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Nueva edición de una obra maestra de la literatura inglesa y victoriana, con introducción de Virginia Woolf y posfacio de Ángeles Caso. En una gélida noche de tormenta, un hombre busca refugio en Cumbres Borrascosas. Allí, en la casa que corona los páramos de Yorkshire, conocerá los tumultuosos acontecimientos que desolaron el lugar años atrás: una trágica historia de amor y venganza entre Heathcliff y Catherine Earnshaw, dos seres indómitos, pero incapaces de rehuir la naturaleza destructiva del amor. Publicada en 1847, obtuvo de inmediato el favor del público lector, aunque la crítica la consideró entonces una novela «inadecuada». Pero fueron el tiempo y la mirada feminista quienes realzaron aún más el majestuoso trabajo de Emily Brontë, consolidado hoy como un clásico de la literatura inglesa y universal. Magistral en la construcción de la trama narrativa, en la singularidad y fuerza de los personajes, Cumbres Borrascosas es una epopeya de ecos góticos y dramatismo shakesperiano, que explora los aspectos más oscuros y apasionados del ser humano. La presente edición incluye, a modo de Posfacio, una invitación a su lectura a cargo de la novelista Ángeles Caso. Gran experta en literatura inglesa del siglo xix, sus esclarecedoras reflexiones nos ayudan a comprender las circunstancias inauditas que hicieron posible la creación de Cumbres Borrascosas, así como las claves de su profundísima modernidad.
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Seitenzahl: 656
Veröffentlichungsjahr: 2024
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CUMBRES BORRASCOSAS
Título original: Wuthering Heights
© del texto: Emily Brontë, 1847
© de la traducción: Miguel Pérez Ferrero, 1942
Ante la imposibilidad de contactar con los herederos del copyright, la editorial pone a su disposición los derechos de traducción
© de la introducción: Virginia Woolf, 1916
© del posfacio: Ángeles Caso, 2024
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: julio de 2024
ISBN: 978-84-10313-07-1
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Maquetación: El Taller del Llibre, S. L.
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Hay autores que tienen una personalidad abrumadora que —como diríamos en la vida real— se siente desde el instante en que aparecen por la puerta. Hay en ellos una ferocidad indómita, en perpetua guerra con el orden establecido de las cosas, que les conduce a crear de manera instantánea en lugar de observar con paciencia. Este mismo ardor, que rechaza las medias tintas y otros impedimentos menores, se abre paso a través de la conducta cotidiana de la gente corriente y se alía con sus pasiones más inconfesadas. Los convierte en poetas o, si deciden escribir en prosa, los hace intolerantes a sus restricciones. De ahí que tanto Emily como Charlotte Brontë estén siempre invocando la ayuda de la naturaleza. Ambas sienten la necesidad de encontrar algo que simbolice las vastas y adormecidas pasiones de la naturaleza humana, más poderoso que las palabras o los hechos que pueden transmitir. Charlotte termina su mejor novela, Villette, con la descripción de una tormenta. «Cargados y oscuros los cielos, un denso cúmulo surge veloz por el oeste como una pesadilla, nubes que adoptan formas extrañas». Así, recurre a la naturaleza para describir un estado de ánimo que no podría expresarse de otro modo. Pero ninguna de las hermanas observó la naturaleza con tanta precisión como Dorothy Wordsworth ni la pintó minuciosamente como lo hizo Tennyson. Tomaron aquellos aspectos de la tierra que eran más afines a lo que ellas mismas sentían o atribuían a sus personajes, y así sus tormentas, sus páramos y sus hermosos espacios estivales no son ornamentos aplicados para decorar una página insustancial o mostrar la capacidad de observación de la escritora, sino que expresan la emoción e iluminan el sentido del libro. El sentido de un libro, que tan a menudo se encuentra al margen de cuanto sucede y se dice y que consiste más bien en alguna conexión que para el escritor han tenido ciertas cosas que son en sí distintas, es necesariamente difícil de comprender. Sobre todo cuando, como en el caso de las Brontë, el escritor es poético y su significado es inseparable del lenguaje que utiliza, que es más un estado de ánimo que una observación particular.
Cumbres Borrascosas es un libro más difícil de entender que Jane Eyre, porque Emily era mejor poetisa que Charlotte. Cuando Charlotte escribía se expresaba con elocuencia, esplendor y pasión: «[yo] amo», «[yo] odio», «[yo] sufro». Su experiencia, aunque más intensa, está a la altura de la nuestra. Pero no hay un «yo» en Cumbres Borrascosas. No hay institutrices. No hay patrones. Hay amor, pero no es el amor de hombres y mujeres. Emily estaba inspirada por una concepción más amplia. El impulso que la llevó a crear no fue su propio sufrimiento o sus propias heridas. Contempló un mundo dividido en un desorden gigantesco y sintió en su interior la capacidad de unirlo en un libro. Esa ambición descomunal se percibe a lo largo de toda la novela: una lucha medio frustrada, pero de una convicción superlativa, por decir algo a través de sus personajes que no sea simplemente «amo» u «odio», sino «nosotros, la raza humana» y «tú, el poder eterno...». La frase queda inconclusa. No es extraño que sea así, sino sorprendente que pueda hacernos sentir todo lo que quería transmitir. Surge en las palabras medio articuladas de Catherine Earnshaw: «Si todo lo demás sucumbiera y él quedase, yo continuaría viviendo; pero si lo que quedase fuese lo demás y él desapareciera, el mundo me sería ajeno en absoluto, y yo no parecería siquiera de este mundo». Estalla de nuevo en presencia de los muertos. «Siento entonces una calma que ni la tierra ni el infierno pueden turbar; adquiero la certeza de un más allá sin límites ni sombras —¡la eternidad al fin conquistada!— donde la vida se prolonga infinitamente en su duración». Esta insinuación de un poder que subyace a las apariciones de carácter humano y las eleva a la presencia de la grandeza es lo que le da al libro su enorme estatura entre otras novelas. Pero a Emily Brontë no le bastaba con escribir unos versos, lanzar un grito, expresar un credo. En sus poemas lo hizo de forma decisiva y tal vez estos poemas sobrevivan mejor que su novela. Pero era novelista además de poeta. Debe asumir una tarea más laboriosa e ingrata. Debe enfrentarse al hecho de otras existencias, lidiar con el mecanismo de lo externo, construir de forma reconocible las granjas y casas e informar de los discursos de hombres y mujeres que existieron independientemente de ella. Y así alcanzamos estas cumbres de emoción, no por medio de alabanzas o fascinación, sino oyendo a una niña cantar viejas canciones para sí misma mientras se mece en las ramas de un árbol; observando a las ovejas del páramo segar el césped; escuchando el suave viento que respira entre la hierba. La vida en la granja, con todos sus delirios e improbabilidades, se abre ante nosotros. Se nos dan todas las oportunidades para comparar Cumbres Borrascosas con una granja real y a Heathcliff con un hombre de carne y hueso. ¿Cómo puede haber verdad, perspicacia o los matices más sutiles de emoción en hombres y mujeres que se parecen tan poco a lo que hemos visto en nosotros mismos? Incluso mientras lo preguntamos vemos en Heathcliff al hermano que una genial hermana podría haber visto; es imposible, decimos, pero sin embargo ningún chico en la literatura tiene una existencia tan vívida como la suya. Lo mismo ocurre con las dos Catherines; nunca podrían las mujeres sentir como ellas ni actuar a su manera, decimos. Sin embargo, son las mujeres más adorables de la ficción inglesa. Es como si la autora pudiera romper todo aquello por lo que conocemos al ser humano y rellenar esas irreconocibles transparencias con tal ráfaga de vida que trascendieran la realidad. El suyo es, pues, el más excepcional de todos los poderes. Podía liberar la vida de su dependencia de los hechos reales; con unos pocos toques, definir el alma que hay detrás de un rostro para que no necesite cuerpo; hablar del páramo y hacer que sople el viento y ruja el trueno.
