De nuevo en su cama - Jill Shalvis - E-Book
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De nuevo en su cama E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Cuando Tessa Delacantro accedió a cuidar aquella casa, no esperaba que unos ladrones la arrojaran en los brazos de un sexy desconocido llamado Reilly Ledger. Estaban atrapados en una pequeña habitación con una cama aún más pequeña y una larga, larga noche por delante. Y Tessa no tardó mucho en morirse de deseo por su boca... sus caricias... Cuando el ex agente de la CIA Reilly Ledger ayudó a escapar a Tessa, ambos juraron olvidar la apasionada noche que habían pasado juntos. Reilly nunca sería el hombre que Tessa merecía. Pero, si aquello estaba tan mal, ¿por qué la hacía sentir tan bien?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De nuevo en su cama, n.º 233 - septiembre 2018

Título original: Back in the Bedroom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-207-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Tessa Delacantro pagaba sus impuestos, comía al menos una ración de fruta o verdura diariamente y solía cumplir las normas. Pero eso no quería decir que no anhelara la aventura.

En realidad, la anhelaba más que nada en el mundo.

Y por eso mismo había accedido a cuidar la mansión que su jefe tenía en La Canada ese fin de semana mientras él se llevaba a su última conquista a Cabo San Lucas.

Tessa tenía apartamento propio, pero no una finca inmensa ni televisión por cable, así que estaba deseando vivir como los ricos y famosos aunque sólo fueran dos noches.

Era licenciada en Historia del Arte, pero de momento no tenía demasiadas expectativas de trabajo, y por eso se había pasado los dos últimos años haciendo trabajos de oficina aquí y allá, y aprendiendo a manejar el programa de Microsoft Office sin estropearle el sistema operativo a nadie.

Lo que aún no había hecho era pensar en lo que podía hacer para experimentar esa aventura y esa emoción que tanto deseaba. Pero estaba en California. En el sur de California, para más inri. La tierra de las oportunidades; y ella estaba abierta a cualquier cosa.

Tenía puestas muchas esperanzas en su último trabajo en una agencia dirigida por el divertido Eddie Ledger. Aquel hombre inteligente, encantador y atractivo tenía un imperio compuesto por una serie de negocios, la mayoría de los cuales se gestionaban solos y le dejaban tiempo para hacer cosas como marcharse a Cabo por capricho.

Podría acostumbrarse a esa vida. Aparcó el coche al final del sinuoso camino que protegía la mansión estilo Tudor de la calle. La casa tenía una preciosa fachada amarilla y blanca, con flores por todas partes, bordeando el césped y las escaleras que llevaban al porche.

Entró con la llave que Eddie le había dado y dejó el bolso y las llaves en el vestíbulo enlosado, que era más grande que todo su apartamento. Al mirar hacia la derecha vio un enorme salón con tantas ventanas desde donde se divisaban esas maravillosas vistas de los Montes Crest, que se sintió algo turbada.

O tal vez fuera el hambre que tenía. Llevaba todo el día trabajando y aún no había cenado; así que decidió a buscar la cocina. A Eddie no le importaría; en realidad, su alto, moreno y guapísimo jefe le había dicho que se sintiera como en casa. Era taimado como un zorro y le gustaban demasiado las mujeres, pero cuando se trataba de sus empleados, era dulce, cariñoso y extremadamente generoso.

La cocina le dejó sin aliento: los armarios de madera de arce estilo tradicional, las superficies de piedra de granito, la enorme nevera, la belleza de los detalles.

A la chef que en secreto llevaba dentro se le hizo la boca agua. Su cocina habría cabido dentro de la modernísima cocina de seis quemadores. Si no estuviera tan cansada como lo estaba, correría a la tienda de ultramarinos y compraría una serie de ingredientes interesantes, volvería allí y los cocinaría. Sería divertido si tuviera alguien para quien cocinar. Tal vez llamara a su hermana para que fuera, y podrían ver la última película de 007.

