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¿Qué pasaría si pudieras volver a vivir un día de tu pasado y cambiar el destino? Increíblemente, eso fue lo que le sucedió a Mary Faith O'Rourke. De pronto, su maravilloso marido y su pequeña estaban vivos otra vez. Ahora lo único que tenía que hacer era conseguir que todo siguiera en orden. Ojalá supiera cómo hacerlo... Claro que quizá lo supiera. Había sido aquel extraño anillo lo que la había llevado a ese mundo paralelo en el que Daniel, Hope y ella eran la familia que siempre había soñado. Y parecía que esa vez había actuado de manera diferente en aquel funesto día. No sabía si su vida era un sueño, pero no le importaba. Llevaba seis años suplicando una segunda oportunidad y no iba a perder un solo minuto de su nueva vida.
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Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2002 Sharon Sala © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. De regreso al pasado, n.º 212 - agosto 2018 Título original: The Way to Yesterday Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-923-6
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
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Lo siento, señora O’Rourke, pero su amiga ha llamado para cancelar la cita. Ha dicho que la habían llamado del colegio de su hija. La niña se ha puesto enferma y ha tenido que irse a casa. Ha intentado localizarla en su trabajo, pero usted ya se había marchado. ¿Le importaría que la cambiara a una mesa para uno?
Mary O’Rourke sacudió la cabeza.
—No, muchas gracias. No voy a quedarme —respondió amablemente, y salió del restaurante.
Realmente, no le importaba. Durante los últimos seis años, no había deseado otra cosa que morir, y aquel día no era una excepción. Exactamente seis años antes, su marido y su hija habían muerto delante de sus ojos.
Sus amigos se preocupaban por ella, y en el fondo, ella apreciaba su cariño. Pero, simplemente, no la entendían. Por supuesto, todos ellos sabían lo que había ocurrido, pero no conocían los detalles ni la culpabilidad con la que Mary vivía.
Ella estaba en el porche cuando su marido daba marcha atrás con el coche para sacarlo del garaje de su casa. Llevaba al bebé con él. Mary había visto que un coche de policía doblaba la esquina a toda velocidad en persecución de otro vehículo. Había gritado para avisar a Daniel de que frenara.
Pero sus amigos no sabían que la razón por la que él se iba de la casa con la niña era que habían tenido una discusión, y que la última vez que habían hablado lo habían hecho llenos de ira. Ellos nunca entenderían que había querido morir con ellos cuando vio cómo los tres coches colisionaban y explotaban en una llamarada. Ver cómo Daniel y la niña morían devorados por el fuego le había destrozado el alma. Y ya solo estaba esperando que su cuerpo siguiera el mismo camino.
Miró el reloj. Tenía una hora antes de volver a la tienda de moda en la que trabajaba, y ya que comer era lo último en lo que pensaba, empezó a caminar por la calle.
Hacía años que no había vuelto a aquella parte de Savannah, pero su amiga había insistido en que se reunieran allí, explicándole con entusiasmo cómo había cambiado la zona. Mary tenía que reconocer que el barrio estaba muy bonito. Habían quitado el cemento de las aceras y habían dejado a la vista el mosaico de ladrillos rojos que había debajo. Habían plantado árboles que daban sombra a ambos lados de la calle, y hacían el paseo muy agradable. En algunas de las rejas de las ventanas de los edificios, las buganvillas y la hiedra se enroscaban delicadamente. En general, la zona tenía un aire de otro tiempo.
Mientras caminaba, Mary miraba, pero sin ver, realmente. Al detenerse en un semáforo para esperar a que se pusiera verde para los peatones, oyó la conversación de dos mujeres que estaban a su lado. Estaban hablando sobre las tres niñas que habían desaparecido en Savannah durante las últimas seis semanas; la tercera, el día anterior. No se sabía nada de lo que podía haberles ocurrido, y Mary imaginó el miedo que estarían pasando sus padres. Conocía el sentimiento de pérdida y de terror, y se sentía culpable por haber rezado pidiendo que las niñas aparecieran sanas y salvas sin creer realmente que pudiera ocurrir. La verdad era que había perdido la fe en Dios y en la humanidad.
