Dakyrion a través de los Poros Esmeraldinos - C. G. Yamakata - E-Book

Dakyrion a través de los Poros Esmeraldinos E-Book

C.G. Yamakata

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Beschreibung

En Lomas de Zamora, el profesor Estilicón González vive anclado a la belleza de lo antiguo. Una tarde, en el Museo Americanista, el tañido de una campana y un latido de unos tambores despiertan fuerzas opuestas: cruz y selva, rito y revelación. De pronto, una entidad de luz le entrega un cofre con un polvo dorado, llave de mundos perdidos, y una misión: proteger el linaje humano. Cuando Aristóbulo —amigo y erudito— irrumpe para arrebatar la reliquia en nombre de Bhokmer, Estilicón descubre su destino entrelazado a la espada Dakiryon. Entre cafés, lluvias sobre Laprida y ruinas sagradas, deberá elegir: rendirse al miedo o atravesar el umbral hacia lo desconocido.

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Seitenzahl: 433

Veröffentlichungsjahr: 2025

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C. G. YAMAKATA

Dakyrion a través de los Poros Esmeraldinos

Yamakata, C. G. Dakyrion a través de los poros esmeraldinos / C. G. Yamakata. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6800-7

1. Literatura Fantástica. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

I - ALMA QUEBRADA

II - EL MUSEO AMERICANISTA

III - VESTIGIOS DEL PARAÍSO

IV - EL BOSQUE OLVIDADO

V - DEL TIEMPO DE LOS HOMBRES, BAJO EL REINADO DE BHOKMER

VI - EL CANTAR DE BELISARIO

CANTAR I PATRIA HERIDA

I - Luego de un largo viaje por las oscuras tierras, más allá de Argentum, Belisario entra en la ciudad de Santa María

II - Belisario lleva a la niña a su señorío. Al llegar el caballero se encuentra con un panorama melancólico y desgraciado.

III - Belisario llega al castillo y habla con el mayordomo

IV - El mayordomo parte raudo y Belisario habla con la niña

V - Belisario vuelve a la ciudad de Santa María para hablar con el rey

VI - El caballero le cuenta al rey sobre prontas amenazas y ruega por ayuda. El monarca le escucha con desconfianza

VII - El rey muestra recelo. No presta ayuda alguna, aunque permite a Belisario partir en campaña

VIII - Belisario se retira preocupado

IX - Acuden caballeros de todo el reino

X - Los caballeros se reúnen en asamblea. Juran fidelidad a Belisario en la campaña contra la maldad proveniente del sur

XI - Belisario decide llevar a su pueblo hacia las tierras del sur

XII - Belisario y su pueblo entran en la ciudad de Orense

XIII - La Ciudad recibe a Belisario

XIV - Los guerreros se encuentran con extrañas bestias. Estas le cuentan sobre la traición del rey

XV - Belisario y sus campeones deciden continuar su lucha, a pesar de la traición de Fernando y se internan en el bosque

VII - SKALGARD

VIII - LA PUERTA DE ÉBANO

IX - EL CAMPANARIO DE SACRAMENTUM

El Cuervo de Tres Patas, Skalgard día del año oscuro 738 de Argentum

CAPÍTULO I - El GUERRERO REFLEXIONA ANTES DE PARTIR:

X - EL PASO DE WERS

XI - SANCIREL

XII - EL ÁRBOL DE ORIRI

XIIIS - KADA

XIV - GALLINAS Y MOLINOS DE VIENTO

XV - EL ALFARERO Y LA RUEDA EGIPCIA

XVI - EL SELLO DEL DESTINO

XVII - EL MENSAJE

XVIII - LOS PERGAMINOS ESMERALDINOS

XIX - LA CANCIÓN

XX - LA OFRENDA SILENCIOSA

XXI - LA BATALLA DE SACRAMENTUM

I

ALMA QUEBRADA

Al final de una jornada laboral ajetreada, el profesor Estilicón González, disfrutaba de un rico café, en uno de sus bares favoritos, el emblemático Café París, ubicado en la esquina Gorriti y España. Cómo buen profesor de historia, gustaba recordar tiempos antiguos, explorando viejas casonas, restaurantes y bares del conurbano bonaerense, por donde frecuentaba normalmente, y en cada rincón, encontraba un bello relato. Con asiduidad, viajaba en el ferrocarril Roca, observando paisajes ingleses, repletos de casitas a dos aguas, al estilo neo Tudor, con sus vigas y listones de madera a la vista, y sus mágicas bow windows. Contemplaba relojes Citizen, techos y puentes de remaches a la vista. Se preguntaba, por las fechas marcadas en los postes de viejas estructuras, de estaciones como, Banfield, Lomas y Temperley. Detenido expectaba, parecía una estatua, que transcurría en la vorágine de la vida cotidiana.

Al husmear lugares añejos y olvidados del sur, no comprendía, porque aquella parte de la historia, yacía evidente, y al mismo tiempo, desapercibida por la gente. Prosperidad, bajo estrecha relación anglo–argentina, expansión acelerada entre 1860 y 1930. A finales del 39, el 40 % de los capitales británicos en América, confluía en Argentina, siendo para los años 1950, un acontecimiento desdeñado. Por motivos de guerra y política, era tabú, recordar tan estrecha relación, y progresivamente, los rieles de acero, y locomotoras a vapor, perdieron sus orígenes.

Barahúnda y desorden, como remolino, los acontecimientos devienen apresurados, y la sociedad, es incapaz de asimilar realidades. Río violento, rebosante de individualismo robótico. Muertos caminantes, sin consciencia, huérfanos de sentido común, e instintos naturales.

Estilicón era un joven de 25 años, pero su apariencia era la de un adulto mayor. Su forma de vestir era anticuada, normalmente, llevaba puesto, anteojos redondos, una chaqueta de caza marrón desgastada, con parches en los codos, pantalones de corderoy, y zapatos chamuscados por agua y barro. Acompañando sus atuendos, una serie de movimientos torpes, que le daban apariencia ridícula, para colmo, era de costumbre cuasi religiosa, siempre llevarse algo por delante, y si era posible, frente a un concurrido público.

El muchacho, no era torpe, como todos pensaban, más eximía su impericia, alegando que soñaba despierto. Caminaba grotescamente, fantaseando con mundos lejanos y aventuras imposibles. A cada paso, buzones parlanchines, entablaban conversación, los árboles se inclinaban en señal de reverencia, y los caminos empedrados, eran escenario de carruajes, vapor, galeras, doctores Watson, y detectives Holmes. En definitiva, estamos en todo nuestro derecho, de creer que Estilicón, era un loco de remate. Y así, estimaban sus allegados, que evitaban su presencia, hasta el límite de lo posible. Consecuentemente, no era una persona de muchos amigos. Le resultaba una labor ardua, relacionarse con las demás personas. Los temas de conversación, la mayoría de las veces, no eran los indicados para una personalidad singular, y estrafalaria como la de Estilicón. A menudo, se vio atrapado en reuniones interminables, y sus pensamientos divagaron, escaparon, entre sonidos estridentes y repetitivos.

«¡Qué música espantosa! ¿Cómo pueden escuchar semejante pesadilla?», se preguntaba, mientras recordaba su reconfortante hogar, con la querida biblioteca y discos de vinilo.

