Delfines de plata - Félix García Hernán - E-Book

Delfines de plata E-Book

Félix García Hernán

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Beschreibung

Hay amores que no entienden de razas ni religiones, clases ni edades. Hay pasiones prohibidas que temen al murmullo y al qué dirán. Y todos se ocultan a los ojos de los demás y hallan su razón de ser en los pasillos y habitaciones de un céntrico hotel de lujo entre cuyas paredes se ocultan anhelos, deseos y secretos que es, también, el objetivo de una organización criminal que busca dar un golpe sangriento que asombre al mundo. Así, sin quererlo, las muchas vidas que giran en torno al hotel, las públicas y las privadas, las de sus clientes y empleados, las de políticos y artistas, policías y toreros, porteros y camareras, botones, divas y padres de familia, se verán implicadas en un complot que pondrá en peligro su propia existencia e incluso el rumbo del país. Delfines de plata es una novela vertiginosa, adictiva y ajustada al milímetro, que nos quitará el sueño, que no nos soltará hasta que lleguemos a su última página, que habla de pasión, de solidaridad y de entrega y que ha sido adaptada al cine, una película dirigida por Javier Elorrieta y protagonizada por Rodolfo Sancho que recoge a la perfección el audaz ritmo narrativo característico de Félix García Hernán, un autor tan eficaz como siempre sorprendente.

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Seitenzahl: 519

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Félix García Hernán (Madrid, 1955).

Días sin sol es la tercera novela que publica con Editorial Alrevés. Las anteriores, Cava dos fosas (2020) y Pastores del mal (2021), recibieron una entusiasta acogida por parte de público y crítica.

Cava dos fosas resultó finalista al Premio Negra y Mortal a la mejor novela negra en español por ser «uno de esos libros donde la mano del autor hace que sea muy fácil de leer, pero difícil de olvidar». Atresmedia compró los derechos de esta novela para la producción de un film que será dirigido por el laureado David Pérez Sañudo.

Pastores del mal confirmó al autor como una voz de referencia de la novela negra escrita en castellano. Los derechos audiovisuales de Pastores del mal ya han sido adquiridos por Atlantia Media para una próxima producción cinematográfica.

En Días sin sol, Félix García Hernán ratifica su madurez narrativa, a la vez que desarrolla con maestría la trayectoria de sus ya inseparables personajes.

En el 2020, Félix García Hernán obtuvo el Premio Estandarte.com al autor revelación del año por su «espectacular potencia narrativa, que brinda una trama adictiva donde las páginas parecen fotogramas y los capítulos secuencias». El jurado también destacó que Javier Gallardo, el comisario protagonista de sus obras, es «un personaje cuidadosamente construido, complejo, de múltiples aristas, con un singular magnetismo que nos hace recordar otros comisarios de éxito del panorama literario».

En la actualidad se encuentra en postproducción el film Delfines de Plata, basado en la novela del mismo título de Félix García Hernán, dirigida por Javier Elorrieta y con Rodolfo Sancho en el papel del comisario Javier Gallardo, y que próximamente reeditará Alrevés.

CONTRA DELFINES DE PLATA

Hay amores que no entienden de razas ni religiones, clases ni edades. Hay pasiones prohibidas que temen al murmullo y al qué dirán. Y todos se ocultan a los ojos de los demás y hallan su razón de ser en los pasillos y habitaciones de un céntrico hotel de lujo entre cuyas paredes se ocultan anhelos, deseos y secretos que es, también, el objetivo de una organización criminal que busca dar un golpe sangriento que asombre al mundo.

Así, sin quererlo, las muchas vidas que giran en torno al hotel, las públicas y las privadas, las de sus clientes y empleados, las de políticos y artistas, policías y toreros, porteros y camareras, botones, divas y padres de familia se verán implicadas en un complot que pondrá en peligro su propia existencia e incluso el rumbo del país.

Delfines de plata es una novela vertiginosa, adictiva y ajustada al milímetro, que nos quitará el sueño, que no nos soltará hasta que lleguemos a su última página, que habla de pasión, de solidaridad y de entrega y que ha sido adaptada al cine una película dirigida por Javier Elorrieta y protagonizada por Rodolfo Sancho que recoge a la perfección el audaz ritmo narrativo característico de Félix García Hernán, un autor tan eficaz como siempre sorprendente.

Delfines de plata

 

Delfines de plata

FÉLIX GARCÍA HERNÁN

 

BARCELONA-2023

Primera edición: junio de 2023

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2015, Félix García Hernán

© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-19615-04-6

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A María, que nos trajo la luz, y a Leonor,que nos inundó con ella

ADVERTENCIA

Esta novela ha de valorarse como producto de la imaginación del autor. Por tanto, no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

I

A pesar de que aún quedaban varias semanas para que entrase oficialmente el invierno, el termómetro digital de la plaza marcaba tres grados bajo cero. A las siete de la mañana, el tráfico era tan denso en la calzada como en las aceras, por donde los abrigados peatones caminaban con paso vivo, con miedo a empezar la semana llegando tarde al trabajo, y con el deseo de que llegasen pronto las vacaciones de Navidad y del nuevo año 2012. Solo la pareja de leones de bronce se mostraba indiferente al brusco cambio de temperatura de las últimas horas.

En el recoleto jardín de la plaza, la figura de Cervantes semejaba desde su alto pedestal al jefe de pista de un circo americano poniendo orden en todo ese bullicio. Enfrente, el anciano e imponente edificio del Congreso de los Diputados se mostraba ajeno a todo ese fragor, indiferente a los problemas cotidianos de los ciudadanos a los que legislaba.

A muy pocos metros, el ajetreo se había apoderado también de los tres hoteles que escoltaban al Congreso. La mole majestuosa del Palace miraba por encima del hombro a sus dos colegas, el Don Quijote y el Atheneum, sabiéndose más alto, más veterano y creyéndose más exclusivo que ellos. Pero el día empezaba de la misma forma en los tres. En el Atheneum, una brigada de limpiadoras se afanaba en adelantarse a los primeros clientes dejando impoluto el hall que rodea la recepción. Los camareros terminaban de montar la sala de desayunos, que en pocos minutos estaría repleta de huéspedes demandado con urgencia el café con el que acompañarían al zumo de rigor y las provisiones que se habían servido en los repletos bufés.

El personal de recepción estaba efectuando el cambio de turno. El recepcionista de noche, que debido a la alta ocupación apenas había tenido tiempo de dar una cabezada durante su turno, estaba deseando llegar a casa para acostarse. Pero sabía que cuando lo hiciera no tardaría mucho en despertarse. Llevaba más de veinte años haciendo ese turno en diferentes hoteles y no recordaba haber dormido seguidas más de tres horas. «Puta noche, no me voy a acostumbrar nunca», pensó, recordando que cuando no eran los ruidos de la calle eran los de dentro de su casa los que terminaban desvelándole. Pero aunque había tenido ocasión varias veces de cambiar a los turnos de día, no lo había hecho. Por la noche no había jefes y tenía la impresión de ser el factotum del hotel a esas horas. El trabajo era mucho menor y las ocasiones en que se presentaba el director general o alguno de los propietarios eran escasísimas, y él ya había desarrollado un sexto sentido para adivinar su llegada antes incluso de que hubieran traspasado la puerta automática.