Continuó caminando con la mirada ausente. No tenía interés en comprar nada, y hasta después de un rato, al observar el escaparate de una joyería, no se dio cuenta de que se había perdido. Se volvió buscando algo que le resultase familiar, con más curiosidad que preocupación. Entonces, una tienda que había en la acera de enfrente le llamó la atención.
El nombre le resultó intrigante: Camino del ayer. Al darse cuenta de que era una tienda de antigüedades, sintió una punzada de dolor en el estómago que casi la dejó inmóvil.
Cuando Daniel y ella eran novios, las antigüedades habían sido una de sus aficiones favoritas. A ella le encantaban los libros de cocina antiguos y los pequeños tesoros que los verdaderos coleccionistas pasaban por alto. Pero aquello era cuando todavía eran felices, cuando los padres de su novio no sabían que ella existía. Se estremeció. ¿Cuántas veces habría revivido los últimos momentos de su vida juntos? Recordar las peleas era como si le clavasen un puñal en el corazón. Y siempre discutían por lo mismo.
Los padres de Daniel la odiaban, y ella no sabía cómo hacérselo comprender. No podía olvidar los llantos del bebé por encima de sus propios gritos, sin saber cómo explicarle el comportamiento de sus padres con ella, su ira y su rudeza.
Mary sabía la infelicidad que le causaba a Daniel todo aquello. Él no entendía sus lágrimas y su incapacidad para llevarse bien con su familia. Mary había vivido con miedo de que se cansara de todo y la dejara, porque sabía que, si aquello ocurría, su mundo se derrumbaría. Y finalmente ocurrió, pero no del modo que ella había imaginado. Había temido que la dejara, pero nunca que muriera.
Un coche pasó a toda velocidad a poca distancia de ella y la sacó de su ensimismamiento.
«Dios… ¿cuánto tiempo más tengo que sufrir hasta que me libres de mi tristeza?»
Como de costumbre, no obtuvo respuesta. Completamente derrotada, se dio la vuelta y un chico que venía en bicicleta estuvo a punto de atropellarla. En un acto reflejo, se apartó para esquivarlo y se dio cuenta de que estaba en medio de la calzada, de camino hacia la tienda de antigüedades.
Deseaba encontrar algo que la uniese al hombre al que había amado y perdido, así que continuó andando hacia la tienda. Al entrar, se detuvo y respiró hondo. El olor a madera encerada y a libros antiguos se mezclaba con el polvo que había en el local. Para un verdadero aficionado a las antigüedades, era como agitar billetes delante de un adicto al juego.
Entró y dejó que la puerta se cerrase tras ella. Una campanita tintineó en el techo. En aquel momento, fijó la mirada en el anciano que había detrás del mostrador.
Al principio no lo había visto, pero cuando sonó la campanita, él alzó la cabeza y entonces ella lo miró. Era bajito y estaba muy encorvado, y parecía que era tan viejo como los artículos que vendía en su tienda. Tenía un tubo de pegamento en una mano y unas tenazas en la otra. Ella solo veía la esquina de un marco que había en el mostrador, frente a él, y supuso que estaba intentando arreglarlo.
—Hola, buenas. Solo quería echar un vistazo.
Él asintió y volvió a centrar su atención en lo que estaba haciendo.
Mary se sintió aliviada al ver que no iba a seguirla por toda la tienda para intentar venderle algo. A Daniel y a ella siempre les había gustado curiosear sin que los molestaran.
Arrugó ligeramente la nariz al percibir el olor a humedad. A medida que se adentraba en la tienda, el pasillo se hacía más estrecho. Al final tuvo que agarrarse la falda para evitar que se rozase con los muebles, llenos de polvo.
A pesar del nerviosismo que había sentido al entrar, rápidamente se dejó llevar por lo que Daniel llamaba su «modo de búsqueda». Si compraba un objeto, era porque le gustaba, y no por el valor que pudiera tener. En todos los años que había pasado con Daniel, su compra favorita había sido un violetero de cristal por el cual había pagado la enorme suma de cincuenta céntimos. En él solo cabía un ramito de madreselva, pero su delicadeza le recordaba tiempos y lugares mejores. Si cerraba los ojos, todavía podía ver la risa en la cara de Daniel al ver su entusiasmo cuando encontró el pequeño jarrón.