Sus pasos resonaban sobre el suelo de baldosas de granito, tibias del sol que entraba por las numerosas ventanas que tenía también la cocina. Fue a echar mano del asa de la nevera, sólo para tomarse un aperitivo rápido, pero vaciló al oír un ruido sordo que desde luego no provenía de su estómago. Salió de la cocina con el ceño fruncido para regresar al amplio salón, desde donde observó un pasillo ancho forrado de madera de roble que a través de un arco se desviaba hacia la izquierda.

Alguien estaba por ahí.

La criada, tal vez, pensaba Tessa, aunque no estaba segura de que Eddie tuviera criada. En cualquier caso, no pensaba arriesgarse. Los residentes de La Canada eran muy estirados y les gustaba la intimidad. Aquella casa no era una excepción. Algo apartada y toda revestida de madera, podría gritar y gritar que nadie la oiría. En su casa de Glendale, situada a tan sólo unos minutos de allí, pero en otro mundo totalmente distinto, habría agarrado su bate de béisbol en una mano mientras con la otra llamaba por teléfono a la policía.

Allí no había bate de béisbol, y tras echar una mirada a su alrededor, ni siquiera pudo localizar un teléfono. Pero a sus veintiséis años había visto muchas películas de miedo, y no tenía intención de comportarse como una boba.

La puerta de entrada a la casa quedaba de pronto muy lejos y por eso decidió volverse hacia las puertas cristaleras que tenía detrás. Pero se quedó quieta cuando se acordó de que había dejado las llaves en el suelo del vestíbulo junto a su bolso.

Necesitaba esas llaves para escapar.

Asustada, empezó a correr hacia el vestíbulo. Y aunque el atletismo siempre había sido su deporte más odiado, consiguió moverse rápidamente. Qué extraño la motivación que le provocaba a una el miedo. De pronto aquella inmensa finca se le antojaba demasiado grande, y agradeció su pequeño apartamento en el que en un abrir y cerrar de ojos se habría plantado a la puerta y…

—Disculpe.

La voz masculina le pareció tan educada, que se detuvo y volvió la cabeza.

Entonces vio a un hombre con un reproductor de DVD en la mano. Parecía tener unos veintitantos años, y llevaba unos vaqueros y una sudadera que cubría su cuerpo grandote. Dejó el reproductor en el suelo y se puso derecho.

—Otra visita. ¡Qué bien!

Se chasqueó los nudillos, y de pronto a Tessa se le antojó demasiado grande y amenazador. El chico hizo un gesto con la mano en dirección a la parte de atrás de la casa.

—De acuerdo, colegas, vamos.

Ella retrocedió un paso y negó con la cabeza. El chico miró con frustración en dirección al techo.

—¿Por qué yo? Mira, no me digas que eres una experta en artes marciales como el otro.

Ella se fijó en el moretón que el chico tenía en la mejilla y retrocedió despacio un paso más. Caramba, cincuenta más y conseguiría llegar.

—¿Qué estás haciendo aquí mientras Eddie está fuera?

—Estoy aquí para desordenarle la casa —dijo con fastidio aquel hombretón que parecía un oso—. Y puedo llevarme lo que me dé la gana mientras esté aquí. Esas son mis órdenes. Si él está fuera de la ciudad, tanto mejor.

—A… Adelante… yo espero fuera —Tessa retrocedió otro paso, preguntándose si el chaval se habría dado cuenta de que temblaba como una hoja.

Él sacudió aquella cabeza tan enorme.

—Ni te molestes. Ambos sabemos que no te pienso dejar marchar hasta que no termine del todo y me haya marchado, así que te lo repetiré.

Un paso más…

—Maldita sea —exclamó el chico en tono amenazador mientras echaba a andar hacia ella.

Se dio la vuelta y fue a dar otro paso, pero un brazo se le enroscó al cuello, precipitándola contra un cuerpo duro como una roca e impidiéndole respirar. El hombretón la alzó en vilo y echó a andar.

Desesperada porque le faltaba el aire, echó mano hacia atrás y le agarró un mechón de pelo.

—¡Ay! ¡Santa María, señorita! —exclamó mientras la agarraba de la muñeca y tiraba de ella sin dejar de apretarle el cuello al mismo tiempo.