El Atheneum era un recién llegado a la hostelería madrileña, pero en los apenas cinco años que llevaba abierto se había labrado ya reputación de hotel vanguardista y rompedor. A la apuesta de sus propietarios por una decoración audaz se unía la calidad de los materiales empleados en su construcción y la gran cantidad de piezas de arte que, sabiamente diseminadas entre sus ciento cincuenta habitaciones y salones, otorgaban a los huéspedes la impresión de ser propietarios de ellas, aunque solo fuera por unas horas. Pero el reto había ido mucho más allá del hardware empleado en su construcción. Salvador Cano, su director, se había sabido rodear de un equipo de colaboradores de primer orden, entre los que destacaban el jefe de cocina, que había pasado de ser una promesa para consolidarse como uno de los príncipes de los fogones de la restauración madrileña, y que hacía un tándem perfecto con la directora de comida y bebida, una de las primeras mujeres galardonadas con el Premio Nacional de Gastronomía. Esta última había recorrido todos los peldaños de su profesión y estaba pendiente del más mínimo detalle para conseguir de sus camareros un servicio eficiente y servicial, nunca servil. Entre todos habían logrado que el Atheneum se convirtiera en el nuevo faro del afterwork madrileño, así como el punto de referencia de la «gente guapa» nocturna que vagaba de local en local, pero que tenía el bar del hotel como parada obligatoria.

La noche anterior, el hotel había cerrado con sus ciento cincuenta habitaciones ocupadas. Para ese día se esperaban cuarenta y ocho reservas, lo cual implicaba que al menos otras cuarenta y ocho habitaciones deberían quedar libres antes de las doce de la mañana. Carlos del Valle, el jefe de recepción que ya se había incorporado a su puesto, sabía que muchas de esas cuarenta y ocho reservas llegarían en el transcurso de la mañana, por lo que no podrían darles la habitación hasta que las camareras las hubieran limpiado. En definitiva, tendría que luchar con las malas caras que con seguridad le pondrían los clientes que no pudieran acceder de inmediato a su habitación.

El hall principal ya empezaba a adquirir su habitual actividad matutina cuando Akín Okafor abrió la puerta de servicio de comunicación y lo atravesó para llegar a la entrada principal. Según caminaba, iba saludando a los huéspedes y empleados con los que se cruzaba, mientras comprobaba que su uniforme se encontraba en orden. Golpeó con la mano algunas arrugas que quedaban en su levita de lana blanca y se aseguró de que la gorra de plato encajara a la perfección en su cabeza. No necesitó revisar sus zapatos de charol; les acababa de dedicar cinco minutos para dejarlos impecables.

Al llegar a la entrada, abrió ceremoniosamente la pequeña alacena donde guardaba un intercomunicador que encajó en su oreja izquierda y que le serviría para recibir las instrucciones que le vendrían dadas desde la recepción. Salió a la calle para comprobar si ya había taxis en la parada situada a pocos metros del hotel. Más de veinte esperaban, con la esperanza de conseguir una buena carrera al aeropuerto. El frío de la mañana le azotó en el rostro. Se estremeció. Qué diferente de la agradable temperatura matutina de su Nigeria natal, donde no recordaba que bajara nunca de los doce grados.

No tuvo mucho tiempo de pararse a pensar. Ya tenía un huésped que le pedía un taxi. Sacó su silbato y lo hizo sonar, abriendo la puerta del vehículo al cliente mientras lo obsequiaba con una sonrisa, que fue correspondida con una moneda de dos euros.

Según regresaba a su puesto, observó, treinta metros más a su derecha, cómo el personal del hotel entraba por la puerta de servicio. Saludó con la cabeza a su paisano Abdul, miembro del equipo de mantenimiento. Abdul, nigeriano también, provenía de la capital, Abuya. En realidad, el puesto de trabajo que tenía en el hotel se lo debía a este, que había intercedido por él cuando quedó libre una de las plazas de portero. Aunque también había ayudado mucho a conseguirla el impactante físico de Akín, que, a sus veintiocho años, lucía imponente desde su metro noventa de estatura y su bien proporcionada musculatura, como su dominio del inglés y el francés. Abdul y Akín se veían a menudo fuera de las horas de trabajo, aunque no podría definirse como amistad íntima lo que había entre ellos. Abdul, musulmán, llevaba mal el cristianismo de Akín, e intentaba por todos los medios convencerlo para que acudiera con él a la mezquita de la M-30 con la idea de que cambiara de religión.

Una vez Abdul hubo desaparecido por la puerta de servicio, en la lejanía creyó ver cómo Amelia Bermejo, la gobernanta general del hotel, doblaba la esquina de la plaza y se dirigía también hacia la puerta de servicio. Sin embargo, no se detuvo y siguió su camino hasta la puerta principal. Cuando llegó a la altura de Akín, en vez de saludarlo, reclamó la atención del mozo que estaba limpiando una de las cristaleras exteriores del hall. Habló con él un par de minutos y, obviando de nuevo a Akín, regresó hacia la puerta de servicio. A pesar de no hablarle, pasó por su lado casi rozándolo.

Akín sintió que le flaqueaban las piernas. El aroma que desprendía Amelia era el mismo que había olido una hora y media antes, cuando, después de ducharse, ella se había acercado a él en la cama para besarlo en la boca.

Amelia, uno de los activos más importantes del hotel Atheneum, transmitía a sus jefes y subalternos una profesionalidad excepcional en el desempeño de su trabajo. Acababa de cumplir cuarenta y tres años y seguía teniendo el cuerpo de una veinteañera. A pesar de no ser en absoluto lo que se denominaría como una mujer despampanante, poseía algo indefinible que llamaba la atención de todos los hombres. Akín se olvidó por un instante de su trabajo mientras la admiraba por detrás, disfrutando del recuerdo de desnudarla la noche anterior.

El nigeriano sentía una atracción irresistible por ella. Habían empezado a verse a escondidas hacía dos meses, pero ya estaban durmiendo juntos casi todas las noches. Amelia se derretía en sus brazos, y a él le pasaba lo mismo. Tenía que acallar como podía tanto sus gritos como los de ella cada vez que llegaban al orgasmo, para que Faith y Patience, las hijas mellizas de Akín, que dormían en la habitación de al lado, no se despertasen.

La noche había dado paso a la luz de un día gris y plomizo se había adueñado de la plaza. Eran las ocho y media cuando Salvador Cano llegó caminando a la puerta principal. Debido a la proximidad de su vivienda, el director del Atheneum no necesitaba utilizar el coche para acercarse al establecimiento.

Sonrió a Akín y lo saludó por su nombre. El botones de guardia en el hall se cuadró casi militarmente cuando Salvador pasó a su lado. A cinco metros de la recepción, saludó al jefe de esta, inquiriéndole a través de un lenguaje de señas solo conocido por ellos si todo estaba en orden. El jefe de recepción asintió y el director del hotel se dirigió a su despacho. Aún no había llegado su asistente. Se sentó frente a su mesa, encendió el ordenador y echó un vistazo a la hoja de producción y al parte de novedades. Al observar que todo estaba correcto, sonrió satisfecho y se dirigió a la sala de desayunos.

Tres plantas más arriba, en su minúsculo despacho, Amelia cerró la puerta, saboreando el morbo de la visita que acababa de hacer en la entrada principal. Al rozarse en silencio con Akín, había disparado la adrenalina de su cuerpo aún más que las dos veces que habían hecho el amor la noche anterior.

