Dafnis y Cloe - Longo - E-Book

Dafnis y Cloe E-Book

Longo

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Beschreibung

En su lectura estaremos presentes en la vida cotidiana de la Grecia del siglo II, sintiendo sus estaciones, el olor de sus campos, viendo el horizonte de su mar y asombrándonos al ver un ladrón, unos jóvenes de la ciudad que se divierten o el sibilino acercamiento de un pederasta. En una traducción actual, sin censura y fiel al original griego, ofrecemos una de las primeras novelas. Ahí empieza a tomar fuerza la presencia, la capacidad de colocar al lector en la experiencia cotidiana de una época.

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Título original:

Λόγγου Τὰ κατὰ Δάφνιν καὶ Χλόην ποιμενικά, siglo II

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

© De la traducción: Pedro Olalla

Primera edición: julio de 2018

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-01-0

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

Índice
EN EL LEJANO ORIGEN, PRÓLOGO DE PEDRO OLALLA
PROEMIO
LIBRO PRIMERO
LIBRO SEGUNDO
LIBRO TERCERO
LIBRO CUARTO

 

En el lejano origen

Por desgracia, todo lo que sabemos de las primeras obras narrativas griegas que están en el origen de aquello que, algún día, llamaremos novela hemos de deducirlo de un puñado de textos contados con los dedos de una mano: cinco supervivientes del olvido que, en papiros y copias, han dejado llegar hasta nosotros cinco atribuladas historias de amor. La de Quéreas y Calírroe, narrada por Caritón de Afrodisias; la de Antía y Habrócomes, referida por Jenofonte de Éfeso; la de Leucipa y Clitofonte, compuesta por Aquiles Tacio de Alejandría; la de Teágenes y Cariclea, transmitida por Heliodoro de Éfeso; y la de Dafnis y Cloe, cantada con afecto y dulzura por alguien que firmó como Longo, tal vez de la isla de Lesbos.

Los dedos de la otra mano podrían servirnos para enumerar aún algunos fragmentos lacunarios[1], para citar algún que otro relato pretérito tal vez afín a los rasgos del género[2], o para incluir en el recuento las dos primeras obras latinas que siguen, a su modo, la senda narrativa: el Satiricón, de Petronio, y El asno de oro, de Apuleyo.

Los títulos de estas primeras obras griegas –Efesiacas, Etiópicas, Babiloníacas, Milesias, Pastoriles– son adjetivos, en su mayoría geográficos, que, precedidos de un artículo plural –τα–, parecen querer dejar elíptico el sustantivo “dichos”, “historias”, “cosas que se cuentan”, como si desearan ocultar o evitar, deliberadamente, el nombre de un género impreciso, heterogéneo, parásito y marginal, que ya entonces crecía –y, sobre todo, habría de crecer en el futuro– cebándose de todos los demás y bosquejando en cada época un curioso retrato de su tiempo: la novela. Solo por pertenecer a este pequeño elenco, entre otras razones que también podrían aportarse, Dafnis y Cloe tiene su sitio en el remoto origen de la historia universal de la novela.

Hasta donde podemos colegir, aquel puñado de novelas primigenias tienen en común ser el relato apasionante de amores difíciles, de atribuladas relaciones con feliz desenlace, donde no faltan, sin embargo, enemigos ni obstáculos –malquerencias, raptos, seducciones, huidas, tormentas, naufragios, piratas–, donde los jóvenes protagonistas llegan a verse al borde de la muerte, y donde la mano de los dioses se revela a través de sueños y presagios. El caso de Dafnis y Cloe es un tanto especial, pues, si bien comparte todos y cada uno de estos elementos, ha sabido afirmar con convicción su singularidad frente a las otras obras conocidas del género. Aunque en ella no faltan obstáculos externos para el amor de los protagonistas, los primordiales son los que pone la propia inexperiencia y candidez de estos; y aunque no faltan raptos, huidas ni naufragios, no llega a verse rota la unidad de espacio de un tranquilo rincón de la isla de Lesbos. Dicho de otro modo: “Las cosas que se cuentan de los pastores Dafnis y Cloe” –es decir, Τα ποιμενικά– es la obra que conduce la incipiente novela desde lo aristocrático y aventurero hacia lo íntimo, desde lo exótico y maravilloso hacia la proximidad de lo rústico.

