Pastores del mal - Félix García Hernán - E-Book

Pastores del mal E-Book

Félix García Hernán

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Cuando el padre Damián Isún cambió de postura para acomodarse en su cama, el corazón le dio un vuelco al palpar, bajo la colcha, el cuerpo desnudo y sin vida de uno de sus pupilos. ¿Cómo había llegado allí? El pánico se apoderó de él y acudió a su antiguo discípulo, mosén Estanis, en busca de ayuda y refugio. El mosén no dudó en contactar con el comisario Javier Gallardo, que aunque se había retirado hacía poco del servicio, nunca podría olvidar que le debía su vida al religioso. Así, junto al ahora inspector jefe Raúl Olaya, Gallardo intentará demostrar la inocencia del padre Damián. Juntos descubrirán una poderosa organización internacional cuya voracidad desmedida destroza y utiliza a cientos de niños y entre cuyos dirigentes se hallan destacados miembros de la banca, la política, las finanzas o la Iglesia. Con una prosa arrolladora, directa y sin artificios, pero absolutamente adictiva, Félix García Hernán maneja, con la precisión de un relojero, o mejor, de un cirujano, una trama que nos llevará, sin un respiro, de Barcelona a Roma, Nueva York, París o Wisconsin, y lo confirma como un narrador especialmente dotado para novelas donde lo social y la denuncia conviven con la acción más vertiginosa.

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Félix García Hernán (Madrid, 1955) cursó Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, pero es, por vocación, hotelero. Desde sus inicios como botones, todavía adolescente, ha recorrido todos los peldaños de su profesión hasta llegar a dirigir en Madrid establecimientos tan emblemáticos como el hotel Urban, el Villa Real o el Only You. Desde el 2004 al 2012 perteneció al consejo de administración de la prestigiosa asociación Small Luxury Hotels of the World.

Desde la infancia es un lector compulsivo y amante de la música clásica y del cine.

Además de Cava dos fosas (Alrevés, 2020) y Pastores del mal, que verá la luz próximamente en esta misma editorial, ha escrito las novelas Tras el telón, un thriller ambientado en el mundo de la ópera; Delfines de plata, que dentro de una trama de novela negra se sumerge en el particular microcosmo de los hoteles de lujo, y El límite oscuro, donde dibuja un descarnado fresco de uno de los mayores males que asolan nuestra sociedad actual: la corrupción.

Cuando el padre Damián Isún cambió de postura para acomodarse en su cama, el corazón le dio un vuelco al palpar, bajo la colcha, el cuerpo desnudo y sin vida de uno de sus pupilos. ¿Cómo había llegado allí? El pánico se apoderó de él y acudió a su antiguo discípulo, mosén Estanis, en busca de ayuda y refugio.

El mosén no dudó en contactar con el comisario Javier Gallardo, que aunque se había retirado hacía poco del servicio, nunca podría olvidar que le debía su vida al religioso. Así, junto al ahora inspector jefe Raúl Olaya, Gallardo intentará demostrar la inocencia del padre Damián.

Juntos descubrirán una poderosa organización internacional cuya voracidad desmedida destroza y utiliza a cientos de niños y entre cuyos dirigentes se hallan destacados miembros de la banca, la política, las finanzas o la Iglesia.

Con una prosa arrolladora, directa y sin artificios, pero absolutamente adictiva, Félix García Hernán maneja, con la precisión de un relojero, o mejor, de un cirujano, una trama que nos llevará, sin un respiro, de Barcelona a Roma, Nueva York, París o Wisconsin, y lo confirma como un narrador especialmente dotado para novelas donde lo social y la denuncia conviven con la acción más vertiginosa.

Pastores del mal

Pastores del mal

FÉLIX GARCÍA HERNÁN

Primera edición: mayo del 2021

 

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ València, 241, 4.º

08007 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

 

© 2021, Félix García Hernán

© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S.L.

 

 

Producción del ePub: booqlab

ISBN: 978-84-17847-62-3

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A mi hermano Julio

ADVERTENCIA

Esta novela ha de valorarse como producto de la imaginación del autor. Por tanto, no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

 

 

 

Pero si alguien hace pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar.

MARCOS 9:42

 

 

 

 

La Travessera de Dalt estaba, como siempre a esa hora, atascada. Dentro de su utilitario, el padre Damián Isún observaba molesto los adornos navideños que ya lucían en las calles. Lo último que deseaba era que nadie le recordara la proximidad de las fiestas, pero un par de bocinazos lo sacaron de sus ensoñaciones. Tomó el primer desvío a su derecha y se adentró en la calle de L’Escorial.

Aparcó y subió a su piso con rapidez, entró en el salón y lanzó su anorak al sofá. Frente a este, en una mesa auxiliar, había un plato con los restos de la cena que había tomado la noche anterior.

Se dejó caer junto al anorak y quedó ensimismado mirando la librería de una de las paredes del salón. Se sentía febril, pero no encontraba fuerzas para buscar el botiquín y tomarse la temperatura. Quién se lo iba a decir a él, al vital, apuesto y encantador padre Damián. Sus alumnos del colegio San Magín lo apodaban, con cariño y sin ningún recato, Fray Clark Kent, mientras sus madres no podían evitar ruborizarse cuando hablaba con ellas de sus hijos en las tutorías. A ninguna se le hubiera ocurrido echarle los cincuenta años que acababa de cumplir.

Sabía que debía cenar algo. En los últimos dos meses había adelgazado más de diez kilos y ya se lo habían hecho notar varios compañeros del colegio. Haciendo un esfuerzo, se levantó y fue a la cocina. El desorden era general. No quiso abrir la nevera, pues sabía que se encontraba casi vacía. Abrió la alacena y, como había hecho los últimos días, se limitó a tomar varias rebanadas de un pan de molde algo mohoso y una lata de sardinas. Volvió al salón e intentó dar cuenta de la cena. No pudo con todo. Dejó los restos de una rebanada y la lata sin terminar al lado del plato del día anterior, volviendo a concentrarse en la librería. Al pasarse la mano por la barba se percató de que hacía semanas que no se la retocaba. No le preocupó su falta de aseo, solo era consciente de su sufrimiento al recordar cómo había llegado a esta situación. La lluvia, golpeando el ventanal del salón, le hizo pensar en Huesca, cuando recién salido del seminario de Zaragoza había acudido a su pueblo natal para poder celebrar junto a sus padres su primera misa. Ni siquiera ese recuerdo, que guardaba como un bálsamo para sus momentos depresivos, servía para aliviarle.

Sabía que tenía que afrontar de una vez el secreto que lo estaba abrasando. No entendía qué era lo que lo frenaba. Su coraje había sido puesto a prueba en muchas ocasiones, y siempre, por muy difícil que fuera el reto, había hallado la solución.

Pero no se engañaba. Antes no estaba solo, tenía como aliada una fe sin fisuras, de la que ahora carecía. Sentía que el Dios al que había dedicado su vida ya no estaba a su lado, guiándolo y protegiéndolo. Sus fuerzas estaban al límite, y no conseguía dar con ellas para poder salir de la abominación que estaba viviendo.

Se había quedado dormido en el sofá cuando lo despertaron los escalofríos de la fiebre. Huyendo de ellos, se levantó y se dirigió al dormitorio. No se desnudó ni encendió la luz. Se limitó a echarse en la cama y a arroparse.

