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Tras escapar milagrosamente de la muerte, Malcolm Sinclair hizo desaparecer al infame hombre que había sido para reinventarse como Thomas Glendower. Su intención era intentar corregir los errores de su pasado. Sin embargo, jamás imaginó que la penitencia fuera a llegar a través de la misteriosa dama a la que había descubierto habitando en su aislada mansión. Rose tenía una explicación lógica para su presencia, junto con sus hijos, en la casa de Thomas, pero enseguida se dio cuenta de que ese hombre era demasiado inteligente para que alguien pudiera engañarlo. Revelarle la verdad sería tremendamente peligroso. Sin embargo, día a día, él consiguió ganarse su confianza, y luego su corazón. Pero los enemigos se acercaban y Rose no tuvo más remedio que acudir a Thomas, el único hombre que podría protegerla a ella y a sus hijos. Y, al pedirle su ayuda, Thomas al fin comprendió el verdadero propósito de su propia vida y, con absoluta entrega, se dispuso a hallar su redención de la única manera que podía: viviendo la realidad de amar a Rose.
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Seitenzahl: 556
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cumpliendo su destino, n.º 259 - enero 2020
Título original: Loving Rose
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductor: Amparo Sánchez Hoyos
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-1348-194-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Si te ha gustado este libro…
1833
Costas de la bahía de Bridgewater, Somerset
Dolor.
Atroz, despiadado, arañaba sus sentidos y desgarraba su mente con sus garras de dedos de fuego. La agonía lo quemaba todo, cegadoramente brillante, en sucesivos relámpagos que devastaban, erradicaban toda capacidad para pensar, para saber, incluso para recordar.
Muerte.
La había elegido, aceptado, le daba la bienvenida.
Era un sufrimiento innecesario, el tormento que lo conducía por el camino hacia el infierno.
Pues no merecía otra cosa.
No podía moverse, no sabría decir siquiera si su cuerpo seguía allí, si él aún lo habitaba.
Su mente perdió su último asidero y se desmoronó, el pensamiento consciente era una cinta que se alejaba flotando lejos de su alcance.
Poco a poco, golpeado por la arremetida del constante dolor, sus sentidos, también, empezaron a fallar. A enredarse. Y entonces…
Frente a él estaba el olvido, un inmenso vacío de nada hacia el que se hundía.
Más allá encontraría las llamas del infierno, de la condenación eterna.
Esperó.
—Hermano Roland, ¡mira!
Roland, responsable de la enfermería del monasterio de Lilstock, sofocó un suspiro y se apartó del enredo de algas que estaba recogiendo. Como de costumbre en esa época del año, se llevaba con él a los novicios más jóvenes para que lo ayudaran a cosechar el botín medicinal que proporcionaba el mar. La tarea había que realizarla cada semana y se alegraba de poder contar con su ayuda, aunque en ocasiones se preguntaba si los beneficios merecían la pena. Los jóvenes novicios se distraían muy fácilmente.
Convencido de que iba a tener que enfrentarse a alguna oveja errante o, quizás, identificar alguna especie rara de ave, Roland levantó la cabeza y miró hacia la playa.
Lo que vio fue al grupo de novicios bajando a toda prisa por las dunas, directos hacia un montón de trapos mojados y revueltos, que el mar había escupido de algún naufragio, sobre la áspera arena.
Roland se fijó mejor en los trapos. Llevaba una década en el monasterio que había en la orilla sur, sobre la bahía del canal de Bristol, y supo enseguida qué era ese montón de trapos enredados.
—¡Esperad!
La orden vociferada hizo que todos se detuvieran en seco. Ninguno se había acercado a menos de dieciocho metros del cuerpo. Todos se volvieron perplejos hacia él.
Roland los ignoró. Con el hábito volando al viento, bajó ágilmente la duna sobre la que había estado trabajando. Por el bien de los aún inocentes novicios, sería mejor que él fuera el primero en ver ese cuerpo. Solo el Señor sabría en qué estado iban a encontrarlo.
El canal era una de las rutas navieras más concurridas del mundo. Los capitanes debían enterrar a sus muertos antes de entrar en Bristol y, en ocasiones, las tormentas les impedían hacerlo en alta mar. De modo que los susodichos capitanes celebraban el último rito en cuanto se adentraban en las aguas más calmas del canal. Pero el canal, aunque profundo, estaba lleno de fuertes y rápidas corrientes. Y los cuerpos solían aparecer con regularidad en las costas del sur.
Aparte de la inclinación, que proporcionaba su fe, de que todos los cuerpos fueran tratados con el debido respeto, también había que tener en cuenta el riesgo de enfermedades.
Y, sobraba decir, el enterramiento legítimo no era la única razón por la que un cuerpo era escupido a la orilla.
Corriendo por la arena, las botas resbalando sobre los granos, Roland estudió el arrugado montón de tela mojada, traje oscuro con un destello de marfil sucio, y se preguntó si el cuerpo pertenecería al segundo caso.
Para cuando se agachó junto al cuerpo estaba seguro de que efectivamente era así. Para empezar, el hombre, pues se trataba de un hombre, era casi seguramente inglés. Cabello rubio, aplastado y empapado, pero a pesar de todo bien cortado, pegado a una amplia frente y mejillas que sin duda habían sido angulosas y rectas, sello distintivo de la aristocracia.
Sin duda ese hombre era de noble cuna. Sin embargo…
Los ojos experimentados revisaron el imposible enredo de unas extremidades que sin duda habían sido elegantes, dibujando ángulos imposibles, y los huesos, también retorcidos obligados a mantenerse en posiciones que no podían, no debían, existir. Roland sintió nacer algo en él, lástima, horror, descarado espanto.
¿Qué clase de tormento había sufrido ese hombre?
El hombre estaba doblado por el estómago, la cabeza vuelta hacia el mar, los hombros descuadrados, la columna torcida, los brazos y piernas colgando como ramas muertas. Roland contempló el lado visible del rostro. Sin duda en una ocasión había sido hermoso, pero en esos momentos se le veía maltrecho, la piel pálida, con el plomizo color de la muerte.
A ese hombre lo habían destrozado, horriblemente, totalmente, antes de ser reclamado por la muerte.
Roland dibujó la señal de la cruz en el aire, murmurando instintivamente una oración por su alma. Estaba a punto de volverse para empezar a dar órdenes a los novicios cuando un susurro sibilante proveniente del mar le hizo detenerse.
Una hola, más grande que las anteriores, llegó a la orilla. La marea comenzaba a subir.
La ola alcanzó al hombre, rodeando su cuerpo, lamiendo las ropas empapadas. El agua se elevó lo suficiente como para cubrir brevemente los cuarteados labios y la nariz.
Roland no vio ningún motivo para impedirlo.
Pero de repente vio unas finas burbujas escapar de la boca del hombre.
—¡Dios santo! —exclamó mientras se ponía en pie. El corazón galopaba frenético.
Pero era el encargado de la enfermería.
El mar se retiró. Roland se volvió bruscamente hacia los novicios, reunidos en un grupo de curiosos a unos quince pasos de él.
—Tú… Godfrey —Roland señaló al joven más enjuto y fuerte del grupo—. Regresa corriendo al monasterio y trae la camilla. Ned y Will, vosotros id también con él, y traed mi maletín, y la bolsa de tablillas y vendajes. En marcha. Ya. ¡Y corred!
No le hicieron falta más exhortaciones. Los tres muchachos salieron disparados como liebres, corriendo y saltando sobre las dunas, camino del monasterio en lo alto. Volviéndose hacia el desconocido, Roland se preguntó si estaría haciendo lo correcto, si existía alguna posibilidad, si tenía algún sentido. Si el resultado merecería la pena. Pero era un hombre de Dios y no tenía elección. Tenía que intentarlo.
