sala de espera se dedicaban a ignorar la escena, supuestamente absortas mirando revistas o el televisor sin sonido que había en una esquina. El programa en antena era Mi mejor amigo es un sociópata. Algunos miraron a Ig cuando entró, unos pocos con expresión esperanzada, pues tal vez imaginaban que era el padre de la niña que había llegado para sacarla de allí y darle una buena azotaina. Pero en cuanto le vieron, apartaron la mirada, pues enseguida supieron que no estaba allí para ayudar.

Deseó haberse puesto un sombrero. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, como si le molestara la luz, con la esperanza de ocultar así los cuernos. Pero si alguien reparó en ellos no lo dejó traslucir.

La pared del extremo de la habitación estaba acristalada y al otro lado había una mujer sentada frente a un ordenador. La recepcionista estaba mirando a la madre de la niña que gritaba, pero cuando Ig se acercó, levantó la vista y sonrió.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó mientras extendía la mano para coger una carpeta con formularios.

—Necesito que un médico me vea esto —dijo Ig levantando la mano ligeramente para mostrar los cuernos.

La mujer guiñó los ojos en dirección a los cuernos y después esbozó una mueca comprensiva.

—No tienen buena pinta —dijo, y se giró hacia la pantalla de ordenador.

Cualquiera que fuera la reacción que Ig esperaba —y no estaba muy seguro de cuál—, no era esta. La mujer había reaccionado ante los cuernos como si se tratara de un dedo roto o de un sarpullido, pero al menos había reaccionado. Parecía haberlos visto. Aunque de ser eso cierto, no entendía por qué se había limitado a hacer un puchero y a apartar la vista.

—Tengo que hacerle unas cuantas preguntas. ¿Nombre?

—Ignatius Perrish.

—¿Edad?

—Veintiséis.

—¿Tiene médico de cabecera?

—Hace años que no voy al médico.

La mujer levantó la cabeza y le miró pensativa, frunciendo el ceño, e Ig pensó que le iba a regañar por no ir al médico a hacerse revisiones periódicas. La niña gritó más fuerte aún y cuando miró hacia ella la vio golpear a su madre en la rodilla con un coche de bomberos de plástico rojo, uno de los juguetes que había apilados en una esquina para que los niños se entretuvieran mientras esperaban. La madre se lo arrancó de las manos y la niña volvió a tirarse al suelo y a dar patadas al aire como una cucaracha panza arriba, gimiendo con renovadas fuerzas.

—Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa —comentó la telefonista en tono alegre, como quien no quiere la cosa—. ¿Qué le parece?

—¿Tiene un boli? —preguntó Ig con la boca seca mientras cogía la carpeta—. Voy a rellenar los impresos.

La recepcionista se encogió de hombros y dejó de sonreír.

—Muy bien —dijo mientras le entregaba un bolígrafo de mala manera.

Ig le dio la espalda y miró los impresos, pero no conseguía centrar la vista.

Esa mujer había visto los cuernos y no le habían extrañado. Y luego había dicho aquello sobre la niña que gritaba y la madre que era incapaz de hacerla callar. Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa. Quería saber si a Ig le parecía bien que hiciera eso. Lo mismo que Glenna, que le había preguntado si estaría mal meter la cara en la caja de dónuts y comer como un cerdo en un pesebre.

Buscó dónde sentarse. Había dos sillas libres, situadas a ambos lados de la madre. Conforme Ig se acercaba, la niña llenó los pulmones y emitió un chillido agudo que hizo temblar los cristales de las ventanas y estremecerse a algunos de los que esperaban. Avanzar hacia aquel sonido era como internarse en una poderosa galerna.

Cuando Ig se sentó, la madre se hundió en la silla y empezó a darse golpecitos en la pierna con una revista enrollada, algo que no era, presentía Ig, lo que tenía ganas de hacer realmente con ella. La niña parecía por fin agotada después de su último chillido y ahora estaba tumbada de espaldas mientras las lágrimas rodaban por su cara fea y enrojecida. La madre también estaba colorada. Puso los ojos en blanco y miró a Ig con cara de sufrimiento. Pareció reparar brevemente en los cuernos, pero enseguida apartó la vista.

—Siento todo este escándalo —dijo, y a continuación le tocó la mano en un gesto de disculpa.

Y cuando lo hizo, cuando la piel de la mujer rozó la suya, Ig supo que se llamaba Allie Letterworth y que llevaba cuatro meses acostándose con su profesor, con el que se citaba en un motel cerca del campo de golf en el que recibía las clases. La semana pasada se habían quedado dormidos después de una intensa sesión de sexo. Allie se había dejado el teléfono móvil apagado y por eso no había oído las numerosas llamadas desde el campamento de verano al que iba su hija para preguntarle dónde estaba y cuándo pensaba ir a recoger a la niña. Cuando por fin llegó, con dos horas de retraso, la niña estaba histérica, con la cara colorada, moqueando, los ojos inyectados en sangre y una mirada furiosa. Tuvo que comprarle un peluche y un helado para calmarla y conseguir su silencio; era el único modo de evitar que su marido se enterara. De haber sabido la carga que suponía un hijo, jamás lo habría tenido.

Ig retiró la mano.