VIRGINIA WOOLF1916
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1. Texto extraído del artículo «Jane Eyre and Wuthering Heights», The Common Reader, 1916.
1801
Estoy de vuelta después de haber hecho una visita al propietario de mi casa, único vecino que pueda preocuparme. En realidad, este país es maravilloso. Yo no creo que en toda Inglaterra hubiese podido encontrar un lugar más apartado del mundanal bullicio. Es el verdadero paraíso para un misántropo; y el señor Heathcliff y yo parecemos la pareja más adecuada para compartir este desierto. ¡Qué hombre tan magnífico! Seguro que se hallaba lejos de imaginar la simpatía que me inspiró al sorprender cómo sus ojos se hundían en sus órbitas, llenos de sospechas, en el mismo instante en que yo detenía mi caballo, y cómo sus dedos se escondían con huraña resolución aún más profundamente en su chaleco cuando le dije mi nombre.
—¿El señor Heathcliff? —pregunté.
Un movimiento de cabeza fue su respuesta.
—Lockwood, su nuevo inquilino, señor. He querido concederme el honor de visitarle en cuanto me ha sido posible desde mi llegada, para expresarle que confío en no haberle molestado con mi insistencia en que me alquilase la Granja de los Tordos. Oí decir ayer tarde que tuvo usted pensamiento...
—La Granja de los Tordos es de mi propiedad, señor —interrumpió, retrocediendo—. No permito que nadie me moleste, ya que tengo la manera de impedirlo... ¡Entre!
Pronunció «¡entre!» con los dientes cerrados, como le hubiera salido: «váyase al infierno».
La verja en la que se apoyaba no denunció ningún movimiento que correspondiese a sus palabras. Creo que esta circunstancia me determinó a aceptar la invitación. Me interesaba aquel hombre cuya reserva parecía aún más exagerada que la mía.
Cuando vio que mi caballo empujaba tranquilamente la verja, sacó la mano para soltar la cadena y me precedió de mala gana en el camino. Al entrar en el patio, gritó:
—¡Joseph, encárgate del caballo del señor Lockwood y trae vino!
«Esta es toda la servidumbre», me dije respondiendo a la reflexión que provocó en mí la doble orden. «No es extraño que la hierba crezca entre las baldosas y que sea únicamente el ganado el que corte el seto».
Joseph es un hombre de cierta edad, mejor dicho: de edad, de mucha edad, quizá; aunque sano y robusto. «¡Dios nos asista!», masculló para sí en tono de brusco mal humor mientras cogía las riendas de mi caballo y me miraba de un modo tan hosco que me indujo a intuir caritativamente que debía necesitar de la divina ayuda para digerir los alimentos. Pero me negué a relacionar su piadosa jaculatoria con mi visita intempestiva.
Cumbres Borrascosas es el nombre del domicilio del señor Heathcliff, nombre que expresa perfectamente el tumulto atmosférico al que está expuesto el lugar en tiempo tempestuoso,1 pero que siempre debe de contar con aire puro y saludable. La fuerza con la que el viento norte sopla por el lomo de los cerros se advierte en la excesiva inclinación de algunos pinos achaparrados al extremo de la casa y en una hilera de flacos espinos, todos los cuales extienden sus ramas del mismo lado, como implorando una limosna de sol. Por fortuna, el arquitecto tuvo la previsión de construir sólidamente; las ventanas, estrechas, se hallan hundidas a conciencia en el espesor del muro, y los ángulos están defendidos por grandes salientes de piedra.
Antes de atravesar el umbral, me detuve para admirar unas esculturas grotescas, diseminadas en gran cantidad por la fachada y, especialmente, sobre la puerta principal, donde, entre innumerables grifos deteriorados y niños impúdicos, descubrí la fecha «1500», y el nombre «Hareton Earnshaw». Me hubiera gustado comentarlo un poco y pedir al áspero propietario una breve referencia histórica de su dominio, pero su actitud junto a la puerta parecía exigir de mí la disyuntiva de que entrase enseguida o me marchase definitivamente; y yo no quise aumentar su impaciencia antes de haber visitado el interior de la casa.
De un solo paso nos hallamos en el salón, sin que antecediese pasillo o vestíbulo alguno. Este salón se llama aquí, por excelencia, «la casa», y sirve, por lo general, a la vez, de cocina y de habitación donde se recibe; pero sospecho que, en Cumbres Borrascosas, la cocina había sido relegada a otro sitio, porque oí al fondo sonidos de voces, acompañados del tintineo de utensilios culinarios; además, no vi en la gran chimenea instrumento alguno para asar o para cocer el pan, ni recipiente para hervir, ni el brillo de las cacerolas de cobre o coladores de lata colgando de las paredes. Bien es verdad que a un extremo de la habitación fulguraba la luz, con esplendentes reflejos, en inmensos platos de peltre, entremezclados con jarros y vasos de plata, colocados en filas, unas sobre otras, que ascendían hasta el techo en un enorme aparador de roble. Llamaba la atención el aparador, y un ojo curioso podía detallar su anatomía completa, excepto donde la ocultaba un bastidor de madera cargado con tortas de avena; y de un racimo de jamones, piernas de buey y de carnero. Encima de la chimenea había colgadas unas viejas escopetas enmohecidas, y un par de pistolas de arzón; y, a guisa de adorno, sobre la leja, tres botes de té pintados con colores vistosos. El suelo era de piedra blanca, liso; las sillas, antiguas, de altos respaldos, pintadas de verde: una o dos, más macizas y negras, se adivinaban en la sombra. Cobijada en un arco que formaba el pie del aparador, descansaba una gran perra de la raza llamada de muestra, de color amarillento, rodeada de un enjambre de cachorros chillones; otros perros se habían acomodado allí donde había más rincones o huecos.
Vivienda y muebles nada tendrían de extraordinario de pertenecer a un honrado agricultor del norte, de aspecto cazurro y miembros vigorosos, acusados por el calzón corto y las polainas. En cualquier punto en cinco o seis millas, por estas montañas, es fácil hallar individuos semejantes, sentados en un sillón junto a la mesa redonda y ante un vaso de espumosa cerveza; sobre todo si llegáis en el instante oportuno, después de comer. Pero el señor Heathcliff ofrece un extraño contraste con su casa y su modo de vivir. Su apariencia física se diría que es la de un gitano, con su tez morena; pero en el modo como viste, y en los modales, es un caballero; por lo menos un caballero como puedan serlo la mayoría de los propietarios rurales del país. Algo descuidado en su aliño, pero ese descuido natural no le sienta mal, porque su figura es erguida y resulta elegante, pese a la impresión de aspereza que da. Es posible que haya quienes le juzguen orgulloso y maleducado, pero tengo la intuición de que nada de eso es cierto con respecto a él. Sé, por instinto, que su reserva proviene de que detesta las exteriorizaciones emocionales... y las manifestaciones usuales de mutua amabilidad. Amará u odiará sin que nada se trasluzca, y considerará como una impertinencia el amor, o el odio, que por su parte reciba. Pero, no; se me antoja que voy muy de prisa concediéndole gratuitamente rasgos de mi propio carácter. El señor Heathcliff puede abrigar razones absolutamente diferentes de las mías al esconder la mano, cuando se encuentra con alguien que no espera para tenderle la suya. Acaso sea el mío un temperamento completamente peculiar. Mi pobre madre solía decir que yo nunca sería capaz de crearme un hogar agradable y con comodidades, y el mismo verano pasado di sobradas pruebas de ser perfectamente indigno de poseerlo.
