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Julia 1020 El matrimonio de Jake y Taylor no duró nada más que la luna de miel. Pero ahora, el sexy vaquero necesitaba que su hermosa esposa, que antes no estaba preparada para serlo, volviera a casa y fingiera que estaban tan felizmente casados como el primer día. El problema estaba en que cada vez que Jake la besaba, Taylor volvía a sentirse como una novia enamorada. Y casi podría jurar que los ojos del vaquero reflejaban un nuevo sentimiento. ¿Era posible que su duro marido estuviera preparado al fin para la vida feliz con la que ella soñaba?
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Seitenzahl: 175
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Anne Ha and Joe Thoron
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
De nuevo enamorados, JULIA 1020 - agosto 2023
Título original: LONG, TALL TEMPORARY HUSBAND
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411801294
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TAYLOR arrojó la maleta de piel sobre la cama, abrió la cremallera y echó la tapa hacia atrás con violencia.
—¡Te odio, Jake! ¡Y odio este maldito rancho!
Se acercó a la cómoda y sacó un cajón. Lo llevó a la cama y lo volcó sobre la maleta. De él salieron camisones y lencería.
Dejó el cajón vacío sobre la colcha y volvió a la cómoda a buscar otro lleno de calcetines y medias. Lo metió todo en la maleta y el segundo cajón se unió al primero.
Jake estaba tras ella con el cuerpo tenso y expresión de disgusto.
—Eres una niña mimada, Taylor.
Las camisas, pantalones y blusas siguieron el mismo camino de la ropa de los cajones.
—Vete al infierno.
—Y una quejica. Adelante, corre a casa de tus padres. Seguro que ellos te recibirán bien. No van a dejar de mimarte sólo porque ya seas adulta.
La chica sacó unos vestidos del armario y los metió en la maleta con percha y todo.
La maleta era un desastre. Dobladillos y mangas salían por el borde. Todo estaba revuelto, pero a ella no le importó.
Entró en el baño, abrió su bolsa de aseo y la llenó de cosméticos. El lápiz de ojos se le partió en la mano y lo arrojó a la papelera.
Jake se acercó a la puerta.
—Un mes, Taylor. Has durado un mes —dijo con sorna—. Hasta mi madre duró más.
La chica tomó la bolsa de aseo y salió al dormitorio.
—No ha sido un mes —murmuró—, sino cinco semanas. Las semanas más horribles de mi…
—Vida privilegiada, mimada y egoísta.
Taylor dejó caer la bolsa de aseo sobre la ropa y apretó el revoltijo con los puños hasta que pudo bajar la tapa de la maleta. La cremallera se atascó a medio camino por culpa de una camiseta. Lanzó un juramento, sacó la prenda, la tiró al suelo y terminó de cerrar la maleta.
Se volvió hacia él.
—Mira, si hubieras dejado de trabajar el tiempo suficiente para sostener una conversación conmigo, quizá hubiera habido algo que hacer.
—Hemos hablado mucho.
—Sí, claro. Hablabas tú. «Taylor, te necesito». «Taylor, no puedo más». Pero siempre cuando estábamos… estábamos…
—¿Haciendo el amor? ¿Y qué esperabas? Nuestra relación se basa en la atracción física. Aparte de eso, no tenemos nada en común —se rió con amargura—. Debí adivinar que no eras para mí en el momento en que te vi con ese traje de baño de trescientos dólares. ¿Cómo iba a ser feliz en Montana una chica tan sofisticada como tú?
Taylor se colgó el bolso al hombro y tiró de la pesada maleta hacia la puerta. La arrastró hasta el comienzo de la escalera y la lanzó hacia abajo, donde aterrizó con un golpe.
Bajó las escaleras, la tomó por el asa y tiró de ella hasta el porche.
La camioneta de Jake estaba aparcada fuera con las llaves puestas. Se acercó a ella, dejó la maleta en la parte de atrás y se subió.
—Vete a limpiar los establos, Jake.
El hombre estaba furioso, pero no hizo ademán de detenerla.
—Algo que tú no has hecho nunca.
—Me casé contigo, Jake, no con tu rancho.
—¿Y creías que me dedicaría íntegramente a mimarte? Eres una tonta.
Taylor puso el motor en marcha.
