Días sin sol - Félix García Hernán - E-Book

Días sin sol E-Book

Félix García Hernán

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Beschreibung

«Estilo directo, personajes carismáticos, ritmo frenético, ironía y crónica social y, cuando crees  que ya todo está casi resuelto en una trama que funciona como el cronómetro de una bomba a  punto de estallar, un giro totalmente inesperado. ¿Se puede pedir más a una novela?» Juan Gómez-Jurado Tres víctimas de la crisis económica que asoló el mundo hace unos años contactan casualmente a través de una plataforma digital y deciden unir sus fuerzas para propiciar una cumplida venganza de quienes les han llevado a esa situación. Días sin sol nos muestra un crudo retrato de esos banqueros, magistrados, funcionarios corruptos y otros personajes deshonestos que fueron los protagonistas perniciosos de una época en la que muchos pensaron que el sol ya no volvería a iluminar sus vidas. Una vez más, con una prosa incisiva, arrolladora y precisa, Félix García Hernán se revela como un hábil constructor de tramas tan vibrantes como vertiginosas en las que, unida al indudable carisma de sus personajes, no olvida, en lo que ya es una característica común de todas sus obras, la denuncia social. Días sin sol confirma el talento de un autor que sabe mirar con una sensibilidad especial a unos personajes llamados a perdurar en nuestra memoria.

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Félix García Hernán (Madrid, 1955).

Días sin sol es la tercera novela que publica con Editorial Alrevés. Las anteriores, Cava dos fosas (2020) y Pastores del mal (2021), recibieron una entusiasta acogida por parte de público y crítica.

Cava dos fosas resultó finalista al Premio Negra y Mortal a la mejor novela negra en español por ser «uno de esos libros donde la mano del autor hace que sea muy fácil de leer, pero difícil de olvidar». Atresmedia compró los derechos de esta novela para la producción de un film que será dirigido por el laureado David Pérez Sañudo.

Pastores del mal confirmó al autor como una voz de referencia de la novela negra escrita en castellano. Los derechos audiovisuales de Pastores del mal ya han sido adquiridos por Atlantia Media para una próxima producción cinematográfica.

En Días sin sol, Félix García Hernán ratifica su madurez narrativa, a la vez que desarrolla con maestría la trayectoria de sus ya inseparables personajes.

En el 2020, Félix García Hernán obtuvo el Premio Estandarte.com al autor revelación del año por su «espectacular potencia narrativa, que brinda una trama adictiva donde las páginas parecen fotogramas y los capítulos secuencias». El jurado también destacó que Javier Gallardo, el comisario protagonista de sus obras, es «un personaje cuidadosamente construido, complejo, de múltiples aristas, con un singular magnetismo que nos hace recordar otros comisarios de éxito del panorama literario».

En la actualidad se encuentra en postproducción el film Delfines de Plata, basado en la novela del mismo título de Félix García Hernán, dirigida por Javier Elorrieta y con Rodolfo Sancho en el papel del comisario Javier Gallardo, y que próximamente reeditará Alrevés.

Tres víctimas de la crisis económica que asoló el mundo hace unos años contactan casualmente a través de una plataforma digital y deciden unir sus fuerzas para propiciar una cumplida venganza de quienes les han llevado a esa situación.

Días sin sol nos muestra un crudo retrato de esos banqueros, magistrados, funcionarios corruptos y otros personajes deshonestos que fueron los protagonistas perniciosos de una época en la que muchos pensaron que el sol ya no volvería a iluminar sus vidas.

Una vez más, con una prosa incisiva, arrolladora y precisa, Félix García Hernán se revela como un hábil constructor de tramas tan vibrantes como vertiginosas en las que, unida al indudable carisma de sus personajes, no olvida, en lo que ya es una característica común de todas sus obras, la denuncia social.

Días sin sol confirma el talento de un autor que sabe mirar con una sensibilidad especial a unos personajes llamados a perdurar en nuestra memoria.

 

 

Primera edición: septiembre del 2022

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2022, Félix García Hernán

© de la presente edición, 2022, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-18584-64-0

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A mi amigo Boni

NOTA DEL AUTOR

Esta novela ha de valorarse como producto de la imaginación del autor. Por tanto, no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

 

 

 

Se notaba que las vacaciones del verano del 2012 habían pasado a mejor vida y que la noche madrileña empezaba a recuperar el ritmo vertiginoso que la caracterizaba con el regreso de los últimos veraneantes. La mayor parte de las conversaciones en las terrazas seguían girando en torno al relativo éxito de la representación española en los Juegos Olímpicos de Londres, aunque hacía más de un mes que se habían clausurado. A pesar de ser martes, el instinto noctámbulo de una ciudad que siempre había presumido de él estaba ya colapsando los principales locales de ocio de la capital.

A través del amplísimo ventanal que mostraba la imponente Puerta de Alcalá al centenar de personas que habían tomado por asalto el bar de moda de la ciudad, Rodrigo de la Torre observaba cómo la última tormenta de verano obligaba a los fumadores que permanecían en las mesas de la terraza a buscar un imposible refugio en el atiborrado interior.

Rodrigo comprobó en su Breitling que aún faltaban veinte minutos para las tres de la madrugada. La hora ideal, pensó. Los efluvios del alcohol y otras sustancias no habían causado aún del todo el efecto que se produciría una hora más tarde, cuando los que permaneciesen todavía en el local comenzaran a desvariar en sus discursos y en sus acciones. Es entonces cuando empezaría a buscar entre la concurrencia la pieza que más le llamase la atención.

Su puesta en escena, producto de su larga experiencia en la noche madrileña, era perfecta: blazer azul de Armani, camisa rosa de Hugo Boss y pantalones azules de la misma marca. La hora diaria que su entrenador personal dedicaba a mantenerlo en forma hacía que la ropa le cayera a la perfección y disimulara perfectamente la cincuentena en la que había ingresado hacía solo unos meses. La incipiente alopecia que ya empezaba a dejarse notar se compensaba con una media melena plateada por unas canas que en ningún momento intentaba ocultar.

Sentado solo en una de las mesas cercanas a la enorme barra de mármol traslúcido, apuraba, con lentitud, la copa de champán rosado que el camarero acababa de rellenar. El bullicio del bar, producto de una música cuyos decibelios sobrepasaban el nivel adecuado para el oído humano, unido al parloteo a voces que se obligaba a mantener la clientela, no le molestaban en absoluto. Como un cazador avezado, su vista se iba posando en la «gente guapa» que poblaba el lugar. Sabía que era cuestión de tiempo. Rara era la noche que tenía que abandonar el bar sin compañía.

Observó cómo una pareja se abría paso a codazos hasta posicionarse en la barra y conseguían hacerse entender casi a gritos por una de las camareras de «diseño», que les sirvió con presteza dos gin-tonics. La pareja empezó a beber sin apenas mirarse a la cara. Daba la impresión de que habían reñido. Rodrigo se repantingó en su observatorio, picado por la curiosidad. La distinción que ella mostraba estaba muy por encima de la de su acompañante. Llevaba magníficamente los cuarenta años que debía de tener. Su melena rubia ponía una nota vintage cuando la agitaba, queriendo imitar —imaginó Rodrigo— a Lauren Bacall. A pesar de la hora, usaba gafas de sol y no parecía hacer demasiado caso a su acompañante. Este, una cabeza más bajo que ella y aparentando unos quince años más, le hablaba al oído e intentaba tomarle la mano, mientras ella se resistía.