Disfrutaba de un mes con un tiempo delicioso a orillas del mar cuando descubrí a la más fascinadora de las criaturas: una verdadera diosa a mis ojos, que, sin embargo, no pareció fijarse en mí. Nunca le dije mi amor de palabra; pero, si las miradas hablan, podía comprender que yo estaba locamente enamorado. Me comprendió al fin, y me miró del modo más dulce que pueda imaginarse. ¿Qué hice yo entonces? Habré de confesarlo, para vergüenza mía: me replegué glacialmente, cual un caracol en su concha; a cada mirada suya, yo me enfriaba más y me metía más adentro de mi caparazón, hasta que, al final, la inocente debió dudar de sus propias facultades sensitivas, y, abrumada de confusión por el supuesto error en que había incurrido, persuadió a su madre para marcharse inmediatamente. Tales cambios de inclinación, por mi parte, me han valido fama de ser intencionadamente cruel, lo cual es de todo punto injusto; pero solo yo puedo apreciarlo.
Tomé asiento junto a la chimenea, frente a mi propietario, y en el intervalo de silencio pretendí acariciar a la perra, que había abandonado a sus crías y rondaba como una loba mis piernas con el hocico arrugado, enseñando sus dientes blancos y húmedos, prestos al mordisco. Mi intento de caricia provocó un prolongado gruñido.
—Le prevengo que haría usted mejor en dejar tranquila a la perra —gruñó al unísono el señor Heathcliff, reprimiendo de un puntapié las peligrosas demostraciones del animal—. No está acostumbrada a mimos, ni está enseñada para servir de distracción.
Luego, dando unas cuantas zancadas hacia una puerta lateral, gritó nuevamente: «¡Joseph!».
Joseph refunfuñó de modo ininteligible en las profundidades de la bodega, pero sin dar señal alguna de salir, tanto que su amo se fue a buscarle, dejándome cara a cara con la bellaca perra y con un par de torvos y peludos perros de pastor que ejercieron en su compañía una celosa vigilancia de todos mis movimientos. Por temor a sus colmillos me estuve quieto, mas, creyéndoles incapaces de comprender determinadas expresiones insultantes, cometí la torpeza de permitirme hacerles guiños de ojos y toda clase de muecas. Pero uno de mis gestos debió de producir tal cólera en la «señora», que, inopinadamente, se me tiró furiosa a las rodillas. La esquivé y me apresuré a poner la mesa como barrera entre los dos. Mas la maniobra conmocionó a todo el enjambre: media docena de diablos cuadrúpedos, de diferentes tamaños y edades, surgieron de recónditas guaridas precipitándose al centro común. Mis talones y los faldones de mi casaca fueron los principales objetivos del ataque, y, rechazando con el atizador del fuego a los combatientes más aguerridos, me vi obligado a pedir auxilio a gritos para que alguien de la casa viniese a restablecer la paz.
Con irritante flema subieron los escalones de la cueva el señor Heathcliff y su criado. No creo que tardasen un segundo menos de los que tenían por costumbre, aunque alrededor de la chimenea descargaba una tempestad de ladridos y gritos. Por suerte, una ocupante de la cocina se dio más prisa: una lozana moza, con el vestido recogido, los brazos desnudos y las mejillas enrojecidas por la lumbre, se abalanzó en medio del tumulto, blandiendo una sartén y haciendo uso de este arma y de su lengua, con tanta eficacia que la tormenta se calmó como por arte de magia. Solo ella permanecía jadeante en su sitio, como el mar alborotado después de un huracán, cuando su amo entró en escena.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó mirándome de un modo que me fue difícil soportar, tras recibir tan inhospitalario trato.
—¡Qué demonios!..., en efecto —balbuceé—. La famosa piara de cerdos endiablados2 no contaba con peores espíritus que los de estos animales de usted. Sería lo mismo dejar a un extraño entre una camada de tigres.
—Nunca se meten con personas que no tocan nada —advirtió dejando la botella delante de mí, y volviendo a colocar la mesa donde estaba—. Los perros hacen bien en vigilar. ¿Quiere un vaso de vino?
—No, gracias.
—¿No le han mordido?
—Si lo hubieran hecho, vería usted la marca que yo habría dejado en el mordedor.
Una mueca que quería ser una sonrisa pretendió dulcificar el semblante del señor Heathcliff.
—Vamos, vamos, está usted excitado, señor Lockwood. Beba un poco de vino. Los huéspedes son tan extremadamente raros en esta casa que mis perros y yo, lo reconozco de buen grado, no sabemos recibirles. ¡A su salud, señor!
Hice una inclinación de cabeza para devolver la cortesía. Empezaba a darme cuenta que sería tonto enfadarme por los desmanes de una jauría de perros con malas pulgas. Por otra parte, no estaba dispuesto a continuar divirtiendo a su dueño a mi costa, puesto que tal giro había tomado su humor. Respecto a él, debió de pesar probablemente la prudente consideración de que sería una locura ofender a un buen inquilino, y suavizó un tanto su laconismo, en el que excluía pronombres y verbos auxiliares. Empezó una conversación, que juzgó habría de interesarme, acerca de las ventajas e inconvenientes del lugar de mi actual retiro. Le hallé muy enterado de los asuntos de los que tratamos y, antes de regresar a casa, me sentí tan animado que le prometí hacerle una nueva visita mañana. Era evidente que no deseaba que yo repitiese mi intrusión. Volveré, a pesar de todo. Me asombra descubrirme tan sociable en comparación con él.
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1. Se ha traducido por Cumbres Borrascosas Wuthering Heigths. Acaso hubiera podido también traducirse: Cumbres Rugientes. Wuthering», adjetivo, es un término dialectal del verbo wuther, que significa rugir o bramar con irritación, y se aplica preferentemente a los fenómenos atmosféricos. En este libro es particularmente importante su título, ya que alrededor de él giran constantes comentarios de su autora, y a lo largo de la novela constituye un leitmotiv, el cual imprime carácter a la obra. (N. del T.)
2. San Marcos, V. (la autora alude a la piara evangélica). (N. del T.)
Ayer hizo una tarde brumosa y fría. Deseaba yo pasarla junto a la lumbre, en el cuarto donde trabajo, en vez de andar metido entre niebla y lodo hasta llegar a Cumbres Borrascosas. Subí a la habitación después de comer. (Nota: Diré que como entre doce y una. El ama de llaves, matrona respetable que tomé con la casa, como si formara parte del inmueble, no ha podido, o no ha querido, comprender mi petición de que se me sirva la comida a las cinco). Subí la escalera con la antedicha intención de no hacer nada, pero, al abrir el cuarto, me encontré con una moza que, de rodillas y rodeada de escobas y cubos de carbón, levantaba un polvo infernal al apagar las llamas, ahogándolas en nubes de ceniza. Este espectáculo me hizo retroceder en el acto. Tomé el sombrero, y después de caminar cuatro millas, alcancé la entrada del jardín de Heathcliff, con el tiempo preciso para escapar a los primeros copos de un chubasco de nieve.
En aquella desamparada cima, la tierra estaba endurecida por una negra escarcha y el viento me hizo tiritar de pies a cabeza. Al ver que no acertaba a quitar la cadena, salté la verja, corrí por el camino bordeado de matas dispersas de grosella, y golpeé, en vano, la puerta para que me abriesen, hasta que los nudillos me hormiguearon y los perros se pusieron a ladrar.
«¡Miserables! —proferí para mis adentros—. Bien merecida tenéis, por tan grosera falta de hospitalidad, una perpetua separación de vuestros semejantes. Al menos, ya podríais no atrancar las puertas de día. Pero no importa: ¡entraré!». Y, tomada mi resolución, empuñé el llamador y lo sacudí con vehemencia. Por un tragaluz del granero asomó la cabeza de Joseph, que me mostraba su cara avinagrada.
—¿Qué desea usted? —gritó—. El amo ha ido a ver los carneros. Dese una vuelta por el hórreo, si quiere hablar con él.
—¿No hay dentro nadie para abrir la puerta? —grité a mi vez como contestación.
—Nadie más que la señorita, y no abrirá aunque se pase usted la noche armando ese ruido infernal.
