Desafío a un vikingo - Rendida al vikingo - Joanna Fulford - E-Book

Desafío a un vikingo - Rendida al vikingo E-Book

Joanna Fulford

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Beschreibung

Desafío a un vikingo Desde que su enemigo lo capturó y lo encadenó como si fuera un perro, Leif Egilsson solo tenía una idea en la cabeza: vengarse. No volvería a dejarse engañar por la belleza de la traidora Astrid, y su inocencia, que él tanto deseaba, sería suya. Durante su huida, el orgulloso vikingo se propuso conseguir que ella pagara el precio de su traición… ¡en el lecho! Sin embargo, no sabía que Astrid también tenía el corazón de una guerrera, y que no se dejaría domesticar tan fácilmente como él pensaba… Rendida al vikingo Lara Ottarsdotter era una muchacha pelirroja con mucho genio. Su habilidad para el manejo de la espada había ahuyentado a muchos pretendientes. Un día, el guerrero vikingo Finn Egilsson llegó buscando venganza para un enemigo común, y el padre de Lara, en su desesperación, le ofreció barcos y hombres de apoyo a cambio de que hiciera a Lara su esposa. Finn no tenía ganas de pasar otra vez por el matrimonio, pero su esquiva novia encendió toda su pasión con un solo beso.

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Seitenzahl: 668

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 87 - julio 2025

© 2013 Joanna Fulford

Desafío a un vikingo

Título original: Defiant in the Viking’s Bed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2014 Joanna Fulford

Rendida al vikingo

Título original: Surrender to the Viking

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 979-13-7000-813-0

Índice

 

 

Créditos

Desafío a un vikingo

Dedicatoria

Nota de la autora

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Epílogo

 

Rendida al vikingo

Los editores

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

 

Publicidad

Para mi anterior tutor y mentor, Paul Kane, que me situó en el camino correcto para escribir y me salvó de mí misma con frecuencia. Gracias, Paul. No lo habría conseguido sin ti.

Nota de la autora

Mientras estaba documentándome sobre la Noruega del siglo IX, encontré una fuente de información muy valiosa en el Heimskringla, la crónica de los reyes nórdicos. Es muy buena para conocer el contexto histórico, y mejor, incluso, por los individuos tan interesantes que pueblan sus páginas. Personajes como Halfdan Svarti, Gandalf de Vingulmark y el guerrero Hakke son un regalo para cualquier novelista. Nunca he inventado mejores nombres que los suyos, ni me he imaginado ni la mitad de cosas que ellos hacen.

Aunque intenté ser fiel a la historia, a veces resulta práctico ser un poco flexible cuando los hechos no son conocidos. Me he tomado libertades tan solo en dos ocasiones: en primer lugar, Hakke perdió una mano y, más tarde, cayó sobre su espada cuando la herida se le gangrenó. Yo le he concedido un final más rápido, aunque por razones egoístas. En segundo lugar, alteré la escritura de su nombre. Originalmente era Hake, que significa «merluza», pero me pareció demasiado tosco incluso para un villano, así que lo suavicé con una letra extra.

Escribir esta trilogía ha sido muy divertido. Los vikingos tienen una personalidad y unas opiniones muy fuertes. He aprendido a escuchar a mis personajes y a saber cuándo debo replegarme. Creedme: es un grave error discutir con un guerrero en trance de batalla a quien no le gusta tu estrategia.

Uno

Leif Egilsson tiró de la empuñadura de su daga y observó, silenciosamente, el cadáver del guardia. Al otro lado del claro veía una gran hoguera y, alrededor del fuego, a una docena de hombres que reían y conversaban.

Sus armas estaban amontonadas a cierta distancia de ellos. Y, detrás del grupo, había una magnífica tienda en la que, sin duda, dormían el príncipe y sus hombres de confianza. Muy cerca había una tienda más pequeña, custodiada por dos guardias. Leif se fijó en ellos con satisfacción.

—Allí es donde la tiene Hakke, mi señor —murmuró.

Halfdan Svarti asintió.

—Vamos a entrar rápidamente en el campamento y atacaremos antes de que se den cuenta de lo que está pasando. Mientras, tus hombres y tú encontrad a Ragnhild y ponedla a salvo.

—Podéis confiar en ello.

Los dos hombres retrocedieron sigilosamente hasta los árboles, hasta el lugar en el que esperaban cincuenta guerreros armados. Halfdan los observó con suma atención.

—No hagáis prisioneros. En esta ocasión, debemos acabar con esto de una vez por todas.

Los hombres escucharon la orden con impaciencia.

Leif miró a su hermano.

—¿Estás preparado?

Finn sonrió.

—Tan seguro como que Thor lanza rayos y truenos, ¿no es así?

—Sí. Hoy sí.

—Me alegro de oír eso, primo —dijo Erik—. Últimamente, la vida era un poco aburrida.

Detrás de él, un guerrero bien curtido acariciaba el mango de su hacha.

—Es cierto. No ha habido ni una sola escaramuza desde hace varias semanas. Mi hacha está sedienta.

—Hoy va a poder beber todo lo que quiera, Thorvald —dijo Leif.

El otro hombre se echó a reír en voz baja, y los demás sonrieron. Después se oyó el susurro siniestro de las espadas al salir de las fundas. Leif sonrió y agarró con fuerza la empuñadura de la suya, mientras tocaba el amuleto que llevaba al cuello.

—Vamos.

Avanzaron para salir de entre los matorrales y, con un rugido ensordecedor, salieron de su escondite y se lanzaron sobre el enemigo.

Astrid se incorporó de golpe, y su mirada de asombro se encontró con la de su señora, Ragnhild.

—¿Qué ha sido eso?

—No estoy segura. Parecía…

Alguien emitió un ensordecedor grito de guerra, y se oyeron exclamaciones de alarma y confusión. Después, los hombres comenzaron a correr y sonó el inconfundible choque del acero. Astrid se levantó rápidamente y se acercó a la entrada de la tienda para apartar las solapas y mirar al exterior. Se quedó asombrada.

—¡Por todos los dioses! ¿De dónde han salido?

Ragnhild se acercó a ella y miró también, con temor, la lucha que estaba librándose fuera.

—¿De quién son esos hombres? ¿Los distingues?

—No, pero está claro que son enemigos del príncipe Hakke, lo que significa que…

—¿Pueden ser amigos nuestros?

—Ojalá sea así, mi señora.

Astrid esperaba que sus palabras fueran ciertas y que no se vieran en una situación aún peor. Aquel ataque podía ser su salvación o su condena. Hakke no iba a ceder fácilmente a sus prisioneras; de hecho, lo más probable era que prefiriera asesinarlas antes que perderlas. Tragó saliva. No tenían armas para defenderse; les habían confiscado incluso los cuchillos del cinturón al capturarlas. Seguramente, el príncipe no quería correr el riesgo de que Ragnhild acabara con su vida antes de ceder a sus exigencias. Y ella no pensaba quedarse en aquella compañía después de la muerte de su señora. Algunas cosas eran peor que la muerte.

Leif esquivó el golpe que iba dirigido a su cabeza y se abalanzó sobre su oponente, haciéndolo retroceder varios pasos. El enemigo luchó desesperadamente, con una expresión feroz. Las hojas de las espadas entrechocaron y se deslizaron la una contra la otra. Leif flexionó la rodilla y golpeó con fuerza hacia arriba, y oyó un gruñido de dolor. Vio tambalearse a su oponente y, un segundo más tarde, le clavó la espada en el estómago. Tiró de la empuñadura para liberar el arma y miró rápidamente a su alrededor. Se fijó en un guerrero de figura conocida, cuyo casco lucía el penacho de plumas de un halcón. Estaba gritándoles furiosamente a sus soldados. Cuando su mirada se cruzó con la de Leif, su ira se transformó en malevolencia.

—¡Tú!

—Ya lo ves, Hakke.

