Cultivar la lectura en familia - Constanza Mekis - E-Book

Cultivar la lectura en familia E-Book

Constanza Mekis

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  • Herausgeber: SM Chile
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2022
Beschreibung

Con un lenguaje sencillo y amigable, la obra entrega orientaciones para fomentar la lectura a través de múltiples experiencias y testimonios. En el libro, la autora reflexiona acerca de cómo promover la lectura literaria desde la más temprana infancia, y lo hace recorriendo su propia trayectoria personal y profesional, con una interesante oferta de itinerarios, metodologías, testimonios, experiencias y pasos prácticos para trasladar la pasión de la lectura a los hogares.

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Cultivar la lectura en familiaCultura y comunidad

Constanza Mekis M.

Ilustraciones de: Magdalena Contreras Mekis

Dirección de Publicaciones Generales: Sergio Tanhnuz

Coordinación de la edición: Alejandro Aliaga

Diagramación y diseño: Kevin González

Primera edición: febrero de 2021

© del texto: Constanza Mekis M., 2020

© de las ilustraciones: Magdalena Contreras Mekis, 2020

© SM S. A.

Coyancura 2283, oficina 203,

Providencia, Santiago de Chile.

ATENCIÓN AL CLIENTETeléfono: 600 3811312

www.grupo-sm.com/cl

[email protected]

Registro de propiedad intelectual: 2021-A-675

Registro de edición: 2021-A-680

ISBN: 978-956-403-124-8

ISBN digital: 978-956-403-225-2

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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A mi familia

Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche.

Irene Vallejo, El infinito en un junco

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1 Mi experiencia: infancia, adolescencia, maternidad y adultez

CAPÍTULO 2La familia y su red de colaboración con la lectura

CAPÍTULO 3Encuentro con una familia lectora. Múnich, 2017

CAPÍTULO 4Infancia de algunos grandes creadores, marcada por la lectura y el interés por el conocimiento

CAPÍTULO 5Una construcción colectiva: testimonios y experiencias lectoras de 65 personas desde diferentes campos del saber

CAPÍTULO 6Propuesta: cinco puntos para desarrollar hogares vinculados a la lectura

CAPÍTULO 7Recomendaciones de libros, paseos y exploraciones urbanas

BIBLIOGRAFÍA

ANEXOS

AGRADECIMIENTOS

Con este libro he querido compartir algunas ideas, experiencias y testimonios, que espero les permitan propiciar la lectura en los hogares de una manera grata, edificante y entretenida. La lectura se relaciona con la cotidianidad de la vida, y puede anidar como una compañía hogareña armoniosa y colorida. Estoy cierta de la importancia vital de contar en la familia con integrantes que den valor a la lectura, la aprecien y se acerquen a ella mediante los espacios culturales, patrimoniales y naturales.

Así como la lectura es algo dinámico, la configuración de la familia se encuentra en continua evolución y no obedece a un patrón único; está sujeta al acontecer social, histórico y cultural. Destaco el papel de la familia como una gran red de apoyo afectivo, que se compromete a tender lazos que desarrollen los hábitos culturales del grupo familiar. También estoy convencida de que la tarea de formar comunidades de lectores en familia, es posible e irrenunciable. Habrá que aproximarse a la lectura con sencillez, sin temor, guiados por el coraje y la creatividad, intentando descubrir los secretos y el placer profundo que deparan los momentos de lectura.

Quedan invitados a encauzarse en la lectura con esperanza, considerándola una amiga que nos acompaña a diario y nos reconforta, como esa amistad entrañable que es una zona de escucha y de calma, donde reinan la confianza, el cariño y el respeto mutuo. Quisiera que la lectura vivida fuera el cimiento de algo propio, algo querido, que nutre y orienta en el mundo incierto en que estamos viviendo, que nos da alegría.

Concibamos la lectura como un espacio cultural de bienestar, de exploración del conocimiento, de apertura hacia algo más amplio y participativo.

¡Nuestros días en familia serán cada vez mejores!

Constanza MekisSantiago, abril de 2020

1. RECUERDOS DE MI FAMILIA, MI INFANCIA Y ADOLESCENCIA1

Quisiera expresar aquí mi experiencia de lectora desde dos momentos de mi vida: infancia y adolescencia. Mostrarles cómo de ser niña pasé a convertirme en una joven lectora. En el camino se entrecruzaron, mágicamente, tantos momentos importantes que me han demostrado como el entusiasmo por la vida puede despertar el ámbito cultural, creando mundos curiosos y entretenidos.

Leer es escuchar y con ello oírse. Leer es mirar y con ello verse. La invitación a leer no está contenida solo en los libros, sino en ir descubriendo las bellezas naturales, los olores de las verduras, la textura de una arpillera, la mirada de un gato, la armonía de una campanada. Trataré esto a partir de mi propio entusiasmo por la lectura. No puede ser de otra manera: hablamos a partir de lo que nos ocupa el corazón.

A lo largo de estas páginas quisiera recuperar parte de mi infancia y, específicamente, lo que pudo llevarme a abrir un libro: mi familia, los papeles que desempeñaron quienes me rodeaban y me dieron la vida.

¿Los autores dan con nosotros o nosotros con ellos? Nuestros hallazgos lectores pueden surgir gracias a la participación de quienes nos acompañan en el camino: dependen de quien se acerque a nosotros con libros y otras manifestaciones del conocimiento.

Leer es amar, ver, escuchar, juntar la vida propia con la ajena. Leer es salir del encierro, pasear y descubrir la naturaleza, la hospitalidad de la gente, sus miedos, amores, intereses y recorridos.

Nuestras primeras miradas al mundo

Recordemos los primeros años, cuando uno mira a los demás como “los grandes” y se fija en cómo se expresan, qué hacen, hacia dónde dirigen sus pasos y conversaciones. La gran invitación que podemos recibir en esos años es que los grandes nos permitan observarlos para que, de a poco, vayamos aquilatando sus movimientos y alcances. Ojalá que todos tuviéramos la oportunidad de que nuestras primeras miradas al mundo fueran libres, con los ojitos bailando a nuestro ritmo y compás, con la certeza de que, cuando se empañen, alguien nos ayudará con cariño a desempañarlos para que podamos volver a mirar abiertamente.

El momento crucial

Leer es un misterio. Tengo muy presente el día que en comencé a leer. Estaba en el living de la casa del campo donde vivía; anochecía y yo estaba sentada al lado de una chimenea con un fuego grande, a la espera de un tío (hermano de mi abuela paterna) que rara vez nos visitaba y, cuya visita era todo un acontecimiento, pues este tío, Alberto Spikin Howard, además de pianista (había sido amigo de Claudio Arrau), era psiquiatra, escritor, en fin, un artista único. Usaba un perfume muy especial, además de corbatas y pañuelos de tipo fular... y, como si todo fuera poco, llevaba un precioso bastón que lo hacía, ante mis ojos de niña, un ser muy especial. Mi padre con raqueta de tenis o mi abuelo con sus rosas y mariposas, eran seres distintos de este hombre sensible que recitaba poemas y que representaba para mí un mundo mágico.

Estando cerca del fuego sentí sus pasos y su voz. Yo estaba leyendo en voz alta y, cuando me saludó, seguí leyendo un cuento del silabario. Fue mi primera lectura oral para otro ser humano. La recuerdo vivamente; él se emocionó mucho y permitió que mi lectura siguiera su curso. Bien podrán imaginar los trastabillones y el ritmo sincopado. Tuvimos ese espacio solo para los dos. Terminó la lectura al lado del fuego, llegaron mis padres y hermanos, y la vida cotidiana siguió su curso. No hubo felicitaciones. Para mí el gran regalo fue que él me escuchara con atención.

