Cumbres improbables - Alexander Pereda - E-Book

Cumbres improbables E-Book

Alexander Pereda

0,0

Beschreibung

Bikendi es un montañero nato, pero un descuido en la montaña puede acarrear nefastas consecuencias, como despertar en otra época o vivir aventuras insospechadas.  Cumbres improbables  nos permite viajar, descubrir nuevos destinos desde el sofá de nuestra casa a través de la frontera entre realidad y ficción. Y la cordillera Cantábrica no actúa solo como escenario principal: es también el elemento vertebrador de la obra.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 249

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital: agosto 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Graciela Torrijos (ClarisseArt) Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Elena Carricajo Diseño Mapas: La GIStería

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Alexander Pereda © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18769-37-5

Alexander Pereda

Cumbres improbables

10+1 rutas noveladas por la Cordillera Cantábrica

A todos los que me acompañáis en la montaña de una forma u otra.

A mi pareja y mi familia, por esperar mi regreso a casa tras cada salida.

A mis compañeros de cordada habituales, por todos los momentos pasados y futuros.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Introducción

Cumbres improbables

Recomendaciones

Rutas

Aclaraciones y agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Introducción

 

Lunes

Comienza una nueva semana y, como todos los lunes después de un domingo de monte, creo que esta semana me va a servir para descansar hasta la siguiente ruta. Todavía con las piernas cargadas de ayer, me encamino andando al trabajo.

Al llegar a la oficina, Xabi, un buen compañero, me hace la pregunta habitual:

—Aupa, Bikendi. ¿Qué tal ayer en el monte? ¿Dónde fuisteis al final?

Hay veces que no sé si tiene programada la pregunta al verme al inicio de la semana. Xabi es un señor a punto de jubilarse al que le encanta el campo y una enciclopedia abierta esperando el momento preciso para mostrar todo su potencial en todos los temas relativos a patrimonio y naturaleza.

Hoy me toca hacer un esfuerzo, ya que no tengo muchas ganas de charlar y el dolor de cabeza que empezó ayer todavía no ha parado, aunque ahora puedo convivir con él.

—Egunon[1], Xabi, al final ayer tocó día duro. Luego te cuento, que hoy me va a costar arrancar la jornada. Y con un café seguro que me animo un poco más.

Me mira con la cara de alguien que ya sabe de lo que hablo.

—Ya sabes lo que siempre te digo, el monte es para disfrutar y todavía os creéis jovenzuelos, pero las canas dicen la verdad —se ríe—. Esto es como la resaca: cuanto más mayor, más duro es recuperarse.

Cuánta sabiduría, aunque sea para vacilarme. En cuanto le cuente lo sucedido seguro que tenemos charla para todo el descanso.

—Ale, pues luego estamos, Xabi. Te prometo que merecerá la pena la espera hasta el café.

Y mientras se gira, noto cómo la sonrisa, que suele tener perpetua en la cara, se acentúa aún más.

Es de los pocos compañeros de trabajo con el que tengo amistad fuera, una de esas personas agradables que mejora siempre su entorno y al que la vida no le ha hecho cambiar a peor. Ojalá en el futuro sea un abuelo tan encantador.

Y con ese pensamiento comienzo la jornada en mi escritorio; toca un día poco productivo.

Tres horas después miro el reloj y no me creo que esté llegando ya la hora del descanso. Está siendo uno de esos días inesperados en los que la creatividad viene y hay que aprovecharla. Cuando tienes un trabajo creativo, lo peor es pensar que te ha abandonado la inspiración. Aunque a veces hay que forzarla, pero siempre tienes días lúcidos en los que haces lo que no has sido capaz de hacer en semanas.

Noto una mirada inquisitiva desde la puerta del despacho, creo que Xabi no ha podido resistir más sus ganas de café, o mejor dicho, sus ganas de charlar sobre el fin de semana.

Sin girarme, le comento:

—Aunque sigas mirándome fijamente no vas a poder adivinar mis pensamientos.

—Ya verás como sí… Estás pensando: «Qué ganas de café tengo, y qué bien que Xabi ha venido a recordarme que es el momento adecuado».

Me giro bruscamente en mi silla e intentando poner cara de cabreado, creo que sin conseguirlo, le espeto:

—¡Sal de mi cabeza, druida de los bosques! —Ese mote se lo puse para picarle cuando se pone en modo enciclopedia Larousse.

