De sobremesa - José Asunción Silva - E-Book

De sobremesa E-Book

José Asunción Silva

0,0

Beschreibung

De sobremesa, la novela del poeta colombiano José Asunción Silva, muestra las complejas emociones y sensaciones del fin del siglo XIX, en Latinoamérica. Publicada en 1925, años después del fallecimiento del autor en 1896, esta obra literaria redefine la narrativa al fusionar elementos visuales y emocionales en un mosaico. La narrativa adopta el formato de diario, enmarcado por un relato introductorio. José Fernández de Sotomayor y Andrade, el protagonista, comparte extractos de su diario con un selecto grupo de amigos durante la sobremesa, tras un festín. La elección del formato del diario trasciende su definición convencional, llevándonos a una travesía emocional que conecta con el alma del lector. En De sobremesa los elementos visuales son construidos meticulosamente, dando vida a las experiencias sensoriales y las sensaciones del protagonista. Mientras que los aspectos externos se esbozan con agilidad, el mundo interno se explora en detalle, permitiendo al lector fusionarse con las vivencias de Fernández. Entre los aspectos visuales más distintivos se encuentran las descripciones de Helena de Scilly Dancourt. Su imagen, teñida de lo ultraterrenal, se dibuja con tintes celestiales. Su pelo, tocado por la luz de las velas, emana un halo brillante, transformándola en una figura mística. La representación visual de Helena refuerza su naturaleza inalcanzable, elevándola a un estado de aura que perdura en la mente del protagonista y del lector. La novela trasciende los límites de lo terrenal, adentrándose en lo sobrenatural y lo espiritual. La búsqueda incesante de Fernández por Helena se convierte en un motif que guía la narrativa. La interacción entre el entorno y las emociones se expresa en términos visuales, creando una atmósfera que fusiona lo físico con lo emocional.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 334

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



José Asunción Silva

De sobremesa

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: De sobremesa.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-9897-259-7.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-1126-679-6.

ISBN ebook: 978-84-9816-839-6.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La obra 10

De sobremesa 13

París, 3 de junio de 189... 30

20 de junio 43

Bâle, 23 de junio 50

Whyl, 29 de junio 51

Al día siguiente 53

Whyl, 5 de julio 64

10 de julio 65

Interlaken, 25 de julio 82

Interlaken, 26 de julio 84

Interlaken, 5 de agosto por la noche 88

Ginebra, 9 de agosto 90

Ginebra, 11 de agosto 93

Londres, 11 de octubre 104

Londres, 10 de noviembre 111

Londres, 13 de noviembre 114

Londres, 17 de noviembre 117

Londres, 20 de noviembre 133

Londres, 5 de diciembre 142

París, 26 de diciembre 151

17 de enero 156

10 de marzo 172

10 de abril 175

20 de marzo 179

12 de abril 187

13 de abril 188

14 de abril 190

15 de abril 199

19 de abril 200

28 de abril 207

1.º de septiembre 220

18 de septiembre 240

1.º de octubre 241

25 de octubre 245

16 de enero 247

Libros a la carta 254

Brevísima presentación

La vida

José Asunción Silva (1865-1896). Colombia.

A excepción de algunas breves temporadas en el extranjero —en París, Suiza y Londres; y en Venezuela, como secretario de la Legislación de Colombia—, Silva vivió en el ambiente cerrado y nada estimulante del Bogotá del siglo XIX. Fue un hombre inconforme y desajustado, y su existencia estuvo marcada por el fracaso y las frustraciones: continuas ruinas en sus empeños comerciales, intentando preservar los negocios de su familia; la muerte de su hermana Elvira (a quien dedica su «Nocturno»), el naufragio de un barco en el que perdió según sus propias palabras: «lo mejor de mi obra»; la hostilidad de una sociedad estrecha (lo apodaban «José Presunción») que lo obligó a no mostrar su vocación literaria.

La primera edición de su obra poética, muy adulterada, apareció en Barcelona en 1908, tras su suicidio (con un prólogo vehemente de Miguel de Unamuno, que incluimos en la presente edición).

Su poesía contiene tres referencias privilegiadas: El libro de versos, que él mismo ordenó y tituló; Gotas amargas, que quiso mantener inédito; y Versos varios, compendio del resto de su obra. Silva no parece atraído por el parnasianismo y aún menos por el preciosismo propio de los inicios de la década del 1890 (véase su sátira «Sinfonía de color de fresa en leche»). Influido por Poe, Bécquer, y el Martí de Ismaelillo, Silva es considerado un poeta simbolista.

La obra

De sobremesa, la novela del poeta colombiano José Asunción Silva, muestra las complejas emociones y sensaciones del fin del siglo XIX, en Latinoamérica. Publicada en 1925, años después del fallecimiento del autor en 1896, esta obra literaria redefine la narrativa al fusionar elementos visuales y emocionales en un mosaico cautivador.