—No voy a olvidar esto. Ni esto, ni la batalla de Eid.

—Espero que no.

—Vas a pagarlo caro, Leif Egilsson.

Antes de que pudieran decir algo más, uno de los hombres de Halfdan se interpuso en el camino de Hakke y desvió su atención. El príncipe y su oponente comenzaron a luchar y se perdieron en el caos. Leif vaciló. Aunque la tentación de perseguir a Hakke era muy fuerte, no podía olvidar la promesa que le había hecho al rey. De Hakke tendrían que ocuparse los demás. Él tenía una misión mucho más urgente.

El fragor de la batalla se acercó a ellas y, entonces, la vista desde la tienda quedó completamente bloqueada por los contendientes. Se oyó un grito de agonía y la sangre salpicó la tela de la tienda. Ambas mujeres jadearon y se apartaron al ver caer el cuerpo sin vida del guardia a través de la abertura. Entonces, las solapas se abrieron de par en par y apareció un hombre muy alto, cubierto de cota de malla y protegido con un yelmo que le cubría parcialmente la cara, con una espada ensangrentada en la mano. Iba acompañado por otros soldados. Las mujeres palidecieron y retrocedieron hasta el fondo de la tienda.

Al ver avanzar al intruso, Astrid tuvo que contener un grito. Él se detuvo a poca distancia, y las observó atentamente, con frialdad. Después, bajó la espada.

—No tengáis miedo. No vais a sufrir ningún daño.

La sensación de alivio fue tan intensa que ella se sintió mareada. Con esfuerzo, se sobrepuso y se encaró con él.

—¿Quién sois? —le preguntó—. ¿Qué queréis de nosotras?

—No quiero nada, mi señora, aparte de protegeros. Mi señor os explicará el resto en persona.

—¿Y quién es vuestro señor?

—El rey Halfdan.

Ambas mujeres lo miraron con absoluto asombro. Ragnhild se agarró del brazo de Astrid.

—¿Halfdan?

—Sí, mi señora.

—Oh, gracias a los dioses.

Astrid exhaló un suspiro y se giró hacia Ragnhild, que tenía la misma expresión de alivio que ella.

—¿El rey está aquí? —preguntó Ragnhild.

—No hay nada que hubiera podido impedirle venir, mi señora. Vuestra seguridad y vuestro bienestar son muy importantes para él.

—Como para mí los suyos —respondió Ragnhild—. ¿A quién debo agradecerle que me haya dado tan feliz noticia?

—Leif Egilsson, a vuestro servicio.

—Recordaré ese nombre.

—Mi señora, es un honor.

En aquel momento se oyeron unas voces en el exterior de la tienda. Una de ellas, más fuerte que las demás, exigió saber dónde estaba Ragnhild. Al instante, otro hombre entró en la tienda. Era moreno y tenía barba, y los rasgos duros como si fueran de piedra. Se detuvo y, al ver a Ragnhild, su expresión se suavizó. Aquella mirada fue suficiente. Ragnhild corrió hacia él y se echó en sus brazos.

—Pensé que no volvería a veros, mi señor.

—Ningún hombre me apartará de ti —dijo él, mirándola atentamente—. ¿Te ha hecho daño esa bestia?

—No, estoy bien.

—Le doy las gracias a Odín por ello.

Astrid los miró con el corazón alegre. Se sentía muy feliz de que las cosas fueran, para Ragnhild, tan distintas a como habían temido aquellos días.

La pareja abandonó la tienda para poder hablar en privado. Los hombres de Halfdan sonrieron al verlos marchar y, acto seguido, salieron también.

—Qué afortunado giro de los acontecimientos —comentó Astrid. Después, se giró hacia Leif—. Pero, sin vuestra oportuna intervención, no se habría producido. Yo también estoy muy agradecida.

Él hizo una pausa para limpiar la sangre de su espada con una de las solapas de la abertura de la tienda. Después, envainó el arma.

—No es necesario dar las gracias. Era un asunto sin terminar.

—Entiendo.

—Y, ahora, está terminado.

—Tal vez haya paz, por fin.

Él se desabrochó la correa del yelmo y se lo quitó.

—Tal vez.

A Astrid se le cortó la respiración. Por un momento, se preguntó si Baldur el Bello no habría adoptado la forma humana. El rostro de aquel guerrero era perfecto, de rasgos marcados y fuertes. Tenía una melena de pelo dorado pálido, y los ojos de un color entre el azul y el gris, como el mar después de una tormenta. Al darse cuenta de que se había quedado mirándolo embobada, ella volvió a concentrarse en la conversación.

—Si alguna vez es necesario dar las gracias, sabré a quien dirigirme.

Él sonrió vagamente.

—Tenéis ventaja sobre mí, señora.

—Soy Astrid, la dama de compañía de Ragnhild.

Él recorrió su figura y su cara con la mirada.

—Un nombre muy bello, y muy acertado para vos.

Su expresión era difícil de interpretar, y un poco desconcertante. ¿Acababa de hacerle un verdadero cumplido, o su tono había sido ligeramente burlón? Tal vez un poco de ambas cosas. Fuera cual fuera la verdad, Astrid era consciente de que se habían quedado a solas en la tienda, y de que ella tenía toda su atención. Aunque la atención masculina no era nada nuevo para ella, siempre hacía que se sintiera angustiada y le provocaba recuerdos desagradables, así que intentaba evitarla. Aquel hombre no la asustaba, como Hakke y sus mercenarios, pero tenía algo que le causaba inquietud. Decidió responder con firmeza.

—Yo soy la afortunada, por tener una señora tan bondadosa.

—Si no me equivoco, vuestra señora está a punto de convertirse en reina.

Ella sonrió.

—Creo que no estáis equivocado, aunque no es muy difícil sacar esa conclusión.

—Cierto.

—Creo que su matrimonio va a ser muy feliz.

—Eso los convertirá en una pareja afortunada y excepcional.

—¿Y por qué excepcional? Hay muchos matrimonios que son felices.

—Puede ser, pero está completamente alejado de mi experiencia.

—Entonces, ¿cómo podéis juzgar?

—Me refería a la última parte de vuestra frase, no a la primera.

—Ah.

La conversación se interrumpió, y se produjo un embarazoso silencio. Para Astrid cada vez era más difícil soportar su penetrante mirada azul. Era el momento de terminar con aquel encuentro.

—Hablando de mi señora, tengo que ir a su lado —dijo—. ¿Podríais llevarme con ella?

—Como deseéis.

El guerrero apartó las solapas de la tienda y le cedió el paso. Astrid se detuvo bruscamente con los ojos muy abiertos cuando salió, al ver el alcance de la matanza. La tierra estaba teñida de rojo, y el aire tenía un olor metálico a sangre. Con aquel olor había otros igualmente repugnantes. Tuvo que tragar saliva e intentó no inspirar el aire profundamente.

—La batalla no es bonita, ¿verdad? —preguntó él.

—No.

—Y, sin embargo, no habéis gritado ni os habéis desmayado.

—¿Era eso lo que esperabais?

—Si lo hubierais hecho, no me habría sorprendido.

Ella apartó la mirada rápidamente.

—La realidad de la batalla es mucho peor de lo que había imaginado.

—Uno se acostumbra.

—Creo que yo nunca podría acostumbrarme.

—Una mujer no debería tener que hacerlo.

Astrid no tenía intención de discutírselo. En vez de eso, miró a su alrededor en busca de Ragnhild, y la vio conversando con Halfdan y algunos de sus hombres.

Su compañero siguió su mirada.

—¿Queréis que vayamos con ellos?

—Sí, por supuesto.

Él le puso una mano bajo el codo para guiarla de manera que pudiera esquivar lo peor de la carnicería. Aquel contacto le transmitió un calor inquietante a través de la manga del vestido. Miró hacia arriba rápidamente, y lo vio sonreír. Era como si el momento embarazoso de unos segundos antes no hubiera existido. Astrid notaba el roce de la mano del guerrero hasta la punta de los dedos; apartó la mirada e intentó fijarse en el lugar al que se dirigían. Unos instantes después, se reunieron con los demás.