Al levantarme de la silla se me junta el dolor de piernas con el mareo, creo que fruto del dolor de cabeza. Y necesito varios segundos para continuar mi camino.

Parece que mejoro. Creo que necesito ese café y estirar. Esto último sería más conveniente, aunque mejor no hacer esperar demasiado a Xabi, que es muy puntual con su descanso. Así que tendrá que esperar mi puesta a punto.

—A ver, que me has tenido en vilo todo este rato —comenta con cara ansiosa mientras me siento frente a él.

—Es una larga historia, ¿por dónde quieres que empiece?

—Pues por el principio, que es por donde deben empezar las historias.

—Vale, lo intentaré. Estaba yo el viernes pasado pensando «¿Qué podría hacer yo este fin de semana para tener una buena charla el lunes con Xabi?». Y entonces se me ocurrió…

Miércoles

El lunes, tras la charla, Xabi me propuso quedar esta tarde para dar un paseo y, como siempre que voy con él a «dar un paseo» me sorprende con algo nuevo, por si acaso llevo la cámara, que seguro que algo me traigo a casa. Un lugar desconocido, una flor endémica…

Nos subimos al coche de Xabi, que podríamos bautizar como Druidamóvil por toda la parafernalia que lleva en él. Desde las botas de monte, cesta de setas, caña de pescar, hasta guías de aves y plantas.

Yo lo veo como mi aitite[2] montañero, porque sé que le encanta que salga con él al monte a cualquier cosa y enseñarme un poco de su sabiduría. No sé si es por miedo a que se pierda o porque simplemente necesita alguien con quien disfrutar de sus aficiones y, como me ha explicado más de una vez, su familia no está muy interesada en el tema.

Sea como fuere, a mí me encanta pasar estos ratos juntos. Me parece una suerte encontrar a alguien así. Es algo que, antiguamente, en el mundo de la montaña, correspondía a los clubs o peñas montañeras: que los más jóvenes aprendieran de los mayores.

Hoy en día, en muchos de ellos solo se juntan esas personas mayores y los jóvenes solo están interesados en federarse para cubrirse en caso de que haya un accidente, pero no disfrutan ni aprenden de las técnicas o sabidurías de antaño.

Mientras divago en mis temas, me doy cuenta de que Xabi ha comenzado a hablarme hace un rato:

—Entonces, ¿qué opinas de lo que te he contado?

—Eh…, no sé decirte.

—No me estabas escuchando, ¿a que no? Esta juventud de hoy en día…

Mejor que no sepa que estaba pensando en él, que es de esas personas a las que no les gustan los halagos.

—Pues la verdad es que no, para qué te voy a mentir. Llevo unos días algo raro y estaba pensando en por qué será.

—A ti lo que te pasa es que necesitabas salir conmigo al campo. Ya verás qué bien nos sienta hoy el paseo.

—Hablando de paseo, ¿a dónde vamos?

—A esto —dice mientras me deja sobre el regazo su guía de setas. Aunque se parezca mucho a la mía, ya que me regaló una igual, no tiene nada que ver. Tiene mil anotaciones hechas en los bordes, con su pulcra letra.

—Ostia, ¿vamos a por setas?

—No, vamos de paseo. Pero seguro que algo encontramos.

Xabi es de esas personas que tiene controlados los setales del entorno y sabe qué encontrar y dónde sin muchas dificultades. Pocas veces me deja ir con él a por setas, aunque siempre le pregunto cuando voy por mi cuenta y me ayuda con la identificación.

Llevamos un rato en el bosque y no recuerdo haberme sentado en este tronco. De repente viene Xabi.

—¿Te has cansado?

—Eso parece, tienes más vitalidad que yo. Me vas a tener que dar esa poción de druida que tienes por ahí escondida.

Mientras, mira al suelo y señala con la navaja hacia mis pies. Suelta:

—¿Tú qué quieres? ¿Que me dé un parraque?

Miro a mis pies y veo una seta al borde de mi bota. Aparto lentamente mi pie de su lado y Xabi se agacha a recogerla:

—Mi seta preferida, Boletus appendiculatus.

—Como si me dices misa, soy nefasto con los boletus, no cojo nunca porque no sé cuáles son malos y cuáles no. —Sé que he dado pie a un momento de druida de los bosques, pero necesito un rato de descanso.