Primeros libros

Solo se recuerda lo que deja una impresión muy profunda, lo que casi materialmente se imprime en uno y deja huellas, figuras que perduran. A menudo me gusta pensar en la etimología de la palabra recordar, que es “volver a pasar por el corazón”. A diferencia del castellano, que habla de “aprender de memoria”, el inglés ha logrado codificar de muy buena manera esta relación afectiva con el pasado y la memoria: learn by heart, dicen ellos (y los franceses, de un modo similar, apprendre par coeur). Digo todas estas cosas porque mi primer recuerdo literario está asociado a una marca duradera, a una carga emocional que recuerdo con toda vivacidad. No sé cómo podría comunicarles lo que la lectura del texto Genoveva de Brabante produjo en mí. Esa antigua historia medieval, en que una mujer es acusada injustamente y termina viviendo en un bosque, me hacía pensar en una sola cosa: ¿cómo podrían sus hijos vivir sin la madre? Por supuesto, mi experiencia de lectura estaba marcada por mis propios temores infantiles: mis padres eran el centro del mundo, ¿y qué sería de una si ellos no estuvieran presentes?

“La tortilla corredora” es, con mucho, el cuento más misterioso que recuerdo de la niñez. Me la imaginaba rodando y la posibilidad cierta de perderla, de no poder comerla. Tenía miedo, miraba a mi familia y me parecía extraordinario que la realidad pudiera regalarme la comida.

Si de algo me acuerdo es del desafío que, habiendo aprendido a leer, supuso leer por mí misma “El gigante egoísta”; no recuerdo casi nada de esa lectura, aunque sí que terminado este cuento corrí adonde mi papá o mamá, o ambos, saltando en una pata. Mi lectura prosiguió con los infaltables cuentos de hadas, sin que importara si existen o no hadas. Las lecturas siguieron. Creo que la compañía de Papelucho, el famoso personaje de Marcela Paz, es imborrable. ¿Alguien puede pensar en niños sin imaginación? La imaginación es algo inseparable de la niñez. Y Papelucho resalta por su capacidad imaginativa. Siempre anda imaginando cosas, siempre anda medio distraído, porque en su cabeza se le ocurren ideas que son loquísimas para los adultos pero que, para él, cobran un sentido que le permite explicarse cómo funciona ese extraño mundo en que le toca crecer. Los niños que se acercan a Papelucho descubren seguramente en él a alguien que piensa como ellos, mediante “razonamientos medio locos”. Piensen en la genialidad de esta ocurrencia: “¿Cómo serán las almas? A mí se me ocurre una cosita blanca con la forma de Australia”. Este personaje, que pone en escena la infinita capacidad imaginativa y creadora de los niños, me parece hoy tan vital y presente como lo fue en mi momento de infancia. Uno de los personajes de Papelucho es su hermana Ji. Ella tiene una filosofía de vida que de niña me encantaba: desaparecía del mundo de los adultos y se convertía en lo que a ella le gustaría ser en ese momento.

A cada uno de los libros, la autora logra imprimirle esa libertad de la mente de un niño, haciendo del relato algo muy flexible y que nunca obliga a la historia a avanzar en un sentido o en otro. Con Papelucho sentimos que cualquier cosa es posible. Y Papelucho se siente en total libertad para contar su historia. La historia es espontánea a tal punto que, a veces, incluso nos cuenta cosas inútiles, que luego no se seguirán contando. Por ejemplo: “A mí se me ocurrió hoy una idea estupenda, pero se me olvidó. Ojalá que mañana me vuelva”. Esta idea no volverá nunca en el libro, pero ocupa en él un lugar que nos muestra la frescura y soltura de Papelucho.

Mariposas y bomberos

En mi caso, no puedo dejar de agradecer y dar a conocer a quienes fueron de un modo u otros propulsores de mi gusto por la lectura, mi abuelo Federico y mi padre Patricio, entomólogo y bombero, mariposas e incendios. Mi abuelo trabajaba en la Ford en Rancagua, mientras que mi papá dedicó su vida a hacer carrera política. Ambos leían y con su ejemplo estimulaban mi apetito lector. Los miraba atentamente cuando leían y trataba de imitarlos.

Qué decir de mi abuelo y su biblioteca. Era una buena biblioteca, con innumerables libros que me parecían maravillosos. Al recorrer en la memoria los lomos de esos libros, recuerdo perfectamente la luz que los iluminaba y cómo me asombraba que tres cuartas partes de ellos, que estaban juntos y muy quietos en la estantería, fuesen en inglés. Mi abuelo se educó en el sur de Inglaterra en un lugar llamado Penzance2, en Cornualles. Sus intereses remitían al mundo de la naturaleza, las ciencias, las mariposas, peces y montañas. Parte de su biblioteca eran libros científicos y el resto contenía muy buenas novelas.

Recuerdo un día cuando nos aclaró a sus nietos (éramos diez hermanos, cuatro mujeres y seis hombres) cuáles libros no podíamos ni tocar ni leer de su biblioteca. Debo confesar que apenas tuve la oportunidad me colé entre esos libros “prohibidos”. Ansiosamente los fui abriendo. Descubrí que lo que estaba escrito era muy interesante. Los diálogos y algunas ilustraciones eran novedosos, con palabras y situaciones que no había visto ni oído y que me producían muchísimo interés. Vagamente me acuerdo de las novelas que mi abuelito nos censuraba. Ustedes se podrán imaginar que en su época posiblemente eran consideradas subidas de tono: Nana de Émile Zola, algunas obras de Henry Miller... La lectura tenía que ser con un oído escuchando si venía alguien. Era imposible leerlas de cabo a rabo. Solo hojearlas y detenerse cuando las escenas sobrepasaban los meros besos.

Tengo muy presente que, al saludar a mi abuelo, en cada abrazo notaba que siempre tenía un libro de bolsillo en la cartera de la chaqueta. Y cuando veía salir a mi madre le decía cariñosamente: “¿Llevas tu pocket book3?”. Decía con claridad que siempre hay que llevar un libro consigo. Uno no sabe qué pasará al salir de casa: si te quedas en panne, tienes una espera no prevista en el dentista o en una cola, un libro en la mano te salva.

Muchas veces lo vi devolverse a buscar su famoso pocketbook del momento cuando iba saliendo, ya que seguramente se lo había olvidado. Nos comentaba que las mujeres podíamos llevar un libro más grande sin problema. Sacaba sus cálculos: en la cartera cabe un libro de hasta 400 páginas si no se lleva el set de maquillaje.

Vuelvo a mi padre que, como dije, era un hombre de acción. Su condición de bombero me parecía muy emocionante. Generalmente no nos enterábamos de los incendios que ocurrían durante la noche, pero sí cuando la bomba celebraba un nuevo aniversario. Era un gran orgullo verlo salir “disfrazado” con su casco, chaqueta y pantalones blancos. Tal vez el dicho de los bomberos “siempre listos” me ayudó a encauzar mi espíritu de servicio público.

A mi padre lo recuerdo siempre con un libro en el velador. Leía siempre el libro de moda en inglés, el best seller del momento y, por cierto, tenía el último número de la revista Times, junto con revistas deportivas nacionales, como Estadio, y la consagrada revista argentina El Gráfico.

Mi papá, por su vocación política, debía mantenerse al día. De ahí mi fascinación de hacerle la guardia y esperarlo a la hora de almuerzo, pues llegaba de la oficina con montones de diarios: El Mercurio, el diario local El Rancagüino (en ese entonces todavía vivíamos en Rancagua), El Clarín, El Siglo, etc. La casa era un verdadero “diaral”: teníamos la oportunidad de leer las noticias desde diversos puntos de vista.

Tengo recuerdos imborrables de cuando husmeábamos las noticias policiales que venían al rojo vivo en El Clarín. En otros diarios leíamos con interés los “chimpillos” y chistes locales. Pero lo más entretenido era comparar la información desde distintos ángulos y colores.