Decidida a continuar adelante, alzó la barbilla y anduvo hacia un mostrador que había al final de la sala. Allí, en mitad de todo el desorden, había una pequeña vitrina de cristal, cerrada, que contenía algunas joyas. El candado estaba oxidado, y sobre el cristal había una gruesa capa de polvo. Sacó un pañuelo de papel y lo limpió. En el momento en que lo hizo, supo que quería ver más.
Se volvió y llamó al anciano.
—Perdone, señor… Me gustaría ver las joyas que hay en esta vitrina. ¿Tiene usted la llave?
Oyó el sonido de las patas de la silla arrastrándose por el suelo y el chirrido de un cajón al abrirse. Unos segundos después, el hombre apareció y se dirigió hacia ella.
Mary intentó no mirarlo fijamente, pero había algo tan atrayente en su cara que no podía evitarlo. Era una mezcla de vejez y de pena, y una sabiduría que provenía de haber sobrevivido a demasiados amigos y familiares.
Pasó a su lado sin hablar, quitó el candado con facilidad y abrió la vitrina. Por un instante sus miradas se cruzaron y Mary sintió como si alguien le hubiese acariciado la cara. Pero él pestañeó, y aquella sensación se desvaneció.
—Gracias —le dijo—. Estoy interesada en esos anillos. ¿Le importaría que…?
Él se fue sin tomarse la molestia de hacer ningún comentario, y Mary se encogió de hombros. Era obvio, viendo el polvoriento contenido de la tienda, que no vendía mucho, y si su comportamiento con ella era el habitual con todos los clientes, era raro que no le hubiesen robado.
Revolvió entre las joyas, y se dio cuenta de que la mayoría eran bisutería, a excepción de los anillos. Se los fue probando uno por uno, y después de un momento pensó que ya había visto todo lo que había que ver allí. Cuando estaba cerrando la vitrina, vio un trozo de encaje hecho jirones y arrugado en una esquina. Lo tomó y al desplegarlo, vio encantada que un anillo le caía en la mano.
Era de plata labrada formando hojas de hiedra enroscada y tenía una piedra azul claro. Azul topacio, pensó, y la puso bajo la bombilla que había por toda lámpara en la habitación. La luz atravesó la piedra y esta relumbró como si fuera un ascua. La contempló sobre la palma de la mano, admirando el trabajo y preguntándose cuánto costaría, cuando vio que tenía una inscripción. Se acercó el anillo a los ojos para leerla y, con esfuerzo, consiguió descifrar lo que decía.
Una promesa para siempre.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquello era imposible.
Pensó en el hombre que le habría dado aquel anillo a su amor y lo apretó muy fuerte en el puño. Cerró los ojos y vio la cara de David. Sin dudarlo, se lo puso.
Solo porque su amor era para siempre.
En unos segundos, empezó a notar que el dedo le ardía. Se echó hacia atrás de la impresión y tiró del anillo para sacárselo, pero no pudo. Dio un grito de miedo y de dolor. En cuanto lo hizo, el viejecillo apareció de repente.
—¡Oh, Dios mío! ¡Señor, por favor, ayúdeme! No puedo sacármelo…
Él sonrió y el dolor desapareció. De nuevo, Mary sintió como si alguien le hubiera dado un beso en la mejilla. Levantó la mano, pero el hombre no hizo más que asentir, como si entendiera. Aunque sus labios no se movieron, a Mary le pareció oír que le decía que todo saldría bien. Antes de que pudiera protestar, notó un fuerte mareo y tuvo que agarrarse a un mueble para no caer al suelo.
—No me encuentro bien —murmuró, y se dio cuenta de que no había comido prácticamente nada en todo el día.