Rodrigo advirtió que él empezaba a subir el tono de su voz y a mostrarse nervioso y agresivo. Finalmente, ella retiró la mano que él pretendía inmovilizar y se le encaró. Rodrigo no pudo oír lo que ella le decía, pero solo necesitaba ver la ira con la que escupía sus palabras para imaginar que no era nada agradable. Su acompañante reaccionó dándole un ligero empujón en el hombro derecho. Apuró su bebida y salió disparado del local. Ella ni se inmutó, y continuó saboreando su combinado sin levantar la mirada del vaso.

Rodrigo dejó pasar diez minutos estudiándola y esperando a que abandonase también el local. No lo hizo. Admirado de que en ese tiempo ningún otro «cazador» se hubiera acercado a ella, se levantó y se dirigió hacia donde estaba.

—Hola, te ruego perdones mi atrevimiento, pero me he permitido observar que no estás en el lugar más cómodo del local. Me llamo Rodrigo y espero que no te ofendas si te invito a que me acompañes a mi mesa. Si te he molestado, por favor, te ruego que me disculpes.

Ella, que había escuchado su alocución sin mirarlo, por fin volvió la cabeza y lo observó en silencio antes de contestarle.

—Gracias, soy Nuria, pero creo que podrás encontrar compañía mucho más agradable y, sobre todo, en mejor forma que la mía esta noche.

Finalizó la frase con una mueca que quería ser una sonrisa y le volvió la cabeza. Él insistió.

—Un solo minuto contigo conseguiría que esta noche hubiese merecido la pena.

Ella se giró de nuevo hacia él y observó, esta vez más detenidamente, al elegante interlocutor cuya trasnochada forma de expresarse parecía provenir del siglo pasado. Sin contestarle, asintió con un movimiento de cabeza y, tomando su vaso en la mano, lo acompañó a su mesa.

Una hora después, los dos abandonaban el local. El portero se dirigió a él con mucho respeto cuando salían.

—Don Rodrigo, ya he pedido su coche, estará en un minuto. Permítame que les proteja con el paraguas.

Rodrigo deslizó en su mano un billete de cinco euros y, tomando a su pareja del codo, avanzaron hacia la calzada, donde el aparcacoches estaba posicionando su Porsche. Le entregó otro billete y los dos entraron en el vehículo. Cuando los empleados cerraron casi al unísono las puertas, Rodrigo acercó sus labios a los de ella y la besó por primera vez. Ella aceptó el roce, permitiendo que sus lenguas se acariciasen.

Le ofreció ir al apartamento que tenía en la ciudad, pero ella negó con una sonrisa. «Si no te importa, prefiero ir a un hotel. Ya habrá tiempo otro día de conocer dónde vives.» Él asintió ligeramente extrañado, pero complacido. Todo estaba saliendo según había previsto. Antes, en el bar, ella poco a poco fue calmando su ofuscación, producto seguro del enfado que debía de tener con su anterior acompañante, y empezó a intimar con él. No le quiso hablar de la pelea que acababa de tener. Le explicó vagamente que se dedicaba a negocios de exportación. Mientras arrancaba el Porsche le preguntó si prefería algún hotel en especial y ella le contestó que alguno que quedase por el centro.

Rodrigo enfiló su coche en dirección al hotel Miguel Ángel, donde ya lo conocían, y realizaron el trayecto sin hablar. Él se limitaba a acariciarle la mano mientras se felicitaba a sí mismo por la «pieza» que había elegido. La noche prometía, pensó mientras volvía la cabeza para admirar la figura de su acompañante.

Se sentía el rey del mundo. Era un hombre con suerte; todavía no podía creer cómo había salido tan bien parado de las acusaciones que lo involucraron en la archiconocida «Operación Guateque». Debido a su altísima posición como funcionario en la dirección del Ayuntamiento de Madrid, lo que empezó hace años con la aceptación de un jamón y una caja de Rioja, provenientes de un promotor agradecido por la presteza con la que había movido su expediente, se había acabado convirtiendo en un inmenso caudal de ingresos. Aunque hacía varios años que el desmantelamiento por parte de la Justicia de la red de corrupción imperante en el Ayuntamiento de Madrid le había obligado a detener su lucrativa actividad, el dinero recolectado hasta ese momento era de tal magnitud que le permitiría vivir, sin duda, desahogadamente el resto de su vida.

Su nombre fue de los primeros que salieron a la luz cuando la Policía destapó el escándalo que afectó a más de cincuenta políticos, ediles, funcionarios y empresarios. Aún se le nublaba la vista al recordar los dos días que tuvo que pasar en los calabozos de los juzgados de la plaza de Castilla para declarar. Fue puesto en libertad con cargos.

Pero el dinero no vale solo para comprar un coche de 450 caballos. Entre varios de los acusados contrataron a uno de los mejores bufetes de abogados de la ciudad. El bufete había conseguido ir paralizando paulatinamente la acción de la Justicia a fuerza de alegatos y recursos, y Rodrigo no solo no había dado con sus huesos en la cárcel, sino que el macrojuicio que se pensaba celebrar e iba a tambalear los cimientos de la corrupción en España aún no tenía fecha fijada y cada vez estaba más lejos de llegar a celebrarse algún día. Es más, él continuaba manteniendo su puesto como director de Proyectos Urbanísticos del Ayuntamiento, ante la sorpresa de alguno de sus colaboradores y el regocijo de otros.

Seguía conservando su alto nivel de vida y nadie había intervenido sus bienes. El césped de su chalé en Somosaguas, donde aparentaba llevar una vida ejemplar con su esposa y sus dos hijos, continuaba estando en el magnífico estado que le procuraban los jardineros que lo cuidaban a diario. Y, por supuesto, sus repletas cuentas en Suiza seguían siendo un secreto para todos, incluida su familia.

Volvió a la realidad y su mano abandonó la de ella para posarse encima de una rodilla cubierta por una falda de crepé negro. Con destreza, buscó la abertura que partía la falda en dos y deslizó la mano hasta encontrar la seda de la ropa interior de ella, que se dejó acariciar para, tras unos segundos, retirarle con delicadeza la mano, preguntándole adónde se dirigían. «Vamos al hotel Miguel Ángel, cerca de aquí. ¿Te parece bien?» Ella asintió, sonriendo.

Rodrigo preguntó al recepcionista si disponían de una suite. Este, con una sonrisa, le contestó que casualmente tenían libre la suite presidencial y que se la podía ofrecer, dada la hora que era, a un precio especial de solo doscientos cincuenta euros. Rodrigo asintió entregando su American Express Platino al empleado. Mientras tanto, ella se mantenía ligeramente apartada de la recepción manipulando su teléfono móvil. Al terminar el registro, Rodrigo declinó la ayuda ofrecida para acompañarlos a la suite y los dos tomaron el ascensor hacia el último piso.

—La suite presidencial, ¡qué nivelazo! —exclamó ella, mientras él aprovechaba la intimidad del ascensor para besarla en el cuello y acariciar su trasero.

—Esta noche es especial y no quiero que nos falte de nada.

Al salir del ascensor, vieron perfectamente indicada en un cartel la dirección de la suite presidencial. Nada más entrar, ella encendió una de las luces indirectas y se quitó las gafas de sol. Él se sorprendió de la belleza de sus ojos.

