Cuestión de trabajo - Cathy Williams - E-Book
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Cuestión de trabajo E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Después de dos días de pasión inesperada con el fabuloso Luke Decroix, Miranda ya les estaba poniendo nombre a sus futuros hijos. Pero parecía que aquello solo había sido una aventura, y Miranda tenía que volver a casita... sola. Entonces Luke le ofreció un trabajo: diseñar su casa. ¡Era el trabajo de sus sueños! ¿Sería capaz de trabajar con aquel millonario que solo había querido una historia pasajera con ella? Aceptó el trabajo con una condición: su relación sería solo de negocios.

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Seitenzahl: 177

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Cathy Williams

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuestión de trabajo, n.º 1353 - abril 2015

Título original: The Rich Man’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6242-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Miranda se detuvo y miró a sus espaldas; después, lentamente, giró un círculo completo. Fue un error, el miedo la invadió al darse cuenta de que estaba completamente aislada. No sabía dónde estaba ni sabía adónde ir. Al esquiar a toda velocidad con el fin de escapar a la avalancha, se había desorientado; ahora, se encontraba en medio de una tormenta de nieve. Y, por si fuera poco, la oscuridad se estaba cerniendo a su alrededor haciendo que el entorno resultara aterradoramente hostil.

Tuvo que hacer un esfuerzo para recordarse a sí misma que era una experta esquiadora, que lo había sido durante veintidós de sus veinticinco años de edad. Podía salir de aquella situación. Lo que tenía que hacer era ir despacio y esperar no equivocarse de dirección.

La irritación dio paso a la autocompasión mientras esquiaba hacia unos pinos que ofrecían el único refugio visual al blanco panorama.

Se había perdido, estaba sola y aterrorizada, y todo por culpa de Freddie, su supuesto novio, que era incapaz de resistirse a unas faldas. No contento con tenerla a ella ahí, había tenido que explorar el voluptuoso encanto de la italiana de dieciocho años que limpiaba su chalet. Y, para colmo, lo había pillado.

¿Cómo se había atrevido a hacerle eso?

Miranda se apoyó contra el tronco de uno de los pinos y cerró los ojos. ¿Cuánto tiempo podría seguir allí antes de que el frío empezara a penetrarle los huesos?

Forzó la vista, en la creciente oscuridad, y logró divisar una arboleda de cierta espesura. La arboleda le ofrecería más protección en caso de tener que pasar la noche allí.

Lanzó un gruñido. No tenía sentido engañarse a sí misma pensando que podía encontrar el camino al chalet donde Freddie y su grupo de quince amigos debían estar abriendo una botella de champán mientras decidían qué iban a cenar. ¿La echarían en falta o se les ocurriría la posibilidad de que se encontrara en peligro en medio de aquel espacio blanco? Todos eran esquiadores de primera, pero, probablemente, no hubieran tenido noticia de la pequeña avalancha que la había hecho desviarse. Sin duda, Freddie debía haber comentado la discusión que había tenido con ella, reduciéndolo a un incidente sin importancia que había puesto irracionalmente celosa a su novia. Lo más probable era que pensaran que, enfadada, se había ido a uno de los hoteles a pasar la noche sola. Todos sabían que siempre llevaba en el bolsillo del anorak su tarjeta de crédito.

Trabajosamente, se ajustó los esquís y se encaminó hacia la arboleda a paso de tortuga. Con suerte, los árboles la protegerían de la tormenta de nieve y, si se colocaba hecha una bola en medio de la espesura, quizá lograra pasar la noche y salir de aquella situación. Y con más suerte aún, quizá pudiera refugiarse en la guarida de algún animal.

La vasta extensión blanca estaba casi por completo sumida en la oscuridad. De no haber sido por eso, no se habría tropezado con un montículo y no se habría caído cuesta abajo. Uno de los esquís se le soltó automáticamente y, cuando trató de ponerse en pie, sintió un tremendo dolor en el tobillo.

Había perdido un esquí, necesario para salir del atolladero en el que se encontraba. La nieve, que caía abundantemente, lo había cubierto. No tenía tiempo para ponerse a buscarlo.

El miedo se había apoderado de ella mientras, utilizando los bastones a modo de muletas, andaba, arrastrando un pie, hacia los árboles.

De repente, divisó algo brillante entre los árboles.

Casi lloró mientras seguía forzando el paso. Los árboles se habían convertido en una masa oscura e informe. Cuando llegó a la arboleda, empezó a caminar hacia la luz y, de repente, encontró un claro y la fuente de luz se hizo aparente.

