La novia desafiante - Joanna Fulford - E-Book
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La novia desafiante E-Book

Joanna Fulford

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Beschreibung

Eran tiempos difíciles para el amor… Lady Elgiva, hermosa y valiente, era un trofeo tan apetecible como la tierra que ya dominaban los vikingos. El jefe Wulfrum se había quedado con sus posesiones y también se quedaría con ella, sería su esposa aunque no quisiera. Wulfrum era un guerrero de leyenda, pero la tenaz Elgiva sería la prueba más difícil que jamás había tenido que afrontar. Sin embargo, su reacción cuando la tocaba le indicaba que sentía la misma pasión devoradora que él. Esa batalla arrolladora sólo podía terminar de una manera…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Joanna Fulford.

Todos los derechos reservados.

LA NOVIA DESAFIANTE, Nº 490 - octubre 2011

Título original:The Viking’s Defiant Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-016-5

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Epílogo

Promoción

Prólogo

Dinamarca, año 865

Sólo se oía el crepitar de las llamas en la chimenea del enorme salón. La luz trémula de las antorchas iluminaba los rostros graníticos de los guerreros que se habían congregado por la noticia que habían recibido. Todos los corazones albergaban dolor e incredulidad y todas las miradas se dirigían hacia los tres hermanos sentados a la mesa que había en una tarima. Los hijos de Ragnar Lodbrok interrogaron al mensajero con serenidad, pero sus rostros también reflejaban dolor, incredulidad y rabia.

—¿Ragnar ha muerto? —preguntó Halfdan en tono sombrío y con los puños apretados sobre los brazos de su asiento—. ¿Estás seguro?

—Completamente seguro, mi señor.

A la derecha de Halfdan, el jefe Wulfrum estaba muy quieto y con el rostro inexpresivo, aunque sus ojos azules eran dos témpanos de hielo. Su mano agarró involuntariamente la empuñadura del puñal, como había hecho su hermano de armas, aunque su cabeza no conseguía aceptar la muerte de Ragnar. Ragnar el guerrero, el líder, el valeroso, el poderoso, el respetado, un príncipe para su pueblo. Ragnar el Terrible, cuyos barcos sembraban el terror en el corazón de sus enemigos cuando los veían. Ragnar, que había sido como un padre para él, quien lo encontró el día que, a los diez años, se quedó entre las cenizas de su casa y de los cuerpos asesinados de sus familiares. Ragnar, cuya bondad ruda y desatenta había adoptado al hijo de su mejor amigo y lo había criado como propio, quien le había regalado su primera espada, le había enseñado todo lo que sabía y lo había elevado a la categoría de guerrero. Ragnar se había ido y su fuego se había apagado para siempre.

Wulfrum no expresó lo que pensaba y ocultó el dolor como lo hizo hacía muchos años. ¿Por qué ironía del destino se salvaba siempre cuando mataban a quienes él amaba? Demasiado amor y cariño hacían que un hombre fuese vulnerable. Ésa fue una lección que aprendió pronto, una lección confirmada dolorosamente en ese momento. Si no amabas, no podían hacerte daño. ¿Era ésa la manera que tenía un hombre de protegerse? Apretó la mandíbula. No quedaría impune. La rivalidad sanguinaria que mató a su familia cuando era niño tuvo un desenlace mucho más sangriento cuando ese niño se hizo hombre. ¿Cuánto más, entonces, la muerte de Ragnar?

Halfdan lo sacó de sus pensamientos cuando hizo la pregunta que todos se hacían.

—¿Cómo?

—Al acercarnos a la costa de Northumbria, se desencadenó una tormenta espantosa y muchos de nuestros barcos naufragaron. Los soldados del rey Ella atacaron a quienes conseguimos llegar a tierra. Nos superaban ampliamente en número y mataron a muchos. Lord Ragnar fue hecho prisionero. El rey ordenó inmediatamente su muerte —el mensajero hizo una pausa y tomó aliento—. Lo arrojó vivo a una fosa con serpientes venenosas.

Todos los presentes dejaron escapar un sonido de espanto.

—¿Cómo sobreviviste, Sven? —preguntó Invarr con frialdad y mirándolo de los pies a la cabeza.

—Conseguimos volver al barco y nos adentramos en el mar —contestó Sven aguantando su mirada—. Volvimos al amanecer y Bjorn bajó a tierra. Habla la lengua sajona y se enteró de la verdad en el mercado. Dijeron que Ragnar, antes de morir, entonó una canción fúnebre y profetizó que sus furiosos hijos lo vengarían. Entonces, se rio. Dijeron que murió riéndose.

Todos tuvieron la sensación de que podían oír las carcajadas y sus corazones se conmovieron. El valor de Ragnar era legendario y su muerte tuvo que ser valerosa. Naturalmente, era una desdicha que no hubiese llegado en el campo de batalla porque no podría ir al Valhalla y disfrutar del banquete en el palacio de Odín.

—¿No intentasteis vengar a Ragnar? —preguntó Hubba.

—¿Para qué? Éramos un puñado contra cientos.

Hubba fue a agarrar el hacha que tenía al lado, pero Halfdan sacudió la cabeza.

—Sven tiene razón. Habría sido una locura intentar atacar a Ella en esas circunstancias. Peor aún, habría sido una estupidez. Lucharemos en otro momento.

—¿Estás diciendo que Ragnar murió en vano? —preguntó Hubba con rabia.