El rey tenía una expresión sombría. Astrid tuvo una punzada de aprensión y miró a Ragnhild.

—Hakke no está aquí, Astrid.

—No, el maldito no está —dijo Halfdan—. Cuando se dio cuenta de que lo superábamos en número, se escabulló en mitad de la lucha. Fuimos a buscarlo, pero algunos de sus hombres tenían unos caballos esperando cerca. Yo debería haberlo previsto.

—Eso es fácil saberlo después de que haya ocurrido —replicó Leif.

—Como habíamos dejado nuestros caballos en el bosque, los fugitivos nos sacaron ventaja. Ese hombre es más resbaladizo que una alimaña grasienta.

—Y muy traicionero, mi señor. Tenemos que acabar con él.

—He enviado a algunos hombres a buscarlo.

—Irá de camino a su barco. La costa está a pocos kilómetros de aquí.

—Eso he pensado yo también.

—Con vuestro permiso, reuniré a mis hombres y saldré en su persecución.

Halfdan asintió.

—Hazlo, y que el Padre Todopoderoso te conceda buena suerte.

Leif les hizo una reverencia a Ragnhild y a Astrid y se despidió cortésmente. Después, se alejó.

Astrid experimentó cierta tristeza al verlo marchar; sabía que no iba a olvidarlo. Él, por otra parte, la habría olvidado ya. Sin embargo, eso no tenía importancia, puesto que no era probable que volvieran a verse. Se envolvió bien en su capa y siguió a Halfdan, a Ragnhild y a los demás hacia los caballos.

Leif y sus compañeros llegaron a la costa a tiempo para ver el drakkar navegando hacia alta mar. Eso provocó en todos ira y una gran frustración.

—Hakke se va a su guarida a lamerse las heridas —dijo Finn—, pero volverá.

—Y con fuerzas renovadas, sin duda —añadió Erik.

—Bueno, ahora no podemos hacer nada —replicó Thorvald.

Los demás hombres permanecieron en silencio, porque estaban de acuerdo con él. Habían cabalgado hasta el límite de sus fuerzas y las de los caballos, solo para llevarse aquella decepción. Leif se contuvo para no proferir un juramento. Sabía que no iba a servir de nada.

Por fin, Finn lo miró.

—Va a anochecer. ¿Qué quieres que hagamos?

—Vamos a acampar aquí esta noche.

—Esperaba que dijeras eso. Estoy hambriento.

—Parece que los hombres de Hakke han estado aquí antes que nosotros —dijo Erik, al ver los restos de una hoguera a cierta distancia de ellos—. Parece que tenía previstas todas las posibilidades, ¿eh?

Thorvald siguió su mirada.

—Sí. Parece que han estado esperándolo un rato. Incluso nos han dejado algo de leña.

—Qué detalle —dijo Finn.

—No, seguramente han meado encima antes de irse.

—Seguro —dijo Leif—. Pero, aunque no lo hubieran hecho, esa leña no nos serviría más que para media hora —añadió, y se volvió hacia sus hombres—. Aun, Harek, Bjarni, Ingolf y Trygg, traed leña. El resto, que se ocupe de los caballos.

Mientras los hombres se ponían en movimiento, él desmontó para inspeccionar el resto del campamento. Al contrario de lo que pensaban, la leña estaba seca. Sin embargo, entre los restos de la hoguera apenas quedaban ascuas. Tendrían que empezar de nuevo. Se sacudió el hollín de los dedos y se marchó a buscar astillas.

Una hora después, ya tenían encendida la nueva hoguera, y habían apilado un montón de leña para alimentarla. El grupo se sentó a comer, pero no hablaron demasiado. Estaban fatigados, y también decepcionados por haber perdido a su presa. Así pues, en cuanto se estableció el turno de guardias, casi todos los hombres se acostaron.

Leif, pese al cansancio, no consiguió conciliar el sueño. La huida de Hakke era un duro golpe que, con toda seguridad, tendría consecuencias. Podría haberse evitado de no haber sido por la necesidad de proteger a las mujeres. Suspiró al darse cuenta de lo injusto que era aquel pensamiento. Ellas no tenían la culpa y, por supuesto, no se merecían que las dejaran en manos de Hakke. Lady Ragnhild era una dama muy bella, hija de un conde, que iba a convertirse en reina. Sin embargo, no era ella quien le quitaba el sueño.

No sabía por qué le había impresionado tanto Astrid. Era muy guapa, sí, pero él había conocido a otras jóvenes igualmente bellas, mujeres que habían intentado agradarlo con mucho más interés que ella. Sonrió al darse cuenta de que no había podido detectar ningún intento de coqueteo por su parte. Al contrario, sospechaba que su actitud hacia él no estaba influida por la simpatía. Ella había sido educada, y él había sido… grosero. Él siempre había evitado el tema del matrimonio porque le resultaba imposible ser imparcial, y aquellas conversaciones siempre sacaban a relucir su faceta más amarga. No obstante, recordó que, dado que Halfdan y Ragnhild iban a casarse, Astrid y él tendrían que acudir a la celebración. Aquello, al menos, no era desagradable. Tal vez pudiera, incluso, enmendar su comportamiento con Astrid…

La idea le dio más que pensar. Su relación con las mujeres durante los últimos años había estado reducida al intercambio de dinero por favores. Astrid no entraba en aquella categoría, y eso podía resultar peliagudo. Le sorprendía, incluso, el hecho de tener ganas de volver a verla, porque, normalmente, no se acordaba durante mucho tiempo de una mujer. En parte, aquel interés suyo podía deberse a la situación en la que se habían conocido. En parte. También había algo en aquella mujer que lo atraía sin que pudiera evitarlo. Su presencia haría que la fiesta fuera mucho más placentera.

Dos

La celebración de boda de lady Ragnhild con el rey Halfdan fue espléndida. Hubo un gran banquete, música y baile. Los novios estaban muy felices, y solo tenían ojos el uno para el otro. Astrid pensó que así era como debían ser las cosas, aunque rara vez lo fueran. Los matrimonios se arreglaban a menudo sin pensar en las inclinaciones personales de los contrayentes. Ella se alegraba por Ragnhild; una dama tan bella y tan bondadosa se merecía el amor de un buen hombre. Halfdan la trataría bien. Como había estado a punto de perderla, conocería bien el valor de lo que tenía.

El único detalle que empañaba un poco la fiesta era la noticia de que Hakke había conseguido llegar a Vingulmark, el baluarte de su poder. Allí todavía tenía apoyo, incluido el de su tío, que era un político astuto y que debía de estar rechinando los dientes a causa de los recientes sucesos. Al igual que su sobrino, el príncipe, que había perdido a su novia y había sufrido una derrota y cuya ira, seguramente, era muy grande. Hakke buscaría venganza por ello, y también por la muerte de sus hermanos, Hysing y Helsing. Más tarde o más temprano, Hakke volvería a levantarse en armas…

—Parecéis preocupada —dijo alguien, a su espalda—, aunque no albergo la esperanza de que estéis pensando en mí.

Al darse la vuelta y ver a Leif junto a ella, se le aceleró el pulso. Llevaba una túnica verde con bordados de hilo de oro, y su camisa de lino blanco apenas asomaba por el cuello. Lucía un colgante que parecía un amuleto, parecido al martillo de Thor. En el cinturón de cuero llevaba prendida una preciosa daga. Su aspecto era imponente.

—No, no estaba pensando en vos —confesó ella.

—Me siento devastado.

Astrid se echó a reír.

—Estoy segura de que hace falta mucho más que eso para devastaros, mi señor. No obstante, lamento haber acabado con vuestras esperanzas.

—No estoy muy convencido de que lo lamentéis.

