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Tras la promulgación del Decreto Republicano XXVIII del año 2032, el mundo tal como lo conocemos se desmorona. Internet, las redes móviles y los GPS han desaparecido, dejando a la sociedad en un estado de aislamiento controlado. La tecnología ha sido prohibida, y la sociedad se divide entre ciudadanos privilegiados y siervos relegados a las cuadrículas. La noche del 1 de enero de 2036, Yolanda, una joven trabajadora atrapada en este sistema opresivo, desaparece misteriosamente tras la hora de toque. Su hermana Lola pedirá ayuda a Raúl Olaya, un funcionario policial con un pasado comprometedor que emprenderá una búsqueda desesperada que lo llevará al corazón oscuro del poder. Pero en un mundo gobernado por el miedo, donde el pasado acecha y los secretos pueden destruirlo todo, encontrar a Yolanda significa mucho más que devolverla a casa: es desafiar a un sistema que no perdona. Con una ambientación que remueve conciencias, Tiempos de barro es un thriller frenético que reflexiona sobre el control social, la tiranía, la vulnerabilidad humana y la lucha por la identidad en un mundo hostil. La adictiva prosa de Félix García Hernán, sello característico de su estilo narrativo, crea una atmósfera inquietante que invita al lector a cuestionar las dinámicas de poder en la sociedad contemporánea.
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Seitenzahl: 480
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Félix García Hernán (Madrid, 1955).
Tiempos de barro es la quinta novela que publica con Editorial Alrevés. Las anteriores, Cava dos fosas (2020), Pastores del mal (2021), Días sin sol (2022) y Delfines de plata (2023) recibieron una entusiasta acogida por parte de público y crítica.
Cava dos fosas resultó finalista al Premio Negra y Mortal a la mejor novela negra en español.
Pastores del mal confirmó al autor como una voz de referencia de la novela negra escrita en castellano. Ha sido finalista del prestigioso Premio Cartagena Negra.
En Días sin sol, Félix García Hernán revalidaba su madurez narrativa, a la vez que desarrollaba con maestría la trayectoria de sus consolidados personajes.
Delfines de plata ha sido llevada a la gran pantalla con guion del propio García Hernán junto a Javier Elorrieta, que también dirigió la película.
En Tiempos de barro, un thriller trepidante que transcurre en un futuro próximo, el autor muestra de nuevo su habilidad para construir una historia llena de intriga y ricos personajes.
En 2020, Félix García Hernán obtuvo el Premio Estandarte.com al autor revelación.
Tras la promulgación del Decreto Republicano XXVIII del año 2032, el mundo tal como lo conocemos se desmorona. Internet, las redes móviles y los GPS han desaparecido, dejando a la sociedad en un estado de aislamiento controlado. La tecnología ha sido prohibida, y la sociedad se divide entre ciudadanos privilegiados y siervos relegados a las cuadrículas.
La noche del 1 de enero de 2036, Yolanda, una joven trabajadora atrapada en este sistema opresivo, desaparece misteriosamente tras la hora de toque. Su hermana Lola pedirá ayuda a Raúl Olaya, un funcionario policial con un pasado comprometedor que emprenderá una búsqueda desesperada que lo llevará al corazón oscuro del poder. Pero en un mundo gobernado por el miedo, donde el pasado acecha y los secretos pueden destruirlo todo, encontrar a Yolanda significa mucho más que devolverla a casa: es desafiar a un sistema que no perdona.
Con una ambientación que remueve conciencias, Tiempos de barro es un thriller frenético que reflexiona sobre el control social, la tiranía, la vulnerabilidad humana y la lucha por la identidad en un mundo hostil. La adictiva prosa de Félix García Hernán, sello característico de su estilo narrativo, crea una atmósfera inquietante que invita al lector a cuestionar las dinámicas de poder en la sociedad contemporánea.
Tiempos de barro
Tiempos de barro
FÉLIX GARCÍA HERNÁN
Primera edición: marzo de 2025
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ Torrent de l’Olla, 119, Local
08012 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2025, Félix García Hernán
© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.
ISBN: 978-84-10455-20-7
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
A mi hermano Rafa
Esta novela ha de valorarse como producto de la imaginación del autor. Por tanto, no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.
La tiranía más amarga es aquella que se oculta bajo la apariencia de la ley.
Voltaire
POR EL QUE SE PROHÍBE EL USO DE INTERNET, REDES WIFI, DISPOSITIVOS GPS Y LA TELEFONÍA MÓVIL EN TODO EL TERRITORIO DE IBERIA
Por mandato del Pretor de Iberia, a fin de asegurar el orden y la seguridad de la república tras los tristes acontecimientos acaecidos el Día del Renacimiento, y con el propósito de proteger la soberanía del espíritu y la disciplina del pueblo ibérico, se decreta lo siguiente:
Artículo 1. A partir de la promulgación del presente Decreto, queda estrictamente prohibido en todo el territorio de Iberia:
1.1. El uso de internet bajo cualquier forma, ya sea personal, empresarial o institucional.
1.2. La creación, propagación y mantenimiento de redes inalámbricas de transmisión de datos, tanto públicas como privadas.
1.3. La utilización, comercialización o activación de dispositivos de geolocalización mediante sistema de posicionamiento global (GPS) en cualquier vehículo, herramienta o aparato.
1.4. El uso, producción, distribución y posesión de cualquier forma de telefonía móvil, así como cualquier dispositivo de comunicación digital que permita la transmisión instantánea de mensajes o llamadas.
Artículo 2. Los ciudadanos que posean o hayan utilizado dispositivos que accedían a redes de datos, GPS o servicios de telefonía móvil deberán, con la mayor brevedad, entregarlos en las comisarías de las Brigadas de Limpieza, establecidas en todas las regiones del territorio ibérico. La entrega será supervisada por las autoridades competentes, y se procederá a la destrucción o reconfiguración de dichos aparatos conforme a los protocolos de seguridad establecidos.
Artículo 3. Aquellos que infrinjan este Decreto, o colaboren de manera directa o indirecta en la violación de las disposiciones contenidas en los artículos anteriores, perderán inmediatamente su ciudadanía ibérica. Además, serán expulsados del Círculo donde tengan su residencia, y trasladados de manera definitiva a las Cuadrículas de aislamiento, donde su acceso a los beneficios de la civilización será restringido.
Artículo 4. Los encargados de la seguridad y el cumplimiento del orden estarán autorizados para vigilar y ejecutar las sanciones pertinentes, actuando con total autoridad y sin demora.
Artículo 5. Este Decreto tiene carácter irrevocable y entrará en vigor en el momento de su publicación.
Dado en Madrid, a los diecinueve días del mes de marzo del año 2032.
Firmado y sellado por el Pretor de Iberia, Camilo Pérez del Corral
Yolanda era consciente de que los escalofríos que sentía no eran debidos a los varios grados bajo cero que congelaban Madrid. Atemorizada, observó cómo en quince minutos se había vaciado la Puerta del Sol casi por completo. Quería asegurarse de que su reloj marchaba en hora y levantó la cabeza para cotejarlo con el de la torre que coronaba la sede del Ministerio de Equidad. Marcaba las diez menos cinco de la noche. Aún no habían desmontado el neón, ahora mortecino, que sobre la esfera del reloj deseaba un feliz 2036.