La narrativa adopta el formato de diario, enmarcado por un relato introductorio. José Fernández de Sotomayor y Andrade, el protagonista, comparte extractos de su diario con un selecto grupo de amigos durante la sobremesa tras un festín. La elección del formato del diario trasciende su definición convencional, llevándonos a una travesía emocional que conecta con el alma del lector.

De sobremesa es un caleidoscopio visual y emocional, transportando al lector a través de los intrincados paisajes emocionales del protagonista. Los elementos visuales son meticulosamente construidos, dando vida a las experiencias sensoriales y las sensaciones del protagonista. Mientras que los aspectos externos se esbozan con agilidad, el mundo interno se explora en detalle, permitiendo al lector fusionarse con las vivencias de Fernández.

Entre los aspectos visuales más distintivos se encuentran las descripciones de Helena de Scilly Dancourt. Su imagen, teñida de lo ultraterrenal, se dibuja con tintes celestiales. Su cabello, tocado por la luz de las velas, emana un halo brillante, transformándola en una figura mística. La representación visual de Helena refuerza su naturaleza inalcanzable, elevándola a un estado de aura que perdura en la mente del protagonista y del lector.

La novela trasciende los límites de lo terrenal, adentrándose en lo sobrenatural y lo espiritual. La búsqueda incesante de Fernández por Helena se convierte en un motif que guía la narrativa. La interacción entre el entorno y las emociones se expresa en términos visuales, creando una atmósfera que fusiona lo físico con lo emocional.

De sobremesa trasciende las barreras temporales, conectando la visión del autor con las emociones de los lectores. Esta obra nos invita a explorar el mundo interior del protagonista a través de elementos visuales meticulosamente entrelazados. José Asunción Silva, a pesar de su partida prematura, deja un legado que refleja la riqueza visual y emocional de una época en constante cambio.

De sobremesa

Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta, y al iluminar de lleno tres tazas de China, doradas en el fondo por un resto de café espeso, y un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa.

En el fondo de ella, atenuada por diminutas pantallas de rojiza gasa, luchaba con la semioscuridad circunvecina, la luz de las bujías del piano, en cuyo teclado abierto oponía su blancura brillante el marfil al negro mate del ébano.

Sobre lo rojo de la pared, cubierta con opaco tapiz de lana, brillaban las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela, y destacándose del fondo oscuro del lienzo, limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con expresión bonachona, la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt.

El humo de dos cigarrillos, cuyas puntas de fuego ardían en la penumbra, ondeaba en sutiles espirales azulosas en el círculo de luz de la lámpara y el olor enervante y dulce del tabaco opiado de Oriente se fundía con el del cuero de Rusia en que estaba forrado el mobiliario.

Una mano de hombre se avanzó sobre el terciopelo de la carpeta, frotó una cerilla y encendió las seis bujías puestas en pesado candelabro de bronce cercano a la lámpara. Con el aumento de luz fue visible el grupo que guardaba silencio: el fino perfil árabe de José Fernández, realzado por la palidez mate de la tez y la negrura rizosa de los cabellos y de la barba; la contextura hercúlea y la fisonomía plácida de Juan Rovira, tan atrayente por el contraste que en ella forman los ojazos de expresión infantil y las canas del espeso bigote, sobre lo moreno del cutis atezado por el Sol; la cara enjuta y grave de Óscar Sáenz, que con la cabeza hundida en los cojines del diván turco y el cuerpo tendido sobre él, se retorcía la puntiaguda barbilla rubia y parecía perdido en una meditación interminable.

—¡Bonita sobremesa! Hace media hora que estamos callados como tres muertos. Esta media luz que te gusta a ti, Fernández, ayuda al silencio y es un narcótico —prorrumpió Juan Rovira, escogiendo un cigarro en la caja de habanos sobre la mesa, al pie del frasco de aguardiente de Danzig—. Bonita sobremesa para una comilona rociada con ese borgoña. ¡Si ya me sentía con principios de congestión! —y comenzó a pasearse a grandes pasos por el cuarto, con la mano derecha metida en el bolsillo del chaleco, y arrancándole al puro las primeras bocanadas de humo.

—¿Qué quieres? Esto lo llaman los poetas el silencio de la intimidad; también es que Óscar nos ha contagiado; le comieron la lengua los ratones del hospital... No has atravesado tres palabras desde que entraste. Tienes sueño —dijo dirigiéndose a Sáenz, que se incorporó al oírlo.

