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Amelia de día... Amber de noche. De nueve a cinco, era Amelia Beauchamp, la típica bibliotecaria de una ciudad pequeña. Pero cuando se ponía el sol se convertía en Amber Champion, una sexy camarera en la que se había fijado Tyler Savage, el mayor calavera de la ciudad. Tyler era un verdadero rebelde que jamás pondría los ojos en ella si supiera quién era realmente, y ella lo sabía. Así que no le quedaba otra opción que seguir el juego... Sin embargo, resultaba que Tyler sabía perfectamente que la tímida Amelia y la coqueta Amber eran la misma persona, pero lo estaba pasando demasiado bien siguiéndole el juego. En cuanto a las cenas románticas y los largos paseos que compartían... bueno, no eran más que parte del juego. Pero cada vez tenía más ganas de hacer que ese juego se hiciera realidad.
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Seitenzahl: 160
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sharon Sala
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Jugar con fuego, n.º 1236 - noviembre 2015
Título original: Amber by Night
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7359-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
El callejón entre la calle Cuarta y el boulevard Beauregard no era el mejor sitio en Tulip, Georgia, para que se estropease una camioneta. Estaba anocheciendo y no había nadie alrededor. Tyler Savage estaba tumbado en el suelo, boca arriba, debajo de su camioneta, maldiciendo por la poca luz de su linterna y por su mala suerte. Y como estaba tan concentrado en intentar encontrar y detener el escape de aceite que brotaba en algún lugar sobre su cabeza, no escuchó el sonido de pasos acercándose. Instintivamente giró la cabeza y pudo ver a una mujer corriendo por el callejón. Desde donde estaba tumbado, él no podía ver la cabeza de aquella mujer, pero pudo echar un buen vistazo al chándal gris que llevaba puesto. Tenía una figura estupenda, unas piernas increíblemente largas y un pecho que se movía rítmicamente.
Sin ser algo habitual en Tyler, silbó en el momento que ella pasó por su lado y sonrió cuando ella se detuvo. Pero antes de que pudiera salir de debajo de su camioneta y presentarse, una gota enorme de aceite aprovechó la oportunidad para aterrizar sobre el puente de su nariz.
Murmurando enfurecido y frotándose los ojos con un trapo, se levantó del suelo. Cuando fue capaz de volver a ver, ya no había ni rastro de ella. Disgustado, dio una patada a la rueda de su vehículo y empezó a andar en dirección a la casa de Raymond Earl Showalter. Raymond Earl era el dueño del único taller en la ciudad y, en sus días de soltero, había sido un buen compañero de juergas de Tyler.
Mientras Tyler iba andando, iba pensando sobre quién podría ser la mujer que había visto. Ninguna de las mujeres de Tulip estaban interesadas en el deporte. Parecía que estaban más inclinadas en llevar una vida al estilo típicamente sureño: casarse lo antes posible y tener hijos.
Si lo que acababa de ver no había sido una alucinación, y él estaba seguro que no lo había sido, significaba que había una chica nueva en la ciudad, pero ¿quién demonios sería?
Mientras Raymond Earl estaba ayudando a Tyler, Amelia Beauchamp se metía a toda prisa en el asiento delantero del destartalado coche de Raelene Stringer. Desde que comenzó su aventura, había sido la primera vez que alguien había estado tan cerca de descubrirla. Pero lo peligroso no era el hecho de que casi la ven, si no quién había estado a punto de verla.
Entre todas las personas posibles, había tenido que ser Tyler Savage. Su corazón latía con fuerza mientras se terminaba de maquillar y de arreglar el pelo. La razón de su nerviosismo era aquel hombre. Tyler Dean Savage era el galán soltero más deseado de la ciudad. Amelia había sentido algo por él desde siempre. Desgraciadamente, Tyler nunca había dado una oportunidad a Amelia. Ella se miró en el espejo retrovisor y suspiró. Pero a Amber... eso era otra historia.