Era una cabaña bastante pequeña, pero habitada. Las cortinas estaban corridas.

Miranda llegó hasta la puerta y, agotada, se derrumbó.

Lo primero que vio de su salvador fueron los pies; en realidad, sus usados zapatos de cuero marrón. La voz se le antojó distante. Una voz bonita, pensó ella distraídamente, profunda. Pero no tenía la energía suficiente para levantar la cabeza con el fin de averiguar a qué rostro pertenecía aquella voz. Cerró los ojos con un suspiro y sintió que él la levantaba y la llevaba a la maravillosa calidez del interior de la cabaña después de cerrar la puerta de un puntapié.

Se preguntó si no estaría soñando y, en cualquier momento, abriría los ojos y se encontraría luchando contra la horrenda tormenta de nieve.

Por eso, mantuvo los ojos cerrados mientras la depositaban en un sofá que parecía tan ancho como una cama.

–¿Quién demonios es y qué estaba haciendo ahí fuera?

No era una pregunta, sino una acusación que exigía inmediata explicación. Miranda abrió los ojos y vio los marcados rasgos de un rostro duro; unos ojos azul cobalto la miraban con hostilidad.

Él llevaba una amplia y usada camiseta a rayas blancas y azules y unos pantalones de chándal grises y gastados.

A Miranda se le olvidó el dolor de tobillo al verse sometida a semejante demostración de rudeza.

¡Nunca, ningún hombre se había dirigido a ella de esa manera! Lanzó un gruñido que provocó aún más furia en la expresión del hombre.

–¿Va a contestarme? –inquirió él en tono exigente.

Miranda trató de incorporarse en el sofá, el dolor del tobillo le subió por la pierna y le hizo exclamar:

–¡Mi pie!

El hombre la miró y, durante un momento, Miranda pensó que iba a ignorar su expresión de dolor, pero no fue así. Él se sacó las manos de los bolsillos y se agachó para quitarle la bota de esquiar cuidadosamente. Después, murmuró algo para sí al ver el hinchado tobillo.

–¿Qué le ha pasado?

Miranda volvió a recostarse en el brazo del sofá y miró al techo.

–Estaba esquiando y me he caído –respondió ella con voz débil.

Él, impaciente, lanzó otro juramento en voz baja.

–Lo siento –añadió ella defensivamente.

–No se mueva. Ahora mismo vuelvo.

Lo vio marcharse y, cuando él desapareció de su vista, logró relajarse.

Era el primer hombre en su vida que había conseguido intimidarla. Era demasiado alto, demasiado fuerte y demasiado rudo.

–Me parece que no se ha roto el tobillo –dijo él al volver con un botiquín en la mano–. Dislocado, pero no roto. ¿Cuándo ha sufrido el accidente?

–Hace una media hora –Miranda frunció el ceño–. Bueno, no estoy segura, pero creo que ha pasado media hora.

Al verle abrir el botiquín y sacar de él una venda, Miranda añadió:

–No se moleste, soy capaz de cuidar de mi tobillo sin ayuda.

–¿Igual que es capaz de esquiar sin sufrir un accidente? Los principiantes como usted deberían contentarse con esquiar en las pistas de entrenamiento en vez de salirse de ruta porque es más interesante.

Él abrió el paquete de la venda con los dientes y, a continuación, empezó a vendarle el tobillo.

–No soy una principiante –respondió ella fríamente–. Para su información, soy una excelente esquiadora.

El hombre la miró brevemente y con desdeñosa incredulidad antes de volver a la tarea, Miranda apretó los dientes con firmeza. Que ese hombre no tuviera modales no significaba que ella tuviera que caer tan bajo. Además, tanto si le gustaba como si no, dependía de él; al menos, hasta poder llamar por teléfono para pedir que fueran a recogerla.

–¿Cómo sabe que no me lo he roto? –preguntó Miranda, y él volvió a mirarla.

–Porque lo sé –respondió él secamente.

–¿Es médico?

–No, no soy médico.

–En ese caso, ¿quién es y qué es?

Él no respondió. Se dedicó a terminar de vendarle el tobillo mientras ella se sentía más enfadada por momentos. Cuando acabó, él se levantó y se aproximó al sillón más próximo a la chimenea.

–¿Va a contestarme? –Miranda se quitó el gorro de lana y su rubia melena cayó por encima del brazo del sofá.

–Dejemos las cosas claras. Usted está en mi casa y las preguntas las hago yo, ¿de acuerdo?

Miranda se lo quedó mirando boquiabierta.