El hecho de que no hubiera ninguna garantía de que el hombre fuera a vivir no tenía nada que ver. También era irrelevante el que viviera. Sin duda ese hombre no le iba a agradecer haberlo rescatado y llevado de vuelta a una vida de infinito dolor y miseria.
El hombre había sido literalmente arrojado a sus pies, una ruina, pero vivo. No se trataba de una cuestión que él pudiera juzgar o cuestionar. Era el responsable de la enfermería y sabía lo que debía hacer.
Sobre él recaía la tarea de salvar esa vida.
Concentrándose en ello, Roland hizo una rápida valoración antes de soltar el aire.
—No quiero arriesgarme a levantarlo hasta que hayamos estabilizado sus piernas —anunció en beneficio de los novicios. Para eso quería las tablillas y los vendajes. Hizo un rápido repaso mental de cuántas tablillas había en la bolsa y cómo usarlas—. Ben y Cam, ¿habéis traído vuestros cuchillos?
Los dos muchachos asintieron.
—Bien —Roland señaló hacia la playa—. Hay un arroyo que discurre paralelo al mar. Seguidlo un trecho corriente arriba y llegaréis a unos lechos de juncos. Cortad y traed todos los juncos que podáis, lo más rápido posible.
—Sí, hermano Roland —contestó a coro la pareja antes de marcharse a la carrera.
—Brian y Kenneth, recoged nuestras cestas y apiladlas a lo largo del camino al monasterio. Las recogeremos luego, de regreso. Después, volved aquí.
—Sí, hermano Roland.
Roland se volvió hacia los seis muchachos restantes.
—Todavía no podemos moverlo, pero debemos mantenerlo alejado del agua todo lo posible. Por tanto hay que construir un muro de arena para contener la marea hasta que los demás lleguen con los suministros y yo pueda colocarle los vendajes. Así que…
No tuvo más que señalar hacia dónde. Los novicios seguían siendo lo bastante jóvenes como para disfrutar construyendo un muro de arena.
Pensaba que ya habría atravesado las puertas del infierno, pero no. El dolor continuaba.
Estoicamente, encerrado en lo más profundo de una mente que, sorprendentemente, aún existía, aguantaba.
Esperó. Inmóvil. A que la muerte lo reclamara.
Mientras la agonía continuaba.
Aun así permaneció. Regresando fugazmente a la consciencia de vez en cuando. Distantemente consciente.
Aunque de qué, no tenía ni idea.
Poco a poco comprendió que seguía en el mundo de los mortales. Comprendió que su cuerpo físico aún existía, si bien bajo la única forma de un sordo dolor. Comprendió que su mente, atrapada en una cabeza que realmente no sentía, seguía funcionando.
Vivía. Todavía.
Por qué, no se le ocurría.
El dolor se había mitigado, no tanto desaparecido como convertido en parte integrante de su ser.
Una parte integrante de su nuevo ser.
Si su existencia, si esa no muerte, continuaba, llegaría un momento en que tendría que mover los ojos y averiguar qué había sucedido, pero, como el resto de su cuerpo, los párpados tampoco parecían estar realmente allí, no eran entidades físicas que pudiera gobernar.
De modo que esperó.
A lo que sucediera a continuación.
Por fin fue capaz de abrir los ojos. Solo una fracción, pero la luz resultaba cegadora, de modo que los volvió a cerrar rápidamente.
Había alguien allí, alguien que, comprendió, había estado allí a menudo, alguien a quien había sentido incluso a través de la nebulosa de dolor. Y ese alguien lo había visto.
Sus labios agrietados entraron en contacto con agua fresca. Él los abrió y sintió el reguero de agua deslizarse por su garganta, una sensación inimaginablemente intensa. Sus sentidos, tanto tiempo dormidos, tanto tiempo sin utilizar, despertaron bruscamente a la vida.
—¿Puedes oírme?
De modo que su oído también funcionaba. La voz era grave, masculina, resonante, el tono tranquilizador, preocupado. Pero solo consiguió batir las pestañas a modo de respuesta.
—Tu nombre. Si lo recuerdas, si consigues pronunciar palabra, no te pido más.
Su nombre… iban a necesitar uno para grabar sobre su lápida, por supuesto. Pero el hombre que había sido estaba muerto, incluso para él. Y ni siquiera muerto deseaba yacer bajo el nombre de esa persona.
Rebuscó en su mente, entre los recuerdos. Poco a poco el pasado empezó a definirse. Los recuerdos se solidificaron, lo que había hecho el hombre muerto, lo que había sucedido, y todo lo que había sucedido anteriormente en su vida…
Había otro nombre, un alter ego que había creado hacía mucho tiempo y que había utilizado intermitentemente hasta el final. Había matado al hombre que había sido, pero ese otro… se había olvidado de él.
Dado que se estaba muriendo, y dado el peso de sus pecados, no esperaba otro resultado, ¿quizás el destino estuviera ofreciéndole la oportunidad de atar hasta ese cabo suelto?
Nada como un buen plan.
—Thomas —contestó con voz ronca, más dura de lo que la recordaba, los tonos dulces arruinados por su calvario. Respirar hondo para poder hablar le exigía un considerable esfuerzo, y multiplicaba el persistente dolor. Sin embargo, al sentir que el hombre se acercaba a él, se obligó a humedecerse los resecos labios y hablar con más claridad—. Thomas Glendower.
El dolor le laceró un costado, la oscuridad envolvió su consciencia y se dejó arrastrar por la marea.
—¿Vivirá? —el prior Geoffrey, un anciano de cabellos grises, posó una mano sobre el hombro de Roland.
En la diminuta celda al final de la enfermería, sentado sobre una banqueta junto al estrecho camastro sobre el que el hombre al que habían rescatado llevaba semanas postrado, Roland levantó la mirada y contestó con sinceridad.
—No puedo decirlo, pero, dado que sigue vivo, padeciendo todo esto —señaló los numerosos entablillados, marcas externas de la larga lista de tratamientos que había tenido que administrar para recomponer a ese hombre y arreglar todo lo que había podido—, tengo que suponer que se recuperará, al menos todo lo posible.
Roland posó la mirada sobre el rostro del hombre herido y respiró hondo antes de verbalizar el asunto con el que batallaba su conciencia desde que lo encontrara en la orilla.
—Sigo sin saber si he hecho lo correcto, si salvarlo era lo que debía hacerse.
El prior Geoffrey no contestó de inmediato, pero sus largos dedos se cerraron sobre el hombro de Roland.
—Nosotros no conocemos los designios del Todopoderoso, hijo mío. Si Thomas Glendower vive, al menos tú podrás estar seguro de haber procedido como debías hacer.
Roland esperaba que eso fuera cierto.
Inclinó la cabeza en señal de aceptación y no pronunció una palabra más.
Thomas estaba sentado en el banco en el jardín de la enfermería de la abadía de Lilstock, la fachada de piedra calentándole la espalda, y contempló sin ver la gran abundancia de plantas que llenaban los ordenados arriates.
Sentía el sol sobre la cara, sentía la ligera brisa de verano. Olía el denso aroma de la tierra recién removida y el olor punzante de la fruta madurando en el huerto cercano.
Oía los suaves golpes y gruñidos de los dos monjes que trabajaban en el jardín, oía el trino de los pájaros en los árboles. Aunque tenía un párpado caído, y el ojo jamás volvería a su estado ideal, había recuperado una visión normal en ambos ojos y podía seguir el rápido vuelo de las golondrinas que cruzaban la extensión azul del cielo.