—¿Por qué? ¿No puede usted decirle quién soy, Joseph?
—¿Yo? ¡Quiá! ¿Qué me importa a mí? —Y su cabeza desapareció.
La nieve empezaba a caer espesa. Cogí la empuñadura del llamador para probar de nuevo, cuando un joven sin casaca y con una horca al hombro apareció en el patio del fondo. Me llamó indicándome que le siguiese, y, después de atravesar un lavadero y un patio enlosado donde había una carbonera, una bomba para sacar agua y un palomar, llegamos a la gran sala, caldeada y alegre, en que la otra vez me habían recibido. Resplandecía deliciosamente al fulgor de un inmenso fuego de carbón, turba y leña, y al lado de la mesa dispuesta para una abundante colación, tuve el gusto de ver a la «señorita», personaje cuya existencia no había yo sospechado anteriormente. Hice un saludo y aguardé a que ella me invitase a sentarme. Me miró reclinándose contra el respaldo de su silla, pero permaneció inmóvil y muda.
—¡Mal tiempo! —observé—. Siento, señora Heathcliff, que la puerta haya pagado las consecuencias del abandono de sus criados. Me las vi y me las deseé para lograr que me oyesen.
No desplegaba los labios. Yo la miré fijamente; ella me miró fijamente también, o mejor: clavó en mí una mirada fría, indiferente, en extremo embarazosa y desagradable.
—Siéntese —dijo la joven con aspereza—. Pronto vendrá.
Obedecí; fingí un golpe de tos; llamé a la malvada Juno, que se dignó en esta segunda entrevista dar muestras de que me había reconocido moviendo la cola.
—¡Qué hermoso animal! —comencé de nuevo—. ¿Piensa usted deshacerse de los cachorros, señora?
—No son míos —dijo la amable patrona con un acento todavía menos conciliador que el que hubiera podido emplear el propio Heathcliff en semejante respuesta.
—¡Ah! Sus favoritos son, sin duda, esos otros —proseguí, volviéndome hacia un almohadón casi oculto en la sombra en el que se movía algo parecido a unos gatos.
—¡Chocantes favoritos! —observó con desprecio.
No tenía yo suerte: aquello era un montón de conejos muertos. Tosí de nuevo y me acerqué al hogar, reanudando mis comentarios sobre la pésima tarde que hacía.
—No debía usted haber subido —dijo ella levantándose para alcanzar de la chimenea dos de los botes de té pintados.
Hasta entonces había estado apartada de la luz; ahora podía yo ver claramente su figura y su rostro. Era esbelta, y, por la apariencia, apenas si había dejado de ser adolescente. Estaba admirablemente formada y poseía la carita más linda que yo viera nunca: facciones pequeñas, muy regulares y muy blanca la tez; bucles rubios o más bien dorados, que acariciaban libremente su cuello delicado; y unos ojos que hubieran sido irresistibles de tener la expresión agradable. Por fortuna para mi impresionable corazón, el único sentimiento que revelaban oscilaba entre el desprecio y algo así como la desesperación, lo cual resultaba una extraña sorpresa descubrir. Los botes se hallaban casi fuera de su alcance. Hice ademán de ayudarla. Se revolvió contra mí como lo haría un avaro al que tratasen de ayudarle a contar su oro.
—Usted perdone —me apresuré a replicar.
—¿Está usted invitado a tomar el té? —preguntó, mientras prendía un delantal en su impecable vestido negro. Suspendía una cucharada de té sobre la tetera.
—Tomaré una taza, con mucho gusto —respondí.
—¿Está usted invitado? —repitió.
—No —dije medio sonriendo—. Pero usted es la persona indicada para invitarme.
Dejó el té, la cuchara y todo lo demás, y tornó a su silla con gesto de rabia: el ceño fruncido, el labio inferior, encarnado, hacia afuera, como el de un niño que va a romper a llorar.
Mientras tanto, el joven se había echado por encima de los hombros un andrajoso sobretodo. Erguido frente al fuego, me miraba de soslayo y ponía una cara como si hubiera entre nosotros alguna mortal querella que vengar. Empecé a preguntarme si sería o no un criado. Su indumentaria y su modo de hablar eran toscos, completamente desprovistos de la superioridad que se manifestaba en los del señor y la señora Heathcliff. Sus espesos cabellos castaños eran ásperos y estaban descuidados; sus bigotes se expandían por sus mejillas como los de un oso; sus manos eran las manos atezadas de un vulgar labriego. Con todo, su porte era desenvuelto, casi orgulloso. No demostraba la diligencia de un criado por servir a la dueña de la casa. A falta de otras pruebas que evidenciaran su condición, preferí no hacer caso de su extraña manera de conducirse. Pasados cinco minutos, la entrada de Heathcliff me alivió un tanto en mi enojosa situación.
—¡Verá usted que he venido como le prometí! —exclamé, simulando alegría—, y mucho me temo que la nieve me obligue a quedarme aquí durante media hora, si puede usted darme refugio tanto rato.
—¿Media hora? —dijo sacudiendo los blancos copos de su traje—. Me pregunto por qué ha elegido usted el fuerte de una tormenta de nieve para vagar hasta estos sitios. ¿Acaso no sabe que corre el riesgo de perderse en los pantanos? Personas familiarizadas con estos páramos se extravían con frecuencia en días como este. Y le aseguro que, por ahora, no es probable que cambie el tiempo.
—Quizá haya entre sus criados un guía que se quedaría hasta mañana en la granja. ¿No podría usted proporcionarme uno?
—No; no puedo proporcionárselo.
—¡Vaya!... Pues entonces tendré que confiar únicamente en mi intuición.
—¡Hum...!
—¿Qué hay del té? —preguntó el del andrajoso sobretodo, apartando de mí sus ojos coléricos para mirar a la joven.
—¿Hay que darle a él? —inquirió a su vez ella, dirigiéndose a Heathcliff.
—Despacha, ¿quieres? —fue la respuesta emitida de un modo tan bárbaro que tuve un sobresalto.
El tono en que las palabras habían sido pronunciadas revelaba mala índole. Ya no me sentía inclinado a calificar a Heathcliff de magnífico compañero.
Terminados los preparativos, me invitó diciendo:
—Ea, señor, acerque su silla.
Y todos, incluso el rústico mancebo, nos sentamos alrededor de la mesa. Reinó un austero silencio mientras tomábamos el té.
Se me ocurrió que, si mi presencia había provocado aquella frialdad de ambiente, debería hacer un esfuerzo para disiparla. No era posible que tales personas estuviesen siempre tan sombrías y taciturnas, ni que, por agriado que tuviesen el humor, mostrasen ese ceño cotidianamente.
—Resulta raro —inicié, en el intervalo de una taza de té a otra—, resulta raro que la costumbre pueda hasta tal punto moldear nuestros gustos y nuestras ideas. Muchos serían incapaces de concebir la existencia de la felicidad en una vida tan absolutamente apartada como la de usted, señor Heathcliff, y, sin embargo, estoy por decir que, rodeado de su familia, con su amable esposa como ángel tutelar de su casa y su corazón...
—¡Mi amable esposa! —interrumpió en son de mofa casi diabólica—. ¿Dónde está mi amable esposa?
—La señora de Heathcliff, quiero decir.
—¡Ah, bueno, ya...! Usted quiere decir, sin duda, que su espíritu se ha adjudicado el papel de ángel guardián y vela por el destino de Cumbres Borrascosas, aunque el cuerpo no esté. ¿No es eso?
Dándome cuenta de mi desatino, intenté rectificar. Hubiera debido advertir la excesiva diferencia entre las edades de los dos para dar a simple vista como posible que fuesen marido y mujer. Tendría él alrededor de los cuarenta años, período del vigor mental en que rara vez acarician los hombres la ilusión de que las muchachas se casen con ellos por amor. Únicamente los ancianos se consuelan con ese sueño. Ella, en cambio, no representaba alcanzar los diecisiete.