–Cuando yo acabe de hacer preguntas y me sienta satisfecho con las respuestas, podrá ir a darse un baño. Le prestaré ropa para que se cambie.

La arrogancia de ese hombre la dejó sin habla.

–En primer lugar, dígame cómo es que estaba esquiando por esta zona. ¿Tiene idea de lo peligrosas que son estas laderas?

–Yo… me he visto en medio de una avalancha.

–¿Dónde?

–¿Dónde qué?

–¿Que dónde ha ocurrido la avalancha?

–Cerca de donde nos hospedamos, en Val d’Isère. Yo… he tenido una pequeña discusión con mi novio y… bueno, he salido a esquiar sola para tranquilizarme, y ha sido cuando me ha pillado la avalancha. No muy grande, pero lo suficiente como para hacer que me desviara del camino…

–Qué mujer tan irresponsable –murmuró él.

Miranda ignoró la interrupción. De poder andar, se marcharía inmediatamente de allí, aunque tuviera que pasar la noche en medio de la nieve. Desgraciadamente, no tenía alternativa.

–Antes de poder ver dónde estaba, me ha sorprendido una tormenta de nieve; después, me ha resultado imposible orientarme. Al ver esta arboleda, pensé que, ya que no me iba a quedar más remedio que pasar la noche al aire libre, los árboles me ofrecerían cierta protección. Estaba tan desesperada por llegar cuanto antes que… había un montículo y me he tropezado, me he caído y me he dislocado el tobillo. Ha sido entonces cuando he visto la luz de la cabaña.

–¿Así que nadie sabe que está aquí?

A Miranda no le gustó la pregunta. De repente, se dio cuenta de que no sabía nada sobre ese hombre. Y, si la atacaba, no tenía defensa contra él. Ella era alta, medía un metro setenta y cinco, pero él le sacaba, al menos, diez centímetros; a lo que había que añadir la fuerza muscular.

Al mirar a esos ojos azules, tuvo la desagradable sensación de que él le había leído el pensamiento.

Miranda se aclaró la garganta.

–Bueno, ¿he contestado a sus preguntas satisfactoriamente?

–Aún no le he hecho la más importante –él sonrió perezosamente y estiró las piernas.

–¿Cuál es la más importante?

–Su nombre.

Miranda, frustrada, apretó los dientes. Ese hombre había notado su temor y había decidido divertirse a su costa.

–Miranda. Miranda Nash.

–Nash… –él ladeó la cabeza y ella asintió vigorosamente.

–Eso es. Quizá haya oído hablar de mi padre, Lord Geoffrey Nash –su tono implicaba que, aunque nadie sabía dónde estaba, si algo le ocurría, alguien pagaría muy caro las consecuencias.

–Nada menos que Lord Geoffrey Nash…

–¿Ha oído hablar de mi padre?

–¿He dicho yo eso? –él lanzó una ronca carcajada que molestó a Miranda.

–¿Tiene teléfono? Me gustaría hacer una llamada.

–La línea de teléfono está cortada –él se encogió de hombros y continuó mirándola–; por supuesto, gracias a la tormenta de nieve. Y me temo que va a seguir cortada durante un tiempo. El informe meteorológico dice que va a seguir así durante unas dos semanas más.

–¿Dos semanas más? –¿qué iba a hacer?

–Por suerte, tengo teléfono móvil –él arqueó las cejas expresivamente, ella lanzó un gruñido.

–¿Podría utilizarlo? Por favor. Me gustaría llamar a mi padre para decirle que estoy bien y para pedirle que llame a Freddie y al resto de mis amigos con el fin de que no se preocupen por mí.

–Por supuesto –él hizo una reverencia, que la molestó aún más, y le dio el teléfono móvil.

Rápidamente, Miranda marcó el teléfono de la oficina de su padre y, tras unos segundos, se encontró hablando con él. La excesiva reacción de su padre la hizo sonreír. Su padre y ella se adoraban. Quizá él la mimara demasiado. Por eso, se sintió culpable al no mencionar su discusión con Freddie, causa de su situación actual. Su padre no sentía ninguna simpatía por Freddie, le consideraba un idiota con más dinero que cerebro.

–¿Y quién es ese hombre con el que estás ahora? –preguntó su padre al otro lado de la línea telefónica.

Miranda puso la mano en el auricular y le preguntó el nombre.

–Deme el teléfono.

Él se acercó a ella y le arrebató el pequeño teléfono móvil. Tras unas palabras en voz baja, el hombre salió de la habitación para hablar en privado.