Viernes

Vaya día hace fuera, menos mal que hoy he decidido prepararme a conciencia la ruta que vamos a hacer mañana. Hay veces que me pregunto por qué investigo tanto las rutas, parece que me las aprendo antes de realizarlas. Aunque luego salen noticias de los rescates o la gente que se pierde en la montaña y me alegro de tener esta costumbre.

Cualquiera que entrase ahora mismo en el estudio y viese todas las pestañas que tengo abiertas en el navegador alucinaría. Aunque solo me quedan unas quince crónicas que revisar, cada una tiene sus matices y cada una da un punto de vista diferente. Además, de todas se aprende algo.

Mientras investigo, la radio de fondo habla de la borrasca que tenemos encima. Está haciendo estropicios en muchos sitios del norte, pero por suerte mañana hay una ventana de buen tiempo que tengo que aprovechar.

Otra crónica menos y otra ruta más descargada. Siempre el mismo proceso: con la cima elegida, busco información y posteriormente, con varias alternativas de ruta, selecciono una o dos (aunque a veces son más) para llevarla en el GPS de mano. Un proceso que me lleva un rato de la tarde anterior y que culmina cuando hago la mochila para el día siguiente.

Cuando llevo un rato sentado frente al ordenador suena el móvil. Un mensaje de WhatsApp: «Lo siento, Bikendi, creo que me he puesto malo, así que no voy a poder acompañarte. En otra ocasión hacemos monte juntos».

Paro inmediatamente lo que tengo entre manos. Y le contesto: «¿En serio? Si quieres esperamos a mañana y lo decides, que la ruta y la zona están muy chulas».

A ver si animándole un poco se decide a venir, que muchas veces cuando el tiempo es inestable como en esta época, a la más mínima se baja del carro. Mientras divago, recibo otro mensaje: «Imposible, tío, ando con fiebre y en la cama, así que estaré pensando en esa zona mientras agonizo poco a poco por esta gripe de mierda».

Vaya, no era una falsa alarma, así que me he quedado solo en el plan. El primer momento de decisión de la ruta y todavía ni me he calzado las botas. ¿Voy o no voy? Creo que voy a dejarlo un rato mientras tomo la decisión.

Ya ha anochecido y todavía no he decidido nada. Ir solo al monte… Siempre me gusta ir con amigos para poder charlar con ellos. Aunque soy de los que piensa que el monte se asciende solo, luchando contra tus pensamientos y pasando barreras físicas y mentales poco a poco.

Además, no es una zona cualquiera, estamos hablando de mi zona preferida de Cantabria, los Collados del Asón. Me parecen un tesoro único de la cordillera Cantábrica, y además son poco conocidos. Llevo un rato poniéndome razones para ir, así que me arrepentiré si no lo hago. ¡Decisión tomada!

Voy a ultimar preparativos y así mañana no me da tanta pereza, que me conozco. La ruta está seleccionada, así que a por la mochila. Ropa, comida, cámara, abrigo… Otra de mis costumbres: para preparar la mochila me visto mentalmente para saber si algo de lo que suelo llevar todavía no lo he cargado.

Me faltaba el GPS, lo había dejado en el escritorio antes.

Mientras estoy yendo al escritorio siento un fuerte dolor de cabeza que me hace sentarme en la silla para no caerme a plomo al suelo. Tras varios minutos remite, pero me encuentro muy cansado. Es hora de irse a la cama, que la semana ha sido muy dura.

Sábado

Suena el despertador a la hora que lo puse ayer y me viene a la cabeza la misma pregunta de siempre: «¿Quién me manda hacer planes tan pronto?». Sé que es la pereza hablándome e intentando que no me mueva de la cama, pero conozco ambos resultados de la decisión y, por experiencia, debe ganar la de levantarme.

Menos mal que tengo la buena costumbre de dejar todo preparado el día anterior y la rutina ya adquirida. Me visto con torpeza porque todavía no estoy totalmente despierto y voy a por la primera recompensa del día.

Desde la habitación ya huelo el intenso aroma a café que embriaga toda la casa y que posiblemente mi cerebro tenga tan arraigado que el simple hecho de olerlo me haga despertar.

Quedan quince minutos para salir de casa según los horarios que he previsto y doy un último vistazo a ver si llevo todo. Mentalmente reviso la ruta de hoy: subiré al Colina desde Collados del Asón. Qué zona más bonita, siempre que vuelvo pienso lo mismo.