Entonces relampagueó en mí esta idea: «El patán que está a mi lado, que toma el té en tazón y come el pan con las manos sucias, bien puede ser su marido: el hijo de Heathcliff, ciertamente. Eso pasa por enterrarse en vida: la muchacha apencó con este gañán por simple ignorancia de que existen personas mejores. Es una lástima... Habré de procurar que se arrepienta de su elección». Podrá parecer presuntuosa la reflexión última, pero no lo era. Mi vecino me producía la impresión de un ser casi repulsivo. En cuanto a mí, por experiencia, sabía que no carecía de dotes de atracción.
—La señora es mi nuera —dijo Heathcliff, lo cual confirmó mi suposición.
Al hablar le dirigió una mirada especial, una mirada cargada de odio..., a menos que, por estar anormalmente dispuestos, no interpretasen sus músculos faciales, como los del resto de los humanos, el lenguaje del alma.
—¡Claro! ¡Ahora comprendo! Usted es el afortunado poseedor de esta hada bienhechora —advertí volviéndome hacia mi vecino.
Esto fue todavía peor. El joven se puso como la grana, y apretó los puños en actitud tal, que semejaba estar rumiando una agresión. Pero pronto pareció recobrarse y sofocó la tormenta con una brutal maldición que, aunque me iba dirigida, hice como que no la había oído.
—No tiene usted suerte en sus conjeturas —observó mi huésped—. Ninguno de nosotros goza del privilegio de poseer al hada buena que usted dice. Su marido ha muerto. Signifiqué que era mi nuera, para lo cual debió de estar casada con mi hijo.
—Y este joven no es...
—No es mi hijo, por cierto.
Heathcliff sonrió de nuevo, como si hubiera sido una guasa demasiado fuerte atribuirle la paternidad de aquel oso.
—Mi nombre es Hareton Earnshaw —refunfuñó el otro—, y le aconsejo que lo respete.
—No creo haber cometido ninguna falta de respeto —contesté riendo para mis adentros del aire digno con que hacía su presentación.
Antes de que cesara de mirarme tan fijamente, dejé de sostenerle la mirada, tentado como estaba de abofetearle o de dar rienda suelta a mi hilaridad. Empecé a considerarme fuera de sitio en aquel agradable círculo de familia. La sensación de comodidad y de bienestar físico que allí se experimentaba quedaba neutralizada con creces por la lúgubre atmósfera espiritual. Resolví pensarlo bien antes de aventurarme por tercera vez bajo aquel techo.
Una vez terminado el refrigerio, y como nadie dijo una sola palabra de amable conversación, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía.
¡Qué triste espectáculo! Caía una noche oscura prematuramente, y el cielo y las colinas se confundían en agitado torbellino de viento y de nieve espesa.
—Será imposible que ahora vuelva a casa sin la ayuda de un guía —no pude por menos que exclamar—. Ya estarán sepultados los caminos, y, aunque no lo estuvieran, apenas se podría ver a un paso de distancia.
—Hareton, lleva esa docena de ovejas al portal del granero; las enterrará la nieve si se quedan en el corral toda la noche... Y pon una tabla delante —dijo Heathcliff.
—¿Y yo qué haré? —proseguí con creciente irritación.
No hubo contestación a mi pregunta. Miré en derredor mío y no vi más que a Joseph, que traía un caldero de bazofia para los perros, y a la señora Heathcliff arrimada al fuego, entretenida en quemar un paquete de cerillas que se había caído del reborde de la chimenea al volver a colocar en su sitio el bote de té. Después de dejar su carga, Joseph pasó revista a la habitación y chilló con voz rechinante:
—No me explico cómo puede quedarse usted ahí sin hacer otra cosa que calentarse cuando todos están fuera. Pero no sirve usted para nada y no vale la pena gastar saliva. Nunca se corregirá de sus mañas e irá de cabeza al infierno, igual que su madre.
Creí por un instante que me dirigía a mí el alarde de elocuencia, y, vivamente molesto, me adelanté hacia el viejo rufián para ponerle en la puerta a puntapiés, pero me contuvo la señora Heathcliff dando la réplica.
—¡Viejo hipócrita maldiciente! —rugió ella—. ¿No tienes miedo de que el demonio te lleve cuando le nombras? Te advierto que, si no te abstienes de provocarme, pediré tu rapto como gracia especial, ¡Basta! Mira un momento, Joseph —continuó, tomando de un estante un libro largo y oscuro—: voy a enseñarte mis progresos en Magia Negra. Pronto seré capaz de ponerlo todo en claro: No murió por casualidad la vaca colorada, ni tus reumas pueden contarse en modo alguno como favores de la Providencia.
—¡Ay, malvada, malvada! —jadeó el viejo—. ¡Que Dios nos libre del mal!
—¡No, réprobo, no; estás condenado! ¡Fuera de aquí, o lo vas a sentir de veras! Voy a sacar de todos vosotros contrafiguras de cera, y al que se pase de los límites que yo le fije le voy a... no diré lo que voy a hacerle; pero, ¡vais a ver! ¡Vete, que no te quito ojo!
La brujita puso una fingida malignidad en sus hermosos ojos, y Joseph, temblando, preso de sincero pavor, escapó, repitiendo entre rezos: «¡Malvada!». Supuse que la joven se había entregado a gastar una broma siniestra, y, ya que estábamos solos, traté de interesarla en mi zozobra.
—Señora Heathcliff —dije seriamente—, usted me excusará si la molesto. Me tomo esta libertad porque, con esa cara, estoy seguro que ha de tener usted buen corazón. Deme algunas indicaciones que me permitan reconocer el camino a mi casa. Tengo la misma idea de cómo se puede llegar a ella que usted de cómo se puede ir a Londres.
—Tome el camino por el que ha venido —respondió acomodándose en una silla, con una vela y el libro largo abierto—. El consejo es breve, pero es el único que puedo darle.
—Entonces, si usted oye que me han encontrado muerto en un barranco, o en un hoyo lleno de nieve, ¿no le dirá su conciencia que ha sido, en parte, por su culpa?
—¿Por qué? Yo no le puedo acompañar. No me dejarían ir ni hasta el final de la tapia del jardín.
—¡Usted! Me amargaría profundamente pedirle que cruzase el umbral con semejante noche —exclamé—. Solo le pido que me diga el camino, no que me lo enseñe. O, si no, convenza al señor Heathcliff para que me proporcione un guía.
—¿Quién? Estamos él, Earnshaw, Joseph, Zillah y yo. ¿Cuál quiere?
—¿No hay mozos en la finca?
—Nadie más que los que acabo de nombrar.
—Entonces, parece que me veré obligado a quedarme.
—Eso puede usted arreglarlo con el dueño. A mí no me incumbe.
—Confío que esto le sirva de lección para no emprender a la ligera excursiones por estos montes —gritó la áspera voz de Heathcliff desde la puerta de la cocina—. En cuanto a quedarse aquí, no tengo acomodo para forasteros. Tendrá que compartir la cama con Hareton, o con Joseph, si usted se queda.
—Puedo pasar la noche en una silla de esta habitación —propuse.
—¡No, no! Un extraño es un extraño, sea rico o pobre, y no me conviene darle a nadie los honores de la plaza cuando no estoy de guardia en ella —dijo el muy granuja.
Este insulto acabó con mi paciencia. Dejé escapar un grito de rabia y me lancé al patio, tropezando en mi precipitación con Earnshaw. Estaba tan oscuro que no pude encontrar la salida. Mientras daba vueltas, desorientado, alrededor de la casa, me dieron otra muestra del modo de tratarse entre ellos. El joven parecía al principio inclinado a favorecerme.
—Le acompañaré hasta la entrada del parque —dijo.
—¡Le acompañarás al infierno! —le gritó su amo, ya que esta es la palabra que más cuadra a sus situaciones respectivas—. ¿Quién va a cuidar los caballos?