La cabeza iba salírsele de su sitio. Tessa empezó a ver manchas negras delante de los ojos mientras el hombre la llevaba otra vez por la cocina. Vio pasar su vida delante de ella como una película, su padre y su madre, sus hermanos, su apartamento pequeño y bonito donde ella cocinaba, leía, vivía… Y entonces, sin previo aviso, el hombretón la soltó en el suelo.

Tessa pasó los minutos siguientes aspirando aire para llenar los pulmones y frotándose las muñecas. Se oyó un portazo y levantó la cabeza. Estaba oscureciendo, y en la pequeña habitación en donde la habían dejado no había ni una luz. Aunque sí parecía haber un foco fuera de la ventana que había en un extremo del cuarto. Gracias a Dios que existían las luces de encendido automático. A diferencia del resto de la casa, aquel cuarto era gris y desnudo. El único mueble que había en el cuarto era un camastro estrecho…

¡Oh, Dios! Un camastro donde había un hombre que sólo llevaba unos boxers negros. Un hombre alto, fuerte y esbelto. Incluso a la luz grisácea del crepúsculo se dio cuenta de que era musculoso, esbelto y fuerte; y lo observó. Estudió las numerosas cicatrices, como la que tenía en uno de los pectorales, y otra que era redondeada, como si fuera de una bala, en el vientre plano de abdominales marcados.

Sin dejar de respirar con agitación, aún temblorosa, le oyó gemir antes de incorporarse despacio mientras pestañeaba repetidamente.

Lo mismo hizo ella. Porque era la viva imagen de su jefe, del guapísimo Eddie Ledger, de cuarenta y nueve años, sólo que mucho más joven y mucho más serio que su jefe.

Se levantó tambaleándose y se llevó la mano a la nuca; entonces, la retiró y se miró los dedos, que tenía manchados de… pestañeó a la luz mortecina. Sangre. Oh Dios. A ella lo de la sangre no le…

—¿Quién eres tú? —le preguntó él en tono exigente.

Dada la fuerza de su voz, no estaba herido de muerte. Y dada la agudeza de sus ojos y de su cuerpo, no era de los que se dejaban tumbar con facilidad. Tessa se quedó allí inquieta, sin saber lo que hacer, sin saber quiénes eran los buenos y los malos. Pero ese hombre, ese hombretón de por lo menos un metro ochenta, esbelto, casi desnudo, se parecía tanto a su jefe…

Su ojos del azul de un láser la estudiaron de arriba abajo, y ella tragó saliva con dificultad. ¿De verdad pensaba que se parecía a Eddie? Tal vez el pelo oscuro y de punta, los ojos azules, la mandíbula esbelta, fueran las mismas, pero aunque jamás había visto a Eddie casi desnudo, dudaba que fuera tan musculoso y esbelto. Desde luego, en el mes que llevaba con él, nunca le había parecido tan intenso, tan serio, tan tremendamente enérgico o de aspecto tan amenazador.

—¿Quién eres tú? —repitió en tono ronco y bajo, algo parecido al de Eddie de haber estado desprovisto de esa furia.

—Tessa Delacantro… —por segunda vez en diez minutos retrocedió hacia la puerta y forcejeó con el pomo, pero la puerta no se abrió.

—Está cerrada, y como todo lo demás en la casa, es de la mejor calidad, de modo que es imposible romperla —dijo el gemelo malvado de Eddie.

Lo intentó de nuevo, sin dejar de mirarlo con observación. ¿Cuántas veces le había dicho su hermana que en el noventa y nueve por ciento de los casos los hombres eran una basura? Claro que ella no hacía ni caso.

Si alguna vez salía de allí, escucharía más a su hermana. Siempre.

Tenía una mano apoyada en la pared mientras la estudiaba con una expresión que probablemente debía de ser educada, no atemorizante.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Intentó no quedarse mirándolo fijamente; sólo que no todos los días estaba tan cerca y a solas con un hombre medio desnudo mientras temblaba de miedo. En realidad, casi nunca había estado tan cerca de un hombre semidesnudo, ni con miedo ni sin él.

—He venido a vigilar la casa durante el fin de semana —dijo ella—. ¿Pero… Eddie?