El aire de la habitación se removió levemente y a ella casi se le cortó la respiración. Después, la presión en la habitación empezó a aumentar. Aunque sabía que estaba en pie, notó como si empezara a dar vueltas en el aire. Las sillas, las mesas y los cuadros polvorientos se movían como si estuvieran en un tiovivo y ella girara en sentido contrario a la marcha. Quería cerrar los ojos, pero tenía miedo de derrumbarse si lo hacía. La imagen del anciano empezó a desvanecerse ante sus ojos. De repente, un aire frío la envolvió y sintió pánico al ver que él desaparecía por completo. Miró sin dar crédito el lugar donde había estado hacía un momento.
El olor a polvo y a naftalina era muy fuerte, pero había otro olor, menos potente, pero definible: era un aroma de lavanda y pétalos de rosas secos. Oyó llantos y risas, y un grito agudo que provenía de su garganta. Después sintió que se caía.
Cuando volvió en sí, estaba en la cocina de su casa, al lado del fregadero. Olía a leche para bebés y oía a un niño llorando en la otra habitación.
«Oh, Dios… Eso no. Otra vez no».
Apretó los dientes y se volvió con la certeza de que Daniel estaría en el umbral de la puerta, como antes, mirándola como si fuera una extraña y no la mujer con la que se había casado y con la que había tenido una hija. Se escuchó decir las mismas palabras que antes y quiso gritar. Sabía lo que iba a decir porque lo había estado oyendo en su mente cada noche durante los últimos seis años. ¿Era aquel su castigo por continuar viva cuando todas las personas a las que amaba estaban muertas? ¿Era su destino revivir sus últimos momentos con Daniel y Hope para siempre? ¿Nunca se terminaría aquella pesadilla?
—¿Está listo el biberón? —preguntó Daniel.
Mary se volvió hacia el fogón, donde estaba el biberón calentándose al baño María. Lo tomó y se echó unas gotitas de leche en la muñeca para comprobar la temperatura. Después se dirigió hacia la habitación donde estaba Hope, pero Daniel se interpuso.
—Yo lo haré —le dijo él, y tomó la botella de sus manos.
Mary sintió su rechazo tan claramente como si la hubiera abofeteado en la cara. Se volvió y le echó un vistazo a la cocina. El fregadero estaba lleno de platos sucios y había una pila de ropa para lavar en el suelo. Olía a beicon frito del desayuno y el suelo estaba sucio. Oyó la voz de Daniel arrullando a la niña en la otra habitación, y después un gorgorito de satisfacción cuando Hope terminó el biberón. Se le encorvó la espalda. Había fracasado. Todo lo que había intentado hacer le había salido mal.
Desde la primera cita, Mary supo que aquel era el hombre con el que quería casarse. Su encanto irlandés le había invadido el corazón y su primer beso había conseguido que le temblaran las rodillas. Habían hecho el amor sin tomar ninguna precaución y se había quedado embarazada. Tenía que reconocer que él no había vacilado cuando le dijo que estaba en estado; al contrario, se había entusiasmado y le había pedido que se casaran aquella misma noche. Pero su familia, que había mantenido las distancias con ella desde el principio, no lo había aceptado. Estaban furiosos y seguros de que se había quedado embarazada a propósito para atrapar a su único hijo. Su actitud fría hacia ella había derivado en un odio controlado y bien disimulado. Eran muy hábiles, nunca le habían hecho ningún comentario malicioso ni la habían difamado cuando Daniel estaba lo suficientemente cerca como para oírlo, sino cuando estaba sola. Aquello la estaba volviendo loca y causando muchos roces entre Daniel y ella. Él no lo entendía, y Mary no sabía cómo explicárselo sin que pareciera un chismorreo malintencionado. Así que se había tragado la amargura y aquella infección estaba empezando a extenderse a su vida en común.
En la otra habitación, Daniel miró la carita de su hija, maravillándose de la perfección de sus rasgos y sintiendo que el corazón se le encogía. Nunca había imaginado que existiera un amor como aquel. Había creído que su amor por Mary Faith era perfecto y devorador, y entonces había visto el nacimiento de Hope. La conexión entre ellos había sido instantánea y él había pensado que su hija fortalecería aún más su amor. Pero para su asombro, Mary había empezado a apartarse de él, a esconder sus sentimientos de una forma que él no comprendía. Parecía un animal en busca de refugio, y solo estaba relajada cuando estaban en casa.