Nerviosa, desvió su mirada hacia la calle Mayor, por donde debería haber aparecido hacía veinte minutos el autobús que la llevaría de regreso a su cuadrícula. Estuvo tentada de olvidarse de él y dirigirse hacia la boca de metro cercana. Pero sabía que era una mala decisión; tendría que hacer un transbordo y no llegaría a tiempo de tomar la línea al exterior del círculo, ya que a partir de la hora de retreta dejaba de funcionar.
Dos policías uniformados que hacían guardia junto a la puerta del ministerio la observaban con indiferencia. Yolanda se palpó la capucha de su anorak, asegurándose de que su cabeza permanecía cubierta. Una pareja de novios se colocó junto a ella para hacer cola en la parada. Felices, bromeaban acerca del frío que hacía y de la fiesta de fin de año que habían pasado juntos. Los dos, notó con envidia Yolanda, llevaban la cabeza descubierta. La mujer la miró con curiosidad. Yolanda, incómoda, desvió la mirada.
Los minutos avanzaban con rapidez. Cada vez más asustada, pensó en coger un taxi que la sacara de la ratonera en la que se encontraba, pero también lo desestimó. El taxista exigiría ver su cédula antes de permitirle subir. Maldijo por enésima vez la idea que había tenido esa tarde, tras finalizar su turno en el edificio de Telefónica, de detenerse frente a los escaparates del centro comercial de la calle Preciados, repletos de tentadoras ofertas para los próximos Reyes Magos. El tiempo se le había pasado volando mientras comparaba los vestidos de los maniquís con el suyo tan pasado de moda. Cuando quiso reaccionar ya sabía que tendría problemas para poder salir del círculo antes de la hora de retreta.
La pareja de novios se olvidó de ella y tomaron uno de los pocos taxis que transitaban por Madrid a esa hora. Yolanda, sola de nuevo, levantó la mirada para constatar cómo la aguja más corta del reloj de la plaza recorría el último tramo que le quedaba para marcar las diez. Se arrebujó aún más en su anorak y cruzó la calzada hasta una cabina de teléfono, rogando que no estuviera inutilizada.
Su madre contestó al primer timbrazo. Aunque intentó mostrarse tranquila, fue consciente de inmediato de la situación. Le dijo que no colgase y pasó el auricular a su padre.
—No puedes estar más tiempo en la calle, hija. Lo más probable es que el autobús ya no pase. Ya sabes que el 1 de enero es propicio al absentismo laboral debido a las borracheras. Debes regresar ya a la Telefónica. Explica lo que te ha pasado. Seguro que la encargada te dejará pasar la noche allí.
Yolanda colgó. Sabía que su padre tenía razón. Al salir del abrigo de la cabina, el frío le golpeó con crudeza el rostro. Se dispuso a recorrer en sentido inverso el kilómetro que la separaba de su trabajo, sabiendo que la noche se le iba a hacer muy larga. Si la encargada, como le había sugerido su padre, accedía a que se quedara en el edificio, no encontraría en este camas preparadas para muchachas atolondradas que olvidaban algo tan básico como el horario de retreta.
Apenas se había adentrado veinte metros en la calle Preciados cuando los vio venir. Largas gabardinas marrones, gorras de fieltro y botas militares. Los dos hombres se situaron frente a ella, impidiéndole el paso. El más alto la miró fijamente.
—Buenas noches, señorita. —El tono era respetuoso.
Yolanda forzó una sonrisa e intentó esquivarlos. El compañero del que había hablado le impidió continuar. Sacó una linterna de uno de los bolsillos de la gabardina y le enfocó la cara. Yolanda parpadeó y de manera instintiva tiró con las manos del bajo de su anorak, intentando que la capucha permaneciese en su sitio. El movimiento no pasó desapercibido al hombre que tenía enfrente. Sonriendo, extrajo de otro de sus bolsillos una cartera, la abrió y se la mostró. Yolanda identificó de inmediato el águila imperial que ocupaba la mayor parte de la placa que le mostraba.
Intentó controlar el pánico que hacía que sus piernas hubieran comenzado a temblar. Buscó en su cerebro alguna frase agradable, pero no la encontró. Con un gesto, el hombre le mandó que se descubriese. La sonrisa con que este la había acogido al principio se convirtió en un rictus de impaciencia al ver que ella tardaba en obedecerlo. Con brusquedad, pasó la mano sobre su cabeza y la capucha se deslizó hacia atrás.
El otro policía silbó de admiración al ver cómo la larga cabellera caoba de Yolanda, liberada de la capucha, caía sobre sus hombros. Le costó apartar la mirada de unos ojos verde esmeralda que lo observaban con prevención. Con un gesto delicado, el policía apartó el pelo que ocultaba su oreja derecha.
Yolanda cerró los ojos. Por ello no pudo observar la mirada de complicidad que se cruzaron los dos policías al comprobar lo que sin duda habían previsto por la actitud de ella: un aro azul brillante pendía del lóbulo.
—Ha sido el autobús —comentó, nerviosa y con los ojos bajos, Yolanda—. Llevo más de media hora esperándolo.
Los dos policías se miraron y se echaron a reír. A Yolanda le pareció obvio que era la excusa que ellos estaban esperando.
—Tus papeles —la apremió el más alto.
Yolanda buscó en el bolsillo de su anorak y sacó una cédula plastificada que mostró a los policías. El más bajo la estudió con detenimiento y se la pasó a su compañero. Este, después de leerla, se la devolvió a Yolanda.
—No te preocupes, preciosidad, en estos días de fin de año suele fallar todo. Nosotros nos encargaremos de llevarte sana y salva fuera del círculo. Para eso estamos los servidores públicos. ¿La cuadrícula a la que perteneces sigue siendo la que figura en tu cédula?
* * *
Yolanda se removía, incómoda y asustada, en la trasera de la furgoneta policial, intentando concentrarse en lo que le estaba sucediendo. Los dos policías la habían escoltado hasta la calle Correos. Allí, firmes pero con educación, le pidieron que subiera al furgón. Yolanda, al verlo, había hecho un amago de negarse, aunque sabía que no le serviría de nada: a partir de las diez de la noche nadie que portase un aro en la oreja, con independencia de su color, podía moverse por las calles del círculo sin salvoconducto. Ocupó uno de los bancos del furgón y miró por el ventanuco enrejado. El vehículo se había puesto en marcha, dirigiéndose hacia la arteria principal de la ciudad. Por un momento pensó que su temor no tenía sentido y que en realidad había dado con dos buenos policías que se habían apiadado de ella y que la estaban devolviendo a su cuadrícula.
Fue al llegar a la plaza de Neptuno y observar cómo en vez de tomar dirección sur giraban hacia el norte cuando empezó a respirar con ahogo. No la ayudó a calmarse escuchar que el furgón había puesto en marcha una sirena estridente, innecesaria, dada la ausencia de tráfico a esa hora de la noche.