—¿Yo, sueño?... No; estoy un poco cansado. Pero suponte, Juan —siguió, clavando en Rovira los ojos pequeños y penetrantes, que por un hábito profesional observan siempre la fisonomía del interlocutor como buscando en ella el síntoma o la expresión de una oculta dolencia—; suponte, paso la semana entera en las salas frías del hospital y en las alcobas donde sufren tantos enfermos incurables; veo allí todas las angustias, todas las miserias de la debilidad y del dolor humano en sus formas más tristes y más repugnantes; respiro olores nauseabundos de desaseo, de descomposición y de muerte; no visito a nadie y los sábados entro aquí a encontrar el comedor iluminado a giorno por treinta bujías diáfanas y perfumado por la profusión de flores raras que cubren la mesa y desbordan, multicolores, húmedas y frescas, de los jarrones de cristal de Murano; el brillo mate de la vieja vajilla de plata marcada con las armas de los Fernández de Sotomayor; las frágiles porcelanas decoradas a mano por artistas insignes; los cubiertos que parecen joyas; los manjares delicados, el rubio jerez añejo, el johannisberg seco, los burdeos y los borgoñas que han dormido treinta años en el fondo de la bodega; los sorbetes helados a la rusa, el tokay con sabores de miel, todos los refinamientos de esas comidas de los sábados, y luego, en el ambiente suntuoso de este cuarto, el café aromático como una esencia, los puros riquísimos y los cigarrillos egipcios que perfuman el aire... Junta a la impresión de todos esos detalles materiales, la que me causa a mí, acostumbrado a ver moribundos, el exceso de vigor físico y la superabundancia de vida de este hombrón —dijo señalando a Fernández, que sonrió con una expresión de triunfo—, junta eso con mis quehaceres habituales y con el ambiente mezquino y prosaico en que vivo y comprenderás mi silencio cuando estoy aquí. Por eso me callo, y por otras cosas también...

—¿Cuáles son esas cosas? —inquirió Fernández.

—Son tus aventuras amorosas, que todos te envidiamos en secreto —insinuó Rovira con aire paternal—, y que por el lado antihigiénico preocupan a este don Pedro Recio Tirteafuera.

—No, lo demás es que he comprendido la inutilidad de suplicarte para que vuelvas al trabajo literario y te consagres a una obra digna de tus fuerzas y que cada vez que estoy aquí, prefiero no hablar para no repetirte que es un crimen disponer de los elementos de que dispones y dejar que pasen los días, las semanas, los años enteros sin escribir una línea. ¿Dormiste sobre tus laureles, satisfecho con haber publicado dos tomos de poesía, uno cuando niño y otro hace ya siete años?

—¿Te parece poco haber escrito un tomo de poesías como los «Primeros versos» y como los «Poemas del más allá»?

—Yo no sé de esas cosas, pero me parece que valen la pena los versos de Fernández —agregó Rovira con aire de fastidio.

—Para cualquier otro me parecería mucho, para Fernández nada... Recuerde usted cuánto hace que los escribió... Todo lo que has hecho —continuó volviéndose al poeta—, todo lo más perfecto de tus poemas es nada, es inferior a lo que tenemos derecho a esperar de ti, los que te conocemos íntimamente, a lo que tú sabes muy bien que puedes hacer. Y sin embargo, hace dos años que no produces una línea... Dime, ¿piensas pasar tu vida entera como has pasado los últimos meses, disipando tus fuerzas en diez direcciones opuestas; exponiéndote a los azares de la guerra por defender una causa en que no crees, como lo hiciste en julio al combatir a las órdenes de Monteverde; promoviendo reuniones políticas para excitar al pueblo de que te ríes; cultivando flores raras en el invernáculo; seduciendo histéricas vestidas por Worth; estudiando árabe y emprendiendo excursiones peligrosas a las regiones más desconocidas y malsanas de nuestro territorio para continuar tus estudios de prehistoria y de antropología? Déjame echarte un sermón ya que me he callado tanto tiempo. En tu frenesí por ampliar el campo de las experiencias de la vida, en tu afán por desarrollar simultáneamente las facultades múltiples con que te ha dotado la naturaleza, vas perdiendo de vista el lugar a donde te diriges. El aspecto de tu escritorio ayer por la mañana daría a pensar en un principio de incoherencia a cualquier que te conociera menos de lo que te conozco. Había sobre tu mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquídeas monstruosas; un ejemplar de Tíbulo manoseado por seis generaciones, y que guardaba entre sus páginas amarillentas la traducción que has estado haciendo; el último libro de no sé qué poeta inglés; tu despacho de general, enviado por el Ministerio de Guerra; unas muestras de mineral de las minas de Río Moro, cuyo análisis te preocupaba; un pañuelo de batista perfumado que sin duda le habías arrebatado la noche anterior en el baile de Santamaría al más aristocrático de tus flirts; tu libro de cheques contra el Banco Angloamericano, y presidía esa junta heteróclita el ídolo quichua que sacaste del fondo de un adoratorio, en tu última excursión, y una estatuilla griega de mármol blanco.