Era muy consciente de la bendita locura que estaba cometiendo, pero ni podía ni quería ponerle fin. Instintivamente, extrajo de su cuello la medalla de la virgen de la Luz que siempre llevaba. La besó y la volvió a colocar en su sitio. Al hacerlo, no pudo resistir la tentación de introducir la mano por debajo de una de las copas del sujetador y acariciarse el pezón. Notó que este se erizaba al recordar cómo Akín lo había besado mientras la penetraba. Respiró profundamente, se alisó el uniforme, cogió de la mesa su carpeta y abrió la puerta, dispuesta a enfrentarse con el complicado día que le esperaba.

En el primer sótano, Abdul ya se había puesto el mono negro de mantenimiento. Recibió de su jefe las órdenes de trabajo y se dispuso a acudir a uno de los salones, donde la climatización había fallado. No le había pasado inadvertida la presencia de Akín en la puerta; de hecho, conocía de memoria todos sus turnos de trabajo. Sonrió mientras comenzaba a reparar el termostato del salón. Todo estaba saliendo según lo previsto.

II

Salvador Cano había elegido una de las mesas de rincón de la sala de desayunos. Desde allí no daba la espalda a ningún huésped y podía observar tanto la actividad del personal de sala como a las personas alojadas que entraban. Sabía que el café y el zumo que había pedido le llegarían de inmediato, pero también que tendría que levantarse varias veces para saludar a clientes conocidos.

Mientras saboreaba el café, hizo un repaso mental de lo que le iría deparando la jornada. En quince minutos empezaría una reunión con todos sus jefes de departamento, para analizar el fin de semana y los eventos de la semana entrante. Al terminar la reunión llevaría a cabo con la gobernanta y la directora de comida y bebida un examen a conciencia de todos los rincones del hotel. Era la única manera de que el hotel se mantuviera en perfectas condiciones. Él, como los generales del Imperio romano, debía estar siempre en primera línea. Sabía que ese era el secreto para ganarse el respeto de todos sus colaboradores. Sus largos años de experiencia le habían enseñado que el cargo te lo pueden dar, pero el respeto te lo tienes que ganar tú solo y mantenerlo día a día; una vez perdido, ya no se recupera nunca.

Salvador había empezado en la profesión desde muy abajo, treinta años atrás. Con quince años entró como botones en un hotel que entonces tenía bastante buena imagen en la ciudad y se enamoró de su trabajo desde el primer día. Sus jefes se fijaron de inmediato en ese chico tímido, voluntarioso e inteligente que ya daba la impresión de llevar el bastón de mando en la mochila.

Poco a poco fue recorriendo todos los departamentos del hotel, al mismo tiempo que iba ascendiendo de categoría. A los veintidós años era el jefe de personal más joven de la hostelería madrileña. Eso sí, trabajaba una media de doce horas diarias. Media que, por cierto, no consiguió rebajar ya nunca más. Sabía que estaba sacrificando su juventud, pero no le importaba. Se consideraba muy afortunado al poder realizar un trabajo que le llenaba por completo. Entre otras ventajas, había elegido una profesión que le permitía conocer a personajes admirados por la sociedad y que él tenía el privilegio de tratar personalmente.

Su primera dirección le llegó a los veinticinco. Desde luego no fue en el Ritz, pero en aquel pequeño hotel del extrarradio adquirió el rodaje necesario para empresas mayores. Allí fue donde descubrió por primera vez la soledad del cargo. Entendió que eso sería ya una constante en su profesión. Para los propietarios para los que trabajaba era un mero administrador, casi un mayordomo de alto nivel. Sin embargo, el personal que tenía a sus órdenes lo consideraba parte de la propiedad, por lo que su posición era muy endeble, siempre moviéndose en el filo de la navaja.

Salvador, padre de un hijo adolescente, se había divorciado hacía tres años. Desde entonces se volcó aún más en el hotel. Tuvo, por supuesto, nuevas relaciones, pero siempre eran esporádicas. A veces, cuando el sueño se le resistía, pensaba que estaba tirando su vida a la basura, sacrificándola por una profesión que, estaba seguro, no tendría piedad de él cuando ya no lo necesitase.

Dejó el café en la mesa y se levantó cuando vio aparecer en el salón de desayunos a Noelia Palacios. Venía acompañada de su marido y su entrada hizo que los comensales, que ya casi llenaban la sala, se volvieran de inmediato a mirarla.

Noelia, la gran figura de la lírica mundial, tenía casa en Madrid, pero cuando venía a la ciudad por solo un par de días prefería alojarse en un hotel en vez de reabrir su piso. Cliente habitual del Ritz, cambió al Atheneum cuando el comisario Javier Gallardo, íntimo de ella, le presentó en una cena a Salvador, con quien el policía mantenía también una profunda amistad.

Noelia no estaba de buen humor. Saludó a Salvador cuando se acercó a ella y, antes de que este pudiera hablar, le dijo:

—Ya sabes el cariño que te tengo, Salvador, pero no voy a volver a permitir que tenga que esperar dos minutos, ¡dos minutos!, a que el agua de mi baño salga a una temperatura adecuada para que me pueda duchar. Espero que no vuelva a suceder.

Salvador hizo de tripas corazón. Conocía bien los arranques de divismo de Noelia.

—Tomo buena nota, Noelia. No volverá a suceder. Por lo demás, ¿estás cómoda en tu suite?

—Sí. —Cambió su rictus distante por una mueca que quería ser una sonrisa—. Por cierto, gracias por las flores.

Salvador volvió a su mesa, terminó el zumo y salió del salón, no sin antes asegurarse de que el bufé se mantenía impecable, y de saludar a varios clientes conocidos.

Cuando atravesaba el hall en dirección a su despacho, se cruzó con Amelia, que caminaba apresurada, y se paró a saludarla. Le caía muy bien. Era una gran profesional que hacía que su trabajo como director fuera más sencillo y de paso más agradable.

—Buenos días, Amelia, ¿dónde es el fuego?

—Perdone, don Salvador. La reunión empieza en cinco minutos y aún tengo que dar instrucciones al personal de limpieza del hall.

Salvador se fijó detenidamente en el buen color de la cara de su gobernanta.

—La veo fenomenal. Parece que alguien la está tratando muy bien…

Lo que a todas luces era una broma del director causó un efecto inmediato en Amelia, que enrojeció.

—Eso es que usted siempre me mira con buenos ojos.

Salvador se despidió de ella y continuó su camino, sorprendido por su reacción. Archivó el dato en su cerebro. No era normal en Amelia, siempre tan segura de sí misma. Como director del hotel, una de sus obligaciones no escritas era velar por el equilibrio emocional de sus colaboradores. Si ese equilibrio se rompía, sin duda repercutiría en su trabajo y, por tanto, en el hotel que dirigía.

Se detuvo un momento en la recepción, donde pidió ver la relación de las llegadas previstas. Efectivamente, ya había cinco futuros huéspedes esperando habitación.

Detrás del mostrador estaba un botones manejando uno de los ordenadores. Era una costumbre habitual que a los más aventajados se les permitiera ir practicando en la recepción, a fin de que estuviesen preparados de cara a un posible ascenso. En este caso, el agraciado era Ramón Buendía. Ramón, todo el hotel lo sabía, era el ojito derecho del director. Quizás porque, en él, Salvador se veía a sí mismo treinta años atrás. El joven, de manera profesional, solo hizo una inclinación de cabeza cuando Salvador lo saludó.