Tras dejar un sol radiante en la autovía me interno por las carreteras orientales de Cantabria. Sospecho que conducir es el momento menos gratificante de este deporte, pero es necesario para conocer todos esos sitios lejanos. Y, posiblemente, el motivo que más pereza me da cuando tengo que ir solo al monte; el no poder estar charlando para amenizar el rato del viaje.

Arredondo, último pueblo grande antes de ascender a Collados del Asón. Me encamino por esa serpenteante carretera que coge altura en sus últimos kilómetros y paro brevemente para asomarme al mirador donde se percibe el pasado glaciar de este entorno.

Un glaciar a pocos kilómetros de la costa. ¡Quién lo viera! Es una pena que todavía no se pueda viajar en el tiempo…

Tras ese pensamiento ilógico y un último vistazo a la cascada más famosa de Cantabria, Cailagua, voy hasta el cercano aparcamiento acondicionado en el collado para iniciar la ruta.

Y toca el último ritual antes de comenzar a andar: ponerse todo el equipo. Con las botas calzadas y palo en ristre, comienzo a andar para internarme en este reino kárstico. El día acompaña a la misión de hoy, ya que aunque hace calor, buena parte de la ruta transita bajo el hayedo.

Capítulo 1

 

Me viene a la cabeza un pensamiento: «Collados del Asón», y me doy la vuelta antes de salir del aparcamiento. Este collado que tengo delante es el principal del río Asón, pero el nombre está en plural. ¿Qué motivo habrá para ello? ¿Cuál será o serán los otros collados de dicho río? Con ese pensamiento comienzo la ruta de hoy.

A pocos metros me topo con una edificación ganadera, la principal fuente económica de la zona. Siempre que vienes a cualquiera de las rutas del lugar te puedes encontrar sobre todo con vacas, pero también con caballos o cabras. Hoy no va a ser un día diferente.

Como el otro día, al llegar de nuevo a la zona del coche tras la ruta, estaba una familia cerca de unas vacas, molestándolas y haciéndose fotos. Me llama la atención cuando veo a gente urbanita que casi no ha pisado campo sorprendiéndose al ver animales domésticos. Se nota la desconexión con la naturaleza y el mundo rural que existe por parte de la población. Para mí es indispensable, aunque viva en la ciudad, evadirme del día a día en torno a la naturaleza o pueblos, pero cada vez conozco más gente que ni valora ni se interesa por ello. Lástima.

El rumor del agua me saca de mis pensamientos e identifico que se trata de la cascada de Cailagua. Como todo lugar especial, tiene su propia leyenda de creación. Recuerdo que tiene que ver con uno de los seres mitológicos de Cantabria, las anjanas. Intento hacer memoria de la trama de la leyenda pero me es imposible. Cuando regrese a casa buscaré sobre ella, que me encanta conocer la historia y cultura de todas las zonas que visito.

Siempre me pasa que cuando voy solo al monte divago en mis pensamientos y dejo de pensar en el entorno, avanzo sin darme cuenta. He llegado a la primera majada[3], la de Horneo.

Como todas las majadas, son varias cabañas con su particular cerramiento de piedra seca. Una de ellas la encuentro abierta, pero no veo movimiento. Andará por ahí el pastor.

Al llegar al cruce indicado por un poste de la señalizada vuelta al Colina, veo el primer rebaño de vacas, de raza limusina. En la lejanía escucho un silbido, pero no identifico bien el lugar del que viene.

Creo que procede de esa zona de bloques de roca caliza frente a mí. Tras una roca veo a una persona descender en mi dirección. Espero hasta que se aproxima lo suficiente.

—Aupa —le saludo mientras veo que coge aliento.

—Güenos días, teno de pidir un favor. Ando al buscu d’una vaca que s’esmanó. ¿Va a subir cara la Porra?[4] —El Colina también es denominado Porra de la Colina, algo destacable, ya que a poca distancia, también en Collados del Asón, se encuentra la cima de Porracolina.

—Sí, esa era mi intención. Acabo de comenzar desde el aparcamiento.

—¿Y vio u sintió daqui vacucha que quedara suluca?[5]

—La verdad es que no, pero si puedo ayudarle lo haré con mucho gusto.

—Sí, diba a pidir qu’en jaciendo’l caminu, juera atentu por si pudiera veela u sintila.[6]

—Claro, faltaría más. ¿Y tengo alguna manera de identificarla?