Sin embargo, no estaba seguro de si eso, la recuperación de sus sentidos y facultades, sería a la postre una bendición o una maldición.
Habían pasado meses desde la muerte del hombre que había sido.
Pero seguía vivo, algo que le resultaba incomprensible.
Había estado más que preparado para marchar, para dejar el mundo para siempre. Para librar al resto del mundo de su continua presencia.
Pero eso, al parecer, no iba a suceder.
Según el hermano Roland, el encargado de la enfermería, el hombre que lo había cuidado, que lo había salvado y que había evitado que el que era en ese momento muriera, estaba mejorando y seguiría haciéndolo con el tiempo.
Podía moverse con ayuda y era capaz, al fin, de pensar.
Todavía sufría un dolor constante, pero aunque lo sentía, ya no le prestaba atención. El dolor se había convertido en su compañero inexorablemente insistente y dado que no le hacía caso, ya no le distraía, ya no interfería en su capacidad para funcionar.
Oyó pisadas sobre la grava y por la firmeza del paso supo quién se acercaba antes de que Roland apareciera bajo el arco del patio del priorato.
Roland miró a su alrededor, descubrió a Thomas y se acercó al banco.
Thomas consiguió ofrecerle una sonrisa torcida y esperó mientras Roland, que le había correspondido al saludo con una inclinación de la cabeza, se recogía el hábito y se sentaba a su lado.
Durante varios minutos contemplaron el jardín en silencio, saboreando la tranquilidad de la escena, antes de que Roland preguntara con su habitual sencillez y sin rodeos.
—¿Y bien? ¿Quién es Thomas Glendower?
Thomas sintió curvarse sus labios. Era una pregunta esperada, y sabía que, tarde o temprano, se la iba a hacer.
Y porque le gustaba Roland, estuvo preparado para ofrecerle una respuesta.
Roland era la clase de hombre que Thomas reconocía, un hombre que casi con toda certeza compartía un pasado similar al suyo, pero que había tomado un camino totalmente diferente. Había muchas cosas en Roland que Thomas entendía y que, con su nuevo entendimiento, nacido de la muerte, era capaz de apreciar y admirar.
—Nací en el seno de la baja nobleza —contestó Thomas sin apartar la mirada de la vegetación y las flores—, pero mis padres murieron en un accidente cuando yo contaba seis años. No tenía ningún pariente cercano, de modo que pasé al cuidado de un tutor, un amigo de mi padre de elevada posición social y económica, pero que no era una buena persona. Bajo su tutelaje evolucioné de un modo que, quizás, no habría hecho de haber sido él otra clase de hombre. Pero, dado que se suicidó cuando yo llegué a la mayoría de edad, viví enteramente por mi cuenta durante el resto de mi vida anterior.
Thomas hizo una pausa para reflexionar antes de continuar, la voz rota aún gutural, pero clara.
—Por aquella época me advirtieron que tuviera cuidado, que fuera precavido, pero, como todos los jóvenes, yo creía saber más que nadie y me dispuse a explorar todo lo que la vida podía ofrecerme. En términos materiales, prosperé, pero permanecí básicamente solo, por decisión propia, pues no sentía ninguna necesidad de establecer conexiones personales. Eso, más que nada, supuso mi caída. Porque no pensaba en los demás y causé dolor a muchas personas. Más aún, les llevé desolación, incluso muerte. Hice que otros murieran. Y por eso… yo morí.
—¿Has matado a personas? —preguntó Roland tras permanecer un rato en silencio.
—Sí.
—¿Tú mismo?
Mentir era tentador, pero a Roland le debía la verdad.
—No. Jamás maté a nadie personalmente, pero sí hice que los mataran.
Roland frunció el ceño y lo miró de reojo.
—¿Ordenaste a otros que los mataran?
Habría sido más fácil mentir, reflexionó Thomas.
—No —contestó mientras apoyaba la cabeza contra la pared—, pero las órdenes que di fueron la causa de sus muertes —habiendo llegado tan lejos y percibiendo la absoluta confusión de Roland, se sintió obligado a explicarse—. No fui honesto. Deseé cosas, varias cosas, a lo largo de los años, y ordené a otros que lo arreglaran, que me consiguieran esas cosas. Lo de las muertes llegó al final. De haberlo pensado bien… pero no lo hice, ¿entiendes? Jamás pensaba en los demás, y ese fue mi defecto. Actuaba como si mis acciones no tuvieran ningún impacto sobre los demás, pero me equivoqué por completo, pues sí la tuvieron. Y, cuando al fin lo comprendí, decidí acabar con aquello.
—Thomas Glendower no es el nombre con el que naciste, ¿verdad? —insinuó Roland tras reflexionar durante un instante.
—El nombre con el que nací murió con el hombre que fui —Thomas asintió e hizo una pausa mientras se reafirmaba interiormente en lo correcto de su decisión—. El hombre que fui está muerto y resucitarlo no produciría ningún bien, y sí mucho daño a otros. Y estoy dispuesto a jurarlo sobre la Biblia del prior.
Roland soltó una exclamación.
Thomas se limitó a esperar, con una paciencia que le habían enseñado los últimos meses, a averiguar cuál sería su destino tras haber admitido los crímenes de su pasado.
Al final, con la mirada fija, al igual que la de Thomas, en el jardín, Roland se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre los muslos, juntando las manos entre las rodillas.
—Durante un tiempo, sobre todo durante los primeros días que estuviste aquí, no esperaba que fueras a sobrevivir. Tuve que romper huesos y estirar tendones para volver a colocarte las articulaciones, tuve que administrarte medicación para evitar infecciones, tuve que mantenerte sedado para que no sintieras dolor. Tuve que estirar tu columna mientras rezaba para no matarte en el proceso. Todo ese tiempo estabas inconsciente, yo no sabía si deseabas vivir o morir. De modo que me mantuve al margen. No recé para que murieras, pero tampoco para que vivieras.
Roland apretó las manos con fuerza entre las rodillas y continuó.
—El prior Geoffrey tenía otra opinión. Según él, tu supervivencia era probable, incluso estaba asegurada, porque, a sus ojos, el hecho de que hubieras sido puesto en mis manos, sobre todo en el estado en el que estabas, era una señal de la intervención divina.
—Eso no puede ser —Thomas parpadeó.
—Después de lo que acabas de contarme —Roland soltó un bufido—, entiendo que pienses así, pero… conozco a Geoffrey desde hace años. Fue mi mentor cuando yo era novicio. Es increíblemente agudo y clarividente, sobre todo cuando se trata del prójimo y sus debilidades —hizo una pausa antes de continuar—. Estoy empezando a pensar como él.
—¿Qué? —sobresaltado, Thomas dejó al descubierto su cinismo—. ¿Cree que, por mi intento de pagar por mis pecados, el buen Dios me ha perdonado?
Roland rio por lo bajo con ironía y, volviéndose hacia Thomas, lo miró a los ojos.
—No, por eso no. Geoffrey cree que has sido salvado por alguna razón. Con algún propósito. Cree que Nuestro Señor tiene alguna tarea en mente para ti, algo que solo tú puedes realizar, y que has sido salvado para que puedas acometerla.
Thomas vio la certeza cristalizada en la mirada de su sanador.
Y, como si quisiera confirmar la intuición de Thomas, Roland asintió.
—Y, después de lo que acabas de contarme, me siento aún más inclinado a coincidir con Geoffrey. Da igual lo que puedas pensar, Nuestro Señor no ha terminado contigo.