Wulfrum, silencioso y serio, esperó la respuesta y notó que todos sentían la misma ira contenida.

—No. Vengaremos a Ragnar con un ejército como no se ha visto antes —todos miraron a Halfdan cuando se levantó para dirigirse a los congregados—. Enviaremos una flota de cuatrocientas naves.

Wulfrum miró con admiración a su hermano de armas. Lo que proponía sería la mayor incursión vikinga conocida hasta entonces. Se corrigió inmediatamente. No sería una incursión, sería una invasión.

—Que se preparen todos los hombres que puedan blandir una espada o un hacha —siguió Halfdan—. Arrasaremos Northumbria como el fuego un campo seco. Nos enfrentaremos a Ella en su castillo y conocerá el sabor del miedo. Su muerte será lenta, la anhelará mucho antes de que le llegue. Lo juro por mi sangre y la sangre sagrada de Odín.

Se hizo un corte en la palma de la mano con el cuchillo y miró a los ojos de sus hermanos, quienes hicieron lo mismo y mezclaron sus sangres. Entonces, desvió la mirada para dirigirla hacia Wulfrum. Era una invitación y un reconocimiento de la amistad y hermandad. Wulfrum no apartó la mirada de sus ojos mientras desenvainaba en puñal, se hacía un corte y mezclaba su sangre con la de ellos. Según el juramento de sangre, el honor de ellos era su honor y el propósito de ellos, el suyo. Halfdan asintió con la cabeza y se volvió hacia la muchedumbre expectante.

—¿Quién nos acompañará para vengar a Ragnar Lodbrok?

Se oyó un rugido atronador y todos levantaron la mano. Él también levantó la mano para pedir silencio.

—Preparaos. Los dragones del mar partirán hacia Inglaterra dentro de tres lunas.

Se oyó otro rugido.

—Una venganza digna de Ragnar —comentó Wulfrum.

—Será algo más que una venganza, hermano — replicó Halfdan—. Se recompensará con creces a quienes se lo merezcan, tendrán tierras, esclavos para trabajarlas… y mujeres.

Wulfrum sonrió al saber hacia dónde derivaba la conversación.

—Las mujeres sajonas son famosas por su belleza, ¿no?

—Lo son. Además, ya va siendo hora de que tengas una esposa. Un hombre tiene que tener hijos.

—Es verdad. Cuando encuentre una mujer que me complazca lo suficiente, me casaré y tendré muchos hijos.

—Eres muy exigente, pero hasta tú podrías perder el corazón por una belleza sajona.

—Todavía no he perdido el corazón por ninguna mujer. Satisfacen una necesidad, como la comida y la bebida, pero no tienen la capacidad de retenernos mucho tiempo.

—Lo dices porque nunca has estado enamorado.

—No. Tampoco creo que vaya a estarlo. No hace falta enamorarse para tener hijos —Wulfrum se rio—. Mi corazón, me pertenece, hermano, y lo cuido muy bien.

Uno

Northumbria, año 867

Elgiva estaba sentada sobre una alfombra de piel de cabra con los brazos alrededor de las rodillas y los ojos clavados en las llamas del fuego. Se decía que había quienes tenían la capacidad de interpretar el futuro allí. En esos momentos, ella habría dado cualquier cosa por poder hacerlo y resolver el caos que se había adueñado de ella. El dilema era agobiante, pero ¿qué podía hacer? Agradecida por su reconfortante presencia, miró a su acompañante. Osgifu había sido una madre y una confidente. La mujer, ya mayor, entró al servicio de lord Egbert, como niñera, cuando su marido murió. A los cuarenta años, tenía una serenidad hermosa y una figura alta y elegante, aunque tuviese arrugas en el rostro y mechones blancos en el cabello oscuro. Sus ojos grises veían más que los de las demás personas, era conocida por poder ver cosas que se ocultaban a la mayoría de los mortales. Su don estaba en las runas, no en el fuego, pero la precisión de sus palabras era suficiente para que la gente la tratara con veneración, incluso con miedo. Elgiva nunca había tenido miedo, sólo curiosidad. La madre de Osgifu era danesa, la hija de un comerciante que se casó con un sajón. De ella había heredado ese don y muchas historias.

Cuando era una niña, Osgifu la había entretenido con relatos de los dioses escandinavos. De Thor, quien dominaba los truenos; de Loki, quien engañó a Odín; de Fenrir, el lobo… Elgiva había escuchado con fascinación las historias sobre Jotenheim, el mundo de los gigantes de hielo y del dragón Nidhoggr, que roía sin cesar las raíces de Yggdrasil, el fresno que unía la tierra y el cielo. Osgifu también le había enseñado la lengua danesa, aunque en secreto, porque sabía que lord Egbert lo habría censurado. Cuando estaban solas, las dos hablaban su lengua secreta y sabían que sus palabras estaban a salvo de cualquier oído. Sólo ella sabía los secretos del corazón de Elgiva y Elgiva se dirigía a ella cuando tenía algún problema.

La joven suspiró, apartó la mirada del fuego y la dirigió hacia su mentora.

—No sé qué hacer, Gifu. Desde la muerte de mi padre, Ravenswood ha ido deslizándose cada vez más hacia el caos. Mi hermano no hizo nada. Ahora, también está muerto y sus hijos son muy pequeños. El sitio necesita una mano competente.