La niña empezó a gruñir y a dar patadas en el suelo. Allie Letter-worth suspiró, se inclinó hacia Ig y dijo:

—Por si le sirve de consuelo, me encantaría darle una patada en ese culo de niña mimada, pero me preocupa qué diría toda esta gente si le pego. ¿Cree que…?

—No —dijo Ig.

Era imposible que supiera las cosas que sabía de ella, pero el hecho era que las sabía, como también sabía su número de móvil y su dirección. También estaba seguro de que Allie Letterworth no se pondría a hablar de darle una patada a su mimada hija con un extraño. Lo había dicho como alguien que habla consigo mismo.

—No —repitió la mujer, abriendo la revista y cerrándola inmediatamente—. Supongo que no puedo. Me pregunto si no debería levantarme y marcharme. Dejarla aquí y largarme. Podría quedarme con Michael, esconderme del mundo, dedicarme a beber ginebra y follar todo el día. Mi marido podría acusarme de abandono, pero, al fin y al cabo, ¿qué coño me importa? ¿Quién podría querer la custodia compartida de eso?

—¿Michael es su profesor de golf? —preguntó Ig.

La mujer asintió distraída; le sonrió y dijo:

—Lo gracioso es que nunca me habría apuntado con él de haber sabido que era negro. Antes de Tiger Woods no había negratas en los campos de golf, excepto llevando los palos; de hecho era uno de los pocos sitios donde podías librarte de ellos. Ya sabe cómo son los negros, siempre pegados al teléfono móvil diciendo palabrotas. Y la forma que tienen de mirar a las mujeres blancas… Pero Michael ha estudiado, habla como un blanco. Y lo que dicen de las pollas negras es cierto. Me he follado a montones de tíos blancos y ninguno la tenía como Michael. —Arrugó la nariz y añadió—: La llamamos el hierro cinco.

Ig se puso en pie de un salto y se dirigió a toda prisa a la ventanilla de recepción. Garabateó deprisa la respuesta a algunas preguntas y devolvió la carpeta.

A su espalda la niña gritó:

—¡No! ¡No pienso sentarme!

—Me parece que voy a tener que decirle algo a la madre de esa niña —dijo la recepcionista mirando en dirección a la mujer y a su hija sin prestar atención a la carpeta—. Ya sé que no es culpa suya que su hija sea una cretina chillona, pero no me puedo quedar callada.

Ig miró a la niña y a Allie Letterworth, quien estaba inclinada otra vez sobre su hija, pinchándola con la revista enrollada y susurrándole furiosa. Ig volvió la vista a la recepcionista.

—Claro —dijo vacilante.

La mujer abrió la boca y después dudó, mirándole ansiosa.

—Lo que pasa es que no quiero montar un numerito.

Los extremos de los cuernos empezaron a palpitar con un desagradable calor. Una parte de él se sorprendió —tan pronto, y solo los tenía desde hacía una hora— de que la mujer no hubiera actuado en cuanto él le dio permiso.

—¿Un numerito? —preguntó mientras se daba tirones a la incipiente perilla—. Es increíble las cosas que la gente deja hacer a sus hijos en estos tiempos. ¿No le parece? Pensándolo bien, no se puede echar la culpa a los niños de que sus padres no sepan educarlos.

La recepcionista sonrió. Una sonrisa valiente, agradecida. Al verla, Ig notó que una sensación distinta le recorría los cuernos. Un placer glacial.

La mujer se levantó y miró de nuevo en dirección a la madre y su hija.

—¿Señora? —llamó—. Perdone, ¿señora?

—¿Sí? —dijo Allie Letterworth levantado la vista esperanzada, probablemente pensando que ya les tocaba ver al médico.

—Ya sé que su hija está disgustada, pero si pudiera hacerla callar… ¿No le parece que podría demostrar un poco de consideración hacia el resto de nosotros, joder? ¿Le importa mover el culo y llevársela fuera, donde no tengamos que oír sus berridos? —preguntó la recepcionista con su sonrisa plastificada y postiza.

Allie Lettersworth palideció y en sus mejillas lívidas solo quedaron unas cuantas manchas rojas. Sujetó a su hija por la muñeca. La niña tenía ahora la cara del color de la grana e intentaba soltarse de su madre clavándole las uñas en la mano.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué ha dicho usted?

—¡He dicho —gritó la recepcionista, dejando de sonreír y dándose golpecitos furiosos en la sien derecha— que como su hija no deje de gritar me va a explotar la cabeza, y que…!

—¡Váyase a la mierda! —gritó la madre mientras se ponía en pie tambaleándose.

—Si tuviera usted la más mínima consideración por los demás…

—¡A tomar por culo!

—… Sacaría de aquí a esa niña, que está gritando como un cerdo degollado…

—¡Zorra reprimida!

—Pero no, se queda ahí sentada tocándose el chocho…

—Vamos, Marcy —dijo Allie tirando a su hija de la muñeca.

—¡No! —dijo la niña.

—¡He dicho que vamos! —insistió la madre, arrastrándola hacia la salida.

En el umbral de la calle la niña logró zafarse de la mano de su madre. Atravesó corriendo la habitación, pero tropezó con el camión de bomberos y cayó al suelo de rodillas. Empezó a gritar de nuevo, más fuerte que nunca, y se tumbó de costado sujetándose la rodilla ensangrentada. Su madre la ignoró. Tiró el bolso y empezó a chillar a la recepcionista, que le gritó más fuerte todavía. Los cuernos de Ig le palpitaban con una peculiar y placentera sensación de satisfacción y poder.