Yolanda no perdía de vista la calle. Los cinco minutos que duró el trayecto se le hicieron larguísimos. Ante su sorpresa, el coche entró en el palacio de Villamejor, antiguo Ministerio de Política Territorial y que en la actualidad era uno de los edificios emblemáticos de la ciudad, al ser la sede de la Pretoría para Iberia. Dos policías, impecablemente uniformados, abrieron la puerta trasera y le indicaron que bajase. No había acabado de poner los pies en el suelo cuando el furgón se puso de nuevo en marcha, perdiéndose por la misma dirección por la que había venido.
A Yolanda, que permanecía con la cabeza gacha frente a los policías, le llamó la atención el lustre de sus zapatos negros, a pesar de la aguanieve que no había dejado de caer los últimos dos días. Incapaz de protestar, se dejó llevar por ellos cuando le indicaron que los siguiese.
La sala donde la hicieron sentarse estaba ocupada por otras seis muchachas. Eran de su misma edad y al igual que ella destacaban por su belleza. Todas llevaban aro y Yolanda comprobó que el color azul del suyo se mezclaba con otros de color verde. Miró a los ojos de las que llevaban ese color. A diferencia de las de azul, las del color verde parecían cortadas por el mismo patrón: ojos tan oscuros como el cabello, y rasgos faciales que indicaban su ascendencia magrebí.
Una mujer pelirroja, con el mismo uniforme marrón de los policías, estaba sentada frente a la única mesa de la sala y leía una revista de colores chillones. A Yolanda se le hicieron interminables los veinte minutos que pasaron hasta que el timbre del teléfono que tenía frente a ella sonó con insistencia. La policía apuntó lo que le decían, colgó el teléfono y, sin dirigirse a ninguna de ellas en especial, pronunció tres nombres. El tercero era el de Yolanda. Las tres aludidas se levantaron. Despectivamente, les hizo un signo para que la acompañasen.
Yolanda fue la última en salir de la sala. De las tres jóvenes llamadas, dos llevaban aros azules y una verde. La pelirroja, indicándoles que se apremiasen, las llevó a la escalera de servicio y, sin tomar el ascensor, las hizo subir hasta la segunda planta. Mientras caminaba por los pasillos, Yolanda se percató de que según avanzaban el lujo de las estancias crecía gradualmente. Llegaron a una habitación cuyas paredes estaban adornadas por varios tapices que la educación que había recibido Yolanda le indicó que podían estar firmados por Goya. Una gruesa alfombra de nudos cubría todo el suelo. La policía les mostró algo parecido a un perchero rococó que había en uno de los rincones.
—Dejad la ropa allí y situaos en el centro de la habitación.
Ninguna de las tres chicas se movió. La pelirroja se acercó a ellas y abofeteó a la que tenía más cerca, la del aro verde.
—No solo sois incapaces de obedecer algo tan sencillo como las órdenes de retreta, sino que además estáis sordas. ¡He dicho que os desnudéis, zorras!
Yolanda no recordaba, a pesar de su baja posición social, que nadie la hubiera tratado así nunca. En su trabajo, los ciudadanos se cuidaban mucho de mostrarse amables, aunque firmes, con ella, y en su cuadrícula estaba bajo la protección de su familia. Recordó, a pesar de los años que habían pasado, a su hermano Mario. El carácter rebelde de este no hubiera permitido ni por asomo que nadie la tratase así. Pero su hermano, como tantas cosas, hacía mucho tiempo que había desaparecido para siempre.
Al ver que la chica abofeteada empezaba a desnudarse, ella hizo lo propio. No pudo dejar de advertir las miradas libidinosas con las que la policía las obsequiaba mientras lo hacían. Una vez todas desnudas, les ordenó permanecer en pie y salió de la habitación.
El cansancio producto de los acontecimientos de las últimas horas hacía mella en Yolanda. Habían pasado más de quince minutos y apenas se sostenía. Ninguna de las tres chicas hablaba. Se limitaban a proyectar a través de sus miradas el pavor que las embargaba a todas. Cuando Yolanda creía que ya no podría aguantar más, la puerta se abrió. De inmediato identificó a uno de los dos hombres que entraron. Nadie en Madrid dejaría de reconocer la figura alta y delgada de Camilo Pérez del Corral, el pretor de la república para Iberia. El negro del pantalón y del jersey de cuello alto que vestía contribuía a realzar más aún su lúgubre apariencia. El hombre que lo acompañaba, mayor que él y mucho más grueso, llevaba el uniforme pardo de general de la IV Legión repleto de condecoraciones.
Sin mediar palabras entre ambos, el pretor y su acompañante, que se mantenía con deferencia un paso por detrás, se acercaron a las tres mujeres, examinándolas minuciosamente. Cuando le tocó el turno a Yolanda, la proximidad de los dos hombres era tal que ella pudo distinguir cómo se mezclaban en su nariz el agrio olor del aliento del militar con la loción de afeitado del pretor. Avergonzada, bajó la cabeza. El pretor tomó su barbilla y la levantó.
Yolanda lo miró a la cara por primera vez. La frialdad de los ojos marrones del pretor contrastaba con la sonrisa amistosa que le dirigía. Bajó la mirada hacia su cuerpo, examinándola con detenimiento, sorprendido porque la perfección de sus formas compitiera con la hermosura clásica del rostro. A continuación, dejó que su dedo índice, que aún permanecía en el mentón de Yolanda, descendiera por su cuello, para pasar a perfilar la silueta de uno de sus senos. Ella no pudo evitar estremecerse cuando el dedo se detuvo por un par de segundos en el pezón, acariciando su areola para después descender hacia el vientre, con dirección inequívoca a su sexo. Antes de llegar a él, Yolanda, temblando, ya daba por seguro de que el dedo iba a invadirla. Sin embargo, el dedo se detuvo y la sonrisa del pretor se difuminó al observar el abundante pelo rizado que rodeaba su vagina. Recuperó la sonrisa, le ordenó dar media vuelta y repitió el mismo movimiento, esta vez desde la nuca hasta el final de su espalda. Sin mediar palabra, hizo una seña al militar y salieron los dos de la estancia. Apenas habían transcurrido tres minutos desde que habían entrado. Las tres chicas, ya solas en la habitación, se miraron con incomprensión. No sabían qué debían hacer.
La policía entró poco después. Esta vez el tono de su voz, menos agresivo, se mostraba casi aburrido.
—Podéis vestiros. Yolanda, tú no. Continúa en esta habitación. Las otras dos, esperadme fuera.
Yolanda se encontró por primera vez a solas con la pelirroja. Con pudor, intentó tapar su pecho y su sexo con las manos. La pelirroja la observó con regocijo.
—No te hagas la santa conmigo, puta. No eres el primer coño que veo, y si en realidad me apeteciese catarlo, de poco te iban a servir tus manos.
Yolanda mantuvo, a pesar de los temblores, las manos donde las tenía. La policía sacó de sus bolsillos unas tijeras pequeñas sin punta y una cuchilla de afeitar y se las tendió. Yolanda tuvo que quitar la mano que cubría su pecho para cogerlas.
—Pasa al cuarto de baño que hay allí al fondo —señaló una de las puertas— y aféitate el chocho. Tienes tres minutos para hacerlo. Después volveré a por ti.
Ante la impasibilidad de Yolanda, la tomó por el brazo y la hizo entrar en el baño, empujándola dentro y cerrando de un portazo.