—En realidad, no mucho —replicó ella—, pero no quería herir vuestros sentimientos también.

A él le brillaron los ojos.

—Supongo que yo me lo he buscado.

—Estaba pensando en el príncipe Hakke, y en lo que va a hacer en el futuro. Estoy segura de que tendremos noticias suyas.

—Me temo que estáis en lo cierto.

—¿Y podrá reunir otro ejército?

—Me parece poco probable. El ejército del rey Gandalf sufrió una derrota muy dura en Eid. Los supervivientes no querrán volver a enfrentarse con Halfdan si pueden evitarlo.

—Así que estamos seguros.

—Yo no diría tanto, al menos mientras Hakke siga con vida.

—Fue muy desafortunado que consiguiera escapar.

—Sí, mucho.

Astrid abrió mucho los ojos.

—Oh, no quería insinuar que hubiera sido culpa vuestra.

Él frunció los labios.

—Me siento aliviado. No me gustaría que pensarais mal de mí.

—Oh, yo nunca podría pensar mal de vos, porque nos habéis prestado un gran servicio a mi señora y a mí.

Él la miró con recelo.

—Me siento aliviado —repitió.

Astrid percibió el tono de ironía de su voz, y se preguntó si lo había ofendido de verdad.

—Perdonadme. Me he expresado mal.

—No os preocupéis. Mi amor propio se recuperará. Dentro de uno o dos meses.

Ella sonrió sin poder evitarlo.

—Oh, estoy segura de que tardará mucho menos, mi señor.

Su sonrisa estaba llena de picardía y era muy seductora, aunque ella no se diera cuenta, como la mirada de sus ojos de color violeta. Leif se quedó mirándola fijamente, al darse cuenta de que no solo era bella, sino que también era inteligente. Aquella era una combinación rara; tal vez ese fuera el motivo por el que sentía tanto interés. Tomó dos copas de aguamiel que le ofreció un sirviente y le entregó una de ellas a Astrid.

—Contadme cómo entrasteis al servicio de la reina.

—Mi tío me colocó en la casa de su padre hace cinco años. Sigurd Hjort era aliado suyo en aquel entonces. Para mí era una situación ventajosa, teniendo en cuenta cuál era la familia y el círculo de mi señora. Con el paso del tiempo, nos hicimos buenas amigas.

—¿Vuestro tío? ¿Por qué?

—Él es mi tutor. Mi padre murió hace varios años —dijo ella, con un suspiro—. Mi tío siempre ha sido ambicioso, y le venía bien tener apoyos en dos bandos.

—¿En dos bandos?

—Vestfold y Vingulmark.

—Ah, entiendo. Bueno, no es el primer hombre que se protege así las espaldas.

—No. De todos modos, a mí me alegró poder alejarme de él. No es un hombre fácil para estar a su lado.

—¿Lo conozco?

—Seguramente, sí. Es el conde Einar de Ringerike.

Leif detuvo la copa a medio camino de los labios. Había calculado mal. Suponía que ella era de buena cuna, aunque fuera una pariente pobre a la que habían situado en una posición ventajosa. Nunca hubiera imaginado que pertenecía a una de las familias más importantes de Vestfold.

—Un hombre influyente —dijo.

—Tiene influencia —respondió ella—, y es rico. Sin embargo, parece que, cuanto más tiene, más quiere.

—Una queja bastante corriente.

—Eso creo. De todos modos, él es feroz a la hora de defender sus posesiones. Sus tierras están más allá de las que le concedieron al rey Halfdan. En aquella región hay muchas tensiones.

—Ya lo sé. Yo también tengo tierras allí.

—¿De veras?

—El rey se las concedió a mi familia como agradecimiento a nuestros servicios.

—Ah, entiendo.

—Así pues, casi somos vecinos.

—Yo no he vuelto nunca más allí, y no deseo hacerlo. Tampoco comparto las opiniones políticas de mi tío. Soy leal a la reina Ragnhild.

—Es comprensible, en estas circunstancias, pero tal vez no sea fácil mantener esa postura en el futuro.

—Supongo que os referís al hecho de que mi tío es mi tutor.

Exacto.

—Está demasiado ocupado como para acordarse de mí. En ese sentido, se parece a mi padre. A él solo le interesaban sus hijos.

—Pero las hijas son útiles para forjar alianzas. Y las sobrinas.

Era la verdad, pero a Astrid le resultaba muy difícil de aceptar.

—Ya cruzaré ese puente cuando llegue el momento.

—¿Os desagrada la idea?

—En principio, no, pero todo depende del hombre en cuestión.

—Por supuesto.

—¿Estáis casado, mi señor?

Su expresión cambió por completo.

—No, no estoy casado.

Astrid se dio cuenta de que había dado un paso en falso; tal vez él pensara que había hecho la pregunta con algún motivo oculto. Se sintió mortificada e intentó borrar aquella impresión. .

—Disculpad mi indiscreción, mi señor. He hecho la pregunta tan solo por curiosidad.

—No importa —dijo él—. Da la casualidad de que estuve casado, pero el matrimonio no tuvo éxito y terminó un año después.

Leif pensó que decir que su matrimonio no había tenido éxito era todo un eufemismo. Con solo mencionarlo, se le formó un nudo de angustia en el estómago. Era mejor dejar tranquilos a los fantasmas del pasado.

Astrid, por su parte, sabía que el divorcio era corriente en su sociedad, pero no creía que las cosas hubieran sido fáciles.

—Lo lamento —dijo—. ¿Tenéis hijos?

—No. Mi único hijo murió de pequeño.

Aquello iba de mal en peor.

—Lo siento.

—Fue hace mucho tiempo. Ahora llevo una vida independiente, y no volveré a casarme.

Aquella respuesta breve contenía una advertencia, y ella sería inteligente si la tenía en cuenta. Sin embargo, y por motivos que no conseguía explicarse, le entristecía.

—No obstante —continuó él—, eso no significa que no disfrute en compañía de las mujeres bellas.

—Seguro que habéis conocido a muchas.

—A algunas —dijo él, observándola—. ¿Y vos? ¿Estáis prometida?

—No.

—¿Por qué no? No puede ser que os falten pretendientes.

—Mi tío tiene asuntos más importantes en la cabeza.

—Es negligente.

—Puede que me esté reservando para un rey, y yo tenga una boda tan espléndida como mi señora.

Aunque lo dijo en un tono frívolo, no descartaba del todo aquella intención por parte de su tío. En realidad, no descartaba nada por parte de su tío.

A Leif le brillaron los ojos.

—¿Qué rey en su sano juicio rechazaría tal oferta?

—Los reyes se casan para obtener ventajas políticas. Me temo que yo no puedo ofrecer ninguna.

—Los reyes siguen siendo hombres. Aparte de la política, parece que vos tenéis mucho que ofrecer.

Astrid tomó un poco de aguamiel. Aquella conversación se adentraba de nuevo en territorio peligroso.

—Creo que exageráis mi atractivo en ese sentido.

—Hablaba por mí mismo.

—No puedo ofrecer nada, mi señor —dijo ella. Y, menos a un hombre que, claramente, no había superado la pérdida de su esposa y que no tenía ninguna intención de volver a casarse.

—No lo creo.

Antes de que ella pudiera responder, otro hombre se acercó a él. Era muy parecido a Leif, aunque tenía el pelo un poco más oscuro. Tenía la misma altura. Evidentemente, la belleza era una cosa de familia.

El recién llegado le hizo una reverencia a modo de saludo y, después, le murmuró algo a Leif. Ella vio que fruncía el ceño.

—Por favor, disculpadme un momento.

Astrid sintió un gran alivio.

—Por supuesto.

Cuando los dos hombres se apartaron para hablar en privado, Astrid aprovechó la oportunidad para alejarse entre la multitud de invitados. Era lo más inteligente que podía hacer, después de la conversación que acababa de tener. Leif era un hombre guapo y carismático, y a ella le resultaba muy atractivo. Por otra parte, estaba muy claro que solo buscaba algo de diversión. Supuso que un hombre así tendría muchas candidatas dispuestas a complacerlo. Sin embargo, ella no iba a formar parte de aquel grupo.