Las convulsiones se fueron calmando. Al cambiar de postura para acomodarse, notó algo extraño en el lecho. Una de sus piernas había chocado contra un objeto duro. Pensó que la noche anterior habría colocado algo sobre la cama y que su estado actual de abandono le impedía recordar lo que era.

Lo palpó con los dedos y los temblores desaparecieron de inmediato. El tacto del objeto era similar al de la carne, al de la carne fría. De un salto, se levantó y encendió la luz.

El bulto estaba tapado y ocupaba la parte derecha del lecho. Damián intentó serenarse antes de descubrirlo. Finalmente, se acercó y tiró de la manta. El cuerpo estaba desnudo, a excepción de un collar que le rodeaba el cuello. Se encontraba bocabajo y, por el tamaño, pertenecía a un niño. Fue al ver el pelo negro, largo y rizado, que reconoció de inmediato, cuando pensó que lo que estaba sucediendo solo podía ser parte de una de las pesadillas que durante las últimas semanas se adueñaban cada noche de su sueño. Se acercó al cuerpo y lo giró: el dolor que sintió y el aullido que soltó su garganta le confirmaron la realidad que estaba viviendo. Buscó el pulso en una de las muñecas y descubrió lo que la frialdad de la piel ya le había indicado: en la cama yacía un cadáver.

Aunque el sentido común le decía que no debía tocar nada más, no pudo evitar girar el cuerpo, tomar la cabeza y acariciar los rizos. Los ojos del cadáver seguían abiertos. Damián los cerró y fue entonces cuando percibió las manchas moradas en el cuello de Oriol Recasens. Para su estupor, lo que pensó que era un collar en realidad era un rosario infantil, tan pequeño que a Damián le costó trabajo poder sacárselo por la cabeza. Tomó el rosario entre los dedos, y vio que las cuentas de nácar terminaban en una cruz de plata labrada. Conocía de memoria el tacto de esas cuentas. Recordó cómo se había emocionado cuando, antes de tomar la Primera Comunión, su madre se lo había entregado para que lo llevase aquel día. Desde entonces había usado ese rosario a diario, a pesar de lo dificultoso que le resultaba su manejo en sus gruesos dedos de adulto.

Un sentimiento de pudor lo impulsó a cubrir el cuerpo de Oriol, aunque el dolor le seguía impidiendo razonar. Necesitó varios minutos para volver a la realidad, y fue entonces cuando observó que en el lado de la cama que ocupaba el niño se encontraban, desparramadas, una docena de fotografías. Desconcertado, empezó a mirarlas. Todas tenían un denominador común: la presencia en ellas del padre Damián Isún y de Oriol Recasens. En ellas se podían observar las miradas de cariño que el padre Damián dirigía sin disimulo al muchacho de once años. En una, la mano de Damián acariciaba los rizos de Oriol, y en otra, abrazaba al pequeño.

Recordó de forma nítida esa escena. La privilegiada garganta de Oriol había conseguido, después de muchos intentos, alcanzar unos acordes que le serían necesarios para el concierto que la escolanía del colegio iba a dar con motivo de la visita del conseller d’Educació de la Generalitat. Damián había estado ensayando con el niño durante horas hasta que al final lo había conseguido. El hecho se produjo al fondo de la capilla del colegio, junto al órgano, y Damián no recordaba que hubiera nadie con ellos que pudiera haber disparado la foto.

Al pensar en ello, las lágrimas se adueñaron del rostro del sacerdote, pero de inmediato notó cómo el dolor se trocaba en una asfixiante sensación de pánico. Guardó el rosario en uno de los bolsillos de su pantalón, se levantó de la cama y cubrió con la manta el rostro del niño. Salió de la habitación y, sin recoger el anorak ni subir al ascensor, se lanzó escaleras abajo.

Cinco minutos después, se encontraba de nuevo en la ahora semivacía Travessera de Dalt, buscando el camino que lo alejara lo antes posible de la ciudad, del cuerpo de Oriol y del infierno en el que llevaba tanto tiempo instalado.

I

El rugido de la motocicleta rompió la paz del valle mientras el jinete parecía querer impulsar con su cuerpo la falta de potencia del vehículo, que apenas podía con la subida empinada que aún le quedaba hasta llegar a Taüll, donde se detuvo frente a la iglesia de Santa María. El motorista se apeó y se quitó el casco. Tras su estética bohemia se escondía mosén Estanis, párroco de las ocho iglesias que componían el extraordinario conjunto románico de la Vall de Boí.

La nieve se había adelantado este año un par de semanas, pensó el cura, mientras comenzaba la ardua tarea diaria de pelearse con la cerradura oxidada de la iglesia.

Aún faltaban quince minutos para las ocho, hora en que empezaría el recorrido diario por las iglesias para celebrar la misa y ejercer la confesión. Sabía que los pocos asistentes que tendría, apenas media docena de beatas, no llegarían hasta el último momento, por eso le extrañó ver cómo de un utilitario aparcado frente a la entrada descendía un hombre alto y de mediana edad y se dirigía hacia él. Estanis advirtió que no llevaba ropa de abrigo y que daba la sensación de estar aterido.

Cuando estaba a unos diez metros, y a pesar del evidente desaliño del extraño, mosén Estanis reconoció la figura del padre Damián. Se adelantó hacia él y lo abrazó, percibiendo el temblor de su cuerpo.

—Está usted helado, padre Damián. Deje que termine de pelearme con esta condenada cerradura y entremos. En la sacristía hay una estufa de butano que le caldeará enseguida.

Damián asintió, puesto que había llegado desde Barcelona hacía tres horas y había tenido que racionar la gasolina que quedaba en el coche para no congelarse durante la espera. A pesar de la cálida acogida de Estanis, aún no tenía claro si la decisión de viajar a Taüll había sido la correcta. Cuando entró en pánico y tomó su coche, solo deseaba huir del dantesco espectáculo que había vivido en su casa. Según se fue calmando se dio cuenta de que estaba escapando como un fugitivo, y que, por si eran pocas las pruebas que lo incriminaban, la policía solo necesitaba descubrir que había desaparecido para constatar su culpabilidad.

En la Travessera de Dalt tomó la primera calle en dirección a la salida de la ciudad y que lo llevaría hacia el norte, fuera del país, pero pasada media hora, y cuando ya había comenzado a racionalizar, recordó que en cualquier Estado de la Unión Europea correría el mismo riesgo de ser detenido. Fue entonces cuando buscó en su cerebro un lugar donde, lejos de Barcelona, pudiera encontrar a alguien que lo ayudara a esconderse.

Había conocido a Estanis en el Seminario Menor de Sant Feliu, cuando este era un crío de doce años. Damián, vicerrector del centro religioso, fue durante dos años su director espiritual. Siempre le había caído bien Estanis: serio, inteligente y nada acomodaticio. Provenía de una familia de payeses del Empordà y destacaba mucho en las clases, aparentando una edad mental superior a la del resto y mostrando unas inquietudes que enseguida le llamaron la atención. Cuando Estanis pasó al Seminario Mayor de Barcelona, Damián continuó viéndose a menudo con él, y fue uno de los concelebrantes de su primera misa.