»Tú, sentado enfrente del escritorio, azotado ya por la ducha fría y excitado por tres tazas de té, comenzabas el día. Ya habías escrito una estrofa musical y perversa destinada probablemente a una de tus víctimas; según me dijiste, ya habías girado tres cheques para atender los pagos de la semana; llamado al teléfono para darle órdenes al arquitecto de Villa Helena; comenzando en el laboratorio un ensayo del mineral de Río Moro; ya habías leído diez páginas de una monografía sobre la raza azteca, y mientras ensillaban al más fogoso de los caballos, te entretenías en estudiar el plano de una batalla. ¡Dios mío! ¡Si hay un hombre capaz de coordinar todo eso, ese hombre, aplicado a una sola cosa, será una enormidad! Pero no, eso está fuera de lo humano... Te dispersarás inútilmente. No sólo te dispersarás, sino que esos diez caminos que quieres seguir al tiempo, se te juntarán, si los sigues, en uno solo.

—¿Que lleva al Asilo de Locos? —preguntó Fernández, sonriéndose con una sonrisa de desdén—. No lo creas... Yo creí eso en un tiempo. Hoy no lo creo.

—Bien, suponte que no sea así —continuó Sáenz imperturbable—. Da por sentado que tu organización de hierro resista las pruebas a que la sometes, y dime, ¿tú sí crees de buena fe que aunque vivas cien años alcanzarás a satisfacer los millones de curiosidades que levantas dentro de ti a cada instante, para lanzarlas por el mundo como una jauría de perros hambrientos, a caza de impresiones nuevas?... ¿Y para seguir en esas locuras echas a un lado lo mejor de ti mismo, tu vocación íntima, tu alma de poeta?... ¿Cuántos versos has escrito en este año?

—Versos..., ni uno solo..., pensé escribir un poema que tal vez habría sido superior a los otros; no lo comencé, probablemente no lo comenzaré nunca..., no volveré a escribir un solo verso... Yo no soy poeta...

Una exclamación de los dos amigos le impidió continuar la frase...

—No, no soy poeta —dijo con aire de convicción profunda—. Eso es ridículo. ¡Poeta yo! Llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, al Dante, a Shakespeare, a Shelley...

Qué profanación y qué error. Lo que me hizo escribir mis versos fue que la lectura de los grandes poetas me produjo emociones tan profundas como son todas las mías; que esas emociones subsistieron por largo tiempo en mi espíritu y se impregnaron de mi sensibilidad y se convirtieron en estrofas. Uno no hace versos, los versos se hacen dentro de uno y salen. El que menos ilusiones puede formarse respecto del valor artístico de mi obra soy yo mismo, que conozco el secreto de su origen... ¿Quieres saberlo? Viví unos meses con la imaginación en la Grecia de Pericles; sentí la belleza noble y sana del arte heleno con todo el entusiasmo de los veinte años y bajo esas impresiones escribí los «Poemas paganos»; de un lluvioso otoño pasado en el campo leyendo a Leopardi y a Antero de Quental, salió la serie de sonetos que llamé después «Las almas muertas»; en los «Días diáfanos» cualquier lector inteligente adivina la influencia de los místicos españoles del siglo xvi, y mi obra maestra, los tales «Poemas de la carne», que forman parte de los «Cantos del más allá», que me han valido la admiración de los críticos de tres al cuarto, y cuatro o seis imitadores grotescos, ¿qué otra cosa son sino una tentativa mediocre para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne?... No, Dios mío, yo no soy poeta... Soñaba antes y sueño todavía a veces en adueñarme de la forma, en forjar estrofas que sugieran mil cosas oscuras que siento bullir dentro de mí mismo y que quizá valdría la pena de decirlas, pero no puedo consagrarme a eso...

—Al oírte comprendo por qué dice Máximo Pérez que el crítico en ti mata al poeta..., que tus facultades analíticas son superiores a tus fuerzas creadoras —dijo Sáenz.

—Puede ser, soy quien menos puede decirlo —continuó Fernández—. Poeta, puede ser, ese tiquete fue el que me tocó en la clasificación. Para el público hay que ser algo. El vulgo les pone nombres a las cosas para poderlas decir y pega tiquetes a los individuos para poderlos clasificar. Después el hombre cambia de alma pero le queda el rótulo. Publiqué un tomo de malos versos a los veinte años y se vendió mucho; otro de versos regulares a los veintiocho y no se vendió nada. Me llamaron poeta desde el primero, después del segundo no he vuelto a escribir ni una línea y he hecho nueve oficios diferentes, y a pesar de eso llevo todavía el tiquete pegado, como un envase que al estrenarlo en la farmacia contuvo mirra, y que más tarde, lleno por dentro de cantáridas, de linaza o de opio ostenta por fuera el nombre de la balsámica goma. ¡Poeta! Pero no, oye, no son mis facultades analíticas, que Pérez exagera, la razón íntima de la esterilidad que me echas en cara; tú sabes muy bien cuál es: es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irresistiblemente; todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la actividad humana, todas las formas de la vida, la misma vida material, las mismas sensaciones que por una exigencia de mis sentidos, necesito de día en día más intensas y delicadas... ¿Qué quieres, con todas esas ambiciones puede uno ponerse a cincelar sonetos? En esas condiciones no manda uno en sus nervios...

