Deseo inmortal - Raeanne Thayne - E-Book
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Deseo inmortal E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Hacía diez años que Shelly, la hermana de Sophie Beaumont, había elegido a un Canfield como marido y padre de sus hijos. Ahora Shelly estaba muerta, había fallecido junto a su marido, Peter, en un misterioso accidente, y le tocaba a Sophie hacerse cargo de sus hijos, de la mansión Monterrey... y casarse con un Canfield. Aunque esa vez se trataba de Thomas, el hermano mayor de Peter... Pero ¿podría ser que Peter no estuviera muerto? Había increíbles apariciones durante la noche que parecían demostrar lo contrario; de hecho, todavía no se había encontrado su cadáver...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Raeanne Thayne

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseo inmortal, n.º 50 - julio 2018

Título original: Freefall

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-737-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN LO QUE se refiere a los lugares destinados al perpetuo descanso, el cementerio de El Carmelito, en Pacific Grove, California, era un hermoso paraje para pasar la eternidad.

El salvaje mar se estrellaba contra las rocas de Point Piños a sólo unos metros de distancia. Los cipreses proporcionaban sombra y serenidad. Una pequeña manada de ciervos de cola negra escudriñaba entre las tumbas.

En otras circunstancias, Sophie Beaumont podría haber encontrado algo de consuelo en el hecho de que su hermana fuera a descansar allí, justo en la clase de sitio que más le habría gustado. Sin embargo, no era así. Aún no. No cuando la conmoción y la pena de perder a su hermana gemela tan repentinamente seguían azotándola tan duramente como el fiero mar lo hacía con las rocas.

Odiaba los entierros. Siempre lo había hecho y aquél era, con mucho, el peor de todos. Miró a los dos elegantes ataúdes a juego que esperaban ser depositados en la tierra y tragó saliva. Uno de ellos contenía los destrozados restos mortales de Shelly y el otro un horrible y completo vacío.

Pensó en los rituales funerarios que había visto unos cuantos meses atrás en China, en los que los asistentes al entierro llevan ropas muy coloridas y celebran la vida del difunto con un espléndido desfile funerario. O en los entierros jamaicanos, en los que las familias del fallecido se visten con sus mejores galas y disfrutan de unos festejos que duran nueve días. Seguramente Shelly los habría preferido a aquella ceremonia tan solemne.

Dos débiles sollozos la sacaron de sus pensamientos. Pobrecillos. Pobres huérfanos. Eran los gemelos de su hermana, Zach y Zoe, de sólo cinco años. Los niños no entendían aquella sombría ceremonia. Lo único que sabían era que su madre y su padre habían desaparecido y que su cómodo y seguro mundo había cambiado para siempre.

—Shh —les susurró su hermana mayor, Alison.

Los ojos verdes de la niña transmitían más sabiduría de lo que le permitían sus diez años. Miró a Sophie solemnemente, como si estuviera esperando que su tía hiciera algo. Sophie le devolvió una mirada de impotencia, dado que no estaba segura de lo que su sobrina esperaba de ella. Finalmente, con un profundo suspiro, la niña se colocó a su hermano pequeño en el regazo para consolarlo.

Sophie se sobresaltó. Si no estuviera tan cansada, se le habría ocurrido a ella. O, al menos, eso era lo que quería pensar. Siguió el ejemplo de Ali y se colocó a Zoe en el regazo. La pequeña se acurrucó contra ella mientras lanzaba unos sollozos más y apretó la mejilla contra el cuero negro de la chaqueta que Sophie llevaba puesta. Hacía demasiado calor para el cuerpo. Aquel día de noviembre había resultado inesperadamente caluroso, pero Sophie no tenía nada más adecuado para el entierro ni había tenido tiempo de irse a comprar nada. Thomas la había localizado dos días antes en Marruecos. Ella se había dado toda la prisa que había podido para regresar a casa y había conseguido llegar a Monterrey unas pocas horas antes, con un poco de tiempo para ducharse y cambiarse de ropa.

El pastor seguía con su monótono sermón sobre el Valle de las Sonoras, sobre lo de las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo. Sophie deseaba escuchar, pero las palabras parecían estar envueltas en la bruma del surrealismo.