La mirada limpia y el abrazo con el que lo acababa de recibir resultaron un bálsamo mayor para Damián que la prometida estufa. Esperó pacientemente a que Estanis consiguiera abrir la cerradura y se dejó guiar por él hasta la sacristía. Ninguno de los dos soltaba palabra alguna. Damián sabía que la habitual prudencia de Estanis le haría esperar a que hubiese entrado en calor. Su expupilo le pidió que tomara asiento frente a la estufa, y le echó sobre los hombros el chaquetón de motorista que se había quitado. Solo cuando estuvo seguro de que había dejado de tiritar, Estanis, que se había sentado frente a él, le puso una mano sobre el hombro. No necesitó preguntarle nada; Damián, recordando el discurso que había estado ensayando durante las tres horas de espera, comenzó a hablar de manera pausada.

Habían pasado veinte minutos cuando Estanis escuchó pasos y murmullos en la iglesia. Miró el reloj: ya hacía rato que debería haber comenzado la misa. Ardió en deseos de salir de la sacristía y comunicar a los presentes que cancelaba el oficio, pero Damián, que le había adivinado el pensamiento, se adelantó a él.

—Ve y cumple con tu obligación, y a tu regreso continuaré. No temas. —Sonrió—. Apuesta a que no me moveré de aquí.

—Padre Damián, ¿desea concelebrar conmigo o prefiere esperar?

Damián negó con la cabeza.

La misa se le hizo eterna a mosén Estanis. Los cinco asistentes se miraban entre sí, perplejos por la rapidez inusual con que estaba oficiando ese día. Le resultó imposible concentrarse en el rito, abstraído por lo que le acababan de contar. La imagen que tenía de su antiguo director espiritual no podía ser mejor: sacerdote ejemplar y docente ecuánime que rebosaba ímpetu y fe. Los jóvenes seminaristas veían en él el ideal en el que querían convertirse. Todas las dudas que Estanis tenía en aquella época, que eran muchas, siempre encontraban en Damián una respuesta paciente y atemperada. Aún después de tomar las órdenes seguía dependiendo de la opinión de su antiguo preceptor cada vez que no tenía claro el camino a seguir.

Suspiró agradecido cuando, terminada la misa, ninguno de los presentes se acercó a él en busca de confesión.

Al regresar a la sacristía, se deshizo con rapidez de la casulla, la estola y el cíngulo y volvió a sentarse frente a Damián. Este había recuperado ya el color. Estanis pudo fijarse con más detalle en el cuello sucio de la camisa que llevaba, así como en el abandono de su barba y cabello. Al igual que había hecho desde tiempo inmemorial, se dirigió a él en catalán. Sabía que Damián, debido a sus muchos años de permanencia en Cataluña y a pesar de su marcado acento aragonés, se desenvolvía sin problemas en esa lengua. Consciente de la gravedad del momento, colocó una de sus manos sobre las del sacerdote. Este las mantenía unidas, apretando con fuerza un pequeño rosario de plata que Estanis conocía de sobra.

—Padre, antes de que continúe: debemos llamar a la policía. Si no lo he soñado mientras oficiaba, y debo decirle que por un momento he llegado a pensar que así era, usted me ha contado que en su casa, en su cama, está el cadáver de un niño que parece que ha sido asesinado. Un niño al que sus padres deben de estar buscando con desesperación. No hace falta que me diga que es usted ajeno a ese crimen: lo doy por supuesto. Pero, por muchas pruebas que haya en su contra, como me ha contado, no debe olvidar que la verdad, la Verdad con mayúsculas, y esto lo he aprendido de usted, siempre prevalece.

Negando con la cabeza, la mirada de Damián huyó de los ojos de Estanis para refugiarse en los tres paneles ignífugos de la estufa de butano. Hechizado por el rojo intenso, parecía no escuchar lo que Estanis le acababa de decir. Con voz monocorde, continuó la historia que la celebración de la misa había interrumpido.

* * *

Una hora después, Damián, extenuado, terminó su relato. Estanis, que no lo había interrumpido ni una sola vez, había olvidado por completo la misa que ya debería estar oficiando en la cercana iglesia de Santa Eulàlia. Damián miró a los ojos de mosén Estanis y este se dio cuenta de que buceaba en ellos, buscando sin duda un apoyo que no sabía cómo ofrecerle.

Estanis se levantó y comenzó a dar vueltas por la sacristía. Sabía que si escondía al padre Damián, como este le había pedido, no solo estaría encubriendo un crimen; como antes ya le había comentado, aumentaría la agonía de unos padres que estarían destrozados por la ausencia del hijo. Se apoyó en el aparador de la sacristía y volvió a mirar a Damián. Había envejecido diez años desde la última vez que lo visitó. Poco quedaba de su atractiva presencia. Estanis sabía que las fotos que el padre había encontrado en el lecho junto al cadáver de Oriol no indicaban nada: así de cariñoso se había mostrado con él mismo cuando era su director espiritual. Recordaba los paseos otoñales por el jardín del seminario, escuchando la voz serena de Damián mientras con afecto apoyaba la mano sobre su hombro cuando caminaban. Jamás el padre Damián pasó físicamente de ahí, y tampoco tuvo ni la menor noticia de que estuviera implicado en algo turbio, pero la historia que acababa de escuchar hacía aguas por muchos sitios.

La estancia había quedado en silencio, pero Estanis no apartaba la mirada de Damián. Sabía que tenía que recordar todo el cariño que durante años había ido almacenando por él en su corazón para que no se instalaran en su cabeza las dudas que ya amenazaban con colarse. Eran muchos los casos que en los últimos años habían aparecido de sacerdotes, algunos antiguos condiscípulos suyos, que, aparentando llevar una vida ejemplar como pastores de la Iglesia, habían destrozado, quizá para siempre, la imagen de esta al sumergirse en el mundo oscuro de la pederastia.

Estanis tenía claro que no podía demorar más el tomar una decisión. Tamborileó con los dedos sobre el aparador durante medio minuto, respiró profundamente y se dirigió a Damián:

—Aquí no puede usted seguir. Vamos a dejar mi moto y tomaremos su coche. En unas horas estaremos en un pueblo del Empordà. Allí está la casa de mi familia y mi madre nos acogerá. —Estanis cortó de raíz las exclamaciones de gratitud de Damián—. Padre, solo haremos ese viaje si antes, desde aquí, hago una llamada. Ya le explicaré durante el trayecto. Hay dos personas que no hace mucho me dijeron que si alguna vez las necesitaba podría contar siempre con ellas.

Al escucharlo, el miedo inundó de nuevo la mirada de Damián, pero se percató de que Estanis estaba siendo inflexible. Asintió resignado. Estanis buscó en la agenda de su móvil y marcó un número. Damián se extrañó al oír cómo este cambiaba ahora el catalán por el castellano al dirigirse a su interlocutor.

II

Javier Gallardo intentó adaptar su cuerpo a la incómoda silla de mimbre y paseó de nuevo la mirada por el cuarto. Se fijó en la única foto que adornaba las paredes: estaba en blanco y negro y mostraba a una pareja de recién casados. Ninguno de los dos sonreía. Ella sentada, él en pie. La novia de luto riguroso, como solía ocurrir hace años en las bodas de los pueblos, pues siempre había un familiar cercano fallecido a quien recordar. En la pared contraria, un calendario de “la Caixa” mostraba treinta casillas que contenían los días del mes de noviembre. El intenso frío exterior que se colaba a pesar de los gruesos muros de la masía se combatía con el brasero que ardía bajo la mesa camilla donde Javier Gallardo estaba sentado junto a Raúl Olaya.