—Es un pecado que escondas esos ojos. Estoy seguro de que llegaste la primera cuando los repartieron.

Ella sonrió ante el piropo.

—Es algo menos glamuroso que un pecado, se llama fotofobia.

Él volvió a abrazarla, y deslizó una mano por el escote de la blusa hasta introducirla por debajo de la copa del sujetador. Sintió cómo el pezón de ella se erizaba. Sacó la mano y comenzó a desabrocharle la blusa. La visión del sujetador negro de satén y el esplendoroso pecho que se adivinaba debajo le produjo una inmediata erección. Solamente al intentar descorrer la cremallera de la falda, ella, con una sonrisa, le pidió acudir al baño. Rodrigo se separó y le dijo suavemente que no tardara. Mientras la veía desaparecer por uno de los dos cuartos de baño con que contaba la estancia, Rodrigo inspeccionó la suite que les habían otorgado. El recibidor daba paso a un salón donde un precioso piano beis de media cola ocupaba un rincón. Unas puertas de cristal daban acceso a una terraza con varias hamacas que escoltaban a un jacuzzi de mármol. Rodrigo se asomó a la barandilla. La vista era espectacular, con una perspectiva perfecta de la arteria principal de la ciudad.

Regresó al interior y abrió la puerta del dormitorio. Una enorme cama vestida con un edredón de lino blanco lo invitó a empezar a desnudarse. Echó un vistazo al suntuoso baño anexo al dormitorio y se quitó la ropa, quedándose solo en calzoncillos, mientras esperaba que ella apareciese por la puerta. Comenzó a impacientarse cuando pasados diez minutos seguía sin aparecer. Iba ya a reclamar su presencia cuando la observó entrar en el dormitorio, cubierta solo con un tanga de color negro. Se abrazó a ella y comenzó a besarla de nuevo. Ella lo mordisqueó en el lóbulo de la oreja mientras le susurraba preguntándole si había pedido algo de beber. Él, solícito, la soltó y se acercó al minibar mientras le preguntaba qué deseaba.

—Creo que el momento merece el mismo champán rosado que estabas tomando tú antes, ¿no te parece?

Rodrigo asintió, buscando en el minibar lo que ella había pedido, sin encontrarlo.

—Habrá que solicitarlo al servicio de habitaciones, ¿te importa?

—Para nada. Incluso mejor; así vendrá más frío. Además, tenemos toda la noche para nosotros. Ya llamo yo —se ofreció.

Cuando ella colgó el teléfono, después de hacer el pedido, Rodrigo la tomó en brazos y la depositó en la cama. Ella notaba cómo la excitación de él había hecho que su pene sobresaliera de sus calzoncillos. Él se dio cuenta de su mirada y se los quitó. Sabía que en cualquier momento subiría el camarero, pero había observado que en el cuarto de baño del dormitorio había albornoces; no tendría nada más que ponerse uno cuando fuese a abrir.

Ella se quedó mirando su enhiesto miembro y él lo interpretó como una invitación. Se colocó a su lado en la cama y comenzó a besar los pezones del —como había intuido— hermosísimo pecho. Ella se dejaba hacer, limitándose a acariciarle la espalda. Él introdujo su mano por la parte delantera del tanga, donde notó cómo el vello de su monte de Venus había sido cuidadosamente retocado. Acarició con los dedos sus labios mayores y se extrañó al advertir la sequedad de su vagina. Volvió a besarla en la boca y desde allí bajó hasta su sexo, buscando y acariciando el clítoris con su lengua.

Empezaba a sentir cómo finalmente ella comenzaba a humedecerse cuando sonó el timbre de la puerta. Mascullando una blasfemia, Rodrigo se incorporó, entró en el cuarto de baño y se puso uno de los dos gruesos albornoces blancos. Se dirigió al vestíbulo y abrió la puerta. En vez del camarero que esperaba se encontró frente a él una figura que le resultaba familiar. Necesitó solo dos segundos para asociarla con el hombre que había entrado esa misma noche en el bar con ella y la había abandonado después de discutir.

Alarmado, intentó cerrar la puerta, pero el pie de él, que sin duda esperaba su reacción, se lo impidió. Cayó al suelo debido al fuerte empujón que le propinó el intruso. Cuando empezó a incorporarse para enfrentársele, notó que el cañón de una pistola le apuntaba directamente a la cabeza. Se quedó paralizado. El intruso le ordenó levantarse y avanzar hasta el salón. Una vez allí, le pidió que se sentase en uno de los sillones. Rodrigo no se sorprendió demasiado al observar cómo, poco después, se abría la puerta del dormitorio y aparecía ella completamente vestida. Había caído en la trampa más antigua del mundo, dedujo. Intentó tranquilizarse. Sería un problema de dinero y él de eso iba sobrado.

Ella saludó al intruso con la cabeza y se sentó en una de las sillas del salón. El intruso, que continuaba en pie, comenzó a hablar.

—¿De verdad te pensabas, Rodrigo de la Torre, que ibas a irte de rositas?

Rodrigo, asustado ahora de verdad al oír su nombre y apellido, balbuceó:

—No comprendo nada.

—Me imagino que tampoco comprenden nada todos los madrileños a los que has estafado con tu comportamiento. ¿Cuántos millones has robado? ¿Diez, veinte, cien…? Han tenido que ser muchos para mantener el ritmo de vida que llevas y pagar a toda la tropa de abogados que tienes detrás.

«Así que finalmente es un problema de dinero —se tranquilizó Rodrigo—. Ahora ya solo se trata de negociar.»

—Por favor, seamos civilizados. Efectivamente, hay dinero para todos. Solo tenéis que pedir una cantidad lógica y os la transferiré.

El intruso sonrió.

—Va a ser complicado que nos hagas una transferencia. Me temo que adonde vas a ir no hay sucursales bancarias.

Rodrigo empezó a temblar cuando observó que el hombre introducía su mano en el maletín que portaba y extraía un cilindro plateado que acopló al cañón de la pistola. Imaginando lo que iba a pasar, se arrodilló y juntó las manos en actitud de súplica. En esa posición, notó cómo el cinturón del albornoz se soltaba y este se abría mostrando su desnudez. De su pene, ahora totalmente flácido, empezaba a escaparse un reguero de orín que no podía controlar y que encharcó la mullida alfombra de la suite.

—Os lo ruego… —Miró a los dos—. Os haré ricos, tengo cuentas en Suiza…

No pudo continuar. El intruso avanzó hacia él y, cuando estaba a apenas un metro de distancia, le disparó a bocajarro en la cabeza. Murió al instante.

Ella, sentada en la silla, miraba hipnotizada la escena. El hombre se acercó al cadáver y le extrajo el brazo derecho del albornoz. Lo extendió en el suelo con la palma de la mano mirando hacia arriba. Abrió de nuevo el maletín y sacó un hacha de pequeñas dimensiones. O el instrumento estaba perfectamente afilado o el intruso poseía una gran pericia, porque de un golpe seco seccionó la muñeca separando la mano del brazo. Un caudal de sangre comenzó a manar de la herida.

El intruso tomó la mano del suelo y la colocó encima del pecho desnudo del cadáver. A continuación, hurgó de nuevo en el maletín. Sacó una docena de billetes del juego del Monopoly y los colocó sobre la palma de la mano seccionada, obligando a los dedos a cerrarse sobre ellos. Extrajo el móvil del bolsillo trasero de su pantalón e hizo varias fotos de la víctima desde diferentes planos.

