Dentro del laberinto - A. C. H. Smith - E-Book

Dentro del laberinto E-Book

A. C. H. Smith

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Beschreibung

Enfadada por tener que pasarse otra noche haciendo de niñera, Sarah pide a los goblins de su libro favorito, Dentro del laberinto, que se lleven a su hermano. Al instante, el niño se esfuma. En su lugar aparece el misterioso y atractivo Jareth, rey de los goblins, y le propone un trato: «Tienes trece horas para atravesar el laberinto y encontrar a tu hermano. De lo contrario, se convertirá en uno de nosotros». Sarah sigue al rey hasta un enigmático mundo lleno de extrañas criaturas y bailes de máscaras donde todo es posible y nada es lo que parece. Y el tiempo apremia... Dentro del laberinto es la mágica novela que A. C. H. Smith escribió a la vez que se preparaba el guion de la mítica película de Jim Henson, protagonizada por David Bowie y Jennifer Connelly, una historia de culto que lleva desde los años ochenta hechizando a millones de personas en todo el mundo.

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Título original: Labyrinth

™ & © The Jim Henson Company. JIM HENSON’S mark & logo,

LABYRINTH mark & logo, characters and elements are trademarks

of The Jim Henson Company. Motion Picture © 1986 Labyrinth

Enterprises. All Rights Reserved.

© del cartel de la película: The Jim Henson Company, 1986

© de la traducción: Noemi Risco Mateo, 2010

La traductora ha sido lo más fiel posible a la traducción de Quico

Rovira-Beleta para el doblaje de la película en 1986.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info @nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2023

ISBN: 978-84-19680-53-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

DENTRO DEL LABERINTO

1

La lechuza blanca

Nadie vio la lechuza, blanca a la luz de la luna, negra en contraste con las estrellas; nadie la oyó planear con sus silenciosas alas de terciopelo. Pero la lechuza lo veía y lo oía todo.

Se posó en un árbol, enganchó las garras en una rama y se quedó mirando a la muchacha que estaba en el claro a sus pies. El viento aullaba, mecía la rama y empujaba unas nubes bajas por el cielo vespertino. También agitaba los cabellos de la joven. La lechuza la estaba observando con unos ojos redondos y oscuros.

La chica se apartó despacio de los árboles y se dirigió al centro del claro, donde brillaba un estanque. Se estaba concentrando. Aquellos pasos deliberados la llevaban cada vez más cerca de su propósito. Tenía las manos abiertas y algo extendidas hacia delante. El viento susurró otra vez entre los árboles, pegó la capa de la joven contra su esbelta figura y movió sus cabellos alrededor de su inocente rostro. Tenía los labios entreabiertos.

—Dame al niño —dijo Sarah en voz baja pero firme, con el valor que requería su petición. Se detuvo con las manos aún extendidas—. Dame al niño —repitió—. Por increíbles peligros e innumerables fatigas, me he abierto camino hasta el castillo más allá de la Ciudad de los Goblins para recuperar al niño que me has robado. —Se mordió el labio y continuó—: Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya… y mi reino igual de grande…

Cerró los ojos con fuerza. Un trueno retumbó y la lechuza parpadeó una vez.

—Mi voluntad es tan fuerte como la tuya —afirmó Sarah con más intensidad que antes, si cabe—. Y mi reino igual de grande…

Frunció el ceño y dejó caer los hombros.

—Maldita sea —masculló.

Se metió la mano en la capa y sacó un libro con el título de Dentro del laberinto. Lo sostuvo ante ella y leyó en voz alta. Con aquella luz mortecina no era fácil distinguir las palabras.

—No tienes poder sobre mí…

No leyó más. Otro trueno, esta vez más cercano, la sobresaltó. También asustó al perro pastor, un bobtail grande y lanudo al que no le había importado sentarse junto al estanque para que Sarah lo amonestara, pero había decidido que ya era hora de marcharse a casa y así se lo hizo saber con varios ladridos fuertes.

Sarah se abrigó con su capa, aunque no le hizo entrar mucho en calor, pues no era más que una vieja cortina, cortada y sujeta al cuello con un broche de cristal. Ignoró a Merlín, el perro pastor, mientras se concentraba en aprenderse el diálogo del libro.