Javier estaba muy cansado; pasaban de las diez de la noche y el día había sido larguísimo. Volvió a recordar cómo la alegría que experimentó hacía unas horas, al ver que la llamada que repiqueteaba en su móvil provenía de Raúl, se apagó al notar el tono de preocupación en la voz de este, así como que el comentario jocoso con el que habitualmente se dirigía a él lo había cambiado por un seco: «Javier, tenemos un problema».

Hacía meses que para Javier Gallardo el único problema serio que le podría preocupar sería que le pudiera pasar algo malo a su hijo Alfonso o a su escogidísimo ramillete de amigos. Cuando sonó el teléfono acababa de sentarse, al igual que todas las mañanas de los últimos meses, frente a su ordenador, dispuesto a continuar con la tarea que se había impuesto desde el mismo día en que presentó su renuncia como comisario principal del Cuerpo Nacional de Policía.

El documento Word, al que Javier dedicaba más de ocho horas diarias, empezaba a coger forma, pero por las noches, al corregir y repasar lo que había redactado durante el día, siempre llegaba a la misma conclusión: a nadie le va a interesar esa historia sin sentido que estás escribiendo y que te atreves a llamar «novela».

Esperó a que Raúl continuara.

—Imagino que recuerdas a mosén Estanis.

Javier sonrió. ¿Cómo no recordar al curilla que tanta compañía le hizo durante su estancia en Taüll? Sin la constancia y la sagacidad de ese párroco de aldea nadie estaría redactando ahora el documento que tenía frente a sí. Raúl no esperó la contestación del que hasta hace poco había sido su jefe.

—Acaba de llamarme. Ya sabes que llegué a intimar con él a raíz de lo que te pasó. Me ha pedido que hable contigo. Está metido en un asunto muy serio. Miento, él no; otro cura conocido de él de mayor edad. Tan serio como que hay un asesinato de por medio, otra cosa es quién lo haya podido cometer. Me ha recordado lo que tú y yo le dijimos cuando acudimos a Taüll a visitarlo y darle las gracias por su ayuda: «Llámanos siempre que lo necesites».

—Por lo que se ve, parece que no ha tardado mucho en hacerlo, solo han pasado seis meses desde entonces.

—Ha preguntado si podríamos encontrarnos de inmediato con él en un pueblo del Empordà. Lo malo es que ese lugar está a tomar por culo de lejos, pero me he permitido ir haciendo los preparativos previos. En unas horas podríamos estar allí; primero viajaremos en avión hasta Girona y desde allí nos recogerá un helicóptero de la Guardia Civil; nuestro amigo comandante no tiene precio. Yo ya me he desligado de mis compromisos. Tú me dirás si puedes o quieres acompañarme.

El tono, el poso y la capacidad de síntesis de Raúl volvieron a admirar a Javier, quizá porque llevaba meses echándolos en falta. A pesar de la diferencia de edad entre los dos, había ido cuajando una amistad que en los últimos dos años había arraigado muy fuerte.

—¿No te ha dicho nada más?

—No, me dio la impresión de que no podía hablar —contestó Raúl—, pero me fío mucho de su criterio. Por cierto, creo recordar que tenías amistad con un comisario de los Mossos.

—Sí, con Francesc Rodadera. Nos ayudó en el caso del Monopoly.

—Ya recuerdo. Bueno es saberlo. Es posible que lo necesitemos si el tema es tan grave como parece.

* * *

El viaje hasta el Empordà fue más rápido de lo previsto. A la llegada a la masía donde los había citado Estanis, este los estaba esperando en la puerta. Abrazó a los dos agentes y los invitó a entrar en la casona, en una de cuyas habitaciones se encontraba, sentado y cabizbajo, el padre Damián. «Poca pinta tiene de cura», pensó Javier, al observar los ojos hundidos, rostro sin afeitar y desaliño en el vestir del sacerdote.

Este los miró con curiosidad cuando Estanis hizo las presentaciones, pero de inmediato volvió a bajar la cabeza. Javier y Raúl se mantuvieron a la expectativa, mientras Estanis tocaba el brazo de Damián animándolo a hablar. Javier advirtió el cariño con que Estanis lo corrigió cuando empezó a hablar en catalán, pidiéndole que alzara más la voz y continuara en castellano.

—Soy profesor desde hace más de un año en un colegio religioso de Barcelona. Allí, aparte de mis labores docentes, actúo como director del coro del colegio. Hace unos meses, una de nuestras mejores voces, un niño de once años, empezó a cambiar su comportamiento.

—Perdone, padre —lo interrumpió Raúl, que estaba tomando notas—, ¿el colegio es privado o concertado?

—Privado, pero el niño viene de familia humilde y estaba becado. Se había vuelto muy retraído y arisco las últimas semanas, y un día descubrí por casualidad que el niño llevaba un teléfono móvil que llamaba la atención, y no por ser barato precisamente. Le pedí que me lo enseñara y era un iPhone de última generación: más de mil euros cuesta ese aparato. Le pregunté de dónde lo había sacado y el niño me contestó con evasivas.

—¿Lo comunicó a sus superiores? —preguntó Javier.

—Sí. Hablé con el director del colegio sobre el cambio de comportamiento del muchacho y este me dijo que tomaría cartas en el asunto, pero las cartas se limitaron a quitar al chaval del coro y alejarlo de mí. Ante mi extrañeza, el niño me rehuyó cuando lo interrogué y el director me dijo que el chiquillo lo había solicitado personalmente; había hablado con la madre y a esta le parecía bien. Yo no me quedé conforme con la respuesta y decidí investigar por mi cuenta qué estaba pasando, porque intuía que algo estaban ocultando.

Javier lo interrumpió de nuevo:

—¿No tienen ustedes un voto de obediencia o como lo llamen ahora?

Damián enrojeció y calló, y Raúl miró con reprobación a Javier. Estanis, torpemente, intentó bromear:

—No les había dicho que el padre Damián es maño.

Nadie rio a pesar de la chanza, y Raúl hizo una seña a Damián para que continuara.

—Uno de los días que estaba controlando la salida de los niños del colegio observé, asombrado, cómo la madre de Oriol, así se llama el niño, al acudir a recogerlo, bajó de un vehículo oscuro y grande, muy lujoso.

—¿Marca y modelo? —preguntó Raúl.

—Ni idea, no entiendo nada de coches, pero no hay que ser experto para saber que era de los caros. El chico se montó con ella en los asientos de atrás y, en la parte delantera, el conductor tenía pinta de ser un chófer.

Damián se detuvo y respiró profundamente. Todos notaron cómo cada vez le costaba más hablar, y tras unos segundos continuó.

—A partir de entonces, todos los días que mis obligaciones me lo permitían, me apostaba discretamente con mi coche a la salida de los niños del colegio, a medio centenar de metros de la puerta, y una semana después volví a ver lo mismo: la madre de Oriol llegó a recoger al niño en el mismo coche y con el mismo chófer.

—Déjeme adivinar —aventuró Javier—: esa vez decidió seguirlos.

—Así es. El coche enfiló hacia el Tibidabo y se detuvo en una torre, que es como llamamos allí a los chalés unifamiliares, por la zona de Vallvidrera. Yo aparqué el coche y me dispuse a esperar. Dos horas después, el niño salió de la torre de la mano de su madre, y en la otra llevaba una bolsa grande de El Corte Inglés.

Al ver la cara de extrañeza de Raúl, Javier intervino.

