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Una noche de pasión… ¡la llevará de regreso a la vida palaciega! Al despertarse al lado de su inminente exmarido, el príncipe coronado Dante, Beatrice estaba decidida a que aquella fuera la despedida definitiva. A pesar de la química que siempre surgía entre ellos, no quería vivir bajo aquel escrutinio constante. Hasta que una prueba de embarazo positiva lo cambió todo… Por el bien de su bebé, el antiguo playboy Dante le pidió a Beatrice que le diera otra oportunidad. Pero ella exigía que esta vez su matrimonio fuera diferente. ¡Dependía de Dante encontrar el equilibrio entre el deber y el deseo si quería mantener a la princesa a su lado!
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Kim Lawrence
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
De regreso a palacio, n.º 2865 - julio 2021
Título original: Waking Up in His Royal Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-910-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Beatrice resistió el instinto habitual de abrirse camino entre las brumas del sueño, y apretó aún más el cuerpo contra los cálidos contornos masculinos… masculinos… aquella noción la sobresaltó al mismo tiempo que escuchaba la melódica voz de su hermana a lo lejos. Al parecer se había recuperado de la migraña que tenía la noche anterior, y estaba cantando algo pegadizo e irritante abajo.
Una de las mayores diferencias entre ellas, aparte de que su hermana no era rubia ni de ojos azules, era que Maya se despertaba con una sonrisa en la cara y con paso alegre. También afinaba al cantar, y Maya nunca se habría despertado al lado de un hombre que entró en un bar solo y salió unos minutos después acompañado.
Beatrice se llevó una mano a la cara con gesto protector para contener el miedo. Luego abrió los ojos y extendió los dedos en abanico para mirar a través de ellos.
Tal vez fuera todo un mal sueño… con algunas partes buenas.
¡No era un sueño!
Conectó con aquellos ojos de ébano pulido enmarcados por unas pestañas imposibles que la miraban con sorna. Beatrice soltó un gemido y se apartó.
La reacción del dueño de aquellos ojos y de aquel cuerpo, que incluso vestido había hecho que todas las mujeres del bar la miraran con envida cuando salieron de allí juntos, fue atraerla más hacia sí y susurrarle al oído con voz seductora:
–¿Qué prisa tienes?
Beatrice sintió un temblor en la parte inferior del vientre, acompañado de una sensación de humedad. Con los ojos cerrados, dejó escapar un suspiro tembloroso y luego gimió cuando él movió su duro cuerpo de forma sugerente hacia la curva del suyo, dándole suficientes razones para no irse a ninguna parte. Su resistencia se disolvió por completo al sentir el palpitar de su masculino deseo contra las piernas.
Se permitió durante unos momentos disfrutar de la sensación de sus manos fuertes y sensibles moviéndose por sus costillas, trazando una línea hacia su vientre y provocando que contuviera el aliento por la excitación cuando le cubrió un seno con la mano, acariciándole el erecto pezón.
–No sigas.
Beatrice sintió una punzada de frustración cuando él obedeció y retiró la mano. Una acción que la llevó a echarse un poco hacia atrás, agarrarle el pulgar de la mano y llevárselo a la boca.
–No seas mala, Beatrice.
Antes de que ella pudiera reaccionar a su ronca protesta, se vio a sí misma boca arriba. No era la fuerza del hombre lo que la mantenía allí sin aliento, podría haberse deslizado fácilmente debajo de él. Había aire entre sus cuerpos, él tenía las manos apoyadas a cada lado de su cara sobre la almohada y el cuerpo curvado encima del suyo.
Estaba atrapada allí por el deseo que la consumía por dentro y por la mirada oscura y audaz clavada en su rostro, que se detuvo en sus labios todavía hinchados por los besos que se habían seguido dando la noche anterior mientras se quitaban la ropa en uno al otro al entrar en el dormitorio.
A Beatrice se le oscurecieron los ojos al recordar lo apasionado que había sido el encuentro. El impacto que le había provocado verlo a su lado quedó relegado cuando lo miró. Su rostro era un completo milagro. «Perfecto» era una palabra demasiado suave para describir su perfecta estructura ósea, el tono de piel dorado y la fuerte mandíbula cubierta por una sensual barba incipiente. La firmeza del labio superior contrarrestaba la sensualidad del inferior.