—No tienes poder sobre mí —susurró.

Volvió a cerrar los ojos y repitió la frase varias veces.

Un reloj que había encima del pabellón del parque dio las siete y distrajo a Sarah, que clavó la vista en Merlín.

—Oh, no, es imposible. ¿Ya son las siete?

Merlín se levantó y se sacudió al advertir que ahora iba a pasar algo más interesante. Sarah se dio la vuelta y echó a correr con el perro a la zaga al tiempo que los nubarrones les salpicaban a ambos con grandes gotas de lluvia.

La lechuza lo había visto todo. Cuando Sarah y Merlín abandonaron el parque, siguió posada sobre su rama, sin prisa por seguirlos. Aquel era su momento más preciado del día. Sabía lo que quería, pues una lechuza nace con todas las preguntas respondidas.

Mientras corría por una calle bordeada de casas victorianas con setos, similares a la suya, Sarah iba refunfuñando para sus adentros: «No es justo, no es justo».

El murmullo se había convertido en un jadeo cuando alcanzó a ver su casa. Merlín, que había ido saltando con ella sobre sus peludas patas, también resollaba. Por lo general, su dueña caminaba a un ritmo suave y ligero, pero tenía la extraña costumbre de volver corriendo desde el parque a última hora de la tarde. Quizás esa lechuza tuviera algo que ver, Merlín no estaba seguro. Pero lo que sí sabía era que no le gustaba aquella ave.

—No es justo.

Sarah estaba a punto de echarse a llorar. Nada en el mundo era justo, casi nunca, pero su madrastra era especialmente cruel con ella. Allí estaba, frente a la puerta de su casa, vestida con aquel espantoso traje de noche suyo, de color azul oscuro; con el abrigo de pieles abierto, dejando a la vista un gran escote; y con ese horrible collar de mal gusto que titilaba sobre su pecho pecoso. ¡Cómo no! Estaba mirando el reloj. No solo lo miraba, sino que tenía la vista clavada en él para asegurarse de que Sarah se sintiera culpable antes de acusarla otra vez.

Al detenerse en el camino del jardín, oyó berrear a su hermano pequeño, Toby, en el interior de la casa. En realidad era medio hermano, pero no lo llamaba así desde que una amiga del colegio, Alice, le había preguntado de quién era la otra mitad del niño y Sarah no había sido capaz de responder.

«Una mitad que no tiene nada que ver conmigo».

Esa no era una buena respuesta. Además, tampoco era cierto. A veces se sentía muy protectora con Toby: quería vestirlo y cogerlo en brazos para apartarlo de todo aquello, llevarlo a un lugar mejor, a un mundo más justo, quizás a una isla en alguna parte. Otras veces, y esta era una de ellas, odiaba a Toby, cuyos padres le prestaban el doble de atención que a ella. Le asustaba odiarlo, porque entonces se ponía a pensar en cómo podía hacerle daño.

«Debo de tener algún problema —se decía en ocasiones— para que quiera hacer daño a alguien a quien adoro. ¿Está mal adorar a alguien a quien odio?».

Deseaba tener una amiga capaz de entender su dilema, a la que poder contárselo, pero no tenía ninguna. Sus compañeras de clase la tomarían por una bruja si se le ocurriera mencionarles la idea de hacer daño a Toby, y a su padre ese comentario le asustaría aún más que a la propia Sarah. Así que ocultaba muy bien su confusión.

Sarah se quedó de pie ante su madrastra y mantuvo la cabeza alta a propósito.

—Lo siento —dijo con voz aburrida para demostrar que no lo sentía en absoluto y que no hacía falta montar una escena.

—Bueno —respondió su madrastra—, no te quedes ahí, bajo la lluvia. Vamos.

Se apartó para dejarla entrar y volvió a mirar su reloj de pulsera.

Sarah siempre se aseguraba de no tocar a su madrastra, ni siquiera le rozaba la ropa. Avanzó, pegada al marco de la puerta, y Merlín se dispuso a seguirla.