No era posible que estuviera hablando de Shelly con aquel tono de voz tan seco y sin vida. Shelly había sido una mujer divertida y llena de energía, apasionada por sus hijos y profundamente enamorada de su esposo.

Tanto si el canalla se lo merecía como si no.

Unos potentes y dramáticos sollozos provenientes de unas filas más atrás cortaron las palabras del pastor como si fueran una sierra mecánica. Zoe comenzó a llorar con más fuerza. Aunque se sintió mala y cruel por ello, a Sophie le habría gustado ir hasta el lugar en el que se encontraba su madre y darle un bofetón en la cara. ¿No se daba cuenta de que estaba haciendo sufrir a los niños aún más con sus incesantes lamentos?

«Claro que no», pensó Sophie, respondiendo así a su propia pregunta. De hecho, aunque supiera, probablemente no le importaría.

El pastor siguió con la ceremonia. Llegó un momento en el que Sophie deseó gritarle que se detuviera, que, evidentemente, no conocía nada de Shelly y que sus palabras no llevaban ningún significado sobre la vida de su hermana.

Zach volvió a sollozar sobre el regazo de Ali. Sophie notó de repente un fuerte calor sobre el hombro. No fue una caricia, sino simplemente una corriente de aire. Automáticamente, miró al hombre que estaba sentado al otro lado de su sobrina. Thomas Canfield, el hermano de Peter, el esposo de Shelly, había rodeado con un brazo los hombros de Ali y la había pegado contra su cuerpo con Zach y todo.

Tenía un aspecto firme y tranquilizador. Su uniforme de guardacostas resaltaba unos hombros de una anchura imposible. Durante un momento de locura, Sophie no deseó otra cosa que poder apoyar la cabeza sobre su torso como si tuviera la misma edad que los gemelos.

Sus miradas se cruzaron por encima de las cabezas de los niños. No se reflejó ni un sólo retazo de simpatía en la mirada glacial de aquellos ojos azules. Eran duros como el diamante y de una frialdad tal que Sophie se echó a temblar a pesar de su chaqueta de cuero y del calor de la tarde.

Se obligó a centrar su atención en el sacerdote y se esforzó por no pensar en cómo aquellos gélidos ojos habían relucido una vez de abrasadora pasión y de sobrecogedora ternura.

Unas palabras más, otra oración y todo terminó. Mientras el último amén se alejaba flotando sobre la brisa del mar, los asistentes al entierro se levantaron y comenzaron a hablar suavemente entre ellos. Sophie permaneció sentada. Se sentía sin fuerzas y las extremidades le pesaban como si fueran de plomo.

—¿Se ha terminado ya? —preguntó Zoe.

—Sí, cielo. Ya se ha terminado —respondió ella, estrechando a la pequeña entre sus brazos.

—No quiero que mamá y papá estén en el Cielo —dijo la niña, con una voz tan dulce que estuvo a punto de partirle el corazón a Sophie.

—Ya lo sé, tesoro, ya lo sé…

Alguien con más experiencia con niños probablemente habría añadido algo que reconfortara a la pequeña, pero Sophie se había quedado completamente en blanco. Aún estaba tratando de encontrar algo que decirle cuando Sharon se acercó a ellos, llorando copiosamente. Ni siquiera su rímel a prueba de agua podía aguantar aquella situación. Tenía unos negros manchurrones bajo los ojos, que resaltaban más las arrugas que tanto se esforzaba por ocultar.

—Oh, Sophie… ¿No te parece que esto es lo más terrible que nos hubiera podido ocurrir? Mi pobre hija… Mi pobre hija… Nunca pensé que una de mis hijas moriría antes que yo. Oh, no sé cómo voy a poder soportarlo…

Sharon se echó de nuevo a llorar. El hombre de amplio torso por el que se había hecho acompañar le entregó un pañuelo y la golpeó suavemente en el hombro para consolarla.