Esto de recibir diarios no era solo una entrega gratuita, sin retroalimentación. Durante las horas de comida, a mi padre le encantaba hacer comentarios sobre los aconteceres más importantes, las noticias nacionales e internacionales. Me fascinaba escuchar sus puntos de vista. Eran muy claros y entendibles. Al comentarnos los hechos mundiales, nos hacía preguntas, se preguntaba, y siempre abría una invitación a conversar. Nos ayudaba a que no nos fuera ajeno lo que estaba sucediendo en el mundo entero.

La lectura abundaba en mi familia y era abierta: no discriminaba por gustos, estaba en nuestra cotidianidad.

Nuestra lectura fue “providencialmente” con buenos libros

Felizmente, tuvimos también nuestra biblioteca en casa. Como familia numerosa, los niños teníamos una pieza solo para nosotros, algo así como una fortaleza para hacer tareas o simplemente jugar. Por una parte, nos sentíamos “encerrados”. Pero, por otra, era nuestro propio espacio. Era la única opción para permanecer bajo techo, después de clases o durante el fin de semana. No podíamos estar tirados en los dormitorios. Había muchas normas. Mis padres eran estrictos, especialmente mi madre, pero creo que no cabía otro modo, con tanto chiquillo. Y tan traviesos. Si no hacíamos maldades, las estábamos pensando. No descansábamos.

En este espacio colectivo familiar teníamos un pizarrón con las nueve tablas de multiplicar pintadas, una enorme televisión de la que no alcanzábamos la perilla, una mesa para jugar a las cartas, una chimenea y la biblioteca. La afición de mi madre por la decoración se traducía en que los espacios acogedores debían estar acompañados de estanterías con libros. ¿Qué libros había? Mi madre, de manera práctica, fue comprando remesas de libros usados por metro en la calle San Diego. El criterio principal de estas “erupciones volcánicas” estuvo centrado en que fueran libros con bonitas encuadernaciones de cuero. Los lomos tenían que ser de colores cálidos, rojos. Lo que ella no sabía en el momento de hacer sus compras era que, además de ser bellas por fuera, eran obras entretenidas y diversas.

Desde la biblioteca familiar, engullíamos, felices, estos libros. Imagínense lo que es tener a mano la Biblioteca Internacional de Obras Famosas. Eran unos 80 volúmenes encuadernados en rojo sangre de toro, que contenían poesías, cuentos, el don de la palabra, ilustraciones fabulosas. Lo mejor era tener la libertad de leerlos después de haber hecho, por ejemplo, unas diez tortas de barro de diferentes colores y varios pisos. Era un gusto lavarse bien las manos y entrar en este solar familiar.

Por lo tanto, nuestra lectura fue “providencialmente” con buenos libros. En otros sectores de la casa también había libros, pero mi mamá decoradora había seleccionado otros colores: tenían lomos verdes y azules, o tonos beige que hacían juego con los muebles y las cortinas. Lo malo era que estos libros estaban en francés y detallaban procesos de ingeniería hidroeléctrica o filosofía medieval, los cuales no entendíamos ni palote al tratar de leerlos.

Mi madre era una lectora especializada. En su velador siempre tenía libros de cocina. Su marcapáginas avanzaba al ritmo en que practicaba las nuevas recetas que descubríamos luego en los almuerzos domingueros. Yo percibía que mi mamá los leía con verdadera pasión, como una novela policial. Sus libros favoritos eran dos: La buena mesa y The Joy of Cooking.Estaban siempre a la vista, y los leía y releía. Sus lecturas de buena cocinera las acompañaba con sus lecturas religiosas. En su velador también se estacionaban, junto a la Biblia, cuatro o cinco libros de meditación espiritual.

La abuelita Norma (por parte de mi madre), que vivía largas temporadas con nosotros, nos regaló una Biblia ilustrada de quince tomos rojos. Todo lo que recuerdo vívidamente de la historia sagrada, lo adquirí por medio de esos tomos. Todavía conservo un par que quedaron en un estado desastroso después de haber sido parte de nuestra biblioteca: pintados, recortados, rallados. No se podía pedir más, entre diez hermanos.

El mundo cultural de mi abuela, o su fascinación por salir y entretenerse, era el cine. Felizmente, como yo tenía un buen comportamiento, era una asidua compañera para ir al “biógrafo”. Fui premiada yendo a cuanto festival de cine había en esa época.

Mi madre no tenía mucho de pedagoga, pero, curiosamente, cuando salíamos en bloque, nos llevaba libros y revistas para que nos portáramos bien. Por lo tanto, como bibliotecaria no lo hacía mal. En forma intuitiva, acertó a abrirnos espacios culturales. De mis hermanos podría decir que la mayor lee; el segundo es un lector muy erudito, una especie de enciclopedia ambulante que le hace honor a mi abuelo Federico; la tercera era una lectora empedernida; y yo he vivido y vivo en, con, desde, para los libros. Los seis hermanos que me siguen puede que sean menos lectores, pero todos aman los libros.

También vinculo mi mundo cultural con el haber podido trabajar en la cosecha de peras desde niña durante los veranos. Teníamos casi tres meses de vacaciones y mi padre nos rayaba la cancha: había que trabajar durante un mes en las mañanas. No podíamos estar echados en la cama: “La vida hay que ganársela desde chiquititos, los niños pueden trabajar en vacaciones y ganarse su plata, además van entrando en razón, van conociendo lo que es la vida”. Con el tiempo entendí que esta experiencia formativa fue muy importante.

Los trabajos específicos eran varios: partíamos calibrando las peras, después limpiándolas y finalmente embalándolas. Esta faena era con mujeres mayores a quienes no les paraba la lengua mientras trabajaban. Hacían de sus vidas verdaderas narraciones orales. Las teleseries actuales son pálidos relatos en comparación con estas sabrosas historias que a veces no me dejaban dormir. Mis orejas paradas me abrieron insospechados espacios para conocer los dolores ajenos, las condiciones humanas e inhumanas en que vivían. Si mis padres hubieran sabido con propiedad lo que escuchábamos, seguramente nos habrían mandado con tapones o decidido que no trabajáramos.

A fin del verano terminábamos como una pera madura, con muchas vidas en el cuerpo y muchas nuevas palabrotas en nuestro léxico. Creo que estas horas de escucha equivalían a docenas de buenos cuentos, poemas épicos, obras de teatro picaresco y un kilo de noticias de la prensa roja y amarilla.

Mi abuelo Federico nos hizo un gran regalo para los veraneos. De manera rigurosa y sistemática, coleccionaba las cuatro grandes páginas en colores que venían en el diario dominical El Mercurio. Estas páginas suplementarias traían una cantidad enorme de historietas de lo más variadas. No recuerdo bien si era un suplemento aparte o si él recortaba esta sección.

El abuelo las reunía domingo a domingo y una vez al año las encuadernaba. Imagínense un libro gigante del tamaño del diario El Mercurio, de 110 x 77 centímetros de ancho. Estos libros descomunales contenían 208 páginas ilustradas en cada tomo y recuerdo que había coleccionado cerca de seis volúmenes; es decir, seis años juntando historietas para sus nietos. Era la fascinación más grande en el verano llegar a esa casa de descanso y lectura para encontramos con estos libros enormes con historietas. Recuerdo muy especialmente que enfermarnos y estar en cama era muy entretenido, pues tenías la compañía de estos gigantes fabulosos… ¿Dónde estarán? Qué ganas de tener esos volúmenes cerca de mí. ¡Qué belleza de abuelo!