No añadió «la mano de un hombre», pero Osgifu captó la idea y la verdad que había en ello. Lord Osric, a quien sólo le interesaba la destreza con las armas, la cetrería y la caza, no se había preocupado por gobernar las posesiones de su difunto padre y las había dejado en manos de Wilfred, su administrador. Wilfred, un buen hombre, había realizado bien sus funciones bajo la atenta mirada de lord Egbert, pero después, sin supervisión, había empezado a descuidar pequeñas cosas y a posponer lo que debería haberse hecho inmediatamente. Los siervos tomaron ejemplo de él y Elgiva empezó a comprobar los resultados. Ravenswood, que hasta la fecha siempre había parecido próspero, empezó a parecer abandonado. Los vallados no se arreglaban, la mala hierba crecía entre los cultivos y el ganado estaba mal cuidado. Los tejados de los graneros y almacenes tenían goteras y estaba segura de que el grano y los víveres que había dentro no estaban tan bien contabilizados como deberían. Cuando mencionó esas cosas a Osric, él la desdeñó. El problema empeoró, volvió a comentárselo y recibió una breve reprimenda.

—El sitio de una mujer está en su casa, no inmiscuyéndose en asuntos que no son de su incumbencia.

—Ravenswood sí es de mi incumbencia —replicó ella—, como debería serlo de la tuya.

—Te ocupas de demasiadas cosas, Elgiva —él la había mirado con frialdad—. Si tuvieras un marido e hijos, no tendrías tiempo para meterte en los asuntos de los hombres. Deberías haberte casado hace mucho tiempo.

Elgiva sabía que su hermano tenía razón en eso. Si lord Egbert hubiese vivido, le habría encontrado un novio. No había habido escasez de pretendientes. Ella había amado mucho a su padre y él no había disimulado que fuese la niña de sus ojos. Siempre le había agradado su compañía porque ella sabía hacerle reír. Además, era una amazona audaz y lo acompañaba de caza. Su muerte, hacía tres años, había cambiado todo para peor. Osric, negligente e inepto, se había convertido en el señor de Ravenswood. Elgiva, bien aleccionada en cuestiones domésticas, se ocupó de que esos asuntos fueran sobre ruedas, pero no podía hacer nada sobre el problema general. No obstante, su conversación hizo que Osric tuviera presentes sus obligaciones en lo relativo a su hermana.

—Te encontraré un marido. Son tiempos difíciles y una mujer tiene que tener un protector, aunque sólo sean verdad la mitad de las historias que se cuentan sobre incursiones vikingas.

Eso también era indiscutible, pero ella había dado por supuesto que él lo olvidaría como hacía con todo lo que no se refería directamente a sus intereses personales. Se había equivocado. Un día, como un mes después de la última conversación, él le comunicó que lord Aylwin había pedido su mano. Al principio, ella no supo si reírse o llorar. Aylwin era un lord sajón vecino, rico, respetado y gobernador de tierras fértiles. Había sido amigo de su padre y buscaba otra esposa después de que la primera hubiese muerto hacía unos años. A los cuarenta años, podría ser su padre y sus hijos eran unos hombres adultos, pero seguía siendo fuerte y vigoroso.

Ella lo había rechazado. Aunque no tenía nada contra Aylwin como hombre, sabía que tampoco podía sentir hacia él lo que una mujer tenía que sentir hacia su marido. En realidad, nunca lo había sentido hacia ningún hombre que hubiese conocido. Sin embargo, las mujeres de su categoría no se casaban por amor. Bastaba con que los dos se respetaran. Aunque pensó que eso no servía para ella. Osric no lo entendió.

—¿Tienes algo contra Aylwin?

—No.

—¿Sabes que es rico, que tiene buena reputación y es un hombre respetado?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué lo rechazas?

Elgiva buscó las palabras para poder explicarlo y Osric lo aprovechó para insistir.

—Sabes que lord Aylwin pidió tu mano hace tiempo. —Y entonces dije que no lo amaba. —¿Amar? ¿Qué tiene que ver el amor? Es un matrimonio ventajoso.

—No lo niego. También podría ser mi padre.

—Está en la flor de la vida y será un marido atento. —Yo no voy a consentir sus atenciones. Ella se marchó de la habitación y el asunto quedó zanjado. A pesar de sus defectos, Osric seguía teniendo cierto aprecio especial por su hermana y no iba a obligarla a casarse con quien no quería. La vida siguió como antes hasta que, hacía un mes, el caballo de Osric metió la pezuña en un agujero cuando estaban cazando. Caballo y jinete cayeron con estrépito. El animal se rompió una pata y el hombre, el cuello. La conmoción y el dolor fueron muy intensos. De repente, Elgiva se encontró sola y al cuidado de unas posesiones muy extensas y de dos niños. Cynewise, la esposa de Osric, había muerto de parto cuando tenía veinte años. Era algo muy frecuente y uno de los riesgos del matrimonio para las mujeres, pero para Elgiva fue otro motivo de desasosiego. Sabía que Osric habría vuelto a casarse porque un hombre podía tener varias esposas a lo largo de su vida. Para una mujer sola, el futuro era desolador. Cuando le dijo a Osgifu que no sabía qué hacer, había sido mentira y las dos lo sabían. Tenía que casarse y pronto, pero ¿con Aylwin?

—¿Qué dicen las runas, Gifu?

Elgiva ya sabía lo que iban a decir, pero tenía que confirmarlo. Las runas no mentían nunca. Talladas de la corteza de un fresno, un árbol sagrado para Odín, y con símbolos esotéricos, indicarían el camino como habían hecho antes. Osgifu le dirigió una mirada serena.