Thomas no sabía qué pensar. Se sentía tentado a señalar que no era religioso, que ni siquiera estaba seguro de creer en alguna deidad. En el destino, quizás, pero ¿en Dios? No se atrevía a reclamar esa convicción.
Sin embargo, sentado al sol, mirando a Roland a los ojos… tuvo que pensar en hacerlo, aunque elevó ligeramente un hombro, el menos dañado, antes de contestar.
—Bueno, sin duda ya lo veremos.
Pasaron meses antes de que Thomas, apoyándose en unas muletas, consiguiera manejarse lo bastante bien como para llegar a la biblioteca del monasterio. Allí descubrió, tal y como había esperado, que la prensa de Londres llegaba todas las tardes, aunque no sabía para quién, pues en aquel lugar nadie más que él parecía interesado en leerla.
Un mes más tarde solicitó al prior Geoffrey que le permitiera hacer algo por el monasterio asistiéndoles en sus inversiones. Geoffrey, tan astuto como Roland le había descrito, accedió y, por primera vez en mucho tiempo, Thomas empezó a tener la sensación de vivir, y no solo de existir.
Tal y como le explicó a Geoffrey, si había sido salvado por algún motivo, seguramente se haría evidente a su debido tiempo. Hasta entonces, sería de utilidad llevando los libros del monasterio. La única habilidad que poseía era la de ganar dinero, tomar dinero y convertirlo en más dinero.
Aparte de pedirle que jurara que cualquier acción que realizara fuera totalmente legal, Geoffrey había accedido con entusiasmo, mostrándole personalmente los archivos y libros de cuentas del monasterio.
Al cabo de unos meses, las inversiones del priorato aumentaban regularmente.
Sentado en lo que se había convertido en su puesto habitual, en un extremo de la mesa de la biblioteca, iluminado por la luz invernal que se colaba por las ventanas, Thomas estudiaba los detalles de una propuesta que el agente de inversiones del monasterio, tremendamente revitalizado desde que alguien lo animaba en su función, le había remitido, cuando Roland entró en la biblioteca y lo vio.
Con una sonrisa benevolente dibujada en su rostro, el hombre se acercó, sacó la silla más cercana a él y se sentó.
Thomas se limitó a enarcar una ceja a modo de saludo y continuó trabajando con los números hasta llegar al final.
Momento en que alzó la mirada y la posó sobre los templados ojos grises de Roland. Como de costumbre el clérigo, de anchos hombros y tan alto como él, aunque más robusto y fuerte, de cabellos oscuros, frente a los rubios de Thomas, que estaba convencido de que su amigo clérigo tenía sangre francesa entre sus ancestros, apoyó los antebrazos sobre la mesa, las manos grandes y bien formadas, entrelazadas frente a él. Reclinándose en la silla, Thomas enarcó de nuevo la ceja, en esa ocasión a modo de interrogación.
Durante una fracción de segundo, la sonrisa de Roland se hizo más profunda.
—Cuando te pregunté tu nombre, estabas en el límite, apenas consciente y casi desquiciado de dolor, y aun así respondiste. Hasta que me lo aclaraste, yo estuve convencido de que te llamabas Thomas Glendower. Has respondido a ese nombre sin dudar un instante desde hace meses. De modo que… —Roland estudió fijamente los ojos color avellana de Thomas—. ¿Tengo razón al suponer que Thomas Glendower existe realmente?
—Así es —Thomas asintió—. Es —gesticuló con el brazo, algo que por fin podía hacer con razonable elegancia—, mi alter ego, uno que me inventé antes de alcanzar la mayoría de edad, pero que apenas había utilizado, al menos no para las estratagemas que fueron la perdición de mi otro ser —hizo una pausa para reflexionar antes de continuar—. Si se me concede la gracia de vivir lo suficiente para cumplir con lo que el destino, o la deidad, me tenga reservado, necesito una identidad, y Thomas es… no perfecto, ni completamente libre de pecado, pero sí resucitable y de utilidad, al menos, para este propósito.
Roland asintió.
—Mencionaste que tú, al menos el que eras antes, tenía tendencia a no pensar en los demás, a no ser consciente del impacto de sus acciones sobre los demás —el monje clavó la mirada en los ojos de Thomas—. Por eso me siento obligado a preguntarte, ¿tiene Thomas a alguien que dependa de él? ¿Alguien para quien su, tu, desaparición y prolongada ausencia, pueda crearle serias dificultades?
Thomas parpadeó y se irguió lentamente en el asiento.
—No de manera inmediata, ni siquiera después de todo este tiempo. Pero con el tiempo… sí.
—Entiendo —continuó Roland—. Considera esto un pequeño empujón. Aunque puede que hayas elegido permanecer aquí, recluido, esperando la iluminación que te indique hacia dónde dirigirte, ya no tienes problemas para escribir —con la cabeza señaló hacia la pluma que Thomas había dejado sobre la mesa—, y deberías restablecer el contacto con esas personas que dependen de ti, para tranquilizarlas y poner tus asuntos en orden.
—Gracias —contestó Thomas, mirando a Roland a los ojos, tras meditar sobre sus palabras.
—Tú decides —el otro hombre sonrió antes de apartar la silla de la mesa—. Si deseas enviar una carta, no tienes más que dejarla sobre la bandeja que hay sobre la mesa junto al estudio de Geoffrey.
Thomas asintió.
Mientras Roland salía de la biblioteca, Thomas reflexionó antes de tomar una hoja de papel.
Media hora después, apoyando todo su peso sobre las muletas, avanzó con esfuerzo hacia el pasillo que conducía al estudio del prior. Casi sin aliento se detuvo ante la mesa apoyada contra la pared y, tras respirar hondo, dejó las dos cartas, que aferraba con una mano, en la bandeja. Las dos llevaban escritas sendas direcciones de Londres. La primera era para Drayton, el agente comercial de Thomas Glendower, y la segunda para Marwell, el abogado de Thomas.
Haciendo equilibrios sobre las muletas, Thomas contempló ambas cartas apiladas sobre un pequeño montón. Era su primera incursión de regreso al mundo fuera del monasterio, un paso cuya magnitud, estaba seguro, era del agrado de Roland.
Pero, desde luego, también era algo que había que hacer. Las cartas debían ser escritas, el paso debía ser dado.
Agarrando con fuerza las muletas, Thomas se dio media vuelta y se alejó.
A medida que pasaron los meses, la biblioteca se convirtió en su lugar de trabajo. Pasó el invierno y llegó la primavera, acompañada del abad de la abadía a la que pertenecía el monasterio. Tras haber visto los informes financieros que le había mostrado el prior Geoffrey, el abad deseaba preguntarle a Thomas si estaría interesado en realizar un milagro semejante con los fondos de la abadía.
Thomas aceptó encantado el desafío. Gestionar más fondos lo mantendría ocupado, mantendría su mente concentrada y agudizaría sus facultades. También le obligaría a tratar con más personas, y empezaba a darse cuenta de que necesitaba practicar un poco las relaciones sociales, o pensar en los demás, tal y como se lo había expuesto Roland con su clara sencillez.
Para él no era algo que surgiera de manera natural, y seguía sin hacerlo. Tenía que recordarse a sí mismo que debía pensar en sus acciones y en las ramificaciones que tendrían desde el punto de vista de las demás personas implicadas.
Dado que seguía sin tener la menor idea de cuál era el propósito para el cual había sido salvado, aceptaba que, para poder permanecer en paz con el mundo encerrado dentro de las paredes del priorato, debía aprender a vivir con los demás sin, inadvertidamente, causarles daño con su habitual egocentrismo.