Se había alejado por completo de sus padres, nunca estaba cómoda con ellos, y a él le resultaba incomprensible. Pero tenía que entender que sus padres necesitaban formar parte de la vida de Hope. Después de todo, eran sus abuelos. Él sabía que Mary había crecido sin tener una familia, y había pensado que le emocionaría poder compartir la suya. Pero había resultado lo contrario. Daniel quería creer que su renuencia a integrarse con ellos se debía a la necesidad de recobrarse del parto. Pero Hope ya tenía tres meses y las cosas no mejoraban. Empeoraban. Todos los días se acostaba con un nudo en el estómago y se levantaba igual. Sin saber por qué, estaba perdiendo a su mujer y estaba muy asustado. Y debido al miedo, a menudo se dejaba llevar por la ira.
Oyó a Mary trajinar con los cacharros en la cocina. No conseguía engañarlo. Hacía todo aquel ruido para tapar sus sollozos. Miró al bebé de nuevo, sintiendo que se le rompía el corazón. Tenía ganas de llorar él también. Habían concebido a aquella niña con tanto amor… ¿Dónde habría ido a parar?
Mary dejó los platos a remojo en agua caliente mientras ponía la lavadora. Le dolía la espalda y la cabeza le latía. Pero lo que más le dolía era el corazón. La noche anterior, se había vuelto hacia Daniel, dormida, y se había despertado al notar que él se volvía hacia el otro lado para escaparse de ella. Sabía que solo era cuestión de tiempo que le pidiera el divorcio. Realmente, no podía echarle la culpa. Él no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo entre ella y su familia, y Mary no sabía cómo separar el amor que él sentía hacia ella y el que sentía hacia sus padres. Era un conflicto horrible.
Metió un montón de ropa sucia de Hope en la lavadora y la puso en marcha. Después se dispuso a lavar los platos. Sin pensarlo, metió la mano en el agua y sintió un dolor agudo.
—¡Oooh! —gritó, y sacó la mano rápidamente. Estaba sangrando.
—¡Mary! ¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió ella; tomó una toalla y se envolvió el dedo en el que se había dado el corte. Después salió disparada hacia el baño.
Daniel alzó la cabeza y vio a Mary cruzar el salón a toda prisa. Hope había terminado el biberón y estaba casi dormida. Preocupado, la dejó en la cuna y fue a ver qué estaba ocurriendo. Mary estaba dándose alcohol en la herida.
—¡Dios mío! —exclamó—. Cariño… ¿estás bien? ¿Qué te ha pasado?
—Obviamente, me he cortado —le soltó Mary.
Él sintió que la ira lo invadía, dejándolo frustrado y herido. Respondió de mala manera.
—No puedo ganar contra ti ¿verdad? —murmuró, quitándole la botella de alcohol de las manos para dárselo él—. No importa lo que diga, todo está mal —entonces miró el corte desde cerca—. No creo que tengan que darte puntos, pero deberíamos ir a urgencias por si acaso.
—No podemos permitirnos pagar la factura del hospital —respondió ella—. Dame unas tiritas. Con eso será suficiente.
Daniel se quedó inmóvil.
Mary se puso enferma. Parecía que acabara de abofetear a su marido. Pero si fuera al hospital, Phyllis O’Rourke lo sabría y encontraría la forma de decirle algo horrible acerca del dinero que supondría la consulta. No podría soportar otra de las diatribas de aquella mujer. Él no sabía que su madre llevaba semanas echándole en cara a Mary que su hijo tenía que trabajar demasiado y que ella debería volver a trabajar también. No importaba que Mary hubiera intentado explicarle incontables veces que ambos habían tomado juntos la decisión de que ella se quedara en casa para cuidar a la niña. Phyllis culpaba a Mary de todo lo que no iba bien en la vida de su hijo.
Mary suspiró.
—Daniel… Yo…
Hope empezó a llorar. Daniel respiró profundamente y cerró los ojos, intentando calmarse. Cuando los abrió, Mary se estremeció y dio un paso hacia atrás. Aquello fue lo que más le dolió. ¡Dios santo! ¿Es que acaso pensaba que iba a pegarla?