Sumado a que Estilicón no era una persona afable, con el transcurrir de los años, fue desarrollando, una actitud gruñona y malhumorada. Disposición esculpida, labrada con sumo detalle, hasta convertirse, en una irritabilidad tranquila, la cual podía pasar desapercibida, como mera tristeza. Los pocos que llegaban a conocerlo, quedaban sorprendidos por su calidez, y buena disposición. En realidad, el joven profesor, reflejaba un aire melancólico, y sus ojos, irradiaban aflicción.

Le complacía en gran medida, transcurrir en la vida, pero le entristecía, la individualidad reinante, ante un contexto de padecimientos. Sufrimiento, producido por la injusticia, y la inmoralidad de un conjunto de desvergonzados. Era absurdo, encerrarse en una burbuja, abandonando una realidad inexpugnable. Aunque, en ciertos momentos, cuando la cabeza iba a estallar de presión y tristezas, el joven huía agobiado. Evadirse de la cotidianidad, no era una conducta tan descabellada, al fin de cuentas.

El nombre del joven González, no fue elegido por mero azar. Su padre, amante de la historia, puso en la descendencia, la esperanza sentida, durante largas lecturas vespertinas.

Aquel general Romano, de origen vándalo, que defendió el imperio, contra el avance de los bárbaros. Un hombre que hizo todo lo que estaba al alcance de la mano, y más. Podríamos decir, que Estilicón, fue extraordinario, y uno de los últimos guerreros competentes que tuvo Roma. Aquel general, cruzaba el mundo de un lado a otro, para tapar las deficiencias de una civilización decadente. Luchó en Oriente, contra los Visigodos que saqueaban el Peloponeso, regresó a Italia, anduvo por Hispania y la Galia. Se trasladó a Resia, para luchar contra Alárico, derrotó a los suevos y alanos, que cruzaban el Rin por cientos de miles. Protegía los Alpes, que eran constantemente traspasados por vándalos, burgundios, suevos, hérulos. Defendió Roma, Florencia, Pavia, Fierole y Ravena. A pesar de todo, intrigaron por su muerte. Honorio eliminó al único general que podía cambiar la historia. Luego de la muerte de Estilicón, la debacle cierne sobre las tierras eternas.

El profesor González, no era capaz de llevar a cabo tales hazañas. Sus padres, como la mayoría de los padres, esperaban un súper hombre. Imprimían en su hijo ideales perfectos, como si fuera heredero de los dioses olímpicos. La realidad, a menudo, mostraba acontecimientos diferentes.

Más aún, cuando la vida contemporánea, no daba oportunidad, y de hecho, restringía a las personas, de sus derechos naturales. Las cadenas eran cada vez más pesadas, y la existencia cautiva. Espiral perpetuo. Callejón sin salida, pies con grilletes, circunscripciones por doquier. Cuerpos apresados, que luchan por mantener su libertad de razonamiento, aspectos escasos en tiempos modernos.

Estilicón contemplaba ensimismado a través de la ventana, pasaba desapercibido entre la monotonía de la vida cotidiana. Se entremezclaba con la eterna escena teatral, de gentes corriendo el colectivo, vendedores ambulantes a grito pelado, y señoras con su perrito chihuahua, obstaculizando el paso, mientras los peatones malhumorados, desenvolvían un sinfín de improperios. El café de un hermoso atardecer poslaboral, adquiría un sabor característico. La jornada había sido extensa, y la garganta seca carraspeó, tras varias horas de clases dictadas. El joven dio un sorbo, mientras la imaginación deambuló hacia bellas esquinas, como las de Azara y Sáenz dónde funcionaba el almacén de los hermanos Broggi. Observó el cielo, árboles, personas confluyendo por la galería Oliver, el teatro, y la casa francesa del negocio de zapatos Remolino de la esquina Laprida. Existía jerarquía y orden preexistente, en todo lo que veía y recordó.

Jamás dudó sobre la existencia de un creador del universo. Entonces, rememoró aquella vez que su intelecto percibió tal concepto. Uno de los pocos momentos, dónde afirmó su fe de manera consciente, usando el sentido común, tan añorado y repetido, por el autor, en estas primeras páginas, y me temo, que durante todo el relato. Instante, en el que forjó su destino para siempre. Una puerta abierta, a través del amor.

Aunque parezca cursi, y sensiblero, González admitió aquel amor sin límites, que trajo consigo bondad, y compasión. Un amor que le salvó la vida, como las Termópilas resguardaron la existencia de occidente, así también, como la batalla de Poitiers, cambió el destino de la humanidad. Aquella experiencia fue un hito en González, un antes y después de Cristo.

Cuando era adolescente, Estilicón encontró a la mujer de su vida. Tropezó con una gema maravillosa, algunos pueden exponer, mera consecuencia de azar y devenir, pero aquel encuentro, fue un certero flechazo de Eros. Fuerza primordial, nacida del caos, y en esta reunión, iniciadora del caos. Confluencia de los caminos, y cabos atados de la providencia. Aquella joven fue la llave para abrir, la caja de Pandora. Aunque tal comparación, es reduccionista y obtusa, porque en este caso, no solo liberó el mal, sino que también, rescató al bien. Desde ese punto, Estilicón, permaneció suspendido en el tiempo, como un imán que levita y no acerca. Corazón quebrado, caminando a la deriva, con su mochila Otzil. Vivió cien sonetos de amor, atrapado en pulóveres azules, metamorfoseando, y con libros de Bécquer en mano. Al final, de colosales avatares, de abatimiento y melancolía, aconteció la esperanza, que para González, no era el peor de los males, como reflexionaba Nietzsche, partiendo de la idea originaria de los dioses griegos.

Mujer, criatura magnífica, de increíble belleza. Regalo de los dioses, ingenuidad e ignorancia, bañadas por curiosidad. Merodeo que sacrificó pureza, felicidad y paz. Perfecciones salpicadas por males. La caja derramó envidia, crueldad, codicia, enfermedad y hambre, sobre la existencia. Sin embargo, en la raíz del cofre, subyace esperanza, que da fuerza a los hombres, para no rendirse ante las tempestades de la vida. Estilicón se negaba a concluir, que la esperanza, era una trampa, para aferrar al hombre en continuo sufrimiento. En oposición, concibió, que era un estado anímico, fruto del saber, que tras el esfuerzo hacia la dignidad, avanza a través de un sendero aventurado, jornada borrascosa y huracanada, en la cual, podríamos fraguar dignidades, que Dios pretende de nosotros, en orden de alcanzar, sublime bienaventuranza. Impulso enterrado en las catacumbas del espíritu, códice y ley. Regeneración, y vigor de los cuerpos, que forjan enlaces trascendentes. Fe y esperanza, virtudes que unifican la conducta. Hábitos infundidos en la inteligencia y voluntad, para ordenar acciones, hacia el bien supremo. A partir de esa gran explosión, brota la justicia, prudencia, fortaleza y templanza.

Un día común y corriente, como todos los demás días, sucedió un milagro. En el patio del recreo, del Colegio Inmaculada Concepción de Lomas de Zamora, González descubrió a esa clase de persona, que uno se encuentra pocas veces a lo largo de la vida, que sin lugar a dudas, es enviada por la trascendencia, para marcar caminos. Un ángel traído del cielo, descendió abrazado por el sonido de las campanas, y coros majestuosos. El patio del recreo, semejaba los mismísimos campos Elíseos. Recreo empíreo, dónde González ajustó su destino.