—¿Cogieron un taxi, o el autobús?

—Ninguno de los dos. El mismo chófer los llevó hasta su casa. Durante varias semanas seguí espiándolos, y siempre que los recogía el coche pasaba lo mismo: iban a la torre y, al salir, el niño llevaba una bolsa bien grande de El Corte Inglés. Sin embargo, la última vez fue diferente.

—¿Fueron a otro lugar? —inquirió Javier.

—No, fueron al mismo, pero ese día observé que el niño se resistía a entrar y la madre tuvo que obligarlo a hacerlo. A la salida, y al contario que las otras veces, el niño salió llorando, tiró el paquete al suelo, lo pisoteó y le dio un puntapié.

Ahora fue Raúl quien intervino:

—Necesitaremos la dirección de ese lugar.

Damián asintió mientras escribía los datos en la libreta que le acababa de pasar Raúl. Este la recogió y se la enseñó a Javier, pero en ese momento alguien llamó a la puerta. La mujer de la foto de boda de la pared, con treinta años más pero con el mismo luto riguroso, entró y se presentó, en un deficiente castellano, como la madre de Estanis, y les colocó sobre la mesa camilla una bandeja con una jarra con café, tazas y unas galletas. Damián esperó a que saliera para continuar.

—Después volví a hablar con el director del colegio, le expliqué lo que había descubierto y, ante mi sorpresa, me llevé una fortísima reprimenda. Me preguntó que quién era yo para espiar a nadie, y que el niño, debido a su agraciado físico y a las necesidades económicas de su familia, estaba grabando anuncios para la televisión. Me ordenó que dejara de vigilar el comportamiento de los alumnos fuera del colegio e, incluso, me conminó a seguir las enseñanzas del Evangelio, en concreto aquella que habla de la viga y el ojo.

—Y usted, como buen maño, no se conformó con las explicaciones…

Todos los presentes advirtieron la ironía que llevaban las palabras de Javier, y de nuevo Raúl lo miró con disgusto, pero lo cierto es que Damián asintió.

—Así es. Continué siguiendo el coche que recogía al niño y a su madre. Pero esta vez no me limité a esperar a que saliesen de la torre; decidí saltar la pequeña valla y adentrarme en el jardín. Me asomé a una de las ventanas posteriores, desde donde pude confirmar que el salón de la torre era, efectivamente, un plató de grabación: varias personas estaban manipulando focos y cámaras.

Javier preguntó si el niño estaba posando. Damián negó con la cabeza.

—Al poco tiempo apareció junto con su madre. Ya no llevaba el uniforme escolar: vestía un albornoz blanco. La madre le quitó el albornoz, dejándolo desnudo, y le pidió que se sentara en una chaise longue. La madre salió y, un minuto después, apareció otro adulto que también llevaba un albornoz, y que se quitó al ver al niño.

A Damián se le quebró la voz. Con manos temblorosas, tomó la taza de café que Estanis le había preparado e intentó, sin éxito, llevársela a la boca: a mitad de camino, la taza cayó sobre la mesa, derramándose el café. De inmediato, Estanis tomó una mano de Damián, tranquilizándolo. Después se levantó y llamó a su madre, que vino con una bayeta y limpió la mesa. Cuando esta salió, Damián levantó lentamente la cabeza y continuó su relato.

—No fui capaz de seguir mirando. Regresé al coche y me fui a mi casa. Ya no volví a hablar con el director del colegio.

—¿Lo puso en conocimiento de los Mossos? —preguntó Raúl.

—No. No tenía pruebas. Seis días después, es decir, ayer, encontré al niño desnudo y muerto en mi cama.

El silencio inundó la habitación. Javier y Raúl se miraron. Estanis iba a empezar a hablar cuando Raúl le pidió que saliera, junto a Damián, de la habitación.

* * *

—¿Qué piensas, maestro?

—No sé cuántas veces tengo que decirte que dejes de llamarme así —amonestó con cariño Javier a Raúl—. Me temo que el maestro solo está ya para contar batallitas. De entrada te diré que no podemos demorarnos mucho en disquisiciones, porque por lo que parece tenemos el cadáver de un niño de once años en un piso de Barcelona y todo apunta a que ha sido asesinado. Independientemente de lo que decidamos ahora tú y yo, hay que llamar de inmediato a los Mossos. Mejor, si es posible, a mi amigo el comisario Francesc, para que se personen en esa casa.

Raúl asintió mientras tomaba notas.

—Por otro lado, está la historia de ciencia ficción que nos acaba de contar el padre Damián. Ya que estaba haciendo prácticas aceleradas de Sherlock Holmes, podría haber intentado regresar a la torre y grabar a escondidas lo que pasaba.

Raúl dejó la libreta en la mesa atento a las palabras de Javier.

—Me temo, querido Raúl, que mi opinión poco va a diferir de lo que en el fondo estás pensando. La historia hace aguas por todos los lados: si es inocente, ¿por qué no llamó a los Mossos cuando descubrió el cuerpo del niño en su cama?, ¿por qué no acudió a ellos cuando observó lo que estaba pasando en la torre? No me creo lo de la falta de pruebas. ¿Cuántas pelis de polis se ha tragado antes de montar la historieta tipo Johnny English respecto a la ventana de la torre? Y por último: ¿qué cojones pintamos aquí? Estamos fuera de nuestra jurisdicción, aquí mandan los Mossos.

Raúl meneó la cabeza antes de contestarle. Sabía que Javier había cambiado mucho desde que dejó el cuerpo. Se estaba convirtiendo, como él mismo reconocía a veces, en un viejo gruñón. Recordó, al igual que había hecho en innumerables ocasiones en estos meses, que debería tener mucha paciencia: nadie que pase por lo que él pasó hace un año cuando lo secuestraron vuelve a ser el mismo.

—Déjame empezar por tu última pregunta, Javier. Estamos aquí porque un amigo nos ha pedido ayuda. Sabes de sobra que sin la colaboración de Estanis cuando te secuestraron no solo no estarías tú aquí, sino que tu hijo tampoco estaría estudiando el último curso de carrera.

Javier sintió como si alguien le hubiera abofeteado las dos mejillas, y lo agradeció, ya que la bofetada había tenido la virtud de aclararle la mente. De nuevo, Raúl decía la palabra adecuada en el momento preciso. Estaba empezando a disculparse cuando este lo interrumpió:

—Déjalo, maestro, sé que no estabas sintiendo lo que decías. Si no, de qué ibas a dejar tú ese misterioso manuscrito que estás escribiendo para acompañarme a este agujero. Pero sigamos con tus preguntas: puede ser que no llamase a la policía al descubrir el cadáver porque entró en pánico; ponte en su lugar, la pederastia de los curas suele ser trending topic cada pocos meses.

—En eso te doy la razón. Seguro que es consciente de que, ahora mismo, todos los sacerdotes son sospechosos.

—Y además sabía que lo primero que le preguntarían los Mossos es por qué no denunció lo que vio en la torre y, por lo que sea, no tiene una respuesta razonable para ello. Respecto a lo de Johnny English, ¿cuántas veces hemos solucionado nosotros algún caso siguiendo los mismos pasos que dio él? Yo hubiera utilizado alguna técnica más científica y sofisticada, pero el final hubiera sido el mismo: intentar averiguar qué estaba pasando dentro de la torre.

