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Una noche nunca sería suficiente Draco Morelli era un hombre de negocios implacable, un padre tierno y un ex marido receloso. El guapísimo italiano solo tenía aventuras pasajeras con mujeres que conocían las normas del juego. Hasta que tropezó por sorpresa con la única mujer de todo Londres que no estaba interesada en tener una relación con él Eve Curtis era adicta al trabajo, amiga fiel y soltera consumada. Decidida a conservar su independencia, Eve estaba encantada de mantener a los hombres a una distancia segura. Pero eso cambió cuando Draco la conquistó, la llevó a su dormitorio y le abrió los ojos a todo un mundo nuevo de pecado y seducción.
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Seitenzahl: 193
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Kim Lawrence
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
De pecado y seducción, n.º 2369 - febrero 2015
Título original: One Night with Morelli
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5773-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
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Odiaba retrasarse, y lo estaba haciendo. Y mucho.
Le dolían las mandíbulas por la tensión. Estaba claro que no tenía sentido estresarse por cosas que no estaban bajo su control, como la niebla en los aeropuertos, los atascos de tráfico o… no, dejarse caer por la oficina había sido un error tremendo y completamente evitable, pero formaba parte de su naturaleza y no había podido remediarlo.
Abriéndose camino entre la gente con sus zapatos de vuelos de largo recorrido, Eve abrió el teléfono móvil. Estaba observando la pantalla cuando un fuerte tirón estuvo a punto de arrojarla al suelo.
El instinto la llevó a agarrar con más fuerza la correa de la bolsa que llevaba al hombro. El forcejeo fue breve, pero el ladrón, que estaba maldiciendo y gruñendo, tenía el físico de su parte. Era delgado, pero también alto y enjuto, y consiguió escapar fácilmente con la bolsa.
—¡Ayuda! ¡Al ladrón!
Docenas de personas debieron de escuchar su grito angustiado, pero nadie reaccionó hasta que el ladrón, un joven alto con capucha que se iba abriendo camino entre la gente con su bolsa en la mano, se topó con un peatón que no se apartó.
Eve vio cómo el ladrón chocaba contra aquel objeto inmóvil y se daba de bruces contra el suelo antes de que la gente lo rodeara, impidiéndole a ella su visión.
No vio al ladrón sacudir la cabeza al mirar con el ceño fruncido hacia el hombre a cuyos pies estaba tendido. El ceño fue reemplazado al instante por una expresión de miedo. Entonces dejó la bolsa como si le quemara, se puso de pie y salió corriendo.
Draco suspiró. Si no fuera con prisa, podría haber perseguido al ladrón, pero iba con retraso, así que se inclinó para recoger la bolsa robada, que se abrió al instante desperdigando su contenido por la acera.
Draco parpadeó. Había visto mucho en sus treinta y tres años, y pocas cosas tenían el poder de sorprenderle ya. De hecho, aquella misma mañana se había preguntado si no estaría anquilosado. Pero verse allí de pie rodeado de ropa interior femenina, una ropa muy sexy, por cierto, le sorprendió sin lugar a dudas.
Alzó una de sus oscuras cejas y, esbozando una media sonrisa en sus sensuales labios, se inclinó hacia delante y agarró un sujetador de la cima del montoncito. Era de seda y de cuadros rosas. Y si no se equivocaba, de copa D.
Draco leyó en voz baja la etiqueta cosida a mano en una de las costuras.
—«La tentación de Eve» —aquel nombre le sonaba.
¿Tenía Rachel alguna prenda similar en un tono algo más discreto? Suspiró. Echaba de menos el sexo, pero, si quería ser sincero, y normalmente lo era, no echaba de menos a Rachel en sí y no lamentaba la decisión de haber decidido poner fin a su breve y mutuamente satisfactoria relación.
Porque Rachel había cruzado la línea. Había empezado utilizando el plural en sus comentarios: «Podríamos pasar por casa de mis padres». «Mi hermana nos ha ofrecido su cabaña de esquí para pasar la Nochevieja». Draco se culpaba por haberlo dejado estar en su momento, pero en su defensa debía decir que el sexo era realmente estupendo.