Cuando llegó a la sala de reuniones para el briefing, ya estaban todos los puestos ocupados. Salvador se sentó en la presidencia. A su derecha, Carlos del Valle, jefe de recepción y director en funciones ante cualquier ausencia de Salvador, Amelia y el jefe de mantenimiento. En el otro lado de la mesa se encontraban la directora de comida y bebida, el jefe de cocina y el de administración. Todos sabían que Salvador quería reuniones rápidas y eficientes. En esa mesa, cada uno no solo podía, sino que estaba obligado a decir lo que de verdad pensaba de cada tema que se abordara, sin miedo a ninguna represalia posterior. Todos sabían que, aunque solían saltar chispas, en el fondo era como una Tabla Redonda en la que nadie mandaba más que nadie. Salvador procuraba mantener encendida la llama del debate, sabiendo que el cambio de impresiones, por muy acalorado que fuera, acabaría mejorando la calidad del servicio. Nada más sentarse notó que el ambiente estaba muy tenso.

—Aunque deberíais estar alegres por los datos de producción que he visto esta mañana, parece que la guardería está revuelta hoy —bromeó—. Ya sabéis que siempre quiero primero las malas noticias, así que empecemos por ellas.

Ante el silencio general, fue el jefe de recepción Carlos del Valle quien tomó la palabra.

—Lo siento, Salvador. Ha vuelto a suceder.

No necesitó decir nada más. Salvador ya sabía a qué se refería. Desde hacía cuatro meses se estaban produciendo sustracciones en las cajas de seguridad de las habitaciones. Sucedía cada diez o quince días y el método era siempre el mismo. Un cliente bajaba a recepción para denunciar que le había desaparecido parte del dinero que guardaba en la caja de seguridad. Nunca desaparecía el total depositado. Los robos rondaban entre los novecientos y tres mil euros. El ladrón no dejaba ningún tipo de huellas. Al principio pensaban que eran denuncias falsas de los clientes para cobrar el seguro, pero la repetición del modus operandi les convenció de que tenían entre manos una de las pesadillas más temidas en los hoteles: había un ratero que con toda seguridad pertenecía a la plantilla. Todos los controles de llaves electrónicas que habían hecho en las cerraduras informatizadas de las habitaciones habían dado resultado negativo: los empleados que habían entrado en las habitaciones tenían un buen motivo para ello y, además, al cuadrar los casos no quedaba aislado ningún empleado del que poder sospechar.

Salvador suspiró. Lo menos importante era la cantidad sustraída, fácilmente recuperable por el alto seguro contratado por el hotel. Era la imagen de este la que más sufría con estos hechos. A veces no se conseguía calmar al huésped y este terminaba contándolo en las redes sociales, con el impacto negativo que eso suponía para el prestigio del hotel. Salvador sabía que vivían en una aldea global y que una reclamación que hace quince años se saldaba con una carta a la dirección o como sumo a la redacción de un periódico, en la actualidad tenía un eco imposible de evaluar. Sentía escalofríos cuando recordaba lo que le pasó a un hotel de la más alta categoría de la misma ciudad, cuando un recepcionista hizo un comentario jocoso acerca de un parapléjico norteamericano, pensando que no le entendía. Desde la misma silla de ruedas y utilizando su smartphone, el aludido mandó un mensaje a su cuñado, presidente del Comité Paralímpico de los Estados Unidos. Este tuiteó el hecho. Una hora después, el tuit se había retuiteado a… cuatro millones y medio de personas. El hotel en cuestión tuvo que pedir de inmediato excusas y despedir al empleado, pero el daño ya estaba hecho.

En el caso del Atheneum no era la primera vez que detectaban a un ladronzuelo entre el personal, pero siempre tardaban poco en desenmascararle, ya que solían ser personas jóvenes necesitadas de dinero rápido para vicios, lo que les hacía cometer errores con facilidad. Esta vez, Salvador sabía que no sería tan sencillo. Quien quiera que fuese tenía acceso a las claves de seguridad de las cajas fuertes y una discreta investigación que se había hecho entre los que las poseían había dado resultado negativo. Además, sabía que estos casos atacaban a la línea de flotación de la moral del personal directivo, al temer cada uno que el ladrón perteneciera a su mismo departamento.

Tras mantener un intercambio de opiniones con sus colaboradores sobre este tema, Salvador pasó a la revisión de las incidencias, visitas y actos más importantes previstos. Comentó la conversación con Noelia Palacios, aun sabiendo de antemano la respuesta del jefe de servicio técnico; era imposible garantizar el flujo inmediato de agua caliente en todas las habitaciones si más del ochenta por ciento de ellas usaban el servicio de ducha al mismo tiempo. Aun así, conociendo a la soprano, estaba seguro de que los dos minutos que había reportado no habrían sido más allá de treinta segundos.

Para alegrar el ambiente, Carlos del Valle comunicó que se había recibido la reserva de Shirin Ebadi, abogada iraní y Premio Nobel de la Paz en 2003, y que llegaría el 23 de diciembre. Esa misma noche habría una cena de gala en su honor en el hotel organizada por Unicef. Se esperaba la asistencia de la reina, presidenta de honor de Unicef, así como de diferentes personalidades del mundo de la cultura, ministro incluido. El mismo día 23 se celebraría también un almuerzo, esta vez de menos personas, organizado por la comunidad judía de Madrid, y en donde estaba prevista la presencia del embajador de Israel. Carlos del Valle comentó que se había recibido la confirmación de la cena de gala de los periodistas destacados en el Congresos de los Diputados para el día 22, tres días antes de Navidad. Ese evento se lo habían «robado» al Palace y otorgaba bastante prestigio al hotel, ya que acudían representantes de los partidos parlamentarios, algún ministro y, hace dos años, incluso se acercó durante unos minutos el presidente del Gobierno.

—Vamos a tener que meter en nómina esos días a los expertos de seguridad de la Policía Nacional —bromeó Salvador—, porque no van a dar abasto. Y si no recuerdo mal, en el transcurso de un mes tendremos aquí a dos premios Nobel de la Paz, ya que el exvicepresidente estadounidense Al Gore vendrá a primeros de enero.

Diez minutos después, levantó la reunión y salió de la sala charlando con Amelia, dispuesto a empezar la revisión semanal de las instalaciones. La gobernanta parecía más calmada, hasta que se cruzaron en un pasillo con Abdul, quien, al pasar a su lado, masculló un saludo. Amelia se lo devolvió nerviosa. «Algo raro pasa», pensó Salvador. Él se conocía muy bien y sabía que este dato iba a archivarse en su cerebro en la misma carpeta donde había colocado el nerviosismo anterior de Amelia. Desestimó el primer pensamiento que le vino a la cabeza, un posible coqueteo entre Abdul y Amelia: Abdul tenía un carácter taciturno que le impedía hacer amigos en la plantilla. Era considerado como un bicho raro por los demás empleados. «Cada cosa a su tiempo», pensó Salvador, y tomó con Amelia el ascensor que los subiría hasta la terraza del edificio, desde donde iniciarían una revisión integral del hotel.