—Es cincíu, por frutuna es de las pocas que gasta campanu. Nu tien pérdida, si s’arrima veerá qu’el campanu lleva’l mi nombri agrabáu: Janu.[7]

—Encantado, Jano, soy Bikendi.

—Mucho gusto, joven. —Comentario que me llama la atención, puesto que no aparenta tener mucha más edad que yo.

—¿Tengo que estar atento en algunas zonas más que en otras?

—Pues mira, yo voy a centrarme en la zona de los Castros de Horneo, que es esa. —Señala el lugar de donde procede una suerte de torres pétreas—. Es una zona muy complicada. A no ser que tengas intención de visitarla prefiero que te centres en todas las demás. Suelo tener el ganado por varias zonas del Colina y no sabría decirte dónde ha marchado. Te agradezco la ayuda.

—Perfecto, pues estaré pendiente —le digo mientras veo cómo se aleja.

Me centro otra vez en mi objetivo de hoy: ascender al Colina. Pero ahora sumando otra misión: encontrar a una vaca perdida. Aunque ahora que lo pienso, si la encuentro ¿qué hago con ella? Y ¿cómo doy con el paisano de nuevo? Encima me ha comentado que no me interne en los Castros de Borneo.

Reviso en el GPS. Borneo no, Horneo.

Bueno, como Jano ha desaparecido de mi vista ya no puedo comentárselo. Ya me preocuparé si la encuentro.

Retomo mi trayecto. Comienzo el momento de ascender y me interno al poco rato en un hayedo. Estar pendiente de encontrar a una vaca me va a servir para tener más conciencia del entorno en el que me muevo.

Otra majada, en esta ocasión tengo que transitar entre ambas parcelas. Y veo una vaca al otro lado del camino.

—¡Ñeru[8]! —Oigo gritar a alguien detrás de mí.

Me giro sobresaltado. ¿Hoy me voy a encontrar a todo el mundo en esta ruta? Veo a lo lejos bajando por la ladera a Jano.

—¿Has visto a la vaca? —me pregunta cuando está cerca.

—No, todavía no, la primera que he visto desde que nos hemos separado es esa de ahí —señalo a la vaca que está al otro lado de la majada.

—Esa ya te digo que no es. Es de Juan, que tiene esta cabaña de la derecha. Voy a regresar a la ladera para ver si la encuentro, tú continúa la ruta. Estate pendiente en el Hoyón de Saco que ahí suelo tener al ganado y puede que haya subido por sí sola. Es uno de sus sitios preferidos.

—Vale, estaré pendiente.

—¡Gracias, ñeru! ¡Nos vemos!

Nada más cruzar la majada el siguiente entorno con el que me topo es el que Jano ha llamado Hoyón de Saco. Aquí en Cantabria los llaman hoyos, pero en otros sitios se llaman hoyas, jous… Son formaciones típicas de lugares kársticos en los que el terreno, por medio de los procesos de subsuelo, cede y forma un cuenco. Los he visto de todos los tamaños, incluso algunos que no sabes si es mejor cruzarlos o bordearlos. Con este en particular, lo mejor es bordearlo por la derecha. Aunque este tiene un elemento muy peculiar; sin duda hoy voy a tener una clase práctica de los elementos kársticos…

Miro en el GPS y veo que lo llaman lapiaz de La Lastrera. Un gran bloque de roca caliza casi plano que el paso del tiempo ha ido agrietando y cortando. No es el típico lapiaz de cuchillas calizas afiladas en el que hay que tener sumo cuidado.

Y Jano tenía razón, dentro del hoyo hay reses; pero encuentro varias, no una solitaria. Me imagino que en este lugar están al resguardo y por eso es fácil encontrar ganado aquí. Casualmente, una de ellas está cerca y veo que tiene un campano.

Me acerco lo más suavemente que puedo para no espantarla. Está acostumbrada a los extraños porque no se inmuta. Veo algo escrito en el campano, pero no identifico el nombre. Aunque he visto una jota.

—Otro poco más, no te asustes —le susurro a la vaca.

Cualquiera que me vea va a pensar algo extraño. Me muevo en modo ninja acercándome a una vaca. Ya veo lo que pone.

—Tú no eres mi objetivo, eres de Juan.

Y vuelvo a la senda para seguir ascendiendo y llegar al cordal cimero. Me quedo absorto nada más llegar. Ante mí se abre la panorámica del lugar y a mis pies una gran vaguada se muestra imponente.