¿Qué quería decirle a su padre que no deseaba que ella oyera? ¿Y por qué tardaba tanto? Impacientemente, esperó a que él regresara. Cuando volvió a verse delante de él, agarró el teléfono, se despidió de su padre y dejó el aparato encima de la mesa de centro que había a su lado.

–¿De qué ha estado hablando con mi padre? –preguntó ella en tono sospechoso–. ¿Y cómo se llama? ¿Por qué no ha querido decírmelo.

–Le gusta hacer preguntas, ¿eh? –él echó otro leño al fuego y se volvió para mirarla–. Me ha parecido aconsejable convencer a su padre de que está a salvo. Y me llamo Luke Decroix.

–¿Y cómo ha conseguido convencer a mi padre de eso? –preguntó ella secamente–. ¿Le ha dicho que es todo un caballero, inofensivo y encantador?

–Creo que me lo ha notado en la voz. También le he dicho que lo llamará todos los días para decirle cómo se encuentra. La realidad es que no tengo otra alternativa, voy a tener que aguantarla hasta que la tormenta pase…

–¿Que va a tener que aguantarme?

–Eso es lo que he dicho. Se ha presentado en mi casa y, reconózcalo, en su estado, no va a poder hacer gran cosa durante unos días, ¿me equivoco?

–No espero que me cuide, así que no tiene por qué preocuparse.

–¿No me diga? En ese caso, ¿se va a poner a partir leños y va a retirar la nieve de la puerta con una pala?

–Sabe perfectamente que no puedo hacer eso.

–¿Y limpiar?

Por primera vez desde que estaba en la cabaña, Miranda miró a su alrededor. En ese piso, el bajo, había un cuarto de estar bastante grande con estanterías llenas de libros a ambos lados de la chimenea, un sofá y varios sillones desvencijados. Una puerta abierta le permitía ver parte de la cocina, y había otras dos habitaciones al fondo. Unas escaleras de madera llevaban a una galería con vistas al cuarto de estar, y allí debía de haber más habitaciones.

–Ni siquiera sabe lo que es limpiar el polvo, ¿verdad? –le preguntó él, y ella se sonrojó–. ¿Y cocinar? ¿Sabe cocinar?

–Supongo.

–¿Que supone?

–Nunca he tenido necesidad de cocinar. Ethel cuida de mi padre y de mí… –Miranda se avergonzó de sí misma, antes de echarse el pelo hacia atrás y lanzarle una mirada desafiante–. Supongo que podría intentarlo. No puede ser tan difícil.

–¿Qué es lo que sabe hacer? –le preguntó Luke con mortificante curiosidad.

–Soy… diseñadora, si tanto le interesa saberlo.

Aunque casi no trabajaba, pensó ella sintiéndose culpable. Su padre le había pagado los estudios y le había procurado los primeros clientes, pero el entusiasmo por su profesión se había ido desvaneciendo poco a poco. No había hecho nada en los últimos años. Salir por ahí con amigos le había ocupado su tiempo y, como no necesitaba trabajar para ganarse la vida, no había buscado trabajo.

–Eso debe tenerla muy ocupada, ¿verdad?

–¿Le he preguntado yo qué hace? –le espetó Miranda, consciente de que, si él se enteraba del estilo de vida que llevaba, no se sentiría muy impresionado.

–Así que no la tiene muy ocupada, ¿eh? –contestó él a su vez, con calma.

–¡Yo no he dicho eso!

–Pero, por lo que ha dicho, deduzco que no se gana la vida como diseñadora. Lo que me lleva a suponer que no hace nada, excepto… ¿ir de fiesta en fiesta? ¿Ir de vacaciones con amigos a los sitios de moda? Conozco a la gente como usted.

–La vida es para disfrutar –respondió Miranda, a pesar de ser consciente de que no estaba dando una buena imagen.

–Será mejor que vaya a cambiarse de ropa –Luke se le acercó y le tendió una mano para ayudarla a levantarse–. Se puede poner ropa mía, a pesar de que no va a ser el tipo de ropa al que está acostumbrada. Después, prepararemos algo para cenar.

–Gracias –murmuró ella, por educación.

–Y si necesita ayuda, pídala –comentó él en tono casual mientras la ayudaba a acercarse a las escaleras.

Miranda, con la mano libre, agarró la barandilla de la escalinata y lo miró. Los ojos de ese hombre eran muy azules, bastante más oscuros que los suyos e infinitamente más opacos. Las cejas eran tan negras como sus cabellos. Y de cerca, pudo observar sus pestañas largas, espesas y muy bonitas.