El reloj de su abuelo, colgado en el vestíbulo de la casa de Amelia Beauchamp, marcaba las dos de la madrugada cuando ella abrió la puerta y suspiró con alivio. Atrás quedaba otra noche llena de secretos. Subió las escaleras silenciosamente hasta su cuarto. La imagen que le devolvió el espejo de su tocador hubiera sorprendido a sus tías. No hubiesen reconocido a su Amelia. Ella frunció el ceño mientras se quitaba unos pendientes de bisutería rojos. Se cepilló el espeso pelo marrón hacia atrás. Untó los dedos en una cremosa loción desmaquillante y se la esparció por la cara. La pintura roja del pintalabios y la sombra de ojos dorada se quedaron en la bola de algodón que se pasó por el rostro; inmediatamente después, se deshizo de ella tirándola por el retrete. No podía quedar ningún rastro de Amber en la casa, porque allí era donde vivía Amelia.
Mientras escondía su chándal gris en una esquina del armario, se escuchó el suave canto de un búho a través de la ventana abierta, el único testigo de la mentira de Amelia. Descolgó su camisón de una percha y se lo puso, disfrutando de la familiaridad del tejido de algodón, en contraste con el satén rojo brillante del traje que se había puesto para trabajar.
Tan pronto como su cara tocó la almohada, ella cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta que la voz de su tía Wilhemina la despertó a la mañana siguiente.
–¡Amelia! Despierta, ya es muy tarde y vas a llegar tarde a trabajar.
Amelia soltó un gruñido y se levantó de la cama. Solamente ella tenía la culpa de sentirse tan mal, pero si su plan funcionaba, merecería la pena el esfuerzo.
Cuando se había ido a vivir con sus tías abuelas, Wilhemina y Rosemary Beauchamp, ella había sido una niña de nueve años, muy delgada y demasiado alta para su edad. Sus tías eran los únicos familiares vivos que le quedaban después de que sus padres murieran en un terremoto en México mientras trabajaban como misioneros.
Amelia, que había estado acostumbrada a vivir de país en país, había experimentado un choque cultural tan grande, cuando había ido a vivir con sus dos tías mayores, como el que habían experimentado ellas cuando Amelia llegó a su casa. Pero las Beauchamps eran muy responsables y tenían que hacer lo correcto. Amelia se quedaría y poco a poco la fueron convirtiendo en una pequeña y joven réplica de ellas mismas.
Amelia persistentemente había conseguido conservar su personalidad durante la escuela. Había mantenido una cierta independencia en sus días en el instituto y había tenido una vida social bastante normal. Incluso había tenido un pretendiente bastante serio, pero cuando se lo había presentado a sus tías las cosas entre ellos nunca habían vuelto a ser igual. Amelia había supuesto que él había visto su futuro, no solamente junto a una esposa sino al cuidado de dos ancianas, y no le había gustado. Ella se había quedado totalmente devastada por la ruptura, pero lo superó rápidamente. Aquel pretendiente le había robado su amor, la confianza en los hombres y su virginidad.
Con el paso del tiempo, Amelia no se había dado cuenta de que poco a poco había empezado a vestir y a comportarse como sus tías. Además, el tiempo le había hecho otro extraño favor: le había devuelto la confianza en los hombres. Lo único que nunca podría recuperar era su virginidad, pero se alegraba de ello. Hubiera odiado tener que morir sola y virgen. Fue al darse cuenta de ello cuando surgió una rebelión en su interior. Amelia se veía a sí misma con veinte, treinta e incluso cuarenta años haciendo lo mismo, en la misma casa, en la misma ciudad, con el mismo estilo de ropa y sola. Siempre sola. Ella adoraba y quería a sus tías, pero no tenía ninguna intención de acabar como ellas. Amelia quería emoción y aventura, quería salir de Tulip. Por eso necesitaba un coche nuevo, pero con el salario de una bibliotecaria aquello era imposible. Para sus tías el viejo Chrysler azul era más que suficiente, pero ella no podría ver el mundo en un Chrysler de los años setenta.