Sophie sabía que debería sentir más compasión por su madre. A pesar de todo, no podía evitar un cierto resentimiento porque, hasta en una situación como aquélla, Sharon no pudiera soportar que otra persona fuera el centro de atención. Ni su hija muerta ni sus nietos huérfanos.

El deseo de huir era casi abrumador. Durante un momento, Sophie sintió deseos de agarrar su equipo y su maleta y montarse en cualquier avión, sin importarle adónde se dirigiera. Se marcharía a un lugar al otro lado del mundo, donde nadie la conociera y donde pudiera ser sólo un rostro anónimo escondiéndose entre la multitud tras la lente de una cámara.

Dado que no podía marcharse, al menos debería poder meterse en una cama cualquiera y dormir durante las siguientes cuarenta y ocho horas hasta que lograra recuperarse de las desagradables sensaciones producidas por el desfase horario y empezar a asimilar la tormenta de emociones que había estado experimentando desde que Thomas la llamó a Marruecos la noche anterior.

Diez años atrás, no habría necesitado una llamada telefónica para saber que algo le había ocurrido a Shelly. Durante la mayor parte de su vida, habían compartido un vínculo invisible, una de esas extrañas conexiones entre gemelos que desafían la lógica de las palabras. Cuando Shelly se rompió una pierna en el colegio, Sophie se había derrumbado sobre el suelo del aula, gritando de dolor. Cuando Sophie se cortó en un dedo mientras cortaba verduras en la clase de Economía Doméstica, su hermana no había podido terminar su examen de Lengua Inglesa porque el dedo le había comenzado a doler tanto que le había resultado imposible seguir escribiendo.

Sin embargo, todo aquello formaba parte del pasado. En los últimos diez años, Sophie había hecho todo lo posible para cercenar aquel vínculo, por poner tanta distancia psíquica y del resto de las clases como pudiera entre su gemela y ella.

Evidentemente, lo había conseguido. No le gustaba no haber sabido nada del accidente de automóvil que le había costado la vida a Shelly, de la terrible caída desde los acantilados de Big Sur, de un impacto tan horrendo que había conseguido lanzar a Peter del Mercedes. Su cuerpo se había golpeado contra las rocas y luego había sido engullido por el violento mar.

Shelly llevaba muerta tres días cuando Thomas consiguió por fin descubrir para qué revista estaba trabajando en aquellos momentos y ponerse en contacto con el editor y poder localizarla.

Durante aquellos tres días, ella había estado vagando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, comiendo, durmiendo y riendo. Viviendo su vida como siempre, sin saber que su hermana había fallecido.

Quería permanecer al lado de aquella tumba y llorar por el pasado y por el abismo físico y emocional que se había producido al final entre ellas.

—¿Nos podemos ir a casa ya?

La pregunta de Zoe le hizo un nudo en el corazón y le hizo sentir vergüenza por sí misma. No era mejor que Sharon. ¿Cómo podía estar allí, lamentándose por sí misma, cuando aquellos niños lo habían perdido todo?

Pensó en la casa de Peter y Shelly. Por el lugar en el que estaba situada, debería haber parecido elegante y fría. Sin embargo, a pesar de su grandiosidad, Shelly había conseguido que resultara muy acogedora. Era tan típico de Shelly… Su hermana tenía mucha experiencia en crear hogares en todos los lugares en los que habían vivido, fueran oscuros apartamentos, destartaladas caravanas o incluso el asiento trasero del viejo coche de Sharon, cuando se habían pasado un verano viviendo en él.

Tenía personas a las que debía saludar, cortesías que realizar, pero se dio cuenta de que los niños estaban a punto de desmoronarse. En aquellos momentos, eran su responsabilidad. No importaba nada más.

—Sí, cielo, ya nos vamos a casa. Alison, ¿estás lista?

La niña asintió y aferró con fuerza la mano de Zach. Juntos, se dirigieron al pequeño automóvil que Sophie había alquilado. Estaban a punto de llegar a él cuando Thomas se apartó del lado de su padre y se acercó a ellos.

—¿Ya os marcháis? —le preguntó, con un cierto tono de acusación.

—Los niños están cansados. Creo que ya han tenido más que suficiente. Necesitan volver a su casa para sentirse cómodos.