Las cosas habían llegado al límite un par de meses atrás, cuando Rachel se tropezó «accidentalmente» con él en unos exclusivos grandes almacenes en una de las pocas ocasiones que Draco tenía la oportunidad de pasar un rato de calidad con su hija.
No fueron los obvios esfuerzos de Rachel por llevarse bien con Josie lo que se le quedó a Draco en la mente, sino el comentario que le hizo su hija de camino a casa.
«No seas muy brusco cuando la dejes, ¿vale, papá?».
La preocupada expresión de sus ojos le hizo darse cuenta de que había sido demasiado complaciente, había permitido que se desdibujaran las líneas entre su vida familiar y los demás aspectos de su vida. Ahora que Josie se estaba haciendo mayor, era más importante que nunca mantener aquel muro protector alrededor de su vida familiar.
El día que miró a su hija y se dio cuenta de que su madre no iba a volver, juró que aquel abandono no la afectaría. Él la protegería y le daría seguridad. Había cometido algunos errores inevitables en el camino, pero al menos no había establecido lazos con las mujeres con las que salía y no se había arriesgado a sufrir cuando ellas también se marcharan.
—Me gusta —murmuró deslizando el pulgar por la suave seda.
—Eso es mío —la mirada decidida de Eve estaba clavada en el sujetador de cuadros rosas que confiaba en que fuera el éxito de la siguiente temporada.
—¿Tú eres Eve?
—Sí —respondió ella de manera automática.
Podía haberse declarado también dueña no solo del nombre, sino del sujetador y de la marca de la que tan orgullosa estaba, pero cabía la posibilidad de que aquella información fuera recibida con escepticismo, como en tantas otras ocasiones había sucedido.
Entendía la razón: todo era cuestión de apariencias, y ella, sencillamente, no parecía una mujer de negocios exitosa, y menos la fundadora de una famosa empresa de lencería que basaba su éxito en el glamour combinado con la comodidad y un cierto tono de audacia.
—Has sido muy valiente al detener a ese ladrón que huía con mi bolsa. Espero que no te haya hecho daño —la sonrisa se le borró al mirar a la cara al hombre que sostenía la prenda—. Estoy muy… —se aclaró la garganta y tragó saliva. La lengua se le pegó de forma incómoda al paladar.
Experimentó algunos otros perturbadores síntomas, y la pilló tan desprevenida que necesitó unos instantes para ponerle nombre a aquella incontrolada oleada de calor que le nació en la boca del estómago. Incluso el vello de los antebrazos se le erizó en respuesta a lo que aquel hombre exudaba: sexo puro y duro.
—Agradecida —por suerte no babeó, se dijo, a pesar de llevar varios segundos con la boca abierta.
Ahora que podía observar su cara con la objetividad de la que hacía gala, Eve se dio cuenta de que no era su bello rostro ni su cuerpo atlético lo que había provocado un terremoto en su sistema nervioso, sino el aura de salvaje sexualidad que exudaba como un campo de fuerza.
Aquello tenía sentido, porque la belleza tradicional no solía causar ningún efecto en ella. No es que tuviera nada en contra de los pómulos afilados, las mandíbulas cuadradas y firmes, los labios sensuales ni los ojos negros rodeados de largas pestañas. Pero a Eve le gustaban las caras con carácter y los hombres que pasaban menos tiempo mirándose al espejo que ella. Y por supuesto, al ser un hombre no tenía que preocuparse de la tenue cicatriz que tenía al lado de la boca. Seguramente se la habría hecho de niño al caerse de la bicicleta, y le proporcionaba un aire de misterio.
Ser considerado un héroe por el mero hecho de estar allí de pie y dejar que el ladrón se chocara contra él provocó en Draco una sonrisa irónica.
—Sobreviviré.