«¡Mujer! Ser sublime y extraordinario. Algo tan perfecto, debía ser creado por una inteligencia superior», pensó el joven deslumbrado. Sin darse cuenta, aquel muchacho, había llegado a comprender la existencia divina, a través de las vías tomistas. Su Quinque Viae, no fueron las estrellas, los mares, planetas orbitando en el sistema solar, o leyes impregnadas en cada ser, su Quinque Viae, fue la mujer, ¿qué haría el hombre sin ella? Empezando por María, madre de Dios. Estilicón encontró aquella donna angelicata, como en Dante Alighieri, que insufló aspectos humanos valiosos, ante la guerra contra el pecaminoso andar.

Habían pasado varios minutos en aquel café, y Estilicón permanecía en su mundo, buceando en profundos mares internos. Dio otro sorbo al ahora frío elixir etíope, y sus pensamientos volvían a ser interrumpidos, por bullicio y sonido de cerámicas chocando. Repasaba las hojas de su cuaderno, miraba a través de la ventana, escribía garabatos, símbolos, y palabras en latín. Por algún momento, enfureció y golpeó la mesa, pensando en las teorías del mero azar.

González advertía inteligencia y armonía por doquier. Distinguía orden, en cada aspecto de la existencia, y amaba testimoniar aquellas estructuras, sistemas y jerarquías. Aunque le entristecía, contemplar el desorden del alma humana. ¿Qué había sucedido con ella?

En tal desorden humano, la existencia transcurre a través de perfecta lógica y disposición. Colocación y método del universo. Movimiento continuo y lógico, las cosas giran y se conectan unas con otras. Observamos el sistema solar, distancia justa entre sol y tierra, ni más ni menos, un punto exacto, que evita fuego abrasador, y cercanía ideal, para escapar del frío monumental del espacio. La misteriosa luna, satélite de la tierra, que en relación mutua producen marea, deformaciones en las aguas y la atmósfera. «¿Cómo puede ser todo esto simplemente azar?» se preguntaba Estilicón «la existencia, y toda la realidad, implican inteligencia suprema. Si junto letras de una mesa, y las arrojo al aire, al caer, por mero azar, no se escribiría una oración coherente, un libro magnífico, con principio, nudo, y desenlace ¡es menester una inteligencia! Así como el hombre escribe un libro, un creador original, dispuso el cosmos» reflexionó González una y otra vez.

Estilicón dedicaba muchas horas al pensamiento, todo el día buscaba una perfección, bajo la confusión y caos interno de la humanidad. Adquirió y absorbió, sintió y pensó sobre el mundo material e ideal, dos mundos que viven en la razón y lo real. Desde lo infinito de su interior, como todo humano, González transforma a cada paso, y comprende valores, como el de la belleza. Un acto que viene de lo más profundo e inacabable. Aspecto humano, que diferencia nuestro ser de las máquinas. Las computadoras pueden ser avanzadas en todos los aspectos, pero ni en un millón de años, y nunca, podrán superar al espíritu. Algo eterno, fuego primigenio, que hace funcionar el alma y cuerpo. Es magnífica la conexión con lo trascendente, y aunque busquemos sabiduría plena, será inexplicable, para nuestra limitada ciencia. Todos los misterios no revelados, que carcomen nuestra curiosidad, permanecen ocultos.

El joven profesor vive según su época, subsiste y perdura en la naturaleza circundante. Existe bajo una tradición, que sucede de generación en generación, y procura resguardarla. Estilicón protege sus costumbres, hacia la trascendencia, busca un propósito, una explicación a la realidad imperante, que desborda su comprensión. Con pocas herramientas, recuerda sueños débiles, de algo grande.

Pero el tiempo todo lo borra y modifica, como un teléfono descompuesto de la historia. Llegamos hasta el pasado incierto, del cual intentamos recuperar memorias, entre las piedras enterradas por el polvo de los milenios. Del polvo venimos y al polvo vamos. Pero Estilicón, no ve esta idea de forma pesimista, sino como el entendimiento del nacimiento, auge y decadencia, propias de nuestra naturaleza. Somos niños, luego adultos exultantes, dónde llegamos a las más excelsas virtudes. Luego, ancianos, nuestro pensamiento olvida y decae. Por esta razón, Estilicón es artista, y quiere dejar para la posteridad. En ese morir y nacer, las ideas se hacen antiguas y legendarias, y los pueblos, recurren a ellas, para sujetarse de una cuerda, en medio de la oscuridad.

Fugaz vida, infinidad de culturas que transcurrieron por la tierra. Primeros signos de escritura, el arte de fundir metales, canales de riego y civilizaciones. «¿Hacia dónde observar en tal efímera existencia?», se preguntaba el joven profesor. Cada vez, apreciaba con dicha, los pequeños detalles, y manifestaciones de belleza majestuosa. Entonces, allí dirigió su mente, hacia lo constante, lo permanente, que funciona como faro, ante las pedregosas costas. Observó los mares, caminos que llevaban a ciudades, y rastros que dirigen a Roma.

Pesadas cadenas y manos atadas. El joven era un esclavo del sistema, preocupado por su familia, impotente ante la decadencia que vivía en la patria y en sí mismo. Luchador contra la declinación y devastación reinante, no bajaba los brazos, y siguió de pie ante las tempestades. La vida era una tormenta, dónde trataba de salir a flote, para dar una bocanada desesperada, que le permitiera resistir en el revoltoso océano.

Infirió en las leyes dispuestas por las sociedades del mundo, algo negativo. Leyes mundanas y materiales, donde reina corrupción que desvirtúa y degenera la existencia. Vio que estas destruían a los maestros, exterminaban a los jóvenes, y condenaban a sus abuelos. Generaban confusión, olvido del presente, pasado y futuro. Reglas que no se adecuan a la realidad, sino que distorsionan y turban, nublando el camino del bien. Leyes para exterminar a las generaciones, extinguiendo la llama humana.

González se vio a menudo, atrapado en una selva impenetrable. A pesar de las cuantiosas lecturas, yace en penumbras, rodeado de misterios. Para el joven, no era malo divagar en secretos, sino perderse en falacias humanas. Ya no sabía que leer, no podía reconocer una verdad de una mentira. No podía distinguir entre las personas que actuaban de forma genuina, de las que accionaban, simplemente por beneficio propio. Inseguro de las interpretaciones, de sus elecciones, y consejos recibidos.

Lo único bien asimilado, en un valle de tinieblas, fue el amor filial. Sintió amor sublime, y aquel fulgor alimentó su fe, comprendiendo que tal afecto, provenía de algo inacabable. Con sentido común, don innato dado por lo eterno, intentó seguir el camino del bien, reconoció jerarquías, un orden, y la fuerza de la nave ante las tempestades. Sabía que, aunque no existieran libros, sobreviviendo en catacumbas bajo tierra, ante las peores condiciones, por la gracia, ese amor filial encontraría el camino, hacia las puertas del cielo. Desde la imperfección, con alma quebrada y conocimiento rudimentario del mundo, luchará, creerá y será libre de la esclavitud. Comprendió que era hijo amado, y quiso ir al encuentro de su padre.

