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JESSICA HART

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Beschreibung

A medida que conocía a aquel hombre y a sus hijas, fue dándose cuenta de que había encontrado lo que buscaba… Morgan Steele había ganado millones con su negocio, pero se había dado cuenta de que su vida estaba vacía… por lo que había decidido abandonar el trabajo e irse a vivir al campo. Cuando el guapísimo Alistair Brown conoció a su nueva vecina, creyó que era otra muchacha caprichosa de la ciudad que jugaba a vivir en el campo… igual que su ex mujer. Sin embargo, sus hijas gemelas parecían cautivadas por la amabilidad de Morgan… y por su enorme piscina.

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Seitenzahl: 177

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Créditos

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Jessica Hart

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cumpliendo deseos, n.º 2067 - septiembre 2017

Título original: Her Ready-Made Family

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-087-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Alistair miró a la perra que estaba sentada sobre la camilla y suspiró. Evidentemente, aquél era uno de esos días.

Había empezado a primera hora con una llamada de Jim Marsh, que tenía un problema con el parto de una vaca, y desde entonces todo había ido cuesta abajo. No había podido salvar al ternero y cuando volvió a casa se encontró un e-mail de su ex mujer, Shelley, que lo amenazaba con una visita. Había sido mordido un hámster, arañado por un conejo, picado por una oca, coceado por un caballo y había tenido que ponerle una inyección letal a un gato al que tenía un particular cariño.

Y, francamente, lo último que le apetecía en aquel momento era lidiar con un perro que llevaba un collar con brillantes.

O, más bien, con su neurótica propietaria.

Alistair miró a la propietaria en cuestión. Tenía que admitir que no parecía del tipo neurótico. Era alta y esbelta, de brillante pelo oscuro, con un rostro de facciones fuertes que era atractivo más que bello. Vestía de forma inmaculada, aunque inapropiada para un sitio como Ingleton, con un pantalón de ante, botas de tacón y una camisa de seda. Tenía un aspecto inteligente, elegante y absurdamente fuera de lugar en una clínica veterinaria de pueblo.

No era la clase de mujer a la que imaginaría siendo propietaria de una perra como aquélla y menos comprando un collar con brillantitos rosas, pero si algo había aprendido con los años era que la gente solía ser muy rarita con sus mascotas.

Alistair volvió a examinar a la perra, que lo miraba, nerviosa. Tallulah se llamaba. ¿Qué clase de nombre era ése para un perro?, se preguntó, irritado.

–A este animal no le pasa nada que no pueda curarse con un poco de ejercicio, señora… –Alistair miró el ordenador para recordar el nombre de la propietaria.

–Señorita –lo corrigió Morgan. En general, no le gustaba nada que la gente etiquetase a las mujeres dependiendo de su estado social y, ahora mismo, cuando su estado social estaba en entredicho, menos que nunca. Pero había sentido la necesidad de contradecirlo porque la miraba con un gesto muy antipático.

Entonces vio que el veterinario arrugaba el ceño. No puso los ojos en blanco, pero parecía a punto de hacerlo.

–Me llamo Morgan Steele –explicó, preguntándose si la reconocería.

No fue así. Sus ojos grises eran tan fríos como antes. Y no sabía si eso la molestaba o no. Ella no era exactamente una celebridad, pero su nombre era bastante conocido y, además, la habían entrevistado para el periódico local.

Aunque seguramente Alistair Brown no leía nada más que los boletines de castración de terneros, pensó, mirándolo con resentimiento. Había esperado encontrarse con un simpático veterinario de pueblo como los que salían en televisión, pero éste no parecía particularmente afable. Tenía un rostro al que sólo salvaban del aburrimiento unos ojos grises muy brillantes y una boca firme, pero también tenía un aire de impaciencia que apenas podía disimular.

–Bueno, señorita Steele, su perra tiene un problema de obesidad –le informó, con tono cáustico, abriendo la boca del animal para mirarle los dientes. Con otra persona habría sido más amable, pero aquella mujer lo exasperaba–. Es una crueldad dejar que engorde de esta forma. No debería tener un perro si no está dispuesta a cuidar de él como es debido.

Morgan hizo una mueca. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a hablarle así y no le gustaba ni un poquito.

–Tallulah era la perra de mi madre y le aseguro que nunca fue cruel con ella. La quería mucho.

–No tanto como para sacarla a pasear, por lo visto –murmuró Alistair, introduciendo un termómetro debajo de la cola del animal, que lanzó un gemido de sorpresa.