Beatrice parpadeó y se aclaró la garganta. Consiguió apartar la mirada de la suya haciendo un gran esfuerzo, pero no consiguió escapar de su boca. El ángulo de sus pómulos, la dominación aguileña de la nariz, todo se borró cuando él inclinó la cabeza. El primer beso fue un susurro cálido y tormentoso sobre sus labios entreabiertos que le despertó un gemido en la garganta. El segundo, también suave y en las comisuras, la llevó a arquear el cuerpo para tratar de aumentar la presión. Los que siguieron intensificaron el tormento hasta que ya no pudo seguir soportándolo y alzó las manos, hundiéndolas en su cabello oscuro y abundante antes de entrelazarlas en la nuca y atraerlo hacia sí con los ojos cerrados.
Se besaron con pasión salvaje, retorciendo los cuerpos sinuosamente para acrecentar el contacto, arrebatados por un deseo que recordaba al de la noche anterior.
–Beatrice, ¿vas a bajar o te llevo el café?
Beatrice se puso tensa como si le hubieran arrojado un jarro de agua fría de realidad. Apretó los ojos y un gemido recriminatorio la nació en la garganta. Sin decir nada, se apartó del cuerpo caliente contra el que estaba pegada.
–¡Débil… estúpida… débil! –murmuró castigándose verbalmente mientras bajaba las largas piernas de la cama y agarraba con gesto elegante la sábana que había caído a los pies de la cama en algún momento.
No se detuvo hasta que llegó a la esquina más alejada de la habitación, donde se apoyó contra la pared sosteniendo la sábana contra su cuerpo. No se trataba del mejor escudo del mundo, pero era mejor que nada.
Miró nerviosamente a la puerta; en su cabeza surgió un escenario de pesadilla: Maya apareciendo por la puerta.
–¡Enseguida bajo! –gritó–. Tienes que irte –susurró dirigiéndole una mirada agónica al hombre que estaba tumbado en su cama.
Él no parecía tener ninguna prisa. Se tumbó boca arriba y se colocó una mano en la nuca, provocando que la sábana ligera que le cubría las estrechas caderas se deslizara un poco más. Se sentía completamente cómodo desnudo, pero ella no. Era una escultura andante perfecta hecha de músculos y piel aceitunada. El solo hecho de mirarlo le provocaba escalofríos.
Su expresión burlona no resultaba acorde con la oscura frustración que encerraba su mirada cuando la posó sobre el montículo de sus senos, por encima de la sábana que Beatrice agarraba desesperadamente.
–Tienes que marcharte de aquí –volvió a decir en un susurro–. No hagas las cosas más difíciles.
Él se acomodó apoyando el peso en un codo.
–No veo cuál es el problema –aseguró con una mirada inocente–. A menos que lo hayas olvidado, estamos casados.
Beatrice dejó escapar un sordo silbido entre los dientes y se negó a apartar la mirada del desafío que vio en los ojos de Dante Aristide Severin Velázquez, príncipe de San Macizo.
Su marido.
–Ojalá pudiera olvidarlo –el murmullo llegó acompañado de una mirada resentida que no casaba con su civilizado divorcio.
Nunca había entendido realmente lo que conllevaba un divorcio civilizado, pero estaba convencida de que no incluía una noche de sexo apasionado con tu ex.
Todo el mundo tomaba malas decisiones y ella no era una excepción, pero a veces tenía la sensación de que desde el momento en que Dante entró en su vida, las únicas decisiones que habían tomado eran malas… desastrosas, de hecho.
Siempre había operado desde el principio de que las acciones de una persona tienen consecuencias, y había que vivir con ellas. O en su caso, intentar rodearlas, al menos la más peligrosas.
Pero entonces apareció Dante y Beatrice olvidó su filosofía; sus habilidades de navegación se tomaron unas vacaciones. No es que se olvidara, es que le daban igual las consecuencias. Los instintos primitivos que Dante había despertado en ella tomaron el control por completo. Unos instintos que habían acallado las señales de alarma, a las que se mantuvo sorda. De hecho, la noche anterior no hubo ninguna alarma, solo un deseo arrebatado.
Cuando levantó la cabeza vio la razón por la que el abarrotado bar se había quedado en silencio, y sintió una profunda desesperación, como un drogadicto que tuviera su droga favorita al alcance de la mano y pudiera olerla. Dante era su adicción, un virus de la sangre contra el que no tenía antibióticos.
Podía parecer que no tenía elección, pero sí la tenía. No se había metido sonámbula en aquella situación. Sabía en todo momento lo que estaba haciendo. Sí, no había buscado su nombre en internet cuando aceptó su invitación a cenar, consciente de que no estaba hablando de una cena en realidad. Pero no hacía falta buscar datos, bastaba con verlo una vez para saber que representaba el peligro del que había estado huyendo toda su vida adulta.