El café ya se había acabado. Raúl estuvo tentado de salir un momento de la habitación y pedir más a la madre de Estanis, pero se contuvo.

—Aunque debo admitir que a mí también me cuesta mucho creerlo —continuó—. Como tú, estoy hasta los mismísimos de ver en los telediarios a curas esposados entrando en la cárcel, y siempre todos son culpables.

Javier asintió varias veces.

—Llama a Estanis. Que venga solo, antes no le hemos dejado hablar. Me gustaría saber hasta qué punto él sí cree en ese cura.

III

En la estancia contigua, Roser, la enlutada madre de Estanis, estaba sentada, hierática, frente a los dos sacerdotes, que se mantenían en silencio. Imaginaba que algo muy grave estaba sucediendo, pero no temía por su hijo; Estanis no le había dado nada más que motivos de alegría y orgullo desde que nació. A pesar de ser hijo único y de la relativa lejanía que le había impuesto la diócesis, sentía su presencia junto a ella en cada momento del día. Además, era lo único que le quedaba en el mundo tras la muerte de su marido hacía tres años. «Al menos —pensó— su padre pudo llegar a oírle cantar misa.»

Roser ya conocía de otras ocasiones al padre Damián y sabía la predilección que su hijo sentía por él, pero nunca lo había observado tan alicaído. Tras la inesperada alegría que le supuso recibir la visita de Estanis, este se había limitado a decirle que el padre necesitaba su ayuda y que vendrían dos personas desde Madrid para entrevistarse con ellos. Ella se limitó a asentir y señalar con la mano la masía poniéndola a su disposición.

Intentó romper el silencio ofreciendo por enésima vez café a los dos curas, pero calló a la mitad de la frase, al observar cómo Estanis hacía un gesto de negación con la mano. No pudo evitar lanzar una mirada de soslayo al padre Damián. Había captado algún retazo de las conversaciones en el cuarto de al lado, pero no podía ni imaginar que su protector estuviera metido en algo tan turbio como había intuido; tenía multitud de pruebas en los últimos años de la bondad del padre Damián y del cariño y respeto con el que siempre había tratado a su hijo.

Estanis apreció que su madre no hiciera preguntas, así como que el padre Damián se mantuviera en silencio. Necesitaba bucear en los recuerdos que almacenaba en el fondo de su mente y allí fue incapaz de encontrar ninguna fisura que le hiciera dudar: era imposible que su amigo hubiera asesinado no ya a un niño indefenso, sino a cualquier ser humano. Sabía que había gastado un comodín muy importante al hacer venir con tanta premura a los dos policías madrileños; pero no le importaba. Estaba en deuda permanente con el padre Damián.

No le fue difícil imaginar lo que estaban hablando los dos policías en la otra habitación. Todos los indicios acusaban al padre Damián, que, embobado, contemplaba la taza de café que tenía junto a él. Los minutos transcurrían con una lentitud agobiante y Damián esperaba, ansioso, que la puerta se abriera y los policías le mandaran llamar. En las últimas horas ya había asumido que no habría forma de evitar acudir a los Mossos para informar del hallazgo del cadáver del niño.

El recuerdo del cuerpo frío de Oriol Recasens en sus brazos le taladraba el cerebro cada minuto. Estanis le preguntó si había tocado algo, y este asintió con pesar cuando le confirmó que había cerrado los ojos abiertos de Oriol y le había dado un último abrazo a su cuerpo inerte. Nadie le creería, como nadie le hubiera creído si hubiera ido con la historia de la torre a la policía. Estaba seguro de que cuando los Mossos hubieran llegado a ese chalé se hubieran encontrado con un escenario absolutamente diferente al que él vio.

Respecto al director de su colegio, no albergaba ni la más mínima duda. Había obviado desde el principio sus avisos sobre el comportamiento del niño. La última vez que intentó expresarle sus miedos respecto al muchacho, lo cortó en seco, dándole a entender que todos tenemos misterios que ocultar. Le conminó a mirar en el fondo de su corazón a ver si averiguaba cuál era el suyo. No podía olvidar la aviesa mirada con que el director dio por terminada la entrevista, y cómo él, azorado, salió huyendo del despacho.

Estaba, además, convencido de que el director se encontraba detrás de las fotos que encontró junto al cuerpo. Era también sacerdote, diez años menor que él, y había desarrollado una carrera fulgurante en la curia. Incluso se le mencionaba como obispable.

Introdujo la mano en el bolsillo para sentir el tacto de las cuentas de nácar del rosario. El roce tuvo un efecto contrario al deseado, pues en vez de reconfortarlo le recordó la sucia espiral en la que durante tantos meses había estado inmerso.

De nuevo, nervioso, miró hacia la puerta, por donde en cualquier momento aparecerían los policías a comunicar su detención, y a partir de entonces ya nada sería lo mismo. No tenía ni la más mínima posibilidad de hacer frente a cualquier tipo de fianza en el hipotético caso de que se la impusieran. Le aterraba lo que le pudiera ocurrir en la cárcel. No era muy difícil imaginar el calvario que sería la vida allí para un sacerdote acusado de pederastia y asesinato de un menor. Ni siquiera tendría la escapatoria del suicidio, debido a sus convicciones religiosas.

De pronto, la puerta se abrió de golpe y el policía más joven, Raúl, requirió la presencia de Estanis.

* * *

Javier Gallardo hizo una seña a Estanis para que se sentara.

—Esto parece más complicado que nuestras viejas partidas de ajedrez.

Estanis sonrió. Aún le escocía el recuerdo del tormento al que lo sometió Javier cada vez que jugaron al ajedrez durante la estancia del veterano policía en Taüll.

—Antes que nada —continuó Javier—, ¿podemos confiar en que el padre Damián no echará a correr de un momento a otro? Recuerda que ya lo ha hecho en una ocasión.

—Está destrozado —apuntó Estanis, mientras negaba con la cabeza—, y ya se ha hecho a la idea de que esta noche dormirá en alguna comisaría.

—No te voy a engañar, la cosa pinta muy mal. No conseguimos entender muchos datos, a pesar de habernos devanado los sesos intentando encontrar alguna explicación que lo exculpe. Todas las pruebas apuntan a él, nadie se va a creer que habiendo visto cómo prostituían al niño haya mantenido el silencio y no diera aviso a la policía. Hay un asunto que hemos tratado y que prefiero exponerte con crudeza.

Estanis asintió expectante.

—Independientemente de que te demos nuestra opinión profesional, a Raúl y a mí se nos escapa en qué podemos ayudarte. Sé que estoy en deuda contigo, pero todo esto, que tiene los visos de ser un crimen vomitivo, se ha producido en Cataluña bajo la competencia de los Mossos. Ellos dependen del Departament d’Interior de la Generalitat, se nombrará un juez de Barcelona y se le recluirá, si le imputan, en una cárcel lo más cercana posible al juzgado, para evitar desplazamientos innecesarios. Y en el caso de que le permitan salir bajo fianza, esta será tan elevada que dudo mucho que el padre pueda abonarla. Es muy difícil encontrar un crimen más aberrante y con peor prensa que el que nos ocupa.

Estanis iba asimilando poco a poco el bidón de agua fría que le estaba vertiendo encima Javier Gallardo, pero no tenía más remedio que aceptar la lógica de sus afirmaciones. Si él, que idolatraba al padre Damián, había dudado esta misma mañana, ¿qué no podrían pensar dos extraños? Sin embargo, algo de la cabezonería de su antiguo preceptor se había quedado prendido en él a lo largo de los años que lo trató. Carraspeó antes de continuar, pidiendo auxilio con la mirada a Raúl Olaya.