El llanto de Hope se hizo más intenso.
De repente, él explotó.
—¡Al demonio, Mary Faith! Voy a llevarte a urgencias. Dejaremos a la niña en casa de mis padres por el camino. No es necesario que ella entre en el hospital. Y después, cuando volvamos a casa, vamos a hablar. No sé qué es lo que va mal entre nosotros, pero estoy harto de que me apartes de tu vida. ¿Me oyes?
—¡No! —gritó Mary, y lo agarró del brazo—. Por favor, no lleves a la niña a casa de tu madre. No necesito ir a urgencias. Estoy bien… Mira, ya casi he dejado de sangrar.
Daniel no le hizo caso y empezó a andar hacia el salón, donde estaba su hija.
Mary lo siguió pidiéndole por favor que se quedara, pero él se negó a escucharla. Vio horrorizada cómo su marido sacaba un biberón de la nevera, recogía unos pañales y tomaba en brazos a la niña. Casi al instante, Hope dejó de llorar, pero Mary empezó a sollozar.
—¡No voy a ir! —gritó—. Y tú no puedes obligarme.
—Muy bien —respondió él—. Quédate. Pero de todas formas voy a llevar a Hope a casa de mi madre, y cuando vuelva, hablaremos.
Salió de la casa y puso a Hope en el asiento trasero del coche, sin hacer caso a Mary, que había salido tras él, rogándole que se quedara.
En el momento en que dejó a la niña en la sillita, se puso a llorar otra vez. Tenía los pañales secos y no le dolía nada. Solo quería que la acunasen en brazos para dormirse, y Daniel la había dejado demasiado pronto.
—Chist, pequeña —le dijo suavemente—. Todo va bien. La abuela Phyllis te va a dormir en cuanto lleguemos a su casa.
Cerró la puerta trasera y se volvió para entrar al coche, cuando Mary lo agarró del brazo.
—¡Daniel… por favor! ¡No te vayas! No sabes lo que me estás haciendo.
Él frunció el ceño.
—¿A ti? ¡Maldita sea, Mary! ¿Y tú no sabes lo que me estás haciendo a mí? ¿A nosotros?
El pánico la estaba dejando inmóvil.
Se retiró, observando horrorizada cómo Daniel se subía al coche y cerraba la puerta. Ella sabía lo que iba a pasar. Lo había visto cada noche, en sueños, durante los últimos seis años.
«Oh, Dios. Despiértame antes del choque. Por favor… no tengo fuerzas para verlo otra vez».
Daniel puso el coche en marcha. Mary se quedó petrificada, escuchando los llantos de su hija. Daniel empezó a dar marcha atrás para salir a la carretera, y ella ya podía oír el sonido de una sirena que se aproximaba. Su marido no se daba cuenta por los gritos del bebé.
«Oh, Dios mío».
De repente, apareció el coche deportivo marrón, doblando la esquina a toda velocidad y derrapando mientras el conductor trataba de mantener el control.
«Oh, Dios mío».
El coche de policía apareció unos segundos después, con las luces girando y la sirena a todo volumen.
«Y Daniel me está mirando a mí, no hacia detrás».
Mary echó a correr, gritando, y se tiró en el capó del coche. Daniel frenó en seco y ella se resbaló hacia abajo.
Salió del coche con el corazón en la boca. Dios santo… Si Mary hubiera caído bajo las ruedas nunca se lo perdonaría…
Entonces oyó las sirenas y se giró impresionado, justo a tiempo para ver el deportivo derrapar y dar una vuelta de campana. Un segundo después, el coche de policía chocó contra su costado y los dos vehículos explotaron envueltos en llamas.
Sin pensarlo, cerró la puerta rápidamente para proteger a Hope de los fragmentos que pudieran salir despedidos y se tiró encima de Mary.
Ella estaba en estado de shock. ¡El sueño! ¡No había sido igual! Abrumada por la sensación de alivio, empezó a llorar. Gracias a Dios. Gracias a Dios. Quizá aquello significaba que estaba empezando a recuperarse. Incluso si solo era un sueño, había conseguido que tuviera un final feliz.
—Mary, cariño ¿estás bien?