La Pequeña Lulú, Perejil, Rico MacPato, El pato Donald, El llanero solitario. Los clásicos de Walt Disney, como el ratón Miguelito, el tío Remus y sus cuentos del hermano Rabito, Pepita y Lorenzo. Por supuesto, lo que recuerdo con especial atención, ya que me reía bastante leyendo, son las historias de don Fausto y doña Crisanta. Eran graciosas y aparecía esta mujer que martirizaba a su marido. El asunto es que ser “Crisanta” era parte de nuestros chilenismos. Ahora ya no existe. El tiempo lo fue extinguiendo.

Un menú nutrido y variado para el lector. Una lectura aventurera. Ahora, bien, ¿cómo se forman los lectores en el mundo familiar? Con suerte, con peligros, con amor. Los libros que estuvieron a mi alcance, la música, los diarios, las revistas, los paseos, las peleas, las películas, las conversaciones, los secretos, las cazuelas… Todo esto me ofreció nuevas perspectivas que llevaron a forjar mi personalidad e intereses culturales. Pero ¿a qué voy? A la lectura como algo cotidiano y transversal en la vida, no solo el mundo cultural tiene que estimularse con libros.

El paso a ser mayores y las lecturas

Hay una transición en las lecturas que se relaciona con las casas en donde uno ha vivido. Yo viví solo en tres casas. Tengo una amiga que en su niñez y juventud vivió en 36. En mi etapa de niña viví en la casa de campo de Rancagua, de preadolescente en una casona en la calle República, en el centro de la ciudad, y de joven en otra casa en Providencia que estaba muy cerca del colegio. En la casa de mi preadolescencia no recuerdo la existencia física de una biblioteca. ¿Dónde estaban esos libros de mi niñez? Pues se mudaron a un living, al que nos era imposible entrar. Un lugar solo para visitas.

En aquella casona antigua, mis seis hermanos hombres dormían todos en una pieza, dos camas en una esquina, dos camas en la otra y al medio otras dos camas. Puedo ver a mi hermano Federico leyendo con linterna uno de los casi 60 títulos que eran parte de la colección The Hardy Boys. Mi hermano, que estaba en un colegio inglés, los leía en ese idioma y yo observaba con fascinación cómo los engullía noche tras noche. Siempre había una lucecita de linterna en su cama. Tengo eso dentro de mí y me producía mucho placer verlo y a la vez envidia, pues yo no leía en inglés y mi hermano decía que “esos libros eran solo para hombres”. Éramos cuatro hermanas y, en las piezas de las mujeres, convivíamos dos en cada una. Con mi hermana Francisca éramos las más pequeñas y mirábamos hacia la habitación de las hermanas más grandes, dentro de cuya pieza, que era muy luminosa, no había libros sino la música de los Beatles, los Rolling Stones... El tocadiscos, los vinilos y la radio tenían la potestad de nuestras vidas. La radio era parte de las habitaciones, nos acompañaba y la escuchábamos.

Teníamos chipe libre…

Para entonces ya no teníamos alrededor la biblioteca de antaño. En la etapa de adolescentes volvimos a tener un espacio de biblioteca, pero bastante reducido, en un segundo piso, donde estaban la tele y la biblioteca. Lo más importante en esa época era la televisión, que vivía su mejor momento. Teníamos chipe libre, nos dejaban ver teleseries, que cada uno hiciera su vida. El único que conservó una biblioteca que siguió desarrollando, fue mi hermano mayor Federico. Me acuerdo de que su biblioteca tenía obras interesantes, de hojear obras de arte, por ejemplo un gran libro de Leonardo da Vinci. Y entonces en mi ambiente familiar se podría decir que la lectura se diluyó. ¿Por qué si anteriormente estuvo? El leer ya no tenía los ambientes o espacios y no había nadie que estuviese haciendo un camino hacia la lectura. La verdad sea dicha: había por cierto revistas, muchas revistas, la revista Ritmo era una locura que compartíamos todas las hermanas y nos peleábamos por leerla. También nuestro tiempo era interesante usarlo escuchando radio y, como esta nos conectaba con la revista, había programas que permitían que participaras en juegos, con preguntas. Y claro, ahí nosotros llamábamos a la radio y también escribíamos a la revista Ritmo. ¡Éramos hinchas, fans! No les puedo explicar la emoción que sentía al recibir un nuevo número de la Ritmo, encima con nuestra participación impresa. Mandábamos cartas a algún cantante como el Pollo Fuentes o Cecilia y escribíamos tonterías.

También está presente en mi adolescencia y preadolescencia una gran amiga: Pilar. Ella era muy buena lectora y su madre o alguien de su familia, no me acuerdo bien, me dijo que podría hacer un libro particular donde fuera anotando todos mis autores preferidos, los poemas que leía una y otra vez. Para mí fue muy interesante porque, obviamente, fui copiando de todos los grandes de esa época que me encantaban, frases célebres, pensamientos, en fin, armando un cuaderno-libro que tenía índice, es decir, una pequeña antología de las cosas que me gustaban. Mi primer “libro” me acompaña hasta hoy.

Recuerdo que tuve acceso a una buena cantidad de novelas escritas por la inglesa Enid Blyton, que leí una tras otra como si comiera ricas galletas. Las disfrutaba muchísimo en mi preadolescencia. Trataban de asuntos de internados, de pandillas, del mundo femenino en plena flor. Y por ahí llegó Mujercitas de Luisa May Alcott, que me deslumbró; sin embargo, tengo solo un vago recuerdo de la personalidad atractiva y fuerte de Jo. Sumar el mundo de Jane Eyre de Charlotte Bronté también me permitió hacer el cambio de niña a mujer, enseñándome el camino. ¡Qué difícil momento!

En ese entonces, también se integró en mi vida Mafalda, la tira cómica acerca de una muchacha fuerte, contestataria y gran heroína. Creo a la distancia que fue una salvadora en mi océano juvenil. Me obligó a mirar el mundo, ella no se perdía nada de lo que estaba pasando, confrontaba con mucha gracia sus ideales y era capaz de poner los puntos sobre las íes. Las preguntas que se hacía siempre me sorprendieron; tenía un pensamiento certero y gracioso. Mafalda también es un personaje con amplia conciencia de la justicia. Pero es irónica e ironiza sobre los adultos hasta dejarlos por “debajo” de los niños. Recuerdo la ocasión en que un señor le pregunta a Mafalda si va todos los días a la escuela. Ella le responde: “Y usted, ¿ha pagado todos sus impuestos?”. Mafalda defiende sus derechos, e incluso podría decirse que está a la defensiva y se enfrenta a la situación sin miedo. Aguerrida muchachita.

Concepto amplio de lectura

La posibilidad de investigar en un lugar de ensueño como la Jugendbibliothek –la Biblioteca Internacional para niños y jóvenes– en el castillo de Blutenburg, Múnich, Alemania, empezaría solo en enero. Yo había celebrado Navidad en familia durante sesenta años: 19 años con mis padres, abuelos y hermanos, y 41 en un desayuno familiar con mis hijos, según fueron llegando al mundo. Y ahora que me tocaba estar tan lejos de ellos, ¿con quién podría compartir la Navidad? Pocos meses antes había conocido en Colombia a una pareja encantadora, durante un paseo familiar a las afueras de Bogotá, en una casona colonial de más de 500 años. Yo había ido a visitar a mi hijo Santiago y a su novia Marcela. Todos los integrantes de la familia Useche estaban reunidos, desde la bisabuela a los bisnietos, que habían venido de España, de Alemania, a esta gran fiesta familiar. Entre ellos estaban Carlos Felipe (hermano de Marcela), Jelena y sus dos hijos Matija y Natalia. La conversación fluyó con varias personas de la familia, pero en especial con Jelena, de origen serbio. Yo iba preparada y le regalé un libro para cada uno de sus hijos.