Bueno, desde luego su ego sí. Estaba claro que podría soportar una tormenta de fuerza diez. Aquel pensamiento tan poco amable la llevó a fruncir el ceño. Por alguna razón, al mirarle sentía un antagonismo feroz.
Draco dejó la copa D y observó a la mujer de rostro sonrojado que le arrebató el sujetador de las manos. No podía ser suyo, ella no era una copa D. De hecho estaba seguro de que no llevaba sujetador, y el aire estaba fresco. Después de todo, se encontraban en Londres. Deslizó la mirada y la clavó en sus pequeños pero firmes pechos que subían y bajaban agitadamente bajo la camisa blanca y suelta que llevaba.
Eve siguió la dirección de su mirada y sintió cómo se sonrojaba todavía más aunque sabía que estaba siendo un poco paranoica. Nada podía ser menos revelador que su camisa, cualquier cosa más ajustada le rozaba la pequeña cicatriz del hombro que todavía le tiraba un poco.
—Gracias —hizo un esfuerzo por mostrarse algo cálida en la respuesta, y para asegurarse, se abrochó la chaqueta con cuidado de no presionar demasiado el hombro. Para la semana siguiente ya estaría lo suficientemente curada como para poder ponerse otra vez sujetador.
—¿De verdad te llamas Eve? —Draco deslizó su mirada curiosa hacia su rostro en forma de corazón.
—Déjame adivinar… tú eres Adán —ella suspiró como si estuviera cansada de escuchar aquella frase.
—No, yo soy Draco, pero puedes llamarme Adán si quieres.
—Es una proposición encantadora, pero no creo que lleguemos siquiera a llamarnos por nuestro nombre nunca —volvió a darle las gracias, guardó la última combinación en la bolsa, la cerró y, tras despedirse con una inclinación de cabeza, salió corriendo.
«No te está mirando, Eve, así que, ¿para qué balanceas las caderas?», se reprendió para sus adentros.
Pero sí la estaba mirando.
Frazer Campbell, un hombre meticuloso, llegó al final de la página, se ajustó las gafas y volvió otra vez al principio. Draco apretó las mandíbulas mientras trataba de controlar la impaciencia.
—Entonces, ¿debo pensar que es una amenaza sin fundamento? —preguntó.
Aunque la carta estaba salpicada de algunas frases jurídicas, estaba escrita a mano con la letra de su exmujer, pero no eran sus palabras. Draco tenía la sospecha de que había recibido ayuda, y no hacía falta ser un genio para saber de quién. El prometido de su exmujer, Edgard Weston, ocupaba un escaño en el parlamento defendiendo los valores familiares. Y seguramente sería difícil hacerlo cuando su futura esposa había jugado un papel tan periférico en la vida de su propia hija.
Draco no le conocía personalmente, pero había escuchado algunos chistes sobre él en más de una ocasión.
Pero el bienestar de su hija no era para Draco motivo de broma.
Frazer, que era unos cuantos años mayor que el hombre que recorría la estancia como una pantera enjaulada, estiró la hoja con el dorso de la mano mientras volvía a dejarla en el escritorio.
—No es una amenaza real, ¿verdad? —Edward Weston tenía fama de pomposo, pero no era un idiota. Y había que serlo para amenazar a Draco. El famoso empresario italiano afincado en Londres era conocido por muchas cosas, pero poner la otra mejilla no estaba entre ellas.
El comentario de Draco provocó que Frazer le mirara con los ojos encendidos.
—¿Quieres que te diga lo que pienso o lo que quieres oír? —Frazer alzó las cejas al darse cuenta de que su amigo iba vestido de traje entero—. ¿Te vas a casar? —le preguntó con recelo.
—¡Casarme! —el desprecio con el que pronunció aquella palabra dejaba clara su opinión respecto a la institución del matrimonio.
—Es una lástima. Si te casaras, sería la solución perfecta al problema. Entonces no habría dudas respecto a que a tu hija le falte… —consultó otra vez la carta y leyó en voz alta—: «una influencia femenina estable en su vida».