Las preguntas que Estilicón hacía, lo convertían en persona humana. Cuestionó muchas veces el origen, su porvenir, y la esencia de las cosas «¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy?» repetía constantemente. Estaba seguro de que las cosas estaban allí, que no eran meras construcciones de su percepción. Entendía su racionalidad y la conciencia del tiempo, y por esa razón, intentaba esquivar el presente perpetuo. La maquinaria moderna, lo atrapaba en liquidez mundana. González había encontrado la verdad, y solo buscaba conocerla mejor, a partir de los pocos rayos de luz, que traspasan el espeso bosque.

Sentía felicidad por su libre albedrío, pero le invadía la tristeza, cuando no podía abarcar la magnitud del cosmos. Era consciente de las fronteras en la infinidad inalcanzable, y del caos que reina en el ser. Desesperado, buscaba la totalidad. González estaba incompleto, desordenado, y eso lo irritaba. Incómodo, andaba por la vida quejándose del cuerpo. Era una molestia que le desconcentraba de sus pensamientos. «Todo termina en una acción, en camino estrecho, en una sola respuesta, que los ángeles, seres gloriosos, pueden dar en el acto. Te serviré, o no te serviré. Usaré mi libertad, y el amor que siento, para encontrarte, o de lo contrario, por mi orgullo, me rebelaré ante ti. Tenemos libertad en el tiempo y podemos negar, pero siempre vive la oportunidad de redimirnos. Qué realidad tan distinta tienen los ángeles, sus palabras son contundentes, y en el acto» pensó Estilicón, mientras observaba la ventana. De repente, comenzó a llover, y las gotas de agua escurrían por el vidrio, la calle parecía un río, y las personas corrían al abrigo de algún techo.

Al ver aquella escena, Estilicón volvió a perderse en su mente, para divagar algunos minutos más. Vio cambio constante, un transcurrir de aguas que nunca son las mismas. Todo cambia, existiendo singularidad irrepetible en cada ser. Y en la persona, se encuentran escondidos secretos, aspectos velados, en lo más profundo del universo interior. Subjetividad imposible de evitar, perspectivas y relatividad. González tuvo miedo, sentía inseguridad y efímero existía, como un punto en la inmensa negrura. «Pero hay permanencia, algo que es siempre, que está siempre. Esencia en las cosas, luego presencia por fuera del tiempo y de nuestra historia, relatividad y permanencia» se repetía Estilicón, que pronto, colmó sus nervios.

Aunque el nuevo orden imponía hipnotismo extremo, y las cabezas lavadas deambulaban sin razón, González no podía despegar a Theos de la ecuación. El yo, el hombre y la razón egoísta, dan la espalda a la realidad, cayendo en el reduccionismo. Estilicón escapaba a todo eso. No quiso caer en lo moderno. Sin Theos, no podía comprender la realidad, porque llevaba intrínsecamente un don heredado, demasiado poderoso para ser borrado. Estaba formado por eternidad, espíritu y alma. Pero también, estaba conformado por lo fáctico y la experiencia. También, lo material es influido y compuesto por lo divino. «En la materia, también hay sacralidad, Cristo se hizo hombre, la divinidad se hizo hombre y parte del mundo» pensó González.

II

EL MUSEO AMERICANISTA

Las maderas crujían, entre vasos tintineantes y vapor de añejas máquinas de café. La tarde concluía, pero la clientela aumentaba, en el histórico Café París. Estilicón, aún tenía asuntos en el tintero, y decidió partir. Miró su reloj, tomó sus cosas, pagó la cuenta, saludó al mozo, y salió por la esquina de España y Gorriti. Continuó por España, una calle muy concurrida, sin importar, qué horario marcaban las agujas del reloj. Observó el teatro Coliseo, justo antes de llegar a la peatonal Laprida, donde yacían incólumes el Banco Nación, y el Banco Provincia, enfrentados, en ambos lados de la calle, eternos rivales, hermandad y antagonismo. Luego, Estilicón dobló a la izquierda, zambulléndose en un hormiguero de gente. A medida que avanzaba, contaba con los dedos, cuáles eran los negocios, que aún persistían tras el paso de los años. Clásica Laprida, por donde rondan inmemoriales galerías y comercios, cómo las galerías Gran Lomas y Boedo. No podía olvidar la tienda de ropa Los Cinco Hermanos, y la pizzería La Continental. Avanzó hacia Avenida Irigoyen, y continuó caminando hasta la plaza Grygera, cruzando la mercería Zaffino de 1951.

Comenzó a llover. Gotas chapoteando, aroma a tierra mojada, bruma entre vidrios, piedra y calles grises. Ritmo de migajas, entremezclando con el viento. Tintes plomizos, sombra, luz y brillo. Proyecciones y reflejos, en charcos desperdigados por lomas adoquinadas. Árboles protectores, extendían sus ramas tintineantes, y verdes acuarelas, acariciaban el corazón. Estilicón respiraba aquel aire fresco con alegría, cuando pasó frente a la catedral Nuestra Señora de La Paz, sobre Antonio Sáenz, frente a la plaza Grygera. Basílica escondida entre edificios modernos. Se detuvo por un momento, y tras la señal de la cruz, reanudó su camino. A pesar del nutritivo aguacero, un agotamiento penitente presionaba sobre el cuerpo, sin embargo, aún faltaba algo por hacer, antes de volver a casa.

Por fin, había llegado al final del recorrido. Se dirigió al museo americanista, ubicado en la esquina de Manuel Castro y Francisco Portela, en orden de asistir a una conferencia, sobre la historia de la localidad del Pueblo de la Paz, charla dictada por el profesor Aristóbulo García, viejo amigo de Estilicón. Una casa señorial se erguía ante los pies del joven profesor. Residencia, cuya fachada, remembraba al Cabildo de Buenos Aires, o la Casa Histórica de Tucumán, por sus ventanas, faroles colgantes y entrada de tipo zaguán. González deleitaba transcurrir por el patio del aljibe, dominado por un campo de baldosas rojas. La conferencia empezaba a las seis. Como de costumbre, el joven había llegado temprano, y decidió recorrer el museo, perdiéndose entre salones, cuartos y patios.

Puertas abiertas, vestíbulos y pasillos deshabitados que invitaban a pasar tácitamente. El silencio hablaba, infería impulso, estímulo etéreo. Los picaportes se abrían y reverenciaban tal mayordomo de palacio. Marcos fluctuantes crecían, abrían sus mandíbulas y engullían, encontrándose uno en el vientre de la ballena, vaya uno a saber, si Dios ordena al mamífero devolver su presa a la costa. Jonás deambulaba por cuartos de tejas rojas, y columnas salomónicas. Tropezones, escalones y macetas, trayecto entre dos puntos, hacia el arquetipo de la paloma. González buscaba seguir designios, aunque por algún motivo, no los encontraba, o no podía verlos. Cuántas veces se lamentó, aquel panorama absurdo del antipático, quien arriba primero en las fiestas.

Fragancias de margaritas y claveles, llamaban al final del corredor. El joven se dejó llevar, percibía vibraciones, tejidos largos que impedían el avance. Progresaba testarudo, como una mosca, a punto de ser atrapado por una viuda negra.

Había un hermoso aljibe, rodeado de rosas, corazón de un patio español, de paredes blancas repletas de macetas. Lavandas, narcisos y campanillas. Colores aguados por el pincel tormentoso de un día nublado. Aquella era una escena extraña de vivir, en un mundo afanado y vertiginoso, lleno de edificios lúgubres y cuadrados. Aquella casa, era una máquina del tiempo de mayólica y alcancel. Divagó Estilicón por ahogados susurros. Cada vez más atrapado en recónditos escondrijos.