La siguiente hora la dedicaron ambos a limpiar concienzudamente de huellas la suite.

El intruso fue el primero en abandonar el hotel, y ella esperó diez minutos más. Antes de salir de la suite, no consiguió resistirse a mirar en lo que se había convertido Rodrigo de la Torre, el Rey del Mundo.

* * *

Javier Gallardo contemplaba con resignación los expedientes que su asistente acababa de depositar encima de la mesa para que los firmase, añorando por primera vez en su carrera las vacaciones que, ya finiquitadas, le habían permitido evadirse por unas semanas de la monótona burocracia en que se había convertido su trabajo cotidiano.

Tuvo la tentación de recorrer los escasos veinte metros que lo separaban del despacho del director general de la Policía y explicarle por dónde se podía meter los expedientes. Y, como todos los días, notó una punzada de añoranza al recordar su viejo y querido despacho, mucho más pequeño y mucho menos elegante, situado en otra de las alas del edificio de la Dirección General en la calle Julián González Segador. A regañadientes, tomó el primero de los expedientes y lo revisó, firmándolo a continuación. No podía evitar, cada vez que veía el título que figuraba debajo de su firma, pensar en los condicionantes que lo habían arrastrado a su situación actual. Lo releyó de nuevo, como si en el fondo pensase que era una broma pesada.

Javier Gallardo

Jefe de la División de Gestión Económica

Bien supo lo que hacía el ministro del Interior, en connivencia con el director general de la Policía, cuando lo apartó de la Jefatura de Información, ofreciéndole, sin derecho a réplica, un puesto que, aunque aparentemente podría suponer un ascenso, de hecho, era la clásica «patada hacia arriba» que le privaba de la posición por la que tanto había luchado.

Esa fue la manera de «compensarle» por su actuación en la «Operación Atheneum», llamada así por el atentado yihadista en el hotel madrileño del mismo nombre, cuya realidad continuaba estando clasificada y que Javier intuía que así seguiría por mucho tiempo. El ministro del Interior no le perdonó que, rayando la indisciplina, Javier ignorase el escalafón y no acudiese antes a él, y que durante varios días manejase, en secreto, una información que pudo poner en serio riesgo la estabilidad del país. Javier había decidido, para que no lo tomasen por un iluminado, no comunicar a sus superiores esta información hasta obtener las pruebas necesarias.

Lo único que consiguió fue que no se tomara ningún tipo de medidas contra sus dos colaboradores implicados en la «Operación Atheneum», ya que en todo momento alegó que obedecían órdenes directas suyas. Tanto Fernando Luengo como Raúl Olaya seguían manteniendo los cargos que desempeñaban antes del atentado. Los dos le pidieron que los llevara consigo, pero Javier se negó, aunque hubiera podido hacerlo sin problema. Sabía que les haría una faena quitándolos de los puestos en la Jefatura de Información que tanto anhelaban, aunque con los dos seguía manteniendo una cálida amistad.

A partir del sexto expediente, todos los números empezaron a parecerle iguales, pero Javier era un profesional. Aunque odiara su nuevo destino, él realizaría su trabajo tan eficazmente como siempre lo había hecho. Se concentró de nuevo en el presupuesto para el cambio de uniformidad de verano que tenía ante sí.

Veinte minutos después, lo sacó de su ensimismamiento la recepción de un whatsapp. Se le alegró la cara al comprobar que el remitente era Fernando Luengo. En el mensaje le decía que entrase en la web de El País y lo llamara cuando pudiera. Así lo hizo. A pesar de estar a una columna y justo debajo del esperado anuncio del presidente del Gobierno de una rebaja en el IRPF, enseguida se percató de la noticia a la que, con seguridad, aludía su antiguo colaborador.

UN ALTO CARGO DEL AYUNTAMIENTO DE MADRID ENCONTRADO MUERTO Y MUTILADO EN UN HOTEL DE LUJO

Rodrigo de la Torre, director de Proyectos Urbanísticos del Ayuntamiento de Madrid, ha sido hallado muerto esta mañana en el hotel Miguel Ángel, de la capital. El fallecido estaba semidesnudo en una de las estancias de la suite presidencial del citado hotel. La camarera lo encontró al entrar para hacer la habitación en la mañana de hoy. El cadáver había recibido un disparo en la cabeza y, según ha podido averiguar este medio, podría haber sido objeto de algún tipo de mutilación.

Se da la circunstancia de que Rodrigo de la Torre era uno de los principales imputados en la «Operación Guateque», que hace varios años desmanteló una red de corrupción existente en el Ayuntamiento de Madrid. De la Torre, al igual que otros cincuenta y tres imputados, estaba a la espera de un juicio que debería haberse celebrado ya, pero que la defensa está consiguiendo aplazar continuamente.

El artículo venía acompañado de una foto de Rodrigo tomada la noche de su detención, cuando entraba esposado en los juzgados de la plaza de Castilla. La foto no era buena, pero se atisbaba a un hombre elegantemente vestido que intentaba sin éxito ocultar al fotógrafo su rostro demacrado.

Javier Gallardo releyó la información y a continuación visitó las webs de El Mundo y ABC. La noticia también salía en portada y con similares comentarios. Pensó que debería de haber algo más para que Fernando Luengo le hubiera enviado el mensaje. Lo llamó al teléfono móvil y Fernando le contestó al tercer tono.

—¿Ya lo has visto?

—Claro, pero como no me la tatarees… —bromeó Javier—. Imagino que hay algo detrás. ¿Estás ocupado?

—No, mi jefe está en Barcelona. ¿Por qué no te acercas y te enseño algo?

Javier se quedó dudando. No quería aparecer mucho por las que habían sido sus dependencias. No deseaba despertar celos en su sucesor, pero tampoco quería que sus antiguos colaboradores aparecieran por su despacho actual. Imaginó que al director general no le haría mucha gracia. «Joder, Javier, pareces un encargado de protocolo en vez de un policía —pensó—. A la mierda con las conveniencias.»

—Voy para allá. Dame cinco minutos.

Ese es el tiempo que necesitó para ordenar un poco los expedientes de su mesa y acercarse al despacho que tenía Fernando en la brigada de Información. A Fernando se le iluminó la cara cuando Javier entró.

—Veo que te siguen encantando los jeroglíficos —dijo este—. Imagino que hay algo más en el asesinato de ese chorizo para que me llames.

Fernando no contestó y se limitó a girar la pantalla de su ordenador para que Javier pudiera verla. Poco a poco fue pasando las imágenes, sonriendo al ver cómo la cara de Javier iba pasando de la indiferencia al asombro. Los dos se quedaron callados unos segundos.

—¿Quién lo lleva? —preguntó Javier.

—Vallejo, de Seguridad Ciudadana.

—Parece que Información sigue funcionando a la perfección sin mi presencia. Apenas ha pasado un día y ya estáis al tanto.