Yolanda, conmocionada, se sentó en el inodoro, miró las tijeras y la cuchilla que llevaba en las manos, las dejó caer al suelo y comenzó a llorar.
Raúl Olaya observaba cómo la serena respiración de Lola hacía oscilar la sábana que cubría su pecho. Cambió de posición con cuidado de no despertarla. Apoyado en su codo, tuvo la tentación de acariciarla, pero lo desestimó. Aún quedaba una hora para que tuviese que levantarse y prefirió disfrutar del regalo que suponía tenerla tan próxima. Le gustaba contemplarla así, dormida y desnuda, en especial cuando estaba acostada sobre su lado derecho, que le evitaba tener que enfrentarse a la perturbadora presencia del grueso aro azul.
Raúl, que tras la muerte de su esposa Patricia hacía tres años debido a un virulento cáncer pensó que su corazón se había cerrado para siempre, no podía aún creer que el destino le había deparado un regalo tan especial e inesperado. Recreándose en ello, advirtió que Lola abría sus enormes ojos verdes y le sonreía. Raúl le devolvió la sonrisa acompañada por un beso en los labios. Lola se desperezó, apartando hacia un lado la sábana que le cubría. Raúl pudo entonces admirar el cuerpo desnudo de ella. Nunca se cansaba de hacerlo.
—¿Me estabas espiando? —preguntó Lola, sonriendo.
—Te estaba disfrutando —contestó Raúl—. No son muchas las ocasiones en que puedo despertarme contigo al lado.
Lola se incorporó, sentándose contra el cabecero, y alborotó, en un gesto cariñoso, el pelo negro de Raúl, antaño tan frondoso y que ya empezaba a clarear. A pesar de que seguía manteniendo la buena figura de siempre, los años comenzaban a pasarle factura. Recordó la prevención con la que durante las primeras semanas actuaba con él debido a su condición de policía, aunque estuviera destinado a labores administrativas.
Esa desconfianza fue disminuyendo según lo iba conociendo más a fondo y descubriendo el interior de un hombre justo, que además la trataba con una deferencia y cariño que desde hacía mucho tiempo solo obtenía de sus padres y hermana. Fue cuestión de muy poco tiempo comprobar, con asombro y alegría, que a pesar de la diferencia de edad ambos se habían enamorado.
Acercó su boca a la de él y, tras devolverle el beso, no pudo evitar recordar cuál era la situación en la que ambos se encontraban. Pasó lentamente un dedo por los labios que acababa de besar antes de dirigirse a él.
—Y menos deberían ser. Los dos nos la estamos jugando. Ya sabes que en estos temas la república es inflexible, no se permite bajo ningún concepto las relaciones íntimas entre ciudadanos y siervos.
Lola echó hacia atrás, en un coqueto movimiento, su larga melena azabache, al tiempo que se acariciaba el aro azul. Raúl, incómodo, intentó besarla de nuevo. Ella aceptó el beso, pero al terminar negó con la cabeza.
—No te esfuerces. Ni todos los besos del mundo podrían hacer desaparecer este aro. Los dos debemos ser conscientes de ello. Y resulta paradójico que sea yo la que tenga que poner el punto de cordura, cuando tú me doblas la edad.
—Siempre tan exagerada —contestó Raúl, dándole una suave palmada en el glúteo—. Entre tus veinticinco y mis cuarenta y siete aún faltarían tres para doblarte.
Raúl sabía que Lola llevaba razón. Él era el responsable de que la relación comenzara a írseles de las manos. Siempre era él quien la animaba a quedarse a dormir, aun a sabiendas de que ella no podía pasar la noche fuera de su cuadrícula sin un permiso expreso de su edil. Una vez más se admiró de su prudencia. Las veces que había cedido a sus ruegos era ella quien acallaba los gemidos de placer de él cuando hacían el amor. Las paredes eran muy estrechas y siempre había un vecino caritativo deseando ganarse el favor de algún cuestor denunciando el hecho.
Los padres de Lola, conocedores del extremo riesgo de la situación, lo sufrían en silencio, a pesar de la ilusión que les hacía ver a su hija tan enamorada. Sabían que no serviría de nada prohibírselo. Lola ya era mayor de edad, y por supuesto, no serían ellos quienes la denunciasen. Pero tanto Lola como Raúl tenían muy claro que si eran descubiertos no solo significaría el fin de su relación; él sería amonestado y ella severamente castigada. El azul de su aro pasaría a ser rojo y ya nunca más podría entrar en el círculo.
Como siempre que hablaba de este tema con Raúl, no podía evitar pensar en su hermano mayor Mario, el héroe de su infancia y primera juventud, al recordar que recurría a él cuando de niña tenía algún problema, sabedora que en él siempre encontraría una solución. Pero Mario ya no estaba, y aunque jamás se había pasado por su imaginación culparlo, él era el responsable de que su familia hubiera sido expulsada del círculo y asentada en una de las cuadrículas que rodeaban Madrid.
Lola, perspicaz como siempre, se percató de que Raúl la observaba silencioso, intentando averiguar sus pensamientos. A este le parecía increíble que ya hubiera pasado un año desde que Lola le había sido asignada. Él, como ciudadano y servidor público, tenía el derecho a la contratación de un siervo, siempre y cuando se responsabilizara de su conducta dentro del círculo y pagara el estipendio aprobado por el Senado. Según iba conociendo más a fondo a Lola, más quedaba impactado por su inteligencia y su férreo carácter. Lo que nunca podía haber imaginado es que terminara enamorándose tan profundamente de ella.
Al ver que la mirada de Raúl no conseguía apartarse del aro, Lola le dio un cariñoso cachete en el pecho.
—¿Vamos a pasar todo el día en la cama? Por mí no hay problema.
Raúl asintió y se levantó. Lola se mostró encantada cuando él le ofreció preparar el desayuno para ambos.
Cuando Raúl entró en la cocina dudó antes de encender la radio, como hacía cuando estaba solo. Sabía que en ninguna frecuencia se emitía música de continuo y no quería que las noticias que estaban obligados a incluir entre canción y canción destruyeran el encanto que se había creado entre los dos esa mañana. Mientras calentaba el agua en la cafetera, pensó en todo lo que había de sensato en las palabras de Lola. A pesar de su posición social, las leyes lo habían dejado muy claro: ningún ciudadano podría convivir con siervos, con independencia del color de su aro. El sentido común le indicaba que debía solicitar al edil de su sección que sustituyeran a Lola. No debería volver a verla. Por los dos. Pero la mano que sostenía la cucharita con el café que iba a depositar en la cafetera le tembló al pensarlo.
Lola apareció en la cocina, vestida con una camiseta de Raúl, tiritando de frío. Este miró el reloj. Aún quedaba una hora y media para que pudiera poner en marcha la calefacción. Se quitó el albornoz que llevaba y lo depositó sobre los hombros de Lola, mientras ella se sentaba a la mesa de formica de la cocina. El apetitoso olor del café hizo que a Raúl se le hiciera más llevadero el conato de depresión en el que había entrado. El café era de las pocas cosas que le hacían la vida menos dura. Y sabía que era muy afortunado. No todos los ciudadanos, y por supuesto ninguno de los siervos, tenían derecho a él. Solo lo incluían la cartilla de racionamiento de los servidores públicos de segundo nivel para arriba.