Sophie vio que se flexionaba un músculo en la barbilla de Thomas. Por un momento, pareció que quería decir algo, pero finalmente asintió.

—Yo iré en cuanto pueda.

—No es necesario —replicó Sophie, fríamente—. Estoy segura de que los niños y yo estaremos bien.

—Os veré en la casa.

Ella no consiguió sacar las fuerzas necesarias para decirle que él era la última persona sobre la Tierra con la que quería estar aquel día, por lo que se limitó a asentir antes de meterse en el coche.

 

 

—Ha sido una ceremonia muy bonita, ¿no le parece? Es decir, tan bonita como esta clase de ceremonias pueden ser.

Tom miró por el espejo retrovisor del Jaguar. Su padre contemplaba en silencio la furia del mar a través de la ventanilla. Tenía la corbata torcida y el cabello plateado revuelto, algo que William Canfield nunca habría tolerado en cualquier otra ocasión. Maura McMurray estaba sentada a su lado, tan responsable y tan de fiar como siempre. La compasión se había adueñado de los rasgos de su regordete rostro.

—Sí —respondió Tom a la enfermera—. A Peter le habría gustado ver presentes a tantas personas.

Tom lanzó un suspiro. Nadie podía decir que su relación con Peter había sido fácil. Había querido mucho a su hermano pequeño, pero no habían compartido puntos de vista en muchas cosas.

Sus deseos siempre habían sido muy diferentes. Peter, como su padre, había gozado con la influencia y el poder que le reportaba ser uno de los Canfield de Seal Point. Le había encantado la vida social que compartía con el resto de las familias pudientes de la península.

Tom no tenía paciencia para soportar la superficialidad de aquel mundo. Tal vez aquélla era una de las razones por las que su hermano y él no se habían llevado demasiado bien. Ni su hermano ni su padre habían sabido comprender lo que había elegido a lo largo de su vida. Para el bien que sus elecciones le habían reportado…

—Me ha alegrado mucho ver que la hermana de la señora Canfield llegaba a tiempo para el entierro —comentó Maura, interrumpiendo así los pensamientos de Tom—, aunque tengo que admitir que me sobresaltó mucho verla allí con los niños. Da escalofríos comprobar lo mucho que se parecían las dos, ¿verdad?

Tom asintió. Siempre lo sorprendía que la gente hiciera esa observación. Ciertamente las dos hermanas eran muy parecidas. Después de todo, eran gemelas. Compartían el mismo color de cabello, rasgos faciales muy similares y la misma constitución esbelta.

Tenía que admitir que las dos eran muy hermosas. Su cuñada había tenido un atractivo suave y gentil, como el de una acuarela impresionista. Sophie, por otro lado, era salvaje y sensual, como un lienzo decorado con vivos y atrevidos colores. Rizos largos y alborotados, ojos llenos de pecado y unos labios que parecían estar pidiendo besos a gritos.

—Los niños parecen apreciarla mucho, considerando lo poco que la han visto.

—Siempre ha mantenido el contacto con ellos.

A pesar de sus carencias, aquello era algo que tenía que reconocerle a Sophie. Fuera donde fuera donde estuviera, siempre había tratado de mantenerse en contacto por teléfono o correo electrónico y había enviado regalos a los niños.

—Supongo que ahora se volverá a marchar.

—No conozco sus planes, pero estoy seguro de ello.

—Bueno, espero que se quede una temporada por el bien de los niños. Los pobres van a necesitar toda la familia que puedan encontrar en estos momentos. ¡Qué horrible ha sido que hayan perdido a su padre y a su madre a la vez!

Al mirar de nuevo por el espejo retrovisor, Tom vio que su padre estaba jugueteando con los elevalunas eléctricos. Loa abría para, inmediatamente, volver a cerrarlos. Maura lo distrajo inmediatamente con un suave golpe sobre el hombro y un espejito que se sacó del bolso. William se echó a reír y se sacó la lengua a sí mismo.

—¿Ha pensado en lo que va a hacer ahora? —preguntó Maura.