Morgan apartó la mirada. Seguro que el termómetro estaba frío.

–Mi madre estuvo enferma durante los últimos dos años –le explicó, aunque no sabía por qué se molestaba–. Apenas podía caminar, así que Tallulah le hacía compañía. Cuando murió, hace un par de meses, me la llevé a casa.

–Pero usted no tiene ningún problema en las piernas, ¿no? –comentó Alistair, irónico. Podía ver por sí mismo que así era. De hecho, tenía unas piernas espectaculares–. Podría haber hecho ejercicio con Tallulah –añadió, sacando el termómetro–. Es evidente que eso es lo que necesita.

–No le gusta pasear –replicó Morgan, a la defensiva–. Odia la lluvia y no soporta pisar los charcos. No es una perrita muy campestre.

–Evidentemente. Y tampoco tiene una propietaria muy campestre, ¿es eso? –murmuró él, mirándola de arriba abajo.

–Pues no, no es eso –le espetó Morgan, más irritada de lo que debería–. Resulta que me he mudado aquí recientemente… y, que yo sepa, no hay ninguna ley que exija llevar botas de goma en el campo.

–No es una ley, pero como aquí llueve mucho es lo más practico. ¿No le parece?

Morgan respiró profundamente mientras contaba hasta diez. Había tenido que enfrentarse con consejos de administración, inversores impacientes y periodistas hostiles y no iba a dejar que un veterinario de pueblo la sacara de quicio.

–Siento que no apruebe usted mi atuendo, pero no he venido aquí para que me dé consejos de moda. Mi perrita lleva unos días tosiendo y respirando con dificultad, de modo que sugiero que haga un diagnóstico y deje de criticar lo que no le incumbe.

La mayoría de la gente se echaba para atrás cuando Morgan hablaba así, pero no Alistair Brown.

–Ya he hecho el diagnóstico –contestó, volviéndose hacia la camilla, donde la perrita temblaba del susto–. Puede ir a otra clínica para que le den una segunda opinión, pero cualquier veterinario decente le dirá lo mismo: esta perra tiene un serio problema de sobrepeso y debe hacer dieta.

–¿Dieta? –Morgan estuvo a punto de taparle las orejas a Tallulah. Su madre solía darle comida continuamente.

–Le daré un pienso especial. Debe beber mucha agua, pero nada de caprichos o comida blanda.

–No le gusta el pienso, no se lo comerá.

–Lo comerá cuando tenga hambre –insistió él, examinando de nuevo el cuerpo de la perrita. Y Morgan se encontró pensando que tenía unas manos grandes y capaces… lo miró a la cara entonces, pero eso no sirvió de nada porque empezó a fijarse en su mandíbula cuadrada y en la línea firme de su boca.

–No te pasa nada además del exceso de peso –Alistair acarició las orejas de la perrita antes de levantar los ojos.

Tenía una mirada tan penetrante que el corazón de Morgan dio un estúpido saltito…

–Que haga dieta y nada de caprichos. Intente que pierda un poco de peso sacándola a pasear todos los días. Nada de soltarla en el jardín y esperar que ella misma se ponga a pasear –dijo el veterinario del infierno–. Sugiero que se compre unas botas de goma y se acostumbre al barro.

El corazón de Morgan, recién recuperado del salto, volvió a acelerarse. Pero no iba a dejarse amedrentar.

–Gracias por la sugerencia, pero no me gustan las botas de goma.

–Mire, sólo será una hora al día. Seguro que puede pasear con Tallulah durante una hora –siguió Alistair, con expresión de fastidio–. Supongo que quiere a la perra o no la habría traído aquí.

Morgan miró a la perrita, que estaba temblando sobre la camilla. La verdad era que no tenía mucho tiempo para ella. Su madre solía tratar a sus mascotas como si fueran niños, algo que a ella siempre le había parecido embarazoso e irritante porque todos, sin excepción, se volvían glotones, mimados y desobedientes.

–Me siento responsable de ella. Mentiría si le dijera que le tengo cariño, pero le prometí a mi madre que cuidaría de Tallulah y eso es lo que pienso hacer.

–Muy bien, pues entonces cuide de ella –dijo Alistair con brusquedad–. Si la cuida bien, podría vivir muchos años –añadió, mirando a Morgan de arriba abajo: su cuidado maquillaje, el pelo de peluquería, las uñas pintadas–. Préstele un poco de la atención que pone en usted misma y tráigala otra vez dentro de un mes. Entonces veremos si sigue llevando esas botas.