Estaba más cerca que nadie de la niña y la madre no parecía tener intención de hacer nada, así que la cogió de la muñeca para ayudarla a ponerse en pie. Cuando la tocó, supo que se llamaba Marcia Letterworth y que aquella mañana había volcado el desayuno adrede en el regazo de su madre, como castigo por obligarla a ir al médico a que le quemaran las verrugas. No quería ir y su madre era mala y estúpida. Sus ojos, llenos de lágrimas, eran de un azul intenso, como la llama de un soplete.

—Odio a mamá —le dijo—. Quiero quemarla con una cerilla cuando esté en la cama. Quiero quemarla y que desaparezca.

Capítulo 4

La enfermera que le pesó y le tomó la tensión le contó que su exmarido estaba saliendo con una chica que conducía un Saab deportivo amarillo. Sabía dónde lo aparcaba y quería aprovechar la hora de la comida para rayarle la pintura de uno de los lados con las llaves del coche. Quería también ponerle caca de perro en el asiento del conductor. Ig permaneció sentado muy quieto en la camilla, con los puños cerrados y sin hacer ningún comentario.

Cuando la enfermera le retiró el manguito de tomar la tensión, le rozó el brazo desnudo con los dedos y entonces supo que ya había destrozado otros coches, muchas veces. El de un profesor que la había suspendido por copiar en un examen, el de una amiga que se había ido de la lengua después de que le contara un secreto, el del abogado de su exmarido, solo por el hecho de representarle legalmente. Podía verla, a la edad de doce años, arañando con un clavo uno de los laterales del viejo Oldsmobile de su padres, dibujando una fea raya blanca tan larga como el coche.

La sala de exploración estaba helada, con el aire acondicionado al máximo, y para cuando el doctor Renard entró, Ig temblaba de frío y también de nervios. Agachó la cabeza para enseñarle los cuernos y le dijo al doctor que era incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Le dijo que creía que estaba teniendo alucinaciones.

—Le gente no para de contarme cosas —dijo—. Cosas horribles. Cosas que quieren hacer y que nadie admitiría querer hacer. Una niña me acaba de decir que quiere pegarle fuego a su madre cuando esté en la cama. Su enfermera me ha dicho que quiere destrozar el coche de una pobre chica. Tengo miedo, no sé lo que me está pasando.

El doctor le examinó los cuernos arrugando el entrecejo con aspecto preocupado.

—Son cuernos —dijo.

—Ya sé que son cuernos.

El doctor Renard movió la cabeza.

—Y las puntas parecen estar inflamadas. ¿Le duelen?

—Una barbaridad.

—Ajá —dijo el doctor, y se pasó una mano por la boca—. Déjeme medirlos.

Rodeó la base con una cinta métrica y después los midió de sien a sien y de punta a punta. Garabateó algunos números en su cuaderno de recetas. Los palpó con sus dedos callosos, explorándolos con cara de concentración, pensativo, e Ig supo algo que no quería saber. Supo que el doctor Renard unos días atrás había estado de pie a oscuras en su dormitorio, mirando por la ventana bajo una cortina levantada y masturbándose mientras observaba a las amigas de su hija de diecisiete años divirtiéndose en la piscina.

El médico dio un paso atrás. Sus ojos grises denotaban preocupación. Parecía estar sopesando una decisión.

—¿Sabe lo que me gustaría hacer?

—¿El qué? —preguntó Ig.

—Rallar oxicodona y esnifar un poco. Me prometí a mí mismo que nunca esnifaría en el trabajo, porque me hace parecer estúpido, pero no sé si seré capaz de esperar seis horas.

Ig tardó unos instantes en darse cuenta de que el médico estaba esperando sus comentarios sobre lo que le acababa de decir.

—¿Podríamos concentrarnos en lo que me ha salido en la cabeza? —preguntó.

El médico se encogió de hombros. Volvió la cabeza y respiró despacio.

—Escuche —dijo Ig—. Por favor. Necesito ayuda. Alguien tiene que ayudarme.

El médico le miró reacio.

—No sé si esto me está pasando de verdad. Creo que me estoy volviendo loco. ¿Por qué no reacciona la gente cuando ve los cuernos? Si yo viera a alguien con cuernos, me mearía en los pantalones.

Que, de hecho, era lo que había pasado cuando se miró en el espejo.

—Cuesta recordar que están ahí —dijo el médico—. Una vez que aparto la vista de ellos se me olvida que los tiene; no sé por qué.

—Pero ahora los está viendo.

El doctor asintió.

—¿Y nunca ha visto nada parecido?

—¿Está usted seguro de que no debería meterme una raya de oxi? —preguntó el médico. De repente, el rostro se le iluminó—. Podríamos compartirla. Colocarnos juntos.

Ig negó con la cabeza.

—Por favor, escúcheme. —El doctor hizo una mueca de desagrado, pero asintió—. ¿Por qué no llama a otros médicos? ¿Por qué no se toma esto más en serio?

—Si le soy sincero —contestó el doctor—, resulta un poco difícil concentrarse en su problema. No dejo de pensar en las pastillas que llevo en el maletín y en esa amiga de mi hija, Nancy Hughes. Dios mío, quiero tirármela. Pero cuando pienso en ello, me pongo un poco enfermo. Todavía lleva un aparato dental.