En la parte alta de la vaguada, otra majada. Este lugar está repleto de ellas. Este debe ser el barranco del Colina, que desciende hasta el barranco de Rolacías. Ese barranco es el que realizamos aquella vez que subimos al Porracolina desde el pueblo de Asón. Menuda ruta. Esta zona es posiblemente una de las más alpinas que conozco, teniendo las montañas la altitud que tienen.

Una zona de la ladera que tengo enfrente está de color negro. Aquí existe la cultura del fuego para crear pastos para el ganado en lugares donde han crecido las árgomas.

—Bikendi, ¿estás bien?

Noto cómo el corazón se desboca de mi pecho y salto hacia un lado al oír esas palabras.

—¡Por Dios, Jano! ¡Que me va a dar un infarto! —Intento recomponerme del susto.

—¡Lo siento, ñeru! Llevo un rato aquí y no creas que he venido sin hacer ruido. Estabas embobado mirando el paisaje y sin moverte.

Miro el reloj mientras oigo lo que me está diciendo. ¿Cómo puede ser que lleve un cuarto de hora aquí parado?

—Normal, con este tesoro de lugar que tenéis aquí —digo intentando no mostrarme extrañado tanto por verle a él aquí como por no saber cómo ha llegado sin darme cuenta—. Justo estaba mirando la zona quemada de ahí enfrente.

—Esa zona se quemó el año pasado, estaba llena de árgomas y había que limpiarla para llevar el ganado. No me empieces con que no hay que quemar, los incendios y demás. Aquí toda la vida se ha controlado el fuego para estas zonas de difícil acceso y pocas veces hemos tenido sustos. Siempre hay algún alumbrado por ahí que prende fuego sin conocimiento y luego pasa lo que pasa.

—Tranquilo, Jano, conozco vuestra forma de actuar en esta zona. No es lo mismo un pequeño fuego controlado en estas laderas que un incendio en un bosque de Asturias o Galicia.

—Eso es.

—También te digo —le corto para exponerle mi punto de vista— que no entiendo las ocasiones en las que alguien sin malas intenciones prende fuego y se descontrola, teniendo la tecnología que tenemos hoy en día.

Me mira extrañado. Un control rutinario de arriba abajo y se detiene en mi GPS.

—¿Te refieres a ese cacharro?

—No, esto es un GPS, es para saber dónde estoy en cada momento y no perderme. Me refiero a las aplicaciones del tiempo con las que sabes cuándo va a llover, cuándo hará viento…

—No sé de lo que me hablas. Yo lo máximo que tengo es este reloj.

Me acerca un Casio mítico de color negro. Hacía mil años que no veía uno de esos.

—¡Vaya reliquia! Por eso, si lo cuidas bien, te puedes sacar buen dinero.

—¿Cómo? Si me lo compré el otro día en la tienda de Ramales y me comentó la señora que había llegado hace nada.

Ahora sí que no entiendo nada, o se han vuelto a poner de moda o en esa tienda tienen auténticas reliquias.

—Vamos, que te acompaño hasta la cima. Que no he visto todavía a mi vaca y así hacemos la bajada por el otro lado juntos.

Comenzamos de nuevo a andar y ascendemos por el cordal. Se nota que Jano se mueve por aquí como si fuese su casa. Bueno, es que es su casa. Además, tiene un físico impresionante, va a muy buen ritmo.

Llegamos a la cima y mejor no podía haber sido el día. Vaya panorámica de los Collados del Asón y de su entorno.

—Maldita sea, ¿dónde estará esta vaca? Seguro que es culpa de las anjanas. Siempre con sus travesuras.

Me sorprende el comentario y me recuerda la leyenda de la cascada.

—Las anjanas son seres mitológicos de la zona, ¿no?

—¿Mitológicos? Son más reales de lo que te imaginas. Si pasa algo raro en la zona, seguramente sea su culpa.

—He oído que hay una leyenda de la cascada que tiene que ver con ellas.

—Sí, así se creó la cascada. Y por ese motivo todavía no han dejado el lugar. En otros muchos sitios, cuando las personas se asentaban en los lugares, estos seres los abandonaban y se iban a lugares menos habitados, pero aquí se han quedado por eso.

—¿Puedes contármela?