—No —replicó Tom, secamente. Sintió que la tensión se adueñaba de él. Sólo pensar en las decisiones que tendría que tomar en los próximos días provocaba que sintiera una fuerte opresión en el pecho.

—No quiero meterle prisa, pero me gustaría saber si voy a tener que buscar otro trabajo.

—¿Otro trabajo? ¿Y por qué diablos ibas a tener que buscar otro trabajo? — repuso Tom, muy sorprendido.

—En los próximos meses va a tener una pesada carga sobre los hombros —dijo la mujer, observando de soslayo al padre de Tom antes de mirarlo a él a través del retrovisor—. Tendrá que ocuparse de los niños y hacerse cargo de todas las obligaciones familiares. Además, pensé que tal vez querría considerar el tema del lugar de residencia del señor Canfield.

—No quiero meterlo en una residencia, Maura. Se quedará en Seal Point durante todo el tiempo que sea posible. Éste es su hogar, el lugar en el que está más cómodo. No necesitarás buscar otro trabajo.

—No será fácil para usted, teniente Canfield.

Ese hecho había resultado tan claro como el agua en el momento en el que su equipo respondió a la llamada de emergencia y reconoció el Mercedes de Peter medio sumergido en el agua con el cuerpo sin vida de Shelly en su interior.

—Tendré que tratar de hacer lo que sea mejor para todo el mundo.

Realizaron el resto del trayecto en silencio. Cuando llegaron a Seal Point, el hogar de su infancia y la casa en la que Peter y Shelly habían vivido con sus hijos, abrió la imponente verja con un mando a distancia. Ya en el interior de la casa, ayudó a su padre a cambiarse de ropa, desanudándole la corbata y desabrochándole la camisa como si fuera un niño.

—Eres un buen muchacho, Peter —le dijo su padre, tras golpearlo suavemente en la cabeza como si fuera un niño de diez años.

Tom no se molestó en corregirlo. ¿De qué le iba a servir? A pesar del entierro, su padre probablemente ni siquiera se daría cuenta de que Peter, su hijo favorito, había desaparecido. Algunas veces la injusticia de la vida lo destrozaba por dentro. Su padre, el arrogante hombre de negocios, había desaparecido para siempre. En su lugar estaba aquel hombre frágil e inútil, que ni siquiera recordaba cómo vestirse pero que contaba con raros y dolorosos momentos de lucidez.

Mientras Maura preparaba a William una sopa y un bocadillo en la cocina que formaba parte de las habitaciones de su paciente, Tom se quitó el uniforme para ponerse unos Dockers y un polo que se había llevado a la casa. A continuación, fue en busca de los niños.

Los encontró en la cocina principal. Ellos también se habían cambiado de ropa. Sophie, vestida con una camiseta algo pequeña y un par de vaqueros muy usados, los acompañaba.

Tenía los pies desnudos y aquel glorioso cabello recogido en una coleta. Su aspecto, en vez de hacerla parecer más joven e inocente, provocaba que Tom pensara en tardes lluviosas, sábanas retorcidas y en lánguidos besos.

¿Cómo podía ser tan estúpido como para seguir deseándola? Asqueado por su debilidad, refrenó aquel involuntario deseo y entró en la cocina.

Los niños no lo recibieron con su habitual exuberancia. Zoe y Zach estaban sentados en la barra de desayunar viendo los dibujos animados y Ali se estaba sirviendo leche en cuatro vasos. Normalmente, dejaban todo lo que estuvieran haciendo y se lanzaban sobre él como una manada de bulliciosos monos. Sin embargo, en aquella ocasión, los tres le dedicaron una distante sonrisa que le rompió el corazón en mil pedazos.

La sonrisa de Sophie fue igual de distante aunque aún más fría. Parecía agotada, ya que seguramente había estado viajando durante días para llegar a tiempo al entierro de su hermana.

—¿Te apetece un bocadillo? —le preguntó—. La señora Cope ha dejado algo de fiambre en el frigorífico, pero a los niños les ha apetecido más tomar mantequilla de cacahuete y mermelada. En realidad, creo que no hay nada mejor cuando se ha tenido un día tan duro como el de hoy.