Notar el peso de Daniel y el suave sonido de su voz en el oído era maravilloso.
—Sí, Daniel, ahora sí.
Él la ayudó a ponerse de pie y la abrazó muy fuerte, apretándole la cara contra su pecho mientras miraba fijamente los dos coches ardiendo.
—Si no me hubieras detenido, habríamos…
—No lo digas —le rogó Mary, y le puso los dedos en los labios. Entonces se liberó de su abrazo y fue hacia el coche para tomar a la niña del asiento. Estaba llorando muy fuerte.
—Todo va bien, chiquitina —le susurró Mary—. Ahora estás con mami. No pasa nada…
Daniel miró cómo las dos mujeres más importantes de su vida entraban en la casa. Después entró en el coche y lo volvió a meter en el garaje. Se oían más sirenas que se aproximaban. Los vecinos debían de haber avisado a la policía. Él no había podido pensar en otra cosa que en su propia familia.
Con una última mirada de culpabilidad hacia los coches, se metió rápidamente en casa y encontró a Mary en la mecedora, con Hope en los brazos, cantándole suavemente y acunándola para que se durmiese.
Sin decir nada, fue a la cocina, y miró el agua levemente roja por la sangre de Mary. Quitó el tapón y cuando el agua se fue, vio el cuchillo con el que se había cortado su mujer. Maldijo en silencio, lo puso en la encimera y volvió a llenar el fregadero de agua limpia para fregar los platos. Todavía oía a Mary cantando, pero Hope ya no lloraba. Menos mal, porque el que tenía muchas ganas de llorar era él. Había estado muy cerca de matarse con la niña.
Se apoyó en la lavadora, cerró los ojos y dejó caer la cabeza.
—Gracias, Señor —murmuró. Sacó la ropa limpia de la lavadora y la metió en la secadora. Después fregó el suelo.
Un rato después, cuando había terminado en la cocina, fue al salón para ver qué tal iba todo. Hope estaba dormida en su cochecito y Mary en el sofá. Se le encogió el corazón de dolor. Se dio cuenta de lo que había estado a punto de perder. Entonces tomó a la niña y la llevó a su habitación, la tapó con su mantita preferida y cerró la puerta. Estaría dormida durante una hora, como mínimo.
Volvió al salón y observó la cara delgada y pálida de su mujer. Todavía le sangraba la herida y la mancha del vendaje crecía. Probablemente necesitaba puntos, pero lo hecho, hecho estaba. Tomó una toalla pequeña y le envolvió la mano a Mary, y después la tapó con una manta. Ella necesitaba dormir más que los puntos, y él necesitaba pensar.
Mary se despertó sobresaltada y se incorporó. El cochecito de Hope estaba vacío, a su lado. Le latía el dedo de dolor y era casi mediodía. No se paró a pensar por qué el cochecito estaba allí o por qué tenía la mano envuelta en una toalla. La última cosa que recordaba era haber entrado en una tienda de antigüedades. Cómo había llegado a casa era un misterio y por qué estaba en el sofá y no en su habitación no venía al caso. Se había quedado dormida y era probable que su jefe la despidiera.
Pensando en que tenía que llamar inmediatamente a la tienda, se puso en pie de un salto y empezó a buscar frenéticamente el teléfono. Pero no estaba en el lugar de siempre. Entonces vio el cochecito y la chaqueta de Daniel en el respaldo de la silla. Notó que flaqueaba de alivio.
El sueño.
Continuaba soñando, y como todavía estaba dormida, Daniel y Hope estaban vivos.
Miró en la habitación de la niña. Hope no estaba allí, y cuando volvió hacia el salón, oyó la suave risa de Daniel y un gritito agudo de bebé. Sonrió. Siguiendo los sonidos, llegó hasta el pequeño patio que había detrás de la cocina. Daniel estaba en la tumbona, bajo la sombra del árbol, con Hope contra su pecho. Ella estaba de espaldas, y movía los brazos y las piernas mientras miraba hacia la copa del árbol.
Mary le pasó los dedos a Daniel entre su pelo oscuro, deleitándose al sentirlo contra la palma de la mano. Se inclinó y lo besó en la mejilla.