—A ver si me acuerdo, porque hace años me la contaba mi madre para que no me acercase a la parte alta del valle. No mucha gente lo sabe pero Cailagua no es el nacimiento del río Asón, aunque todo el mundo lo llame así. El Asón nace en la cueva de Azalgua, algo escondida del camino.

Sentado frente a él, escucho atentamente mientras recobro fuerzas con mi bocadillo. Está mirando a la lejanía como si estuviese recordando las palabras exactas que su madre le contaba.

—En esa cueva vivían dos hermanas anjanas —prosigue—. Una de cabellos rubios y la otra gris brillante. A la luz del sol sus melenas brillaban como si fuesen oro y plata. Las anjanas son traviesas por naturaleza y su principal diversión es hacer la vida imposible a los habitantes de la zona, escondiendo cosas o, como en este caso, perdiendo ganado. Aunque todas las anjanas hagan travesuras unas son más amables que otras y sus travesuras son más o menos graves.

»Eso pasó en este caso; una de las dos hermanas, la de cabellos dorados, se dio cuenta de que su hermana estaba excediéndose en sus actos y decidió encerrarla en la cueva de Azalgua mediante un hechizo. Para darle una lección y que dejase de molestar tanto a los habitantes.

»Al encerrarla, su cabellera plateada quedó fuera, extendida y cayendo por las paredes rocosas hacia el valle. Debido al rocío, esas gotas en su melena descendían cayendo y el ruido que creaban era una risa cantarina.

»Al tiempo, cuando consideraba que su hermana habría aprendido la lección, la hermana de cabello dorado intentó liberar a su hermana, pero no recordaba cómo romper el hechizo.

»Cuenta la leyenda que en Brenavinto, en temporada invernal, existe bajo el lago que se forma un palacio con una gran biblioteca. Y la anjana libre regresa para encontrar el hechizo correspondiente mientras la anjana de cabello plateado sigue riendo y su cabello forma la cascada de Cailagua. —Al terminar me mira con una sonrisa vacilona[9].

Me descubro con la boca abierta y seguramente cara de tonto, motivo de su sonrisa.

—Ojalá sea cierto todo eso.

—Bikendi, no sé si es todo cierto, pero la cascada existe. En Brenavinto, cuando deshiela o llueve intensamente, se forma un lago, y tú estás viviendo una de sus trastadas, la desaparición de mi vaca. Así que juzga tú mismo.

Tras esta interesante historia voy a disfrutar de la panorámica que nos brinda esta cima.

—Mira, ahí enfrente tienes el Mazo Grande y el Mortillano, situados ambos al otro lado del valle. Este que tenemos al lado es el Porracolina.

—Sí, ese lo he ascendido ya, menuda subida…

—Seguramente pasasteis por las cabañas del Chumino.

—Sí —le respondo sin poder contenerme la risa que me provoca—. Un nombre inolvidable.

—Pues ahí tiene una cabaña un primo mío. Ese valle es del río Miera, ya en la zona pasiega. Y en esa zona hacia el sur está el puerto de Lunada y una cima que seguramente conocerás, el Castrovalnera.

—Como para no conocerla, ya he ido varias veces. Además, muy majos los del refugio. Y qué bien se come ahí entre las montañas.

Me vuelve a mirar extrañado.

—Pues no lo conozco. A veces he tenido que ir a una cabaña que tiene un amigo en la zona del Bernacho y no me ha comentado nada de eso. Bueno, hay que ir bajando que si no se hace tarde y quiero encontrarla antes de que anochezca.

Comenzamos a descender y nos topamos con otro sitio interesante: entre dos peñas hay un paso en el que han tallado unas escaleras en la roca.

—¿Y esto?

—No sé, hace años que están hechas, las llamamos las escaleras de Brenacobos. Imagino que lo realizaron los de aquí, de Sel del Cuende, para pasar de forma cómoda hacia el collado.

Al poco tiempo comenzamos a descender y ya de nuevo en la espesura nos metemos en un hayedo.

—Jano, ¿has escuchado eso?

—No, ¿el qué?

—Creo que he oído un campano. Pero muy lejos, no estoy seguro.

—Qué raro, por aquí nadie tenemos ganado ahora.

—¿Será…? —le digo mientras nos miramos ilusionados.

—Vamos a ir callados para ir en busca del sonido.

Seguimos descendiendo y parando en ocasiones debido a que por momentos no escuchamos nada. Aunque vamos por buen camino, porque cada vez se escucha más cerca.