En este sentido, todos los elementos con los que, desde hacía siglos, otros géneros nobles venían cultivando el ideal de la perdida Edad de Oro y la nostalgia de la vida sencilla de los campos junto a Eros, las Ninfas y Pan –Hesíodo, Platón, Árato, Teócrito, Virgilio, Propercio, Tibulo, Calpurnio Sículo...–, se reúnen en esta novela de Longo, que, aun teniendo por escena las majadas costeras de Lesbos, presenta firmemente aquilatados ya todos los rasgos de lo que –a partir de su deudor moderno Sannazaro– se llamará para siempre Arcadia. Dafnis y Cloe es plenamente Arcadia: ese sonoro nombre que consigue triunfar en nuestra cultura como evocación de la paz, la inocencia, la armonía, la naturaleza, la alegría de vivir, la libertad de amar, la sensibilidad, la sencillez, la moderación y el regreso a lo esencial; ese retrato impreciso y sugerente de un lugar donde el hombre no siente desarraigo.

Si acaso cupiera dudar de que la obra de Longo esté de verdad en el origen de la novela –lo cual sería injusto, pues en ella se reconocen ya casi todos los rasgos con los que definimos hoy el género–, no cabe duda alguna de que es la primera cristalización narrativa de lo que, con el tiempo, será una de las ramas más cultivadas del arte de escribir novelas: la novela pastoril. Deudores son, aparte del mentado Jacopo Sannazaro, Jorge de Montemayor, Gil Polo, Robert Greene, Thomas Lodge, Cervantes, Lope, Sidney, Honoré d’Urfé, y legión de poetas, dramaturgos, pintores, músicos y humanistas de todas las épocas.

 

La época que retrata Longo –porque toda novela retrata a su modo una época– es la del mismo tiempo en que fue escrita: un tiempo –el de los principados de Adriano, Antonino y Marco Aurelio– que trajo a la Grecia conquistada por Roma cierta prosperidad y cierta paz, y que pasó al recuerdo como el tiempo de los emperadores filohelenos (s. II d.C.). No había sido siempre así. La conquista de Grecia por Roma pasó por muchas fases hasta alcanzar esa tutela tolerable y próspera: las primeras guerras contra los soberanos de Macedonia y el Epiro, la benevolencia de generales como Emilio Paulo o Tito Flaminio, la discordia y las traiciones entre los propios griegos, los expolios y los protectorados, la destrucción total de Corinto, el asedio de Atenas por Sila y su posterior indulgencia con los ciudadanos, el tiempo de los “benefactores” y “patrones”, el tiempo en que los griegos –Γραικύλοι– eran mirados con condescendencia como pequeños descendientes de grandes ancestros, el tiempo del servilismo ante el conquistador que Tácito denomino adulatio graeca, y el tiempo, finalmente, en el que la ciudadanía romana fue siendo concedida a la clase alta griega, alcanzándose así una suerte de fusión social y étnica que hizo posible percibir la pax romana como un no despreciable mal menor, incluso como un logro, en cierto grado, propio. Este último es, precisamente, el tiempo en el que viven Dafnis y Cloe. Su otra coordenada, el espacio, es la zona rural de una montañosa isla alejada de Roma.

Esta novela –como, curiosamente, las otras que han quedado de su época– retrata “una Roma sin romanos”, una Graecia capta, provinciana y serena, que ha logrado asumir su nuevo destino sin dejar de ser ella misma. En este contexto, Dionisofanes, la autoridad ante la que se inclina y tiembla todo el pequeño mundo en el que viven los jóvenes pastores, es, en el fondo, un “amo bueno”. Su nombre –que remite a los sacerdotes rurales de Dioniso– es plenamente un nombre griego (y así lo son también los de Dafnis y Cloe, los de Lamón, Mirtale, Drías, Nape, Dorcón, Filetas, Amarilis, Licenio y todos los demás); su voluntad, no obstante, tiene para la sociedad un peso que casi nos resulta ajeno al mundo griego antiguo, que hace ya presagiar la sociedad jerárquica que llegará después y que, cuando el cristianismo conquiste el poder –o, por mejor decir, el poder conquiste por completo el cristianismo–, dará lugar al mundo feudal.