—Búscate otra mujer —gritó por la ventanilla—. Una chica de campo que no haya ido nunca a la ciudad. Será feliz aquí. Podéis recoger el estiércol juntos.
—No vuelvas, Taylor. No tienes nada que hacer aquí.
La joven lo miró de hito en hito.
—Créeme, Jake. Por nada en el mundo volvería a poner los pies en este rancho.
Se alejó con la camioneta entre una nube de polvo.
Cien metros más allá, pisó el freno, giró el vehículo y volvió hacia la casa. Aparcó delante de Jake, se quitó el anillo de prometida y el de casada y los tiró a sus pies. Luego, sin decir palabra, aceleró y se alejó una vez más.
Jake se quedó mirando la camioneta que desaparecía tras un recodo. El polvo se asentó lentamente hasta que se desvaneció todo rastro de su esposa.
Se había ido.
Se había ido como si nunca hubiera estado allí. Como si las últimas cinco semanas no fueran nada más que una fantasía infantil, un sueño ingenuo. Se había ido y era mejor así.
Se agachó y levantó los anillos del suelo. Sopló el polvo que los cubría y los limpió con la manga. Seguían calientes por el contacto con ella y se los metió en el bolsillo con un dolor profundo en el pecho.
¿Era mejor así? ¿A quién pretendía engañar? La tristeza se apoderó de él. Había creído que tendrían un futuro juntos. Le había entregado su corazón y ella había hecho lo que más temía: abandonarlo junto con los anillos.
Se volvió hacia el granero. Se dedicaría a trabajar y con el tiempo conseguiría olvidarla.
Cinco meses después
—Disculpe, señorita, pero esta tostada está quemada. Y he pedido leche fresca con el café, no esta porquería en polvo.
Taylor miró al irritante cliente sentado en la mesa quince y deseó que se lo tragara la tierra. Todos los sábados iba a desayunar al Pancake Hut y todos los sábados encontraba algún defecto en la comida, lo que la obligaba a devolverla a la cocina.
Al cocinero no le gustaba que le devolvieran cosas. Normalmente empezaba a gritar y alteraba a propósito los siguientes pedidos.
Y eso provocaba siempre el mismo resultado: bajaban las propinas.
Taylor necesitaba esas propinas. Vivía al día; apenas conseguía mantener un techo sobre su cabeza y pagar parte de las deudas que había contraído varios meses atrás. Por eso, en lugar de decirle al cliente dónde podía meterse la tostada, que es lo que hubiera hecho unos meses antes, apretó los dientes y contó hasta diez.
—¿Qué piensa hacer sobre la tostada? —preguntó él—. Tengo hambre y no dispongo de todo el día.
La joven la miró. Mostraba un tono marrón dorado y no estaba quemada en absoluto.
—Lo siento mucho, señor. Ahora mismo se la cambio.
Si calculaba bien el tiempo, podía hacerlo ella misma mientras el cocinero estaba ocupado en la plancha. Si no la veía, mejor para todos.
El cliente asintió con la cabeza.
—¿Y la leche?
—No tenemos fresca, pero puedo traerle nata líquida.
—Bien, dése prisa.
Taylor resistió el impulso de darle un golpe en la cabeza y se apartó de la mesa.
Entonces vio a Jake. Estaba de pie a la entrada del café y se veía muy atractivo con sus vaqueros desgastados y su abrigo de piel de cordero.
Sintió que el estómago le bajaba a las rodillas y le tembló todo el cuerpo por efecto de la sorpresa.
Hacía cinco meses que no lo veía, pero él seguía igual. Su cuerpo musculoso de ranchero y su cabello espeso moreno eran los mismos.
¿Cuántas veces se había imaginado a su lado aquel otoño? ¿Había pensado lo que sería estar de nuevo en sus brazos, caliente y cómoda, en lugar de hallarse sola en una ciudad fría e impersonal?
Recordaba muchas cosas de él. Sus seductores ojos marrones, la gracia viril de sus movimientos, el aroma cálido de su piel. Recordaba el primer día que se conocieron, durante sus vacaciones del verano anterior. El calor del sol sobre la piel y la suave arena bajo los pies descalzos. El aroma de la loción para el sol. Y a Jake, sentado en la playa de México mirándola pasar. En cuanto sus ojos se encontraron, sintió una atracción intensa y profunda.