—Por favor —insistió Ig—. Le estoy pidiendo su opinión médica, su ayuda. ¿Qué puedo hacer?

—Putos pacientes —masculló el médico—. Solo les importan sus propios problemas.

Capítulo 5

Condujo. No pensó adónde y durante un rato no importó. Bastaba con seguir moviéndose.

Si había un lugar en el mundo que pudiera considerar su hogar, era su coche, su Gremlin AMC de 1972. El apartamento era de Glenna. Ya vivía allí antes de que él se mudara y seguiría haciéndolo cuando terminaran, cosa que parecía que estaba ocurriendo ahora. Durante un tiempo había vuelto a casa de sus padres, inmediatamente después del asesinato de Merrin, pero no se sintió en casa, ya no pertenecía a ese lugar. Lo único que le quedaba ahora era el coche, que era un vehículo pero también un lugar donde vivir, el espacio donde había transcurrido gran parte de su vida, momentos buenos pero también malos.

Los buenos: hacer el amor con Merrin dentro de él, golpeándose la cabeza con el techo y la rodilla con la palanca de cambios. Los amortiguadores traseros estaban gastados y chirriaban con las sacudidas del coche, un sonido que obligaba a Merrin a morderse el labio para no reírse mientras tenía a Ig entre las piernas. Los malos: la noche en que Merrin fue violada y asesinada junto a la vieja fundición mientras él estaba durmiendo la mona en el coche, odiándola en sueños.

El Gremlin había sido su refugio cuando no tenía adónde ir, cuando no había nada que hacer excepto conducir por Gideon, deseando que algo ocurriera. Las noches en que Merrin tenía que trabajar o estudiar se dedicaba a dar vueltas con su mejor amigo, el alto, delgado y medio ciego Lee Tourneau. Solían conducir hasta el río, donde a veces había una hoguera y gente que conocían, un par de camionetas aparcadas en el malecón, una nevera llena de Coronitas. Se sentaban en el capó del coche y observaban las chispas del fuego elevarse y desaparecer en la noche, las llamas reflejándose en las oscuras y rápidas aguas. Hablaban sobre formas chungas de morir, un tema de conversación que se les antojaba de lo más normal, allí aparcados tan cerca del río Knowles. Ig opinaba que lo peor era morir ahogado, y lo sabía por experiencia. El río le había engullido una vez y le había empujado hacia el fondo, metiéndose en su garganta. Y había sido precisamente Lee Tourneau quien se tiró a salvarlo. Lee opinaba que había una forma peor de morir y que Ig carecía de imaginación. Morir quemado era muchísimo peor que morir ahogado, se mirara por donde se mirara. Pero, claro, es que él había tenido una mala experiencia con un coche en llamas. Así que ninguno hablaba por hablar.

Las mejores noches eran las que pasaban en el Gremlin los tres, Merrin, Lee y él. Lee se metía como podía en el asiento trasero —era galante por naturaleza y siempre dejaba que Merrin se sentara delante con Ig— y después se tumbaba con el dorso de la mano apoyado en la frente, cual Oscar Wilde tendido en su diván, haciéndose el deprimido. Solían ir al autocine Paradise a beber cerveza mientras veían cómo unos locos con caretas de hockey perseguían a adolescentes semidesnudos y les degollaban con una sierra mecánica entre vítores y toques de claxon. Merrin llamaba a estas salidas «citas dobles»; Ig la tenía a ella y Lee tenía su mano derecha. Para Merrin, gran parte de la diversión de salir con los dos era meterse con Lee, pero la mañana en que la madre de este murió, Merrin fue la primera en ir a su casa y abrazarle mientas lloraba.

Por un brevísimo instante consideró la posibilidad de ir a ver a Lee. Le había salvado en una ocasión; tal vez podría hacerlo de nuevo. Pero entonces se acordó de lo que le había contado Glenna una hora antes, aquella cosa horrible que le había confesado mientras se comía los dónuts. Me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. Trató de sentir lo que se suponía que debería sentir: intentó odiarles a los dos, pero no lo consiguió, ni siquiera un poco. Tenía otros problemas más importantes. Dos problemas que le crecían en la cabeza.

Y además, no era como si Lee le hubiera dado una puñalada por la espalda, robándole a su amada delante de sus propias narices. No estaba enamorado de Glenna y tampoco pensaba que ella estuviera —o lo hubiera estado alguna vez— enamorada de él, y en cambio Glenna y Lee tenían un pasado juntos, habían sido novios hacía mucho tiempo.