Cuando Leif volvió, un minuto después, Astrid ya se había marchado. Rápidamente, observó a la gente, pero no pudo encontrarla, y se sintió decepcionado y consternado. Después de su reciente conversación, no creía que ella hubiera desaparecido para aumentar su interés, pero eso era exactamente lo que había ocurrido. También estaba bastante claro que ella no iba a caer fácilmente en sus brazos. Aquella huida era un desafío inconsciente, desafío que él iba a aceptar.

—Qué muchacha más guapa —le dijo Finn—. ¿Quién es?

—La dama de compañía de la reina.

—Vaya, no es de las mujeres que tú frecuentas. ¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?

—Yo siempre sé lo que estoy haciendo.

—De todos modos, es terreno pantanoso, hermano. Te arriesgas demasiado.

—Te agradezco la preocupación, pero tú, precisamente, deberías saber que tus miedos no tienen base.

—Lo he dicho exactamente por ese motivo, porque yo he pasado por lo mismo.

Leif sonrió con ironía.

—Ya lo sé.

—Alguien tiene que guardarte las espaldas.

—Y yo no querría que lo hiciera nadie más que tú. Sin embargo, esto debo hacerlo yo solo.

—Ah, ¿de veras?

—Sí.

—Vaya, vaya. Así que esa chica te ha encandilado, ¿eh?

—Métete en tus cosas.

Finn se echó a reír.

—Me voy a tomar eso como un «sí» —dijo, y observó a Leif con atención—. Pero no me digas que la dama se resiste a tu cara y a tu encanto. No me lo creería.

—Yo le gusto mucho, pero ella todavía no lo sabe.

—Confío plenamente en tu poder de seducción. Sin embargo, mientras lo consigues, ahí tienes a una mujer mejor dispuesta. Esa belleza morena de ahí no te ha quitado los ojos de encima en toda la noche.

Leif siguió la dirección de la mirada de su hermano y vio a la mujer en cuestión. Ella le dedicó una sonrisa. Él la estudió durante unos segundos, pero luego apartó la vista.

—Te la dejo a ti.

—Después no digas que no te ofrecí la oportunidad.

Finn lo dejó y atravesó la sala. Un instante después, estaba hablando con la atractiva mujer morena. Leif siguió observándolos durante un minuto y, después, se bebió el resto de su aguamiel mientras se preguntaba el porqué de su propio comportamiento. Aunque hubiera sido muy fácil conquistar a aquella mujer, solo sentía indiferencia, cuando, pocos días antes, la habría considerado digna de sus atenciones. Se dio la vuelta y fue en busca de otra copa de aguamiel.

Astrid permaneció despierta durante mucho tiempo. No podía quitarse de la cabeza la conversación que había mantenido con Leif. Él no había intentado disimular sus intenciones; al contrario, había sido muy claro. Si ella aceptaba sus atenciones, se convertiría en su amante, no en su esposa. Aunque, en realidad, no tenía ganas de ser ninguna de las dos cosas. Hacía algún tiempo, la idea de casarse con un hombre así no le habría causado desagrado. Como el matrimonio era inevitable, todas las chicas querían tener un novio viril y guapo.

Antes nunca se le hubiera ocurrido cuestionar ninguna de aquellas cosas, ni tampoco en el presente. Y, de todos modos, sus dudas no hubieran tenido ningún peso, si las hubiera expresado: la última de las preocupaciones de su tío sería complacerla a ella cuando tuviera que buscarle un marido. Su prometido podría ser feo, viejo o cruel, o las tres cosas a la vez, y al conde Einar no le importaría lo más mínimo. Si era necesario, la casaría a la fuerza.

Tuvo una sensación de resentimiento muy familiar, e intentó imaginarse un mundo en el que las mujeres fueran libres para tomar aquellas decisiones, y no estuvieran sujetas al poder de los hombres. Era una fantasía muy agradable.

Mientras, mantener una aventura con Leif sería desastroso. Ya habían pasado juntos más tiempo del que era aconsejable, y ella no quería darle pie a que pensara que podía convertirse en su próxima conquista. Su opinión no debería importarle, porque solo eran unos conocidos que no iban a verse nunca más cuando terminaran las celebraciones. Aquello le dio un poco de alivio, pero también le produjo una punzada de consternación. Leif era muy guapo y agradable, y estaba lleno de vida. Sospechó que no iba a ser fácil de olvidar.

Tres

Dos días después, se marchó el primer grupo de invitados. La boda ya había terminado, y Astrid pensó que, a partir de aquel momento, sería más fácil volver a la cotidianeidad. Debería sentirse contenta por ello, pero, inexplicablemente, se sentía inquieta, aunque no tuviera ningún motivo para ello. Tal vez fuera una consecuencia normal de las emociones de las fiestas de aquellos últimos días. Cualquiera podía echarlas de menos cuando terminaban.

No tenía ganas de volver a la sala principal, ni a las dependencias de su señora, así que se dio la vuelta para salir de la casa y dar un paseo. Quería animarse un poco. Iba tan ensimismada que no se percató de que un hombre caminaba hacia ella hasta que lo tuvo delante y, para entonces, ya no pudo retroceder y escapar.

Leif sonrió.

—Qué sorpresa tan agradable.

—¿Sorpresa, mi señor?

—Está bien. Admito que os he seguido. O, más bien, me fijé en qué camino ibais a recorrer y tomé un atajo.

—¿Por qué?

—Porque echo de menos vuestra compañía.

—Eso me resulta difícil de creer.

—Es cierto. Además, no pudimos terminar nuestra conversación de la otra noche.

—Yo creo que sí.

—Si os he ofendido, lo siento mucho.

—Olvidadlo.

—Ojalá fuera tan fácil. No he podido pensar en otra cosa —dijo él—. Tenemos que hablar.

A ella se le aceleró el pulso.

—Ya hemos dicho todo lo que había que decir.

—No, no es cierto.

Leif la miró fijamente, esperando, y ella suspiró. Como no iba a poder convencerlo de que le permitiera continuar su camino, Astrid pensó que la manera más rápida de conseguirlo sería dejar que hablara.

—Está bien.

—Me disculpo, si mis modales os parecieron bruscos. Es por haber pasado tanto tiempo entre guerreros. Me falta práctica para conversar con más suavidad.

—Sí, es cierto, pero no importa.

—Bueno, en realidad, hay ciertas cosas que es mejor decir directamente.

—Decidlas, pues.

—Dentro de pocos días me marcho a mis tierras de Vingulmark. La casa está en manos de un administrador y hay asuntos que requieren mi atención.

Aquella noticia le causó a Astrid emociones inesperadas. Ya no iban a verse más, y ella se dio cuenta de que iba a echarlo de menos mucho más de lo que había pensado.

—Sí, lo entiendo.

—Venid conmigo.

Ella se quedó mirándolo anonadada.

—¿Cómo?

—Ven conmigo, Astrid.

—Debéis de estar loco.

—Tal vez. Lo único que sé es que no quiero dejarte aquí. Quiero que estés conmigo.

Entonces, Leif le rodeó la cintura con un brazo, y se le acercó. Ella notó su calor, y percibió su olor. Con el pulso acelerado, recibió un suave roce de los labios de Leif en los suyos; poco a poco, el beso se convirtió en algo más seguro, más seductor, y ella abrió la boca para permitir que sus lenguas se acariciaran. Astrid tuvo sensaciones desconocidas mientras él la estrechaba contra sí; el beso se hizo más y más íntimo, y ella notó el comienzo de su excitación. De repente, el deseo se transformó en algo parecido al pánico, y se puso muy tensa. Apartó la cabeza.

Él se retiró un poco para mirarla a la cara.