Fue una semana mágica, llena de champán y bailes a la luz de la luna. Se fugaron antes de que acabara el viaje, convencidos ambos de que habían encontrado al compañero de su vida.
Pero luego la llevó al rancho Cassidy y todo empezó a estropearse. No tardó en notar el cambio producido en él. Su alejamiento sutil. Se había casado con él por su alegría de vivir, pero una vez en el rancho, empezó a trabajar doce horas al día y a dejarla sola. Su atracción física seguía siendo fuerte, pero no tanto como para cerrar la distancia cada vez mayor que los separaba.
Intentó ignorar todo aquello, pero la sensación de abandono que experimentaba le resultaba muy familiar. Sus padres siempre habían valorado su trabajo y su vida social más que a ella. Había creído que Jake sería distinto, que la apreciaría más, pero no fue así.
Su matrimonio fue un error impulsivo. Aunque empezó como un romance apasionado, se quemó en apenas un mes.
Vio que Jake observaba el restaurante y supo que la estaba buscando. Ninguna otra cosa podía haberlo llevado a Boston, a ese antro situado en un barrio pobre de la ciudad.
Y si la buscaba, seguro que era para poner en marcha el divorcio. Sintió náuseas. Sabía que llegaría aquel día y había intentado convencerse de que era lo que quería: librarse de él. Pero eso no explicaba su repentina desesperación.
Al fin, Jake la miró con atención y ella, que se sentía como un cervatillo atrapado en la luz de los faros de un coche, le devolvió la mirada sin moverse, paralizada por una idea terrible: divorcio.
Jake cruzó la estancia sin apartar la vista de ella y con expresión inescrutable.
—Hola, Taylor.
Su voz era baja, ronca y suave, tan seductora como siempre.
La joven no estaba preparada para aquella visita. Ni preparada para oír que Jake había encontrado a una mujer adulta y responsable, cariñosa y altruista. Todo lo que no había sido ella.
Pero se obligó a mantener el terreno.
—Hola, Jake —dijo.
Su voz sonó fría y remota, como si no sintiera ni ansiedad ni dolor.
Los ojos de él se achicaron de un modo casi imperceptible. Taylor esperó que dijera algo, pero él se limitó a mirar su falda y blusa rosas y el estúpido delantal blanco del Pancake Hut.
El señor irritante de la quince rompió el silencio.
—Eh, señorita. ¿Piensa traerme esa tostada, sí o no?
La joven había olvidado que seguía sosteniendo el plato. Le dedicó su mejor sonrisa de camarera.
—Un minuto —dijo animosa. Luego se dirigió a Jake—. No sé qué quieres, pero no tengo tiempo.
—Tenemos que hablar.
—En este momento no.
Se preguntó si llevaría consigo los papeles del divorcio. ¿Los sacaría allí mismo para exigirle que firmara en la línea de puntos? ¿O tendrían que iniciar una larga batalla legal que ella no podía permitirse pagar?
—Es importante.
Le gustara o no, el matrimonio había terminado; lo único digno que le quedaba por hacer era aceptarlo como una dama. Pero no se sentía ni digna ni dama. Se sentía como una camarera cansada, sin dinero y sola.
—Mira —dijo—, ya me has hecho perder la propina de este hombre y no estoy de humor.
—Te pagaré la diferencia.
—Olvídalo.
No quería ni un centavo de su dinero. Se las arreglaría sola y les demostraría a sus padres y a él que no era una inútil completa.
Los últimos cinco meses pasaron por su mente como una película. Cuando regresó a Boston, su necesidad de olvidar a Jake la obligó a hacer algunas tonterías. Gastó dinero a lo loco, acabando en sólo seis días con la generosa paga de su padre. Éste le dio más, con la condición de que espabilara y empezara a tomarse la vida en serio. No lo hizo. En lugar de ello, se enfrentó al dolor de su fracaso matrimonial del único modo que sabía: comprando todo lo que veía.
Su madre le dio más dinero, pero le advirtió que sería la última vez hasta que recuperara la sensatez. Taylor no la creyó. Sus padres siempre le habían dado dinero en lugar de amor; ¿por qué iba a ser distinto esa vez?
Pero lo fue. Le cortaron el dinero. Le ofrecieron un lugar donde vivir y comida pero sólo con la condición de que aceptara un empleo bien vigilado en el departamento de personal de la compañía de su progenitor.
