Pasión en el viento - Raeanne Thayne - E-Book

Pasión en el viento E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Julia 1865 Ganadora Premios Rita. Quince años después, Quinn Southerland seguía sin haber perdonado a Tess Claybourne por haberlo tratado tan mal. Sin embargo, la enfermera viuda que cuidaba de la madre de Quinn no tenía nada que ver con la malcriada joven que él había conocido en el instituto. Pero seguía siendo igual de bella y seguía despertando el agridulce deseo de algo que él nunca tendría. ¿O tal vez sí? La fiera atracción de entonces aún ardía entre ellos. Ésa podía ser su segunda oportunidad… si permitían que el amor los condujera por el camino que sus corazones anhelaban seguir.

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Raeanne Thayne

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión en el viento, Julia 1865 - enero 2023

Título original: A Cold Creek Homecoming

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415934

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ESTÁS en casa!

La voz fina de la frágil mujer que había en la cama, no se parecía nada a la que Quinn Southerland recordaba.

A pesar de su poca estatura, Jo Winder siempre había tenido una voz firme y autoritaria, acorde con su personalidad. Cuando los llamaba para que entraran a cenar, la oían alto y claro desde cualquier parte del rancho. Estuvieran donde estuvieran, sabían que era hora de volver.

En ese momento, la mujer que tanto se había esforzado para criarlo, la mujer más fuerte que había conocido en su vida, parecía una sombra de sí misma: tenía la piel pálida y apergaminada y su voz apenas se oía.

Las grietas que se habían abierto en su corazón al verla soportar largos meses, años, de enfermedad, se ensancharon un poco más. Para su vergüenza, sintió el súbito impulso de huir, de volver a Seattle, a su empresa y a la cómoda vida que se había creado allí. Deseó poder fingir que la realidad no era sino un mal sueño y que ella era inmortal, como siempre había imaginado.

Sin embargo, se obligó a acercarse al borde de la cama y envolvió los dedos huesudos en los suyos, maldiciendo en silencio al cáncer que se estaba llevando a esa mujer a la que tanto quería.

Le ofreció su sonrisa más encantadora, la que encandilaba a cualquier mujer; tanto en una sala de reuniones como en el dormitorio.

—¿Dónde iba a estar sino aquí, cariño?

Ella esbozó una sonrisa avergonzada y llevó los dedos entrelazados con los suyos hacia su mejilla.

—No tendrías que haber venido. Estás muy ocupado en Seattle.

—Nunca demasiado para mi chica favorita.

La risa de ella sonó débil pero divertida, igual que cuando él había intentado engatusarla para librarse de una regañina.

Jo no era una mujer fácil de engatusar, pero siempre apreciaba el esfuerzo realizado.

—Siento haberte arrastrado hasta aquí —dijo—. Yo… quería ver a mis chicos una última vez.

Él deseó clamar que su madre de acogida seguiría allí muchos años, que era demasiado fuerte y tenía demasiado genio para que algo tan nimio como un cáncer se la llevara, pero no podía negar la evidencia que tenía ante los ojos.

Se moría, estaba mucho más cerca del fin de lo que todos ellos habían temido.

—Estaré aquí el tiempo que haga falta —afirmó.

—Eres un buen chico, Quinn. Siempre lo has sido.

Él rezongó al oír eso. Ambos sabían que no era verdad.

—Easton no me dijo que habías incluido la hierba como parte del tratamiento.

—Sabes que no —la risa estremeció su frágil cuerpo—. Nada de marihuana en esta casa.

—Entonces, ¿qué estás fumando?

—Nada. Lo he dicho en serio. Siempre fuiste un buen chico por dentro, incluso cuando andabas metiendo a los demás en problemas.

—Sigue significando mucho para mí que lo pensaras —la besó en la frente—. Veo que estás cansada. Duerme un rato y seguiremos después.

—Daría cualquier cosa por un poco de mi energía de antes —su voz se desvaneció tras la última palabra. Se había dormido.

De pie, junto a la cama, aún sujetando su mano, la vio hacer un par de muecas de dolor.