—Y mucho menos cuando usa como tú un disfraz de perfecta corrección mundana, se aísla como vives aislado entre los tesoros de arte y las comodidades fastuosas de una casa como esta y sólo trata con una docena de chiflados como somos tus amigos, excepción hecha de Rovira, los más a propósito para aislarte de la vida real...

—¿La vida real?... Pero, ¿qué es la vida real, dime, la vida burguesa sin emociones y sin curiosidades?... Cierto que sólo existen para mí diez amigos íntimos que me entienden y a quienes entiendo y algunos muertos en cuya intimidad vivo... Los demás son amistades epidérmicas, por decirlo así; en cuanto a mi vida de hoy, tú sabes bien que, aunque distinta en la forma de la que he llevado en otras épocas, su organización obedece en el fondo a lo que ha constituido siempre mi aspiración más secreta, mi pasión más honda: el deseo de sentir la vida, de saber la vida, de poseerla, no como se posee a una mujer de quien nos hacen dueños unos instantes de desfallecimiento suyo y de audacia nuestra, sino como a una mujer adorada, que convencida de nuestro amor se nos confía y nos entrega sus más deliciosos secretos. ¿Tú crees que yo me acostumbro a vivir?... No, cada día tiene para mí un sabor más extraño y me sorprende más el milagro eterno que es el Universo. La vida. ¿Quién sabe lo que es? Las religiones no, puesto que la consideran como un paso para otras regiones; la ciencia no, porque apenas investiga las leyes que la rigen sin descubrir su causa ni su objeto. Tal vez el arte que la copia..., tal vez el amor que la crea.

»¿Tú crees que la mayor parte de los que se mueren han vivido? Pues no lo creas; mira, ¡la mayor parte de los hombres, los unos luchando a cada minuto por satisfacer sus necesidades diarias, los otros encerrados en una profesión, en una especialidad, en una creencia, como en una prisión que tuviera una sola ventana abierta siempre sobre un mismo horizonte, la mayor parte de los hombres se mueren sin haberla vivido, sin llevarse de ella más que una impresión confusa de cansancio!... ¡Ah! Vivir la vida..., eso es lo que quiero, sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede... Los meses pasados en la pesquería de perlas, sin ver más que la arena de las playas y el cielo y las olas verdosas, respirando a pleno pulmón el ambiente yodado del mar; las temporadas de orgías y de tumulto mundano en París; los meses de retiro en el viejo convento español, entre cuyos paredones grises sólo resuenan los rezos monótonos de los frailes y las graves músicas del canto llano; la permanencia agitada en el escritorio de Conills, con mi fortuna comprometida en el engranaje vertiginoso de los negocios yanquis, y la cabeza llena de cotizaciones y de cálculos, en pleno hard work; las suaves residencias en Italia, en que, secuestrado del mundo y olvidado de mí mismo, viví encerrado en iglesias y museos o soñando horas enteras en amorosa contemplación ante las obras de mis artistas predilectos como el Sodoma y el Vinci, todo eso son cinco caminos emprendidos con loco entusiasmo, recogidos con frenesí, y abandonados por temor de que me sorprendiera la muerte en alguno de ellos antes de transitar por otros, por estos otros nuevos que trato de recorrer ahora y por los cuales dices tú que voy gastando inútilmente mis fuerzas... ¡Ah! ¡Vivir la vida!, emborracharse de ella, mezclar todas sus palpitaciones con las palpitaciones de nuestro corazón antes de que él se convierta en ceniza helada; sentirla en todas sus formas, en la gritería del meeting donde el alma confusa del populacho se agita y se desborda, en el perfume acre de la flor extraña que se abre, fantásticamente abigarrada, entre la atmósfera tibia del invernáculo; en el sonido gutural de las palabras que hechas canción acompañan hace siglos la música de las guzlas árabes; en la convulsión divina que enfría las bocas de las mujeres al agonizar de voluptuosidad; en la fiebre que emana del suelo de la selva donde se ocultan los últimos restos de la tribu salvaje... Dime, Sáenz, ¿son todas esas experiencias opuestas y las visiones encontradas del Universo que me procuran, todo eso es lo que quieres que deje para ponerme a escribir redondillas y a cincelar sonetos?