Consciente de que su tía Willy volvería a gritar su nombre si no se daba prisa, Amelia corrió al baño. Apresuradamente se puso un anodino vestido color crema, se recogió el pelo y se pintó ligeramente los labios de rosa claro. Mientras bajaba por las escaleras se colocó sus enormes gafas de pasta negra. Ya estaba preparada para que la señorita Amelia empezara el día como bibliotecaria en la biblioteca de Tulip, Georgia.
–Siéntate, muchacha –ordenó Wilhemina mientras colocaba un plato con comida caliente sobre la mesa.
Con la intención de beber solamente un poco de zumo de naranja, Amelia apartó de su lado el plato de comida.
–No, gracias, tía Willy. No tengo mucha hambre.
Wilhemina arqueó una ceja. Fue suficiente para que Amelia acercase de nuevo el plato y empezase a comer.
–Buenos días, tía Rosie –dijo cuando vio a su otra tía de pie mirando por la ventana.
Rosemary parpadeó y sonrió a su sobrina.
–No hables con la boca llena –reprendió Wilhemina a la joven.
–Deja a la chica en paz, Willy –murmuró Rosemary.
–Te he dicho miles de veces que mi nombre no es Willy.
–Pero Amelia te llama así..
–Ya sé cómo me llama –dijo Wilhemina–. Cuando era pequeña no sabía pronunciar mi nombre, era demasiado difícil.
Amelia había tenido suficiente; se levantó, besó en la frente a las ancianas y se despidió.
–Hasta esta noche –dijo antes de irse. La biblioteca de Tulip la estaba esperando.
Una burbuja de excitación crecía en su interior mientras conducía. Estaba dando los primeros pasos para cambiar su futuro. Ella no veía como un paso trabajar de camarera por la noche en un club, sino como un salto. Para ella, lo más difícil del trabajo era ponerse aquel minúsculo traje rojo tres noches a la semana. Dejaba muy poco para la imaginación y mucho para el ojo humano, pero el dinero que estaba ahorrando era incentivo suficiente para superar su vergüenza.
Tyler Savage giró en la calle principal y se dirigió hacia la oficina de correos. Sus manos bronceadas agarraban con fuerza el volante de su camioneta. Gracias a la ayuda de Raymond Earl volvía al trabajo. Iba calculando mentalmente la cantidad de fertilizante que necesitaba, cuando tuvo que frenar bruscamente. Effie Dettenberg estaba cruzando la calle y solamente se giró para mirarlo cuando llegó hasta la otra acera. Él la saludó con la mano sin darse cuenta de que había otra persona, aparte de Effie, que lo estaba mirando.
Amelia agarró con fuerza los libros, que acababa de recoger de la librería, e intentó no mirar fijamente al hombre de la camioneta. No estaría bien, pero Tyler Savage requería más que un simple vistazo. Todavía era el metro ochenta más deseado de todo Tulip, Georgia. Tenía el pelo negro, tan revuelto como su reputación, y unos ojos azules que siempre estaban sonriendo, incluso si su sensual boca no lo hacía. Tyler Savage y su aspecto de chico malo siempre habían estado presentes en los sueños de Amelia.
Ella suspiró. ¿Por qué siempre los más guapos eran también los más juerguistas? No había nadie que contestara a su pregunta, pero daba igual. Los hombres como él no se fijaban en mujeres como Amelia Beauchamp.
Ella se acomodó los libros y sonrió a Effie Bettenberg cuando se cruzó con ella.
–Buenos días, señora Effie. Hoy ha salido muy temprano.
Effie pasó una arrugada mano por su pecho con desaliento, como si acabara de escapar del infierno.
–¿Pero has visto eso?
–¿Ver el qué, señora Effie?
–A ese chico, Tyler Savage. ¡Casi me atropella! A gente como a él no le deberían permitir conducir.
Amelia intentó no sonreír. Aquel chico ya había sobrepasado los treinta años y era un hombre adulto.
–Señora Effie, lo he visto aminorar y usted sabe que es verdad.