—¿De qué tienes miedo, Astrid? No puedes pensar que voy a hacerte daño.

Ella negó con la cabeza, pero sabía, por instinto, que aquel hombre tenía el poder de hacerle mucho daño. Ella no era la mujer a la que él deseaba realmente.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—No voy a ir contigo a Vingulmark.

—¿Por qué no?

—¿Cómo puedes preguntar eso?

—Sabes lo que siento por ti, y creo que no te soy indiferente.

—Te equivocas.

—Se te da muy mal mentir, Astrid.

—No es una mentira.

—¿No? Entonces, mírame y dime que no sientes nada.

—Confieso que me gustas, y que lo he pasado bien en tu compañía, pero esto no tiene futuro. Lo sabes tan bien como yo.

—Lo único que sé es que no he podido dejar de pensar en ti desde que nos conocimos. Cuando estoy despierto, pienso en ti. Cuando estoy dormido, sueño contigo.

—No puedo hacer lo que me estás pidiendo.

—No tienes nada que temer. Yo te trataría muy bien. Te daré todo lo que desees, si está en mi mano.

—¿Me ofrecerás un matrimonio honorable, Leif?

—Por experiencia propia, sé que hay muy poco honor en un matrimonio, y no voy a hacer falsas promesas —dijo él, sin vacilar—. Creo que ya te lo había insinuado.

—Sí, es cierto, y te agradezco esa sinceridad.

—No quiero tu gratitud, Astrid. Te deseo a ti, pero no quiero que haya ningún engaño entre nosotros. Si vienes conmigo, será con los ojos abiertos.

—Ya los tengo abiertos, y no voy a ir contigo.

«Amas a otra mujer», pensó.

—No tienes por qué decidirlo ahora. Tómate un poco tiempo para pensarlo.

—No tengo nada que pensar. No voy a ser la amante de ningún hombre.

Entonces, Astrid siguió caminando apresuradamente por el pasillo. Leif la observó durante unos instantes, con la tentación de seguirla. Sin embargo, sabía que lo que quería de ella no podía obtenerlo a la fuerza. Su oferta había sido impulsiva, pero no se arrepentía de haberla hecho, aunque ella lo hubiera rechazado. Debería haberse preparado mucho mejor para eso. Además, también era absurdo que se sintiera tan decepcionado.

Astrid regresó al edificio un poco más tarde, y apenas se fijó en los caballos sudorosos ni en el grupo de hombres que había junto a la sala principal. No quería ver a nadie hasta que hubiera podido recuperar la compostura, así que se dirigió hacia la sala de la reina. El encuentro con Leif la había dejado agitada por muchos motivos. El principal era que él estaba en lo cierto: ella no sentía, precisamente, indiferencia. Seguía recordando su beso, y sabía que una atracción tan fuerte como la que él le había provocado solo podía llevar al desastre. Afortunadamente, había prevalecido el sentido común.

Cuando llegó a la sala de la reina, se lavó la cara y se peinó, y se sintió más calmada, más capaz de enfrentarse al mundo. Estaba a punto de salir de nuevo, pero Ragnhild apareció en la puerta. Al ver a Astrid, la reina sonrió.

—Esperaba encontrarte aquí.

—Perdonadme. He ido a dar un paseo.

—Entonces, no te has enterado.

—¿De qué, alteza?

—Tu tío acaba de llegar.

Astrid la miró con consternación.

—¿Mi tío? ¿Qué está haciendo aquí?

—Me imagino que te lo dirá él mismo. Quiere hablar contigo —dijo Ragnhild, e hizo una pausa—. Yo quería prepararte primero.

—Os lo agradezco. Ha sido muy amable por vuestra parte.

—Él está en la sala.

Astrid se detuvo en el umbral y observó con inquietud a los recién llegados. Había seis hombres que estaban calmando su sed con cerveza. Ella no tuvo problemas para distinguir la corpulenta figura de su tío. Era un hombre de estatura media, pero muy fornido, y a Astrid le recordaba a un oso.

Respiró profundamente y entró a la sala principal.

Su tío no la vio hasta que uno de sus acompañantes tosió discretamente para avisarlo de su presencia. Se giró hacia ella y la estudió con sus ojos oscuros, mirándola con frialdad. Después, asintió para dar su aprobación, casi de mala gana.

—Vaya, vaya. El polluelo se ha convertido en un cisne.

Ella hizo una reverencia.

—Vuestra visita es una sorpresa, mi señor.

—Sin duda.

—¿Puedo preguntaros qué os trae por aquí?

—Sí, puedes —dijo él. Apuró su copa de cerveza y se la entregó a un sirviente—. He venido para llevarte a Vingulmark.

A ella se le encogió el estómago.

—¿Mi señor?

—Te he encontrado un marido. Vas a casarte.

Fue como si le hubieran dado un puñetazo y, durante un momento, Astrid no pudo articular palabra.

—¿Por qué me miras así, chica?

Ella podría haber dicho muchas cosas, pero todas estarían llenas de ira, y crearía una escena en público. Intentó controlarse.

—Perdonadme. Es que… me ha pillado desprevenida, eso es todo.

Él gruñó.

—No me extraña. Seguramente, pensabas que me había olvidado por completo del asunto. Admito que debería haber ocurrido antes, pero estaba ocupado en otras cosas. Sin embargo, todo ha salido bien. Tu futuro marido pertenece a la familia más influyente de Vingulmark.

Astrid se humedeció los labios resecos.

—¿Puedo preguntar su nombre?

—Por supuesto. Vas a casarte con el Jarl Gulbrand.

Ella contuvo su resentimiento e intentó dominar también el pánico. Su tío había dicho la verdad: el conde Gulbrand estaba emparentado con la casa real. Era primo del príncipe Hakke y, como él, tenía mala reputación, tanto en el campo de batalla como en lo demás.

—¿Y cuándo se celebrará la boda?

—El mes que viene.

—Pero… si solo faltan dos semanas.

—Tiempo suficiente. Nos vamos mañana.

—No puedo marcharme tan pronto. Aquí tengo deberes.

Él entrecerró los ojos.

—Tus deberes aquí han terminado. Prepárate para salir al amanecer.

Era una despedida. Astrid escapó de la sala apresuradamente. Ragnhild la alcanzó en el pasillo.

—Lo siento muchísimo, Astrid. Yo también me he quedado horrorizada.

—¿No hay ningún modo de evitar esto?

—Ojalá lo hubiera, pero tu tío es tu tutor, no yo.

—¿Y no puede intervenir el rey?

—Tampoco tiene jurisdicción en esto.

Astrid pestañeó para que no se le cayeran las lágrimas.

—Entonces, estoy perdida.

Cuando Leif paseó la mirada por la sala principal, al día siguiente, no vio a la persona que buscaba. Se preguntó si Astrid no estaría evitándolo, pero pensó que no debía de ser así, puesto que Ragnhild tampoco estaba allí. Sin duda, Astrid estaba con ella.

Sin embargo, era frustrante para él. Su ausencia hizo que se diera cuenta de lo mucho que deseaba verla, hablar con ella y convencerla…

—En el nombre de Tyr, ¿qué está haciendo él aquí?

La pregunta de Finn lo sacó de su ensimismamiento. Siguió la mirada de su hermano y, al ver al conde Einar, frunció el ceño.

Las tierras del conde estaban muy cerca de las suyas, pero ese era la única vecindad que había entre ellos. Aunque nunca había habido hostilidad, era bien sabido que muchos de los amigos y aliados de Einar tenían relación con la casa real de Vingulmark. La derrota de Eid debía de haber sido un golpe. Él no podía haber previsto eso, ni el resto de los acontecimientos, cuando había puesto a su sobrina a servir de dama de compañía de lady Ragnhild, en casa de Sigurd Hjort, hacía varios años.

—Buena pregunta —respondió.

—No creo que nada bueno.

—No va a crear problemas aquí, eso tenlo por seguro.