III

A las diez de la mañana, el Atheneum había alcanzado ya su velocidad de crucero. A pesar de ser un hotel de mediano tamaño, el ratio de personal estaba por encima de la media para un cinco estrellas Gran Lujo: 1,2 empleados por habitación. Esto era debido al altísimo movimiento que se producía a diario en los diferentes restaurantes y bares del hotel. Las ciento ochenta personas que componían la plantilla eran de muy variadas nacionalidades, predominando las de América Latina y países de Europa del Este.

Los proveedores hacían ya cola ante la puerta de servicio para entregar las mercancías necesarias para abastecer los más de seiscientos menús que estaban previstos para hoy. Los dos bares del hotel despacharían cerca de sesenta botellas de champán, mil doscientas coca-colas, cuatrocientas tónicas y más de cincuenta botellas de diferentes destilados. Eso sin contar con las doscientas botellas de vino que requerirían los menús a servir en el restaurante principal del hotel y en los diferentes eventos que había previstos en la agenda del día.

Ramón, el niño bonito del director, estaba fuera de la recepción y se dedicaba a ayudar con el equipaje a los clientes que entraban y salían del hotel. Se sabía querido y apreciado por todo el personal. Su aspecto serio y profesional había calado hondo entre sus compañeros y sus jefes, que confiaban en él plenamente. Notó cómo el bolsillo derecho de su pantalón empezaba a pesar. En las tres horas de servicio que llevaba había conseguido, según el cálculo mental que hizo, más de sesenta euros. Raro era el cliente que no le premiaba con un mínimo de dos o tres euros por cada equipaje que subía o bajaba. Sonrió satisfecho. Si el día continuaba así, podría ganar más de ciento cincuenta euros. Sabía que esa no era la media normal, que estaría sobre los ochenta o noventa, pero noventa euros multiplicados por los veintiún días de trabajo que tenía un mes acercaban sus ganancias solo en propinas a los dos mil euros. Limpios y libres de impuestos. A los que tendría que añadir los mil provenientes del salario que percibía. Total, tres mil euros. Cantidad que superaba las ganancias de muchos jefes de departamento. Ese era uno de los motivos por el cual los botones se apalancaban en su posición sin ningún interés en promocionarse. Sin embargo, Ramón consideraba su paso por el puesto solo como una etapa más en sus aspiraciones, que desde luego no eran continuar en una profesión donde se había percatado de que a lo máximo que podría aspirar era a ser un lacayo de mayor o menor grado de los privilegiados a los que tenía que servir. Él quería estar al otro lado de la película. Y nada le iba a detener hasta que lo consiguiera. La noche anterior había dado un pequeño paso para lograrlo: en su casino virtual favorito, «888bet», había ganado tres mil novecientos euros jugando al Omaha Hold’em, una variedad de póquer en la que se había especializado. Se pasaba horas encerrado en su cuarto conectado al casino. Sus padres le habían dejado por imposible, imaginando que algo extraño pasaba con su hijo, pero callando ante los mil quinientos euros que Ramón, con solo diecisiete años, aportaba cada mes a la economía familiar.

Cierto que a menudo las partidas no salían como él quería, pero no le preocupaba. Estaba convencido de que cualquier noche daría el petardazo y haría saltar la banca del casino virtual. Y para cubrir las pérdidas pasajeras, siempre tenía el recurso del hotel. Y ese recurso no era precisamente pedir un anticipo en el departamento de administración; estaban los huéspedes, que, a través de las cajas de seguridad de sus habitaciones, le reportaban el importe suficiente para recuperarse. Volvió a sonreír al recordar lo sencillo que le había resultado descubrir el método que le permitía acceder con tanta facilidad al interior de las cajas, pero sabía que lo que le hacía inmune a cualquier sospecha era su reputación de chico formal y cumplidor. Además, estaba seguro de que Salvador Cano siempre estaría ahí para responder por él.

Al observar que un señor salía de uno de los ascensores portando una maleta y un bolso de mano, se acercó raudo, tomándole los bultos antes de que el cliente pudiera reaccionar. Su sonrisa lo desarmó cuando iba a protestar. Ramón le preguntó si deseaba un taxi mientras lo acompañaba a la puerta.

* * *

Abdul ya había terminado la reparación del termostato del salón cuando observó que los directivos del hotel salían de la sala donde se habían reunido. Al cruzarse con Amelia y el director, disfrutó al observar que ella empezaba a enrojecer al acercarse. «Furcia infiel —masculló—. Ya llegará tu hora, y no falta mucho para ello.» Amelia no era tonta y Abdul sabía que eran muy altas las posibilidades de que imaginara que él conocía su aventura con Akín. Amelia estaba al corriente de la amistad que unía a los dos nigerianos y, a pesar de que Akín le había jurado que no le había contado nada, no podía evitar, cada vez que cruzaba la mirada en el hotel con Abdul, tener la convicción de que algo sabía, porque ya no bajaba los ojos cuando se dirigía a darle alguna orden, como hacía antes. Ahora se limitaba a mirarla con sorna, fijando con insistencia los ojos en el pecho de Amelia.

Abdul pasó por la sala que acababan de abandonar los directivos y, al verla vacía, desplegó la escalera portátil que llevaba, situándola debajo de uno de los focos centrales de la sala. Se subió a la escalera y empezó a manipular la lámpara, cuando entró un maître.

—¿Algún problema, Abdul? —preguntó.

—No problema, jefe —contestó en un deficiente castellano, a pesar de los dos años que llevaba en el país—. Roto foco y yo cambiando.

—Muy bien, pero dese prisa. Hay que volver a montar esta sala. Dentro de dos horas hay una reunión de consejo.

—Tranquilo tú, jefe. Solo dos más minutos.

El maître salió, dejando de nuevo a Abdul solo. Extrajo el foco de su sitio e introdujo la mano por el hueco que este había dejado. A apenas cinco centímetros, incrustada en el bajo techo, su mano encontró una diminuta cámara que, aprovechando un minúsculo agujero, grababa todo lo que ocurría debajo. Cambió la batería de la cámara y la tarjeta de memoria, volviendo a colocarla en su sitio. Volvió a colgar el foco y se aseguró de que la abertura por donde grababa la cámara no quedara obstruida y siguiera pasando desapercibida. Guardó la batería y la tarjeta de memoria en el bolsillo de la camisa, recogió la escalera y salió del salón.

* * *

Daniel Ruiz-Mansilla, el flamante nuevo ministro del Interior del Gobierno español, traspasó la puerta automática del Atheneum seguido por dos guardaespaldas. Cruzó con ellos el hall hasta la zona de ascensores. Una vez allí, ordenó que lo esperasen mientras él bajaba al spa del hotel, donde había hecho reserva para la sauna y un masaje. A la una tenía que comparecer en el Congreso, por lo que disponía de un par de horas. Entró en el amplio y moderno recibidor del spa, cuya recepcionista le suministró una toalla, zapatillas y un pequeño eslip.

—Dígale a Federico que llevo bastante prisa, hoy no tomaré la sauna.

Después de cambiarse en el vestuario, se dirigió al reservado que le había indicado la recepcionista, donde solo tuvo que esperar un minuto a que apareciese Federico. Este, fisioterapeuta de gran reputación en la ciudad, llevaba varios años dando masajes semanales a Ruiz-Mansilla, prácticamente desde que obtuvo su acta de diputado en las últimas elecciones.