—La vida de un hombre tiene más importancia que no cuidar los caballos una noche. Alguien ha de ir —murmuró la señora Heathcliff, más amablemente de lo que yo hubiera esperado de ella.
—¡No, si usted lo manda! —replicó Hareton—. Si le interesa lo que le pase, más le vale estar callada.
—Pues, de no ser así, ¡ojalá le atormente su espectro, y que el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino mientras exista la granja! —respondió ella con acento tajante.
—Oiga usted, oiga cómo les maldice —gruñó Joseph, al que me había acercado.
Se hallaba sentado lo bastante próximo para escuchar, y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna que cogí sin miramientos, gritándole que se la devolvería al día siguiente. Y corrí hacia la puerta trasera.
—¡Mi amo, mi amo! ¡Que me roba la linterna! —chilló el viejo, dándome persecución en mi huida—. ¡A él, Gruñón! ¡A él, Lobo! ¡A él, a él!
Al abrir el portillo, dos monstruos peludos me saltaron al cuello, me derribaron y se apagó la luz del farol al tiempo que las carcajadas de Heathcliff y Hareton colmaban mi humillación y mi rabia. Por suerte, los animales parecían más dispuestos a estirar las patas, a abrir la boca y a menear los rabos que a comerme vivo, pero no toleraban mi resurrección, y tuve que permanecer echado en el suelo hasta que a los bellacos de sus dueños les vino en gana liberarme. Entonces, destocado y temblando de cólera, conminé a los malandrines a que me dejasen salir, cargándoles a su cuenta y riesgo si me detenían un minuto más, y les amenacé con represalias tan incoherentes como variadas que, por su fuerza y virulencia, recordaban al rey Lear.
El estado de mi agitación me produjo una copiosa hemorragia nasal, y, cuanto más se reía Heathcliff, mayores eran mis voces. No sé cómo hubiera terminado la escena de no haber allí una persona más razonable que yo y más comprensiva que mi propietario. Era Zillah, la fornida ama de llaves, que había acabado por salir a enterarse de la causa de aquel alboroto. Creyó que uno de los dos hombres me había maltratado, y, no atreviéndose a atacar a su amo, dirigió su artillería verbal contra el más joven de los malsines.
—¡Bien, señor Earnshaw! —exclamó—. ¡No sé hasta dónde va a llegar usted! ¿Vamos ahora a asesinar a las personas en nuestros propios umbrales? Ya veo que esta casa no me convendrá nunca. Miren al pobre muchacho. Se ahoga, a fe mía. ¡Ea, chitón! No puede usted seguir de ese modo. Entre, que le voy a curar. Venga, cálmese.
Al tiempo que decía estas palabras, me echó de pronto un cubo de agua helada por la nuca, y me empujó a la cocina. El señor Heathcliff vino tras de mí, y su momentáneo regocijo se trocó en su habitual mal humor.
Me sentía extremadamente mal; la cabeza me daba vueltas; me había debilitado. De este modo, tenía que aceptar por fuerza la hospitalidad bajo aquel techo. Mi propietario dijo a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y luego se marchó a otra habitación. Mientras se condolía de mi triste situación, Zillah obedeció las órdenes de su amo, lo que me reanimó un poco, y a continuación me guio hasta donde había una cama.
Mientras me precedía escaleras arriba, me aconsejó que tapase la luz de la vela y que no hiciese ruido, porque su amo tenía unas ideas un tanto particulares acerca de la alcoba que iba a darme, y nunca dejaba a nadie alojarse allí. Le pregunté el motivo, y me dijo que no lo sabía, que solo hacía unos dos años que estaba en la casa, y que sus habitantes tenían tantas costumbres extrañas que hubiese sido el cuento de nunca acabar de ser ella una mujer curiosa.
Hallándome yo mismo excesivamente agotado para sentir, a mi vez, curiosidad, cerré la puerta y eché un vistazo a lo que me rodeaba, en busca de la cama. Todo el mobiliario consistía en una silla, un armario y una enorme caja de roble con aberturas cuadradas en la parte superior, a los lados, semejantes a las ventanas de los coches. Me acerqué al armatoste, miré dentro de él y vi que se trataba de un tipo raro de lecho, anticuado y adecuadamente concebido para obviar la necesidad de habitaciones separadas para cada miembro de la familia. Formaba, en efecto, un cuartito, y el antepecho de la ventana, a la que estaba adosado, servía de mesa. Descorrí las tablas laterales, entré con mi luz; las cerré de nuevo y me sentí a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de cualquiera.
El antepecho de la ventana donde coloqué la vela contenía algunos libros polvorientos y amontonados en un rincón, y estaba cubierto de inscripciones hechas con la punta de una navaja en la pintura. Las inscripciones, sin embargo, no eran sino la repetición de un mismo nombre en todas clases de letras y en caracteres, grandes y pequeños: «Catherine Earnshaw», que variaba en «Catherine Heathcliff», y que también cambiaba en «Catherine Linton».
Debido a la pesadez que sentía, apoyé la cabeza contra la ventana y seguí repitiendo maquinalmente; «Catherine Earnshaw..., Heathcliff..., Linton», hasta que los ojos se me cerraron. Pero no habría disfrutado cinco minutos de descanso, cuando de la oscuridad surgió un resplandor de letras blancas, fosforescentes como espectros. El aire hormigueaba de Catherines. Al incorporarme para disipar el obsesionante nombre, observé que la mecha de la bujía se inclinaba sobre uno de los viejos volúmenes, del que se desprendían efluvios de piel de ternera chamuscada. Despabilé la vela, y, destemplado por el efecto del frío y del persistente mareo, me acomodé y abrí el libro tostado, apoyándolo en mis rodillas. Era una Biblia impresa en finos caracteres, que olía horriblemente a moho. En la guarda había lo siguiente escrito: «Catherine Earnshaw, su libro», y una fecha de un cuarto de siglo atrás.
Cerré el volumen y cogí otro, y otro luego, hasta que los hube examinado todos. La biblioteca de Catherine era selecta y su estado de deterioro demostraba que se había hecho mucho uso de ella, si no un uso completamente legítimo. Casi ningún capítulo escapaba a un comentario —al menos eso parecía— a pluma o a lápiz, quedando relleno todo claro o margen que el impresor dejara. Había frases sueltas y, no obstante, aquello tomaba la forma de un diario en regla garrapateado con torpe mano infantil. Arriba de una página en blanco (probablemente un verdadero tesoro cuando se encontró) hallé una excelente caricatura de mi amigo Joseph, tosca, pero audazmente dibujada, que me regocijó de veras contemplar. Al punto se encendió en mí un vivo interés por la desconocida Catherine, y comencé a descifrar en el acto sus borrosos jeroglíficos.
«¡Qué horrible domingo!», empezaba un párrafo. «Quisiera que mi padre pudiese volver a nuestro lado. Hindley es un detestable sustituto: su conducta con Heathcliff es atroz. Heathcliff y yo vamos a rebelarnos. Hemos dado el primer paso esta tarde.
»¡Todo el día ha estado diluviando! No hemos podido ir a la iglesia, por lo que Joseph nos ha congregado en el desván. Mientras Hindley y su mujer se calentaban abajo, al amor de un buen fuego, entretenidos en cualquier cosa menos en leer la Biblia —respondo de ello—, a Heathcliff, a mí y al pobre Yuguero nos mandaron coger los devocionarios y subir. Sentados en fila en un saco de trigo, renegábamos y tiritábamos con la única esperanza de que Joseph también tiritase y abreviase el sermón en su propio interés. ¡Esperanza vana! El servicio duró exactamente tres horas, a pesar de lo cual todavía tuvo mi hermano el descaro de exclamar cuando bajamos: “¡Cómo! ¿Ya se ha acabado?”. Antes, los domingos por la tarde nos dejaban jugar, siempre que no hiciésemos demasiado ruido. Ahora la menor risita basta para que nos castiguen al rincón.