—De todos modos, no me gustaría tenerlo a la espalda.

—En eso tienes razón —dijo Erik—, pero yo, como Leif, creo que no va a causar problemas aquí. Ha venido a recoger a su sobrina.

—¿Adónde la lleva?

—A Vingulmark. Parece que va a casarla.

Leif se quedó inmóvil.

—¿Que la va a casar?

Erik asintió.

—Sí.

—¿Y cómo lo sabes tú? —preguntó Finn.

—Ingolf se lo ha oído decir a uno de los hombres de Einar.

Finn miró a Leif.

—Parece que, entonces, no tienes nada que hacer.

Leif tomó su copa con despreocupación.

—Sí, eso parece.

—No importa. Hay muchas más aves en el cielo, ¿eh?

—Como tú digas.

Erik lo miró especulativamente.

—¿Te gustaba?

Aquello era un eufemismo, pero Leif no estaba dispuesto a confesarlo. Se encogió de hombros.

—Algunas veces se gana, y otras, se pierde.

—Sí, muy cierto. Además, Finn tiene razón. El mundo está lleno de mujeres bellas.

Finn sonrió.

—¿Os acordáis de aquella pelirroja de Alfheim que…?

Leif casi no lo oyó; todavía estaba intentando asimilar lo que acababa de oír. No se lo esperaba. Y tampoco se esperaba su propia reacción. Creía que iba a tener tiempo de sobra para convencer a Astrid. Sin embargo, ya no tenía tiempo para conseguir su objetivo, y eso le hizo sentir emociones inusitadas. Sonrió burlonamente para sí mismo. Había perdido, y eso sucedía a menudo. Lo único que ocurría era que nunca hubiera pensado que le importaría tanto.

A la mañana siguiente, Astrid se marchó con su tío y su séquito. Había sido muy duro despedirse de todo el mundo y, en particular, de Ragnhild.

—Voy a echarte de menos, Astrid.

—Y yo a vos, mi señora.

La reina la abrazó y, al oído, le murmuró:

—Si alguna vez me necesitas, ya sabes donde estoy. No lo olvides.

—No lo olvido.

Ragnhild dio un paso atrás y sonrió.

—Te deseo un buen viaje. Que los dioses te acompañen.

Después, el grupo salió a la calle. Los caballos estaban ensillados, esperando. Astrid montó con el corazón en un puño, y miró a su alrededor intentando grabarse aquella escena en la mente. Estaba segura de que no volvería a ver a su amiga, ni tampoco aquel lugar. Entonces fue cuando vio a Leif. Estaba a algunos metros de distancia, entremezclado con un grupo de curiosos. Por un instante, sus miradas se cruzaron, y ella vio que asentía levemente a modo de saludo. Astrid tuvo un sentimiento de pérdida y se entristeció aún más. Hizo acopio de valor y devolvió el saludo.

Aquel gesto de cortesía no pasó desapercibido.

—¿Qué interés tienes allí?

Astrid se sobresaltó al oír la voz de su tío, y la irritación desplazó unos instantes a su tristeza. Se controló, y dijo:

—No tengo ningún interés. Solo he saludado a un conocido.

Aquella mentira debió de satisfacer a su tío, porque gruñó y puso en marcha a su caballo.

—Vamos. Es hora de salir.

Entonces, la comitiva se puso en camino.

Leif los vio alejarse con el rostro impasible. Entonces, los hombres que estaban a su lado se marcharon también.

—Parece que todo el mundo se va de repente —dijo Harek.

Bjarni sonrió.

—La batalla ha terminado. La fiesta ha terminado. No hay muchos motivos para quedarse.

Leif convino en silencio con aquello, aunque por motivos muy distintos. Harek lo miró.

—¿Y ahora qué?

—Nos vamos a Vingulmark —dijo Leif.

—Sí. ¿Cuándo?

—En cuanto hayáis recogido vuestras cosas. Decídselo a los demás.

Mientras sus hombres se marchaban, Leif se quedó a solas. La comitiva casi había desaparecido de la vista, y él se permitió una sonrisa de ironía. Bjarni tenía razón: todo había terminado. Era hora de seguir adelante.

Cuatro

Tiempo después, Astrid recordaría pocas cosas de aquel viaje. Tan solo la sensación de aislamiento, que era cada vez mayor, y el miedo al futuro. Y la ira. ¿Estaba mal que quisiera ser la dueña de su destino, en vez de ser utilizada para favorecer las ambiciones políticas de los hombres? ¿Estaba mal que se rebelara ante el hecho de que un extraño la usara como yegua de cría? Además, la reputación del conde Gulbrand y de su familia no la tranquilizaba.

Su único motivo de alegría fue reencontrarse con Dalla, una sirvienta que la había cuidado cuando llegó a la casa de su tío, hacía seis años, hasta que ella misma se marchó a servir como dama de compañía de Ragnhild. Dalla era la única persona que le había demostrado algo de amabilidad y afecto. Aparte de algunas arrugas nuevas, Dalla no había cambiado. Saludó a Astrid con alegría y la ayudó a instalarse.

—Sé que no va a estar durante mucho tiempo con nosotros, mi señora.

—No, no mucho —respondió ella—. Es una pena.

Dalla la miró con perspicacia.

—Bueno, espero que podamos hacerle agradable la estancia.

—Seguro que sí, y me alegro mucho de verte.

—Y yo a vos, mi señora. Quién lo hubiera pensado, ¿eh?

—Sí, quién…

—Yo estaba segura de que lady… Perdonadme, la reina Ragnhild os habría encontrado ya un marido guapo.

Sin motivo alguno, le vino a la cabeza Leif, y su recuerdo fue muy vívido e inquietante. Astrid suspiró.

—Por desgracia, la reina no es mi tutora.

—Seguro que no ha sido por falta de pretendientes. Os habéis convertido en toda una belleza.

—Para lo que me va a servir…

—Vamos, vamos. Las cosas todavía pueden salir bien.

Astrid lamentó no poder compartir aquel optimismo.

Tal y como Leif esperaba, había muchas cosas que hacer a su llegada a Vingulmark, empezando por el cambio del sistema imperante. En ausencia del amo, el administrador y algunos de los sirvientes se habían vuelto negligentes. Rápidamente, Leif les explicó que las cosas no podían continuar así. Con el apoyo de Finn y Erik, y con la ayuda de otros treinta hombres acostumbrados a la acción, la situación cambió de la noche a la mañana. Cuando comprendieron que el trabajo descuidado y mal hecho iba a recibir un castigo, los remisos cambiaron inmediatamente de actitud. Además, nadie sabía cuándo iban a aparecer el amo o su familia, y no querían correr riesgos. A los pocos días, la finca se convirtió en un lugar tan activo como un hormiguero.

Leif no perdió el tiempo a la hora de familiarizarse con las tierras. Las recorrió a caballo, en compañía de Finn o de Erik, y comprobó que la mayor parte eran cultivables, y que también había una gran zona boscosa, cosa que Finn celebró.

—La caza debe de ser muy buena por aquí. Con tu permiso, tomaré a unos cuantos hombres mañana y vendré a investigar.

Leif asintió.

—Me parece bien. Nos vendrá bien la carne fresca.

—Eso pensaba yo. ¿Quieres venir?

—No, esta vez no. Tengo que atender otros asuntos.

—Bien —dijo Finn.

—A propósito, ten cuidado de cazar dentro de nuestros límites. No quiero que haya problemas con nuestros vecinos.

—¿Con el conde Einar?

—Entre otros.

—Como desees —dijo Finn, y siguió la mirada de su hermano hacia el arroyo que marcaba la frontera norte de sus tierras—. Hablando del conde Einar, ¿crees que nos enviará una invitación para la boda de su sobrina?

Sus compañeros sonrieron.

Lo dudo mucho —dijo Bjarni—. Y, de todas formas, ¿a ti te gustaría meter la cabeza en la boca del lobo?