La idea de experimentar una atracción lo bastante fuerte como para compartir intimidad con un desconocido era algo que consideraba con una sonrisa incrédula, e incluso petulante. Estaba convencida de que cualquier relación que tuviera surgiría de la amistad y el respeto.
Se había acostado con Dante la primera noche. Estaba tan decidida a que aquella primera noche terminara como ella había imaginado desde el momento que lo vio, que no le había dicho que iba a ser su primera vez por miedo a que Dante reculara.
Y el instinto no le falló, porque Dante no se mostró contento después al saber que era inexperta, y le dijo muy serio que las vírgenes «no eran lo suyo». Todo podía haber terminado allí… pero no fue así, porque Beatrice no quería.
Cuando ella le respondió que ya no era virgen, y por lo tanto el obstáculo había desaparecido, Dante se rio, y volvió a reírse cuando le explicó que no había sido una elección consciente. No estaba esperando al hombre adecuado ni nada parecido; sencillamente, no era una persona particularmente «física».
Se pasaron los siguientes tres días y noches en la cama desmontando aquella teoría. Nada ni nadie los molestó en el ático de vistas millonarias que Beatrice nunca miró porque estaba saboreando cada momento perfecto de intimidad. Sabía que aquel paraíso no iba a durar. Dante lo había dejado dolorosamente claro.
No había dejado lugar a la duda cuando le explicó que no era un hombre de relaciones a largo plazo ni de hecho de ningún tipo de relación en aquel momento de su vida.
Aquello era algo que Beatrice ya sabía, porque finalmente buscó su nombre en internet en el teléfono: si era verdad que se había acostado con una décima parte de las mujeres que allí se decía, resultaba impresionante que hubiera encontrado tiempo para dedicarse a la fundación benéfica que había creado. Era inevitable preguntarse si alguna vez dormía, pero Beatrice sabía que sí. Había observado con absoluta fascinación cómo se le relajaban las duras líneas del rostro cuando dormía, haciéndole parecer más joven y casi vulnerable.
En aquel fin de semana hubo más de una ocasión en las que Dante se sintió en la obligación de volver a ponerle los pies en la tierra recordándole: «Esto es solo sexo… lo sabes, ¿verdad?».
La burbuja de fantasía en la que Beatrice había pasado el fin de semana reventó cuando abrió los ojos y se lo encontró allí de pie, trajeado y acicalado, con el aspecto del príncipe playboy siempre dispuesto a dar un buen titular.
Beatrice recordó cómo había luchado contra el deseo de correr tras él cuando Dante se detuvo al agarrar el pomo de la puerta. Ella consiguió decir una respuesta fría y despreocupada ante la sugerencia de Dante de que se encontraran tres semanas después, cuando sus compromisos lo llevaran de nuevo a Londres.
Cuando pasaron las tres semanas, las cosas habían cambiado, y le resultó imposible ignorar las consecuencias de sus actos. Aunque no se hubiera hecho la cantidad de pruebas que se hizo, sabía por qué se sentía distinta; sabía sin necesidad de mirar la línea azul que estaba embarazada.
También sabía perfectamente cómo se iba a desarrollar el siguiente paso, la furiosa respuesta de Dante. Había recreado la escena en su cabeza varias veces con algunas variaciones, y sabía exactamente lo que ella iba a decir. Seguía sabiéndolo cuando llamó al telefonillo y un hombre de uniforme la acompañó al ascensor.
Beatrice entró sabiendo no solo lo que iba a decir, sino cuándo decirlo. Se permitiría una última noche con él, y luego se lo contaría.
Pero lo cierto fue que apenas había cerrado la puerta tras ella cuando lo soltó.
–Estoy embarazada, y sí, sé que tuvimos… que tuviste cuidado.
Tenía un vago recuerdo de haber apartado la mirada de la suya.
–Me he hecho tres pruebas, y… no, eso es mentira, me he hecho seis. Solo quiero que… que sepas que no quiero nada de ti. Iré mañana a casa a contárselo a mi madre y a mi hermana y voy a estar bien. No estoy sola.
Dante permaneció allí de pie sin moverse durante su exposición maquinal de los hechos. Extrañamente, el hecho de decirlo en voz alta había hecho que el secreto que guardaba le resultara un poco menos surrealista.