—No —contestó con una risotada brusca y breve.

El corazón le latía tan aceleradamente, que parecía como si la golpeara en las costillas.

—Mmm… —tragó saliva—. ¿El hermano de Eddie? ¿Su hermano… gemelo?

La miró con frialdad.

—No. Soy Reilly —respondió con gesto tenso—. Su hijo.

Eddie siempre le había dicho que tenía un hijo, pero por la indulgencia de su sonrisa al hablar de él, Tessa había imaginado que era un niño pequeño, desde luego alguien más joven de los treinta años que tendría ese hombre y menos guapo.

—Pero…

Resopló de pura insatisfacción y miró hacia la ventana.

La casa había sido construida en lo alto de una colina, y naturalmente estaba bastante elevada.

Tessa se fijó de nuevo en Reilly. Su aspecto era el de un hombre fuerte y una seguridad innata con la que ella sólo podría soñar. No había duda, aquel hombre tenía un dominio total de sí mismo, incluso herido y medio desnudo.

Aparentemente despreocupado con esa desnudez, avanzó hacia ella. Tessa se pegó a la puerta, pero él continuó y le tomó la mano que, sin darse cuenta, ella se había llevado a la dolorida garganta.

Lenta pero inexorablemente, él le alzó la mano y se la miró. Su mirada se tornó más fría.

—También te han hecho daño —le pasó el dedo por la piel y después la miró—. ¿Has venido a vigilarle la casa a Eddie?

—Sí.

—Ya entiendo.

—¿Entender el qué?

—Él favorece a las jóvenes inocentes.

Las palabras «joven» e «inocente» le salieron como si fueran los peores defectos que una persona pudiera tener. ¿Cuántas veces le habían dicho que parecía mucho más joven de veintiséis? Muchísimas. ¿Acaso todo el mundo tenía que utilizar la palabra «inocente» cuando se referían a ella?

La verdad era que le sentaba fatal.

—Los interrumpiste —adivinó, e hizo una mueca que bien podría haber sido de preocupación.

Entonces le tomó la otra mano, la que tenía pegada al vientre porque aún le dolía la muñeca, y le dio la vuelta para ver el moretón que ya le estaba saliendo ahí. Entonces, la miró a los ojos un momento.

—¿Dónde más te ha hecho daño?

—En ningún sitio más.

Sin soltarle la muñeca la miró de arriba abajo detenidamente. Ella se lo permitió porque no le apetecía oponerse a nada en ese momento.

Además, parecía un hombre acostumbrado a hacerse cargo de la situación, un hombre de esos que valían para enfrentarse a una crisis. El tipo de hombre que resultaría fastidioso en el día a día precisamente por eso.

Ese tipo no tenía en su cuerpo ni un sólo ápice de compasión. Desde luego no sentía la necesidad de mostrarse encantador o bromista, o ni siquiera de hacer sonreír a los que tenía alrededor como le pasaba a su padre. Sencillamente no tenía la misma calidez ni el mismo carisma que Eddie.

Aunque paradójicamente parecía mucho más peligroso que el matón que la había llevado a esa habitación. Se preguntó cómo habría podido nadie hacerle daño a Reilly, porque toda esa fuerza cuidadosamente reprimida intimidaba como nada. Aunque parecía que le habían tendido una emboscada, dudaba que hubiera caído con facilidad.

Y sin embargo su manera de mirar si tenía o no heridas la conmovió; al menos hasta que él se llevó la mano a la nuca y maldijo entre dientes.

—Estás sangrando —dijo ella.

—Sí, eso ocurre cuando le golpean a uno en la cabeza con un jarrón enorme y ridículamente caro.

Le habían tendido una emboscada.

—Siéntate. Por favor…

—Estoy bien.

Desde luego no estaba nada bien, pero era muy típico que un hombre no reconociera lo que a él le parecía una debilidad.

Se volvió hacia la puerta y meneó el pomo de nuevo, pero no cedió. Al menos las piernas habían dejado de temblarle.