—El perro no —soltó la mujer.

—¡Pero si está diluviando!

Su madrastra le hizo a Merlín un par de gestos admonitorios con el dedo.

—Tú, al garaje —le ordenó—. Venga.

Merlín agachó la cabeza y rodeó la casa trotando. Sarah lo observó mientras se iba y se mordió el labio. «¿Por qué —se preguntó por trillonésima vez— mi madrastra siempre tiene que ponerse así cada vez que van a salir por la noche?». Era tan melodramática… Esa era una de las palabras preferidas de Sarah desde que se la había oído decir a un compañero de su madre, Jeremy, cuando la usó para menospreciar a otro de los actores que trabajaba en su obra de teatro. «Es un batiburrillo de clichés excesivos». Recordaba el acento francés que había puesto Jeremy al decir «clichés», pues le había entusiasmado aquella sofisticación. ¿Por qué no podía su madrastra encontrar otro papel que representar? Le encantaba cómo hablaba Jeremy de otros actores. Ella misma había decidido convertirse en actriz para hablar así todo el rato. Su padre casi nunca hablaba de las personas que trabajaban con él en la oficina y, cuando lo hacía, era aburrido en comparación.

La mujer cerró la puerta principal, se miró el reloj una vez más, respiró hondo y dio rienda suelta a uno de sus consabidos discursos:

—Sarah, llegas con una hora de retraso…

Sarah abrió la boca, pero su madrastra la cortó con una sonrisita forzada.

—Por favor, déjame acabar, Sarah. Tu padre y yo salimos muy pocas veces…

—Salís todos los fines de semana —la interrumpió enseguida.

Su madrastra ignoró su comentario.

—… y te pido que cuides del pequeño solo cuando no trastorna tus planes.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Sarah se había dado media vuelta para no halagarla con su atención y estaba ocupada dejando su libro en el perchero de la entrada, quitándose el broche y colocándose la capa plegada en el brazo—. No sabes cuáles son mis planes. Ni siquiera me lo preguntas.

Se miró en el espejo del perchero para comprobar que su expresión era fría y serena, no exagerada. Le gustaba la ropa que llevaba puesta: una camisa color crema de mangas abullonadas, un chaleco ancho y brocado, unos vaqueros azules y un cinturón de piel. Se apartó aún más de su madrastra para ver cómo le caía la camisa del pecho hasta la cintura y se la metió un poco por el cinturón para que le quedara más ceñida.

Mientras tanto, la mujer la observaba con frialdad.

—Supongo que me lo habrías dicho si hubieras quedado con alguien. Me gustaría que tuvieras una cita. Una quinceañera debería salir con chicos.

«Bueno —pensó Sarah—, si tuviera una cita, tú serías la última persona del mundo a la que se lo contaría. Qué visión de la vida más melodramática; no, mejor dicho, más hortera. —Sonrió con tristeza para sí misma—. Quizás un día quede con alguien, tal vez lo haga, pero seguro que no te gusta ni por asomo cuando veas con quién salgo. Aunque dudo que lo llegues a ver. Lo único que oirás será la puerta cerrándose detrás de mí, y entonces espiarás por la ventana, como sueles hacer, con la nariz asomada entre esas horrorosas cortinas de falso encaje que pusiste, y verás las luces traseras de una fabulosa limusina gris perla desapareciendo al doblar la esquina. Después verás fotos en las revistas donde saldremos juntos en las Bermudas, en Saint-Tropez y en Benarés. Y no podrás hacer nada al respecto, a pesar de tu estricta opinión sobre la hora de irse a la cama, sobre la psicología del desarrollo, sobre mis obligaciones y sobre que el tubo del dentífrico debe enrollarse desde abajo. Ay, madrastra, ¿te arrepentirás cuando leas en Vogue el dineral que nos ofrecen los productores de Hollywood por…?».

El padre de Sarah bajó las escaleras hacia el vestíbulo. Llevaba en brazos a Toby, que iba vestido con un pijama a rayas rojas y blancas. Le dio unas palmaditas al bebé en la espalda.

—Sarah —dijo con voz suave—, por fin has llegado. Estábamos preocupados.