El monasterio era benedictino y, para su sorpresa, se descubrió acomodándose al horario monástico, hallando un consuelo en el régimen. Roland seguía siendo su amigo más cercano, aunque también pasaba bastante tiempo con Geoffrey. Los dos tenían mentes que, si no idénticas a la suya, sí estaban lo bastante cerca para promover una apreciación mutua.
Lentamente, su cuerpo fue sanando. La cara jamás volvería a recuperar su aspecto y portaría las múltiples cicatrices durante el resto de su vida, pero uno a uno, los diversos entablillados y vendajes que Roland había colocado para realinear sus huesos y sujetar las destrozadas articulaciones, fueron retirados para siempre. Dos años después de que Roland lo encontrara en la orilla ya era capaz de caminar recto, simplemente con la ayuda de un bastón.
A pesar de su suplicio, su salud, que siempre había sido de hierro, no lo había abandonado. A medida que pasaron los meses, dedicaba las tardes a alguna actividad fuera de la biblioteca: ayudar en el jardín, los establos y los talleres, cuando se necesitaba una mano extra. Su fuerza aumentó y sus habilidades crecieron. Lo segundo supuso para él un placer casi cínico. En su anterior vida, jamás había tenido la ocasión de posar sus manos sobre una azuela, mucho menos un azadón. En cuanto a su fuerza, si había sido salvado para realizar alguna función, alguna tarea, entonces, razonó, iba a necesitar no poca fuerza para llevarla a cabo.
Tres años después de la llegada de Thomas al monasterio, Geoffrey falleció. Thomas se sorprendió en cierto modo al sentir pena, dolor y tristeza ante la muerte del anciano. No eran emociones que hubiera experimentado habitualmente con anterioridad, no hacia un simple conocido. Lo tomó como una señal de que, en efecto, empezaba a aprender a conectar con los demás.
Tras el entierro de Geoffrey, con su debida ceremonia, los demás hermanos se reunieron para elegir al siguiente prior. A Thomas no le sorprendió cuando los hermanos eligieron por unanimidad a Roland.
—Por ti, prior Roland —reclinado sobre el sillón a un lado de la chimenea en el estudio del prior, Thomas alzó su copa en un brindis por Roland, sentado en el sillón frente a él, el sillón en el que Geoffrey solía sentarse.
—Ojalá pudiera decir que estoy encantado —Roland torció los labios en un gesto mitad sonrisa, mitad mueca—, pero preferiría que Geoffrey siguiera aquí con nosotros.
Por primera vez, Thomas lo entendió.
—Desde luego.
Durante un buen rato, los dos permanecieron en silencio, hasta que Roland alzó la copa.
—Por los amigos ausentes.
—Por Geoffrey —los dos bebieron.
—Y, en cierto modo, por ti también —observó Roland volviéndose hacia Thomas—. Es a ti a quien mis compañeros y yo debemos agradecer la robusta salud financiera del priorato, tanto que, al parecer, no vamos a tener que preocuparnos por nuestra continuidad.
—Estaba aquí, aburrido —Thomas agitó una mano en el aire—, y lo suyo era que os devolviera algo, a ti y al monasterio, por esto —señaló su cuerpo sanado—. Por cierto, ¿puedo esperar alguna mejora más o esta es toda la agilidad a la que puedo aspirar?
—Te pondrás más fuerte —Roland sonrió—, llevas meses poniéndote más fuerte. Pero descubrirás que tu fuerza se situará en zonas distintas. Por ejemplo, tus manos agarran con más fuerza, porque deben aguantar tu peso muy a menudo, y tus brazos y hombros también estarán más fuertes de lo que solían estar, pero tus piernas seguirán siendo más débiles de lo que eran. En cuanto a tu agilidad —el tono de Roland se suavizó—, siempre caminarás con una ligera cojera, eso no lo pude arreglar, y seguramente también necesitarás el bastón para siempre, pero aparte de eso, como has podido ver tú mismo, puedes montar a caballo y, con el tiempo, podrás caminar distancias mucho mayores que ahora.
Posando la mirada sobre su débil pierna izquierda, Thomas asintió.
—Pero —continuó Roland con voz más contundente—, volviendo a la cuestión que estábamos tratando cuando tu locuacidad me apartó de ella.
Thomas sonrió con cinismo.
—Pues eso —Roland asintió—. Volviendo al tema, he encontrado mi lugar, el camino que me conduce al futuro. Al igual que Geoffrey, seré prior aquí hasta mi muerte. Yo mismo busqué activamente este camino, trabajé y me situé en una posición desde la cual, si mis compañeros querían, podría ser su prior y así conseguir la meta de mi vida. Tal y como Geoffrey hizo antes que yo. Pero ¿y tú, Thomas? Desde que te traje aquí has estado dejando pasar el tiempo, pero no eres la clase de hombre que vive la vida sin más. Eres como Geoffrey, como yo, en ese aspecto. ¿Cuál es tu meta, Thomas?
Thomas suspiró. Levantó la cabeza y la apoyó contra el respaldo del sillón de cuero. Tras unos segundos, miró a Roland a los ojos.
—Esperaba morir. Pero no lo hice. Si acepto la teoría de Geoffrey, tuya y de esta casa, entonces he sobrevivido por algún motivo, seguramente para cumplir con un propósito, uno para el que solo yo esté cualificado —extendió las manos—. Y aquí estoy, esperando al destino, o a Dios, o a lo que sea que decida lo que me vaya a acontecer, a lo que sea que me vaya a mostrar cuál es mi tarea.
Hizo una pausa, consciente de que Roland esperaba el resto.
—Mi intención era, y sigue siendo, contemplar mi muerte, la muerte verdadera y final del hombre que fui, como el ineludible pago por mis pecados, por los pecados que cometí siendo ese hombre. En ese contexto, el haber sido salvado para realizar una tarea que solo yo puedo realizar… encaja.
Thomas hizo una nueva pausa, apuró su copa y la soltó antes de continuar.
—Tengo la sensación de estar realizando un viaje de penitencia, casi muriendo, pero sin que se me permita abandonar fácilmente. Tal como lo veo, solo una vez que la tarea esté hecha conoceré la paz, pues habré pagado la penitencia por mis actos del pasado.
Roland lo contempló en silencio. Un minuto entero pasó antes de que hablara.
—Entiendo que pienses así, y no se me ocurre ningún argumento contra tu lógica. Tu punto de vista es muy parecido al mío si estuviera en tu lugar. Sin embargo, volviendo al aspecto de tu situación que aún permanece sin abordar, ya estás lo bastante bien como para buscar activamente tu camino, aquel en el que se encuentra tu tarea a completar. Pero mi impresión es que sigues esperando, pasivo, sin buscar activamente.
Thomas frunció el ceño y meditó varios segundos antes de contestar.
—Pensaba, suponía, que el destino o la deidad me encontraría cuando llegara el momento, cuando yo estuviera preparado. Supuse que solo tenía que quedarme aquí y esperar, y que mi tarea me encontraría.
—Podría ser —Roland frunció los labios—, pero el priorato es un universo muy reducido. Puede que tu tarea se encuentre fuera de estos muros, y puede que no la encuentres si no la buscas activamente.
Thomas permaneció en silencio, la mirada fija a sus pies.
—Abre tu mente a la pregunta —murmuró Roland tras varios minutos de silencio—. La claridad te llegará con el tiempo.
Aquella noche Thomas daba vueltas y más vueltas en el estrecho jergón de la última celda de la enfermería. Las palabras de Roland, lo que implicaban, que para completar su penitencia y encontrar la paz verdadera iba a tener que abandonar el priorato y la seguridad que proporcionaban sus muros, y buscar su cometido en el mundo más amplio, y las ramificaciones de todo ello, daban vueltas en su mente.