—Tal vez me prepare uno más tarde.

—Resulta difícil tener apetito, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cómo está William? —preguntó ella, con los ojos azules llenos de compasión.

—En realidad no sabe lo que está pasando, aunque Maura y yo hemos tratado de explicarle lo que ha ocurrido con Peter y Shelly. En ese caso, supongo que el Alzheimer puede ser una bendición.

Sophie guardó silencio durante un momento y luego miró a los niños para ver si estaban escuchando su conversación.

—Shelly me habló sobre su estado en una de sus cartas. No me había dado cuenta de que había empeorado tan rápidamente. Lo siento mucho, Thomas.

Tom no sabía cómo afrontar la compasión que veía en los ojos de Sophie, por lo que decidió centrarse en otra cosa. Se fijó en las profundas ojeras que había en su rostro.

—¿Por qué no te vas a dormir? Ahora ya estoy yo aquí.

—No creo que pueda. Tal vez dentro de unas cuantas horas.

—Para entonces vas a estar medio muerta. Ve a descansar.

Antes de que Sophie pudiera responder, el teléfono comenzó a sonar. Thomas fue a contestarlo y oyó la voz de la madre de Sophie al otro lado de la línea telefónica.

—Hola Sharon —dijo. Por la pérdida que todos habían sufrido, consiguió ocultar la antipatía que sentía por ella y le entregó el teléfono a Sophie.

Si aquello era posible, la voz de Sophie se enfrió unos cuantos grados más mientras hablaba con su madre. Tom siguió preparando los bocadillos mientras escuchaba la conversación sin pudor alguno.

La expresividad de sus rasgos había sido una de las primeras cosas que lo había cautivado todos aquellos años atrás. Parecía un poco más compuesta, algo más controlada que hacía diez años, pero aún era capaz de ver la tensión que se abría paso dentro de ella, la frustración que hervía en su rostro.

—No, lo comprendo —decía ella, en voz muy baja—. Earl tiene que llevar un pedido y has decidido acortar tu estancia aquí y marcharte con él. De hecho, no esperaba que te quedaras mucho tiempo… No, no ha sido una indirecta, Sharon. Sólo una observación… Claro, yo se lo diré. Adiós.

La boca se le tensó durante un instante mientras colgaba el teléfono. Sin embargo, los rasgos se le suavizaron inmediatamente cuando se volvió para hablar con sus sobrinos.

—La abuela Sharon se marcha esta tarde, niños. Lo siento, aunque me ha dicho que volverá dentro de unos pocos meses.

Ali y Zach casi no levantaron la vista de la pantalla. Sin embargo, Zoe se volvió a mirar a su tía, con los ojos llenos de ansiedad.

—¿Te vas a marchar tú también, tía Sophie?

Sophie debió de captar la ligera sombra de temor en la voz de la pequeña. Dejó la bolsa de patatas fritas que se disponía a abrir encima de la mesa y se acercó a Zoe para tomarla entre sus brazos.

—¡Claro que no, cielo! Yo no me voy a marchar a ninguna parte. Te lo prometo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

THOMAS la miró fijamente. ¿Cómo podía mirar a la niña a los ojos después de tan descarada mentira? Los niños se merecían la verdad. Esperó unos pocos minutos hasta que Zoe se concentró de nuevo en la televisión. Entonces, la agarró por el brazo.

—Sophie, ¿puedes echarme una mano en la alacena?

Los verdes ojos de la joven lo observaron con perplejidad. Se le abrieron como platos y se le hicieron aún mayores cuando él la metió en la alacena y cerró la puerta. En aquel espacio tan reducido, Tom se vio inmediatamente abrumado por el aroma que emanaba de Sophie, exótico y sensual, por lo que se decidió contraatacar inmediatamente.

—¿Por qué diablos has tenido que decirle eso?

—¿Qué le he dicho? —replicó ella, frunciendo el ceño y tirando del brazo que él aún tenía agarrado.

—Que no te vas a marchar.

—Y no lo pienso hacer.

—Sería la primera vez —repuso Tom, tras soltar una cruel carcajada.