Morgan tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar la rabia mientras le daba un cheque a la recepcionista. Encima, tenía que pagar por recibir insultos.

La vida en el campo era un asco, pensó. Nunca había tenido que ir a un veterinario en Londres, pero estaba segura de que allí serían mucho más amables que Alistair Brown.

–Volveremos dentro de un mes y estarás tan delgada que no va a reconocerte –le dijo a Tallulah–. ¡Y pienso venir con estas mismas botas!

¿Cómo se atrevía a sugerir que era una irresponsable? Morgan hizo una mueca mientras entraba en el coche y cerraba de un portazo. Llevaba toda la vida siendo responsable y estaba harta.

Había cuidado de su madre, de Minty, de sus amigos, de sus empleados… hasta de la perrita de su madre. ¡Y ahora, cuando por fin podía cuidar sólo de sí misma, un veterinario pueblerino sugería que era una irresponsable!

No le apetecía nada dar largos paseos por los pantanos de Yorkshire. No le apetecía mojarse o mancharse de barro, no le apetecía matar de hambre a la pobre Tallulah y oírla quejarse sin descanso, pero como el listo de Alistair Brown había decretado que sería irresponsable no hacerlo, iba a tener que pasear, mancharse de barro y matar a Tallulah de hambre.

«Relájate», le decía siempre su hermana gemela, Minty. «Tu problema es que crees que tienes que hacerlo todo. Deberías relajarte un poco y dejar que cada uno solucionara sus problemas».

Minty no había querido que se quedara con Tallulah…

–Se convertirá en el sustituto de un niño y acabarás siendo una de esas solteronas que llevan sombreros raros y hablan con los perros como si fueran personas. Tarde o temprano empezarás a decir que eres la mamá de Tallulah y… ¿qué pasará entonces con tu reputación de dura mujer negocios? ¿Eh?

–Llevo años diciéndole a mamá que no trate a Tallulah como si fuera una niña –había protestado Morgan–. Como tú misma has dicho, soy una mujer de negocios. No pienso perder la cabeza por un perro.

–¿Quién sabe qué harás ahora que te mudas al campo? Además, no eres tan dura como quieres aparentar. Si lo fueras, habrías llevado a Tallulah a un refugio para perros o le habrías pedido al veterinario que le pusieran una inyección…

–Por favor, ¿cómo iba a hacer eso? Le prometí a mamá que cuidaría de ella.

–¿Lo ves? Ya te he dicho que no eras tan dura.

–Muy bien, pues quédatela tú.

–No puedo. Ya sabes que Sam es alérgico.

–Entonces no me queda más remedio, ¿no?

Al final, siempre era ella quien tenía que encargarse de todo.

Morgan miró a la perrilla, que tenía un aspecto muy deprimido. Normal, después de que el antipático veterinario la hubiera manoseado, mirado los dientes, criticado abiertamente por ser gorda y metido un termómetro por el trasero sin avisar.

Bueno, lo de manosearla no podía haber estado tan mal, pensó entonces, recordando las grandes manos de Alistair Brown. Pero de las críticas y del termómetro, pasaba.

Lo que decía Minty de dejar que cada uno se encargara de lo suyo estaba muy bien, pero ¿cómo podía hacerle eso a Tallulah?

–Tú no puedes ponerte a dieta e ir al gimnasio todos los días, ¿no?

La perrilla levantó las orejas.

Huy, ya estaba hablando con ella. Quizá su hermana tenía razón. Iba a acabar con el sombrero raro y hablando con los animales.

Quizá acabar como una excéntrica solterona era su destino.

Pero al menos hacer que Tallulah adelgazase era un proyecto, pensó, mientras arrancaba el Porsche. El sonido del motor la hizo sonreír. Quizá era un fracaso en las relaciones sentimentales, pero se le daba bien ganar dinero. El suficiente como para comprar un coche fabuloso. Le encantaba esa línea deportiva, la suntuosa piel de color caramelo, el motor de doscientos caballos…

Sin duda, Alistair Brown diría que era un coche poco práctico para el campo, pero Morgan no pensaba hacerle ni caso. Quizá podría comprar unas botas de goma, pero cambiar de coche… ni hablar. Quería cambiar de vida, pero hasta eso tenía sus límites.