Ya no podía salir. Algo le detenía, casa tomada cual pluma de Cortázar. Intentó volver sus pasos, tornaba por dormitorios, bibliotecas, vasijas antiguas. Recordaba el aljibe, un agujero negro, puente de Einstein Rosen. Una sensación extraña invadió su cuerpo. No le gustó nada, y quiso retirarse inmediatamente. Pero su mente confundida, no pudo encontrar la salida. Estaba solo, totalmente solo, y nadie escucharía sus gritos de auxilio. Los minutos parecían horas, y las horas meses. La gente brillaba por su ausencia. Vacuidad espacial, detención del tiempo. El museo giraba como una galaxia, gravedad y remolinos. Aquel pozo, absorbía todo a su alrededor.

Pronto, escuchó el sonido de una campana. No era el campanario de la iglesia, sino algo pequeño. Sin embargo, aquel avisador, tronaba cual rayo de Zeus olímpico. Suave tañer en sus orígenes, pero avasallante el eco que sonaba cada vez más titánico. Ángel colosal, quien descarga gravitantes pies, sobre los mares y las costas. Pensó el profesor, lo que habrá sentido Juan, ante el fragor, truenos y temblor de tierra, cuando los siete ángeles de las siete trompetas se dispusieron a tocar.

Quizás, las preocupaciones y el estrés de la vida, se entremezclaron con la tormenta. Laberinto, Palacio de Cnosos, Minotauro, Borges escribe sus ruinas circulares, y Estilicón se pierde en ellas. Divagó en elucubraciones, bastante más oscuras que una simple fantasía. Supersticiones que no abandonan, magia que salva de la contaminación.

La campana sonaba y sonaba, entonces González contó los golpes, pensando que podría ser un reloj antiguo del siglo diecinueve, que estaba señalando la hora. Estilicón buscó por todos lados, avanzando a través de pasillos oscuros y fríos, dónde el retumbar de sus latidos, coincidían con el golpe de aquella campana. Sonido cada vez más cercano, belleza mezclada con miedo. Ruido agridulce, murmullos y rumores.

González llegó a un salón repleto de vasijas antiguas. Supo reconocer aquellas antigüedades con facilidad. Eran objetos de la cultura guaraní. Cerámicas de color negro y blanco, con adornos simples y geométricos. Algunas vasijas estaban decoradas con flores, y otras con serpientes, que perdían la mente por un camino matemático.

Algo llamó la atención de Estilicón. Un sonido diferente, que brotó entre el tintineo de la campana. Escuchó música primitiva, como flautas y sonidos de naturaleza. Un sonido armónico y feliz, alegría, que poco a poco, se volvió preocupante. Amenaza creciente, inseguridad que le intrigaba en gran medida. Pronto, sonaron tambores, ya no había campanas, y una especie de violín, sobresalía estridente entre el ritmo de percusión.

González observó hacia un costado. Sobre un escaparate deteriorado, vio un crucifijo y una campana. No había duda alguna, el sonido provenía de allí, sin embargo, ahora solo escuchaba los tambores. «¡Malditos tambores! ¿Qué es todo esto?» se preguntó González, que no soportaba el ritmo inquietante, de selva, lanzas y flechas. Semejante a una tribu originaria, dando caza a una bestia salvaje. Aun así, intentó agudizar su mente, observando algo especial «esta campana, es la que hacía tañer Jacinta Grigera, para llamar a misa los domingos».

Aquella situación era insoportable, música invasora, devoradora de carne. González tapó sus oídos, ante el incesante retumbar de los tambores. Ruidos lapidarios, que sentenciaban la muerte, como en las Guerras Floridas. Sangre derramada por escalones de serpiente. Dios del sol eclipsado, tras el clamor de los pueblos perseguidos. Estilicón buscó con su mirada, encontrando unos silbatos de madera, que expulsaban odio de guerra y sangre.

La campana y el cristo, eran escudos y gladius. Una batalla campal entre dos mundos. El nuevo mundo y el viejo mundo. Pero más que escudos y espadas, la campana era una voz, que se extendía por una América eterna. Y la cruz, un mensaje.

—¡Ayuda! ¡Por favor, alguien que me ayude! –gritó el joven con todas sus fuerzas, mientras un frío intenso tomaba su cuerpo.

González comprendió, que ya no estaba solo en aquel museo. Hubiera preferido recorrer aquella selva solo, o que algún barco atracase en la costa. Soñó con un libro, y un río que le purificaba. Le hubiera gustado encontrar un bautista, pero los silbatos invocaban un ser extraño, antinatural, una sombra aterradora. Estilicón cerró los ojos, no podía abrirlos, prefería soñar, fabricar historias, cómo cuando uno se mueve con libertad en la inconsciencia. Pero no podía caminar, ni volar, era débil, como golpear debajo del agua. Luego, no podía despertar, y caía por un precipicio infinito. Se arrepintió por haber cerrado los ojos, sabiendo que jamás podría desadormecer. Entreverado entre árboles tropicales, humedad y chirridos de millones de insectos.

Tercera persona, proyección de otros seres, espectador de muchas realidades, repeticiones de otras vidas, ecos de un pasado de supervivencia. La muerte yacía, esperando del otro lado del puente.

—¿Qué quieres de mí? –preguntó el profesor desesperado, al tiempo que apretaba su cabeza con las manos.

—¡Yo no hice nada! ¿Por qué? –se quejó, cayendo de rodillas al suelo–. ¿Por qué me haces sufrir de esta manera?

Pronto, todo eran recuerdos. Evocó sonrisas, alegrías, amigos, versos, estrofas, a la mujer que él amaba para siempre, a los amigos perdidos, al conocimiento de la muerte, desde temprana edad, sensación abismal, que un niño puede sentir, cuando reconoce por primera vez, el adiós.

El dolor desapareció, al igual que el espantoso ruido de antaño. Los ojos de Estilicón buscaban sombras, pero nada encontraron. «Esto no fue imaginación, ocurrió realmente» pensó preocupado. Todavía no se recuperaba del susto, cuando decidió huir. Ya nada le detenía, vía libre, tranquera abierta, tras la incómoda sensación de fallecimiento. Los pensamientos soberbios se esfumaron para siempre. Ahora deseaba contemplar, carente de vanagloria. Quizá mañana, tendría fortuna de repasar una vez más, el libro de Ezequiel, en su querida Vulgata.

Nervioso y sin aliento, buscó la salida. El museo seguía vacío. «¿Qué está sucediendo? ¿Estaré soñando?» pensaba González, quien no podía distinguir aquel frágil límite entre un sueño y la realidad. Corrió sin mirar atrás, al parecer, había encontrado el hilo de Ariadna, y retomó el camino por aquel laberíntico museo.

Al llegar a la puerta, una explosión de ruidos citadinos acarició sus oídos, nunca hubiera imaginado, el disfrutar de las bocinas, del humo de los caños de escape, de aquellas latas de sardinas que eran los colectivos. Caminó sin mirar atrás, dobló por Manuel Castro, y continuó huyendo, al tiempo que intentaba despertar de tal pesadilla. Siguió por Antonio Sáenz, pasó nuevamente por la Catedral, pero el espanto le hizo olvidar la tradición, relegó la señal de la cruz, que realizaba todos los días, al pasar por allí. Escapó despavorido, su corazón latía a mil por hora. Desfallecía, temblaba a tal punto, que las piernas se aflojaban, cayendo el cuerpo de bruces al piso. «No puedo ser tan cobarde» pensó el joven, intentó tranquilizarse, ya que se encontraba demasiado lejos del lugar.