—Los niños me necesitan y tengo la intención de permanecer aquí por ellos.

—¿Hasta cuándo? ¿Hasta que te hagan un nuevo encargo? ¿Hasta que te surja la oportunidad de una vida para fotografiar yaks en Nepal o lo que sea esta vez y te marches sin importarte lo que dejas atrás?

—Eso no va a ocurrir —le espetó ella.

—Eso lo dices ahora, pero ¿qué pasará dentro de un mes? Son sólo unos niños, Sophie, no unos juguetes que se puedan dejar en la estantería cuando te aburras de ellos. Son niños que acaban de sufrir una terrible pérdida y que en estos momentos necesitan toda la estabilidad que se les pueda ofrecer hasta que su mundo vuelva a asentarse. ¿De verdad crees que tú se la puedes dar?

—Lo que necesitan es amor y yo tengo más que suficiente para darles —replicó Sophie.

—Algunas veces el amor no es suficiente.

—¡Qué verdad acabas de decir! —exclamó ella, con cierta amargura en la voz.

Tom entornó la mirada y la estudió atentamente, tratando de averiguar qué significado tenían aquellas palabras. Dios sabía que no tenía razón alguna para sentir amargura sobre su breve relación. No, en realidad no habían tenido ninguna relación. Sólo había sido un sentimiento pasajero y un apasionado encuentro en la playa que aún le aceleraba los latidos del corazón cada vez que lo recordaba. Después, ella salió huyendo, por primera vez aunque aquélla no sería la última.

—Te repito que voy a quedarme, Tom —reiteró ella—. Los niños me necesitan. Si quieres apartarme de sus vidas, tendrás que hacerlo por la fuerza.

—Tengo que recordarte que yo soy el albacea de los bienes de Peter. Su testamento me nombra a mi tutor de los niños —dijo.

—Y yo tengo una carta de Shelly, fechada hace menos de dos meses, en la que me pidió que cuidara de sus hijos si le ocurría algo a ella.

Tom frunció el ceño. ¿Que Shelly había escrito a Sophie? Resultaba muy extraño que una mujer sana y en la flor de la vida escribiera algo así pocas semanas antes de su muerte. ¿Habría tenido algún presentimiento sobre el peligro que la acechaba?

—Veo que te comportas de un modo tan arrogante y dominante como siempre —prosiguió Sophie—, pero eso no va a hacer que yo cambie de opinión.

—Los niños son mi responsabilidad legal.

—Son tan responsabilidad mía como tuya, si no legal al menos sí moralmente. No me importa lo que diga el testamento de Peter. Son mis sobrinos y los adoro. No voy a abandonarlos cuando más me necesitan. Además, si yo no me quedo, ¿quién los va a cuidar cuando tú estés jugando a los superhéroes?

El desprecio de Sophie por su carrera no debería molestarlo, pero, en cierto modo, le dolía. Debería comprenderlo perfectamente, después de diez años luchando por vivir la vida que deseaba. Nadie comprendía la pasión que sentía por su trabajo. Ni su padre ni Peter. Los dos habían pensado que estaba loco por darle la espalda a la fortuna familiar para alistarse en el Ejército. Encima, lo había hecho en un cuerpo de poca relevancia, como era el de los Guardacostas.

No comprendían la pasión que sentía por el servicio a los demás, la satisfacción que experimentaba cuando rescataba a alguien que necesitaba ayuda, sintiendo los controles de su helicóptero bajo las manos y la adrenalina bombeándole en la sangre como si se tratara de una droga.

Se recordó que aquella parte de su vida había terminado. La muerte de Peter había logrado lo que su hermano nunca había podido conseguir en vida.

—Voy a licenciarme —murmuró—. Mientras se resuelve el papeleo, voy a tomarme un permiso.

—Oh, Thomas… —dijo ella. Inmediatamente, su rostro se vio suavizado por la compasión.

—Es lo mejor para todos —repuso él, dándose la vuelta para centrarse en las filas de latas y botellas que había en la alacena—. Los detalles del testamento de Peter me mantendrán ocupado durante semanas. Mientras tanto, estoy pensando contratar a alguien para que ayude a la señora Cope con los niños.