Sabía que era de la clase de personas a las que les gustaba estar al mando y, sobre todo, controlar su propio destino. Era manipulador, de una manera más o menos instintiva. Permanecer allí, supuestamente esperando, ¿no sería otra manera de intentar ejercer el control?
¿De intentar forzar al destino, o a Dios, para que jugara con sus reglas?
Si algo sabía más allá de toda duda era que odiaba lanzarse a lo desconocido. Siempre le había pasado.
Y seguía sin tener ni idea, ninguna pista, de cuál podría ser su cometido.
Aceptar el riesgo y simplemente partir, confiando en que su tarea lo encontraría, que, al buscar, la encontraría…
Tener fe en algo que no fuera él mismo nunca le había resultado fácil.
—Ha llegado la hora de abandonar el monasterio —apoyado en el bastón, Thomas se sentó en el sillón junto al fuego en el estudio de Roland.
Dejándose caer en el otro sillón, su amigo lo miró fijamente antes de asentir.
—Aquí ya has conseguido todo lo que pretendías.
—Hice un pacto conmigo mismo —Thomas asintió con gesto sombrío—. Que si, para cuando hubiese amasado la suficiente fortuna para que el monasterio y la abadía pudieran acometer las obras que tú y el abad queréis realizar, mi tarea destinada aún no me había encontrado, entonces aceptaría el veredicto y saldría a buscarla activamente. Y desde esta mañana, el momento ha llegado. Como muy bien has pensado siempre, mi tarea no está destinada a encontrarme entre estas cuatro paredes.
—Nunca he comprendido tu reticencia a regresar al mundo —Roland inclinó la cabeza y buscó el rostro de Thomas—. A fin de cuentas no puede decirse que te sea desconocido.
—No. Y, si te soy sincero, yo tampoco estoy seguro de comprender mi rechazo —Thomas hizo una pausa antes de continuar en un tono claramente despreciativo hacia sí mismo—. Solo puedo suponer que algún instinto de conservación profundamente arraigado preferiría que permaneciera en esta relativa comodidad en lugar de exponerme a los caprichos de la vida en un mundo en el que más de uno tiene sus motivos para odiarme, incluso para colgarme.
La mirada de Roland permaneció serena. Thomas sentía su peso, un peso que había aumentado a lo largo de los dos últimos años, a medida que Roland maduraba en su cargo de prior.
—Hay una cosa —dijo Roland al fin—, que siempre pareces olvidar.
Dado que no siguió hablando, Thomas levantó la vista y enarcó las cejas en un gesto interrogativo.
—Ya no eres el hombre que el mundo conocía. Confía en mí, tu muerte, como dices tú mismo, y los años que has pasado aquí te han transformado sin posibilidad de volver atrás.
—Quizás —Thomas inclinó la cabeza—, y quizás eso sea, en parte, lo que me provoca tantas reticencias a la hora de marcharme, de arriesgar mi suerte en el mundo exterior.
—No te entiendo —Roland parpadeó perplejo.
—Te lo explicaré de manera sencilla. No sé quién es actualmente Thomas Glendower, y no sé cómo le irá fuera de estas cuatro paredes.
—Ahí está el desafío, ¿no? —los labios de Roland se curvaron en una mueca de ironía.
—En parte, supongo —Thomas enarcó las cejas—. Pero creo que tú y yo podemos estar razonablemente seguros de que reunir el valor para abandonar este lugar no es más que el preludio para la tarea que me ha sido destinada —pasó un instante antes de que concluyera más pensativo—, pero para abordar esa tarea, ahora está claro que necesito dar un paso al frente y salir en su busca o, más probablemente, permitir que me encuentre.
Marzo de 1838
Priorato de Lilstock, Somerset
Thomas cruzó las puertas del monasterio mientras el sol arrancaba destellos de la hierba helada y brillaba en las gotas de rocío que decoraban las ramas aún desnudas.
El caballo era un ejemplar de color gris pálido que había comprado unos meses antes, durante un viaje que había hecho con Roland en una de las visitas a la abadía. La ruta les había hecho atravesar Bridgewater, y allí había encontrado al gris moteado. El caballo castrado era maduro, fuerte, ajustado a su peso, pero también equilibrado, una necesidad dadas sus limitaciones físicas. Ya no podía confiar en aplicar la suficiente fuerza con sus rodillas como para controlar al caballo en una situación de estrés.
Silver, así lo habían bautizado los novicios, estaba muy lejos de estresarse. Si algo no le agradaba, se limitaba a pararse, lo cual, dadas las circunstancias, era totalmente aceptable para Thomas, que no albergaba el menor deseo de que lo derribara.
Sus huesos ya habían sufrido suficientes fracturas para cinco vidas.
Mientras cabalgaba por la carretera hacia Bridgewater, repasó instintivamente sus dolores y males. Siempre iba a sufrirlos, pero, en general, habían quedado reducidos a un nivel que podía ignorar. Esos dolores, o quizás sus sentidos, se habían adormecido, los nervios habituados al constante desgaste.
Desde hacía un mes había montado a diario para prepararse para el viaje, para aumentar su fuerza y convencerse de que, efectivamente, iba a poder viajar a caballo durante los cuatro o cinco días necesarios para completar el trayecto hasta su destino.
La primera colina se iba acercando y la sensación de estar dejando atrás algo precioso aumentaba cada vez más. Insistentemente.
Tiró de las riendas para detener al caballo, lo giró y contempló el camino que había recorrido ya.
El monasterio destacaba con sus muros de piedra gris hundidos en el verde promontorio, con el cielo azul y el color plata del canal más al fondo. Thomas lo contempló todo mientras recordaba las horas que había pasado con Roland, con Geoffrey y con los demás monjes, que lo habían acogido sin preguntar, sin juzgar.
Ellos, más que él mismo, le habían concedido esa oportunidad, la de partir y completar su penitencia, y así hallar por fin la paz.
Por cortesía de Drayton, llevaba dinero en los bolsillos, y en las alforjas todo lo necesario para alcanzar el domicilio elegido e instalarse en él.
Por fin lo estaba haciendo, dando los primeros pasos por el camino que le conduciría a su destino.
En efecto, se estaba rindiendo al destino, ofreciéndose libremente a lo que le aguardara.
Thomas contempló los muros del monasterio unos instantes más antes de hacer girar a Silver y seguir su camino.
El camino lo llevó a través de Taunton, un lugar de recuerdos, y de personas que podrían reconocerlo a pesar de las heridas que le desfiguraban el rostro. Atravesó la población y siguió su marcha, durmiendo en el pequeño pueblo de Waterloo Cross y levantándose al amanecer para continuar en dirección oeste.
A última hora de la tarde del cuarto día desde que saliera del monasterio, llegó a Breage Manor. Había atravesado Helston y continuado por la carretera hasta Penzance, después había girado al sur junto al sendero que llevaba a los acantilados. La entrada al camino era de lo más corriente, una sencilla avenida de grava que discurría entre los raquíticos árboles y luego atravesaba un corto trecho de terreno abierto y ascendente que terminaba en la puerta de entrada de la mansión.
Había comprado la propiedad hacía años, por puro capricho. Le había llamado la atención y, por una vez en su vida, había cedido a un impulso y la había comprado. Se trataba de una residencia sencilla, aunque sólida, propia de un caballero y situada en las profundidades de Cornwall. En sus cuarenta y dos años, era la primera casa de su propiedad, el único lugar que se imaginaba llamando hogar.
La casa, un bloque rectangular sólido, pero anodino, construida de ladrillo local en tonos de rojo, ocre y amarillo, contaba con dos plantas, además de la buhardilla bajo el tejado. Las ventanas de las habitaciones principales daban al sur, sobre el acantilado junto al mar.