Con todo, no era lo que uno le haría a un amigo, pero lo cierto es que él y Lee ya no eran amigos. Después de que mataran a Merrin, Lee había excluido, sin animadversión declarada, como si tal cosa, a Ig de su vida. En los días siguientes a que encontraran el cuerpo de Merrin había habido algunos gestos de solidaridad, pero ninguna promesa de que Lee estaría a su lado, ninguna sugerencia de quedar. Después, en las semanas y los meses que siguieron Ig se dio cuenta de que siempre era él quien llamaba a Lee y nunca al revés, y de que este no se esforzaba demasiado por mantener una conversación. Lee siempre había hecho gala de cierto desapego emocional, de modo que era posible que Ig no se hubiera dado cuenta al principio de hasta qué punto le habían dejado tirado. Transcurrido un tiempo, sin embargo, las constantes excusas de Lee para no quedar con él empezaron a cobrar significado. Puede que Ig no fuera muy bueno interpretando las intenciones de los demás, pero siempre se le habían dado bien las matemáticas. Lee era ayudante de un congresista de Nuevo Hampshire y no podía relacionarse con el principal sospechoso de un crimen sexual. No hubo peleas, situaciones incómodas. Ig comprendió y lo dejó estar. Lee —el pobre, el mutilado, el estudioso y solitario Lee— tenía un futuro e Ig no.

Tal vez porque se había puesto a pensar en el banco de arena, terminó aparcado cerca de Knowles Road, en el arranque del puente de Old Fair Road. Si estaba buscando un sitio donde ahogarse, no podría haber encontrado otro mejor. El banco de arena se adentraba más de treinta metros en la corriente antes de desaparecer en las aguas profundas, rápidas y azules. Podría llenarse los bolsillos de piedras y meterse dentro. También podía subir al puente y saltar. Para asegurarse, bastaría con lanzarse hacia las rocas en lugar de hacia el río. Solo de pensar en el golpe se estremeció de dolor. Salió, se sentó en el capó y escuchó el zumbido de los camiones que se dirigían hacia el sur sobre su cabeza.

Había estado allí muchas veces. Como la vieja fundición de la autopista 17, el malecón era un destino al que iba gente demasiado joven para tener un destino. Recordó una de las veces que había estado, con Merrin, y cómo les había sorprendido la lluvia y se habían refugiado bajo el puente. Entonces estaban en el instituto. Ninguno de los dos conducía y no tenían un coche en el que meterse. Así que compartieron una cesta mojada de almejas fritas sentados en la cuesta de piedra y matojos bajo el puente. Hacía tanto frío que podían verse el aliento y él envolvió las manos frías y mojadas de ella con las suyas.

Ig había encontrado un periódico de dos días atrás y cuando se cansaron de simular que lo leían, Merrin dijo que deberían hacer algo especial con él. Algo que levantara los ánimos a cualquiera que mirara al río bajo la lluvia. Corrieron colina arriba, bajo la llovizna, a comprar velas de cumpleaños en el Seven Eleven y después corrieron de vuelta. Merrin le enseñó a hacer barcos con las páginas del periódico, encendieron las velas, las metieron dentro y después los botaron, uno a uno, bajo la lluvia y el cielo del atardecer: una larga cadena de pequeñas llamas brillando serenas en la húmeda oscuridad.

—Juntos somos algo grande —le dijo ella pegando tanto sus fríos labios al lóbulo de la oreja de él que su aliento a almeja le hizo estremecerse. Merrin temblaba con un ataque de risa.

—Merrin Williams e Iggy Perrish convirtiendo el mundo en un lugar mejor, barco de papel tras barco de papel.

No vio o no quiso ver cómo los barcos se empapaban con el agua de lluvia y se iban hundiendo a menos de cien metros de la orilla, con las velas extinguiéndose una a una.

Recordar aquel momento y cómo era él cuando estaban juntos hizo detenerse el remolino de pensamientos desbocados que bullía en su cabeza. Quizá por primera vez en todo el día se sintió capaz de hacer inventario y reflexionar sin ser presa del pánico sobre lo que le estaba ocurriendo.

Consideró de nuevo la posibilidad de haber sufrido una ruptura con la realidad, de que todo lo que había experimentado a lo largo de aquel día fuera producto de su imaginación. No sería la primera vez que confundiera fantasía con realidad y sabía por experiencia que era especialmente dado a extrañas alucinaciones religiosas. No olvidaba aquella tarde que pasó en la casa del árbol de la imaginación. En ocho años raro había sido el día en que no había pensado en ello. Claro que si la casa del árbol había sido una fantasía —y esa era la única explicación posible—, había sido una fantasía compartida. Él y Merrin habían descubierto juntos aquel lugar y lo que ocurrió en él era uno de los hilos secretos que los mantenían unidos, algo sobre lo que estrujarse los sesos cuando se aburrían yendo a algún lado en coche o en mitad de la noche después de que les hubiera despertado una tormenta y no consiguieran volver a dormirse.

—Sé que es posible que varias personas tengan la misma alucinación —dijo una vez Merrin—. Solo que nunca pensé que pudiera pasarme a mí.

El problema de pensar que los cuernos no eran más que una alucinación persistente e inquietante, un ataque de locura que llevaba tiempo amenazando con sobrevenirle, era que no tenía más remedio que enfrentarse a la realidad que tenía delante. De nada servía decirse que estaba todo en su cabeza si continuaba sucediendo. No hacía falta que se lo creyera; no creérselo no cambiaba las cosas. Los cuernos seguían allí cada vez que levantaba la mano para tocarlos. Incluso si no se los tocaba, notaba la fría brisa de la ribera del río en las puntas, doloridas y sensibles. Tenían la solidez convincente y concreta del hueso.

Perdido en sus pensamientos, no oyó el coche de policía que se acercaba colina abajo hasta que se detuvo detrás del Gremlin y el conductor puso en marcha brevemente la sirena. El corazón le dio un vuelco y se volvió con rapidez. Uno de los policías se asomaba por la ventanilla desde el asiento del pasajero del coche.