Con esa familia en el corazón, me pregunté, ¿por qué no pasar la Navidad con ellos? Viven en Múnich desde hace 12 años. Decidí preguntarles y la respuesta fue: “Constanza, sería muy rico pasar la Navidad contigo. Aunque debo decirte que en esta casa no hay paz familiar, pero te recibimos encantados”.

Llegué en la víspera de Navidad y ellos me recibieron cariñosamente. Al entrar, lo primero que llamó mi atención fue la sonrisa de los niños y la acogida de los dueños de casa, quienes me hicieron pasar y me enseñaron la que sería mi pieza.

Luego de instalarme, partí a la sala y empecé a observar la casa, la biblioteca, la música, la atmósfera. Un cuadro llamó mi atención, un afiche que decía: “Cuerpos pintados”, del artista chileno Roberto Edwards. Carlos Felipe me explicó que ese afiche había estado en su pieza de juventud. Hablamos acerca del reconocido fotógrafo chileno.

Es tarde, pero antes de quedarme dormida tuve la sensación de haber llegado a un lugar maravilloso, a un hogar donde se respiraba cordialidad, paz, amistad y cultura. Poco tiempo atrás yo había estado en Zaragoza trabajando como etnógrafa y pensé que tal vez podría escribir el diario de una familia lectora, pues intuí que esta familia leía.

Mi día comenzó con un desayuno grato, tranquilo, largo y conversado, y un exquisito café de grano colombiano. Durante la sobremesa, Natalia corrió a su pieza y me trajo el libro Chigüiro y el baño. Me dijo que era su libro favorito, se fue corriendo nuevamente, y esta vez me trajo Chigüiro viaja en chiva32. Hojeamos juntas los dos libros y Natalia vino con un tercero: El monstruo perfecto33. Sus ojos y su voz me dijeron: “¡Este libro me encanta!”. Tenía seis años y no tardó en entablar amistad con una extraña visitante mayor que ella.

Matija, el hermano mayor, que había observado esta escena, decidió participar en la conversación literaria y me trajo tres libros en alemán, me descifró los títulos y comprendí que me había mostrado las novelas de Harry Potter. Le comenté que yo también las había leído, que me habían interesado mucho, y él respondió con sencillez: “A mí también me han gustado mucho, Connie”. En ese momento tuve cinco libros en la falda y a dos niños que me miraban como esperando algo, así que les propuse leerles El monstruo perfecto. Ambos escucharon con gran atención. Mientras tanto, el padre había tomado un libro, y comentó: “Este libro, Matija, ¿es el que estás leyendo? Le voy a dar una mirada”.

Habían pasado algunas horas cuando oí el timbre; Matija fue a abrir y me presentó a su amigo Daniel, quien me contó que sus abuelos viven en el edificio, por lo que él viene a menudo, y me dijo orgulloso que sus padres son músicos rusos que tocan en la Orquesta Filarmónica de Múnich.

Los dos niños se pusieron a jugar al Cielo e Infierno34 con hojas de cuaderno; luego comenzaron a fabricar aviones de papel que volaban por la sala. Mientras tanto, el padre, que seguía sentado con el libro que Matija estaba leyendo, me comentó: “Tal vez Matija esté leyendo muy rápido, quizás no esté entendiendo lo que lee”. Me llamó la atención que un padre se interesara por lo que estaba leyendo su hijo y que además se preocupe por cómo lo lee, si es capaz de comprenderlo y si es adecuado para su edad.

Era un día invernal, con nieve, mucho frío y yo vestida con varias capas de ropa, nada era un impedimento para dar un paseo. Fuimos a una feria navideña típica alemana (Weihnachtsmärkte) ubicada en el centro histórico. Existe en cada barrio donde hay una plaza. Sus pequeñas y bien decoradas casetas de madera ofrecían una diversidad de objetos hechos a mano, juguetes de madera, galletas navideñas, muchísimas velas, gran variedad de belenes y otro tipo de artesanía regional. Los niños quisieron recorrer el lugar, así que preguntaron a sus padres si podían ir a los juegos. Natalia llevaba una brújula colgada al cuello. Al verla, el padre le dijo: “Bueno, ve al sur y luego vuelve al norte”.

Pasados algunos minutos me di cuenta de que los padres seguían paseando tranquilos por la feria y que los niños ya no estaban a la vista. Me gustó la libertad que gozaban estos niños. Por momentos, se unían a los adultos. Los “grandes” tomamos una taza de Glühwein35, y los niños un “té caliente”. El padre aprovechó de conversar con sus hijos y les preguntó qué les había gustado y a qué estaban jugando. Sin duda que había conversación. La madre escuchaba atenta lo que ellos contaban, reía con sus anécdotas y los regaloneaba.

Al regreso de la feria, el padre hizo comentarios a sus hijos acerca de los cartógrafos, su profesión. Les explicó de manera muy entretenida que se trata de personas que trabajan con los mapas. Los niños escuchaban tranquilos. Destaco esa tranquilidad, pues estaba oscureciendo y en el ambiente había cierto nerviosismo porque ya estábamos muy cerca de la Nochebuena. La costumbre es que en Navidad se prepare una rica cena y al día siguiente se entreguen regalos.

Los niños ya se habían ido a acostar y los padres se quedaron organizando la entrega de regalos. Dibujaron un mapa que indicaba en qué lugar de la casa estarían escondidos los regalos para sus hijos de parte de ellos, de los abuelos serbios y de los colombianos. Había austeridad: ni 3, 4 ni 5 regalos, sino que un regalo para cada niño.

Quedé impresionada con estos padres que hacen una historia y un cuento para esconder los regalos. Trabajan mucho para idear nuevos escondites, un mapa secreto para divertir aún más a los pequeños. ¡Recordé mis navidades! También había trabajo y nerviosismo, pero más en relación con la comida, el viejo pascuero, la representación del nacimiento entre todos los hermanos, que con la actividad para encontrar regalos.

Por la mañana los niños se levantaron muy contentos y empezaron a abrir sus regalos. Matija una patineta y Natalia un telar. Yo le regalé un libro a cada uno. Para él El ladrón de minutos36y para ella Lobo a la vista y otras fábulas de Esopo37. Los abuelos de Colombia también habían mandado libros, mientras que los de Serbia, una mochila y algo para explorar.

Los regalos estaban escondidos debajo de un sombrero colombiano, entre los muebles de la cocina, y los niños se entretuvieron jugando mientras buscaban sus regalos.

Por mi parte, también tuve la alegría de recibir una tarjeta que decía: “Querida Connie, estás invitada a un concierto sorpresa; más información recibirás a su debido tiempo”.

Matija se sentó a mi lado y me pidió que leyera las fábulas, se interesó por el libro que le regalé a su hermana. Le leí una, y me dijo: “Está muy buena. Y esta, ¿me la puedes leer?”. En la medida que leíamos juntos, él hacía preguntas acerca de las fábulas de Esopo. Mientras conversábamos, el padre tomó muy contento el libro y me comentó que estaba feliz de que sus hijos hubieran tenido esta experiencia con una lectora entusiasta.

El día pasó volando y los niños estaban en la sala, cada uno con un libro. El padre leía una revista y la madre una novela de Coetzee, Diario de un mal año. Sentí en ese momento que con Jelena no solo teníamos una relación “consanguínea” serbio-croata, sino también coincidencia en gustos y preferencias sobre autores.

Amaneció y el ambiente de la casa no estaba tranquilo, pues Natalia estaba inquieta. Vi que el padre la acompañaba con amor; le decía que hay muchas cosas que ella puede hacer, como andar en patineta, jugar, hacer un telar, leer, cantar… Mientras decía estas últimas palabras, el padre comenzó a tararearle: “Te quiero más que a mi vida, mocosa”, y luego le cantó al oído una canción suave. Veo que este canto, este susurrar, calma a Natalia, le permite dejar de lado sus aflicciones e interesarse por jugar y entretenerse.