Mientras los dos, en silencio, tomaban el café, Raúl pensó en el día que le esperaba. No podía ser más aburrido. Nunca se acostumbraría a la vida sedentaria que llevaba en la Delegación del Senado. Expedientes y más expedientes. Siempre los mismos casos, siempre las mismas cartas y siempre el mismo encabezamiento: «Excelentísimo señor: para su superior y debido conocimiento…».
Los días eran soporíferos. Los casi cinco años que habían transcurrido desde que se instauró la Nueva Era le parecían siglos. ¡Qué diferente eran los días entonces! Cerró los ojos y se olvidó por un momento de Lola, fantaseando con que su primera obligación de la mañana sería encontrarse con Javier Gallardo para despachar con él el último caso en el que estaban involucrados.
Cuando le llegó el momento de ser investigado, el Comité de Regeneración del Senado no perdonó a Raúl el hecho de que durante muchos años hubiera sido la mano derecha del comisario principal y escritor Javier Gallardo. Este se había granjeado durante su carrera muchos enemigos y, curiosamente, la mayoría dentro del cuerpo de la extinta Policía Nacional. A ellos había que sumar los que se creó a partir de la publicación de su éxito editorial, la novela de claro corte progresista Tiempos de barro. Algunos de ellos, advenedizos que ocuparon importantes posiciones de poder en la Nueva Era, decidieron tomar venganza no solo con él, sino también con los que habían sido sus colaboradores, y Raúl estaba el primero en la lista.
De nuevo el maldito 11 de febrero de 2030, Día del Renacimiento, había hecho presencia en su cabeza. Raro era, por otro lado, que pasara más de una semana sin pensar en él. La ayuda psicológica que el Senado aprobó para combatir el síndrome de terror en los ciudadanos poco efecto le había hecho.
Aquel día Raúl estaba en Madrid, inmerso en un asunto de drogas que llevaba visos de no solucionar nunca. Tuvo la primera impresión de que algo raro estaba ocurriendo cuando la pantalla de su ordenador, sin motivo aparente, quedó en negro. Extrañado, salió de su despacho. Su asistente tenía el mismo problema. Molesto, tomó su teléfono para llamar a Servicios Generales, pero no tenía cobertura. Vio en el aparato que tampoco funcionaba el wifi de la Dirección General y que la red móvil había dejado de estar operativa.
Regresó a su despacho y conectó la pantalla a la red de televisión digital terrestre, ya que fue la única manera que encontró para comunicarse con el exterior. Las imágenes de la ciudad de Valencia, tomadas a mucha distancia por un helicóptero suspendido sobre el mar, eran estremecedoras. De la otrora vanguardista y rutilante Ciudad de las Artes y las Ciencias solo se atisbaban los cimientos. El humo que lo llenaba todo estaba desapareciendo, mostrando cómo la mayor parte de los edificios del área metropolitana ya no existían.
Raúl salió de su despacho y se dirigió hacia el del director general. En el camino pudo observar que en una sala común se agolpaban todos los funcionarios de esa planta frente a una enorme pantalla. Detuvo su carrera y se unió a ellos al percatarse de que la pantalla ya no mostraba los restos que quedaban de Valencia: el regidor del programa había dado paso a una conexión desde Chicago. El escenario era muy parecido al de Valencia: la emblemática Torre Willis había desaparecido.
Durante los siguientes treinta minutos, Raúl, paralizado, y como si se tratase de un sueño del que tarde o temprano despertaría, fue observando cómo iban cambiando las conexiones. Las ciudades eran diferentes, pero el argumento se iba repitiendo de continuo: Valencia, Chicago, Lyon, Manchester, Quebec, Múnich, San Petersburgo y Haifa iban cayendo como fichas de un endiablado juego con intervalos de minutos. La última ficha en caer fue Roma. Raúl, buen conocedor de la ciudad, comprobó que el epicentro de la explosión nuclear había tenido lugar en la plaza de San Pedro.
La entrenada mente policial de Raúl, a pesar de la conmoción que le embargaba, empezó a trabajar. Lo que le llamó de inmediato la atención fue que, a excepción de Roma, ninguna capital de Estado había caído. Aún no sabía lo que tardó muy poco en descubrirse: la coalición terrorista había evitado las capitales, a sabiendas de que estas se encontrarían mejor protegidas. Solo habían hecho una excepción: Roma. Y ahí, el atentado, como también supieron después, no se dirigió contra la capital de Italia, sino contra el centro de la cristiandad.
Raúl se levantó, dejó las tazas en el fregadero e hizo una carantoña a Lola. Comenzó a vestirse para acudir a la delegación. El teléfono sonó y Raúl acudió al salón a cogerlo. Tuvo que preguntar dos veces quién llamaba, ya que no obtenía respuesta al otro lado del auricular. Por fin, una titubeante voz masculina contestó.
—Buenos días, señor Olaya. Siento muchísimo molestarle. Soy el padre de Lola. Quisiera saber si mi hija se encuentra en su casa.
Raúl entendió la prevención que mostraba su padre. Con esa pregunta daba por sentado que su hija y él se habían saltado las órdenes de pernocta. Raúl no contestó y le pasó el teléfono a Lola, que se quedó atónita cuando le dijo quién era. Muy molesta, comenzó a reñir a su padre, pero calló de repente. Durante un minuto se mantuvo escuchando. Raúl vio que el color de su piel iba palideciendo. Cuando su padre terminó de hablar, Lola se limitó a decir «Salgo de inmediato para allí» y colgó el auricular.
Ante la mirada preocupada e interrogante de él, Lola se dejó caer en el sofá. Apenas podía articular palabra. Raúl se acercó a ella y acarició su cabeza.
—Mi hermana no ha aparecido por casa esta noche. Lo último que sabe de ella es por una llamada que le hizo desde una cabina en la Puerta del Sol cuando estaba a punto de cumplirse la hora de retreta. Mi padre le dijo que volviera a su centro de trabajo. Él ha conseguido hablar hace un rato con Telefónica y la encargada le ha dicho que mi hermana no solo no regresó al edificio por la noche, tampoco se ha presentado esta mañana a trabajar.
Raúl fue consciente de la gravedad de la noticia. Ya sabía por Lola que su hermana Yolanda sufría, debido a su prematuro nacimiento, síndrome de Asperger nivel 1, que aunque le permitía llevar una vida casi normal, le creaba problemas a la hora de relacionarse con los demás. De hecho, su familia había conseguido mantener en secreto este problema, a fin de que Yolanda no perdiese su puesto en Telefónica. Sin dudarlo, Raúl se dirigió a Lola:
—Vete arreglando. Te acompaño a casa de tus padres.
Raúl, a pesar de ir conduciendo, no perdía de vista a Lola. Esta, en el asiento de al lado, tenía la mirada fija en la carretera. Ya habían atravesado sin problemas el control de salida del círculo. Todavía, pensó Raúl aliviado, la cédula de un policía, aunque se dedicara en exclusiva a labores administrativas, seguía teniendo mucho peso.