Quizás se estaba volviendo loco, su experiencia no podía ser real. Miró atrás, distinguió el museo cruzando la plaza. Aquella casona yacía en penumbras, observando espeluznante. Estilicón juró nunca volver a pasar por allí. Mantendría el secreto por supuesto, porque nadie creería semejante cuento. Una experiencia, que ni siquiera él mismo, podía creer.

Necesitaba descansar, era menester dormir y despejar su mente. Tantas reflexiones le habían sugestionado, claro, no podía ser otra cosa más que sugestión. Sus miedos lo han conquistado por completo. Caminó, tratando de olvidar, no quería pensar, deseaba dejar su intelecto en blanco, deseaba apagar el cerebro, y no despertar por mucho tiempo. Quería soñar con algo hermoso, reposar rodeado de escudos, protegido, lejos de cualquier amenaza. Deleitarse en tranquilidad absoluta.

«Mañana será otro día» pensó Estilicón. No recordaría semejante locura, trauma enterrado en el subconsciente, para jamás ser liberado, ni siquiera por el mejor de los psicólogos. Nadie le creería, o peor, lo tomarían por un loco desquiciado. Estilicón volvió a su casa, jurando jamás hablar del tema. «Soy un alma quebrada, como la humanidad imperfecta, y la mente me juega malas pasadas. Es algo normal para el hombre, Intentaré seguir con mi vida lo mejor posible, y mañana me levantaré con el pie derecho» pensó González.

En el fondo, como dice el arquetipo Tolkien, los huesos son los mismos, en el caldero que es la historia. Pero la sopa es distinta. El Anillo de los Nibelungos, la trilogía de Wagner, la tradición de los cuentos. Elementos, tomados por las culturas posteriores. El árbol es mucho más denso. Hadas, dragones, enanos, mitologemas de larga tradición. Reconfiguraciones universales. Imaginario de la edad media, caldo de cultivo. Antecedentes que bautizaron, en el mundo de la fantasía, como en El Fantastes de George Macdonald. Un viaje, héroes, hechiceros y castillos, fragmentos de relatos cíclicos, cambiando en el modo, y la concepción del mundo. El mito es la catedral. Y todos los escritores los picapedreros. Material sacro, liturgia de pulir piedra. Abregamos de esa piedra. Como dijo Chesterton, las cosas en las que más creía de niño, y las cosas en las que creo ahora, la filosofía primera y la última, son los cuentos de hadas. Completamente razonables, lejanas de las fantasías. País soleado del sentido común. La patria del sentido común. Chesterton quiso decir, que el mito es el primer intento, de representar la fascinación del devenir de la existencia. Asombro primordial. Un niño comprende más que un hombre de saco y corbata, con anteojos y repleto de títulos. Antiguo instinto de la sorpresa, como un niño. Los cuentos son verdaderos, porque a partir de ellos podemos acceder a las metáforas de lo elevado, anclado en la tierra. Conceptos compartidos desde el origen de los tiempos, inamovibles y eternos. Tolkien dijo que lo asombroso, la venida de Cristo, es algo asombroso que nos restaura. El mayor héroe de la historia humana.

III

VESTIGIOS DEL PARAÍSO

González despertó de un largo sueño. No había dormido tanto desde hace meses. Era sábado y el comienzo de sus vacaciones, un día tan feliz, que olvidó por completo la horrible experiencia vivida. Alejado de aquel aterrador acontecimiento, suspiró aliviado.

Disfrutaba en su querida casa del número 14 Del Plata en la pequeña ciudad de Glew. Se levantó, preparó un café y abrió las ventanas. El día era espléndido, augurio de una semana gloriosa. Al tiempo que deleitaba un rico café, recorrió su biblioteca, seleccionando material para una larga jornada de lectura. La mañana era exquisita, leer en el jardín y deleitarse entre aventuras y fantasías inesperadas, era una actividad placentera en gran medida. Así que tomó lo necesario, llevó bizcochos salados y su termito.

Eligió novelas predilectas. En primer lugar, González era un gran admirador de Joanne Rowling, y la renombrada saga del joven mago Harry Potter. Decidió comenzar con La Piedra Filosofal. Estilicón estaba escribiendo un libro y necesitaba algo de inspiración, un arquetipo que seguir. Rowling expresaba ideas magníficas, describiendo personajes y escenas de manera única. Generaba calidez y alegría en el corazón. Creaba mundos seguros y hermosos de vivir, un escape de la crueldad real, hacia el amor de una madre y la compañía de buenos amigos. Camino de lucha, ante la perversidad. «Somos artesanos del alma y las acciones dejan marcas, esculpiendo en el desierto, encontraremos recompensas en lo eterno», pensó el joven profesor. En la pila de libros que reposaban sobre la mesita del patio, yacía la saga del Señor de los Anillos. Sobresalía el Silmarillion, libro cosmogónico de Tolkien, que explica el origen de aquel mundo fantástico. A González le parecía una obra maestra, admiraba tanta imaginación en la formación de tierras, reinos, personajes y diversos lenguajes. Además, percibía algo real en esas novelas del siglo XIX. Tranquilamente, González podía creer tales relatos, como hechos de la historia. Inclusive, el origen de la tierra por medio de la música de Iluvatar y los Ainur, era cercano con la Biblia.

Estilicón admiraba tanta sabiduría, y como ante las dificultades de la guerra, aquel hombre, había construido un legado de esperanza. Entonces, planeó leerlo más tarde, porque no diversos conceptos escaparían en las primeras horas de la mañana, ideas demasiado elevadas para comenzar el día, necesitaba despertar del sueño. Entre tantos buenos ejemplos, no podía faltar Lewis, gran amigo de nuestro hobbit con el que compartió reflexiones y cervezas en el archipiélago del Norte. La historia preferida de González, era El Sobrino del Mago.

Estilicón divagó algún tiempo, mientras daba unos sorbos al café y saboreaba unos pancitos de queso. Enseguida, algo del Sobrino del Mago lo retrajo al día anterior. Sintió miedo y tristeza, ya no podía disfrutar del hermoso sábado después de todo. Perdió apetito y se le hizo un nudo en la panza. El ambiente inundó de aflicción, el sol desapareció entre las nubes, y el día se hizo noche. González no entendía, porque su mente era empujada hacia un gran salón repleto de estatuas. Distinguía una piedra y una campana. Las relacionó con la terrible noche vivida en el museo de Manuel Castro y Portela. Estilicón, fue absorbido por aquel recuerdo, y su mente viajó por reminiscencias, donde cruzaban objetos, personas, bosques y ciudades. El jardín ya no era un lugar placentero, los árboles se abrían sobre su cabeza como si fueran manos huesudas, y los arbustos albergaban ojos. El joven corrió, entró a la casa, huyendo de un campo sobrenatural, pero dentro la escena empeoraba. La habitación de la biblioteca daba hacia un largo y oscuro pasillo. Una luz blancuzca brillaba y se perdía en la negrura. Recordó el pasillo del segundo piso de la escuela Inmaculada Concepción, aquel ángel tenebroso al final del camino, generó terror entre los estudiantes. González hubiera preferido estar en la escuela bajo rumores fantasiosos, pero sufría una espantosa realidad en su propio hogar.