Tras este canto, el padre comenzó a preparar un postre, y mientras lo hacía, Matija le preguntó que cuánto duran los dientes de leche. No era una pregunta casual, pues su hermana menor tenía uno bastante suelto. Y prosiguió la música, la música acompaña siempre a esta familia.

Mientras observaba la escena familiar, me di cuenta de que ya había pasado algunos días en esa casa y no había visto encendida la televisión, lo cual me impresionó. Pero esa misma tarde la familia se sentó en el sofá de la sala a ver un programa seleccionado de la televisión estatal Pur+38, donde el moderador y reportero Eric Mayer (muy querido por los niños) dio a conocer distintos e interesantes lugares que se podían visitar, junto con explicar cosas como dónde viven los venados o cómo se construyen los canales. Cada secuencia mostraba de manera entretenida un tema mediante informes, experimentos o entrevistas. La idea era alentar a los niños espectadores a que se hicieran preguntas, no solo del mundo de la ciencia, sino también acerca de problemas sociales.

En ese momento observé que esta familia no solo estaba viendo televisión junta, sino que había preguntas y conversación en torno a lo que veían, pues cuando el presentador del programa se transformaba en un actor de teatro, el padre preguntó a su hijo: “Matija, ¿te gustaría ser actor?”. El niño respondió que debe de ser muy difícil, a lo que el padre le replicó: “Debe de ser muy divertido, ya que tienen que aprenderse parlamentos, guiones, y también disfrazarse, usar pelucas, y pueden entretener mucho a la gente”. Antes de acabar el capítulo, el presentador comentó que el próximo programa iba a tratar de una mujer que vivió hace más de cinco mil años, a lo que Matija dijo: “Me interesa mucho ver el nuevo programa”. Se trataba, sin duda, de un programa inteligente, y los dejaba con curiosidad, con ese “bichito” maravilloso que vive en el alma humana.

La programación continuó con la película Sissi emperatriz. El padre dijo en voz alta: “Miren, miren niños, ahí está la Plaza de San Marcos, en Venecia”. En ese momento volví a constatar que los niños no estaban solos, la televisión era un complemento que estaba presente, pero que primaba la compañía y conversación con los padres.

Creo que vale la pena comentar que las nuevas tecnologías pueden ser un gran aliado a la hora de formar pequeños lectores, siempre que cuenten con la mediación del adulto. Es decir, que el momento que se pase frente a la pantalla sirva para conversar y aprender, y no que se transforme en una manera para dejar tranquilo e hipnotizado al niño frente a una pantalla que, si es mal utilizada, puede anular a quien la observa, mientras el adulto se dedica a otro asunto.

Cambiaron el canal y comenzaron a ver un programa cultural que enseñaba cómo se celebra la Navidad en distintas partes del mundo. Cómo los niños de Kenia ordenan y limpian la casa el día veinticuatro de diciembre. A Matija le llamó la atención el Niño Dios que llega a Australia, pues lo hace nada menos que en una tabla de surf. Se terminó el programa y el padre dijo claramente: “Quiero que apaguen la televisión ahora mismo, pues ya va a estar la comida lista”, y los niños así lo hicieron.

Durante la cena, la conversación continuó en torno a la araña viuda negra. El padre contó la historia de este arácnido, los niños se entusiasmaron, pero la historia los asustó, por lo que el padre hizo un chiste al respecto, les dijo que no temieran y de inmediato se preguntó si lo que se dice de esta araña será o no real. Habría que investigar el asunto.

Natalia dijo que ella quería leer antes de dormir, así que se acercó al padre y le preguntó: “¿Qué pasa, papá, si hay una luz en un cuarto lleno espejos?”. El padre intentó explicar a su hija la relación entre la luz y el reflejo de los espejos: “Los espejos son muy misteriosos pues producen muchas imágenes que te sorprenden”. “Pero, papá… y los rayos de luz, ¿de dónde aparecen?, ¿cómo si está todo oscuro?”. Ya era tarde y la clase de física no puede continuar, por lo que el padre dijo: “Buenas noches, niños. Mañana vamos a ir a andar en bicicleta y yo voy a ir corriendo al lado de ustedes”. “Buenas noches, papá”. Me quedé pensando en el cuento “El cumpleaños de la Infanta” de Óscar Wilde. Felizmente tenía un ejemplar a mano, pues era uno de los regalos que traía, y relaté la escena final a los padres. Los libros hechos con cariño y calidad siempre acompañan:

“El Enano entró en un espléndido salón. Al fondo divisó una figurilla que pensó que era la Infanta. Al acercarse, vio que todo en ese lugar, muebles, estatuas, colgaduras, tenía su doble y vio también a un monstruo deforme que tenía en la mano, al igual que él, una rosa blanca, y que reproducía cada uno de sus movimientos...”

Esa mañana fue diferente, pues Jelena había ido a trabajar, y en casa la noche anterior había alojado un amigo de Matija llamado Paul, de padre colombiano y madre peruano-alemana.

La mañana comenzó con juegos y por mi parte les ofrecí desayuno, a lo que los niños me contestaron que querían Kapla. Yo jamás había oído esa palabra, por lo que me pregunté qué era, si acaso se trataba de algún cereal, pero ellos me contaron que se trataba de un juego y que necesitaban mi ayuda para sacarlo de la estantería. Este juego es realmente fascinante, porque son unas tablas de madera con las que se pueden hacer distintas construcciones. Los niños estuvieron cerca de una hora jugando con los bloques.

Cada día aquí el desayuno había sido diferente. Al parecer era el padre quien se encargaba de esta comida. Una mañana, nos preparó tostadas francesas. Mientras comíamos, Matija y Paul hojeaban un número de Astérix y Obélix. El padre les dijo que no se podía leer en la mesa. Cerraron el libro y Matija le preguntó qué significa la palabra “anzuelo”. El padre respondió y le preguntó en cuál Astérix aparece esa palabra. Matija le contó que en Astérix Hispania.

El padre tuvo que salir y autorizó que los niños usaran una tablet durante media hora. Entonces, caí en la cuenta de que habían pasado varios días y era la primera vez que oía mencionar un equipo de computación. En ese momento vi que los tres niños, como si fueran jugadores de rugby, se sentaban bien cerca, apretados uno junto al otro. El padre, antes de salir, me dijo: “Constanza, por favor, la tablet la pueden usar hasta las tres de la tarde, a esa hora se la pides”. Pensé que debía hacerles alguna invitación, ofrecer algo a cambio del dispositivo, y los invité a leer por capítulos el libro que le regalé a Matija para Navidad, El ladrón de minutos. Comencé a leerles en voz alta y, para mi sorpresa, los tres niños seguían atentos mi narración, llevaba tres capítulos y más de veinte minutos de lectura. Después, los niños siguieron jugando Kapla.

Comenzaba el día con un gran programa: ir de paseo al Jardín Botánico München-Nymphenburg, paseo que fue coordinado por Jelena. Los niños recorrieron el lugar con entusiasmo y curiosidad, mirando las salas, la gran diversidad de especies.

Todos nos divertimos observando miles de plantas; los niños jugaron y gozaron leyendo el nombre científico de cada planta y su descripción.

Seguimos caminando por el gran Jardín Botánico de Múnich y nos encontramos en un invernadero con un mariposario. Se podía disfrutar paso a paso con el revoloteo colorido de miles de mariposas que te acompañaban.

Después pasamos cerca de un jardín flotante, donde se apreciaban varias tortugas. En ese momento, Natalia se acordó de su padre: “¡Oh, esa tortuga parece que está haciendo ejercicios de Pilates, igual que mi papá!”.