—Tal vez podamos detenerlo de alguna manera, antes de que deje limpio a Eddie…

—¿Estás de broma? Nadie puede dejar limpio a Eddie; tiene dinero para aburrir.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí como si tal cosa —se apoyó contra la puerta con frustración; aquella casa era responsabilidad suya ese fin de semana—. Ese tipo dijo que su tarea era desordenarle la casa. Podríamos aporrear la puerta o gritar hasta conseguir que vuelva. Entonces uno de nosotros podría distraerlo mientras el otro…

—Estás tan loca como Eddie —se frotó el cuello y soló una risotada—. Y para que lo sepas, son cuatro; todos ellos intentando conseguir algunos de los juguetes de papá, de los cuales tiene a montones.

—¿Has dicho cuatro?

—Saqué a dos fuera, y estaba con el tercero cuando el cuarto me golpeó en la cabeza por detrás —apretó los dientes—. Le habría pegado también, pero me pillaron distraído.

Tessa se quedó boquiabierta. ¡Había cuatro y había reducido a tres! ¡Él solo!

Le miró el pecho desnudo a tan sólo unos centímetros de ella, y entonces se dijo que debía intentar no mirarlo tanto.

—Así que tú eres el experto en artes marciales del que hablaba ese tipo.

Él asintió.

—¿Qué le ha pasado a tu ropa?

Él desvió la mirada.

—Cuando caí al suelo, encontraron mi pistola.

—Tu… pistola…

—Y después me desnudaron para buscar más armas.

No pudo evitar mirarlo. Se lo había imaginado peligroso, rudo. ¿Pero… armado?

—Caramba.

Él la miró, pero no dijo nada más.

—Cuatro —repitió Tessa lentamente.

—Y ahora dos de ellos están armados —dijo él—. Gracias a mí. Así que aunque pudiéramos distraerlos y traerlos hacia acá, no sería el paso más inteligente. A no ser que lleves un chaleco antibalas… ¿No? —dijo él cuando ella negó con la cabeza—. Lo ves, una tontería —añadió.

Se tumbó otra vez en el camastro con mucho cuidado, como si le doliera la cabeza.

—¿Quién podría estar detrás de esto?

—No tengo ni idea. Desde luego Eddie tiene muchos enemigos.

¿Cómo era eso posible? El Eddie que ella conocía no le haría daño a una mosca.

—¿Entonces nos vamos a quedar aquí de pie a esperar a que ellos decidan que no les servimos para nada?

—Yo no me voy a quedar de pie —se tumbó, levantó los pies y cerró los ojos.

Ella lo miró sorprendida.

—No lo dirás en serio.

Como si se le hubieran pegado los ojos al cuerpo de aquel hombre, Tessa paseó la mirada por su pecho musculoso, por el contorno de sus abdominales, y se fijó en cómo los boxers de punto le ceñían el… paquete.

¡Y, santo Dios, qué paquete!

Algo sorprendida consigo misma, se volvió hacia él.

—No me lo puedo creer.

Echó una mirada a su alrededor, pero allí no había nada más que aquel camastro. Resultaba muy extraño después de la elegancia del resto de la casa.

—¿Dónde estamos, a todo esto?

—En las habitaciones del servicio —respondió él.

Ella se volvió a mirarlo, pero él no había abierto los ojos.

—¿Te criaste aquí?

—No.

—¿Te… ?

—¿Cuántas preguntas más me vas a hacer, porque me gustaría dormir un poco a ver si se me pasa este dolor de cabeza?

La habían agarrado, aterrorizado y lanzado en un cuartucho. Pero resultaría menos desagradable si el hombre con quien estaba se mostrara más simpático, más compasivo.

En otras palabras, el opuesto a ese hombre.

—No deberías dormir —dijo ella, incapaz de ignorarlo así como así.

Le daba la impresión de que, aún de haber estado totalmente vestido, no podría ignorarlo.

—Podrías sufrir una conmoción cerebral.

Él no respondió. Su cuerpo ocupaba todo el camastro y más, puesto que le colgaban las piernas. Los hombros anchos apenas cabían en aquel catre tan estrecho.