No le había costado mucho convencer al encargado de su sección en la delegación de que una gripe lo había mantenido en cama. Obraba a su favor la horrorosa climatología de las últimas semanas, que había convertido la gripe en una epidemia. Hacía ya varios años que las vacunas para combatirla estaban restringidas a ciudadanos de primera clase. La posibilidad de que su jefe pudiera detectar el engaño apenas se le pasó por la cabeza a Raúl. Una de las pocas ventajas del drástico cambio que había experimentado la sociedad en los últimos años era la imposibilidad de ser geolocalizados a través del teléfono móvil.
Más complicada había sido la decisión de coger su coche. A pesar de que la cuadrícula donde vivía Lola se encontraba a solo veinte kilómetros, hacerlo le supondría a Raúl usar la mitad de los siete litros mensuales a los que tenía acceso a través de su cartilla de racionamiento. Lola, consciente de ello, lo había intentado disuadir de que la acompañara, pero Raúl se mantuvo firme: su cédula podría ayudar a explicar a los controladores de la cuadrícula qué hacía una sierva en ella, cuando debería estar en su puesto de trabajo en el círculo.
Lola intentaba aparentar calma, pero Raúl era consciente de la gravedad de lo que estaba pasando. Antes de salir, había hecho varias llamadas a antiguos compañeros que aún mantenían su estatus policial, y se encontró con una frialdad que ya esperaba. Aunque le prometieron que indagarían acerca de Yolanda, Raúl sabía que poco podía esperar: por supuesto, los que continuaban en activo como policías en la Nueva Era estaban en las antípodas de las ideas progresistas de las que siempre habían hecho gala colegas como Raúl o Javier.
La república llevaba ya varios años intentando aparentar normalidad dentro de todo el territorio, y los cuerpos policiales pocas veces hacían uso de las prerrogativas que le otorgaba el estado de alarma, que llevaba seis años en vigor, sin ningún viso de que fuera a ser levantado. Según este, los siervos podían ser detenidos y mantenidos hasta tres meses en prisión preventiva sin tener que llevarlos ante el juez. Esa era la teoría. La realidad era que seguían desapareciendo siervos de vez en cuando sin que las autoridades dieran ninguna explicación, y sin que, por supuesto, nadie se las demandase. Incluso para los ciudadanos, las cuarenta y ocho horas máximas que regían con anterioridad al Día del Renacimiento se habían convertido en ciento sesenta y ocho, es decir, una semana entera, lo que significaba que de hecho se hubiera casi suprimido el habeas corpus.
Raúl dejó caer su mano sobre la rodilla de Lola. Esta se lo agradeció con una sonrisa nerviosa. Dentro del pequeño utilitario solo se escuchaba el ruido de la aguanieve chocando con el parabrisas. Raúl apartó los ojos de ella y los dirigió a la carretera. Los polígonos industriales que durante décadas habían florecido en esa parte de la región de Madrid estaban, en la práctica, semiabandonados. Las pocas fábricas que quedaban operativas se habían trasladado a la parte sur de la región, dentro de un perímetro que contaba con altísimas medidas de seguridad.
Empezó a disminuir la velocidad, ya que se aproximaban al control de entrada a la cuadrícula. Lola sacó su cédula del bolso y se aseguró de que el aro azul se mantenía bien visible.
Tuvieron que hacer poca cola en el control. A esa hora, los afortunados habitantes de las cuadrículas que podían trabajar fuera de ellas se encontraban en el círculo, y a pocos ciudadanos que no fueran funcionarios en las cuadrículas se les ocurría visitarlas. De hecho, Raúl era la primera vez que se adentraba en esa en concreto. Observó cómo el policía del control los miraba detenidamente, preguntándose qué hacían juntos una sierva fuera del horario de trabajo que le marcaba su cédula y un funcionario de la Delegación del Senado. Con un movimiento de cuello, ordenó a uno de los libertos —siervos que debido a sus méritos habían conseguido ese estatus y que trabajaban al servicio de las autoridades para mantener el orden en las cuadrículas— que echara un vistazo en el maletero y en los bajos del coche.
Mientras lo hacía, Raúl esperaba tenso. Sabía que una de las prerrogativas que tenían los vigilantes de las cuadrículas era impedir de manera aleatoria el paso al interior de ellas. Aún ahora, seis años después, se contaban por docenas los atentados suicidas que se producían a diario en todo el territorio de la república. Iberia destacaba por ser una de las provincias más tranquilas, pero en otras como Germania o Nueva Tierra, los pocos derechos de los siervos se habían reducido a la mitad debido a los continuos atentados.
El liberto miró de reojo a Lola mientras inspeccionaba los bajos del coche. Aunque ambos se conocían, ninguno de los dos dio muestras de ello. Finalmente, con un gesto, ordenó al coche que avanzara. Lola iba indicando a Raúl el camino hacia su bloque. Lo primero que le llamó la atención fue la limpieza y el orden que reinaba en la cuadrícula. Algunas de las avenidas por las que iban pasando las recordaba de haberlas visitado hacía años, cuando su labor policial lo había llevado a perseguir durante meses a un violador en serie que hacía estragos en esa zona de la región de Madrid, en concreto en los municipios de Móstoles y Alcorcón. Esta última ciudad había sido declarada zona desierta. Móstoles, sin embargo, se había reconvertido en el área de la quinta cuadrícula.
Raúl, al pasar el coche frente al antiguo ayuntamiento, observó que el recoleto parque que según recordaba rodeaba el edificio había desaparecido. Eso le hizo percatarse de que no había visto ningún árbol en las calles. No le extrañó. El agua se había convertido en un artículo de auténtico lujo. Hasta los ciudadanos tenían prohibido ducharse más de una vez por semana. Raúl comentó a Lola lo bien conservada que estaba la cuadrícula.
—Si no somos capaces de cuidar lo único que nos queda, nadie lo hará por nosotros. El Comité de Siervos de esta cuadrícula tiene mucho interés en que así sea.
Raúl asintió. Alrededor de Madrid se habían organizado seis cuadrículas, utilizando para ello algunas de las antiguas ciudades dormitorio que aún permanecían en pie tras el año de continúas revueltas que habían asolado el mundo tras el Día del Renacimiento. Aun así, Raúl vio varios edificios en los que se observaban con claridad los efectos de las bombas que arrasaron la ciudad, fruto de la represión con la que habían actuado los estados tras las explosiones nucleares del infausto día.
Raúl, que al igual que el resto de la humanidad vivió aquellos días anonadado, llegó a dar por sentado que el mundo iba a terminar por desaparecer por completo debido a los ataques de ambos bandos. Si Occidente no podía olvidar los más de setenta millones de muertos que se produjeron en las nueve ciudades donde cayeron los misiles nucleares, tampoco podrían hacerlo los países musulmanes y Corea del Norte, debido a la fulminante respuesta con la que reaccionó la Alianza Atlántica, Israel y Rusia. Seguro que, con Roma en la memoria, la última ciudad que estos decidieron bombardear fue La Meca. Antes cayeron Bagdad, Teherán, Islamabad, Riad, Pyongyang y así hasta quince ciudades. Esta vez, las fuerzas occidentales no tuvieron ningún remilgo en atacar directamente a las capitales de esos estados.