Después del paseo, Jelena había considerado importante que fuéramos a hacer una visita al castillo de Blutemberg, antes de que yo iniciara mi trabajo. Quedé sumamente agradecida, pues intentar ubicarme en esta ciudad me parecía titánico. Paseamos por los alrededores del majestuoso enclave del castillo en medio del agua. Quedé muy agradecida por este “aperitivo” bien pensado por Jelena. Era necesario conocerlo, antes de entrar en el reino de los libros.

Ese día fue muy grato, llegamos a la casa a contar con lujo de detalles todo lo que habíamos visto en el Jardín Botánico, los niños hacían descripciones sorprendentes de algunas hojas que habían observado.

Al día siguiente, Jelena dijo a los niños que había vencido el plazo y que era hora de ir a la biblioteca a devolver los libros que se habían llevado. Vi que la madre, antes de salir, buscó una bolsa amarilla que decía “BIBLIOTEK”, con cinco libros dentro. Emprendimos la aventura del día. Matija y Natalia con sus patinetas y nosotras conversando tras ellos.

Llegamos a una enorme biblioteca de barrio de cinco pisos. En la entrada, un buzón computarizado, y Natalia la encargada de ingresar los libros, pero antes de que comenzara, la madre le advirtió: “Revisa bien que no hayamos dejado nada entre las páginas de los libros”.

Los niños corrieron por las escaleras hasta llegar a la sección de libros infantiles, donde también había películas, juegos y libros gigantes en un lugar muy bonito, con un cómodo espacio con sillones, sillas y mesas.

Natalia apareció con tres libros que había seleccionado. Matija, por su parte, no había elegido ninguno, pero se encontraba sentado en la sección de cómics leyendo historietas. Jelena empezó a buscar y seleccionar Las aventuras del barón Münchhausen, y yo uno informativo sobre el mundo del mar, lo que a Jelena le pareció muy interesante. Era un libro publicado recientemente con ilustraciones maravillosas, ideal para despertar la curiosidad de los niños por el mundo del mar y de la ciencia.

El segundo que seleccioné fue un libro de poemas, ilustrado por Rotraut Susanne Berner. Jelena me dijo: “Creo que la poesía no les gusta a mis niños”. Le comenté que sería bueno que lo lleváramos a modo de prueba, argumentando que es importante que los niños puedan tener acceso a distintos géneros. Seleccionamos cerca de diez libros y Jelena hizo el registro de salida. Recibimos la sorpresa del papá que nos vino a buscar en auto. Carlos Felipe llegó en momentos culminantes. La familia completa reunida en la biblioteca del barrio, con libros elegidos con libertad y tiempo. Volvimos a casa felices.

Al llegar me di cuenta de que la pieza donde duermo no es la pieza de alojados, sino que pertenece a Matija, pues esa tarde, habiendo pasado varios días juntos, él manifestó las ganas que tenía de volver a dormir en su pieza, ante lo cual le dije a Jelena que yo podía compartir la pieza con su “dueño” sin ningún problema. No dejó de llamar mi atención su educación, pues en ningún momento de los días anteriores oí ningún comentario o presión de Matija por recuperar su espacio.

Por la noche, vi que Matija prendió la luz y leyó, y como yo no tenía ganas de acostarme tan temprano, me puse a leer en la sala, pues además tenía la posibilidad de salir a una pequeña terraza. Al asomarme vi que en el departamento del frente había una joven que también estaba leyendo sentada en su escritorio con un libro abierto. Me sorprendió que no solo en esta casa se leyera, sino que no resultase raro verlo en más partes.

Al volver a la pieza, Matija continuaba leyendo, por lo que comprendí que cohabitaba con un lector empedernido, lo que me hizo tremenda gracia.

Matija nació en 2009 y yo en 1956. Nos separan cincuenta y dos años. Él nació en Múnich y yo en Viña del Mar. Él iba al colegio y yo comenzaba mi etapa de “jubilación”. Nos acompañaban el silencio y dos libros.

Al día siguiente, antes de partir a un gran paseo que teníamos preparado, los niños me pidieron que les leyera. A Matija le leí un capítulo de su libro El ladrón de minutos de David Lozano39 y, para prestar un servicio equitativo, a Natalia le ofrecí un cuento a su gusto: Juan, el guardián de historias40.

Tomamos desayuno los cinco y conversamos. Durante la sobremesa Natalia me pidió más lectura y trajo un libro de cuentos de hadas (en una buena edición colombiana), y leí dos cuentos en voz alta mientras ella estaba acurrucadita a mi lado.

Ese día la familia partió fuera de Múnich por cuatro días, viajaron a Offenburg, al sur de Alemania. Allí, Carlos Felipe y Jelena no solo estudiaron su magíster en Ingeniería, sino que también se conocieron, se enamoraron y entablaron amistades, por lo que decidieron pasar el Año Nuevo con una familia amiga, a la que no veían desde hacía años. Durante ese tiempo yo me quedé cuatro días sola. Al principio se me hacía un mundo cerrar la puerta y salir, todo me asustaba fuera del departamento. Cierto es que salí a varios espacios culturales, pero caminaba sin la seguridad de que volvería al lugar. Aunque podía tener un mapa en el celular que me dejaron, todo parecía tan distinto, tan difícil de entender que me quedaba feliz en la casa.

La fiesta de Año Nuevo la pasé con varias parejas de amigos de los dueños de casa. Fue una atención que coordinó Jelena para que no pasara el año nuevo sola. Me entretuve buscando frases célebres para anotar en bandejitas de cartón y llevar de regalo a la cena. Estuvo muy grato, apetitoso, con comida rusa y otras exquisiteces. Por la noche salimos a ver los fuegos artificiales del barrio.

En esos días pude descubrir un poco más de la ciudad, visitar un museo y el cementerio, y me entretuve mirando los libros que tenía cada integrante de la familia. Vi los que había en la sala, una buenísima selección de obras, realmente me sorprendió la calidad de los autores.

Me preparé para recibirlos con una rica cena, una tarta de puerros y un postre de tres leches. Natalia me contó que estuvo feliz, pues pudo jugar con las niñas de la familia a la que visitaban. En cambio, Matija había comenzado el paseo con bastante aburrimiento, pues no tenía amigos de su edad con quienes jugar, ante lo cual los padres lo llevaron a una librería: un nuevo Harry Potter sería de gran compañía durante esos días. Así, al llegar a casa, Matija me mostró muy orgulloso la cantidad de páginas que había avanzado del nuevo libro.

Durante la cena, el padre me contó que cuando esperaba para pagar en la librería, había hablado en castellano a su hijo y enseguida otra familia de padre colombiano y madre alemana, se acercaron y empezaron a intercambiar algunas palabras; le recomendaron a Matija, que al terminar con la lectura de la saga Harry Potter, continuara con El señor de los anillos. Me encantó saber que otro padre había recomendado lecturas a Matija. Había una invitación constante a hablar de libros.

Al terminar la comida, Jelena pidió mi opinión de si sería conveniente que Matija continuara con los libros de J.R.R. Tolkien, a lo que respondí que la idea me parecía muy buena, que era un camino clásico que los lectores de Harry Potter pasaran a la saga de El señor de los anillos. Ella me dijo con mucha sensibilidad que sentía que su hijo, por haber saltado de lecturas infantiles a los libros de J.K. Rowling, se había extraviado en su camino de lector. Lo transmitía como la sensación de que él se hubiera perdido algo importante. La noté muy preocupada por esta situación, y no dejaba de preguntarme, “Constanza, ¿qué se habrá perdido mi hijo en el tránsito de las lecturas infantiles a estos tremendos libracos que son los Harry Potter?”. Su pregunta me quedó dando vueltas, nunca me había tocado el caso de una madre tan consciente de la trayectoria de su hijo como lector. Le expresé que los adultos sensibles hoy pueden percibir que existen algunas lagunas de obras que antaño se consideraban imprescindibles, pero que hay obras actuales que son alimentos contemporáneos. Si bien es cierto que hay algunos libros clásicos que no pueden perderse, los niños tienen caminos insospechados para llegar a ellos más tarde. Es necesario tener presente este tránsito y estar muy atento al rumbo de las lecturas de nuestros hijos. También he observado que los jóvenes de hoy a veces se concentran en un solo género, el cómic o las sagas. Es un riesgo quedarse pegado solo en ellos, pues la diversidad de obras de ficción y no ficción acerca de tantos temas no hace más que enriquecer el camino del lector. ¡Qué madre tan preocupada de detalles que parecen nimios, pero que son pormenores muy importantes en la educación de los hijos! Veo que este conocimiento y preocupación acercan mucho a la madre y al hijo, los unen y alientan.