Pronto, distinguió una figura, no era la misma silueta que había percibido en el museo. La figura irradiaba claridad potente. Un ser intangible, indefinido. Sin embargo, era sublime, a duras penas, Estilicón sostuvo la mirada, cubriéndose el rostro con las manos. Fuego que producía vértigo, sensación de inmensidad, como si estuviera frente a una montaña, o la terraza de un rascacielos. Aquel fulgor, expresaba en primera instancia, ruidos, luego sonidos, trompetas, laúdes, flautas estridentes, sonaban como interferencia, pero existía ritmo, cadencia, acordes. Sin lugar a dudas, existía orden. Estilicón descubrió patrones. Era un mensaje, un idioma jamás escuchado. Sonido monumental, como las siete trompetas del apocalipsis. El joven, paralizado en medio de la sala, sin mover un ápice. Enseguida, aquel hermético mensaje, fue decodificado. Aquella presencia configuradora, rastreaba conexión, arribó por algún motivo. El ímpetu discordante, estruendoso, desapareció. Una voz suave llenó el corazón de González. Reunió coraje, permaneciendo digno, valiente, aunque mudo e inmóvil. Petrificado y expectante, comprendió palabras encadenadas. Ahora entendía.

—¡La campana no debía sonar, pero bajo la tentación, la maldad fue despertada! –exclamó aquel resplandor–. La guerra y el antagonismo entre dos fuerzas. Una se sabe vencida, pero intenta llevar consigo muchas almas. Infinitas puertas en el bosque, diversos mundos en el universo inagotable. Encuentra ese mundo y salva el patronímico, pertenencia de la humanidad.

Hubo silencio, una hoguera azulada, flameaba, ondulaba como el viento en la arena, como las olas. Luego, desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Estilicón luchaba internamente, entre el miedo y la confusión. En el suelo, restos. Vestigios de resplandor cegaban. González cubrió su rostro. Ceguera y dolor que mermó poco a poco, luego, brotó un objeto pequeño, una cajita dorada. Era bellísima, dorada, plateada, esmeraldina. Adornos artesanales, que reflejaban historias. González, conocedor de lo antiguo, vislumbró una civilización avanzada y poderosa. Observó las Columnas de Hércules, anillos concéntricos de tierra y agua. Vio una acrópolis y el templo de Poseidón, vio un tsunami. Impávido, frente a tallados sublimes, deleitó aquella metrópolis circular. Relatos Platónicos, Atlántida.

Inquieto, González caminó de un lado al otro de la sala. Inusitado esfuerzo para atar cabos, y reunir todas las partes. Esmeraldina, bellísima reliquia. Esperaba, cual epicentro, palacio real. 《¿Qué era esa reliquia? ¿Viste un ángel, un extraterrestre?》《. El joven reflexiona, no deseaba tocar, ni siquiera acercarse a tan imponente, y al mismo tiempo, pequeño cofre. 《Horrenda es la memoria, quiero olvidar, olvidar, olvidar》 pensó. Quiso eliminar cualquier vestigio de lo ocurrido, pero ahora, el destino era inevitable. Respiró profundo, juntó bravura, era demasiado tarde, debía continuar. Después de todo, aquel fue un mensaje. Descifrar cosas era parte de su vida. ¿Cuántas lenguas tradujo? Latín, griego, arameo, francés, La Sainte Bible Crampon, la Douay–Rheims, la septuaginta. Un punto, un camino esperado, encrucijada de la vida.

Ambiente lóbrego, tinieblas sobrenaturales, sugestión. Existencia monótona, repetida, insulsa. Ahora, bifurca por tormentas.

Sintió espanto, sin embargo, advirtió bondad en aquella extraña presencia. Lo que en un principio fue visto con tintes amenazantes, ahora fue acto de salvación. Estilicón dio un paso adelante, agazapado tomó la caja, pero nada ocurrió. Envalentonado, llevó la cajita hacia la mesa. Avanzaba con los brazos estirados y rígidos, como si estuviera llevando un artefacto inestable. Apoyó el cofrecito, y aterrado, lo abrió. 《¿Qué extraño?》pensó. No vio anillos, colgantes, joyas. Esperaba runas, libro cabalístico, árbol de la vida. Esperó varitas, báculos, mantos, objetos concretos. El pequeño cofre estaba repleto de polvo dorado.

La emoción permaneció. Tantas lecturas fantásticas valieron la pena, en orden de relacionar aquel hallazgo con las famosas hadas mágicas. 《Eran las hadas de Cottingley》 González pensó. Tal vez, podría volar como Peter Pan. Recordó a Smaug, dragón codicioso que buscaba riquezas. Quizás, eran polvos flu, debía entrar en la chimenea y viajar a lugares distantes. Sin embargo, solo fue imaginación, como Bilbo, algo de Tuck encendía en la sangre. Jamás manipularía aquel desconocido contenido. No era lo suficientemente valiente, o descuidado, para llevar a cabo semejante acción. González era prudente por sobre todas las cosas, nunca daba paso en falso, y el camino era planeado a la perfección, por lo menos hasta ahora. De allí en más, el sendero era imprevisto y desafiante. Una prueba que debía superar.

González navegó por sitios recónditos de internet, indagó en su biblioteca, repasaba libros como si fueran documentos de un fichero. Nada era suficiente. Mientras, el cofre, como un monolito, esperaba. Él, salió al jardín y observó la pila de novelas abandonadas. Tomó asiento y divagó. Viajó entre hojas color mate. Aspereza, rugosidad de páginas que borraban angustia de a ratos. Recorrió capítulos, abrió y cerró tapas, contempló índices y prólogos, revisó citas, hasta llegar al último libro de aquella torre gloriosa, sobre la mesa del jardín. «El Sobrino del Mago, qué buena historia», pensó. Recordó a Digory Kirke y Polly Plummer, e inevitablemente, sus ideas viajaron hacia los anillos.

«¿Por qué me eligieron a mí? ¿Qué quiso mostrarme aquella presencia?», reflexionó Estilicón. Conectaba aquel extraño cofre y su dorado contenido, con los polvos de la Atlántida que había encontrado Andew Ketterley. González comprendió que debía volver al museo. Había algo extraño en ese lugar, y por alguna razón, era su misión resolver el misterio. «Nada sucede por casualidad, no estuve en el momento y en el lugar justo solo por mero azar. Fue el destino, debía suceder así, y aquella fuerza sobrenatural, así lo hizo entender», reflexionó.

Inesperadamente, los pensamientos del joven fueron interrumpidos por el sonido del timbre.

«¿Quién podría ser a estas horas un sábado?», pensó.

No estaba acostumbrado a tener visitas. Era un hombre solitario, no tenía familia, y contaba con una cantidad extremadamente reducida de amigos.

Caminó intranquilo hacia la puerta, y observó por la mirilla. Lo que vio le sorprendió en gran medida.

¡Qué casualidad! Era su amigo Aristóbulo García.