—¡Déjame en paz!

Por temor a echarse a llorar, Sarah no les dio la oportunidad de razonar con ella y salió corriendo escaleras arriba. Siempre se mostraban muy racionales, sobre todo su padre, que era muy paciente y dulce con ella, y estaban convencidos de que tenían la razón y de que solo era cuestión de tiempo que ella accediera a hacer lo que deseaban. ¿Por qué su padre siempre apoyaba a esa mujer? Su madre nunca ponía esa cara de afligida condescendencia. Era una mujer que podía gritar y reír, abrazarte o abofetearte en uno o dos minutos. Cuando Sarah y ella se peleaban, había una explosión; pero a los cinco minutos, ya se habían olvidado.

En el vestíbulo, su madrastra se había sentado y todavía llevaba puesto el abrigo de pieles mientras le decía, cansada:

—Ya no sé qué más hacer. Diga lo que diga, me trata como a la malvada madrastra de un cuento de hadas. Lo he intentado, Robert.

—Bueno… —El padre de Sarah le dio unas palmaditas a Toby, pensativo—. Debe de ser duro que tu madre te abandone a esa edad. O a cualquier edad, supongo.

—Eso es lo que siempre dices y, por supuesto, tienes razón. Pero ¿cambiará algún día?

Sujetando a Toby con un brazo, Robert le dio unas palmaditas a su mujer en el hombro.

—Iré a hablar con ella.

Volvió a retumbar un trueno y una ráfaga de lluvia azotó las ventanas.

Sarah se hallaba en su cuarto, el único sitio seguro del mundo. Todos los días lo inspeccionaba para comprobar que todo estaba donde debía. Aunque su madrastra apenas entraba allí, salvo para dejarle la ropa planchada o transmitirle un mensaje, no era de confianza. Solía metérsele en la cabeza que tenía que quitar el polvo, aunque Sarah se asegurara de mantener limpio su cuarto, y entonces movía las cosas de sitio y no las colocaba donde estaban antes. Era fundamental protegerse contra aquel espíritu perturbador.

Todos los libros debían permanecer en la posición correcta, clasificados por orden alfabético de autor y, dentro de ese grupo, por orden de adquisición. Otras estanterías estaban llenas de juguetes y muñecos, colocados según las afinidades que solo Sarah conocía. Las cortinas debían colgar de tal manera que, cuando estuviera tumbada en la cama, enmarcaran simétricamente el segundo álamo de la fila que se veía desde la ventana. La papelera estaba puesta de tal modo que su base solo tocara el borde de una lámina concreta del parqué. No sería seguro que las cosas no estuvieran así. En cuanto comenzara el desorden, la habitación dejaría de resultarle familiar. La gente hablaba de lo horrible que era sufrir un robo y Sarah ya sabía lo que se sentía cuando un desconocido indiferente toqueteaba tus tesoros más preciados. La mujer que venía a limpiar tres veces por semana sabía que no debía entrar nunca en ese dormitorio, Sarah ya se ocupaba de todo lo de dentro. Había aprendido a arreglar enchufes, a apretar tornillos y a colgar cuadros para que su padre no tuviera que entrar, a menos que quisiera hablar con ella.

Ahora mismo Sarah estaba en el centro de la habitación, con los ojos rojos. Se sorbió la nariz y se mordió el labio inferior. Luego fue hasta su tocador y se quedó observando una foto enmarcada donde su padre y su madre, y ella misma a los diez años, le devolvían la mirada. Las sonrisas de sus padres eran confiadas. Su propia expresión en la fotografía era, pensó, un poco exagerada; sonreía demasiado.