Draco se dejó caer en la silla que había frente al escritorio.
—Prefiero traer a mi madre a vivir conmigo.
Frazer se rio, conocía a Veronica Morelli.
—Si has cometido un error, no lo vuelves a repetir a menos que seas un completo idiota —continuó Draco.
Frazer, que era muy feliz en su segundo matrimonio, no se dio por aludido.
—¿Crees que es inteligente venir a pedirle consejo legal a un idiota?
Draco sonrió.
—Toda regla tiene su excepción —reconoció—. Y he venido a verte porque eres mi amigo y confío en ti. No podría pagarte lo que cobras.
El otro hombre resopló. Draco Morelli había nacido rodeado de riqueza y privilegios. Podría haberse quedado sentado a disfrutar de su herencia, pero era un emprendedor nato y durante los últimos diez años había realizado una serie de inversiones financieras que habían convertido su nombre en sinónimo de éxito.
Bajo la sonrisa de Draco se escondía una voluntad de hierro. Su corto matrimonio había sido un fracaso absoluto a todas luces, pero le había dado una hija que adoraba, así que nunca podría arrepentirse. Pero ¿volver a tomar deliberadamente aquel camino…?
Eso no ocurriría nunca.
Tenía aventuras, pero no aventuras amorosas. No adornaba las cosas y reconocía que para él el sexo era simplemente una necesidad básica. Había comprobado una y otra vez que la parte emocional no era necesaria. No le costaba ningún esfuerzo mantener un parachoques emocional, a veces incluso ni siquiera le caían bien las mujeres con las que compartía cama. Lo que sí implicaba un cierto esfuerzo por su parte era mantener a su hija, una jovencita de trece años increíblemente madura, ignorante de sus aventuras.
—Está hablando de derecho de custodia, al menos eso es lo que dice Edward.
El último novio de su ex era una elección extraña para una mujer que normalmente escogía a hombres más jóvenes. Draco dudaba que aquella pareja tuviera futuro a pesar del enorme anillo que llevaba Clare en el dedo. Pero tal vez estuviera equivocado, en cuyo caso les deseaba lo mejor.
Aunque no iba a permitir que su hija se viera envuelta en un tumulto emocional solo porque Clare hubiera descubierto de pronto que tenía instinto maternal. Ni hablar.
—Le tengo cariño a Clare. Seamos sinceros, es difícil no tenérselo —reconoció Draco—. Pero no confiaría en ella ni para cuidar de un gato, y mucho menos de una adolescente. ¿Te lo imaginas? —sacudió la oscura cabeza.
Clare no se distinguía precisamente por su sentido de la responsabilidad. Josie tenía tres meses cuando salió a hacerse la manicura y no volvió. Draco se convirtió en padre soltero a los veinte años, y tuvo que aprender muy deprisa nuevas habilidades. Todavía seguía aprendiendo.
La paternidad era un reto constante, como también lo era la interferencia de su madre. Cuando se quedó viuda y Draco le dijo que necesitaba un nuevo desafío en su vida, no pretendía que aquel desafío fuera él mismo. Veronica Morelli solía aparecer en la puerta de su casa con las maletas sin previo aviso, o se dedicaba a buscarle mujeres que consideraba adecuadas para el matrimonio.
—Clare está pidiendo la custodia compartida, Draco, y es la madre de la niña —Frazer alzó una mano para impedir hablar a su amigo y continuó con calma—, pero no, dadas las circunstancias y su historial no creo que ningún tribunal se la conceda aunque llegue a casarse con Edward Weston. No se puede decir que no tenga ya un acceso razonable a Josie.
Draco asintió. Por muchos defectos que tuviera, su exmujer era la madre de Josie y, a su manera, quería a su hija. Eso significaba que podían pasar meses sin que la niña recibiera algo más que algún mensaje o algún correo de su madre, que luego aparecía cargada de regalos y jugaba a la madre cariñosa hasta que algo más llamaba su atención.