Desde luego, sería un reto conseguir que Tallulah adelgazase y entrenarla para que fuera una perrita buena y obediente, pero a ella siempre le habían gustado los retos. Le gustaba identificar el objetivo e ir por él. Ése había sido el secreto de su éxito hasta el momento… pero ahora que la renovación de la casa estaba terminada se había quedado sin retos a la vista.

¿Habría sido un terrible error mudarse a Yorkshire? Le había parecido tan buena idea… Había vendido su negocio por una extraordinaria cantidad de dinero tras la muerte de su madre y la marcha de Paul… ¿qué mejor momento para cambiar de vida?

Estaba harta de Londres, harta de la tensión, del tráfico… la simplicidad de la vida rural ofrecía un atractivo irresistible después de tantos años en la gran ciudad y se había imaginado a sí misma haciendo las cosas que nunca tenía tiempo de hacer: leer, cocinar, cuidar del jardín, convertirse en parte de una comunidad…

Claro que si la comunidad estaba compuesta por gente como Alistair Brown, el asunto no iba a ser muy divertido. Aunque esperaba que los demás fueran más simpáticos. Era una pena que el veterinario fuese tan brusco, pensó, mientras atravesaba la verja de hierro que llevaba a su casa. No carecía de atractivo, desde luego, pero una sonrisa o una palabra amable no habrían estado de más.

En fin…

Al menos tenía un coche y una casa preciosos, se dijo a sí misma, intentando controlar la depresión. En realidad, era muy afortunada.

El motor del deportivo rugía mientras atravesaba el camino rodeado de árboles y se animó un poco al pensar en su casa. Ingleton Hall era una joya, una mansión jacobina que los antiguos propietarios habían ido abandonando hasta que un incendio provocó que se hundiera el tejado. Como las reparaciones eran carísimas, estuvo abandonada durante quince años… hasta que ella la vio y supo de inmediato que quería restaurarla.

Distraída por esos pensamientos, Morgan no vio a las dos pequeñas figuras que subían por la cuesta en bicicleta hasta que estuvo a punto de atropellarlas y pisó el freno, sorprendida. ¿Qué hacían allí?

–¿Os habéis perdido? –preguntó, bajando la ventanilla.

Eran dos chicas, las dos con la cara colorada por el esfuerzo. Debían tener diez o doce años y eran, evidentemente, gemelas.

–Vamos a Ingleton Hall –contestó una de ellas–. Queremos ver a Morgan Steele. ¿Es usted?

–Sí, soy yo.

–No se parece a la fotografía –murmuró la otra niña con gesto de desilusión mientras sacaba el recorte del Askerby District Gazette–. Sí, es ella –informó a su hermana.

A Morgan no le gustaba que le hicieran fotografías, pero aquélla no había salido tan mal. Estaba delante de la casa, sus facciones suavizadas por las sombras de los rosales trepadores en las paredes y, en su opinión, había salido favorecida.

Una pena que las dos chicas no hubieran reconocido a la elegante y sofisticada mujer de la foto, pensó.

–Bueno, ahora que sabéis que soy yo, ¿os importaría decirme quiénes sois vosotras?

–Yo soy Polly y ella es Phoebe –contestó la primera–. Somos gemelas –añadió, innecesariamente.

–Ya veo.

Eran muy parecidas, aunque no idénticas. Al contrario que Minty y ella, tan diferentes que nadie creía que fueran gemelas. Las chicas, rubias y de ojos azules, las dos con gafas, llevaban el pelo por encima de los hombros. Parecían dos listillas y Morgan, que de pequeña también había sido más lista de lo normal, se sintió identificada de inmediato.

–¿Vivís en el pueblo?

–Sí, hemos venido en bicicleta desde allí. Queríamos preguntarle si podíamos hacerle una entrevista.

Morgan no sabía lo que había esperado, pero desde luego no era eso.

–¿Una entrevista? –repitió, apagando el motor.

–Para la revista del colegio –explicó Polly.

–Sí, bueno, eso es muy halagador, pero ¿por qué queréis entrevistarme?

–Hemos leído el artículo de la Gazette –contestó Phoebe–. Es usted famosa.

–Y rica –añadió Polly.

–Así que hemos pensado escribir un artículo sobre usted en la revista.

–No creo que mi vida le interese a vuestros compañeros. No hago nada que sea emocionante y no conozco a ningún famoso.

–Ah –las dos niñas se miraron, decepcionadas–. Pero en el artículo decía que tiene usted una piscina climatizada.