A su alrededor se posaban en ella otros ojos. Había fotografías y carteles que mostraban a su madre vestida con distintos disfraces para los papeles que había representado. Recortes de Variety pegados en el espejo del tocador, que elogiaban las actuaciones de su madre o anunciaban otras obras que iba a protagonizar. En la pared junto a la cama había colgado un póster promocional de su último trabajo; en la imagen aparecían la madre de Sarah y su compañero de reparto, Jeremy, mejilla con mejilla, abrazados y sonriendo con seguridad. El fotógrafo había iluminado a la pareja estupendamente: ella salía preciosa y él, guapísimo, con aquel pelo rubio y una cadena de oro colgándole del cuello. Bajo la foto había una cita de un crítico teatral: «Pocas veces he visto al público tan efusivo». El póster estaba firmado con una caligrafía llena de florituras: «Para mi querida Sarah, con todo mi amor. Mamá». Y con otra letra: «Mis mejores deseos, Sarah. Jeremy». Al lado del póster había otros recortes de prensa, de diferentes periódicos, colocados en orden cronológico. En ellos se veía a las dos estrellas cenando juntas en restaurantes, bebiendo en fiestas y riéndose en un bote de remos. Los artículos eran todos sobre «el romance dentro y fuera del escenario».

Aún sorbiéndose la nariz de vez en cuando, Sarah fue a la mesilla de noche para coger la cajita de música que su madre le había regalado en su decimoquinto cumpleaños. Todavía recordaba vívidamente aquel día maravilloso. Le habían enviado un taxi por la mañana, pero, en vez de acercarla a casa de su madre, la había llevado a las orillas del río, donde Jeremy y su madre la estaban esperando en el viejo Mercedes negro del actor. Salieron al campo para comer junto a una piscina que pertenecía a un club del que Jeremy era socio, donde los camareros hablaban francés. Más tarde, en la piscina, Jeremy se había puesto a hacer el payaso y había fingido ahogarse, con tal efecto que un anciano se llegó a alarmar. Durante el camino de vuelta a la ciudad, les entró la risa tonta. En casa de su madre, Jeremy le dio su regalo de cumpleaños, un traje de noche de color azul claro. Sarah se lo puso aquella tarde para acompañarlos a un nuevo musical y luego fueron a cenar a un restaurante iluminado con luz tenue. Jeremy se reía con malicia de todos los miembros del reparto que habían visto en el musical. La madre de Sarah había hecho como si desaprobara sus escandalosos chismorreos, pero lo único que conseguía era que Sarah y Jeremy se rieran de forma más descontrolada y no tardaron en acabar los tres con lágrimas en los ojos. Jeremy había bailado con Sarah sin dejar de sonreírle, y bromeó con que un fogonazo que vieron significaba que a la mañana siguiente saldrían en todas las columnas de cotilleos. De regreso a casa, condujo muy rápido para quitarse de encima a los fotógrafos, o al menos eso afirmó con una sonrisa burlona. Al darle las buenas noches, su madre le dio un paquetito envuelto en papel plateado y atado con un lazo azul claro. De vuelta ya en su habitación, Sarah lo había abierto para descubrir que era una cajita de música.

La melodía de «Greensleeves» sonó y una pequeña bailarina con un vestido rosa de volantes giró, haciendo piruetas. Sarah la contempló con reverencia hasta que comenzó a moverse de forma más lenta y entrecortada. Luego la dejó y recitó en voz baja unos versos que se había estudiado para clase de lengua:

Oh cuerpo al son mecido, oh encendida mirada, ¿podemos discernir el baile de quien baila?

Era facilísimo memorizar un poema, no le había costado nada acordarse de aquellos versos cada vez que abría la caja de música. «De hecho —meditó—, es más fácil recordarlos que olvidarlos». Entonces, ¿por qué estaba teniendo tantos problemas para aprenderse de memoria ese diálogo de Dentro del laberinto? No era más que un juego. Nadie esperaba que lo ensayara ni tampoco había público, excepto Merlín, que fuera a juzgar su interpretación. Debería haber sido coser y cantar. Frunció el ceño. ¿Cómo se le ocurría que podría subir a un escenario si ni siquiera era capaz de recordar un diálogo?