Mientras conducía a Silver por el sendero de entrada, Thomas examinaba la casa, encontrándola tal y como la recordaba. No había regresado desde hacía años, muchos más de los cinco que había pasado en el monasterio. Era evidente que los Gatting, la pareja que había contratado como vigilante y ama de llaves, había seguido cuidando de la casa como si fuera suya. Los cristales de las ventanas resplandecían, los escalones de la entrada habían sido barridos, e incluso de lejos se percibía el brillo de la aldaba de latón.
Thomas detuvo a Silver en el punto en el que el camino al establo se encontraba con el de la casa, pero, en deferencia a la pareja a la que no había informado de su inminente llegada, condujo al caballo hasta la puerta delantera y desmontó. A pesar de las lesiones del lado izquierdo de su cara, y todas las demás, los Gatting lo reconocerían sin problema, pero no había motivo para asustarlos entrando sin avisar por la puerta trasera.
Ni cojeando, como sería el caso.
Recuperó el bastón, sujeto a la silla con un elemento especial ideado por el monje encargado de los establos, y soltó las riendas de Silver. Vio al robusto caballo gris alejarse unos pasos del camino y agachar la cabeza para comer la áspera hierba. Satisfecho al comprobar que el caballo no parecía que fuera a alejarse mucho más, Thomas se dirigió a la puerta delantera.
Al alcanzar el pequeño porche delantero fue consciente del cansancio en sus piernas, nada sorprendente dada la distancia que había recorrido, junto con el esfuerzo físico adicional al tener que sobrellevar sus lesiones. Pero al fin estaba allí, el único lugar que consideraba su hogar, y por fin iba a poder descansar. Por lo menos hasta que el destino lo encontrara.
La cadena de la campana colgaba junto a la puerta. Agarrándola con fuerza, tiró de ella.
De las profundidades de la casa le llegó el sonido del timbre. Thomas se irguió, enderezando la espalda y ajustando la mano sobre el pomo de plata del bastón, preparándose para volverse a encontrar con Gatting.
Unas rápidas y ligeras pisadas se acercaron a la puerta. Y, antes de que tuviera tiempo de interiorizar la extrañeza, la puerta se abrió.
En la entrada apareció una mujer que lo miró con firmeza.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarle en algo?
No había visto a esa mujer en su vida.
—¿Quién es usted? —Thomas parpadeó y frunció el ceño.
Aunque las palabras que habían acudido a su mente habían sido más bien, «¿Quién demonios es usted?», cinco años en el monasterio le habían enseñado a cuidar su lenguaje.
La mujer levantó ligeramente la barbilla. Era de elevada estatura para ser mujer, apenas medía una cabeza menos que él mismo. Y, desde luego, no era lo bastante joven, ni lo bastante tímida, para ser una doncella.
—Yo diría que esa pregunta debería formularla yo.
—Pues lo cierto es que no, es mi pregunta. Soy Thomas Glendower, y soy el dueño de esta casa.
La mujer parpadeó sin que su mirada titubeara, aunque sí agarró con más fuerza la puerta. Tras varios segundos de profundo silencio, carraspeó antes de hablar.
—Dado que me temo que no lo conozco, necesitaré alguna prueba de su identidad antes de permitirle la entrada a la casa.
Thomas no había dejado de fruncir el ceño. Intentó mirar por encima del hombro de la mujer, hacia las sombras del vestíbulo.
—¿Dónde están los Gatting? La pareja que dejé al cuidado de la casa.
—Se retiraron, hace dos años ya. Yo les estuve ayudando durante dos años antes de eso, y me hice cargo de todo tras su marcha —una expresión de sospecha que, comprendió él, llevaba allí desde el principio, se acentuó en su mirada—. Si de verdad fuera el señor Glendower, ya lo sabría. Todo fue arreglado adecuadamente con… con su agente en Londres, sin duda él le habría informado del cambio.
Había sido lo bastante lista como para no darle ningún nombre. La mujer hizo ademán de cerrar la puerta y Thomas se apresuró en responder, con no poca acritud.
—Si se refiere a Drayton, sin duda no consideró el cambio lo bastante importante como para molestarme con eso —tras agitar la mano en el aire, se señaló el maltrecho cuerpo—. Durante los últimos cinco años, he estado más pendiente de otras cosas.
Al menos con eso consiguió que ella no le cerrara la puerta en las narices. En realidad lo observó detenidamente, con expresión contrariada. Y los labios, bastante bonitos por cierto, dibujaron una fina línea.
—Me temo, señor, que, independientemente de ello, necesitaré alguna prueba de su identidad antes de poderle permitir la entrada en esta casa.
«Intenta verlo desde el punto de vista de la otra persona». Todavía le costaba hacerlo con los hombres. Y ella era mujer. Imposible conseguirlo. Thomas la miró fijamente y ella le devolvió la mirada. No iba a moverse ni un milímetro. De modo que puso su mente a trabajar y la solución llegó con facilidad.
—¿Limpia el polvo de la biblioteca?
—Sí —contestó ella tras parpadear.
—El escritorio, está frente a la ventana que da al jardín lateral.
—En efecto, pero cualquiera podría haberlo visto asomándose por la ventana desde fuera.
—Cierto, pero, si limpia el polvo del escritorio, sabrá que el cajón del medio está cerrado con llave —Thomas levantó una mano para impedirle contestar que solía ser así con muchos escritorios como ese—. Si se coloca con la espalda apoyada contra ese cajón, y mira a su derecha, verá unas estanterías con libros, y en la que está… —estudió detenidamente el cuerpo de la mujer—, más o menos a la altura de su barbilla, en el rincón más cercano a la mesa, verá un reloj de carruaje. En la cara delantera de la base de ese reloj hay un pequeño panel rectangular. Si lo presiona ligeramente se abrirá. En el hueco oculto del interior, encontrará la llave del cajón central del escritorio. Abra el cajón y verá un cuaderno con tapas de cuero negro. En la primera hoja verá escrito mi nombre junto con la fecha, 1816. Las siguientes páginas contienen cifras que reflejan el tonelaje mensual del mineral proveniente de las dos concesiones de las minas locales que poseía por aquel entonces —Thomas hizo una pausa y enarcó una ceja—. ¿Bastará eso para probar mi identidad?
La mujer mantuvo los labios apretados, y la mirada firme, antes de contestar con encomiable calma:
—Si tiene a bien esperar aquí, comprobaré su identificación.
Y sin más cerró la puerta.
Thomas suspiró antes de oír deslizarse el pestillo, pasando a sentirse claramente ofendido.
¿Qué se había creído esa mujer? ¿Pensaba que iba a forzar la entrada?
Y, como si quisiera subrayar su incapacidad para hacer tal cosa, la pierna izquierda comenzó a dolerle. Necesitaba descargarla del peso de su cuerpo durante unos minutos para que el dolor no se volviera palpitante. Bajó de nuevo los tres peldaños del porche y se dejó caer, estirando las piernas y apoyando el bastón contra la rodilla izquierda.
Ni siquiera había averiguado su nombre, pero todavía se sentía insultado al saber que lo consideraba una amenaza para ella. ¿Cómo podía pensar algo así? Ni siquiera era capaz de correr tras ella. Aunque lo intentara, esa mujer no tenía más que arrojar algo a su paso y él caería de bruces.