—Buenos días, don Daniel —se anunció.

El ministro, que se había tumbado boca abajo en la camilla, le contestó sin mirarlo.

—Hola, Fede. En media hora tengo que estar fuera.

—No se preocupe, don Daniel, abreviaré. Por cierto, no le he felicitado por su nombramiento.

Treinta y cinco minutos después, Ruiz-Mansilla ya se había cambiado y pagado el importe del masaje. Llamó al ascensor y una vez dentro pulsó el cuarto piso, mientras rogaba que el aparato no se detuviera en la planta baja. Suspiró cuando los diodos de la pantalla cambiaron el «0» por el «1». Se le hicieron eternos los pocos segundos que transcurrieron hasta que el ascensor paró en la cuarta planta. Salió al descansillo con el corazón en un puño. Miró a su derecha y a su izquierda. El pasillo estaba desierto. Solo se atisbaba a ver en la lejanía un abandonado carro de servicio de camarera; estaba en dirección contraria a donde debía ir. Giró hacia su izquierda y se detuvo cuando llegó a la habitación 432. Hizo caso omiso del cartel de «No molestar» que colgaba del pomo. No llamó al timbre, dio cuatro toques rápidos con los nudillos y no tuvo que esperar mucho. La puerta se entreabrió y un brazo desnudo tiró de él hacia dentro. El mismo brazo cerró la puerta y, tomando la nuca del ministro, lo atrajo hacia sí fundiéndose en un interminable beso en la boca. A los dos les costó separarse. El ministro notó cómo unos dedos empezaban a desabrocharle el cinturón.

—Has tardado mucho, ministro.

—No me lo recuerdes. Te puedo contar los segundos que llevo esperando este momento.

Ruiz-Mansilla se vio empujado hacia la cama, ya casi desnudo, y sintió ganas de llorar de gozo, sabiendo que en la próxima hora Rafael de Utrera, el triunfador del último San Isidro, no podría escaparse de sus brazos.

Setenta minutos después, Ruiz-Mansilla bajó al hall del hotel, donde los guardaespaldas ya lo esperaban cerca del ascensor con aspecto preocupado. Les hizo una inclinación de cabeza y se dirigió con paso rápido hacia el edificio vecino del Congreso. Por dentro daba saltos de alegría, todo había salido bien. Era consciente del peligroso enganche que tenía con el torero, pero pensó que la fortuna le había colocado cerca de uno de sus centros de trabajo el lugar ideal para tener sus encuentros clandestinos. Había pedido a Rafael de Utrera que cambiara su hotel de siempre en la capital, el Wellington, por el Atheneum. Su presencia en este establecimiento siempre estaría justificada por la proximidad al Congreso y su fidelidad a Federico. Eso sí, antes se había asegurado de que, como en la mayor parte de los hoteles de lujo, y con el objeto de mantener la privacidad de sus huéspedes, en los pasillos de las habitaciones no existieran cámaras de seguridad. No dio ninguna importancia a la camarera de agraciados rasgos andinos con la que se había cruzado al poco de salir de la habitación. Con toda seguridad, no le había reconocido y, además, no creía que hubiera visto de qué puerta salía. Un pequeño estremecimiento le recorrió el estómago al pensar en Rafael. Se había enamorado como un adolescente.

IV

Patricia Quispe, peruana estilosa y educada, fue escogida para formar parte de la plantilla fija del hotel entre las limpiadoras que, apuntadas en Empresas de Trabajo Temporal, ocasionalmente acudían al Atheneum a realizar sustituciones de camareras. Ella estaba encantada. Había una gran diferencia entre limpiar retretes en la Estación Sur de autobuses a moverse en el ambiente de lujo del hotel. Allí hasta los retretes olían mejor, o eso le parecía a ella.

A la una y media de la tarde, Patricia ya había limpiado junto con otra camarera más de dieciocho habitaciones. La subgobernanta les ordenó recoger los carros de limpieza y bajar al comedor a almorzar. Patricia respiró contenta. El comedor de personal del Atheneum no tenía nada que envidiar a muchos restaurantes económicos españoles y podía superar a la mayoría de su Lima natal. El primer turno, que había entrado media hora antes, ya había abandonado el comedor dejando su sitio al segundo. En el bufé había tres primeros platos y tres segundos para elegir, además del postre. Lo único que tenían que abonar a un precio casi testimonial era la bebida, si no querían beber de las jarras de agua dispuestas en las mesas.

Patricia tomó una bandeja y la rellenó con macarrones y un filete empanado. Fue a sentarse en una de las mesas del comedor, la más cercana al televisor de plasma que dominaba la estancia. En la misma mesa, otras dos camareras, un recepcionista, Ramón Buendía y Abdul habían empezado ya a comer. Poco después de sentarse apareció Roberto, uno de los camareros más antiguos del hotel, que pidió, con educación, permiso antes de sentarse al lado de Abdul, que había quedado aislado en una de las esquinas de la mesa. Patricia estaba dando fin a sus macarrones cuando señaló el televisor con el dedo y se dirigió a sus compañeros de mesa.

—¡Acabo de ver a ese señor en el hotel!

Todos volvieron la vista a la televisión, donde, en directo, un político se dirigía a los parlamentarios en el hemiciclo del vecino Congreso. El recepcionista no pudo reprimir sus ganas de hacerse notar.

—Es Ruiz-Mansilla, el nuevo ministro del Interior.

—Pues sí que ha tenido que darse prisa —dijo Patricia—, porque ahí pone que esto es en directo y le acabo de ver hace un rato salir de la habitación 432.

—Imposible —continuó ampuloso Eduardo—. La 432 está ocupada desde ayer tarde por Rafael de Utrera, el torero. Yo mismo le formalicé el registro.

Roberto el camarero intervino en la conversación.

—Sea lo que sea no es nuestro problema, bastante tenemos con procurar que nuestros huéspedes estén bien atendidos.

Otra de las camareras, ya bastante veterana, intervino riendo.

—Desde luego, Roberto, lo tuyo no tiene remedio. Ni que fueras a heredar el hotel…

Después de un corto silencio, la misma camarera encaminó la conversación hacia la cantidad de trabajo que llevaban en los últimos días. Abdul, que había permanecido callado durante toda la conversación, no había perdido detalle. Tomó nota mental de todo lo escuchado. Fue el primero en levantarse de la mesa. Dejó la bandeja en la zona de lavado y se dirigió al cuarto de mantenimiento. Su jefe estaba ausente. Sin llegar a sentarse en la mesa de este, manipuló el ordenador y entró en el programa de gestión del hotel. Allí comprobó que, en efecto, la habitación 432 había sido ocupada el día anterior, pero por un apellido distinto al que había dicho el recepcionista. Figuraba como Rafael de la Fuente Heredia. Abandonó el programa de gestión y entró en internet. No tardó en comprobar lo que esperaba: el nombre y los apellidos pertenecían al diestro sevillano. Salió apresuradamente del cuarto y escribió en una libreta el nombre del político y el del torero. El día no podía estar resultando mejor, pensó. Estaba deseando llegar al piso que compartía con otros dos nigerianos en el barrio de Lavapiés, descargar en su ordenador la tarjeta de memoria que tenía en el bolsillo de la camisa y enviar esos datos a una anónima cuenta de correo de Yahoo. Sabía que no tardarían en conectarse desde Abuya a esa misma cuenta para descargar los informes. Incluiría también la historia que acababa de conseguir respecto al ministro y el torero. No sabía si podría tener valor, pero sus instrucciones eran bien precisas: en caso de duda, mandar siempre la información.