—No —contestó el otro sin desconcertarse—. Yo no te he dicho nunca que no pienses, sino que no abuses. Alegas tú que lo que yo llamo abuso es para ti lo estrictamente necesario y te ríes de mis sermones. Es claro que si el fin de todos tus esfuerzos me pareciera a tu altura, te aplaudiría, pero tú lo que quieres es gozar y eso es lo que persigues en tus estudios, en tus empresas, en tus amores, en tus odios. No son tus complicaciones intelectuales las que no te dejan escribir, ni tampoco son tus grandes facultades críticas que requerirían que produjeras obras maestras para quedar satisfechas, no, no es eso; son las exigencias de tus sentidos exacerbados y la urgencia de satisfacerlas que te domina. Mira, si en mis manos estuviera te quitaría cosa a cosa todo lo que te impide escribir y hacer glorioso tu nombre. ¿Quieres saber qué es lo que no te deja escribir? El lujo enervante, el confort refinado de esta casa con sus enormes jardines llenos de flores y poblados de estatuas, su parque centenario, su invernáculo donde crecen, como en la atmósfera envenenada de los bosques nativos, las más singulares especies de la flora tropical.

¿Sabes qué es? No son tanto las tapicerías que se destiñen en el vestíbulo, ni los salones suntuosos, ni los bronces, los mármoles y los cuadros de la galería, ni el gabinete del extremo oriente con sus sederías chillonas y sus chirimbolos extravagantes, ni las colecciones de armas y de porcelanas, ni mucho menos tu biblioteca ni los aguafuertes y dibujos que te encierras a ver por semanas enteras. No, es lo otro. Lo que estimula el cuerpo, las armas, los ejercicios violentos, tus cacerías salvajes con los Merizalde y los Monteverde; tus negocios complicados; el salón de hidroterapia, la alcoba y el tocador dignos de una cortesana. Son los vicios nuevos que dices que estás inventando, esas joyas en cuya contemplación te pasas las horas fascinado por su brillo, como se fascinaría una histérica; el té despachado directamente de Cantón, el café escogido grano por grano que te manda Rovira; el tabaco de Oriente y los cigarros de Vuelta Abajo, el kummel ruso y el krishabaar sueco, todos los detalles de la vida elegante que llevas, y todas esas gollerías que han reemplazado en ti al poeta por un gozador que a fuerza de gozar corre al agotamiento... ¡Hombre; cuando estando sano como una manzana y fuerte como un carretero has dado en tomar tónicos de los que se les dan a los paralíticos y eso sólo para sentirte más lleno de vida de lo que estás! Mira, si en mis manos estuviera te quitaría todos los refinamientos y las suntuosidades de que te rodeas, te debilitaría un poco para tranquilizarte, te pondría a vivir en un pueblecillo, en un ambiente pobre y tranquilo donde conversaras con gente del campo y no vieras más cuadros que las imágenes de la iglesia ni consiguieras más libros que el Año Cristiano, prestado por el cura. Si en mis manos estuviera te salvaría de ti mismo. A los seis meses de vivir en ese ambiente serías otro hombre y te pondrías a escribir algún poema de los que debes escribir, de los que es tu deber escribir.

—¿Conque yo tengo el deber de escribir poemas?

—preguntó Fernández riéndose—. ¡Pues estoy divertido!

—y enseriándose súbitamente—: feliz tú que sabes cuáles son los deberes de cada cual y cumples los que crees tuyos como los cumples. ¡Deber! ¡Crimen! ¡Virtud! ¡Vicio!... Palabras, como dice Hamlet... Yo estoy en la situación en que nos suponía el zapatero aquel que cuando se emborrachaba nos detenía a la salida del colegio, ¿recuerdas?

—¡Ah, sí, el zapatero Landínez! —contestó Juan Rovira como si se dirigiera a él—, antier me lo encontré más borracho que nunca y me detuvo con su eterno sonsonete:

«Dadme una peseta, caballero. Vos no sabéis la posición que ocupáis en la sociedad; vos no sabéis qué cosa es el mal ni qué cosa es el bien». Bueno, José, ¿y tú qué tienes que ver con ese perdulario? —dijo interpelando a Fernández.

—Tú no entiendes esas cosas —le respondió este—, es una broma que tengo con Sáenz. Conque, dime —preguntó volviéndose al médico—, ¿tú sí crees que mi deber es escribir poemas? Pues, mira esa calavera —agregó mostrando con la mano nerviosa y fina un cráneo cuyas cuencas vacías donde se aglomeraba la sombra parecían mirarlo desde el pedestal de la Venus de Milo, donde estaba colocado—, ¡esa calavera me dice todas las noches que mi deber es vivir con todas mis fuerzas, con toda mi vida!...

»Y sin embargo, los versos me tientan y quisiera escribir, ¿para qué ocultártelo? En estos últimos días del año sueño siempre en escribir un poema, pero no encuentro la forma... Esta mañana volviendo a caballo de Villa Helena me pareció oír dentro de mí mismo estrofas que estaban hechas y que aleteaban buscando salida. Los versos se hacen dentro de uno, uno no los hace, los escribe apenas..., ¿tú no sabes eso, Rovira?...».