–Bueno, me da igual. Con la reputación que tiene no deberían dejarlo salir –gruñó la anciana, pero de pronto bajó la voz y miró por encima de su hombro asegurándose de que no la escuchaba nadie–. Ya sabes lo que dicen de esos Savages.
Amelia intentó ignorar la sacudida que le dio el corazón, pero no sirvió de nada. Cualquier cosa que dijeran sobre Tyler Savage era de su interés.
–No, señora. No lo sé.
La voz de Effie no era más que un susurro.
–Dicen que eran contrabandistas y que... –hizo una pausa para tomar un poco de aire y ajustarse las gafas sobre la nariz–, esos contrabandistas cohabitaron con los indios. Por eso tienen el pelo tan negro y los pómulos tan marcados.
Amelia sonrió.
–Pero señora Effie, eso fue hace más de doscientos años. No se lo puede culpar por lo que sus antepasados hicieron o dejaron de hacer.
–Escúchame una cosa, Amelia Beauchamp, mantente alejada de ese tipo. Solamente te acarreará problemas.
–Sí, señora –dijo Amelia ignorando los pinchazos en su estómago–. Venga conmigo a la biblioteca, he recibido uno de esos libros de manualidades que tanto le gustan.
Una cosa era cambiar de tema y sacar a la señora Effie de las calles, pero otra muy distinta era quitarse a Tyler de la cabeza.
El reloj sonó seis veces seguidas mientras Amelia jugaba con su tenedor. Quedaban menos des tres horas para que sus tías se metieran en la cama y ella se fuera al club con Raelene Stringer. A sus tías les daría un ataque si supieran que no solamente trabajaba en el mismo lugar que la mujer «perdida» de Tulip, sino que también iba y venía con ella en el coche.
Wilhemina frunció el ceño.
–Amelia, no rayes el plato. Creo que te he enseñado mejores modales que esos.
–Sí, señora –murmuró ella mientras suspiraba y dejaba el tenedor a un lado.
Se levantó y se dispuso a recoger la mesa.
–Yo fregaré los platos. ¿Por qué no vais al salón y encendéis la televisión? Es casi la hora de vuestro programa preferido.
Rosemary dio unas palmaditas de alegría.
–Me encanta La Rueda de la Fortuna. Quizá algún día me vaya a California y participe en el concurso. El presentador me recuerda a...
Wilhemina volvió a fruncir el ceño.
–No seas absurda. Ese concurso es casi como ir al casino, y nosotras no vamos al casino y... –señalando a su hermana con el dedo añadió–: California está muy lejos de aquí; tendríamos que volar, y nosotros no volamos.
–Por supuesto que no –murmuró Rosemary mientras salía de la cocina–. Solamente los pájaros vuelan. Te juro, Willy, que me parece que te estás volviendo senil. He leído el otro día que...
Las mandíbulas de su hermana se apretaron fuertemente.
–No estoy senil... y tú lees demasiado.
Amelia suspiró, volvió a mirar el reloj y empezó a fregar los platos mientras sus tías desaparecían discutiendo hacia el salón.
Un par de horas después, intentaba no volver a mirar el reloj, preguntándose si sus tías se irían alguna vez a sus habitaciones. Para su alivio, tía Willy apareció en lo alto de las escaleras en albornoz. Su pelo largo y gris caía sobre sus hombros y por encima de su pecho plano.
–Amelia, ¿no subes? –preguntó ella desde arriba–. Son casi las ocho y media.
Sus tías se iban a la cama siempre muy pronto. Era como una filosofía de vida, nunca faltaban a su rutina. Amelia se mordió el labio inferior. Odiaba tener que mentir, pero no le quedaba más remedio si quería comprarse un coche.
–No, tía Willy, todavía no. Primero quiero terminarme este libro.
Wilhemina frunció el ceño. No le hacía falta mirar para saber que Amelia probablemente estaba leyendo otro de esos romances. Eran sus favoritos.