* * *

Amelia contaba los minutos que faltaban para terminar su turno. Ni siquiera la enorme tarea que suponía mantener impoluta la imagen y limpieza de un hotel con tan alta ocupación conseguía apartar de su pensamiento a Akín. A la hora de almorzar no pudo coincidir con él, ya que los directivos del hotel tenían un comedor aparte. Pudo a duras penas contener el deseo que le acuciaba asomándose a uno de los balcones que daban a la plaza de las habitaciones que estaba repasando. Al bajar la mirada lo vio, erguido y sonriente, saludando con ligeros toque en su gorra a los clientes que cruzaban la puerta. Tuvo que hacer un esfuerzo para no chistar desde el balcón con el objeto de que él la mirase. Después de comer continuó con su cometido. A pesar de que sus tres subgobernantas revisaban el trabajo de las limpiadoras antes de dar libres las habitaciones, ella tenía como prurito personal revisar aleatoriamente algunas de ellas y, si podía, todas las consideradas vips, denominación que el director odiaba, ya que siempre les recordaba que estaban en un hotel de lujo, y todos los huéspedes pagaban a la salida y deberían recibir el mismo y exclusivo tratamiento. Pero ella revisaba la lista de clientes cada día en su pequeño despacho y marcaba los clientes habituales, así como los que Carlos del Valle, el jefe de recepción, le había recomendado que cuidara con especial atención. Entre ellas estaba, por supuesto, Noelia Palacios y Rafael de la Fuente, cuyo nombre nunca hubiera asociado con el torero si no fuera por la información que le había pasado Carlos.

Cuando la subgobernanta de área la contactó por el walkie para informarla de que ya habían quitado el cartel del «No molestar» en la 432, subió a comprobar que todo estaba en orden. La subgobernanta la estaba esperando en la habitación, cuyo baño la camarera ya había empezado a limpiar. En su listado figuraba que la habitación había sido registrada como individual, pero el ojo experto de Amelia apreció enseguida que, o al torero le había entrado el baile de San Vito, o lo había pasado muy bien en la cama con alguien más.

Había también una botella de champán semivacía en el suelo, dos copas de tallo alto en la mesilla y unos sospechosos restos de polvo blanco en el escritorio. Echó una mano a sus subordinadas para que todo quedara perfecto en la estancia.

Cuando salió de la habitación miró por enésima vez su pequeño reloj de pulsera: las tres de la tarde. Antes de dos horas estaría otra vez más con Akín.

* * *

Para Salvador Cano la jornada apenas había superado el ecuador. Pero a partir de las cinco de la tarde el teléfono no sonaría con tanta asiduidad, permitiéndole dedicarse a la parte que más amaba de su profesión: el contacto con el cliente.

A Salvador se le podía acusar de cualquier cosa menos de burócrata. Le encantaba recorrer el hall por la tarde, dejándose ver por los clientes y charlando con ellos, sabedor de que una vez que estos habían acabado sus gestiones en la ciudad eran mucho más receptivos a comentar con él su estancia en el hotel.

Sentado en uno de los sofás frente a la recepción, contestaba el correo en su iPad mientras intentaba controlar todo lo que sucedía a su alrededor.

Se levantó para saludar a uno de los huéspedes que lo había reconocido. Mientras salía a su encuentro observó cómo Amelia, ya sin uniforme, entregaba unas llaves en el mostrador de recepción. Sus ojos se cruzaron un instante. Ella los bajó enseguida, pero Salvador halló de nuevo en ellos un brillo que no había visto en los años que llevaban trabajando juntos.

Acompañó al huésped al bar, mientras se alisaba el pelo con su mano derecha y miraba a Carlos del Valle. Este entendió el gesto. Pasados quince minutos debería mandar un botones para anunciar al director que preguntaban por él en uno de los salones. Se acomodó con el huésped en una de las mesas del bar. Hacía ya varios años que había decidido perder la vergüenza y pedía siempre agua con gas. Recordaba tiempos pasados, cuando al terminar la jornada echaba cuenta de las consumiciones tomadas y percibía que estaba al borde de caer en el alcoholismo. Respiró satisfecho; en el Atheneum, aparentemente, todo funcionaba a la perfección.

V

Akín Okafor había nacido veintiocho años atrás en Ekhor, aldea cercana a Benín City, una de las ciudades más populosas de Nigeria. A ella se trasladaron huyendo del hambre los padres de Akín y sus seis hijos cuando este tenía un año. Dos de sus hermanos murieron antes de cumplir los cuatro años en una de las epidemias cíclicas de meningitis que azotan el África Occidental. Akín consiguió sobrevivir a una mortalidad infantil que en Nigeria superaba, en 1990, el veinticinco por ciento de los menores de cinco años.

Se consideró muy afortunado cuando a los catorce años encontró un empleo como estibador en una compañía maderera. Se casó muy pronto, a los dieciocho, con una bellísima joven de su mismo clan. Vivía de alquiler en un barrio de mayoría cristiana a las afueras de Benín, en un piso donde tenía acogida a su madre y a una de sus hermanas que no se había casado aún. Su padre había muerto en un accidente laboral antes de que Akín hubiera cumplido los quince años. Los mil quinientos nairas que cobraba al mes (unos quince euros) le permitían, aunque con muchas estrecheces, hacer frente a sus obligaciones familiares. Blessing, su mujer, se quedó muy pronto embarazada y dio a luz mellizas que habían heredado la belleza de su madre y hacían que Akín se derritiera cada vez que las miraba.

Todos los domingos acudía con su familia a los actos que en la iglesia evangelista de la zona oficiaba un pastor inglés. Era muy feliz, pero todo se desplomó de golpe cuando, en medio de una ceremonia bautismal, miembros del grupo étnico norteño Hausa Fulani atrancaron la puerta de entrada. A través de uno de los ventanales que habían destrozado introdujeron unos hachones de petróleo ardiendo que provocaron un incendio que acabó causando más de sesenta víctimas entre las trescientas personas que había dentro de la capilla. Akín, ante el dilema más duro de su vida, tuvo que elegir a quién intentar sacar primero de la iglesia. Blessing no le dio opción a decidir. Lo obligó a tomar a una niña en cada brazo, empujándolo hacia la puerta que otros hombres estaban ya intentando abrir. Ella misma cogió un niño de pecho que había quedado en el suelo y trató de llegar también a la puerta. No lo consiguió. La avalancha que se había producido la tiró al suelo, siendo pisoteada, mientras el denso humo que se había formado en cuestión de segundos inundaba sus pulmones. Antes de perder el conocimiento pudo ver cómo Akín, con las dos niñas en brazos, forcejeaba intentando escapar del infierno.