¿Y si a ella le hubiera apetecido tumbarse? ¿Entonces qué? Tendría que haberse pegado a toda esa carne musculosa y esbelta.

Claro que a él no le importaría, ya que ni siquiera parecía haberla mirado.

—¿De verdad te vas a dormir? —le preguntó de nuevo.

—Silencio.

Increíble. Se quedó un momento más observando su respiración pausada antes de soltar un resoplido de frustración.

—Bien. Duerme.

Se iba a dormir sin importarle un comino los miedos que ella pudiera tener.

Miró de nuevo a su alrededor. La ventana era demasiado pequeña y no había ninguna escalera de incendios por donde escapar. Le resultó interesante sin embargo el detalle de que parecía haber un acceso al ático en el techo de la habitación; y afortunadamente no parecía demasiado pequeño. Se daba cuenta de que no podría acceder a él sola; pero como lo importante era salir de allí, supuso que él querría ayudarla a hacerlo.

—¿Reilly?

Él suspiró con impaciencia.

—¿Qué?

—Tengo otra opción distinta a dormir —le dijo ella.

Él abrió unos ojos de mirada tremendamente sensual.

—¿Ah, sí?

Oh, Dios. No entendía la razón por la que ese tono ronco y sensual y esas palabras sugerentes le provocaban sofocos y calores.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó él con aquella voz que destilaba sensualidad.

—Esto… —empezó a decir Tessa.

Cosa rara, lo único que se le pasaba en ese momento por la cabeza eran cosas eróticas.

—Me he olvidado —añadió Tessa.

La miró de arriba abajo antes de volver a cerrar los ojos.

—De acuerdo, entonces.

Sí, de acuerdo.

2

 

 

 

 

 

Reilly se quedó dormido. Estaba en un sitio donde no le dolía la cabeza y donde llevaba ropa puesta…

—Reilly —el susurro urgente fue acompañado de un zarandeo.

Allí estaba otra vez la última conquista de su padre, esa ratita menuda de melena castaña y ojos verde musgo de mirada inocente.

¿Sería siquiera mayor de edad?

—¿Reilly?

No tenía ni idea por qué se molestaba en hablar en susurros cuando lo estaba haciendo tan en voz alta que podría haber despertado a un muerto.

—Creo que deberías despertarte ya —añadió antes de volver a sacudirlo por el hombro—. Vamos. Levántate y cuenta hasta diez o lo que sea.

De verdad, esa mujer hablaba más que ninguna mujer que hubiera conocido en su vida.

—Es sólo para estar segura de que no has entrado en coma —otra sacudida de hombro—. Sólo llevas cinco minutos, pero no sé cuánto se debe dejar dormir a una persona con una herida en la cabeza.

—No estoy en coma —dijo sin abrir los ojos; y dormir no era precisamente lo que le interesaba, pero era una manera de pasar el tiempo en lugar de mirar a la dulce y sexy Tessa—. Y ya no me sangra la cabeza.

—Aun así creo que no deberías dormir.

En todos esos años que había estado en la Armada y después en la CIA, había aprendido una cosa: a echar un buen sueño aunque dispusiera de cinco minutos. En realidad a él le gustaban más largos. Digamos que ocuparan la noche entera, para que el tiempo pasara si sentir dolor de ninguna clase, pero de todos modos abrió los ojos despacio.

—Estoy bien —dijo él.

—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó ella levantando la mano.

Él se la agarró.

—Estoy bien —repitió.

—¿Lo suficientemente bien como para colarte por esa trampilla en el techo? Creo que podríamos escapar por ahí.

A la luz mortecina que entraba por la ventana distinguió el contorno de su figura menuda inclinándose sobre él mientras le colocaba la mano en el pecho. Y no se trataba de que le importara que una mujer lo tocara, lo malo era que le dolía la cabeza tanto, que parecía que le iba a estallar. Y si ella volvía a sacudirlo por el hombro, provocándole esos pinchazos en la cabeza, la echaría sobre el camastro y la inmovilizaría.

—Escapar.

—Lo único que tienes que hacer es trepar y meterte por lo que sea que haya ahí arriba, para después dejarte caer en otra habitación. Y voilà, nos escapamos. Sé que dices que no te criaste aquí, pero seguramente podrás encontrar un teléfono, ¿no?