–Tienes que dejar de leer esa porquería, solamente consiguen confundirte. Yo te recomiendo Mujercitas, siempre ha sido mi preferido y un libro de lo más saludable.
Amelia puso los ojos en blanco.
–Sí, señora. Lo recordaré.
La puerta del cuarto de la tía Willy se cerró y Amelia consultó el reloj. Quedaba menos de media hora para encontrarse con Raelene Stringer.
Con un suspiro cerró el libro y lo dejó entre los cojines. Se acercó hasta el armario de la entrada y sacó una bolsa pequeña y un par de zapatillas. Todo lo que necesitaba para trabajar estaba allí dentro. Echando una última mirada a su alrededor, apagó las luces y muy despacio salió de la casa cerrando la puerta principal tras ella.
Las calles estaban prácticamente vacías. Llevaba puesto su chándal gris y fue corriendo hasta su destino. Raelene la estaba esperando en la esquina de la calle Quinta y Delaney.
Sonrió cuando Amelia se deslizó en el asiento del copiloto.
–¡Hola, cariño! Pensé que ya no vendrías –dijo encendiendo el motor y las luces del coche. El ruido irregular indicaba que algo necesitaba ser reparado.
Cuando Amelia había conseguido el trabajo en el Old South, su emoción había disminuido al darse cuenta de que llegar hasta el local iba a suponer un serio problema. Los autobuses que comunicaban Tulip y Savannah eran esporádicos.
Raelene, cuando la había visto salir del despacho del jefe, se había sorprendido. La bibliotecaria era la última persona que ella hubiera imaginado entrando en el Old South.
Se trataba de un club nocturno, donde los hombres asumían que las mujeres, simplemente por el hecho de trabajar allí, estaban para algo más que para servir las bebidas. Por supuesto, a Raelene nunca la había preocupado aquella asunción. Había conocido a algunos de sus hombres favoritos de aquella manera. Cuando le presentaron a Amelia como «Amber Champion», ella no dijo nada. Se limitó a arquear una ceja, cambiarse el chicle de lado dentro de la boca y ofrecerle el coche.
Amelia parpadeó mientras el coche despedía humo y hacía unos ruidos un tanto extraños. Era justo lo que necesitaba. Si el coche de Raelene explotaba en mitad de la calle principal de Tulip, todo terminaría. Para su tranquilidad, parecía que el coche se estabilizaba, con lo cual Amber se podría concentrar en su aspecto. Bajó el parasol del coche y, mirándose en su pequeño espejo, empezó a sacar el maquillaje de una bolsita. Cambió sus enormes gafas por unas lentillas. Mientras, Raelene miraba de reojo el pelo castaño de Amber con un poco de envidia.
–Chica, no sé por qué escondes tu preciosa cara detrás de esas gafas. Una vez intenté ponerme el pelo de ese color y me quedó más chillón que el escaparate de la tienda de muebles de Muphy. ¡Y esos ojos! Deberías llevar siempre lentillas. Creo que nunca he conocido a nadie que tenga los ojos azules y verdes al mismo tiempo.
–Mi padre los tenía –dijo Amelia mientras cruzaban el puente a las afueras de la ciudad–. Y llevo gafas porque son muy cómodas. Mi tía Willy dice que me hacen parecer muy profesional.
Raelene miró hacia el cielo.
–No estoy de acuerdo. Lo único que hacen es esconder esa preciosidad de ojos y añadirte al menos diez años. Si quieres llevar gafas, tienes que elegir unas más modernas. He visto una foto...
Amelia sonrió y dejó a Raelene hablar. No importaba lo que le dijera; Raelene no esperaba que le respondieran. Casi sin darse cuenta habían llegado al aparcamiento del club. Los coches ya habían comenzado a llenarlo. Sería una noche muy ajetreada.
–Ya estamos aquí –dijo Raelene cuando apagó el motor.
Amelia empezó a guardar todas sus cosas antes de mirarse por última vez en el pequeño espejo.
–Será mejor que nos demos prisa. Tony nos matará si llegamos tarde.
Ambas salieron rápidamente del coche.