—¿Qué pasa contigo, Ig? —dijo el poli, que no era cualquier poli, sino que se llamaba Sturtz.

Llevaba una camisa de manga corta que dejaba ver sus brazos musculosos de piel bronceada por la continua exposición al sol. Era una camisa ajustada y Sturtz era un hombre atractivo. Con su pelo rubio peinado por el viento y los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo parecía salido de un anuncio de cigarrillos.

Su compañero, Posada, al volante, intentaba presentar el mismo aspecto, pero sin mucho éxito. Era demasiado delgado y la nuez le sobresalía más de la cuenta. Ambos llevaban bigote, pero el de Posada era fino y ligeramente ridículo, y le daba un aspecto de maître francés en una comedia de Cary Grant.

Sturtz sonrió. Siempre se alegraba de verle. Ig nunca se alegraba de ver a un agente de policía, pero ponía especial cuidado en evitar a Sturtz y a Posada, quienes, desde la muerte de Merrin, habían tomado la costumbre de seguirle, haciéndole parar si conducía a tres kilómetros por encima del límite de velocidad y registrando su coche, multándole por tirar basura, por estar sin hacer nada, por vivir.

—Nada nuevo. Solo estoy aquí de pie —contestó.

—Llevas ahí de pie media hora —le soltó Posada mientras su compañero salía del coche—. Hablando solo. La mujer que vive ahí abajo ha hecho entrar en casa a sus hijos porque la estabas asustando.

—Pues imagínate si llega a saber quién es —dijo Sturtz—. Nuestro querido vecino pervertido sexual y sospechoso de asesinato.

—En su defensa hay que decir que no ha asesinado a ningún niño.

—Todavía no —replicó Sturtz.

—Ya me voy —respondió Ig.

—Tú te quedas —dijo Sturtz.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Posada.

—Quiero trincarle por algo.

—¿Por qué?

—No sé. Lo que sea. Quiero encasquetarle algo. Una bolsa de coca, un arma sin licencia, cualquier cosa. Es una pena que no tengamos nada. Estoy deseando cargarle un marrón.

—Cuando hablas así, me dan ganas de plantarte un beso en los morros —dijo Posada.

Sturtz asintió, en apariencia indiferente a tal declaración de amor. Entonces fue cuando Ig se acordó de los cuernos. Ya estaban otra vez, como con el médico y la enfermera, como con Glenna y con Allie Letterworth.

—Lo que de verdad me apetece —dijo Sturtz— es trincarle por algo y que se resista. Tener una excusa para partirle los dientes a ese desgraciado.

—Sí, me encantaría verte hacerlo —dijo Posada.

—¿Tenéis idea de lo que estáis diciendo? —preguntó Ig.

—No —contestó Posada.

—Más o menos —dijo Sturtz, y guiñó los ojos como si estuviera intentando leer algo de lejos—. Estamos hablando de si deberíamos detenerte solo para divertirnos un rato, pero no sé por qué.

—¿No sabes por qué queréis detenerme?

—Sí, eso sí lo sé. Lo que quiero decir es que no sé por qué estamos hablando de ello. No es algo que discutamos normalmente.

—¿Por qué queréis detenerme?

—Por la cara de maricón que tienes siempre. Esa cara de maricón me cabrea, porque no me gustan los mariposones —le dijo Sturtz.

—Y yo tengo ganas de trincarte porque puede que te resistas y entonces Sturtz te hará agacharte sobre el capó y te pondrá las esposas —dijo Posada—. Eso me dará algo en qué pensar esta noche mientras me hago una paja, solo que os imaginaré desnudos.

—¿Así que no es porque penséis que maté a Merrin? —preguntó Ig.

Sturz dijo:

—No, ni siquiera creemos que lo hicieras. Eres demasiado gallina. Habrías confesado.

Posada rio. Sturtz añadió:

—Apoya las manos en el techo del coche. Quiero echar un vistazo. Voy a mirar en la parte de atrás.

Fue un alivio poder apartar la vista de ellos y estirar los brazos para apoyar las manos en el techo del coche. Posó la frente contra el cristal de la ventanilla del pasajero y su frescor lo calmó.

Sturtz caminó hasta el maletero del coche y Posada se quedó detrás de Ig.

—Necesito las llaves —dijo Sturtz.

Ig levantó la mano del techo del coche y se dispuso a sacarlas del bolsillo.

—Mantén las manos sobre el coche —dijo Posada—. Yo las cogeré. ¿En qué bolsillo?

—El derecho —dijo Ig.

Posada deslizó una mano en el bolsillo de Ig y metió un dedo en el llavero. Sacó las llaves y se las tiró a Sturtz. Este las agarró al vuelo y abrió el maletero.

—Me gustaría meterte otra vez la mano en el bolsillo —dijo Posada—. Y dejarla ahí. No sabes qué esfuerzo me cuesta no abusar del poder que me da ser policía en estas situaciones. Nunca imaginé hasta qué punto mi trabajo consistiría en poner las esposas a tíos macizos semidesnudos. Y tengo que admitir que no siempre he sido bueno.

—Posada —dijo Ig—, en algún momento deberías hacer saber a Sturtz lo que sientes por él.

Al decirlo sintió un dolor pulsátil en los cuernos.