—Formula tu pregunta.

Elgiva tomó aliento.

—¿Me casaré con Aylwin?

Se agarró las manos y esperó mientras Osgifu miraba con atención las runas. El silencio se alargó, entrecerró los ojos grises y frunció levemente el ceño.

—Bueno, ¿me casaré? —corrigió Elgiva.

—Sí, te casarás, pero no con Aylwin.

—¿Con quién? —preguntó Elgiva sin salir de su asombro.

—No lo conozco.

—¿Cómo es?

—No lo sé. La parte superior de su cabeza está oculta por un casco. Lleva una cota de malla y una espada grande y tan afilada como los dientes de un dragón.

—¿Un guerrero? Entonces, será un lord sajón. ¿Lo conoceré pronto?

—Bastante pronto.

A partir de ese momento, Elgiva no pudo sacarle nada más a pesar de las preguntas que le hizo.

El misterio arraigó en ella, pero fueron pasando los días y supo que no podía esperar indefinidamente a que un jinete apareciera y la rescatara de todos sus problemas. Una mujer sola era vulnerable. Una mujer con tierras y fortuna lo era doblemente cuando se supiera que no tenía un protector. No sería raro que acabara casándose con un lord ambicioso y despiadado que tuviera una escolta poderosa y no le importara emplear la fuerza. Se estremeció. Era preferible casarse con un hombre respetable que la trataría bien y devolvería a Ravenswood a su esplendor original. Pensó que debería casarse con Aylwin y pronto. El amor estaba muy bien en las historias, pero la vida real no era así. Su hermano había tenido razón. Era un matrimonio ventajoso. Quizá, con el tiempo, llegara a amar a Aylwin. Sería una esposa cumplidora y tendría hijos suyos. Pasó por encima los detalles para no pensar más en el asunto. ¿Podía ser tan escrupulosa cuando niñas de trece o catorce años se casaban todos los días con hombres tres veces mayores que ellas? En ese momento, la cuestión era cómo abordar el asunto. Había rechazado a Aylwin, ¿podía suplicárselo después?

Al final, el asunto se resolvió cuando, unos días más tarde, los sirvientes la anunciaron la llegada de lord Aylwin acompañado por un pequeño grupo de hombres armados. Lo recibió en la sala principal y, una vez hubo saludado, ofreció bebidas a sus hombres y permitió que él hiciera un aparte con ella. Deseó haberlo sabido antes porque se dio cuenta del vestido tan anodino que llevaba y de que tenía el pelo recogido en una trenza sin lazos ni adornos. No era la forma de recibir a un pretendiente. Sin embargo, Aylwin pareció complacido y le sonrió. De estatura media, era un hombre corpulento aunque el pelo y la barba castaños tenían algunas canas. La expresión de su curtido rostro era compasiva y amable, pero sus ojos reflejaban admiración.

Hablaron un rato de Osric y todo lo que dijo él fue correcto, pero no tardó en llegar al verdadero motivo de su visita.

—La muerte de vuestro hermano os deja sola y en una situación muy complicada, milady. Las mujeres tienen que tener un protector en estos tiempos.

Elgiva oyó el eco de las palabras de su hermano y sintió un escalofrío por la espina dorsal. Se le aceleró el corazón al saber lo que se avecinaba.

—Me gustaría ser ese hombre —él hizo una pausa y la miró con un bochorno inusitado—. Ya no soy un jovencito, pero tengo buena salud y puedo protegeros perfectamente. También puedo jurar mi eterna lealtad y devoción.

Elgiva notó que se sonrojaba y que los ojos color ámbar se le velaban un instante. Aylwin, que interpretó mal el motivo, tomó una bocanada de aire.

—Permíteme que te proteja, Elgiva. No te pido que me ames ahora, pero es posible que lo hagas con el tiempo. Entre tanto, estad segura de que seréis amada, milady.

Ella, al captar la sinceridad de sus palabras, lo miró a los ojos.

—¿Os sorprende oírlo?

—No había pensado… quiero decir… —balbució ella sin poder terminar la frase.

—¿Sabéis lo hermosa que sois? —siguió él—. Quise casarme con vos desde la primera vez que os vi. Gundred murió hace cinco años y un hombre se siente solo. Creo que también estáis sola. ¿No podrían consolarse dos personas así?

—Creo que es posible que sí, milord.Él se quedó inmóvil un momento y la miró fijamente a la cara. —Entonces, ¿os casaréis conmigo? —Habría algunas condiciones. —Decídmelas. —Que se preserven los derechos de mis sobrinos y que actuaréis como señor de Ravenswood hasta que ellos puedan serlo por sí mismos.

—Acepto. Si os casáis conmigo, los criaré como a mis propios hijos.

—También pido un plazo prudente de luto por mi hermano.

—Se hará como pidáis.

—Entonces, me convertiré en vuestra esposa el día del solsticio de verano —dijo Elgiva en tono sereno.

Él le tomó una mano y se la llevó a los labios.

—Es un honor que no tenía muchas esperanzas de recibir.

—Intentaré ser una buena esposa para vos — replicó ella.

Faltaban tres meses para la fecha propuesta, pero si lord Aylwin había esperado casarse antes, no dijo nada. Una vez conseguido lo que quería, estaba dispuesto a dar cierto margen porque sabía que no iba a perjudicar a sus intenciones.