Tampoco necesitaron reventar el sistema informático global, como habían hecho los atacantes. Se limitaron a lanzar sus misiles de largo alcance desde las bases y submarinos en los que estaban instalados. El primer país que lo hizo, sin consultar con ninguno de los aliados, fue Israel. Lo siguieron de inmediato los países de la Alianza Atlántica y Rusia. El contrataque fue tan fulgurante que cuando se produjo aún no habían descubierto que el desastre nuclear que había ocurrido en sus ciudades no había sido solo obra de la estrategia de los grupos islamistas. Cuando días después consiguieron averiguar cómo había sido posible que los misiles hubieran estallado en sus ciudades sin que ninguno de sus múltiples y costosos sistemas de inteligencia artificial lo hubiera previsto, comprobaron, con estupefacción, que para la labor más complicada del ataque, la caída de todo el sistema de internet en el mundo occidental, se habían utilizado los conocimientos y la infraestructura de una gran cantidad de miembros de grupos antisistema y extremistas de diferentes ideologías, hastiados de los continuos retrocesos en recortes sociales producto del caos económico mundial que supusieron las guerras en el norte de Europa, Oriente Medio y África. Y aprovechando una inestabilidad política de las democracias occidentales tan palpable que incluso un país como Francia había sufrido un año antes un intento de golpe de Estado.
De poco les sirvió a estos grupos alternativos comprobar, horrorizados, que lo que ellos pensaban que se iba a utilizar en exclusiva para destruir el statu quo del mundo occidental y crear una anarquía que condujera a la caída del sistema existente, se acabara al final convirtiendo en una hecatombe nuclear.
Tras estos grupos se ocultaba una organización perversa, escindida del Estado Islámico, que junto al vasto apoyo económico que le proporcionaban los potentados árabes que respaldaban su causa y a la infraestructura nuclear y militar que le brindaron Irán, Pakistán y Corea del Norte, utilizó maquiavélicamente el resentimiento hacia el establishment de los grupos occidentales para convertirlos en quintacolumnistas en los países que planeaban atacar.
Durante el año siguiente al Día del Renacimiento, como se denominó de forma oficial al día en que se produjeron los ataques nucleares, organizaciones extremistas paramilitares occidentales, con la aprobación y en muchos casos el apoyo de una gran parte de la población, y con la inacción de los políticos, se dedicaron a atacar indiscriminadamente a barrios enteros de las ciudades ocupados por musulmanes y a cualquier sospechoso de haber colaborado con ellos o de haber mostrado simpatías hacia su causa. En contrapartida, jóvenes musulmanes y miembros de grupos islamistas comenzaron a contratacar. Llegó un momento en que los atentados eran tan frecuentes que empezaron a confundirse las víctimas con los verdugos.
Viendo que el control de los estados se les estaba marchando de las manos, los gobernantes de los países occidentales convocaron una conferencia internacional a fin de encontrar una solución global. Como homenaje a Roma, el encuentro se produjo en una villa cercana a Pompeya. Allí decidieron el nacimiento de una Nueva Era, tomando como ejemplo el orden y la nomenclatura que siglos atrás había impuesto la República romana para gobernar sus territorios.
Así pues, la nueva república estaría regida por un cónsul general, con los diferentes territorios gobernados por pretores. Los ediles serían los encargados del orden público, mientras que los cuestores gestionarían las finanzas y los tribunos se ocuparían de impartir justicia.
Lola le hizo una seña a Raúl, indicándole que ya habían llegado. Este no tuvo ningún problema para encontrar aparcamiento. Los siervos tenían prohibida la posesión de vehículos de motor, y debían utilizar el sistema de transporte público para poder desplazarse. De hecho, las bicicletas solo estaban permitidas dentro de las cuadrículas. Raúl y Lola salieron del coche. Este la siguió a través de las estrechas escaleras del edificio de ladrillo marrón; los ascensores hacía mucho tiempo que habían dejado de funcionar en las cuadrículas debido a la falta de mantenimiento. Al llegar a la tercera planta, Lola no necesitó sacar su llave para abrir: su padre, un hombre bien parecido y que aparentaba tener unos años más que Raúl, los estaba esperando apoyado en el quicio de la puerta.
No pareció extrañarse de que Raúl acompañase a su hija. Lo invitó, respetuosamente, a entrar. Por inercia, Raúl miró el aro que llevaba en la oreja, constatando aliviado que era del mismo color que el de Lola. Temía que esa misma noche se lo hubieran cambiado por uno rojo. Eso significaba que todavía no estaban siendo víctimas de ninguna purga policial.
El piso, humilde como esperaba, estaba tan limpio y ordenado como las calles de la cuadrícula. El padre de Lola abrazó a su hija.
—¿Dónde está mamá? —preguntó, preocupada.
Él se limpió las lágrimas antes de contestar.
—Después de hablar por teléfono contigo se ha presentado una Brigada de Limpieza y se la han llevado. Han dicho que no nos preocupásemos, que estarían de vuelta pronto. Pero, ya sabes —miró a su hija—, es lo que dicen siempre.
Lola se quedó boquiabierta con la noticia. Miró a Raúl, demandando una respuesta que sabía que no obtendría. El padre les indicó que pasaran al pequeño salón e invitó a Raúl a sentarse en el sofá.
Este, con un ademán, pidió al padre que comenzara a hablar. El hombre se expresaba muy bien. A Raúl no le extrañó. Ya sabía por Lola que antes de ser depurado había sido profesor de literatura en un instituto. Pero poco más le pudo ampliar de lo que ya conocía. Ni él ni su mujer habían podido conciliar el sueño la noche anterior, preocupados por la ausencia de Yolanda.
El padre también había movido todos los hilos que su condición de siervo le permitía, con parecido resultado al de Raúl. No habían vuelto a saber nada más de Yolanda. Raúl seguía maquinando cuál sería la forma de poder ayudarlos cuando observó sobre el aparador varias fotos. En una de ellas, Yolanda pugnaba por ocultar su timidez, esbozando media sonrisa. Raúl se sorprendió por su belleza, superior incluso a la de su hermana. En otra de las fotos posaba sonriendo un muchacho de unos veinte años, con rasgos tan parecidos a los de Lola y Yolanda que de inmediato Raúl identificó como a su hermano. Lola le leyó el pensamiento. «Sí, es Mario».
Raúl solo sabía que Mario había sido la causa de la expulsión del círculo de toda su familia, pero Lola no le había dicho el motivo. Prudente, Raúl no quiso, una vez más, preguntar. Ella miró a su padre, como pidiéndole permiso. Este asintió.
—Me parece que ya es hora de que te explique quién era Mario y por qué estamos aquí.
Raúl, sin preocuparse por la presencia del padre, tomó la mano de Lola y la apretó.
—Sabes que nunca te he forzado a hacerlo. Pero —continuó él— me temo que voy a necesitar toda la información disponible. No os voy a dejar solos en esto.
Camilo Pérez del Corral, el pretor de la república, tamborileaba con los dedos sobre la mesa de caoba de su despacho, mientras volvía a revisar en el monitor las imágenes grabadas en los sótanos de la pretoría.