La objetividad de Draco al referirse a su exmujer todavía estaba cargada de cinismo, pero hacía mucho tiempo que había desaparecido la rabia. Ahora era incluso capaz de reconocer que esa rabia iba más encaminada hacia sí mismo que hacia Clare. No era de extrañar, porque aquella obcecación sentimental disfrazada de amor era lo que le había llevado a un matrimonio que tenía la palabra «desastre» escrita en letras de neón.
—Entonces, ¿crees que no tengo nada de qué preocuparme? —preguntó.
—Soy abogado, Draco. En mi mundo siempre hay algo de lo que preocuparse.
—Claro, podría atropellarme un autobús —Draco consultó el reloj y se puso de pie. En realidad iba a subirse a un helicóptero, no a un autobús, para llegar a la boda de Charles Latimer. Las bodas le resultaban deprimentes y aburridas, pero a Josie le hacía mucha ilusión y estaba haciendo un esfuerzo por ella.
—¿Es cierto que Latimer va a casarse con su cocinera?
—No tengo ni idea —respondió con sinceridad Draco mientras pensaba en un sujetador de cuadros rosas y un par de enormes ojos verdes…
Mientras bajaba en el ascensor iba pensando en la dueña del sujetador, y estaba tan concentrado en ella que tardó veinte segundos en darse cuenta de que las puertas del ascensor se habían abierto.
«Céntrate, Draco». No dudaba ni por un instante de su capacidad de concentración, era una cuestión de priorizar y eso se le daba bien. Aquella habilidad fue la que le ayudó a superar las primeras semanas y luego los meses tras la marcha de Clare. Podía haberse dejado llevar por la amargura y por la autocompasión, podría haber dejado que aquel fracaso le definiera.
Pero no lo hizo.
Tras recordar aquello, mantener la líbido a raya resultó una tarea relativamente sencilla. Se dijo que Ojos Verdes no era su tipo. Y, sin embargo, tenía algo que…
—Oh, lo siento.
Draco agarró con firmeza del brazo a la joven que se había chocado con él, y al parecer no de forma accidental. Era rubia y despampanante. Aquella sí era su tipo.
La joven, que estaba apoyada en un solo pie, le agarró el brazo para sostenerse.
—¿Estás bien? —le preguntó Draco con una sonrisa carente de espontaneidad.
—No miraba por dónde iba. Son estos tacones.
Giró un tobillo, invitándole a mirar, y Draco lo hizo por educación.
—No sé si te acuerdas de mí… —la joven agitó las pestañas e hizo un pequeño puchero—. Nos conocimos en una gala benéfica el mes pasado.
—Claro —mintió él. En aquel acto había muchas mujeres atractivas, y había coqueteado con varias—. Si me disculpas, tengo un poco de prisa…
—Qué pena, pero tienes mi número, y me encantaría aceptar la invitación a cenar que me hiciste.
Antes de que Draco pudiera fingir siquiera que recordaba semejante invitación, la rubia abrió de pronto los ojos de par en par y empezó a agitar la mano salvajemente mirando hacia una figura que estaba a punto de cruzar la calle.
—¡Eve! —gritó.
Eve exhaló un suspiro, empastó una sonrisa en la cara y se giró sin entusiasmo.
Los había visto unos cincuenta metros más allá. No era de extrañar, la pareja que estaba en la entrada del aparcamiento en el que ella había dejado el coche llamaba la atención como solo podía hacerlo la gente guapa. Eve no tenía nada en contra de la gente guapa, de hecho su mejor amiga era uno de ellos. Tampoco envidiaba la atención que despertaban con su belleza, ser el centro de atención era una de sus peores pesadillas. El problema era el hombre… aquello sí que era tener mala suerte.
No le había impactado verle con la rubia, sino volver a tropezarse con él. Era el símbolo viviente del estatus, con aquel coche deportivo propio de los machos alfas como su padre. Pero, para ser justa, aquel hombre no era su padre. Entonces, ¿por qué le estaba juzgando de aquel modo?