La chica rechazó la oferta y esa misma tarde se mudó con una amiga. Pero sus tarjetas de crédito estaban bloqueadas y no consiguió ninguno de los empleos bien remunerados a los que optó. Al final no pudo seguir el estilo de vida de sus amigos y éstos empezaron a ignorarla.
No tenía dinero ni trabajo ni amigos ni un lugar donde vivir. Lo había tirado todo por la borda. Había sido una tonta, y el orgullo le impidió aceptar la nueva oferta de ayuda de sus padres.
Se puso de verdad a buscar trabajo y acabó una semana después en el Pancake Hut. Maduró más en esa semana y en los meses siguientes de camarera que en toda su vida. Y empezó a intentar arreglar su vida sola.
Señaló la cocina, donde su jefe, Steve, la miraba por encima de la plancha.
—¿Ves a ese hombre de ahí? Si tardo más de treinta segundos en recoger un plato, quema los dos pedidos siguientes. Así que me trae sin cuidado de lo que quieras hablar. No es más importante que mi trabajo.
Jake la miró sin parpadear.
—Eso no lo sabes —dijo con calma.
Taylor sabía que podía ser tan testarudo o más que ella.
—Puede que no lo creas, Jake, pero no hay nada más importante que mi trabajo. Nada.
«Ni siquiera tú. Ni siquiera mi marido». No pronunció esas palabras, pero sabía que los dos estaban pensando en ellas.
Cinco meses y una semana atrás jamás se le habría ocurrido pensarlas. Cinco meses y una semana atrás, su marido había sido lo más importante de su vida. Pero ella no en la de él.
—No pienso marcharme —dijo Jake.
—Muy bien. Puedes esperarme todo el día si quieres, pero no te quedes en medio.
El hombre sonrió.
—¿Cuál es tu parte?
—Esa —señaló ella—, pero no se te ocurra…
Se interrumpió al ver que se sentaba en la única mesa vacía de su lado.
Taylor respiró hondo y contó hasta diez. Cuando terminó, estaba segura de poder lidiar con la situación. Jake, al sentarse, se había convertido en cliente. Nada más y nada menos.
Y ella había aprendido a tratar a los clientes.
Entró en la cocina para preparar otra tostada al hombre de la mesa quince y luego llevó un menú a la mesa de Jake.
—¿Café?
El joven la miró a los ojos.
—Taylor…
Muchos clientes la llamaban por su nombre. Estaba escrito en una pequeña etiqueta de plástico sujeta a su blusa. Pero ninguno lo pronunciaba con aquella voz ronca y sexy, como un león que intenta gruñir pero acaba maullando.
—¿Leche y azúcar?
Sabía perfectamente que él tomaba el café solo y fuerte.
—No, gracias.
La chica se volvió y poco después apareció de nuevo con el café.
Jake no había tocado el menú, pero ella sacó su libreta de todos modos.
—¿Qué vas a tomar?
Su marido probó un sorbo de café.
—Necesito quince minutos contigo. Quizá media hora.
Taylor supuso que con eso bastaría para firmar los papeles.
—¿Qué quieres que esté en el menú? Te recomiendo las tortitas.
—Escúchame, por favor.
—Vale, las tortitas. ¿Dobles o sencillas?
—Dobles. Vamos. Por los viejos tiempos.
—¿Mantequilla o margarina?
—Mantequilla.
La chica le lanzó una sonrisa radiante.
—¿Beicon y tostadas?
—Piensas ignorarme, ¿verdad?
—¿Zumo de naranja?
El hombre suspiró.
—Sí, Taylor. Tráeme todo lo que quieras. Pero no pienso irme hasta que hablemos.
—Vuelvo enseguida con el zumo.
Corrió hacia la cocina.
Una de las otras camareras estaba en el mostrador, rellenando la cafetera. Candy era una rubia teñida de treinta y tantos años que masticaba chicle sin cesar. Señaló a Jake con la barbilla.
—¿Quién es ése?
Taylor llenó un vaso de zumo de naranja.
—¿Ése? —preguntó, como sin darle importancia—. Un conocido de otro tiempo.
—Es guapo. ¿El zumo es para él? Ya se lo llevo yo.