En la pantalla, Yolanda se encontraba sentada en el catre de su celda. Las lágrimas que caían por sus mejillas realzaban aún más la belleza de un rostro que le impactó tan pronto como lo descubrió en la revisión que realizaba cada noche de los siervos arrestados por encontrarse dentro del círculo tras la hora de retreta.
Por supuesto, en esa revisión no le presentaban a todos los arrestados: solo a las mujeres jóvenes que se adecuaban a los parámetros exigidos por el pretor. El resto de los detenidos se trasladaba a las dependencias de la Dirección de Seguridad, ubicada en el antiguo Palacio de los Deportes de la calle Goya.
Camilo detuvo los dedos y se llevó el índice de la mano derecha a la nariz, buscando algún resto del aroma del que se había impregnado cuando recorrió con él el cuerpo de la joven. En aquel momento tuvo que poner en práctica su entrenado estoicismo para evitar que el general que lo acompañaba en la revisión no advirtiera de qué forma le había impactado la muchacha.
Apenas tuvo ojos para las otras jóvenes. El general, consciente sin necesidad de palabras de que el pretor ya había elegido a Yolanda, pidió que enviaran a sus aposentos de la cohorte a otra de las chicas, una morena de largo y sedoso cabello negro que portaba en su lóbulo un aro verde.
Mientras Camilo esperaba en su despacho a que Yolanda cumpliera la orden de depilarse, que la policía pelirroja le había dado a fin de evitar la repugnancia que al pretor le ocasionaba el vello púbico en las mujeres, revisó el expediente que le habían pasado sobre ella: Yolanda Castro, veintitrés años, familia recluida en la Quinta Cuadrícula debido al protagonismo que tuvo su hermano Mario en el Día del Renacimiento, acusado de haber colaborado con el grupo que en España había conseguido entrar en la red informática del Ministerio de Defensa para inutilizarla, provocando con ello la paralización de todo el aparato defensivo del territorio español.
Desde entonces, su familia directa no había ocasionado ningún problema. Su hermana Lola, tres años mayor, servía en la casa de un funcionario policial, en la actualidad dedicado a labores burocráticas. Los padres de Yolanda no tenían autorización para salir de la cuadrícula, y se dedicaban a realizar labores sociales dentro de ella.
Camilo se solazó al pensar en la noche que le esperaba junto a la preciosidad que había descubierto. Es más, tenía pensado llevársela a su apartamento privado fuera de la pretoría para evitar ser molestado. A la mañana siguiente, y dependiendo de cómo transcurriera la noche, ya decidiría qué hacer con Yolanda.
«Cómo ha cambiado en seis años la vida del oscuro abogado y parlamentario del grupo ultra Lux», pensó, mientras henchido de orgullo dejaba correr la mirada por su amplio despacho, repleto de antigüedades y obras de arte.
No había podido olvidar, sin embargo, el continuo rechazo social que sufrió con anterioridad al Día del Renacimiento, debido a sus ideas reaccionarias, por buena parte de sus amigos y familiares. De hecho, su desaforado extremismo había sido la principal causa de su divorcio y del alejamiento que sufrió de sus dos hijos, que lo rehuían avergonzados por las intervenciones llenas de odio que vomitaba en el Congreso de los Diputados. Su poco agraciado físico, escuálido y desgarbado, no lo ayudaba mucho a relacionarse con el género femenino.
Todo cambió para él tras el Día del Renacimiento. La Nueva Era tenía que nutrirse de nuevos dirigentes y, por supuesto, los que fueron elegidos para ello eran los que se habían hartado de pregonar apocalípticamente lo que al final acabó sucediendo.
Ya estaba ordenando los expedientes que se amontonaban sobre su mesa cuando pidió permiso para entrar en el despacho el médico de guardia. Animado, Camilo le ordenó pasar. Ante su sorpresa, el médico no se limitó, como esperaba, a indicarle que todo estaba en orden en la revisión rutinaria a la que Camilo sometía a todas las muchachas con las que elegía pasar la noche. El médico le pasó un sobre en blanco, permaneciendo en silencio.
El pretor abrió el sobre y silbó con admiración.
—¿Está seguro, doctor?
El médico, que no había sido invitado a sentarse, carraspeó antes de hablar.
—Por completo. A mí también me resultó extraño; pocas veces he examinado a una muchacha de esa edad que fuera virgen.
—Según su informe, se encuentra perfectamente.
—Aparte de una crisis de ansiedad, que ya he tratado inyectándole un ansiolítico, está perfectamente.
Camilo se limitó a restituir el informe en el sobre y despidió con un movimiento de cabeza al médico. La virginidad de la muchacha cambiaba por completo los planes que había realizado para esa noche, por lo que, a pesar de la hora, solicitó información complementaria sobre ella, tanto en su centro de trabajo en el círculo como a los responsables de su cuadrícula. Todos coincidieron en la inocencia y el buen comportamiento y actitud que la muchacha mostraba a diario.
El doctor llevaba razón. Hacía mucho tiempo que a Camilo no le presentaban entre las piezas nocturnas cobradas a una virgen. Y nunca le había sucedido, pensó, con un espécimen tan magnífico.
La Nueva Era había cambiado de manera drástica la forma de vivir en todo el mundo, pero lo que no había conseguido eliminar es el deseo natural del ser humano a copular. Y debido a la poca influencia que en la sociedad habían pasado a tener las escasas religiones que no fueron abolidas, se habían eliminado las prevenciones que estas solían aplicar a todo lo que tuviera que ver con el sexo. Por otra parte, la humanidad disponía de tiempo de sobra para hacer el amor; la ingente oferta de ocio que existía antes del Día del Renacimiento había quedado muy reducida. En la televisión solo funcionaba un canal, donde se alternaban documentales sobre la naturaleza con noticieros muy censurados y películas de finales del siglo pasado. Habían desaparecido los libros electrónicos y se había prohibido la difusión de las obras de multitud de escritores y compositores.
Internet había desaparecido por completo, debido al apagón digital. Esta fue una de las primeras medidas adoptadas por la nueva república en Pompeya. Asimismo, fue prohibido el tráfico de datos a nivel mundial.
Los fundadores en Pompeya de la Nueva Era culparon a internet y a la inteligencia artificial no solo de haber provocado la caída del aparato defensivo de los Estados, sino de haber sido el germen que durante años había estado anidando en la mente de millones de seguidores del islam a fin de prepararlos para lo que al final se produjo. Internet permitía a cualquier adolescente observar en primera fila que, mientras sus allegados y familiares sufrían hambre y enfermedades, en países a apenas dos horas de avión el lujo y el derroche de sus habitantes eran constantes.
El apagón digital no solo afectó a internet; se prohibió la telefonía móvil, eliminando todas las instalaciones que la hacían posible. Este tipo de telefonía había sido usada tras el Día del Renacimiento como herramienta para los múltiples atentados que se produjeron.
Todos los dispositivos informáticos y teléfonos móviles fueron requisados y destruidos, y quedó prohibida bajo severas penas su posesión. A fin de evitar la puesta en marcha clandestina de alguna red de datos, en todas las regiones de la república había destacamentos policiales vigilando que esto no se produjese. Era muy normal observar, tras los toques de retreta, vehículos con largas antenas recorriendo las calles, intentando captar alguna señal que les indicase la existencia de una red de datos clandestina.