—¿Me darás tu mano en público, Elgiva? —le preguntó él entonces—. No pido un festejo por todo lo alto, sé que te espantaría en estas circunstancias, pero ¿una pequeña reunión…?

A Elgiva no le sorprendió la petición. Significaba una declaración pública de intenciones. También era una declaración formal de que Elgiva, y Ravenswood con ella, estaba comprometida y bajo la protección de un lord rico y poderoso. Desde el momento en que se anunciaran sus esponsales, ya era suya y ningún hombre la tocaría. También significaba un respiro, tiempo para acostumbrarse a la idea del trato que acababa de hacer.

—Se hará como queráis, milord.

—Estoy satisfecho —replicó él con una sonrisa.

Ella se había preguntado sin intentaría besarla, pero, para su alivio, no intentó tocarla. Se marchó poco después y Elgiva lo observó alejarse con sus hombres. Entonces, ella fue a buscar a Osgifu. La mujer la escuchó en silencio y con el rostro impasible mientras asimilaba la noticia.

—¿Crees que he hecho mal al aceptarlo? —le preguntó Elgiva para terminar.

—Hiciste lo que pensaste que tenías que hacer por tu bien y el de Ravenswood.

—Aylwin será un buen marido y devolverá el esplendor a estas tierras. No puedo soportar verlas así.

—Lo sé —Osgifu vaciló—, pero ¿podrás ser tú una buena esposa para él?

—Tengo que serlo, Gifu. Ya no hay alternativa. ¿No lo entiendes?

—Sí —ella rodeó los hombros de la muchacha con un brazo—. Creo que no tienes nada que temer. Me parece que será un marido incondicional e indulgente.

Elgiva asintió con la cabeza e intentó ver los aspectos positivos. Ninguna dijo nada sobre las runas.

El festejo por los esponsales transcurrió según lo previsto, fue una pequeña reunión de vecinos y amigos que se juntaron para presenciar cómo se prometían el uno al otro. Era un matrimonio muy acertado en todos los sentidos y nadie objetó nada a la diferencia de edad. Se reconoció unánimemente que Aylwin era un hombre listo porque había conseguido doblar sus posesiones y una esposa muy hermosa a la vez. Elgiva, con un vestido azul con el cuello y las mangas bordadas y el pelo dorado recogido en una trenza con cintas a juego, estaba, efectivamente, muy atractiva. Todo el mundo se dio cuenta de que el novio casi no podía apartar la mirada de ella y que le escogía los mejores cortes de carne y se los servía con las manos, además de vino.

En realidad, ella tenía poca hambre, pero hizo lo posible para disimularlo. Tenía el corazón inusitadamente apesadumbrado, pero como no quería incomodar a sus invitados con un gesto sombrío, sonrió elegantemente e intentó que pareciera como si estuviese disfrutando. Al notar la mirada de Aylwin, la realidad la golpeó como un mazazo; dentro de tres meses, estarían casados y él se acostaría con ella. Tendría que entregarse a él cuando quisiera y tendría hijos suyos. Él ya tenía unos buenos hijos, pero a juzgar por su mirada, pensaba tener más. Elgiva dio otro sorbo de vino para serenarse. Había accedido a aquello voluntariamente y tendría que aceptar las consecuencias. Si iba a ser su marido, tenía que llegar a conocerlo, tenía que saber sus gustos y lo que le complacía. Estaba segura de que podía llevar la casa con eficiencia porque le habían enseñado las tareas domésticas desde que era una niña. Las reglas del dormitorio eran un terreno desconocido para ella, pero no para él. Se recordó tajantemente que no hacía falta amar para que un matrimonio saliera bien… siempre que hubiera respeto. Rezó en silencio para que todo saliera bien.

Cuando terminó el festín y empezó a hacerse tarde, las mujeres se retiraron y dejaron a los hombres en la sala principal. Elgiva sabía que beberían en abundancia y había ordenado a los sirvientes que ofrecieran toda la cerveza e hidromiel que los invitados quisieran. No lamentó excusarse y desear buenas noches a su futuro marido. Él le besó la mano y se la apretó con delicadeza. Su rostro enrojecido y el brillo de sus ojos indicaban que había bebido mucho, pero hablaba sin trabarse y mantenía perfectamente el equilibrio.

—Buenas noches, Elgiva, que duermas bien. Ojalá fuese la noche de bodas y pudiera dormir contigo.

—Todo llegará, mi señor—replicó ella con una sonrisa forzada.

Se marchó para buscar refugio en las estancias de las mujeres.

A pesar de haberse acostado tarde, Elgiva se despertó temprano y se quedó un rato debajo de la manta de piel disfrutando de la calidez de la cama. Aunque la luz grisácea del alba primaveral se filtraba entre las contraventanas, no oyó el canto de ningún pájaro y el gallo tampoco había cantado todavía. Solo los delicados ronquidos de Osgifu alteraban levemente la quietud del nuevo día. La niñera todavía tardaría un rato en despertarse.

Elgiva se levantó y se vistió deprisa porque hacía frío. Luego, se echó un mantón sobre los hombros, fue hasta la puerta y se detuvo para mirar hacia atrás. Osgifu estaba dormida. La miró con una mezcla de amor y decepción. Había confiado en ella. Todavía podía oírle decir que las runas no mentían nunca. Sin embargo, las runas habían mentido y Osgifu se había equivocado. Elgiva se reprendió inmediatamente. ¿Por qué iba a sorprenderle que una persona pudiera equivocarse? No era una niña y ya era hora de que afrontara los hechos y asumiera las responsabilidades que le habían tocado en suerte.