—¡Por el amor de Dios! No necesitas contratar a nadie. Yo soy su tía. Quiero a esos niños más de lo que podría quererlos cualquier desconocida que pudieras contratar.

Durante un momento, Tom sintió la tentación de aceptar su oferta, pero descartó la idea antes de que ésta pudiera echar raíces. Era Sophie, la que tenía el pasaporte lleno de visados, la que se había labrado un nombre con sus viajes alrededor del mundo para capturar su visión de lo que encontrara en sus increíbles fotografías.

Era igual de inquieta que su madre. Sophie no podía estar en ningún sitio el tiempo suficiente como para echar raíces.

Aunque se obligara a quedarse, Tom no estaba seguro de querer que fuera ella la que se ocupara de los niños. La Sophie que había conocido diez años atrás se había mostrado irresponsable, atrevida y egoísta. Además, los niños necesitaban estabilidad para lograr superar la muerte de sus padres.

—¿Tía Sophie? ¿Tío Tommy? ¿Va todo bien?

La voz de Ali resonó desde el otro lado de la puerta de la alacena. La preocupación que se reflejaba en ella aumentó aún más la sensación de culpa que Tom sentía.

—Sí, todo va bien, Al —respondió—. Estamos aquí, buscando… más mantequilla de cacahuete.

—Pero si hay un tarro entero aquí —replicó la niña, con una cierta nota de sospecha en la voz.

—No te preocupes por nada, Alison —dijo Sophie, tranquilamente—. Saldremos dentro de un momento. Sólo estábamos teniendo aquí una conversación que no queríamos que escucharan los gemelos.

—¿Estás segura? —preguntó Ali.

—Sí, cielo —respondió Tom—. Todo va bien. Regresa con los gemelos. Saldremos enseguida.

Sophie abrió la puerta en cuanto escucharon que la niña se alejaba. Tom se preguntó si ella se habría sentido tan incómoda por la proximidad tan íntima que había habido entre ellos como él mismo.

—Mira, Thomas. No tenemos que pelearnos por esto, al menos hoy. Consultémoslo con la almohada para que tanto los niños como nosotros dispongamos de unos días para que se asienten las cosas. Entonces, volveremos a hablar al respecto.

En lo que a él se refería, el asunto había quedado más que zanjado. Tanto si Sophie se marchaba aquella misma tarde como dentro de una semana, se terminaría marchando de todos modos. De eso no le quedaba ninguna duda. Lo importante sería que no terminara rompiendo los frágiles corazones de los niños cuando se fuera.

 

 

Horas más tarde, cuando estaba metida hasta los codos en el agua de la bañera, Sophie se recordó que era capaz de conseguirlo.

—¡Ay! Me has hecho daño, tía Sophie —dijo Zoe, haciendo un gesto de dolor por debajo de la corona de espuma que tenía en la cabeza—. Mamá no me frota tan fuerte.

—Lo siento. Trataré de hacerlo más suavemente.

Darle un baño a una niña pequeña era algo más difícil de lo que parecía en un principio. Zoe había insistido en que todo estuviera como a ella le gustaba, el nivel del agua, la temperatura… Sophie sabía lo vital que era que los niños siguieran sus rutinas diarias, pero, a pesar de todo, se sentía tensa y no había nada que deseara más que meterse en la cama y dormir durante una semana. Sin embargo, estaba segura de que podía hacerlo. Era fuerte, mucho más fuerte de lo que el señor Thomas «Sabelotodo» Canfield creía.

—¡Ay! —exclamó Zoe una vez más. Sophie tuvo que tratar de nuevo de relajarse.

—Ya casi hemos terminado. Es hora de enjuagar.

—No me gusta que me entre el champú en los ojos —le dijo la niña.

—Lo tendré en cuenta, cielo.

Esperaba que Tom estuviera teniendo tantos problemas con Zach en otro de los numerosísimos cuartos de baño de la casa como ella estaba teniendo con la pequeña Zoe. Después de ayudar a Maura a acomodar a su padre, Tom había ido a echarle una mano a ella con los niños.