—Él es inocente. Lo sé. De la misma manera que sé que Dios existe aunque me sea imposible demostrarlo. Y no penséis que estoy a su lado por obligación o por pagar alguna deuda, lo hago por convicción. La misma convicción —esta vez miró frontalmente a Javier— que me impulsó a averiguar qué había pasado cuando desapareciste en Taüll.

«Joder con el curilla —pensó Raúl—, no hace prisioneros.» No pudo evitar cruzar una sonrisa con Javier al escuchar el último comentario, convencido de que este estaba pensando lo mismo que él. Javier cortó la sonrisa y se dirigió a Estanis.

—Parece que, a pesar de las veces que te lo enseñé, no has aprendido a mantener quieta tu reina al principio de la partida. No hace falta que me recuerdes mis obligaciones, mi presencia aquí da fe de ello.

Aunque en su voz no había reproche, Estanis notó cómo le había dolido su comentario. No dudó en responderle.

—Pero esta vez voy a ganar la partida. No estoy solo, me van a ayudar los mejores. Debido a lo que pasó en Taüll, en su momento me informé de todo lo que te rodea. Has solucionado casos donde te importó un carajo estar fuera de tu jurisdicción, si quieres te los enumero, y también conozco la importancia que Raúl ha tenido en tu equipo.

—Ya que te has documentado tan bien, sabrás que estoy jubilado.

—Pero siempre serás un policía; como yo, que aunque cuelgue los hábitos siempre seré un sacerdote. Doy por supuesto que hay que dar parte de inmediato a los Mossos, pero lo que necesito de vosotros son dos cosas: la primera, que utilicéis vuestras influencias para aseguraros de que el padre Damián vaya a parar a partir de esta noche a algún tipo de módulo de respeto donde no pueda ser linchado por otros reclusos. Vuestros tentáculos son muy largos, por muchas historias que me cuentes de que ahora estáis fuera de vuestra competencia. Estoy seguro de que no os costará mucho.

—¿Y la segunda? —preguntó Raúl.

—Quiero que lleguéis a donde imagino que no va a llegar la investigación oficial y averigüéis qué ha pasado en ese colegio, por qué abusaban de ese niño y quiénes y por qué han querido echar sobre el padre Damián todo ese fardo de mierda.

A Javier le resultó incongruente escuchar el vocablo escatológico en los labios del cura. Miró a Raúl en demanda de ayuda, sabiendo que no la iba a encontrar. «El muy cabrón está de su lado.»

Pensó en la caricatura de novela que estaba escribiendo y supo que la tendría que abandonar por un tiempo. «Tampoco va a perder mucho la Historia de la Literatura», pensó, y de pronto sintió en el estómago una sensación que tenía olvidada: el hormigueo que le indicaba el comienzo de la acción.

—En el caso de que sea inocente, poco vamos a poder ayudar si sigue sin enseñarnos las piezas que faltan en el rompecabezas. Tengo la sensación de que nos está ocultando algo, y me temo que me va a tocar averiguarlo a mí en un terreno que desconozco y además sin las prerrogativas y la infraestructura que otorga una placa policial.

—Olvidas, Javier —Raúl lo interrumpió, molesto—, que no estás solo en esto.

—Lo único que me faltaba era meterte a ti en esta historia, Raúl. A mí poco me pueden quitar ya, pero tú puedes perder tu puesto.

—Tú no me estás metiendo, capullo, lo estoy haciendo yo solito. Y yo puedo perder lo que me dé la real gana, que para eso ya soy mayorcito. Desde Madrid seguro que encontraré la forma de colaborar contigo, y el AVE tarda dos horas y media en llegar a Barcelona.

Estanis suspiró aliviado, y Javier le pidió que hiciera pasar al padre Damián. Este, cabizbajo, se sentó en la silla que le indicó.

—Padre —comenzó Javier—, ahora voy a llamar a Francesc Rodadera. Es un comisario de la policía catalana con el que tengo amistad. Le pondré en antecedentes y después le pasaré el teléfono a usted. Quiero, para que luego no haya problemas legales, que quede claro que ha sido usted en persona quien ha reportado el hallazgo del cadáver, pero antes deseo que piense detenidamente en el motivo por el que no me está contando algo que le preocupa mucho y que sin embargo nos ha ocultado.

Javier calló y miró al padre. Este le sostuvo la mirada durante solo cinco segundos y finalmente la bajó y negó con la cabeza.

—Está bien —dijo Javier—, no voy a insistir más. Va a necesitar un buen abogado. ¿Conoce alguno?

Ahora fue Estanis quien contestó.

—Seguro que la diócesis tiene medios para casos así.

Javier asintió y miró a Raúl. Se maravilló al comprobar cómo no necesitaba hablar con él para saber lo que estaba pensando. Fue este quien intervino.

—No estaría de más ir buscando alguna alternativa paralela. Si es posible, alguien que no tenga nada que ver con la curia.

Estanis se mostró perplejo.

—¿Quieres decir que no debemos fiarnos de nuestra propia familia?

Javier contestó por Raúl.

—Me temo, querido Estanis, que la única familia que tienes es tu encantadora madre que te está esperando en la otra habitación.

Javier sacó su móvil y buscó en la agenda. Un minuto después ya estaba hablando con Francesc Rodadera.

IV

Javier Gallardo detuvo la conversación que mantenía con Raúl cuando observó cómo el comisario de los Mossos d’Esquadra, Francesc Rodadera, sorteaba las mesas del restaurante Barceloneta hasta llegar a la de ellos, situada cerca de uno de los ventanales que daban al puerto deportivo. Francesc saludó con efusión a los dos policías madrileños, y cuando se enteró de que aún no habían ordenado el plato principal, recomendó que pidieran la paella de marisco.

—No la encontraréis mejor en toda Barcelona. Además, está muy bien de precio, porque ya sabéis que vais a pagar vosotros —bromeó.

Javier asintió, siguiéndole la broma. Habían pasado dos días desde que él, Estanis y Raúl habían acompañado al padre Damián a la comisaría del Empordà que Francesc les había aconsejado por teléfono. Esa misma noche, una vez que se comprobó que el cadáver del niño continuaba en la vivienda del sacerdote, ya había quedado detenido. Javier le pidió a Estanis que regresara a sus parroquias y continuara haciendo su vida normal, a la espera de los acontecimientos.

Javier no había querido presionar desde entonces a Francesc. Sabía que ya lo estaría siendo por sus jefes. Todos los medios nacionales se habían hecho eco de la noticia de inmediato y a las pocas horas se incendiaron las redes sociales. Se habían producido ya varias manifestaciones de repulsa, tanto frente al colegio San Magín como ante el arzobispado de Barcelona.

Javier y Raúl habían alquilado una habitación en un hotel cercano a las Ramblas desde donde Raúl ya había empezado a hacer indagaciones con su ordenador sobre los protagonistas del caso. Mientras, Javier había visitado los exteriores del colegio, el domicilio de Damián y la famosa torre de Vallvidrera.

Hacía dos horas que Francesc había llamado a Javier, proponiéndole cenar juntos. No puso ningún problema cuando este le sugirió que los acompañase Raúl.