—No deberías haberme dejado dormir tanto.
Él miró hacia arriba y sonrió.
—¿Por qué no? Lo necesitabas, cariño. Además, ¿qué otra cosa preferiría que estar con mis chicas?
Mary se sobresaltó. Si pudiera creer lo que le estaba diciendo…
—¿De verdad, Daniel? ¿Es cierto? A pesar de… Quiero decir, las cosas no han sido..
—Ven y siéntate a mi lado.
Mary dudó, pero él retiró las piernas para dejarla sitio y ella se sentó. Miró a Daniel y después centró su atención en Hope, y le hizo carantoñas, sin darse cuenta de que su marido la estaba mirando a ella y no a la niña.
Estaba más pálida y delgada, y un poco peor por la falta de sueño, pero continuaba siendo la mujer bella que siempre había sido. Tenía el pelo color caramelo y el rostro pequeño y bien dibujado. Algunas veces, sus ojos eran azules, y otras veces casi verdes. Pero él siempre podía ver la ternura de su alma asomándole desde dentro. Sin embargo, Daniel estaba intentando comprender de dónde había venido toda aquella incertidumbre. Antes de casarse, nunca había notado que ella dudase, y después, no había dejado de hacerlo.
—¿Mary?
Ella miró hacia arriba y se asustó un poco al ver la expresión de su cara.
—¿Qué? —le preguntó, y contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta.
—¿Qué está ocurriendo entre nosotros?
Ella se encogió de hombros.
—Nada.
—No es nada —dijo él, suavemente.
—Tienes razón. Soy yo. Lo siento. No sé por qué me he convertido en alguien tan malo y odioso —le temblaba la barbilla—. No es mi intención.
—Tú no eres mala ni odiosa —respondió él—. Y no es culpa tuya. Hay algo más ¿verdad?
«Díselo. Dile cuánto te odia Phyllis».
—No sé a qué te refieres —se salvó de tener que seguir con la conversación porque sonó el teléfono—. Yo contesto —dijo, y salió corriendo. Daniel se quedó con el corazón encogido y la cabeza llena de preguntas sin contestar.
Un instante después, ella asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—Es Phyllis. Quiere hablar contigo.
Daniel miró a Mary. Aquella expresión de nervios y de malestar había vuelto a su cara.
—Dile que la llamaré más tarde ¿de acuerdo?
Mary asintió y volvió a salón.
—Phyllis, está fuera con Hope. Dice que te llamará más tarde.
—Estás mintiendo. Ni siquiera se lo has dicho, ¿verdad?
A Mary se le hizo un nudo en el estómago.
—Por supuesto que no estoy mintiendo. Ha dicho que te llamaría más tarde.
—No te creo —le soltó Phyllis de mala manera.
Mary oyó que colgaba. Ella dejó el auricular en su sitio y se derrumbó en el sofá. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Se cubrió la cara con las manos e intentó recobrar la compostura antes de salir otra vez. Pero cuando se puso de pie y se volvió, Daniel estaba en el umbral de la puerta.
Mary parpadeó, preguntándose hasta qué punto habría oído la conversación.
—Iba a salir —dijo, y se obligó a sonreír.
—Hope ha mojado el pañal —respondió él.
—Yo la cambiaré —dijo Mary. Tomó a la niña de los brazos de Daniel y se escapó a la habitación del bebé.
Daniel entrecerró los ojos pensativamente, mientras la observaba salir. No había oído la conversación, pero había notado pánico en la voz de su mujer. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Por qué no se lo explicaba?
La siguió hasta la habitación y le pasó un brazo por los hombros mientras ella le quitaba el pañal a Hope. Durante un segundo, notó que ella dudaba, pero después se apoyó en su pecho. A Daniel se le aceleró el corazón. No recordaba cuándo había sido la última vez que había bajado tanto la guardia con él.
—¿Estás bien?
Su voz grave, y la ternura de su caricia casi la habían hecho desmayarse. Quería contárselo en aquel momento, en la tranquilidad de la habitación de su hija, pero él le tomó la mano que se había cortado y le dio un beso en la palma.