Candy le quitó el vaso de las manos y se alejó moviendo las caderas.
—¡Pide de una vez! —gruñó Steve.
Taylor se concentró en su trabajo, pero la próxima vez que se cruzó con Candy, le dijo:
—Está casado.
—¿En serio? No he visto anillo.
—Créeme, está casado.
Candy puso cara de desaliento. Su interés por Jake había desaparecido.
—Así que es eso, ¿eh? Seguro que te dijo que iba a dejarla pero nunca lo hizo. Y espera que te metas en la cama con él cuando a él le apetece. ¿Quieres que le eche el café caliente encima?
Taylor estuvo a punto de reír.
—No es eso.
—No me digas.
—Está casado conmigo.
Candy abrió mucho la boca.
—¿Cómo dices?
—Estamos casados.
—¿Y se puede saber qué diablos haces viviendo sola y trabajando en este antro? ¡Vuelve con él, chica!
—Me parece que no —movió la cabeza—. Es demasiado tarde.
Steve dejó dos platos en el estante de servicio.
—Tu pedido, Candy —ladró.
La camarera lo ignoró.
—Nunca es demasiado tarde, querida.
—No nos gustamos.
—Y por eso te mira como si quisiera comerte con los ojos.
A Taylor se le aceleró el corazón, pero se obligó a respirar hondo para calmarse. Jake no había ido allí a intentar recuperarla; no debía olvidarlo.
El cocinero golpeó el mostrador de acero inoxidable con la espátula.
—¡El pedido!
Candy se volvió a mirarlo de hito en hito.
—Vete a freír espárragos; esto es importante.
Taylor deseaba reírse, pero sabía que la despedirían si lo hacía. Por alguna razón misteriosa, Candy era la única que podía permitirse un comportamiento así.
—No le gusto —repitió.
—¿Y por qué no vas a gustarle? Eres un encanto.
—Gracias, pero Jake…
—Jake me va a oír —declaró Candy.
—No, por favor —dijo Taylor, pero la otra no la escuchaba. Tomó los platos que esperaban y se alejó.
Taylor la observó servir a dos clientes y acercarse a la mesa de Jake. No podía oír lo que decía, pero su modo de hablar, con los brazos en jarras, indicaba que no era muy amistoso.
Un minuto después, Candy llegó hasta ella.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó la chica.
La otra se encogió de hombros.
—Poca cosa. Le he dicho que eres estupenda y que sería un tonto al dejarte y me ha dado a entender, con educación, que no es asunto mío. No es hombre que le abra su corazón a una desconocida, ¿verdad?
—No —Jake era el cowboy típico: estoico y silencioso en asuntos del corazón.
—Quiere hablar contigo.
—Lo sé.
—No me ha dicho de qué se trata, pero parece importante.
—Estoy segura de ello, pero no me interesa.
—Habla con él, Taylor. Yo me ocupo de tus mesas.
La chica miró el local lleno.
—Gracias, pero…
—Nada de peros. Es tu marido. Al menos escucha lo que tenga que decirte.
—Steve me matará si descanso ahora.
—Yo me encargo de él.
Steve sacó en ese momento un plato de tortitas al mostrador de servicio. Era el pedido de Jake.
—Llévaselo —dijo Candy—. Yo te llevaré algo en un momento. ¿Te parece bien huevos y tostadas?
Taylor tomó el plato, resignada a su suerte.
—Gracias, Candy.
Jake observó a su esposa cruzar la estancia con un plato de comida en las manos. Siempre le había gustado el ritmo inconsciente de sus pasos, el contoneo de las caderas, su modo de llevar la cabeza alta con orgullo.
La joven colocó el plato ante él y, para su sorpresa, se sentó en la silla de enfrente.
—Hola, Taylor —dijo.
—Jake.
—Gracias por venir.
La chica se encogió de hombros.
—De nada.
Jake miró su plato y luego a ella. No tomó el tenedor. Muchas cosas dependían de la siguiente media hora. El futuro del rancho Cassidy estaba en manos de los dos.
Taylor parecía muy distinta al verano anterior. Su expresión era nerviosa y vacilante, a diferencia de la mujer segura de sí misma con la que se había casado. Estaba demasiado delgada y su piel lucía cierta palidez en lugar del brillo saludable de antes.