—No es mérito mío. Ya sabes que Vallejo es un ordenancista, o más bien —sonrió— un poco agonías. Apenas se hizo cargo del caso nos mandó un informe. He estado ya documentándome: el tal Rodrigo de la Torre era una buena pieza. Ha debido de mangar millones, ya que llevaba una vida de despilfarro que ni siquiera su imputación ha detenido por completo. Creo que lo hacía a propósito: «Jodeos, me vais a juzgar cuando España gane el Festival de Eurovisión», se le escuchó decir en una ocasión. Casado y con dos hijos, vivía en un chalé de las afueras. Seguro que no estaba en la suite del Miguel Ángel a esas horas rezando el rosario o encargando una novena. Lo mutilaron después de matarlo. Como habrás deducido, los billetes son del juego del Monopoly.

—¿Qué cuentan los del hotel?

—Alquiló la habitación sobre las cuatro de la madrugada. Iba acompañado de una mujer rubia de buen aspecto. El recepcionista es incapaz de aportar ningún detalle facial de ella. Llevaba gafas oscuras y, mientras De la Torre realizaba el registro, ella se apartó un poco de la recepción manipulando su teléfono móvil. Las grabaciones de las cámaras del hall tampoco contribuyen mucho. Tanto a la entrada como a la salida, ella atravesó el vestíbulo con la cabeza gacha, intentando ocultarse tras su melena. Lo que sí nos dicen las grabaciones es que bajó una hora y media después. Lo que coincide más o menos con la hora del fallecimiento que nos ha dado el forense.

—¿Alguien más subió a la habitación?

—No lo sabemos. Como recuerdas, por nuestra experiencia en el Atheneum, los hoteles de lujo se siguen negando a poner cámaras en los pasillos para preservar la intimidad de los huéspedes. Vallejo, en su informe, nos dice que en el tiempo que ella estuvo en la suite tomaron los ascensores desde el hall más de cincuenta personas. A pesar de que la hora no es muy normal, el hotel tiene casi trescientas habitaciones; y esa noche tenían una convención cuyos miembros regresaron muy tarde al hotel. Sin embargo, y esto es de mi cosecha, ella no pudo hacerlo sola, a no ser que le recortase la mano con una navaja suiza. En las grabaciones hemos observado que llevaba un bolso minúsculo y para hacer un corte tan limpio habría necesitado una herramienta especial.

—¿Vallejo no lo pone en el informe?

—No me toques las pelotas. Prefiero no contestar.

—Fernando, ya sabes lo que te quiero, pero no alcanzo a entender qué pinto yo en todo esto, a no ser que queráis una evaluación de los costes que va a ocasionar este caso en el balance anual. Ni siquiera es un problema directo tuyo. Se ha designado ya un equipo para el caso y, te guste o no Vallejo, él lleva el timón. Pero te veo venir y no voy a entrar al trapo; bastantes puyazos me llevé la última vez.

—No seas capullo, Javier. Es una simple conversación entre amigos. Casi como si te pidiera la contestación a una pregunta de un crucigrama que se me ha atragantado. Al ver las fotos y el informe, imaginé que no te vendría nada mal que te distrajera un poco de tus balances. Y tampoco estaría de más que me dieras tu opinión. No saldrá de aquí, pero me vendrá bien cuando la incompetencia de Vallejo haga que Información entre de oficio en el caso.

—Vale, vale, disculpa, tienes razón. Parece un crimen ritual, con venganza de por medio. Pienso que los antecedentes del cabronazo del difunto tienen mucho que ver. Y, efectivamente, ella no lo ha hecho sola. Ha debido de actuar de gancho. No desestimes que se trate de una profesional.

—No parece, Vallejo sí que se mueve bien en ese ambiente y ningún informante parece conocerla. Aunque, como te he dicho, tampoco se la ve muy bien. Por otro lado, en la cartera del muerto se han encontrado, entre otras cosas, varios billetes de cincuenta euros y seguía llevando en la muñeca izquierda un reloj de marca, lo que, en principio, anula cualquier móvil económico.

—¿Han investigado ya qué hizo De la Torre antes de llegar al hotel?

—Están en ello. Ha pasado muy poco tiempo, aunque será importante saberlo.

—Pues poco más puedo decirte. Si quieres, mantenme informado según avance el caso.

—¿Crees que es un hecho aislado o volverá a pasar?

—Podría ser el principio de una serie, por la firma y lo bien organizados que están, pero recuerda que es solo mi opinión. En lo que sí tendría yo muchísimo cuidado es en mantener oculta la información del asunto de la mano a los medios. A ver si alguien se va a subir al carro y empiezan a aflorar manos cortadas a partir de ahora por todos lados.

—Es lo primero que le dije a Vallejo —apuntó Fernando—. Pero ya has visto que en el escueto comunicado de la prensa ya deslizaban algo acerca de la mutilación.

—Deberán hablar con todas las personas que tuvieron acceso al cadáver para conseguir que mantengan la boca cerrada.

—Lo intentarán, pero no te extrañe que en alguna red social aparezca alguna foto del cadáver mutilado.

—Bueno, como tú has dicho, ha pasado muy poco tiempo desde el momento del crimen. No dudes en llamarme de nuevo si tienes alguna duda. Y de paso te pagas un whisky en el centro comercial, joder, que parece que tienes cocodrilos en el bolsillo.

Javier se levantó, hizo una carantoña en la cara de su amigo y retornó a su despacho. Volvió a abrir la página de El País, pero la información sobre el caso seguía siendo la misma. Se quedó mirando con aversión la cara de susto de Rodrigo de la Torre en la foto. Si algo odiaba con todas sus fuerzas era a los funcionarios corruptos. Había sido testigo muchas veces de cómo compañeros con carrera prometedora la habían tirado a la basura por entrar a participar en uno de los juegos prohibidos más antiguos del mundo policial.

La mirada huidiza de Rodrigo le daba la impresión de querer esconderse personalmente de él. «Has debido de joder bien a alguien para que se haya ensañado de esta forma contigo. Ahora le dices a san Pedro, mientras deslizas elegantemente en su mano alguno de los muchos billetes que robaste, que te busque un buen acomodo en el cielo, convencido de que el de las barbas blancas perderá el culo por colocarte lo más posible a la derecha de su jefe.»

I

César Duarte se cansó de hacer zapping. La mitad de las emisoras seguían pendientes del resultado de la delegación deportiva española en las Olimpiadas de Londres 2012, recién inauguradas.

A pesar de estar a principios de agosto y del microclima del que tanto presumían los marbellíes, el calor en el piso empezaba a ser agobiante. Refunfuñando, apagó el televisor y se acercó al termostato de la pared para encender el aire acondicionado. Ni siquiera le apetecía ver alguna de las películas de misterio que tanto le gustaban y que llenaban en parte los estantes del aparador.

No había cenado aún. No tenía nada de hambre, aunque pasaban ya de las doce de la noche. Volvió al sofá y se quedó mirando al techo, sabiendo que el acostarse no le reportaría ningún beneficio. Por muchas vueltas que diese en la cama, no cogería el sueño hasta que le faltasen solo un par de horas para levantarse.

Pensar en que aún era martes y que todavía le quedaban cuatro días a esa semana para tener que acudir a trabajar al club de golf le removía el estómago. Lo que durante más de treinta años había supuesto un motivo de alegría, cada día se le antojaba más penoso. Sabía que se encontraba en boca de todos los socios y empleados desde que hacía una semana el director del club lo había llamado a su despacho para soltarle una reprimenda que, él no era tonto, amenazaba con ser el adelanto de un despido que percibía que era solo cuestión de tiempo. La noticia había corrido como la pólvora por el pequeño universo del club y ahora, compañeros que hasta entonces lo habían evitado amedrentados por la violencia verbal que usaba con ellos, no intentaban disimular una sonrisa de desprecio cuando se cruzaban con él. Los socios paraban sus conversaciones cuando pasaba cerca de ellos para reírse abiertamente simulando, de mala manera, que alguno de ellos había contado un chiste. Él siempre se sintió por encima de todos. Al fin y al cabo, su figura había sido una institución desde la fundación de Los Cedros, el más exclusivo club de golf de la Costa del Sol.