Por la noche, Matija llegó a la pieza con el libro de David Lozano, y me dijo: “Me debes tres capítulos”. Luego se tendió en mi cama, y me agregó: “¿Te importaría seguir leyéndome?”. No dejaba de escuchar en ningún momento. Leímos tres capítulos seguidos y su atención fue total. Al terminar cada episodio, me hacía alguna pregunta relacionada, lo que denotaba reflexión a partir de lo escuchado.

Al final de la lectura imaginé que Matija saltaría a su cama para dormir, pero siguió leyendo Harry Potter por más de dos horas con su pequeña lámpara encendida. Esta escena me recordó mis lecturas nocturnas en el campo, a veces a la luz de una vela.

Natalia, despierta y corriendo hacia donde me encontraba en el sillón de la sala, venía con un libro con los cuentos “La princesa y el guisante” y “Las habichuelas mágicas”. Leímos juntas un momento y después fuimos a la cocina a tomar desayuno. Luego, Natalia me trajo el libro que yo le había regalado en Colombia seis meses atrás, cuando nos conocimos en ese almuerzo campestre familiar en las cercanías de Bogotá: Un día de campo de Patricia Morales41. Es curioso cómo se tejen estas amistades entre lectoras, pues pasaron muchos días antes de que ella diera importancia a ese libro. Se lo leí y al parecer era la primera vez que lo escuchaba.

En tanto, Matija avisó con extrema felicidad y a viva voz que ya iba en la página 401 de su Harry Potter. Luego, se sentó en la mesa del comedor a escribir con una pluma el listado de materiales para hacer un experimento que encontró descrito en la versión en alemán de Star Wars42 que sacó de la biblioteca.

A la hora de almorzar la conversación se abrió con una película animada que todos habían visto un año atrás, Inside out. Natalia contaba con lujo de detalles de qué trataba la película, como si la hubiese visto ayer, la madre también entregaba sus entusiastas opiniones. Al terminar de comer, Natalia fue a su pieza y volvió con un pequeño diario de vida. Le pregunté si escribía en él, y me respondió que solo dibujaba; recordemos que tenía seis años. En todo caso, lo abrió con mucha confianza y en sus páginas no solo había dibujos sino que también anotaciones muy importantes, por ejemplo, el nombre de las amigas que invitaría a su próximo cumpleaños. Noté que eran siete y una de ellas estaba tachada. Le pregunté la razón y me dijo que había tenido muchos problemas con ella últimamente y que “no será invitada”.

A partir de esto conversamos con Jelena la manera en que ella celebra los cumpleaños de sus hijos. Me contó que para el cumpleaños del año anterior transformaron todo el departamento en una selva. Para eso estuvo toda la familia durante varios días pintando hojas y haciendo lianas, y así pudieron recrear la atmósfera de modo que los invitados se sintieran verdaderamente en medio de una selva. Pensé que al describir esta gran fiesta, Jelena y Carlos Felipe acercaban a los niños a la selva colombiana. Mi pensamiento voló y me trajo a la memoria esa obra fantástica de Kipling, El libro de la selva. A la distancia y tan cercano vi a Mogli, el gran niño protagonista que se crio en la selva entre lobos, desnudo y con esa mirada tan intensa que nunca olvida, pues el rigor de la selva y de los lobos es una de las historias de aventuras más maravillosas que hay y que muestra cómo frente a grandes adversidades se genera, por contraste, la posibilidad de encontrarse con uno mismo.

A la hora de la cena capté que el padre no comería esa noche en casa, pues iría a jugar squash. Al terminar de comer, noté que la madre se enojó, pues percibió que el lenguaje con que sus hijos estaban hablando no era correcto, y les dijo seriamente: “No pueden hablar así, ustedes son niños que leen, por favor esas palabras no las digan delante de mí”. Ellos nombraron muchas veces las palabras tutsi o schwer que significan “pesado”, es decir que “pesado” es una muy mala palabra. Nuevamente me sorprendió la dedicación de la madre al buen lenguaje de sus hijos. “Pesado” es una palabra que no es grata, pero convengamos en que se puede decir de manera casual, que es una palabra que puede decirse entre hermanos, claro está que no es una grosería. Otra vez la presencia y cuidado máximo de la mamá en un espacio donde los límites y los detalles tienen y cobran importancia.

Ese día los niños habían salido con sendos amigos y no llegaron a casa hasta las seis de la tarde, por lo que compartimos solo la hora de la cena. En ese momento conversamos y analizamos la película Harry Potter y la piedra filosofal en relación con el libro. Matija tenía una opinión muy clara, decía que el libro era mejor que la película pues en esta no se describe y explica tan bien el juego del Quidditch, y los diálogos son distintos en los dos formatos. Por supuesto que el padre y la madre también tenían sus opiniones al respecto. Les dije que yo no había visto la película, pero que sí disfruté muchísimo con la lectura del libro, y describí a la tía Petunia y su cuello largo, y mencioné los diálogos y situaciones que me hicieron mucha gracia. Mientras hablaba, noté que a Matija se le iluminaba la cara, percibí que el personaje de Harry Potter era verdaderamente su amigo.

De la conversación también salió un árbol que Carlos Felipe ama, llamado samán. Me mostró una foto y vi el maravilloso follaje. También apareció la descripción de cómo lo llaman por su bella sombra que cobija: “el árbol del amor”. Percibí que este gran árbol, que crece en el clima del valle del Cauca, protegía a la distancia a esta bella familia. Nos divertimos con Jelena, pues me enseñó algunas palabras en serbio que muchas veces yo había oído decir. Me encantó oír a Jelena hablar en esa especie de ruso con italiano, con fuerza y simpatía a la vez: dobro yutro es “buen día”, akunoch es “buenas noches”, stravo es para saludarse con un “hola” informal, y te volin es “te quiero”.

El día siguiente comenzó de manera muy especial. Estábamos tomando desayuno cuando sonó el timbre y llegó una tía colombiana, muy simpática, que nos iba a acompañar en la salida de ese día, que consistió en visitar ni más ni menos que el Buchheim Museum, a una hora de Múnich.

Ángela era tía de Carlos Felipe y debía de tener alrededor de sesenta años, era abuela y muy jovial. En cuanto se sentó comenzó a recitar poemas de Rafael Pombo en voz alta: “Érase una viejecita; sin nadita que comer, sino carnes, frutas, dulces, tortas, huevos, pan y pez”. Fue un tremendo desayuno, con poemas recitados por una bogotana de tomo y lomo.

El Buchheim Museum tenía una exposición de Hundertwasser, Schon & Gut. Iríamos solo las cuatro mujeres, pues Matija tenía un panorama con sus amigos y Carlos Felipe trabajaba. Al regreso, Natalia se sentó en la mesa y comenzó a hacer dibujos a lo Hundertwasser. La madre la siguió y, por cierto, yo también, así es que las tres terminamos la tarde pintando inspiradas por este artista austriaco.

Con Jelena averiguamos más de este gran artista y en especial acerca de una teoría que Friedensreich Hundertwasser43