»“Olvidáis que tenéis aquí un amo”, dice el tirano. “Reventaré al primero que me irrite. Exijo una seriedad y un silencio absolutos. ¿Has sido tú, niño, el que ha hecho eso? Al pasar, tírale del pelo, Frances, querida mía. Le he oído chasquear los dedos”.
»Frances le tiró del pelo con toda su alma, y luego fue a sentarse en las rodillas de su marido. Así estuvieron más de una hora besándose y diciendo bobadas..., palabras absurdas y vacías de las que nosotros nos avergonzaríamos. Nos acurrucamos lo mejor posible bajo la bóveda del aparador. Yo había atado juntos nuestros delantales, colgándolos como si fuesen una cortina. En ese momento entra Joseph de hacer una ronda por las cuadras; arranca la cortina y me abofetea graznando:
»“Apenas está enterrado el amo, no ha transcurrido el domingo, tenéis todavía en los oídos las palabras del Evangelio, ¡y os atrevéis a jugar! Vergüenza debiera daros. Estaos quietos, malos. No faltan libros buenos, si queréis leerlos. Estaos quietos y pensad en vuestras almas”.
»Diciendo esto, nos obligó a cambiar de postura de modo que pudiésemos recibir un vago rayo de luz del lejano fuego, que nos permitiese descifrar el texto del mamotreto con que nos abrumó. Yo no lo pude soportar. Cogí el grasiento volumen por el lomo y lo arrojé a la perrera jurando que aborrecía los buenos libros. Heathcliff lanzó el suyo de una patada al mismo sitio. Después se armó la gorda.
»“¡Señor Hindley!”, gritó nuestro capellán. “¡Señor, venga aquí! La señorita Cathy ha destrozado las tapas del Yelmo de Salvación, y Heathcliff ha descargado su furia sobre la primera parte de Todo seguido a la perdición. Mal sistema dejarles que continúen así, ¡ay! El viejo les hubiera sentado las costillas como merecen... ¡pero ya se fue!”.
»Hindley se alejó de su paraíso terrenal, nos asió al uno del cuello y por el brazo al otro y nos echó a la cocina, de donde, según Joseph, se nos llevaría el demonio, cosa tan cierta como que estábamos vivos. Reconfortados de ese modo, cada cual buscó su sitio para esperar su llegada... Yo he cogido este libro y un tintero y he entreabierto la puerta del exterior para tener un poco de claridad. Habré podido escribir durante unos veinte minutos, pero mi compañero se impacienta y me propone que nos apoderemos del mantón de la lechera para abrigarnos y escapar al páramo. Es una buena idea; si el viejo gruñón viene, creerá entonces que su profecía se ha cumplido... No creo que tengamos allí más frío ni que haya más humedad que aquí».
Me parece que Catherine realizaría su proyecto, porque en el párrafo siguiente abordaba otro asunto. Tenía este párrafo un tono plañidero.
«Nunca hubiese podido imaginar que Hindley me hiciera llorar tanto!», escribía. «Me duele la cabeza, al extremo de no poder conservarla en la almohada y, sin embargo, no puedo ahuyentar mis pensamientos. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y no quiere ya que esté ni como con nosotros; pretende que él y yo no juguemos juntos, y amenaza con echarle de casa si infringimos sus órdenes. Ha estado censurando a nuestro padre (¿cómo se ha atrevido?) por haber tratado a Heathcliff con demasiada complacencia, y ha jurado que volverá a colocarle donde le corresponde».
Empezaba a adormilarme y se me vencía la cabeza sobre la borrosa página. Mi vista vagaba del manuscrito al impreso. Advertí un título ornamentado en rojo que decía: «Setenta veces siete, y el primero de la setenta y una.3 Piadoso discurso pronunciado por el reverendo Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerton Sough». Mientras que, en un estado de semiinconsciencia, me devanaba los sesos para averiguar lo que Jabes Branderham había podido sacar del tema, acabé por hundirme en el lecho y me dormí. Pero ¡ay!.. ¡Qué efectos produjeron el mal té y el destemple! ¿Qué otras causas, si no, me hubieran hecho pasar una noche tan infame? No conservo recuerdo de ninguna comparable desde que tengo sentido de lo que es el sufrimiento.
Me puse a soñar casi antes de perder la noción del lugar donde me hallaba. Me parecía que era por la mañana. Había emprendido el camino de regreso a mi casa, con Joseph como guía. Una espesa capa de nieve cubría nuestra ruta. Mientras avanzábamos con gran dificultad, mi compañero me abrumaba a reproches porque no llevaba el bordón de peregrino, asegurándome que nunca podría entrar en mi morada a menos que lo llevase. Y al tiempo que me decía esto, blandía con fiereza una garrota de grueso puño a la que comprendí daba aquel nombre. De momento consideré disparatado que necesitase de semejante arma para tener acceso a mi propio domicilio. Pero luego tuve otra idea: yo no me encaminaba a mi casa. Nos dirigíamos a escuchar al célebre Jabes Branderham en su sermón comentando el texto Setenta veces siete. Uno de nosotros —Joseph, el predicador o yo— había cometido el pecado Primero de la setenta y una, e iba a ser públicamente acusado y excomulgado.
Llegamos a la iglesia. Despierto he pasado por delante dos o tres veces en mis paseos. Está situada en un repliegue del terreno, entre dos colinas, a bastante altura, próxima a una ciénaga cuyo barro turbio dicen que tiene la propiedad de embalsamar los pocos cadáveres que allí se dejan. El tejado se ha conservado entero hasta ahora, pero las dos habitaciones que constituyen toda la casa amenazan con reducirse rápidamente a una, y los emolumentos del pastor no ascienden más que a veinte libras anuales, por lo que ninguno quiere desempeñar en este sitio su ministerio, tanto más que, según la voz que corre, sus feligreses le dejarían morir de hambre antes que aumentar el estipendio con un solo penique de sus bolsillos. Sin embargo, en mi sueño, Jabes gozaba de un auditorio numeroso y atento, y predicaba... ¡Dios mío, qué sermón! Un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, y cada parte, de la misma extensión que un sermón corriente, dedicada a un pecado diferente. De dónde sacaría tanto pecado, no se me ocurre. Tenía una manera peculiar de interpretar el texto, y parecía imprescindible que el feligrés cometiese a cada ocasión pecados distintos, los cuales eran curiosísimos: extravagantes infracciones que yo jamás había imaginado hasta entonces.
¡Oh, qué cansado era aquello! ¡Cómo me retorcía, bostezaba, cabeceaba y me reanimaba! ¡Cómo me pellizcaba, me frotaba los ojos, me levantaba, me volvía a sentar y daba con el codo a Joseph para que me dijese cuándo acabaría el sermón! Estaba condenado a oírlo todo. Por fin llegó el Primero de la setenta y una. En aquel crítico instante tuve una súbita inspiración, bajo cuyos efectos me puse en pie para denunciar a Jabes Branderham como el culpable del pecado que un cristiano no está obligado a perdonar.
—¡Señor —grité—, sentado entre estas cuatro paredes he soportado y tolerado, sin interrupción, las cuatrocientas noventa partes de su sermón! Setenta veces siete veces cogí el sombrero para irme... Setenta veces siete veces usted me ha forzado disparatadamente a recobrar mi sitio. La cuatrocientas noventa y una pasa los límites. Compañeros de martirio: ¡a él! ¡Derribadle y reducidle a átomos para que los lugares que le han visto no vuelvan a verle!
—¡Tú eres el Hombre! —chilló Jabes, tras una solemne pausa, acomodándose en el antepecho del púlpito—. Setenta veces siete veces has torcido el gesto bostezando..., setenta veces siete veces he consultado con mi conciencia. «¡Bah!», pensé, «¡debilidad humana!; todavía puede absolverse». Pero llega el Primero de la setenta y una. ¡Hermanos: ejecutad en él la sentencia escrita! Es un honor que recae en todos los buenos cristianos.