Intentó apartar este club de su cabeza, bajó la mirada del techo y la posó en los marcos de fotos que escoltaban el recién apagado televisor. Le pareció que sus hijos, César y Aurora, lo miraban con aprensión, como si temiesen que uno de los casi cotidianos ataques de ira de su padre les fuera a alcanzar de pleno. Más de cinco años llevaba sin verlos: a César, el mayor, desde que este llegó a la mayoría de edad y se negó a seguir manteniendo el régimen de visitas que había marcado el juez, Aurora no necesitó ninguna excusa legal; tenía quince cuando, después de escuchar los gritos con los que su padre insultaba de la manera más soez a su madre por teléfono en uno de los pocos fines de semana que compartía con él, recogió las pocas cosas que tenía en el piso y salió despavorida, cerrando la puerta justo cuando César estaba a punto de alcanzarla, jurando no volver a verlo.

Pero, desde luego, a César Duarte no le iba a temblar el pulso por el desprecio de sus hijos. ¡Ay, si él no hubiera tenido que dejar el domicilio conyugal! —pensó—. Otro gallo hubiera cantado. Seguro que los correazos con los que dirigía el comportamiento de su hijo y los bofetones que de vez en cuando soltaba a Aurora hubieran conseguido que la familia permaneciese unida, como Dios manda. A él mismo su padre lo zurraba de vez en cuando y no por eso su madre lo había echado de casa, aunque ella también recibiera algún golpe de los que se escapaban cuando su marido regresaba con varias copas de más de las cantinas cercanas a los astilleros de Algeciras donde trabajaba. Esos golpes, pensó César, le habían hecho más fuerte.

Tomó del aparador su ordenador portátil y regresó al sofá colocándolo encima de sus rodillas. Temiendo lo que se iba a encontrar, entró en la web de su banco. Como imaginó, la Virgen del Rocío no había descendido del cielo para hacer ningún milagro. Ahí estaban los datos; en su cuenta corriente apenas quedaban cuatrocientos euros. Aún faltaban quince días para terminar el mes y poder cobrar los mil quinientos euros de su salario en Los Cedros. De ahí tendría que pagar ochocientos del alquiler de su piso y doscientos de la letra del minúsculo Hyundai que había comprado hacía dos años, cuando no le quedó más remedio que desprenderse de su amado Jaguar descapotable. Con los quinientos euros restantes debería arreglarse para pagar luz, agua, gas, gasolina, seguros y comida. «Una puta mierda», afirmó.

No pudo evitar evocar los tiempos en los que le tenían que recordar que pasase por administración para retirar su nómina. Las propinas y demás prebendas triplicaban o cuadruplicaban su salario. La vida era maravillosa; le sobraba el dinero a espuertas; su gracejo andaluz, su ingenio y su actitud adulatoria hacia los socios del club lo habían convertido, posiblemente, en el empleado más popular. Poco imaginaban estos que esa apostura tan gentil que tenía con ellos se convertía en despótica cuando tenía que tratar con empleados por debajo de su posición. Incluso se permitía el lujo de otorgarse familiaridades con la dirección, sabiendo que su puesto estaba asegurado por su carisma con los socios.

Todo empezó a torcerse cuando la «jodida informática» se apoderó en muy poco tiempo de los procesos administrativos del club. Los socios dejaron de necesitar «comprar» los servicios de César para asegurarse un buen horario de salida al campo un domingo, o para conseguir estar en el mismo partido de algún amigo o familiar en los campeonatos que se celebraban. Pero lo más importante, la informatización le impidió continuar manteniendo la ingeniería fraudulenta que su alto y desaprovechado nivel de inteligencia le había permitido diseñar para alterar los datos de los green fees (derechos de juego) de los jugadores no socios, ingresando en caja, por ejemplo, el importe de recorridos de nueve hoyos cuando en realidad le habían pagado dieciocho, manipulando el consumo de gasolina de los buggies antes de que instalasen los eléctricos, o realizando cierres ficticios de facturación a mitad de la jornada.

Pero la culpa no era solo de la informática, pensó. Todo el puñetero país había cambiado para mal en los últimos tiempos. Él, que conocía perfectamente el sentir y los comentarios de «los señoritos» con los que trataba a diario, sabía que una horda de indeseables y aprovechados había esquilmado el país dejándolo en la ruina económica. Aunque después de varios años parecía que por fin había llegado la tan ansiada recuperación económica, él seguía bien lastrado por haberse creído ilusamente con el derecho a ser miembro de una élite que, al tratarlo con tanta familiaridad, pensó que lo aceptaban como uno más. La triste y amarga realidad le mostró lo equivocado que estaba. Demasiado tarde se dio cuenta de que para ellos era solo un criado simpático del que se aprovechaban en sus conversaciones para reírse de sus ínfulas de gran hombre; de «Él», que se consideraba más listo que todos ellos, como había demostrado durante los muchos años que fueron incapaces ni siquiera de imaginar el roto que les estaba haciendo en las cuentas.

Salió de la web del banco e ingresó en la del periódico La Razón. Le sorprendió ver cómo, en la página principal, la figura sonriente de Íñigo Domínguez respondía a los periodistas que le rodeaban en la puerta de salida de la prisión de Soto del Real. Leyó con atención el pie de foto:

Íñigo Domínguez, el exministro de Trabajo que ingresó en prisión hace nueve meses por su involucración en el mayúsculo y mediático fraude a la Seguridad Social que supuso un desfalco de más de quinientos cincuenta millones de euros, y por el que fue condenado a cinco años de prisión, ha obtenido hoy el tercer grado.

El periódico había colocado malévolamente al lado de esa foto otra, tomada diez meses atrás, que mostraba un Íñigo Domínguez demacrado y canoso. Contrastaba frontalmente con la actual, donde aparte de la sonrisa llamaba la atención la ausencia total de canas, así como el magnífico color de cara.

La sonrisa del exministro le resultó familiar; era la misma que veía casi a diario a otros condenados que habían eludido la prisión o apenas habían pasado unos pocos meses en ella. Al recordar su cuenta corriente masculló una blasfemia. Comprobando en la esquina superior derecha de la pantalla del ordenador que estaba registrado como usuario en La Razón con el apodo de Albatros, del que tan orgulloso estaba, ingresó en el foro de los lectores. Leyó por encima las opiniones que habían vertido ya más de un centenar de personas. La mayor parte, alineados con pensamientos propios de la extrema derecha, atacaban de manera feroz al sistema. Sin pensárselo dos veces, redactó unas frases y clicó el botón de «Enviar»:

Albatros. Ahora

¡¡¡Miradle la sonrisa!!! ¿Es que no hay nadie dispuesto a borrársela de la cara? Llevamos más de ocho años aguantando a toda esta gentuza riéndose de nosotros. ¿Hasta cuándo?