—Ah, ¿sí? —preguntó Posada. Parecía sorprendido, pero también curioso—. A veces lo he pensado, pero luego… estoy seguro de que me partiría la cara.

—De eso nada. Estoy convencido de que está deseando que lo hagas. ¿Por qué crees que se deja siempre el primer botón de la camisa sin abrochar?

—Sí, ya me había dado cuenta de que siempre lo lleva abierto.

—Deberías bajarle la cremallera y hacerle una mamada. Sorprenderle. Ponerle a cien. Probablemente esté esperando a que des tú el primer paso. Pero no hagas nada hasta que yo me haya ido, ¿vale? Para algo así se necesita intimidad.

Posada se colocó las manos delante de la boca y exhaló, comprobando el olor de su aliento.

—Mierda —dijo—, hoy no me he lavado los dientes. —Después chascó los dedos—. Pero hay chicles en la guantera.

Se dio la vuelta y caminó deprisa hacia el coche de policía murmurando para sí.

La puerta del capó se cerró de un golpe y Sturtz regresó junto a Ig.

—Ojalá tuviera un motivo para arrestarte. Ojalá me hubieras puesto la mano encima. Podría mentir y decir que me has tocado. Que te me has insinuado. Siempre me has parecido medio maricón, con esos andares afeminados y esa mirada que parece que estás a punto de echarte a llorar. No me puedo creer que Merrin te dejara meterte en sus pantalones. Quien fuera que la violó seguramente le echó el primer buen polvo de toda su vida.

Ig se sentía como si se hubiera tragado una brasa de carbón encendida y se le hubiera quedado atascada, detrás del pecho.

—¿Qué harías si un tío te tocara? —preguntó.

—Le metería la porra por el culo. A ver si le gustaba. —Se detuvo a pensar un momento y añadió—: A no ser que estuviera borracho. Entonces seguramente dejaría que me la mamara.

Hizo una nueva pausa antes de preguntar, con un tono de voz un tanto esperanzado:

—¿Es que piensas tocarme para que así pueda meterte…?

—No —contestó Ig—. Pero creo que tienes razón en lo que dices de los gays, Sturtz. Hay que poner límites. Si dejas que un maricón te toque, pensará que tú también eres maricón.

—Ya sé que tengo razón, no necesito que me lo digas. Así que fin de la conversación. Te puedes largar. No quiero verte merodeando debajo de ningún puente nunca más. ¿Entendido?

—Sí.

—De hecho, sí quiero verte merodeando por aquí. Con drogas en la guantera. ¿Lo pillas?

—Sí.

—Vale, que quede claro. Ahora largo.

Sturtz dejó caer las llaves del coche de Ig en el suelo. Ig esperó a que se alejara antes de agacharse a recogerlas y se sentó al volante del Gremlin. Echó un último vistazo al coche de policía por el espejo retrovisor. Sturtz estaba sentado en el asiento del copiloto sujetando unos papeles con las dos manos y fruncía el ceño tratando de decidir qué escribir. Posada estaba girado en su asiento, con el rostro vuelto hacia su compañero y una expresión mezcla de deseo y glotonería. Se pasó la lengua por los labios y después agachó la cabeza, desapareciendo detrás del salpicadero y de su campo de visión.

Capítulo 6

Había conducido hasta el río para idear un plan, pero a pesar de todas las vueltas que le había dado al asunto seguía tan confuso como una hora antes. Pensó en sus padres e incluso llegó a conducir un par de manzanas en dirección a la casa de estos, pero al cabo de poco tiempo pegó un volantazo y dio la vuelta por una carretera secundaria. Necesitaba ayuda, pero no creía que ellos fueran capaces de dársela. Le ponía nervioso pensar en lo que le ofrecerían en su lugar…, qué deseos secretos querrían compartir con él. ¿Y si su madre tenía el vicio de follarse a niños pequeños? ¡O su padre!

Y de todas formas, todo había cambiado desde la muerte de Merrin. Les dolía ver lo que le había ocurrido desde el asesinato. No querían saber cómo vivía, jamás habían puesto un pie en la casa de Glenna. Esta le había preguntado por qué no comían juntos alguna vez y había insinuado que quizá él se avergonzaba de estar con ella, lo cual era cierto. También les dolían las sospechas que habían recaído sobre ellos, porque en la ciudad todo el mundo creía que Ig había violado y asesinado a Merrin Williams y había escapado de la ley porque sus padres, ricos y bien relacionados, habían movido unos cuantos hilos, pedido unos cuantos favores y ejercido presiones para entorpecer la investigación.

Su padre había sido famoso durante un tiempo. Había tocado con Sinatra y Dean Martin, había grabado discos con ellos. También había hecho sus propias grabaciones, para Blue Tone, a finales de los sesenta y principios de los setenta, cuatro discos, y había entrado en la lista de los Top Cien con un tema instrumental de lo más relajante titulado «Fishin’ with Pogo». Se casó con una bailarina de Las Vegas, intervino en varios programas de televisión y en un puñado de películas y terminó por instalarse en Nuevo Hampshire, para que la madre de Ig pudiera estar cerca de su familia. Más tarde se había convertido en un profesor famoso en la escuela de música Berklee y en ocasiones tocaba con la Boston Pops, orquesta filial de la Filarmónica de Boston.