Por lo visto, tener una piscina climatizada era una cosa muy sofisticada para aquellas crías. Morgan se sintió conmovida. Los hijos de sus amigos de Londres eran tan alarmantemente sofisticados para su edad que habría que tener un jet privado o ser amiga íntima de todo el reparto de Friends para llamar su atención.

–Sí, tengo una piscina. ¿Queréis verla?

–Sí, por favor –contestaron las dos niñas a coro.

–¿Y podemos entrevistarla también? –preguntó Phoebe.

Morgan ya se había dado cuenta de que Phoebe era la más práctica de las dos. Aunque ambas tenían un brillo de determinación en los ojos y seguramente, estaban acostumbradas a salirse con la suya.

Como ella.

Además, ¿qué había de malo en dar una entrevista para la revista del colegio local? No tenía nada que perder. Ella quería hacer amigos en la comunidad y ésa podría ser una manera de darse a conocer. Después de varios encuentros desagradables con la prensa, Morgan normalmente evitaba las entrevistas y sólo había aceptado la de la Gazette porque el editor insistió en que el interés del artículo era la restauración de la antigua mansión.

Además, era para la revista del colegio… Quizá la leerían algunos padres y se animarían a darle la bienvenida a la comunidad. ¿Quién sabe? Incluso podría hacer cambiar de opinión al antipático veterinario.

–De acuerdo… pero llamadme Morgan.

–Muy bien, Morgan –sonrieron Phoebe y Polly.

Les ofreció que subieran al coche, pero las niñas insistieron en ir con sus bicicletas, de modo que Morgan arrancó, esperando impresionarlas con la casa. Sabía que a los niños no les interesaba demasiado la arquitectura, pero ella estaba tan enamorada de Ingleton Hall que esperaba que le gustase a todo el mundo.

No tendría que haberse preocupado por la reacción de las gemelas, que se quedaron boquiabiertas y absolutamente impresionadas por la zona que había convertido en piscina climatizada y gimnasio.

Phoebe era una experta en informática y le encantó el estudio, con su tecnología de última generación, mientras Polly estaba más interesada en la piscina y el jardín.

–Es una casa preciosa –suspiró cuando llegaron a la terraza–. Podrías tener ponis.

–No sé montar a caballo –dijo Morgan.

–Mi padre podría enseñarte.

Morgan sonrió. Pero la verdad era que los animales le daban un poco de miedo. Eran muy monos a distancia, pero cuando se acercaban… le parecían demasiado grandes. Sin duda, Alistair Brown tomaría eso como una prueba de que lo suyo no era el campo.

Decidieron hacer la entrevista en la cocina. Morgan les ofreció unos refrescos y preparó un té mientras las niñas repasaban las preguntas.

–Pensábamos que tendrías criados –comentó Polly–. Ya sabes, una cocinera, un mayordomo…

–Me parece una tontería tener una cocinera sólo para mí. Pero tengo una persona que me ayuda con el jardín, claro, y una señora que viene a limpiar una vez por semana.

–La señora Bolton, lo sabemos –dijo Phoebe–. A veces viene a quedarse con nosotras por la noche. Ella fue quien nos dijo lo bonita que era la casa. Por eso queríamos venir a verte.

–Bueno, pues espero que os haya gustado.

–Sí, sí. Nos gustaría mucho vivir en un sitio como éste, ¿verdad, Polly?

Polly asintió vigorosamente con la cabeza.

–A menos que esté embrujada.

–No está embrujada –replicó Phoebe, desdeñosa–. Eso es una tontería. Los fantasmas no existen, ¿verdad que no?

–Yo no creo en ellos –dijo Morgan.

El fantasma de Paul aparecía en sus recuerdos muy a menudo, pero no creía que eso contara.

–Pues a mí me daría miedo vivir aquí –insistió Polly–. ¿No te da miedo estar sola?

Ah, buena pregunta.

Las niñas no la entenderían si les hablase del vacío que había dejado la marcha de Paul en su vida, de la constante nostalgia y la horrible sensación de estar sola fuera donde fuera.

–Tallulah me hace compañía. Ella me protegerá de los fantasmas.

–¿Es tu perra? –Polly y Phoebe habían estado mirando a la pobre Tallulah sin poder disimular su desagrado.

–Era de mi madre, pero ahora es mía, supongo.

–Pues está muy gorda.

–Lo sé –suspiró Morgan–. Tengo que ponerla a dieta. Así que no le deis galletas ni nada.