Lo intentó de nuevo:

—Por increíbles peligros e innumerables fatigas, me he abierto camino hasta el castillo más allá de la Ciudad de los Goblins para recuperar al niño que me has robado…

Se detuvo, con los ojos clavados en el cartel de su madre en brazos de Jeremy, y decidió que eso le ayudaría a preparar su actuación. Su madre le había dicho que, cuando se representaba un papel, se tenía que llevar los accesorios adecuados. El vestuario, el maquillaje y las pelucas… eran más por el bien del actor que por el del público. Te ayudaban a escapar de tu propia vida y «a encontrar un modo de meterte en el papel», como decía Jeremy. «Y después de cada espectáculo, te lo quitas todo y haces borrón y cuenta nueva». Cada día era como volver a empezar. Te podías reinventar. Sarah cogió un pintalabios del cajón del tocador, se puso un poco y restregó un labio contra el otro, como hacía su madre. Acercando la cara al espejo, se aplicó un poco más en las comisuras.

Alguien estaba llamando a la puerta y la voz de su padre sonó al otro lado:

—¿Sarah? ¿Puedo hablar contigo?

Todavía mirándose, ella contestó:

—No hay nada de que hablar.

Esperó. Su padre no entraría a menos que ella lo invitara. Se lo imaginó allí de pie, con el entrecejo fruncido y frotándose la frente, pensando en qué decir a continuación, algo lo bastante firme para complacer a su mujer, pero a la vez lo bastante amistoso para tranquilizar a su hija.

—Será mejor que os deis prisa —le sugirió Sarah— o llegaréis tarde.

—Toby ha cenado —dijo la voz de su padre— y ya está acostado. Solo tienes que asegurarte de que duerme bien, por favor; nosotros volveremos sobre las doce.

Volvió a haber una pausa; luego se oyeron unos pasos alejándose con una lentitud calculada para expresar una mezcla de preocupación y resignación. Había hecho todo lo que se podía esperar de él.

Sarah apartó la mirada del espejo y clavó los ojos con aire acusador en la puerta cerrada.

—¿De verdad querías hablar conmigo? —murmuró—. Tampoco es que hayas echado la puerta abajo.

En el pasado no se habría ido sin darle un beso. Se sorbió la nariz. Las cosas habían cambiado mucho en casa.

Se metió el pintalabios en el bolsillo, se limpió la boca con un pañuelo de papel y, cuando fue a tirarlo a la papelera, algo le llamó la atención. Para ser más exactos, le llamó la atención ver que algo no estaba en su sitio. Launcelot no estaba allí.

Enseguida rebuscó en su estantería de juguetes, muñecos y peluches, perros y monos, soldados y payasos, aunque sabía que sería en vano. Si el oso de peluche hubiera estado allí, seguiría en su sitio; pero había desaparecido. Habían violado el orden de la habitación. Las mejillas de Sarah se enrojecieron.

«Alguien ha estado en mi cuarto —pensó—. La odio».

En el exterior, el taxi estaba arrancando. Sarah lo oyó y corrió hacia la ventana.

—¡Te odio! —gritó.

Nadie la oyó salvo Merlín, que no podía hacer más de lo que ya estaba haciendo: ladrar con fuerza en el garaje.

Sarah sabía dónde iba a encontrar a Launcelot. Toby ya tenía todo lo que su corazón de bebé podía desear, tenía mucho más de lo que ella había tenido y, aun así, seguían dándole más, día tras día, sin lugar a dudas. Irrumpió en el cuarto del niño. El oso de peluche estaba despatarrado sobre la alfombra, tirado como si nada. Sarah lo cogió y lo apretó contra sí. Toby, lleno de leche caliente, estaba casi dormido en su cuna, pero la entrada de su hermana lo despertó.

Sarah fulminó al bebé con la mirada.

—La odio. Te odio.

Cuando Toby empezó a llorar, Sarah se estremeció y abrazó con más fuerza a Launcelot.

—Ay —se lamentó—. Ay, que alguien… me salve. Que alguien me saque de este horrible lugar.

Toby estaba berreando. Tenía la cara colorada. Sarah se lamentaba y Merlín ladraba fuera. La tormenta descargó un relámpago y un trueno justo encima de la casa. Las ventanas vibraron en sus marcos y las tazas de té bailaron en el armario de la cocina.

—Que alguien me salve —suplicó Sarah.

—¡Escuchad! —exclamó un goblin, abriendo un ojo.