Elgiva salió de los aposentos de las mujeres y cruzó la sala principal. No era el camino más directo para salir, pero tenía hambre y sabía que allí podría encontrar comida sin tener que llamar a un sirviente. Había hombres roncando sobre sus esteras o tumbados en los bancos y entre restos de comida. Después de la cantidad de cerveza e hidromiel que habían bebido, no temió despertarlos y supuso que esa mañana habría más de un dolor de cabeza. Tomó una barra de pan de una mesa y partió un trozo. Estaba quedándose duro, pero se conformaría por el momento. Empezó a masticarlo mientras se abría paso entre los bultos durmientes y arrugó la nariz por el hedor a humo, cerveza derramada y sudor masculino. Al oírla, dos perros la miraron, pero se limitaron a gruñir ligeramente en cuanto la reconocieron. Uno se levantó, agitó la cola y se frotó el hocico con la mano de ella. Elgiva le acarició la cabeza distraídamente y se dirigió hacia la puerta deseosa de salir de la sala, donde se asfixiaba con el recuerdo de una serie de cosas que quería olvidar.

La puerta lateral estaba entreabierta, una clara señal de que no era la primera en salir. Por la ranura pudo ver a un hombre que se aliviaba al otro lado del camino. Estaba de espaldas a ella, pero, a juzgar por su vestimenta, supuso que era uno de los hombres de lord Aylwin. Aprovechó el momento para salir sigilosamente y doblar la esquina del fondo de la sala. Desde allí podía ver sin ser vista. El hombre, una vez satisfechas sus necesidades, volvió por donde había salido y Elgiva pudo ir a los establos sin que la vieran.

Allí también reinaba la quietud. Ni siquiera los siervos se habían despertado todavía. También habían disfrutado de la generosidad de Ravenswood la noche anterior y no había nadie que le interrumpiera el paso a lo largo de la hilera de cajones donde estaba Mara. Al oírla, la yegua castaña giró la cabeza y relinchó levemente. Elgiva agarró las bridas que colgaban del gancho y entró en el cajón. Unos minutos después, estaba sacando al caballo. Una vez al aire libre, se montó a horcajadas y se dirigió hacia el portón. El centinela correspondió a su saludo y lo abrió de par en par. Pasaron despacio entre las casas de la aldea.

Allí sí había algunas señales de vida; una columna de humo que salía de un tejado, un perro que se rascaba delante de una puerta abierta… Ella se imaginó que los habitantes del castillo tardarían bastante en levantarse. Aspiró con agradecimiento el aire fresco de la mañana, aunque no le alivió el estado de ánimo sombrío ni le disipó los pensamientos que lo provocaban. Tendría que volver y representar su papel ante todos ellos.

El orgullo y el sentido del honor familiar la habían llevado a no reparar en gastos para la celebración de sus esponsales. Al fin y al cabo, era un matrimonio excelente que había que celebrar. No sólo uniría dos grandes casas sajonas, también supondría muchas ventajas para las dos partes y lo había aceptado voluntariamente. Su futuro marido era un hombre al que podría respetar. Entonces, ¿por qué tenía el corazón tan apesadumbrado?

Los pensamientos sombríos se esfumaron bruscamente cuando el caballo empezó a caracolear. Agarró las riendas con fuerza y miró alrededor, pero sólo vio sombras bajo los árboles y girones de niebla en las hondonadas. Un silencio sobrecogedor envolvía el bosque. La yegua resopló con inquietud y Elgiva frunció el ceño. No se oía el canto de los pájaros ni el sonido de ninguna criatura viviente. Entonces, distinguió un movimiento entre los árboles. Un jinete solitario estaba acercándose. Estaba inclinado sobre la silla de montar y Elgiva vaciló. Pensó que lo más seguro era huir a toda velocidad, pero la postura del jinete hizo que no se moviera. Se balanceaba y, por un segundo, creyó que podía estar borracho, pero rechazó la idea inmediatamente al poder observar que llegaba de muy lejos. El caballo estaba sudoroso y tenía las patas y el vientre cubiertos de lodo. Dejó que se acercara. Mara relinchó y caracoleó, pero ella sujetó con fuerza las riendas. El jinete era un hombre de mediana edad y, como el caballo, estaba cubierto de lodo. Tenía el rostro surcado con arrugas de dolor y pudo ver que el costado de su túnica estaba manchado con sangre seca. La miró fijamente, como si ella fuese una aparición, y entonces lo reconoció.

—¡Gunter!

Era el administrador de su tío. Vivía a dos jornadas de allí y, a juzgar por su aspecto, había cabalgado muy deprisa.

—Traigo una noticia urgente para Ravenswood, milady —dijo él como si cada palabra fuese un tormento.

—Estamos cerca. Vamos, te llevaré.

Él asintió con la cabeza y volvieron por donde había llegado ella. Una vez dentro del recinto, Elgiva pidió ayuda. Los mozos de cuadra llegaron corriendo para ocuparse de los caballos y uno ayudó a Gunter a entrar en la sala principal del castillo. Los hombres estaban despertándose y los miraron con sorpresa. Elgiva vio a Aylwin con algunos de sus hombres.

—Es Gunter, el administrador de mi tío —le explicó ella cuando se acercó apresuradamente—. Está herido, no sé si es grave.

Aylwin miró la mancha oscura de la túnica.

—Ha perdido mucha sangre. Hay que curar sus heridas.