Dejando el ordenador encendido encima del sofá, se dirigió a la cocina y sacó de la nevera una barra de salchichón y una cerveza. Volvió al ordenador mientras mordisqueaba el embutido. Su post ya había sido contestado por otro lector, cuyo nick, Némesis, conocía perfectamente. Leyó la respuesta y decidió interactuar:

Némesis Albatros. Hace 6 minutos

Hasta que dejemos de lamentarnos y pasemos a la acción. ¡¡¡Mirad el color de su cara!!! ¿Y qué me decís de los periodistas tras él, que parecen sus palmeros? Hijo de p-u-t-a. Parece que viene del Caribe el muy c-a-b-rón. ¿Dónde están las canas? Se las debió de teñir el cerdo a propósito para dar pena cuando le detuvieron.

Albatros Némesis. Hace 1 minuto

Bien dicho, Némesis. ¿De qué nos sirvió votar hace un año a esos nuevos partidos que nos prometían acabar con todo esto y meter en la cárcel a todos los corruptos?

Némesis Albatros. Ahora

Solo para ayudarles a forrarse también a ellos. ¡Qué pena de guillotina! ¡Ojalá regresara!

Un interlocutor nuevo, Orión, también conocido por César, intervino en el chat:

Orión Némesis. Ahora

La guillotina sería casi un premio para semejante inmundicia. Habría que irse varios siglos atrás, cuando se colgaban de las almenas a los ladrones para que los buitres se los comieran vivos…

César fue sintiéndose mejor a medida que leía y escribía. Afortunadamente, pensó, no era el único que tenía sus mismas ideas, aunque sabía que era simplemente el recurso del pataleo, ya que por mucho que se desgastaran escribiendo, los ladrones y chupasangres seguirían refocilándose de todos. Y ahí estaba él; arruinado, a punto de perder su empleo, con dos hijos que no le dirigían la palabra y encima, pensó amargamente, con antecedentes penales.

Recordó por enésima vez cómo todo lo que la Justicia se mostraba ciega e inútil con esa escoria, con él fue rápida y dura, simplemente porque de vez en cuando se le escapaba la mano con su mujer y sus hijos. A la muy zorra —recordó— no se le ocurrió otra cosa que denunciarlo el día en que casi le hizo estallar el tímpano de un oído de un bofetón. Entonces sí que se movieron con celeridad los jueces. Dos semanas después había sido condenado a dieciocho meses de prisión menor y a mantenerse alejado durante cinco años de su exmujer. Y suerte tuvo de que la ausencia de antecedentes le sirviera para evitar el ingreso en la cárcel. La muy puta, no contenta con denunciarlo, solicitó al juez de Familia medidas de separación que lo obligaron a abandonar el domicilio familiar en solo cuarenta y ocho horas.

Su mente regresó al ordenador. Era un alivio saber que no era el único que se sentía estafado y humillado. Némesis, Orión y varios foreros más coincidían cada noche en los chats de los lectores de La Razón. Pero estaba empezando a cansarse de tanta palabrería. Le encantaría conocer personalmente a todos esos que parecían sentirse como él. A lo mejor entre todos conseguían encontrar una forma, como decía Némesis, de hacer borrar de las caras todas esas sonrisas insidiosas que no lo dejaban dormir y habían contribuido a hacer de su vida un desastre. Finalmente, apagó el ordenador para encaminarse al instrumento de suplicio en el que se había convertido su cama.

II

María Hernanz, Némesis, cerró el ordenador prácticamente al mismo tiempo que César Duarte. Entre los dos había una distancia próxima a los setecientos kilómetros y una diferencia de temperatura de casi quince grados; a principios de agosto empezaba ya a refrescar bastante en las noches segovianas.

Entró en el dormitorio y también miró con aprensión la enorme cama de matrimonio donde, por mucho que tardara en posponerlo, debería terminar acostándose, sola. Sabía también que al subidón de adrenalina que le había producido intervenir en el chat de La Razón le acompañaría un estado depresivo, producto de la utilización de unas frases y una actitud agresiva que chocaba frontalmente con su educación y su forma de ser y comportarse. Pero también notaba que al hacerlo cada vez la adrenalina le remontaba más y la depresión le afectaba menos. Con toda seguridad, este fenómeno iba unido al aumento del desprecio que percibía en sus paisanos hacia ella cada mañana al tener que descender por la calle Real desde su domicilio, situado en el tercer piso de una de las señoriales casas de la plaza Mayor, hasta la plaza del Azoguejo, donde se ubicaba la sucursal de Bankia, la antigua Caja de Segovia.

Hacía más de dos años que había pedido el traslado a otra ciudad, pero desde la central de Bankia no recibía nada más que promesas que seguían sin cumplirse. Cuando estalló todo el escándalo, decidió cambiar el itinerario del viacrucis en que se había convertido la calle Real, pero a los pocos días desistió: lo único que conseguía era mostrar a sus vecinos su miedo, sin conseguir evitar que la siguieran mirando despectivamente. Los murmullos, al principio inaudibles cuando se cruzaba con ellos, se habían convertido ya en reproches expresados con claridad. Hacía no mucho esas miradas eran de respeto y cierta envidia por parte de las mujeres y de admiración y deseo por los hombres.

Cerró el balcón del dormitorio y decidió acostarse. Hoy no tenía que preocuparse de su hijo Enrique: dormía en Madrid con su padre. Después de la separación, producida hacía dos años, había aceptado con todo el dolor de su corazón que Enrique pasase los días de entre semana estudiando en Madrid y pudiese disfrutar de él solo los fines de semana y las vacaciones. Era lo mejor para el chico. La presión que estaba recibiendo en el colegio por parte de sus compañeros de clase empezaba a rayar en la crueldad. Fue el mismo Enrique quien se lo pidió a su madre, y a ella no le quedó más remedio que aceptar.

Por desgracia, hasta que no le consiguiesen el traslado tendría que seguir atrapada en la sucursal de la plaza del Azoguejo. Había pensado en pedir la baja y lanzarse sin red a la aventura con su hijo en Madrid u otra capital grande, pero sabía que Felipe Carrasco, titular del juzgado n.º 27 de lo Mercantil de Madrid, que aún continuaba siendo su marido, no lo permitiría jamás.

Al pensar en Felipe le sobrevino una arcada. Qué bien había aprovechado su posición de debilidad en la capital segoviana para conseguir todo lo que se había propuesto, cuando decidió separarse de ella y convertir el elegante apartamento de la calle Serrano de Madrid, que en teoría debía ser de los dos al estar casados en régimen de gananciales, en su residencia definitiva.

La influencia de Felipe en los juzgados y en las altas esferas no se circunscribía exclusivamente al área de lo mercantil. Estaba seguro de que su ascendiente tuvo mucho que ver en las parcialísimas medidas que formuló el juez de familia segoviano cuando él forzó la separación. Una vez obtenida esta, ya no tuvo tanta prisa en conseguir el divorcio.

María sabía que estaba esperando como un ave de rapiña a que ella se rindiera del todo para quedarse con la mayor parte de los bienes comunes, y a María no le quedaba ni la menor duda de que lo acabaría consiguiendo. De hecho, la opinión pública de sus paisanos ya la había condenado de antemano.

Felipe esquilmó las cuentas «legales» que compartían antes de comenzar su operación de derribo. Respecto a las «ilegales», estaban en el limbo de los justos. María tuvo que reconocer que ella había actuado como un avestruz escondiendo la cabeza y no queriendo saber nada de los trapicheos de su marido. Debido a su posición, a Felipe le era sencillísimo ser comisionado por los gestores que nombraba para administrar empresas que habían entrado en concurso de acreedores; y estas eran muchas semanalmente.