Los que estaban a su alrededor, encima o debajo de él, toda la guarida de goblins, se movieron, medio dormidos. Se abrió otro ojo, y otro, y otro; unos ojos febriles, rojos y con la mirada fija. Algunos goblins tenían cuernos, otros tenían los dientes puntiagudos; otros, los dedos como garras; otros iban vestidos con piezas de armadura, con un casco o con una gorguera, pero todos tenían los pies escamosos y la mirada torva. Sin orden ni concierto, dormían juntos en una pila, en una sucia cámara del castillo del Rey de los Goblins. Sus ojos siguieron abriéndose y sus oídos se aguzaron.

—Vale, calla, calla ya. —Sarah trataba de calmarse a sí misma tanto como a su hermano—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Hmmm? ¿Oír un cuento? Muy bien. —Sin pensárselo dos veces, retomó el hilo de Dentro del laberinto—: Érase una vez una hermosa joven cuya madrastra siempre la obligaba a quedarse en casa cuidando del bebé, un niño mimado que quería quedarse con todo, y la muchacha era prácticamente una esclava. Pero lo que nadie sabía era que el Rey de los Goblins se había enamorado de ella y le había dado ciertos poderes.

En el castillo, los goblins abrieron los ojos de par en par. Estaban muy atentos.

Hubo un relámpago y retumbó otro trueno, pero ahora tanto Sarah como Toby estaban en silencio.

—Una noche —continuó Sarah—, cuando el bebé se puso muy desagradable, la chica llamó a los goblins para que la ayudaran. Y le contestaron: «Di las palabras correctas y nos llevaremos al bebé a la Ciudad de los Goblins para que puedas ser libre». Esas fueron sus palabras.

Los goblins asintieron, entusiasmados.

Toby casi había vuelto a dormirse y solo quedaba una ligera protesta en su respiración. Sarah, que estaba disfrutando con su propia historia, se inclinó sobre él por un lado de la cuna, manteniendo al público bajo su hechizo. Launcelot estaba en sus brazos.

—Pero la muchacha sabía —prosiguió— que el Rey de los Goblins se quedaría con el bebé en su castillo para siempre y lo convertiría en un goblin. Así que sufrió en silencio durante más de un mes… hasta que una noche, agotada por llevar todo el día matándose a trabajar en casa y dolida por las duras e ingratas palabras de su madrastra, no pudo soportarlo más.

Sarah estaba tan cerca de Toby que le susurraba a su orejita rosada. De pronto, el bebé se dio la vuelta en la cuna y la miró a los ojos, a tan solo unos centímetros de su cara. Hubo un momento de silencio. Entonces Toby abrió la boca y empezó a berrear a voz en grito, de manera insistente.

—¡Ay! —resopló ella, indignada, y se enderezó de nuevo.

Otro trueno retumbó y Merlín ladró con todas sus fuerzas.

Sarah suspiró, frunció el ceño, se encogió de hombros y decidió que no había otra solución. Cogió a Toby y caminó por el cuarto mientras lo mecía con Launcelot. La pequeña lámpara de la mesilla proyectaba sus sombras en la pared, enormes y titilantes.

—Vale —dijo—, vale. Venga. Duérmete, niño, duérmete ya y todo eso. Venga. Toby, basta ya.

Toby no iba a parar porque ella lo estuviera llevando en brazos. Tenía muchos motivos para quejarse.

—Toby —dijo su hermana con severidad—, cállate, ¿vale? Por favor. O… —bajó la voz— diré…, diré las palabras. —Alzó enseguida la vista hacia las sombras de la pared y se dirigió a ellas de forma teatral—. ¡No! ¡No! No debería. No debería. No debería decir… «Ojalá…, ojalá…».

—Escuchad —repitió el goblin.

Todos los ojos brillantes y todos los oídos de la guarida estaban ahora abiertos.

Un segundo goblin habló:

—¡Lo va a decir!

—A decir ¿qué? —preguntó un goblin estúpido.

—¡Calla!

El primer goblin se esforzaba por oír a Sarah.

—¡Cállate! —exclamaron otros goblins.

—¡Callaos vosotros! —replicó el goblin estúpido.