Elgiva pidió a un sirviente que fuese a buscar la caja con medicinas. Otro llevó una copa con agua y ayudó al hombre herido a que se incorporara un poco para que pudiera beber. Él bebió con avidez, pero Elgiva sólo le dejó que bebiera un poco de momento. Luego, Osgifu y ella empezaron a curar la herida. Era un corte de una espada, limpio y profundo. A simple vista, no había atravesado ningún órgano, pero había sangrado abundantemente. Cortaron la hemorragia y limpiaron la herida antes de taparla con un paño limpio sujeto con tiras de tela. Gunter lo soportó en silencio aunque estaba muy pálido. Entonces, ella le dejó que bebiera un poco más.

—Ahora tienes que descansar y reponer las fuerzas.

—Milady, tengo que hablar. La noticia no puede esperar.

—Dila entonces, Gunter. ¿Se refiere a mi tío?

—Sí, milady, y es una mala noticia.

—¿Está enfermo?

—No, milady. Está muerto, como toda su familia, y el castillo quemado. Un enorme ejército vikingo se dirige hacia el norte.

Se hizo un silencio sepulcral mientras los presentes intentaban asimilar la gravedad de la noticia.

—Los rumores eran ciertos —murmuró Aylwin.

—Sí, milord. Nos avisaron tarde, pero aunque lo hubiésemos sabido, habría dado igual porque eran muchísimos. Los sajones que no murieron fueron hechos esclavos. A mí me hirieron y me dieron por muerto. Cuando llegué, el castillo era una ruina calcinada y mi señor estaba muerto. Encontré un caballo abandonado y salí al amparo de la oscuridad.

—Fue una suerte que lo hicieras —comentó Elgiva antes de mirar a Osgifu.

—Tienes razón. Si no, no sabríamos nada. Ahora, tenemos que prepararnos para defendernos lo mejor que podamos.

—Así es —intervino Gunter—, porque los hijos de Ragnar Lodbrok buscan una venganza espantosa por la muerte de su padre.

—Eso hemos oído —confirmó Aylwin—. Hace un año o así se hablaba de una inmensa flota vikinga, pero creíamos que estaba mucho más al sur.

—Efectivamente, mi señor—siguió Gunter—, ése era el plan. Al parecer, pusieron rumbo a Northumbria, pero el viento desvió a los barcos y llegaron a la costa de Anglia. Desde entonces, han arrasado ese reino a sangre y fuego. Se cuenta que han saqueado las abadías de Ely, Crowland y Peterborough. También se cuenta que Hubba mató con sus manos a ochenta monjes de Peterborough.

Los hombres se miraron con espanto y entre exclamaciones de incredulidad.

—También han llegado a Mercia —siguió Gunter con la respiración entrecortada—. Ahora que ha caído York, toda Northumbria está amenazada.

Aylwin llevó la mano a la empuñadura de su espada.

—¿Qué ha sido del rey Ella?

—Lo capturaron y se vengaron. Le desgarraron las costillas y lo doblaron hacia atrás como si fuese un águila con las alas extendidas. Luego, echaron sal en la herida y lo dejaron morir.

Elgiva sintió nauseas. Había oído decir muchas veces que los vikingos eran despiadados, pero nunca había oído nada tan bárbaro. Osgifu, a su lado, palideció y muchos tomaron aliento como si les faltara el aire.

—Debéis prepararos para defenderos —aconsejó Gunter—. El ejército vikingo pasó el invierno en York, pero con la primavera seguirá hacia el norte. Llegarán antes o después.

—Pero si Ella ha muerto, ya tienen lo que querían —replicó Osgifu—. Se marcharán con su botín, como hacen siempre.

—Esta vez quieren algo más que un botín. Halfdan ha dicho que quieren tierra y piensan conseguirla.

—¿Tierra? ¿Piensan quedarse los piratas?

—Al parecer, nuestras tierras son más fértiles que las suyas.

—Les saldrán caras —afirmó Aylwin con un gesto sombrío—. Mi espada y las espadas de mi pueblo están preparadas.

Elgiva vio la decisión en el rostro de todos los que la rodeaban y sintió vergüenza porque estaba dispuesto a luchar por ella cuando había puesto reparos a la boda con él y había pensado en su felicidad más que en Ravenswood. Levantó la mirada y él sonrió.

—Juro que no os pasará nada mientras viva, milady.

Elgiva empezó a sentir auténticos remordimientos.

—Os lo agradezco, milord. Si llega la batalla, mi familia estará en deuda con vos.

—Pronto será mi familia también. Mi espada está preparada para defenderla, como a vos.

Elgiva sonrió levemente y en ese momento lo apreció como no había hecho hasta entonces. No obstante, pronto empezó a pensar en otra cosa porque Aylwin se había dado la vuelta y ya estaba organizando la disposición de los hombres.

—Todo hombre o muchacho capaz de sujetar una espada tiene que estar preparado. No sabemos cuándo llegará el ejército vikingo. Doblaremos la guardia y mandaremos vigías a los alrededores para que nos avisen en cuanto lo divisen. Si vienen los vikingos, estaremos preparados.

Dio las órdenes y los hombres se marcharon para cumplirlas. Elgiva fue a comprobar cómo estaba Gunter, pero estaba dormido y acompañado por Osgifu.

—Me quedaré un rato con él.

—¿Crees que sobrevivirá?

—Ha perdido mucha sangre, pero es fuerte y saldrá de ésta si Dios quiere. Necesita descanso y tranquilidad.