Había llevado el móvil encima, antes de cometer el error de ir a visitar a Eddie. Antes de haber derribado a tres de esos cuatro matones, antes de darse cuenta de que tenía otro matón detrás. De pronto había visto las estrellas del golpe que le habían dado con el jarrón, seguramente lo bastante valioso como para alimentar a un pequeño país.

Y pensar que su única intención había sido decirle a su padre que lo dejara en paz… Que dejara de enviarle secretarias sexys y mensajes para que fuera a visitarlo.

En lugar de eso había acabado siendo apuntado por una pistola a manos de unos ladrones. Él, que conocía todas las maneras posibles de matar a un hombre, había sido reducido por unos cuantos tipos que querían vengarse de su padre.

Y por si fuera poco había tenido que soportar ver cómo toqueteaban su pistola mientras él los miraba en calzoncillos. Y si eso no era prueba de que había perdido facultades, de lo acertada que había sido su decisión de abandonar la CIA, entonces no se sabía qué podía haber más claro.

Supuso que podría haber sido peor. Que podrían haberlo matado.

—¿Puedes? ¿Puedes encontrar un teléfono? —repitió ella.

Reilly suspiró con impaciencia y abrió los ojos.

—Seguramente.

—¿Entonces… lo harás?

—No.

Tessa pestañeó.

—¿Cómo?

—No —repitió él claramente.

—¿Pero… por qué no?

—Porque es de noche y no hay luz.

Ella lo miró de arriba abajo, y él se alegró de que no le hubieran quitado los boxers porque, sin saber ni cómo ni por qué, y aunque esa chica lo estaba volviendo loco, su cuerpo no parecía querer estar de acuerdo con lo que le decía su cabeza.

—La oscuridad no debería importarle a un tipo como tú —dijo finalmente.

—Saldré cuando sea de día.

—Pero…

—Cuando sea de día —repitió Reilly—. ¿Entonces…. hay algo que quieras hacer para pasar el rato?

—No —contestó ella con voz entrecortada.

—Bien.

Intentó olvidarse de que estaba encerrado en un cuarto con una de las nenas de su padre. Era preciosa, eso tenía que reconocerlo, pero no paraba de hablar. A sus treinta y un años, Reilly se había dado cuenta de que le gustaban mucho las mujeres, pero que las prefería reservadas y calladas… Más parecidas a él.

Pero ésa no parecía poder estarse callada, menos aún mostrarse reservada. Precisamente en ese mismo momento se paseaba de un lado al otro del cuarto.

—No vamos a salir de aquí en unas horas, así que será mejor que dejes de gastar las baldosas del suelo.

Ella se detuvo y lo miró como si hubiera perdido la cabeza.

Y en realidad tal vez la hubiera perdido. Desde luego el antiguo Reilly se habría puesto de pie y habría rescatado a aquella damisela en apuros.

El nuevo Reilly, no el Reilly de la CIA, sino Reilly Ledger de Contables por Contrato, era dueño de aquella pequeña empresa de contabilidad, con clientes tan reservados como él. Aceptaba los trabajos que quería, como y cuando quería; no recibía órdenes de nadie que no fuera él mismo, y nunca jamás rescataba a damas en apuros.

A no ser que estuvieran relacionadas con su negocio.

Ella colocó los brazos en jarras, un gesto que parecía utilizar mucho para compensar lo baja que era, pero con el que consiguió que él se fijara en su vestido mini de tirantes. Era verde pálido con flores y en realidad bastante recatado, excepto cada vez que ella se movía de un lado a otro con sus piernas bronceadas y fuertes.

Que, por cierto, las tenía muy bonitas.

—No hay ninguna razón para quedarnos aquí metidos —dijo ella.

—¿Y si te dijera que estamos atrapados?

—De verdad, lo único que tienes que hacer es trepar por…

—He dicho que no.

Tessa se cruzó de brazos, y al hacerlo, se le juntaron los pechos.

—Dame una buena razón aparte de que no vayas a ver bien porque no hay luz.