En medio del alboroto, el primer goblin pensó que se volvía loco al intentar oír.

—¡Shh! ¡Shhh! —Le puso la mano sobre la boca al goblin estúpido.

El segundo goblin gritó:

—¡Silencio! —Y les dio un mamporro a los que estaban más cerca de él—. Escuchad —acalló el primer goblin al resto—, va a decir las palabras.

Los demás se las apañaron para quedarse callados y escucharon a Sarah atentamente.

Estaba de pie, erguida. Toby había llegado a gritar de tal manera que tenía la cara colorada y apenas podía respirar. Su cuerpo estaba tenso en los brazos de Sarah por el esfuerzo que estaba haciendo. Launcelot se había caído al suelo otra vez. Sarah cerró los ojos y se estremeció.

—¡Ya no aguanto más! —exclamó, y sostuvo sobre su cabeza al vociferante niño como si fuera la ofrenda de un sacrificio. Comenzó a recitar—: ¡Rey de los Goblins! ¡Rey de los Goblins! ¡Si estás por aquí, llévate a este niño bien lejos de mí!

Un relámpago restalló y luego sonó un trueno.

Los goblins dejaron caer las cabezas, alicaídos.

—No es así —soltó el primer goblin con mordacidad.

—¿Dónde ha aprendido esa idiotez? —se burló el segundo—. Ni siquiera empieza con «ojalá».

—¡Shhh! —los amonestó un tercer goblin, aprovechando la oportunidad para darles órdenes.

Sarah aún estaba sujetando a Toby sobre su cabeza. Colérico, Toby se puso a gritar aún más fuerte que antes, por imposible que a ella le pareciera. Lo bajó para abrazarlo y consiguió que volviera a su volumen de gritos normal.

Agotada, Sarah le dijo:

—Ay, Toby, para, pequeño monstruo. ¿Por qué tengo que soportar esto? Tú no eres responsabilidad mía. Debería ser libre, debería divertirme. ¡Basta! Ay, ojalá…, ojalá… —Prefería cualquier cosa a ese pozo de ruido, ira, culpabilidad y cansancio en el que se había sumido. Con un pequeño sollozo, murmuró—: Ojalá supiera qué palabras tengo que decir para que se te lleven los goblins.

—No veo cuál es el problema —comentó el primer goblin con un suspiro impaciente, y añadió con pedantería—: «Ojalá vinieran los goblins y se te llevaran ahora mismo». Hmmm, no es tan difícil, ¿no?

En el cuarto del bebé, Sarah estaba diciendo:

—Ojalá…, ojalá…

Los goblins volvían a estar atentos y se mordían los labios, tensos.

—¿Ya lo ha dicho? —preguntó alegremente el goblin estúpido.

Los demás se volvieron al unísono hacia él.

—Cállate —espetaron, irritados.

El tornado de Toby se había apagado por sí solo. Respiraba hondo, con un gimoteo al final de cada respiración. Tenía los ojos cerrados. Sarah volvió a dejarlo en la cuna, sin demasiado cuidado, y lo arropó.

Caminó despacio hacia la puerta, y estaba a punto de cerrarla cuando el bebé dio un grito sobrecogedor y comenzó a chillar de nuevo. Tenía la voz ronca, y por eso gritaba todavía más.

Sarah se quedó inmóvil, con la mano en el pomo de la puerta.

—Aah —se quejó, impotente—. Ojalá vinieran los goblins y se te llevaran… —Hizo una pausa. Los goblins estaban tan en silencio que podría haberse oído parpadear a un caracol—… Ahora mismo —terminó.

En su guarida, los goblins exhalaron de satisfacción.

—¡Lo ha dicho!

En un santiamén, desaparecieron en varias direcciones, salvo el goblin estúpido, que permaneció agachado, con una sonrisa naciéndole en la cara, hasta que se dio cuenta de que los demás se habían ido.

—Eh —balbució—, esperadme.

Y trató de correr en muchas direcciones a la vez. Luego, también él desapareció.

Un relámpago centelleó y un trueno retumbó en el aire. Toby soltó un alarido y Merlín