El joven profesor sospechó al instante y no quiso abrir la puerta. ¿Qué hacía Aristóbulo en su casa, justo el día posterior a tales hechos? algo andaba mal. En todos sus años de amistad, nunca antes Aristóbulo, había pasado por la casa del Plata. Después de todo, no eran amigos tan cercanos, sino compañeros de estudio y trabajo. Nunca existió suficiente confianza, como para realizar una invitación de tales magnitudes. En verdad, nunca hubo oportunidad para González, de dar semejante paso.

El timbre volvió a sonar, y González sintió el compromiso de abrir. Corrió a la sala, tapó el cofrecito con mucho cuidado, escondiéndolo bajo una montaña de papeles. Dio media vuelta, y tras largo suspiro, perfiló hacia la puerta.

—¿Quién es? –preguntó González, haciendo de cuenta que no había pasado nada.

Los nervios le jugaron una mala pasada. No habló con naturalidad, su voz fue débil e insegura, voz delatora, de actitud sospechosa. Estilicón pronosticó falsedad en la reacción de Aristóbulo. Cualquier palabra que viniera de su boca, sería una mentira. Peor aún, González desconocía a su compañero. En verdad, ignoraba que clase de persona era, ahora, comprobó que no era de fiar. Algo extraño se traía entre manos, por lo tanto, abrir la puerta sería una pésima decisión. Entonces, volvió a preguntar:

—¿Qué deseas Aristóbulo? –esta vez, habló con mayor determinación–. Viniste en mal momento, y no puedo atender. Estoy ocupado, por favor, vuelve otro día. –Dijo González, ahora con tono defensivo.

El silencio dominó varios segundos, aquel instante fue eterno. González, pegado a la puerta, aguardó nervioso, deseó que Aristóbulo se fuera. Era solo un deseo, de algo que no iba a suceder jamás.

Al ver por la mirilla, González percibió una actitud descarada y repulsiva en Aristóbulo. Aquel hombre tenía una personalidad incómoda, como la de un amigo confianzudo, que se invita solo. No encuentras palabras adecuadas en orden de echar amablemente. De repente, el silencio disipó.

—Vamos Estilicón, déjame entrar –dijo Aristóbulo de manera calmada–. ¿Qué sucedió ayer? ¿No viniste a mi charla?

—Tuve un problema y no pude asistir –respondió el joven, con desconfianza.

—Me preocupé por ti, y decidí venir a preguntarte en persona –continuó Aristóbulo, elaborando una excusa convincente–. Es algo extremadamente raro, que faltes a un compromiso, y cuando eso pasa, quiere decir que tienes un grave problema.

González pensó claramente, entendió que sería la única oportunidad de obtener información, sobre los extraños sucesos en el museo. Si dejaba pasar la oportunidad, por más arriesgada que fuera, perdería para siempre información crucial.

—Bueno, en verdad tienes razón –dijo González con voz resuelta.

Resopló inquieto y abrió la puerta. Aristóbulo no emitió palabra, yacía en medio de la entrada con mirada inquisitiva. Sus ojos recorrieron un lado al otro de la sala, como si estuviera buscando algo.

—Con permiso, amigo mío –dijo Aristóbulo, mientras ingresaba.

De pronto, el ambiente era pesado. Estilicón no reconoció a su compañero. No era la misma persona. Vio un hombre alto, extremadamente delgado, parecía un esqueleto viviente. Generaba espanto ver aquel aspecto demacrado. Aristóbulo, solía ser un joven bien parecido, con ojos negros y pelo largo castaño. De postura elegante, caballeresca, todo lo contrario, al aspecto torpe y desaliñado de González. Agregando más desconfianza, sus actos eran inusuales, caminaba perdido, como si la mente estuviera sumergida en fronteras inhóspitas. Deambuló pensativo, mientras sus ojos revoloteaban exaltados. La mirada viajaba en diferente tiempo, no coincidían con la suavidad de sus movimientos. Luego, despertó, espabiló, dio media vuelta y observó a González inquisitivo.

—Como ya te dije, estoy bien. No pude ir a tu reunión por motivos personales –dijo Estilicón que intentaba ocultar sus miedos–. Sospecho que has venido hasta aquí por alguna otra razón, así que dime, soy todo oídos.

Aristóbulo sonrió socarronamente, tomó asiento sobre un cómodo silloncito frente a la biblioteca del comedor. Cerca estaba el escritorio, donde yacía el cofre recientemente escondido, bajo la montaña de papeles. Aristóbulo parecía saber exactamente que había allí, y disfrutaba del momento. Jugaba, manejaba los tiempos con astucia.

—Estás en lo cierto –contestó Aristóbulo, reflejando una mirada calculadora–. He venido aquí porque estoy buscando algo en especial. Algo que busco desde hace mucho tiempo. Ahora sé dónde podría encontrarlo, y en consecuencia, acudo ante ti. Lo supe la noche anterior, cuando fuiste capaz de escapar a mi plan perfecto. No había manera de salir, y sin embargo, evitaste cada obstáculo y trampa milagrosamente. Pudiste huir, y es indudable, que lo hiciste con ayuda. Y ciertamente, auxilio muy particular, ya que nadie de este mundo, podría liberarte de las trampas que te he puesto. Estaba furioso, habías escapado de manera proverbial, pero luego, comprendí que el desafortunado hecho, era conveniente en cierto modo. Ahora, el destino está en la punta de mis dedos, tanto esfuerzo, al final, me trae recompensas.

Estilicón escuchó perplejo. Faltaba pellizcarse nada más. Era una pesadilla de la cual, no lograba despertar. Su amigo un loco de remate, un psicópata descarado. Luego de tantos momentos compartidos en la universidad, el desenlace fue inesperado. 《No puedo confiar en nadie》pensó.

—¿Qué quieres decir? –preguntó González–. ¿Qué buscas?

A pesar del pavor, que recorría cada palmo, habló con valentía. Intentó llevar la situación hacia rumbos distantes. Al menos lo más distante del comedor posible. No perdería, bajo ninguna circunstancia, la reliquia encontrada. Comprendió, que el demente y cadavérico hombre, buscaba el cofre. Eran hechos extraños y conexos, que daban suficientes hilos, enrollados. Por alguna razón, supo, debía proteger aquel cofre y su contenido. De lo contrario, algo espantoso sucedería.

Brotó, desde recovecos olvidados del corazón, la más espléndida gallardía. Fuerza perdida tras los golpes de la vida y la tristeza del mundo.

—¡Habla Aristóbulo! –exclamó Estilicón impaciente–. No quiero entrar en tu juego. Haz lo que tengas pensado de una vez por todas.

Aristóbulo habló calmado. Tenía la situación bajo control, y ningún imprevisto podía cambiar el curso de los acontecimientos:

—Escapaste una vez, pero no serás capaz de evitar tu fatal destino. Antes, en honor a nuestra amistad, te explicaré.

González yacía en fronteras desconocidas, una ruleta, una tómbola, y el futuro incierto.

González actuó por instinto. Dio un manotazo de ahogado. Destellos de una puerta, 221B, Baker Street. Imaginó una pluma y su tintero. Imaginó papiros, biblos, hojas del Nilo. Sedimentos, que dan vida, como la tinta que desliza por albos escenarios vacíos, esperando por ser escritos. Debía recabar información a cualquier precio, aquella era su única oportunidad. Permaneció en silencio y esperó. Quizás, como en las películas, ese loco, querría relatar la historia completa, antes de realizar su cometido.