—Ni a cambio de un trago gratis —dijo Ingolf.

—Exacto. Seríamos tan bienvenidos como la sífilis en una casa de putas.

Los hombres se echaron a reír y, mientras seguían cabalgando, el tema de conversación fue cambiando. Leif no participó en ella, porque estaba preocupado con otras cosas. La burlona pregunta de su hermano le había causado agitación. Aunque, desde su llegada, había estado ocupado de la noche a la mañana, no había conseguido quitarse a Astrid de la cabeza. Ella siempre aparecía en su mente, aunque él estuviera recogiendo heno con la horca o arreglando un vallado. Y volvía de noche, cuando ya se había acostado. Sus ojos de color violeta no le dejaban conciliar el sueño. Entonces, recordaba aquel breve beso robado, y su olor y su sabor…

—¿Estás bien? —le preguntó Finn.

Leif miró a su hermano.

—Claro. ¿Por qué?

—Estabas a kilómetros de distancia —dijo Finn, sonriendo, y señaló con la cabeza hacia el norte—. ¿A kilómetros en aquella dirección, tal vez?

La respuesta fue sucinta y profundamente insultante. Finn estalló en carcajadas.

Astrid evitó a su tío en la medida de lo posible; durante los primeros días después de su llegada, permaneció en la sala reservada a las damas de la casa y en las habitaciones contiguas. Sin embargo, aquel confinamiento terminó por hastiarla, y comenzó a dar un paseo diario para volver a familiarizarse con el lugar. Su tío le permitió hacer aquellas excursiones, pero siempre acompañada por dos de sus hombres. Su confianza en ella solo llegaba a ese punto, y eso no contribuía a mejorar el estado de ánimo de Astrid.

Por otra parte, ya se estaban haciendo los preparativos para la boda. Su tío estaba organizando una gran fiesta para la ocasión y, sin duda, para impresionar a los nobles invitados que iban a acudir a ella. Iban a asar tres cerdos enteros, venados y varias docenas de pollos. Los matarifes ya estaban trabajando. Los pescadores de su tío les proporcionarían carpas, tencas y lucios. Los panaderos estaban preparando hogazas, y los cerveceros preparaban cerveza y aguamiel.

Sin embargo, a Astrid no le mareaba el hecho de pensar en toda aquella comida. Lo que más le preocupaba era la noche de bodas, y el hecho de tener que soportar una intimidad no deseada. Cerró los ojos y volvió a ver el establo, el compartimento vacío y a su primo, con los pantalones abiertos, exhibiendo su miembro erecto. Ella se había quedado mirándolo con fascinación y horror. Él había sonreído.

—¿No te gustaría tener esto dentro? —le había preguntado.

Astrid había negado con la cabeza, espantada, y había retrocedido, pero él había conseguido agarrarla del brazo.

—Vamos, vamos, sabes que quieres.

Rápidamente, ella le había mordido en la mano. Él soltó una maldición, pero la soltó, y ella echó a correr.

Después de aquel incidente, Astrid no había vuelto a hablar de ello. Habría causado un gran revuelo y, de todos modos, habría sido su palabra contra la de su primo. De todos modos, lo había evitado siempre que era posible y se había asegurado de no volver a quedarse a solas con él. Le resultaba difícil olvidar el disgusto y el miedo, pero poco a poco lo había relegado al fondo de su mente.

No estaba segura de por qué volvían a cobrar tanta fuerza aquellos recuerdos. Ella era una mujer adulta que conocía los acontecimientos de la vida, y el matrimonio era uno de ellos. Sin embargo, eso podía estar muy bien cuando ambos contrayentes daban su consentimiento, pero no cuando iban a tratarla como si fuera un mueble. Todo su ser se rebelaba contra aquello.

A su tío, todo aquello no iba a importarle en absoluto. Tenía la autoridad necesaria para decidir el futuro de su sobrina, y la obligaría a someterse de un modo u otro. La obligaría a casarse con Gulbrand. Ya no tenía más opciones.

¿Seguro? Por enésima vez, recordó la última ocasión que había hablado con Leif. «Si vienes conmigo, será con los ojos abiertos». Al oírlo, ella había adoptado una actitud muy moralista y había hablado de la honorabilidad del matrimonio, la misma institución que su tío iba a utilizar para convertirla en la prostituta de Gulbrand. Leif se divertiría mucho si lo supiera. A Astrid se le llenaron los ojos de lágrimas. Él nunca le hubiera prometido lo que no podía prometer y, seguramente, su tiempo juntos habría sido muy breve. Sin embargo, ella tenía la sensación de que unos meses a su lado habrían merecido mucho más la pena que toda la vida junto a Gulbrand. Si tuviera que elegir de nuevo…

Oyó el sonido de un galope y se detuvo muy sorprendida al ver una columna de jinetes que se aproximaba. Al menos, debía de haber cincuenta. Estaban demasiado lejos, pero su presencia la inquietó. ¿Podría ser que Gulbrand hubiera llegado con antelación? Era importante averiguarlo, así que entró en la cervecería, donde podía observar sin ser vista, y esperó.

El grupo se acercó. Sus armas y sus yelmos brillaban bajo el sol. Era una comitiva de nobles; tenía que ser Gulbrand. A Astrid se le formó un nudo en el estómago. No obstante, cuando pudo distinguir a los hombres se dio cuenta de que la comitiva iba precedida por Hakke. ¡Hakke! ¿Qué estaba haciendo allí? Ella no era tan ingenua como para pensar que había ido, tan solo, para asistir a la boda de su primo Gulbrand.

Los jinetes se detuvieron ante la casa. Hakke desmontó y el conde Einar se apresuró a darle la bienvenida. Los dos hombres conversaron brevemente y entraron en el edificio. Astrid se mantuvo escondida y, tras unos minutos, tomó el camino más largo para volver al edificio.

De repente, un sirviente se interpuso en su camino, y ella tuvo que desviarse ligeramente para evitar el choque. El hombre le hizo una reverencia.

—Disculpad, mi señora.

A ella se le aceleró el corazón al reconocer aquella voz. No podía ser cierto. Tenían que ser imaginaciones suyas. Observó con suma atención la vestimenta humilde del sirviente, pero, al ver la cara que había debajo del capuchón, y la inconfundible sonrisa, sus dudas se desvanecieron.

—¡Leif! ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a verte.

Ella miró hacia atrás furtivamente, con la esperanza de que nadie los estuviera viendo.

—Debes de estar loco.

—Tal vez. Lo único que sé es que no consigo sacarte de mi cabeza. Tenía que verte.

—Corres un grave riesgo.

—No tan grave.

—¿Cómo has sabido dónde podías encontrarme?

—Llevo un par de días vigilando la casa, esperando la ocasión para poder hablar contigo.

—Es demasiado peligroso para ti.

—Entonces, ¿sería para ti un motivo de preocupación que me atraparan?

—Por supuesto que sí. ¿Cómo puedes preguntarme eso? —dijo ella, y miró de nuevo a su alrededor. Al no ver a nadie, sintió alivio, además de otras emociones confusas.

—Necesitaba saberlo —dijo él.

Dio un paso hacia ella y la tomó por la cintura.

A ella se le entrecortó la respiración.

—Por favor, dime lo que hayas venido a decir y sal de aquí mientras puedas.

—¿Quieres casarte con Gulbrand?

—Mi tío no me consultó para arreglar este matrimonio. Él es quien desea esta alianza.

—No has respondido a la pregunta.

A ella se le formó un nudo en el estómago.

—¿Astrid?

—No, no quiero casarme con él.

—Entonces, no lo hagas. Mi oferta sigue en pie.

—Esto no es justo, Leif.

—La justicia no tiene cabida con hombres como Einar y Gulbrand. Te casarán enseguida, si lo permites.

—Lo dices como si fuera una elección fácil.

—Es una elección fácil, pero solo tú puedes elegir.