Al pronunciar esta última frase, todos los asistentes a la asamblea se arrojaron a mí unánimemente y me rodearon con los bordones de peregrinos levantados. Sin arma con que defenderme, empecé a forcejear con Joseph, el atacante que tenía más cerca y el más feroz, para quitarle el bordón. En la confusión de la refriega entrechocaron muchos garrotes, y golpes que me estaban destinados descargaron sobre otras cabezas. Pronto retumbó la iglesia entera al ruido de los ataques y contraataques. Cada cual la emprendió con su vecino, y Branderham, que no deseaba permanecer ocioso, prodigó su celo en una lluvia de fogosos porrazos contra la madera del púlpito, repercutiendo tan fuerte que, a la postre, con inexpresable alivio, me desperté.
¿Qué era lo que me había sugerido el tremendo tumulto? ¿Quién había desempeñado el papel de Jabes en la comedia? Sencillamente, la rama de un abeto que pegaba en mi ventana cuando las ráfagas de viento soplaban por aquella parte, y cuyas secas piñas chocaban contra los cristales. Todavía en la duda, escuché atentamente un instante. Descubierta la causa del ruido, me di la vuelta en el lecho, dormité..., y de nuevo soñé, pero de un modo más desagradable, si cabe.
Esta vez recordaba que estaba acostado en aquella cama de roble y oía claramente las ráfagas de nieve y de ventisca. También oía el ruido molesto y persistente de la rama de abeto, y creía que era eso lo que sonaba. Pero me exasperaba de tal manera que resolví hacerlo cesar, si encontraba el procedimiento. Imaginé que me levantaba y que intentaba abrir la ventana. La manilla estaba soldada a la armella, particularidad que advertí despierto, pero que había olvidado. «Sin embargo, tengo que hacer que cese», me dije. Rompí el cristal con el puño y saqué el brazo fuera para asir la rama importuna. Mis dedos se cerraron en los dedos de una manita fría como el hielo. El intenso horror de la pesadilla se apoderó de mí. Traté de retirar el brazo, pero la manita se agarraba, y sollozó una voz infinitamente melancólica:
—¡Déjame entrar, déjame entrar!
—¿Quién eres? —pregunté luchando entretanto por desprenderme.
—Catherine Linton —respondió temblando la voz. (¿Por qué se me ocurría Linton)? Había leído veinte veces más Earnshaw que Linton)—. He vuelto a casa; andaba perdida por el páramo.
Aún hablaba la voz cuando distinguí vagamente un rostro de niña que miraba por la ventana. El terror me hizo cruel. Viendo que era inútil intentar soltarme, atraje el puño de ella hacia el cristal roto, y lo restregué allí hasta que la sangre brotó y empapó las sábanas de la cama. La voz continuaba gimiendo:
—¡Déjame entrar!
La mano mantenía su tenaz apretón, lo que me hacía enloquecer de miedo.
—¿Cómo podré hacerlo? —dije por fin—. Suéltame si quieres que te deje entrar.
Los dedos se aflojaron. Yo retiré al punto la mano por el agujero, y amontoné contra el mismo los libros formando una pirámide. Me tapé los oídos para no oír la quejumbrosa súplica, y me pareció quedarme así más de un cuarto de hora. Pero, en cuanto me puse a escuchar de nuevo, volví a oír el doloroso gemir, que continuaba.
—¡Vete! —grité—. ¡No te dejaré entrar, aunque te pases pidiéndomelo veinte años!
—Veinte años son —gimió la voz—. Veinte años; hace veinte años que ando errante.
Después oí arañar por fuera débilmente, y el montón de libros osciló cual si lo hubiesen empujado hacia adelante. Traté de levantarme, pero no pude mover un solo miembro, y, en el paroxismo del terror, empecé a lanzar alaridos.
En el colmo de la confusión, me di cuenta de que mis alaridos eran verdaderos. Unos pasos rápidos se aproximaban a la puerta del cuarto. Alguien abrió enérgicamente, y una luz brilló a través de las cuadradas aberturas de la parte superior de la cama. Yo me había sentado, y todavía temblaba enjugándome el sudor que perlaba mi frente. El intruso parecía vacilar, y hablaba a media voz consigo mismo. Por fin dijo balbuceando, sin aguardar aparentemente respuesta:
—¿Hay alguien aquí?
Juzgué que sería mejor revelar mi presencia, puesto que había reconocido la voz de Heathcliff, y temí que siguiera buscando si no me movía. En consecuencia, me volví y descorrí las tablas. No olvidaré el efecto que mi acto le produjo.
Heathcliff se hallaba al lado de la puerta, en mangas de camisa, con una vela que le manchaba los dedos con la cera que se derretía. Tenía la cara tan blanca como la pared. El primer chasquido de la madera le hizo estremecerse cual si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Se le cayó la vela, que fue a parar a unos cuantos pasos de distancia de mí. Su agitación era tal que apenas si acertó a recogerla.
—No soy más que su huésped, señor —exclamé con el deseo de ahorrarle la humillación de seguir dando muestras de pusilanimidad—. He tenido la desgracia de gritar soñando bajo los efectos de una horrible pesadilla. Siento haberle molestado.
—¡Dios le confunda a usted, señor Lockwood!... ¡Ojalá se fuese usted a...! —empezó a barbotar colocando la vela en una silla, porque se daba cuenta de que le sería imposible sostenerla sin que le temblase el pulso—. ¿Quién le ha traído a este cuarto? —prosiguió clavándose las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes, para evitar que le castañetearan—. ¿Quién ha sido? Para echarle de esta casa inmediatamente.
—Ha sido su criada Zillah —contesté saltando del lecho y vistiéndome rápidamente—. No me importa un bledo que la eche, porque se lo merece. Debe haber querido convencerse, a mi costa, de que esta habitación está encantada... (Bueno, sí!... es un hormiguero de espectros y fantasmas. De fijo hace usted bien en tenerla cerrada. Nadie le daría las gracias por procurarle descanso en semejante antro.
—¿Qué está usted diciendo?... ¿Qué hace? Acuéstese y acabe de pasar la noche, puesto que está usted aquí, pero ¡por el amor del cielo!, no repita la espantosa gritería. Nada le justificaría, a menos que intentasen degollarle.
—Si la pequeña arpía hubiese entrado por la ventana, probablemente me hubiese estrangulado —repuse—. No estoy dispuesto a soportar más persecuciones de los hospitalarios antecesores de usted. ¿No era acaso el reverendo Jabes Branderham pariente suyo por el lado materno? ¿Y la descarada Catherine Linton o Earnshaw... o como se llamase? ¡Debió de ser bien tonta, y bastante mala pieza! Me dijo que llevaba veinte años errando por la tierra: ¡justo castigo por sus pecados mortales, no me cabe duda!
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando recordé la asociación que se establecía en el libro entre los nombres de Heathcliff y Catherine, cosa que había desaparecido por completo de mi memoria y que reaparecía en aquel momento. Me ruborizó mi ligereza, pero, sin manifestarle expresamente que tenía la seguridad de haberle agraviado, me apresuré a añadir:
—La verdad es, señor mío, que he pasado la primera parte de la noche... —me detuve de nuevo; estaba a punto de decir: hojeando esos viejos volúmenes, con lo cual hubiese descubierto que habla leído tanto lo manuscrito como lo impreso. Dominándome, continué—: ... descifrando los nombres escritos en el antepecho de la ventana. Entretenimiento monótono, verdad es, pero igual que hubiese podido ponerme a contar para llamar al sueño, o...
—¿Qué se piensa usted para hablarme de esa manera? ¡A mí!... —vociferó con vehemencia salvaje Heathcliff—. ¿Cómo se atreve en mi casa, bajo este techo?... ¡Vive Dios! ¡Tiene usted que estar loco!
Y se golpeó la frente con rabia.
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