A Ig siempre le había gustado escuchar a su padre, mirarle mientras tocaba. Aunque decir que su padre tocaba casi parecía una equivocación; a menudo daba la impresión de que la trompeta le tocaba a él. La manera en que se le inflaban los carrillos y después se hundían, como si el instrumento lo fuera a engullir; la forma en que las llaves doradas parecían aferrarse a sus dedos como pequeños imanes pegados a un metal, haciéndolos saltar y bailar con espasmos sorprendentes e inesperados. La forma en que cerraba los ojos, inclinaba la cabeza y sus caderas se contoneaban atrás y adelante, como si el instrumento fuera un taladro penetrando más y más en el corazón de su ser, sacando la música de algún lugar de la boca del estómago.

El hermano mayor de Ig había abrazado la tradición musical familiar con ímpetu vengador. Terence salía cada la noche en la televisión protagonizando su propio programa nocturno, mezcla de musical y comedia, Hothouse, que había salido de la nada y pronto se había impuesto a los otros protagonistas de la televisión nocturna. Terry tocaba la trompeta en situaciones que aparentemente desafiaban a la muerte, había hecho Anillo de fuego en un círculo de fuego con Alan Jackson, había participado en High & Dry con Norah Jones, sumergidos los dos en un tanque que se iba llenando de agua. La música no había sonado demasiado bien, pero el espectáculo había sido un éxito. En esa época Terry estaba ganando dinero a porrillo.

Además tenía su propia manera de tocar, distinta de la de su padre. El pecho se le hinchaba tanto que daba la impresión de que en cualquier momento se le iba a saltar un botón de la camisa. Los ojos le sobresalían de las órbitas como si estuviera permanentemente sobresaltado. Se movía hacia atrás y hacia delante desde la cintura como un metrónomo. La cara le resplandecía de alegría y en ocasiones su trompeta parecía soltar carcajadas. Había heredado el don más valioso de su padre: cuanto más practicaba algo, más natural le salía y más auténtico y vívido sonaba.

Cuando eran adolescentes, Ig odiaba escuchar a su hermano practicando y solía inventar excusas para evitar ir con sus padres a sus actuaciones. Se ponía enfermo de celos y era incapaz de dormir la noche anterior a una función importante en el colegio o, más tarde, en locales de música. Odiaba especialmente ver actuar a Terry en compañía de Merrin, a duras penas soportaba verla disfrutar con la música. Cuando Merrin seguía con el cuerpo el ritmo de la música de Terry, Ig se imaginaba a su hermano agarrándola por las caderas con unas manos invisibles. Pero aquello ya estaba superado desde hacía mucho tiempo, y de hecho ahora el mejor momento del día era ver Hothouse cuando tocaba Terry.

Ig habría podido tocar también de no ser por su asma. Nunca había logrado acumular el suficiente aire en los pulmones para hacer gemir la trompeta de aquella manera. Sabía que su padre quería que tocara, pero cuando se forzaba a hacerlo se quedaba sin oxígeno, empezaba a notar una horrible presión en el pecho y se le nublaba la vista. En alguna ocasión había llegado a perder el conocimiento.

Cuando fue evidente que nunca llegaría a ninguna parte como trompetista, lo intentó con el piano, pero aquello tampoco fue bien. Su profesor, un amigo de su padre, era un borracho con los ojos inyectados en sangre que apestaba a humo de pipa y que dejaba a Ig solo practicando una pieza complejísima compuesta por él mientras se echaba la siesta en la habitación de al lado. Después de aquello, su madre había sugerido el bajo, pero para entonces Ig ya no estaba interesado en tocar un instrumento. En ese momento solo le interesaba Merrin. Una vez que se enamoró de ella, dejó de necesitar a su familia y sus instrumentos musicales.

Tarde o temprano tendría que verles. A su madre, a su padre y también a Terry. Su hermano estaba en la ciudad, había llegado en el último vuelo nocturno para el ochenta cumpleaños de su abuela, que era al día siguiente, aprovechando que Hothouse se había interrumpido para las vacaciones de verano. Era la primera vez que Terry estaba en Gideon desde la muerte de Merrin y no iba a quedarse mucho tiempo, solo dos días. Ig no le culpaba por querer marcharse enseguida. El escándalo había saltado justo cuando su programa empezaba a despegar y podría haber sido el fin de su carrera. Decía mucho de Terry el que hubiera regresado a Gideon, un lugar donde se arriesgaba a ser fotografiado en compañía de su hermano, el violador y asesino, una fotografía por la que el Enquirer pagaría hasta mil dólares. Pero lo cierto es que Terry nunca había creído que Ig fuera culpable de nada. Había sido su principal y más encendido defensor en un momento en que su cadena de televisión habría preferido emitir un comunicado del tipo «Sin comentarios» y dejar aquello atrás.

Podría evitarles de momento, pero tarde o temprano tendría que arriesgarse a enfrentarse a ellos. Pensó que tal vez las cosas serían distintas con su familia. Tal vez serían inmunes a él y sus secretos continuarían siendo secretos. Les quería y ellos le querían a él. Tal vez podría aprender a controlarlo, a neutralizarlo, lo que quiera que fuera aquello. Quizá los cuernos desaparecieran. Habían venido sin avisar, ¿no podrían irse de la misma manera?