—No, ¡qué sé yo de esas cosas! —contestó el interpelado—. Los tuyos me gustan y son buenos de seguro, porque un hombre de gusto que tiene caballos como la pareja de moros de tu victoria y el árabe en que montas, y una casa como esta y tanto cuadro y tantas estatuas y cigarros de esta calidad —dijo mostrando la larga ceniza del puro casi negro que se estaba fumando—, ¡pues es clarísimo que no puede hacer malos versos!

—¿Por qué no escribes un poema, José? —insistió Sáenz.

—Porque no lo entenderían tal vez, como no entendieron los «Cantos del más allá» —dijo el poeta con dejadez—. ¿Ya no recuerdas el artículo de Andrés Ramírez en que me llamó asqueroso pornógrafo y dijo que mis versos eran una mezcla de agua bendita y de cantáridas? Pues esa suerte correría el poema que escribiera. Es que yo no quiero decir, sino sugerir, y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista. En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ninguno. La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra en el cerebro del que oye, ve o sueña. Golpea con los dedos esa mesa, es claro que sólo sonarán unos golpes, pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía. Y el público es casi siempre mesa y no un piano que vibre como este —concluyó sentándose al Steinway y tocando las primeras notas del prólogo del Mephisto.

—Fernández —dijo Rovira suspendiendo su interminable paseo para acercarse a la mesa y sacudir la ceniza del puro que fumaba en un platillo de cobre repujado—. Oye, Fernández: ¡no te preocupes con los sermones de este médico, que quiere ser para ti un don Pedro Recio Tirteafuera, ni con escribir unos versos más o menos, para que tus admiradores te proclamen genio al día siguiente del entierro! Más vale vivir tres días en Nare, como decía el minero, que tres siglos en el corazón de la posteridad... Nada, hijo, diviértete, cuídate, busca más caballos árabes y más armas si eso te suena, compra más antiguallas y más chirimbolos, métete hasta las narices en la política, déjate querer por todas las mujeres que se antojen de ti y hazte querer de todas las que se te antojen, no vuelvas a escribir un solo verso si no se te da la gana... Para todo eso te doy permiso a cambio de que me satisfagas esta noche un antojo que tengo desde hace mucho tiempo... Quiero oírte leer unas páginas que, según me dijiste una vez, tienen relación con el nombre de tu quinta, con un diseño de tres hojas y una mariposa que llevan impreso en oro, en la pasta blanca, varios volúmenes de tu biblioteca, y con aquel cuadro de un pintor inglés..., ¿cómo dices tú?, ¿decadente?, no..., ¿simbolista?, no, ¿prerrafaelista? Eso es, prerrafaelista, que tienes en la galería y que no logro entender por más que lo miro cada vez que paso por ahí... ¿Sabes de qué te hablo?...

—Sí, sé de qué me hablas —contestó Fernández levantándose al oír ruidos de voces y de pasos en el cuarto vecino...

El portier pesado de tela roja de Oriente bordado de oro que cierra la entrada de la derecha se abrió dándoles paso a Luis Cordovez y a Máximo Pérez.

—Buenas noches, te traigo a este hombre para que lo distraigas —dijo Cordovez, tendiéndole la mano a Fernández—; Juan, Óscar —saludando familiarmente a los amigos con quienes hablaba Pérez—, y vengo yo a desinfectarme de todas las vulgaridades oídas en estas dos horas... Dame una copa de jerez del más seco, y siéntate tú aquí —añadió, mostrando un sillón cercano al suyo—, necesito oír buenos versos para desinfectarme el alma...

¡Si tú supieras de dónde vengo!...

—Pues no me parece imposible adivinarlo; de una comida en que has estado cerca de una rubia..., el vestido lo cuenta..., ¡irreprochable! —añadió Fernández fijándose en la gardenia fresca que llevaba Cordovez en el ojal del frac y en las gruesas perlas que le abotonaban la pechera.

—Ya lo ves, ¡te equivocaste! Los poetas andan siempre soñando cosas deliciosas. Nada, hombre, de una comida dada por Ramón Rey a Daniel Avellaneda, en que se habló de política al comenzar y de religión y de mujeres al concluir. Cuando te digo que necesito que me leas versos de Núñez de Arce para desinfectarme. No, no son versos —añadió dirigiéndole a Fernández una mirada en que se adivinaba su amor casi fraternal y su entusiasmo fanático por el poeta—. ¿Sabes...?, no son versos de Núñez de Arce..., es prosa tuya lo que quiero..., vengo a pedirte de soñar, como dices tú..., hace tres días que no le pido de soñar a nadie por miedo de que me sirvan mal y que estoy pensando a cada momento en que llegue esta noche para suplicarte me leas unas notas tomadas en un viaje por Suiza, que nunca me has mostrado... Nos las vas a leer dentro de un rato, ¿cierto...? Si tú supieras que he pasado hoy un mal día pensando en ti, con la idea fija de que estabas enfermo... Pero estás bien, ¿verdad...?