A algunas personas les resultaba difícil contemplar un rostro desfigurado, pero, aunque ella por fuerza había visto las cicatrices, no había dado la sensación de fijarse en ellas, y desde luego no se había compadecido de él a causa de sus lesiones. Y lo cierto era que su aspecto no era tan malo. La parte izquierda de su cara estaba maltrecha, el párpado caído, el pómulo ligeramente hundido, y una fea cicatriz cruzaba la mejilla de ese lado, pero el lado derecho había sobrevivido con tan solo algunas pequeñas cicatrices, por eso no le cabía duda de que los Gatting le habrían reconocido nada más verlo.
El resto de su cuerpo era el mismo rompecabezas de zonas cubiertas de profundas cicatrices y otras casi libres de daño, pero todo ello quedaba oculto bajo la ropa. Las manos habían salido bastante bien libradas, al menos después de que Roland hubiera terminado con ellas, y pasaban por normales. Las señales externas más obvias de sus lesiones eran su pierna izquierda, rígida de cadera hacia abajo, y el bastón que necesitaba para mantener el equilibrio.
Intentaba contemplarse a sí mismo a través de los ojos de la mujer, y ciertamente, seguía siendo capaz sexualmente, pero, ¿cómo podía verlo como una amenaza?
Estaba en ese punto de sus infructuosas meditaciones cuando se dio cuenta de que lo vigilaban. Mirando hacia la derecha vio a dos niños, un chico de unos diez años y una niña varios años menor, que lo miraban desde la esquina de la casa.
Dado que no recularon cuando él los descubrió, Thomas dedujo que tenían derecho a estar allí… y que seguramente eran el motivo de la actitud tan precavida de la cuidadora de la casa.
La niña siguió mirándolo descaradamente, pero el niño desvió la mirada hacia Silver.
Incluso desde esa distancia y ángulo, Thomas percibió el anhelo en el rostro del niño.
—Puedes acariciarlo, si quieres. Es viejo y está acostumbrado a las personas. No morderá ni se quejará.
El niño miró a Thomas, los ojos, toda la cara, iluminados de ilusión.
—Gracias —dijo mientras salía de la casa y se acercaba despacio a Silver, que lo vio, pero que, tal y como había supuesto Thomas, no hizo ningún movimiento brusco y permitió que el chico le acariciara el largo cuello, cosa que hizo con la debida reverencia.
Thomas observó a la pareja pues, por supuesto, la niña se había apresurado a seguir a su hermano. Estaba casi seguro de que eran hermanos, dadas las semejanzas en sus rasgos. También se había fijado en la claridad de la dicción del muchacho, que encajaba con la de la mujer que había abierto la puerta. Quienquiera que fueran, estaba claro que no eran de la zona.
—Ni tampoco —murmuró—, vienen de una sencilla choza.
Por supuesto podría haber muchas razones para ello. El empleo de ama de llaves de un caballero del estatus del señor Thomas Glendower sería un puesto apetecible para una dama de buena familia caída en desgracia en los tiempos difíciles.
Oyó pisadas acercándose a la puerta, pero más lentas que la primera vez. Thomas recogió el bastón y se ayudó con él para ponerse en pie. Se volvió hacia la puerta en el mismo instante en que la mujer la abría. Llevaba el cuaderno en la mano, abierto por la primera página.
Rose contempló al hombre que le había dicho la fecha que encontraría escrita en el cuaderno de tapas de cuero negro que encontraría en el cajón cerrado con llave del escritorio de su empleador, un cajón que ella sabía que no había sido abierto en los años que llevaba allí. Suspirando para sus adentros, cerró el cuaderno y lo utilizó para hacerle una señal mientras abría la puerta del todo.
—Bienvenido a casa, señor Glendower.
Los labios de Thomas amenazaron con dibujar una sonrisa, pero se limitó a inclinar la cabeza, sin recrearse descaradamente.
—Quizás podríamos empezar de nuevo, señora…
—Sheridan —Rose dejó caer la mano y alzó la barbilla—. Señora Sheridan. Soy viuda —mirando hacia donde Homer y Pippin acariciaban al caballo de Glendower, continuó—. Mis hijos y yo nos instalamos aquí con los Gatting hace cuatro años. Yo buscaba trabajo y los Gatting estaban mayores y necesitaban ayuda.
—Cierto. Calculando el tiempo transcurrido me doy cuenta de que era probable que sucediera. Hace tiempo que no venía por aquí.
«¿Y por qué había tenido que regresar?». Sin embargo, Rose sabía bien que no tenía sentido pedirle cuentas al destino. No había otra opción más que permitirle entrar en la casa, permitirle reclamar su propiedad, a fin de cuentas era suya. Ya no le cabía ninguna duda, aparte del detalle del cuaderno, jamás habría encontrado el compartimento secreto del reloj si no se lo hubiera contado él. Había tocado muy a menudo ese reloj, cada vez que limpiaba el polvo, y nunca había visto nada que le diera la impresión de que allí pudiera haber un compartimento secreto. El reloj llevaba allí desde hacía al menos cuatro años, ¿cómo podría haberlo sabido él? No, desde luego era Thomas Glendower, tal y como había asegurado ser, y ella no podía impedirle la entrada a su propia casa. Además, la situación podría haber sido mucho peor.
Rose dio un paso atrás y abrió la puerta del todo mientras, apoyándose en el bastón, él conseguía subir el último peldaño y entrar en la casa.
—Homer, mi hijo, traerá su equipaje y guardará el caballo en el establo.
—Gracias —Thomas alzó la cabeza y se detuvo frente a ella.
Rose contempló esos ojos, una mezcla de marrón y verde, y un escalofrío le recorrió la columna. Los pulmones se le encogieron. ¿Por qué? No estaba segura. En cualquier caso, de lo que sí estaba bastante segura era de que tras esos ojos habitaba una mente incisiva, observadora y agudamente inteligente.
No ayudaba mucho, pero Rose no percibió ninguna amenaza, a ningún nivel. Se había acostumbrado a fiarse de su instinto en lo concerniente a los hombres, había comprobado que ese instinto raramente se equivocaba. Y ese instinto le indicaba que la llegada de su, hasta entonces, ausente jefe no era el desastre que había temido al principio que sería.
A pesar de los daños visibles en su rostro, su aspecto era bastante agradable. De hecho, el lado intacto de su cara resultaba casi angelical en la pureza de los rasgos. Aparte de esas heridas, y de las evidentes restricciones en sus movimientos, su fuerza era aún palpable. Quizás fuera un arcángel lastimado, pero seguía teniendo poder.
Reprendiéndose mentalmente por hacer tal analogía, Rose soltó la puerta, que se quedó entornada.
—Si me permite unos minutos, señor, le prepararé la habitación. Supongo que querrá que le caliente agua para lavarse el polvo del viaje.
Thomas inclinó la cabeza. Entró más en la casa mientras la puerta se entornaba a su espalda y tomó el cuaderno negro que ella seguía teniendo en la mano. Sus dedos se rozaron y Rose, quedándose sin aliento, soltó el cuaderno de inmediato.
De modo que… ¿la atracción que había notado momentos antes había sido real y no solo por su parte?
La idea asustó ligeramente a Thomas. No lo había esperado. Se irguió, levantó la cabeza, respiró hondo y… y detectó el frágil y sutil aroma a rosas.
Y el efecto que le produjo, inmediato e intenso, fue aún más aterrador.
Bruscamente dio cerrojazo a sus reacciones, no podía permitirse el lujo de asustar a la mujer. La necesitaba para que cuidara de la casa y no quería que huyera en mitad de la noche. Guardó el cuaderno en el bolsillo de su abrigo y habló con calma.
—Estaré en la biblioteca.
Una mirada a las escaleras había bastado para convencerle de que no podría subirlas hasta haber descansado un poco.