–Si no le molesta… –dijo ella desviando la mirada.

El comprendió sus palabras e, inmediatamente, la tomó en sus brazos y subió con ella encima las escaleras.

Le gustó que la llevaran en brazos. Sintió la fuerza de ese cuerpo, que parecía de acero. Las manos que la sujetaban eran grandes y fuertes, igual que el resto de él; y, al contrario que la mayoría de los hombres con los que salía, no olía a colonia cara, sino a algo mucho más varonil.

–Solo hay un cuarto de baño –dijo él al tiempo que abría una puerta con un pie antes de dejarla en una silla al lado de la bañera–. Por lo tanto, cuando acabe, déjelo tal y como lo ha encontrado. No tengo intención de limpiar el baño después de que usted lo use.

Sin siquiera mirarla, abrió los grifos para llenar la bañera.

–Será mejor que la ayude a desnudarse.

–¡No, muchas gracias!

–¿Quiere decir que puede hacerlo sola? ¿Con el tobillo como lo tiene?

–Le agradezco mucho que me haya auxiliado, pero si me pone la mano encima…

–¡Qué Dios me libre! Está bien, lo que usted quiera. Pero no olvide limpiar el baño.

A Miranda le llevó una hora entera acabar. Tardó mucho en quitarse la ropa de esquiar, pasó mucho tiempo en la bañera y, después, tuvo que sufrir la humillación de salir al vestíbulo envuelta en una toalla y llamarlo asomándose a la barandilla.

–¿Le importaría prestarme esa ropa que ha mencionado antes? –preguntó Miranda cuando Luke, por fin, salió de la cocina con una cacerola en la mano.

–¿Qué?

–Que si no le molestaría prestarme la ropa –repitió Miranda con voz tensa.

La toalla apenas le cubría el cuerpo. Él debía haberse dado cuenta de lo incómoda que se sentía, pero no parecía dar muestras de ello. Quizá se estuviera divirtiendo.

–Eso sí lo he oído, pero faltan dos últimas palabras.

–Por favor.

–Ah, así está mucho mejor Luke dejó la cacerola encima de una pequeña mesa de madera al pie de las escaleras y subió–. Puede quedarse en la habitación pequeña.

Luke abrió una puerta que daba a un dormitorio pequeño, pero acogedor y con chimenea.

Miranda se apoyó en el marco de la puerta y miró a su alrededor. Estaba acostumbrada a dormir en cama de matrimonio, le gustaba tener espacio cuando dormía. Las camas pequeñas le parecían de hospital y los hospitales le recordaban la muerte de su madre, cuando ella era muy pequeña.

–¿No le gusta a la dama?

–Está bien. Gracias.

–Estupendo. La única cama de matrimonio aquí está en mi habitación, y mi hospitalidad tiene sus límites.

Sin darle tiempo para responder, él la agarró de la cintura, por lo que Miranda no tuvo más remedio que sujetarse la toalla con una mano mientras le rodeaba el cuello con la otra.

–Y ahora… –Luke dio un paso atrás y la miró–, será mejor que se cambie. Le subiré a la dama algo de comida dentro de un cuarto de hora.

–¿Podría dejar de llamarme eso?

–¿La dama? ¿Por qué?

–Porque no es mi nombre.

Él no se molestó en contestarle y se acercó a la chimenea.

–Hace frío aquí, ¿verdad? Pero no sabía que iba a tener compañía; de lo contrario, habría encendido la chimenea. Bueno, vístase, está temblando. Pondré su ropa a secar delante de la chimenea del cuarto de estar.

–Gracias.

–Luego subiré unos leños para encender esta chimenea.

–Se lo agradezco. De todos modos, señor Decroix, no se tome demasiadas molestias…

–Luke, por favor. Será mejor que empecemos a tutearnos, ya que vamos a pasar aquí unos días juntos.

–Mi padre te recompensará por las molestias que te estás tomando.

Luke se volvió lentamente hacia ella con expresión de desdén.

–Me alegra saberlo. Pero, dime, ¿en serio crees que necesito que me recompensen?

Miranda, con dificultad, se acercó a la cama y, con solo la toalla, se metió entre las sábanas. Como él parecía estar ignorando el frío que tenía, más le valía solucionar el problema por sí misma.

–Me parece justo. Además, la mayoría de la gente no dice que no a un poco de ayuda económica –respondió Miranda por fin.

Los ojos azules de Luke se clavaron fríamente en los de ella.

–¿Has llegado a esa conclusión debido a la ropa que llevo?