—Nunca estoy bien en los últimos días del año —contesto Fernández como distraído por algo que lo preocupara—: nunca estoy bien en los últimos días de diciembre.

La frescura y la animación de Luis Cordovez, cuyas facciones delicadas y naciente barba castaña recordaban el perfil del Cristo de Scheffer, sin que los rizos oscuros que le caían sobre la frente estrecha, ni el frac que le moldeaba el busto alcanzaran a disminuir el parecido, formaban extraño contraste con la atonía moribunda del semblante pálido y lo apagado de los ojos grises de Máximo Pérez, cuya flacura se adivinaba, mal disimulada por el vestido de cheviot claro que traía puesto, en las líneas del cuerpo tendido sobre el diván vecino, en una postura de enfermizo cansancio.

—¿Tú no sigues bien, eh...?, ¿aumentan los dolores...? —le preguntó Sáenz clavándole los ojos inquisitivos.

—Siguen los dolores, atroces, a pesar de los bromuros y de la morfina... Esta noche me sentía tan mal que me retiraba ya del Club cuando encontré a Cordovez y me hizo el bien de traerme... No saben tus colegas qué es lo que tengo... Fernández, dime, ¿tampoco pudieron hacer diagnóstico preciso de una enfermedad que sufriste en París, de una enfermedad nerviosa de que me ha hablado Marinoni?... Dime, ¿tú la describiste en algunas páginas de tu diario?... Si nos las leyeras esta noche... Creo que sólo la lectura de algo inédito y que me interesara mucho alcanzaría a disipar un poco mis ideas negras.

—Yo le había instado antes a José para que nos leyera algo relacionado con el nombre de la quinta, con Villa Helena —dijo Rovira malhumorado y como temeroso de no lograr su empeño—; ahora tú y Cordovez vienen cada cual con su idea, y va a resultar que José no nos lea nada al fin. Fernández, ¿qué dices?

—Tú querrías leer la última novela de Pereda, ¿no, Cordovez? —dijo el escritor distraído—; recuérdame darte el tomo.

—No, te había suplicado que nos leyeras unas notas escritas en Suiza, pero resulta que Rovira desea conocer unas páginas que según dice tienen relación con Villa Helena; Pérez otras que dizque describen una enfermedad que sufriste en París y el doctor Sáenz no opina, está callado como un mudo desde que entramos... ¡Habla, Sáenz!

—Fernández no me oye nunca cuando le hablo. Hace cuatro años le vengo diciendo que escriba y no me oye. José, ¿no tienes tú, un cuento o cosa así, que pasa en París, una noche de año nuevo? —insinuó el médico—. ¿Por qué no nos lo lees?

—Todo eso es Ella —dijo el escritor, como perdido en un ensueño—; esta mañana las rosas blancas en la verja de hierro de Villa Helena; a medio día el revoloteo de la mariposilla blanca que se entró por la ventana del escritorio... Ahora cuatro deseos encontrados que se juntan para que la nombre... —se pasó la mano por la frente y se quedó callado luego sin que durante diez minutos en que pareció olvidarse de todo y sumirse en honda meditación, ninguno de los amigos se atreviera a distraerlo.

—Fernández, ¿no nos vas a leer nada? —preguntó Rovira impaciente, deteniéndose cerca del sillón de aquel—. ¿Tienes dolor de cabeza?... Eso ha sido el trabajo de hoy... ¿Tú para qué trabajas?... ¿Nos lees algo al fin?...

José Fernández, después de buscar en uno de los rincones oscuros del cuarto donde sólo se adivinaba entre la penumbra rojiza la blancura de un ramo de lirios y el contorno de un vaso de bronce y de apagar las luces del candelabro, se sentó cerca de la mesa, y poniendo sobre el terciopelo de la carpeta un libro cerrado, se quedó mirándolo por unos momentos.

Era un grueso volumen con esquineras y cerraduras de oro opaco. Sobre el fondo de azul esmalte, incrustado en el marroquí negro de la pasta, había tres hojas verdes sobre las cuales revoloteaba una mariposilla con las alas forjadas de diminutos diamantes.

Acomodándose Fernández en el sillón, abrió el libro y después de hojearlo por largo rato leyó así a la luz de lámpara.

París, 3 de junio de 189...

La lectura de dos libros, que son como una perfecta antítesis de comprensión intuitiva y de incomprensión sistemática del arte y de la vida, me ha absorbido en estos días: forman el primero mil páginas de pedantescas elucubraciones seudocientíficas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau, y el segundo, los dos volúmenes del diario, del alma escrita, de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony.