Derroteros y viajes a la ciudad encantada - Pedro de Angelis - E-Book

Derroteros y viajes a la ciudad encantada E-Book

Pedro de Angelis

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Beschreibung

Pedro de Angelis publicó en 1836 Derroteros y viajes a la ciudad encantada, o de los Césares, que se creía existió al sur de Valdivia. Angelis recopiló una gran cantidad de crónicas que dan una idea de una ciudad inventada, un paraíso perdido, un nuevo El Dorado Austral. En su introducción Angelis, nos acerca a su visión personal sobre algunos aspectos oscuros de la época colonial… Bajo el imperio de estas ilusiones, acogían todas las esperanzas, prestaban el oído a todas las sugestiones, y estaban siempre dispuestos a arrostrar los mayores peligros, cuando se les presentaban en un camino que podía conducirlos a la fortuna. Es opinión general de los escritores que han tratado del descubrimiento del Río de la Plata, que lo que más influyó en atraerle un número considerable y escogido de conquistadores, fue el nombre. Ni el fin trágico de Solís, ni el número y la ferocidad de los indígenas, ni el hambre que había diezmado a una porción de sus propios compatriotas, fueron bastantes a retraerlos de un país que los brindaba con fáciles adquisiciones. La presente antología contiene además, textos de Pedro Lozano, Silvestre Antonio de Roxas, José Cardiel, Ignacio Pinuer y Agustín de Jáuregui.

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Autores varios

Derroteros y viajes a la ciudad encantadaEdición de Pedro de Angelis

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Derroteros y viajes a la ciudad encantada.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-379-2.

ISBN tapa dura: 978-84-9953-833-4.

ISBN ebook: 978-84-9953-486-2.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

Derroteros y viajes a la ciudad encantada, o de los Césares que se creía existiese en la cordillera, al sur de Valdivia 9

Discurso preliminar a las noticias y derroteros de la Ciudad de los Césares 11

Derrotero 19

Carta 29

Capítulo 41

Derrotero 45

Relación 51

Copia 67

Nuevo descubrimiento preparado por el gobernador de Valdivia el año de 1777 71

Declaración 75

Informe 77

Libros a la carta 119

Brevísima presentación

Pedro de Angelis publicó en 1836 Derroteros y viajes a la Ciudad Encantada, o de los Césares, que se creía existió al sur de Valdivia. Angelis recopiló una gran cantidad de crónicas que dan una idea de una ciudad inventada, un paraíso perdido, un nuevo El Dorado Austral.

En su introducción Angelis, nos acerca a su visión personal sobre algunos aspectos oscuros de la época colonial...

Bajo el imperio de estas ilusiones, acogían todas las esperanzas, prestaban el oído a todas las sugestiones, y estaban siempre dispuestos a arrostrar los mayores peligros, cuando se les presentaban en un camino que podía conducirlos a la fortuna. Es opinión general de los escritores que han tratado del descubrimiento del Río de la Plata, que lo que más influyó en atraerle un número considerable y escogido de conquistadores, fue el nombre. Ni el fin trágico de Solís, ni el número y la ferocidad de los indígenas, ni el hambre que había diezmado a una porción de sus propios compatriotas, fueron bastantes a retraerlos de un país que los brindaba con fáciles adquisiciones.

Derroteros y viajes a la ciudad encantada, o de los Césares que se creía existiese en la cordillera, al sur de Valdivia

Discurso preliminar a las noticias y derroteros de la Ciudad de los Césares

Pocas páginas ofrece la historia, de un carácter tan singular como las que le preparamos en las noticias relativas a la «Ciudad de los Césares». Sin más datos que los que engendraba la ignorancia en unas pocas cabezas exaltadas, se exploraron con una afanosa diligencia los puntos más inaccesibles de la gran Cordillera, para descubrir los vestigios de una población misteriosa, que todos describían, y nadie había podido alcanzar.

En aquel siglo de ilusiones, en que muchas se habían realizado, la imaginación vagaba sin freno en el campo interminable de las quimeras, y entre las privaciones y los peligros, se alimentaban los hombres de lo que más simpatizaba con sus ideas, o halagaba sus esperanzas. El espectáculo inesperado de tantas riquezas, amontonadas en los templos y palacios de los Incas, avivó los deseos y pervirtió el juicio de esos felices aventureros, que no contentos con los frutos opimos de sus victorias, se prometían multiplicarlos, ensanchando la esfera de sus conquistas.

El contraste entre la abundancia de los metales preciosos en América, y su escasez, tan común en aquel tiempo en Europa, y más especialmente en España, explica esta sed inextinguible de oro en los que marchaban bajo los pendones de Cortes y Pizarro. La disciplina militar no era entonces tan severa que enfrenase la licencia del soldado, y escarmentase la prevaricación de los jefes. Nervio principal del poder de los reyes, y ciegos instrumentos de sus venganzas, los ejércitos disfrutaban de la impunidad con que suele recompensarse esta clase de servicios, y ninguna barrera era capaz de contener el brazo de esos indómitos satélites del despotismo. Si hay quien lo dude, contemple la suerte de Roma, profanada por los soldados de un general de Carlos V, casi en la misma época en que sus demás caudillos anegaban en sangre a regiones enteras del Nuevo Mundo.

Ninguna de las pasiones nobles, que suelen agitar el corazón de un guerrero, templó esa sórdida ambición de riquezas, que cegaba los hombres, y los hacía insensibles a los mismos males que sufrían. Los planes que se frustraban eran fácilmente reemplazados por otros no menos efímeros y fantásticos; y las últimas empresas sobrepujaban casi siempre en temeridad a las que las habían precedido. No contentos con lo mucho que habían disipado, buscaban nuevos recursos para fomentar su natural propensión a los gustos frívolos, cuando no era a los vicios ruinosos.

Bajo el imperio de estas ilusiones, acogían todas las esperanzas, prestaban el oído a todas las sugestiones, y estaban siempre dispuestos a arrostrar los mayores peligros, cuando se les presentaban en un camino que podía conducirlos a la fortuna. Es opinión general de los escritores que han tratado del descubrimiento del Río de la Plata, que lo que más influyó en atraerle un número considerable y escogido de conquistadores, fue el nombre. Ni el fin trágico de Solís, ni el número y la ferocidad de los indígenas, ni el hambre que había diezmado a una porción de sus propios compatriotas, fueron bastantes a retraerlos de un país que los brindaba con fáciles adquisiciones. Pero pronto reconocían su error, y el vacío que dejaba este desengaño hubiera sido abrumante, si no hubiesen tenido a su disposición un «Dorado» y los «Césares» para llenarlo.

Estas dos voces, que son ahora sin sentido para nosotros, fueron entonces el alma de muchas y ruinosas empresas. Los gobiernos de Lima, Buenos Aires y Chile, distrayéndose de las atenciones que los rodeaban, tendían la vista hacia estas poblaciones misteriosas, reiterando sus conatos para alcanzarlas; y las noticias que circulaban sobre su existencia, eran tan circunstanciadas y concordes, que arrancaban el convencimiento. Se empezó por repetir lo que otros decían, y se acabó por hablar como testigos oculares.

De los Césares sobre todo se discurría con la mayor precisión y evidencia. Eran ciudades opulentas, fundadas, según opinaban algunos, por los españoles que se salvaron de Osorno y de los demás pueblos que destruyeron los Araucanos en 1599; o según otros, por los restos de las tripulaciones de los buques naufragados en el estrecho de Magallanes. «La ciudad principal (puesto que se contaban hasta tres) estaba en medio de la laguna de “Payegué”, cerca de un estero llamado “Llanquecó”, muy correntoso y profundo. Tenía murallas con fosos, rebellines y una sola entrada, protegida por un puente levadizo y artillería. Sus edificios eran suntuosos, casi todos de piedra labrada, y bien techados al modo de España. Nada igualaba la magnificencia de sus templos, cubiertos de plata maciza; y de este mismo metal eran sus ollas, cuchillos, y hasta las rejas de arado. Para formarse una idea de sus riquezas, baste saber que los habitantes se sentaban en sus casas en asientos de oro! Gastaban casaca de paño azul, chupa amarilla, calzones de “buché”, o bombachos, con zapatos grandes, y un sombrero chico de tres picos. Eran blancos y rubios, con ojos azules y barba cerrada. Hablaban, un idioma ininteligible a los españoles y a los indios; pero las marcas de que se servían para herrar su ganado eran como las de España, y sus rodeos considerables. Se ocupaban en la labranza, y lo que más sembraban era “ají”, de que hacían un “vasto comercio” con sus vecinos. Acostumbran tener un centinela en un cerro inmediato para impedir el paso a los extraños; poniendo todo su cuidado en ocultar su paradero, y en mantenerse en un completo aislamiento. A pesar de todas estas precauciones, no habían podido lograr su objeto, y algunos indios y españoles se habían acercado a la ciudad hasta oír el tañido de las campanas!»

Estas y otras declaraciones que hacían, «bajo de juramento», los individuos llamados a ilustrar a los gobiernos sobre la «Gran Noticia» (tal era entonces el nombre que se daba a este pretendido descubrimiento) excitaron el celo de las autoridades, y la más viva curiosidad del público. Este fervor, y los proyectos de expediciones que le fueron consiguientes, empezaron con el siglo XVII, y continuaron hasta el año de 1781, en que la Corte de España encargó al Gobierno de Chile de tomar en consideración las propuestas del capitán don Manuel Josef de Orejuela, que solicitaba auxilios de tropa y dinero para emprender la conquista de los «Césares». Con este motivo se pasaron al Fiscal de aquel reino nueve volúmenes de autos, que se conservaban en los archivos, para que aconsejase las medidas que le pareciesen más conducentes a llenar los objetos consultados. Este magistrado procedió en su examen con los principios del criterio legal, que no duda de lo que se apoya en declaraciones «juradas, explícitas, concordes» y «terminantes». Las objeciones que se hacían contra estos asertos le parecieron cavilaciones de hombres acostumbrados a dudar de las cosas más evidentes. Puso en cotejo la incredulidad con que se oyeron los vaticinios de Colón sobre la existencia de un nuevo mundo; los muchos e importantes descubrimientos debidos a las solas indicaciones de los indios, y buscó en la historia de los naufragios célebres una explicación fácil al origen de estas poblaciones ocultas.

Hay errores que merecen ser escusados, y en los que pueden incidir los espíritus más rectos y juiciosos: tal nos parece el del Fiscal de Chile. Su convencimiento es completo: no solo creía en los Césares, sino que se esforzaba a que todos les creyesen.

—«Con semejantes atestaciones», exclamaba en su entusiasmo, «parece que ya no debe dudarse de la existencia de aquellas poblaciones». Y realmente ¡cuán peligroso sería en un juez un sistema de investigación llevado hasta la incredulidad y el escepticismo! ¡Cuan insuperables serían las trabas que opondría al curso de la justicia una conciencia «incontentable», que desconfiase de la razón, y protestase contra sus fallos!...

No eran hombres vulgares los padres Mascardi, Cardiel y Lozano, y todos ellos participaron de este engaño, trabajando con ahínco para generalizarlo. Uno de ellos fue víctima de su celo apostólico: —los otros estaban dispuestos a imitarle, por la persuasión en que estaban de hallar un pueblo, falto de los auxilios de la religión, aunque viviese en la comodidad y la abundancia.

Sin embargo, esta justificación de un error que ya no es posible disfrazar, debo esparcir dudas sobre muchos hechos históricos, por más auténticos y calificados que sean. Hay épocas en que la razón se ofusca al contemplar objetos nuevos e inusitados; y expuesto el hombre más juicioso a una serie continua de impresiones violentas, deja de analizarlas, y baja insensiblemente al nivel de las inteligencias vulgares, que todo lo ponderan y admiran. Para cumplir con el precepto del sabio, «nil admirari», se necesita estar en el pleno ejercicio de sus facultades, y haber contraído cierto hábito de dominar sus sentidos, siempre propensos a fascinar, y a engañarse. ¡Cuan distantes estaban los conquistadores de América de este estado de sosiego! Para ellos todo era motivo de arrebato. El espectáculo de un nuevo mundo, de pueblos nuevos, de nuevas costumbres, y más que todo, esas fuentes inagotables de riquezas, que brotaban por todas partes con más prontitud que el mismo deseo de poseerlas, mantenían a los hombres en una dulce y perpetua éxtasis. Sin tomar el opio como los musulmanes, probaban las mismas sensaciones, y les costaba trabajo arrancarse de ellas.

Con estas disposiciones se forjaron tantas mentiras, y se formaron expedientes para acreditarlas. Los casos más inverosímiles, los sucesos más extraños, las declaraciones evidentemente falsas y absurdas, encontraban siempre testigos, y un «escribano» para certificarlas. El que quisiera recopilar estos embustes, formaría una obra voluminosa, y tal vez divertida. Garcilaso, el menos crédulo de sus contemporáneos, no ha podido sustraerse de este embeleso; ya exagerando la sabiduría de las antiguas instituciones del Perú; ya sus tesoros, ya la fecundidad de su territorio. Le habían quedado algunas dudas sobre la magnitud extraordinaria de un «rábano» del valle de Cuáapá, del que había oído hablar vagamente, y se encontró en Córdoba con un caballero español, que acompañaba al gobernador de Chile cuando se trató de reconocer y «probar» este hecho. Este español le dijo, «a fe de caballero hijodalgo», no solo vi cinco caballos atados a las ramas del rábano, sino que comí de él, y lo hallé muy tierno.»

Con este motivo le habló también de un «melón» del mismo valle de Ica, que pesaba cuatro arrobas y tres libras, y del que se tomó fe y testimonio «ante escribano».

—De este modo cundía el fraude por obra de aquellos mismos que debían atajarlo, y se sorprendía la conciencia pública hasta en los documentos auténticos.

La poca instrucción que reinaba en las clases privilegiadas, favorecía estas imposturas, y hacía más difícil su manifestación. La geografía, que debió haber adelantado en proporción de los descubrimientos, quedaba estacionaria; y solo al cabo de muchos años se pensó en reconocer lo que había sido ocupado. De conformidad a los primeros informes sobre la localidad de los Césares, los geógrafos los habían colocado en una abra de la Cordillera Nevada, entre los 45 y 50 grados de latitud austral: y no obstante, había jefes que preguntaban por la «Gran Noticia» a los indios Chiquitos, y otros que la buscaban en las riberas del Atlántico! La gravedad con que el Fiscal de Chile funda su dictamen en 1782, prueba que hasta entonces conservó todo su crédito esta patraña.

La solicitud del capitán Orejuela, que dio mérito a este informe, puede haber sido dictada por un exceso de candor, o por un cálculo de malicia. En ambos casos tiene el mérito de haber dejado concentrado en un solo foco las varias opiniones que se han vertido sobre este asunto, y cuya lectura es más que suficiente para clasificarlas.

De los distintos papeles a que se refiere el Fiscal de Chile, hemos extractado lo que nos ha parecido más conducente a formar el juicio del público, relegando al olvido muchos pequeños detalles que nada hubieran añadido a su convencimiento.

Estos documentos nos han sido franqueados, parte por el señor coronel don José María Cabrer, y parte por el señor doctor don Saturnino Segurola, cuya liberalidad y benevolencia solo podemos retribuir con este testimonio estéril de nuestro agradecimiento.

Buenos Aires, 28 de enero de 1836.

Pedro de Angelis

Derrotero

«De un viaje desde Buenos Aires a los Césares, por el Tandil y el Volcán, rumbo de sudoeste, comunicado a la corte de Madrid, en 1707, por Silvestre Antonio de Roxas, que vivió muchos años entre los indios Peguenches.»

Los Indios de esta tierra se diferencian algo en la lengua de los Pampas del Tandil o del Volcán. Dirigiéndose al sudoeste hasta la sierra Guamini, que dista de Buenos Aires 160 leguas, se atraviesan 60 leguas de bosques, en que habitan los indios Mayuluches, gente muy belicosa, y crecida, pero amiga de los españoles.

Al salir de dichos bosques se siguen 30 leguas de travesía, sin pasto ni agua, y se lleva desde el Guamini el rumbo del poniente. Al fin de dicha travesía se llega a un río muy caudaloso y hondo, llamado de las Barrancas: tiene pasos conocidos por donde se puede vadear.

De dicho río se siguen 50 leguas al poniente, de tierras estériles y medanosas, hasta el río Tunuyan. Entre los dos ríos habitan los indios Picunches, que son muchos, y no se extienden sino entre ambos ríos.

De dicho río Tunuyan, que es muy grande, se siguen 30 leguas de travesía, por médanos ásperos, hasta descubrir un cerro muy alto, llamado Payen. Aquí habitan los indios Chiquillanes. Dicho cerro es nevado, y tiene al rededor otros cerrillos colorados de vetas de oro muy fino; y al pie del cerro grande uno pequeño, con panizos como de azogue, y es de minerales de cristal fino.

Por lo dicho resultan, hasta el pie de la Cordillera, 330 leguas de camino: y las habrá a causa de los rodeos precisos para hallar las aguadas y pasos de los ríos. Pero por un camino directo no puede haber tantas, si se considera que desde Buenos Aires a Mendoza hay menos de 300 leguas, abriendo algo más el rumbo desde aquí casi al poniente con muchas sinuosidades; y el Payen, según el rumbo de la Cordillera, queda al sur de Mendoza.

«Prosigue el derrotero al sur, costeando la Cordillera hasta el valle de los Césares.»

Caminando 10 leguas, se llega al río llamado San Pedro, y en medio de este camino, a las 5 leguas, está otro río y cerro, llamado Diamantino, que tiene metales de plata y muchos diamantes. Aquí habitan los indios llamados Diamantinos, que son en corto número.

Cuatro leguas más al sur, hacia el río llamado de los Ciegos, por unos indios que cegaron allí en un temporal de nieve, habita multitud de indios, llamados Peguenches. Usan lanza y alfanje, y suelen ir a comerciar con los Césares españoles.

Por el mismo rumbo del sur, a las 30 leguas, se llega a los indios Puelches, que son hombres corpulentos, con ojos pequeños. Estos Puelches son pocos, parciales de los españoles, y cristianos reducidos en doctrina, pertenecientes al obispo de Chile.1

En la tierra de estos Puelches hay un río hondo y grande, que tiene lavadero de oro. Caminando otras 4 leguas hay un río llamado de Azufre, porque sale de un cerro o volcán, y contiene azufre.

Por el mismo rumbo, a las 30 leguas, se halla un río muy grande y manso, que sale a un valle muy espacioso y alegre, en que habitan los indios Césares. Son muy corpulentos, y estos son los verdaderos Césares.

Es gente mansa y pacífica; usa flechas, o arpones grandes, y hondas, que disparan con mucha violencia: hay en su tierra muchedumbre de guanacos que cazan para comer. Tienen muchos metales de plata, y solo usan del plomo romo, por lo suave y fácil de fundir. En dicho valle hay un cerro que tiene mucha piedra imán.

Desde dicho valle, costeando el río, a las 6 leguas se llega a un pontezuelo, a donde vienen los Césares españoles que habitan de la otra banda, con sus embarcaciones pequeñas (por no tener otras), a comerciar con los indios. Tres leguas más abajo está el paso, por donde se vadea el río a caballo en tiempo de cuaresma, que lo demás del año viene muy crecido.