Beatrice creía estar preparada para cualquier reacción, la mayoría incluían ruido, pero no había contemplado la posibilidad de que Dante se girara sobre los talones y saliera por la puerta antes de que ella pudiera siquiera recuperar el aliento.
No sabía si transcurrieron unos minutos o una hora, pero cuando la puerta se abrió de nuevo ella no se había movido del sitio en el que estaba antes de su abrupta salida. Dante seguía un poco pálido, pero no tenía cara de asombro. Una expresión decidida como el acero le marcaba las líneas del rostro.
–Bueno, está claro que tenemos que casarnos. No necesito que mi familia forme parte de esto, es una de las ventajas de ser el repuesto. Carl se va a casar, y seguramente ni siquiera se den cuenta de lo mío. ¿Y tú?
¿Carl? ¿Qué tenía que ver su hermano mayor con aquello? Los pensamientos de Beatrice iban unos pasos más atrás de las palabras de Dante.
–Una gran boda, dadas las circunstancias, no es opción. Pero si quieres que tu familia más cercana venga, puedo arreglarlo. Tengo negocios que atender en la zona, así que ¿qué te parece Las Vegas la semana que viene?
Dante hizo una pausa, seguramente para tomar aliento.
–¿Estás de broma? La gente no se casa porque vaya a tener un bebé… vamos a olvidar lo que has dicho. Estás en estado de shock.
No pareció que Dante tuviera en cuenta su comentario.
–Puede que solo sea el repuesto, pero sigo siendo el segundo en la línea de sucesión al trono… mi hijo no cargará con el estigma de ser un bastardo. Créeme, lo he visto con mis propios ojos y no es algo bonito.
–Estás loco.
Dante tenía un argumento para todas las objeciones que le presentó. La más convincente fue que era lo mejor para el bebé, aquella nueva vida que habían creado.
Beatrice terminó por acceder, por supuesto. Decirle que sí a Dante era un hábito que tenía que romper si quería recuperar el control de su vida.
Y en cuanto a lo de la noche anterior… ¿cómo podía haber sido tan estúpida… otra vez? Y solo podía culparse a sí misma. Dante no tenía que hacer nada para que ella le siguiera como un perrito. Solo tenía que existir.
Y nadie había existido nunca tanto como Dante. Nunca había conocido a nadie tan vivo. Tenía una presencia electrizante, y exudaba una vitalidad desnuda que hacía que resultara imposible olvidarse de él.
Pero tenía que hacerlo. Tenía que dejar la noche anterior atrás y comenzar de nuevo. Las cosas se pondrían más fáciles. ¡Tenía que ser así! Pero primero, no podía huir y esconderse, o fingir que la noche anterior no había pasado. Tenía que aceptar que lo había estropeado todo y seguir adelante.
–¿Qué estás haciendo aquí, Dante?
–Tú me invitaste. Me pareció de mala educación…
–¿Cómo sabías dónde estaba?
Tras dejar a Dante, se mudó las primeras semanas con su madre, y luego ocupó el sofá de Maya hasta que apareciera un apartamento que pudieran pagar.
Dante arqueó una ceja y ella suspiró.
–De acuerdo, es una pregunta estúpida.
Había considerado la posibilidad de seguir insistiendo en que no necesitaba ningún tipo de seguridad, ni siquiera al ultradiscreto equipo de hombres que la vigilaban de dos en dos las veinticuatro horas del día, pero había aprendido que era mejor pelear las batallas en las que había una posibilidad de ganar.
–¿Sabes? Hubo un tiempo en que mi vida era mía.
–Volverá a serlo.
No como en el caso de Dante. El momento en el que su hermano renunció al trono fue el momento en el que supo que su vida había cambiado para siempre. Ya no era el príncipe playboy y el futuro padre por sorpresa. Era el futuro de la monarquía.
Beatrice frunció el ceño al escuchar aquello, pero la expresión de Dante no daba a entender nada.
–Una amiga de mi madre es la dueña de este sitio. Solíamos venir aquí cuando éramos pequeñas.
Dante levantó la vista de sus puños apretados al pensar en su futuro mientras ella recorría con la mirada las paredes de madera de la modesta cabaña de esquí.
–Ruth, la amiga de mi madre, tuvo una cancelación de última hora y nos ofreció la cabaña durante quince días a un precio casi simbólico. Maya está trabajando en unas ideas que tiene para una línea deportiva, y pensamos que la nieve podría inspirarla.