—Rezo a Dios para que lo tenga.

—Así sea, mi niña.

Elgiva se marchó, salió al exterior y fue hacia los escalones que subían hasta la pasarela que recorría la empalizada por dentro. Desde allí podía ver perfectamente los preparativos para la defensa de Ravenswood. Más allá de la fortaleza, todo era calma. Una zona de campo abierto rodeaba la empalizada y luego empezaban los bosques y pastos. Normalmente, le parecía un sitio pacífico y solitario, pero, en ese momento, esa quietud estaba cargada de amenaza. Buscó con la mirada algún movimiento que pudiera revelar a un enemigo oculto, pero solo vio a unos siervos que llevaban a sus cerdos a comer. La gente de la pequeña aldea hacía sus tareas aunque miraban alrededor todo el rato. Saber que lord Aylwin había apostado centinelas por las posesiones ofrecía cierta tranquilidad porque, al menos, no los sorprenderían. Quizá pasara lo que había dicho Osgifu y no avanzaran más una vez que se habían vengado en el rey Ella. Era una esperanza muy ligera porque la codicia de esos piratas era legendaria. Las incursiones periódicas eran parte de la vida de los habitantes de la costa y los vikingos se habían llevado a muchas mujeres y cabezas de ganado a sus tierras del norte. Se estremeció al pensar en esos desdichados condenados a una vida de esclavitud en una tierra desconocida y en las mujeres que se convertirían en esposas o concubinas de sus nuevos señores. Era preferible morir luchando a someterse a un destino así. Apartó la mirada de los distantes árboles y la posó en el tejado de las estancias de las mujeres. En la suya tenía al arcón con sus vestidos. Debajo estaba la espada que le había regalado su padre hacia unos años. También le había enseñado a usarla porque creía que una mujer tenía que aprender a defenderse igual que un hombre. Era resuelta. Si hacía falta, lucharía y mataría para defender su hogar.

Dos

El ataque vikingo llegó a los pocos días. Los centinelas apostados en los confines de Ravenswood volvieron apresuradamente para informar de que habían visto un ejército de cientos de hombres que avanzaba hacia allí.

Elgiva estaba bordando en las estancias de las mujeres con Osgifu cuando la tranquilidad se hizo añicos por el repicar arrebatado de la campana de la iglesia. Se quedó parada un momento hasta que comprendió el significado.

—La alarma.

—Dios mío, no puede ser.

Osgifu dejó la costura y salió corriendo hacia la puerta, pero Elgiva llegó antes. Las dos se quedaron inmóviles en el umbral. Los hombres corrían a ocupar sus puestos mientras se colocaban las espadas. Pararon a uno que se dirigía hacia la empalizada con un manojo muy grande de flechas.

—¿Qué pasa?

—Los centinelas han visto un ejército enemigo que avanza hacia Ravenswood, milady.

Osgifu palideció mientras miraba a los hombres que corrían por todos lados.

—¿Un ejército enemigo? —repitió la mujer.

—Sí, los vikingos se acercan. Disculpadme, milady —él hombre inclinó la cabeza—, pero no puedo quedarme. Tengo que ocupar mi puesto.

Las dos mujeres fueron a la sala principal, donde Aylwin estaba dando órdenes que los hombres obedecían. Se volvió hacia Elgiva.

—Subid a la estancia más alta, milady. Será más seguro. Llevaos a Osgifu y a los niños.

Antes de que ella pudiera replicar, uno de los hombres de Aylwin miró sombríamente a Osgifu.

—Me han dicho que esa mujer tiene sangre escandinava, milord. ¿Cómo sabemos que podemos confiar en ella?

Elgiva lo miró con indignación.

—Osgifu ha servido fielmente a mi familia durante muchos años. Su lealtad es incuestionable.

—Os pido perdón, milady —replicó el hombre sonrojándose.

Aylwin lo miró con el ceño fruncido y señaló hacia la puerta con la cabeza. El hombre captó la insinuación y se retiró precipitadamente.

—Lo siento, Elgiva —se disculpó Aylwin apoyando la mano tranquilizadoramente en su brazo—. Los hombres se vuelven cautelosos en momentos como éstos.

—Eso parece.

Elgiva hizo un esfuerzo para sofocar su indignación. No podían discutir entre ellos.

—Busca a Hilda y los niños y a las demás sirvientas —le pidió a Osgifu—. Lugo, sube con ellos al piso superior.

Si Osgifu se había sentido incómoda por la conversación, no lo demostró.

—¿Qué harás tú, mi niña? —le preguntó a Elgiva mirándola a los ojos.

—Iré enseguida, pero antes tengo que recoger una cosa.

—Entonces, daos prisa, milady —intervino Aylwin antes de sonreírle cálidamente y marcharse con sus hombres.

Elgiva volvió apresuradamente hacia las estancias de las mujeres, abrió el arcón y sacó la espada. Su peso era reconfortante. Al menos, no estarían indefensas en el peor de los casos. Volvió a cerrar el arcón, se reunió con las demás y atrancó la sólida puerta como le había dicho Aylwin. Fue hasta la ventana. Las contraventanas estaban cerradas, pero tenían una rendija y pudo ver el trajín de hombres que corrían. Aylwin había elaborado un plan hacía unos días y todos sabían dónde tenían que situarse. Pronto estarían preparados, armados hasta los dientes y decididos a defender sus hogares y sus vidas.