Desde luego, el sueldo de María como directora de sucursal unido al de Felipe como juez no daba, ni por asomo, para el ritmo de vida de despilfarro que llevaban, con viajes continuos en primera clase, vehículos suntuosos, trajes hechos a medida y amantes con las que, a veces a pares, Felipe mantenía relación. María descubrió la primera infidelidad de él casualmente, cuando al ir a mandar al tinte uno de sus trajes encontró en su pantalón una factura del hotel Villa Magna. En la factura se especificaba claramente que la habitación había sido compartida por dos personas, así como la hora de entrada, las 23:25, y la de salida a las 02:19 del día siguiente. Imaginó que Felipe no se había atrevido a usar el apartamento que poseían en Serrano. Felipe, al verse acorralado por las preguntas de María, lo negó aludiendo a que era un tema de trabajo por un favor que había hecho a uno de los administradores que le comisionaban. Para María fue la constatación de algo que ya veía venir dada la cadencia, cada vez menor, con la que se desarrollaban sus encuentros sexuales.

A María le costó mucho entender por qué Felipe estaba huyendo de su cama. Morena, ojos verdes y de talle estilizado, su estatura sobrepasaba a la de la mayoría de los hombres. Su saber estar y su alta posición en la sociedad segoviana la habían convertido en un icono de la ciudad. Todo empezó a torcerse a partir del descubrimiento de la factura en el bolsillo de Felipe. Él empezó a aumentar el número de noches que pasaba en Madrid y su distanciamiento con ella llegó hasta el punto de dejar de acudir a la casa de Segovia muchos fines de semana, argumentando trabajo atrasado.

María, criada en la más estricta educación religiosa, callaba y aguantaba. Era consciente de que su matrimonio acabaría deslizándose hacia la nada en poco tiempo, pero se agarraba desesperadamente a su posición en la Caja de Segovia como garantía de poder acceder a un futuro sin grandes problemas económicos y que les permitiese, a ella y a su hijo, vivir sin sobresaltos cuando se produjese la separación con Felipe, que ella ya veía inevitable y próxima.

Fue en esa época cuando la Caja de Segovia se unió al conglomerado de Bankia. María vio en esta fusión una oportunidad única no solo de ascensos, sino para poder escapar del aire que ya empezaba a antojársele irrespirable en el domicilio conyugal. Cuando, como directora de la sucursal, recibió instrucciones de la central de Bankia de encaminar todos sus esfuerzos a la venta de preferentes y de acciones de la nueva sociedad, no lo dudó. Si de por sí siempre había creído en la fortaleza y seguridad de la Caja de Segovia, cómo iba a desconfiar ahora de un emporio que englobaba instituciones como Caja Madrid y, además, estaba liderado por el legendario Rodrigo Rato.

Su prestigio en la ciudad hizo el resto. En pocos días agotó el cupo que le habían asignado y solicitó a la central de Bankia que se lo aumentasen. Felipe frunció el ceño cuando le comentó la posibilidad de comprar ellos mismos un buen paquete de acciones. Le ordenó, más que le recomendó, que comprase exclusivamente las que «moralmente» estaba obligada a adquirir como empleada de la caja. Ni una más. Con el tiempo, María le dio muchas vueltas acerca de si Felipe disponía de información privilegiada y no la quiso compartir con ella. Ahora estaba segura de que así había sido. Felipe sabía lo que iba a pasar y cuál iba a ser la posición en la que quedaría su mujer cuando la realidad del valor de Bankia se hiciera palpable.

Así fue. Primero, se destapó el escándalo de las preferentes; posteriormente, el valor de las acciones de Bankia se desplomó en muy poco tiempo. Los más de trescientos preferentistas y accionistas segovianos, la mayor parte de ellos clientes y familiares de María, cargaron contra quien les había recomendado con tanta insistencia la compra. En una ciudad tan pequeña, trescientas familias son muchas familias.

Y así, María, de ser un icono en la ciudad, pasó a convertirse en la enemiga de todos, incluidas sus dos íntimas amigas, Nieves y Tina, que fueron de las primeras en comprar las preferentes, y también de las primeras en retirarle la palabra. La sucursal sufrió varias roturas de cristales, hasta el punto de tener que contratar seguridad privada, algo impensable en una ciudad como Segovia. Enrique comenzó a sufrir burlas y acoso en el colegio; y cuando María, incapaz de seguir recibiendo los continuos desprecios y comentarios soeces de los que hasta hacía poco habían sido sus familiares y amigos, recurrió a Felipe, su marido, para decirle que estaba pensando en dimitir e irse a vivir con él a Madrid a la espera de poder encontrar trabajo en otro banco. Felipe, como si hubiera estado esperando a que ese momento llegara, reaccionó poniéndole una demanda de separación en la que solicitaba la custodia del niño, esquilmando las cuentas y amenazándola con que, si tomaba alguna medida contra él, usaría todas sus influencias, «y créeme, querida, son muchas», para que no pudiera volver a ver al crío.

Los últimos meses habían sido un infierno… Por si fuera poco, los fines de semana que tenía a su hijo este no paraba de recordarle la vida apasionante que llevaba en Madrid, en un colegio de élite, donde ya no era acosado, con el poni que su padre le había comprado para que aprendiera a montar en la Sociedad Hípica Madrileña y en el cuarto que tenía a su disposición con todos los juegos electrónicos que hacían la delicia de un niño de su edad.

Mientras, María se reconcomía en un callejón sin salida. No podía dejar Segovia porque entonces perdería, con toda seguridad, la custodia compartida de su hijo, aparte del problema económico que se le vendría encima si abandonaba su trabajo. De Felipe no había recibido ni un euro desde la separación y, por lo que lo conocía, difícilmente recibiría algo. María estaba segura de que estaba peleando tanto la custodia del niño no solo para evitar futuras pensiones, sino para quedarse con el único bastión que le quedaba de sus bienes gananciales: la casa de Segovia.

Una vez conseguida la custodia de Enrique, María estaba convencida de que Felipe tardaría muy poco en mandar al niño interno a algún colegio para así poder seguir con su vida disipada.

Sobre el apartamento de la calle Serrano… prefería no acordarse. Cuando en las negociaciones de separación ella lo puso encima de la mesa, se encontró con la sorpresa más enrevesada que podía esperarse. El apartamento lo compraron hacía cinco años. El día anterior a la firma, que debería realizarse en Madrid y casualmente en una notaría cuyo titular era muy amigo de Felipe, este le comentó a María que al estar en régimen de gananciales no hacía falta que se desplazase hasta Madrid, que acudiría él solo. María, que, por supuesto, en aquella época confiaba plenamente en su marido, así lo hizo. La sorpresa llegó cuando en las negociaciones de separación, y al sacar el asunto de la posible venta del apartamento para repartir el dinero entre los dos, el abogado de Felipe le explicó que dicho apartamento se encontraba fuera de los bienes gananciales. Anonadada, María no le creyó, ya que cuando las infidelidades de Felipe empezaron a hacerse patentes, María hizo una consulta en el Registro de la Propiedad, donde figuraba el apartamento únicamente a nombre de su marido. Así se lo explicó al abogado de este.