Akín alcanzó el enorme tapón que se había formado en la puerta cuando el humo empezaba también a asfixiarlo. Pero su extraordinario físico le sirvió para hacerse valer entre la multitud y alcanzar la salida. Allí los estaban esperando con palos y cuchillos los atacantes. Aprovechó la confusión y, sin soltar a las mellizas, escapó como pudo del campo de batalla en que se había convertido la explanada que había frente a la iglesia. Corrió con el corazón saliéndosele del pecho hasta que torció por un pequeño callejón donde dejó a las dos pequeñas. Les pidió que se estuvieran quietas allí y retornó a la explanada. Varias unidades de Policía que acababan de llegar estaban intentando reducir a los atacantes, que empezaban a recular. La capilla, construida en madera, estaba ardiendo en su totalidad. Ningún coche de bomberos había hecho acto de presencia. Sin dudarlo, se lanzó hacia las llamas que se atisbaban tras la derribada puerta, y ya la estaba atravesando cuando se vio sujeto por dos policías que le impidieron entrar.

Tardaron varios días en poder identificar a todas las víctimas. De Blessing solo quedó reconocible una pequeña cruz de plata casi derretida que la madre de Akín le había regalado el día de su boda.

La profunda fe cristiana de Akín y, sobre todo, el ver cada día a sus hijas, lo ayudaron a ir poco a poco superando el terrible episodio. Las niñas quedaban a diario al cuidado de la abuela mientras él acudía a realizar su jornada de doce horas a la maderera.

Las desgracias nunca vienen solas. La empresa para la que Akín trabajaba hizo una reducción del setenta por ciento de su plantilla. Este se encontró sin trabajo, sin posibilidades reales de conseguir otro y teniendo que sacar adelante una familia de cinco miembros. Pero él no iba a permitir que quedaran en la indigencia. Como muchos nigerianos, había oído hablar de las posibilidades que se podrían abrir para un hombre sano, con estudios elementales y trabajador, en Europa. Habló con su madre, que lo intentó convencer de que permaneciera con ellas, pero la decisión estaba tomada. Vendió todo lo que no era imprescindible de su casa, incluida la motocicleta de cuarta mano con la que iba todos los días a trabajar. Dejó el piso, cuyo alquiler ya no podía pagar, y regresaron todos a la angosta casucha que, aunque en pésimo estado, aún conservaban en Ekhor. Entre lo que sacó y los pocos ahorros que Blessing mantenía escondidos tras un azulejo del baño, consiguió juntar el equivalente a trescientos cincuenta dólares. Miembros de su congregación evangelista le habían explicado cuál era la mejor ruta para acceder a Europa. También le entregaron mapas y una gramática-diccionario francesa y otra española. En una mochila introdujo algo de ropa. Guardó lo mejor que pudo el dinero y se despidió con lágrimas de sus hijas, hermana y madre, prometiéndoles que pronto volvería a por ellas.

Ni en sus peores sueños pudo imaginar Akín la pesadilla que le esperaba.

Necesitó tres meses para atravesar, casi siempre andando, Níger, Argelia y llegar a Marruecos. En este último país permaneció dos meses más, viviendo amontonado en una tienda de campaña proporcionada por la Cruz Roja. Aprovechando una noche de temporal, saltó la valla que en Ceuta separaba Marruecos de España por una zona que estaba en obras. Fue interceptado por una patrulla de la Guardia Civil española que lo obligó a volver a Marruecos.

Desesperado, decidió no esperar más y se escondió en la localidad de Ben-Yunes, donde pactó con una de las mafias que controlaban el paso del Estrecho un puesto en una andrajosa patera a cambio de los ciento ochenta dólares que le quedaban. Tres noches después embarcó en un cayuco hacia Tarifa.

En la actualidad, desde la perspectiva que le daba su diametralmente distinta situación, Akín aún se hacía cruces al pensar el milagro que supuso que semejante bañera llegase a la costa española sin incidentes. Nada más pisar tierra, mientras el centenar de compañeros de viaje se ponían de rodillas para agradecer a sus diferentes dioses el haber llegado a salvo, Akín salió corriendo para evitar la previsible llegada de las fuerzas de orden españolas. Solo llevaba consigo la mochila con un par de pantalones, una camisa y los libros.

Evitó durante días el contacto con la población. No quería acabar en otro campamento de refugiados donde tendría muchas posibilidades de que lo mandaran de vuelta a Marruecos. Decidió avanzar tierra adentro, alimentándose de los frutos que en el final del verano le ofrecían las arboledas próximas a los caminos por los que transitaba.

Este período del año se puso de su parte. Antes de llegar a Lebrija observó cómo trabajadores con apariencia de subsaharianos se afanaban en la recolección de uva. Venció su aprensión y, acercándose, les preguntó en inglés si habría trabajo para él. Uno de ellos asintió y avisó al capataz, que después de echar un rápido vistazo a Akín le preguntó si tenía papeles. Cinco meses de odisea sin nada con que entretener los momentos de descanso le habían hecho aprenderse de memoria las dos gramáticas que llevaba consigo. Entendió bien la pregunta, pero se limitó a negar con la cabeza. Al capataz le debió de gustar que no le mintiera o le contestara con evasivas, y le dijo que podía unirse a la cuadrilla. Las ganancias de esos quince días le permitieron comprar ropa y calzado y llegar hasta Madrid, imaginando que en una ciudad tan grande le sería posible encontrar un trabajo que le permitiera regularizar su situación.

No solo no lo encontró, sino que descubrió la desagradable experiencia de sentirse rechazado por el color de su piel y por su fuerte acento. Tuvo que subsistir vendiendo bolsos de imitación en los aledaños de la Puerta del Sol o el parque del Retiro. Allí conoció a una de las empleadas en la jardinería del parque, con la que trabó amistad. Ella empezó por invitarlo a tomar algún bocadillo en los quioscos del parque, para pasar a llevarlo a dormir ocasionalmente a su casa, aprovechando que su hija de veinte años, fruto de un matrimonio roto, ya no dormía en su piso de San Cristóbal de Los Ángeles.

También fue ella la que le encontró un trabajo para cuidar jardines de chalés en la zona de Rivas. Allí tuvo la fortuna de caerle bien al propietario de uno de ellos, militar de alto rango, que al enterarse de su falta de papeles no solo no lo despidió, sino que se brindó a legalizarle su situación.

Su historia con la jardinera terminó poco después, pero Akín ya se había adaptado a la ciudad. Con gran satisfacción, comenzó a enviar dinero a su madre, trabajando sin descanso y soñando con poder traer lo antes posible a sus mellizas.

En una de sus visitas burocráticas a la embajada de Nigeria fue abordado a la salida por una persona malencarada, que cojeaba ostensiblemente y que le pidió fuego en un inglés con acento nigeriano.

A Abdul no le costó mucho entablar conversación con Akín. A partir de ese día se veían ocasionalmente, ya que este insistía en invitarlo a fiestas donde se degustaba comida nigeriana y de esta forma podía matar la morriña que a veces le embargaba y conseguía noticias de primera mano de su país. A pesar de ser el único cristiano en esas reuniones, fue muy bien acogido por el resto. Abdul insistía en atraerlo hacia el islam. El recuerdo de la iglesia evangelista ardiendo y su profunda formación cristiana hacían que ni siquiera se planteara la cuestión. Aun así, Abdul siempre era muy amable con él. A veces, cuando en su habitual soledad nocturna pensaba en Abdul, se avergonzaba del ambiguo sentimiento de rechazo que experimentaba hacia el tullido. No era cristiano tener esos pensamientos, pensaba. Sobre todo, con alguien que se estaba comportando tan bien con él.