–Entonces, ¿el negocio va para delante? La industria de la moda es muy dura.
–Poco a poco –respondió ella bajando la mirada en gesto protector mientras Dante cambiaba de posición, provocando que se le marcaran los músculos del torso.
No le sobraba ni un gramo de grasa, y su complexión fuerte y de hombros anchos provocaría la envidia de muchos atletas profesionales.
Beatrice se habría retirado si hubiera un lugar al que retirarse. Pero ignoró el temblor de la pelvis y fingió que no tenía la piel de gallina, ajustándose la sábana una vez más.
–Sería mucho más rápido y fácil si le hicieras llegar al banco la noticia del acuerdo que vas a firmar. ¿Saben que vas a ser pronto una mujer rica?
Rica y soltera. Beatrice se negó a pensar en la sensación de vacío que le nació en el estómago.
–Y estaré encantado de hacerte llegar ahora mismo los fondos que necesitas.
Ella apretó los labios. Si la gente la llamaba cazafortunas no le importaba, siempre y cuando ella supiera que no lo era.
–No quiero tu dinero. No quiero nada…
«Quiero volver a ser la persona que era», pensó con tristeza, consciente de que aquello no iba a pasar. Solo había estado casada diez meses, y llevaba seis más separada, pero nunca podría volver a ser quien fue, y lo sabía.
–Bueno, cara, parece que no elegiste bien a tu abogado. Parece más interesado en jugar al golf que en ocuparse de tus asuntos.
–¿Podrías fingir aunque fuera por un instante que no conoces todos los detalles de mi vida? Y repito, ¿por qué estás aquí?
«Buena pregunta», pensó Dante pasándose la mano por el pelo. Cuando Beatrice se marchó, se había dicho a sí mismo que entonces sería más fácil centrarse en su nuevo papel sin la distracción de tener que preocuparse de ella, de saber que detrás de su sonrisa había infelicidad, resentimiento, o normalmente, ambas cosas. Que por muy duro que hubiera sido el día de Dante, el suyo seguramente había sido peor.
Dante no había sido nunca responsable de otra persona en su vida. Había vivido para sí mismo, y ahora tenía un país entero que dependía de él y de Beatrice… menuda ironía.
Aunque ella no dependía ahora de él. Los informes que le llegaban a su mesa así lo indicaban. Le estaba yendo bien… pero quería verlo con sus propios ojos. Aquella era una opción con la que pronto ya no contaría. La lista de potenciales sucesoras a llenar el espacio que había dejado Beatrice en su vida, candidatas que sabrían cómo lidiar con la vida del palacio sin su guía, seguía esperando.
–Necesito que firmes unos papeles –dijo, recibiendo por parte de Beatrice un gesto de desdén.
–¿Ahora eres mensajero?
Dante suspiró con gesto frustrado mientras escudriñaba su rostro con ansia. Seguía siendo lo más bello que había visto en su vida, y durante un tiempo, sus vidas se habían encontrado. Pero las cosas habían cambiado. Dante tenía otras responsabilidades, un deber que cumplir. ¿Quizá pensó que ir allí le proporcionaría algún tipo de cierre?
–En realidad… nunca nos despedimos.
Beatrice parpadeó, negándose a dejarse llevar por la oleada de resentimiento que hizo que el corazón le latiera con más fuerza.
–¿Ah, no? Seguramente tendrías alguna reunión. ¿O a lo mejor me dejaste una nota? –se mordió el labio con tanta fuerza que casi se hizo sangre.
¿Podía sonar todavía más como alguien que no había conseguido seguir adelante?
–¿Te sentías abandonada?
–Me sentía… –Beatrice hizo un esfuerzo por controlar sus sentimientos–. Da lo mismo. Esta es una conversación que nunca tuvimos, así que vamos a dejarlo así. Digamos que la noche anterior fue el cierre.
Dante sacudió la cabeza al ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.
–No, esto no estaba planeado. Es solo que… estoy harto de saber de ti a través de terceras personas.
–Echo de menos… –Beatrice se detuvo, reteniendo las palabras que no podía admitir ni ante sí misma, y mucho menos ante él–. Creo que es más seguro así –murmuró.
–¿Y quién quiere seguridad?
El brillo temerario de sus ojos le recordó al hombre del que se había enamorado. Resultaba irónico que ella tuviera que recordarle que ya no era ese hombre.
–Tus futuros súbditos. Y francamente, Dante, ya viví toda la emoción que puedo sostener…