—Ante todo —comenzó Javier, tras ordenar la paella de marisco—, gracias por tu llamada. Imagino que vas de culo con lo que ha pasado.

—El asunto tiene tela, y mucho morbo para los medios sensacionalistas. Sé que estáis deseando que os ponga al día, por lo que no voy a hacer el paripé de esperar hasta los postres.

Francesc sacó un bloc de notas y lo abrió.

—La última que vez que hablamos fue después de que el cura se personase en la comisaría. He conseguido que adjudiquen el caso a mi brigada, por lo que estaré informado al minuto de cualquier noticia relevante que se produzca, pero me temo que ahí se acaban las buenas noticias. La autopsia ha demostrado que el crío murió por asfixia, aunque no hubiera hecho falta: los moratones en el cuello no dejaban lugar a dudas.

Raúl intervino por primera vez.

—¿Fue violado?

—No hay indicios de ello. Pero se han observado otras marcas por diferentes partes del cuerpo que indican que el niño forcejeó con alguien. Han encontrado rastros del ADN de Damián por el cuerpo y el cabello del chico.

Francesc detuvo su discurso para permitir que el camarero dispusiera sobre la mesa unas anchoas y una brandada de bacalao que Javier se había adelantado a pedir antes de su llegada. Cuando el camarero se marchó, continuó.

—Las fotos de las que me hablasteis se encontraban desparramadas sobre la cama, al lado del cadáver. En total son ocho, analógicas, tomadas con una máquina Instamatic antigua, casi imposible de seguir el rastro. En todas se observa al padre Damián en actitud muy cariñosa con el niño. Sospechosamente cariñosa, añadiría yo.

Raúl volvió a intervenir.

—No entiendo por qué no las hizo desaparecer.

—Yo tampoco —continuó Francesc—, aunque no sabemos si hizo desaparecer otras. El juez ha decretado prisión provisional y denegado la fianza. —Levantó la vista de sus papeles—. Ahora está en un módulo de respeto, y no era necesaria tu recomendación, Javier. Si lo dejamos con los demás presos no dura ni media hora, debido a lo nauseabundo que resulta todo el asunto.

—El cura nos contó que el niño, a pesar de su edad, tenía un iPhone nuevo de más de mil euros —expuso Raúl.

—Eso nos dijo también a nosotros, pero no lo hemos encontrado y los padres lo niegan. A nombre de ellos solo figuran sus dos móviles antiguos de gama baja. Cuando se lo comentamos al director del colegio, este preguntó a los profesores y compañeros del niño, y le confirmaron que nunca habían visto dicho móvil. Tampoco han aparecido los regalos que, según la historia de Damián, entregaban a Oriol después de cada sesión. De hecho, el niño ni siquiera tenía consola de videojuegos.

—Disculpa, Francesc —lo interrumpió Javier—, volviendo a Damián, veo que estás de acuerdo en que es muy extraño que no hiciera desaparecer las fotos, incluso el cuerpo del niño. Si realmente es culpable, no tiene sentido. Creo que el juez debería haberlo tenido en cuenta a la hora de denegar la fianza.

Francesc miró a Javier y sonrió.

—Deja esos alegatos para los abogados, ahora no estamos en un juicio. El juez ha denegado la fianza porque hay algo más.

Antes de continuar miró incómodo a los dos.

—Lo que os voy a decir pertenece al sumario, y este se ha declarado secreto. Ya sois mayorcitos para imaginar el problema en que me meteríais si se supiera que os he venido con el cuento. Sabéis de sobra —bajó la voz— que las relaciones entre vuestro cuerpo y el nuestro no están en el mejor momento. Este es uno de los motivos por el que no vas a poder participar en la investigación, Javier: no solo no perteneces a los Mossos, sino que, además, técnicamente ni siquiera eres ya policía.

—Pero yo sí —apuntó Raúl.

—Con respecto a ti, Raúl, vivimos en una aldea global. Tu carrera está siendo meteórica, y tengo entendido que eres el inspector jefe de vuestra policía más joven, pero hasta aquí ha trascendido tu especial forma de llevar las investigaciones, bordeando la ley, si no saltándotela a la torera. Y ojo, que yo no estoy diciendo que esté en contra de ello.

Raúl y Javier cruzaron las miradas. Aunque la noticia de mantenerlos fuera de las investigaciones era malísima para sus intenciones, no les estaba contando nada que no esperaran. Los dos asintieron, esperando que Francesc continuara.

—Pero esto no es la peor noticia que traigo —Francesc observó cómo esta vez sí lo miraban alarmados Javier y Raúl—, hay algo más. Entre las marcas que se hallaron en el cuerpo del niño hubo unas que llamaron de manera especial la atención del equipo forense: en torno al cuello y por encima de los moratones descubrieron unas llagas pequeñas bastante simétricas. Cuando el padre Damián fue detenido se le requisaron sus pertenencias, y entre ellas se encontraba un rosario de plata con las cuentas blancas, similar a los que llevan los niños que hacen la comunión.

Francesc hizo una pausa para tomar un sorbo de su cerveza mientras sus interlocutores lo miraban perplejos.

—Las marcas que el niño tenía en el cuello coinciden al milímetro con las cuentas del rosario. Por si fuera poco, el cura, que se había mantenido ensimismado durante el proceso de su detención, solo protestó cuando le quitaron el rosario.

—Pero no ahogaron al niño con él —afirmó más que preguntó Raúl.

—No, como os he dicho antes, la muerte se produjo por estrangulamiento producido por unas manos, no por el rosario.

Javier se sintió derrotado y vio cómo la cara de Raúl mostraba la misma expresión. Lo que les estaba contando Francesc cambiaba de forma radical la situación: primero, porque ahora sí que las pruebas acorralaban por completo al sacerdote; y segundo y más importante para Javier, porque ya tenía la certeza, como había presentido en el Empordà, de que el cura les estaba ocultando algo. Francesc notó el desánimo en la cara de los dos y dedujo que el padre Damián no les había dicho nada del rosario.

—En cuanto me enteré del asunto del rosario, interrogué al sacerdote. Dice que el rosario es suyo, que se lo regaló su madre cuando recibió la primera comunión y que lo ha usado desde entonces, pero se niega a reconocer que el niño lo llevara puesto, pues afirma que siempre lo lleva con él.

—Creo recordar —Raúl miró a Javier para buscar su confirmación— haber visto ese rosario en manos del padre cuando estuvimos en el Empordà.

Javier asintió.

—Tarde o temprano se va a conocer este asunto —continuó Francesc—, y ya nada impedirá su linchamiento mediático. El caso tiene todos los ingredientes para una mala película de intriga de serie B, y digo mala porque pocas veces he tenido tantas pruebas demoledoras en contra de un sospechoso.

—¿Qué hay de los padres del niño, y de la torre de la que hablaba Damián? —preguntó Raúl.

—Los padres, imagino que los habréis visto en televisión, están destrozados. Es una familia humilde, y habían confiado plenamente en el padre Damián. Incluso este había estado alguna vez en su casa, dando clases particulares de canto al niño.

—¿Has averiguado por qué dejó el coro? —indagó Javier.

—Tampoco le va a ayudar mucho al cura la respuesta de la madre. Ha declarado que el niño, que era su único hijo, se sentía incómodo con él, que exigía demasiado a su voz y que le presionaba mucho. No hemos querido interrogarlos a fondo aún, ya que continúan en estado de shock.