Por el picor líquido que sentía en la pelvis, porque aquel roce casual con él la había llevado a experimentar un atisbo de la atracción irracional que debió de experimentar su propia madre, y que la llevó a olvidar sus principios y a tener una aventura con un hombre casado.
«No pierdas la perspectiva, Eve. Ha sido una semana dura y todavía no ha terminado», se recordó apartando la mirada de las largas uñas color escarlata que agarraban con gesto posesivo la manga del hombre.
El corazón le latía con tanta fuerza que apenas pudo escuchar la respuesta que le dio a aquella mujer, famosa por sus novios ricos y conocidos y por su cuerpo perfecto de modelo de lencería.
—Hola, Sabrina —al hombre le saludó con una inclinación de cabeza y trató de resistirse a su carisma.
—Eve, qué alegría verte —Sabrina la besó en las mejillas, inundando el aire con su denso perfume—. Y qué buen momento. Aprovecho para decirte que estoy disponible.
Eve odiaba meterse en una conversación que ya estaba iniciada. ¿Se suponía que debía saber a qué se refería?
Draco observó la expresión de Eve, estaba claro que no sabía de qué hablaba la rubia. Contuvo una carcajada, y tuvo más éxito que cuando trató de contener la oleada de deseo que experimentó al reconocer aquella pequeña figura que, si no se equivocaba, estaba a punto de escaparse de allí sin ser vista.
Draco no estaba acostumbrado a que las mujeres cruzaran la calle para evitarle. Normalmente solían hacer lo contrario, y se preguntó qué habría hecho para que Eve le mirara por encima del hombro. Su ego permanecía intacto, lo tenía bastante robusto, pero le picaba la curiosidad. ¿Qué haría falta para convertir aquella desaprobación en adoración incondicional? Se dio cuenta de que estaba poniendo el listón demasiado alto. No quería que le adorara, solo buscaba una sonrisa. Aunque la adoración estaría bien tras contar con una larga noche para conocerla mejor…
—¿Ah, sí? —le preguntó Eve a Sabrina.
—Sí, pero mi agente dice que sigue esperando una llamada de tu oficina para la nueva campaña. Me comentó algo sobre que esta vez no vas a utilizar modelos —Sabrina puso los ojos en blanco—. Pero yo le dije que estaba claro que tú pensabas que seguía comprometida con la gente del supermercado, cuando lo cierto es que he decidido dejarlo porque no quiero que me asocien con ese tipo de producto.
—Lo siento, Sabrina, pero he estado fuera del país. Es la agencia la que ha contratado a las chicas.
—Pero tú tendrás la última palabra, ¿no?
Eve estuvo tentada de decirle que la llamaría, pero ganó su innato sentido de la honradez. No sería justo engañar a la joven.
—La verdad es que tu agente está en lo cierto, no vamos a utilizar modelos, sino mujeres de verdad. No es que tú no seas de verdad, pero no eres normal. Lo que quiero decir es…
—Lo que quiere decir es que las mujeres normales no pueden aspirar a tener un aspecto como el tuyo, Sabrina.
Si otra persona hubiera hecho aquel comentario, Eve se habría sentido agradecida. Pero tuvo que morderse la lengua para no soltar «no me digas lo que he querido decir».
—Eres un encanto —Sabrina depositó un suave beso en la mejilla de Draco.
Eve puso los ojos en blanco, y los ojos oscuros de Draco se encontraron con los suyos por encima de la cabeza de la modelo. Sonrió, y a Eve le recordó a un zorro observando a una gallina indefensa.
Entornó los ojos y alzó la barbilla en silencioso desafío. No estaba indefensa ni era tan estúpida como para sonreír a un hombre que podía coquetear con una mujer mientras tenía a otra besándole.
Cuando Draco se apartó, se borró la expresión complaciente del rostro de la modelo.
—Pero ¿no es esa la idea? Se trata de que crean que si compran ese producto se parecerán a mí —dijo confundida.