Frunció el ceño, odiando la idea de que sufriera. Liberó sus dedos lenta y cuidadosamente. Justo entonces, Easton Springhill, su prima política y lo más parecido que tenía a una hermana, apareció en el umbral.

Se apartó de la cama y salió del dormitorio.

—Parece que sufre dolor —dijo, con voz grave.

—Así es —contestó Easton—. No lo dice, pero he notado que ha empeorado en la última semana.

—¿No podemos hacer algo al respecto?

—Hay algunas opciones, pero ninguna funciona mucho tiempo. La enfermera de la residencia de cuidados paliativos llegará de un momento a otro. Le dará algo para el dolor —ladeó la cabeza—. ¿Cuánto hace que no comes nada?

Él intentó recordarlo. Estaba en Tokio cuando recibió el mensaje de Easton, diciendo que Jo quería que volviera a casa. Aunque le quedaban dos días de reuniones destinadas a crear una nueva ruta de embarque, no había dudado en cancelarlo todo. Jo nunca le habría pedido que volviera si la situación no fuera desesperada.

Así que había reorganizado su agenda y volado a Pine Gulch. Incluyendo los retrasos provocados por una borrasca sobre el Pacífico, llevaba dieciocho horas viajando, treinta y seis sin dormir.

—Tomé algo en el avión, pero ya han pasado unas cuantas horas.

—Te haré un bocadillo, luego puedes dormir un rato.

—No hace falta que te ocupes de mí —la siguió por el pasillo hasta la alegre cocina blanca y roja—. Ya tienes bastante quehacer, dirigiendo el rancho y cuidando de Jo. Sé preparar bocadillos.

—¿No tienes a gente que hace eso por ti?

—A veces —admitió él—. Eso no significa que haya olvidado cómo se hacen.

—Siéntate —ordenó ella—. Sé dónde está todo.

Quinn se planteó insistir pero, a pesar de sus rasgos delicados y su melena rubia, Easton podía ganar a Jo en cabezonería y malas pulgas; estaba demasiado cansado para batallar. Se sentó en una de las sillas de pino que había junto a la vieja mesa y decidió dejarse mimar.

—¿Por qué no me dijiste cómo estaban las cosas, East? Se ha marchitado en estos últimos tres meses. No me extrañaría que Chester pesara más que ella.

Al oír su nombre, el viejo perro pastor de Easton alzó el morro grisáceo y golpeó el suelo con el rabo blanco y negro.

—Quería hacerlo. Lo juro —Easton dejó escapar un suspiro, mezcla de agotamiento, desánimo y culpabilidad—. Quise llamarte hace semanas, pero ella me suplicó que no lo hiciera. Dijo que no quería que supieras cómo estaba hasta… —se le quebró la voz y le temblaron los labios.

Él no necesitó que acabara. Jo no había querido que lo supiera hasta que llegase el final. Y había llegado. Jo llevaba tres años luchando contra el cáncer de mama y parecía que la batalla estaba a punto de concluir.

Odiaba la situación. Deseaba escapar de vuelta a su propio mundo, donde al menos podría fingir que seguía manteniendo el control. Pero ella lo quería en Cold Creek, y allí se quedaría.

—Dime la verdad, East. ¿Cuánto le queda?

Los rasgos de Easton se contrajeron de dolor. Había perdido mucho en la vida, esa chica a la que había considerado como una hermana desde el día en que, siendo un colérico y amargado chaval de catorce años, había llegado al rancho Winder, dos décadas antes. Entonces Easton vivía en la casa del capataz, con sus padres, y se habían hecho amigos desde el primer instante.

—Unas tres semanas —dijo ella—. Tal vez menos. Tal vez algo más.

Él deseó maldecir por la injusticia de que alguien como Jo tuviera que abandonar el mundo de forma tan cruel, tras pasar cada momento de sus setenta y dos años de vida dando amor a los demás.

—Me quedaré hasta entonces.

Ella lo miró atónita. El cuchillo con el que untaba mostaza en el bocadillo se quedó inmóvil.

—¿Cómo vas a dejar Transportes Southerland tanto tiempo?

—Quizá tenga que hacer algunos viajes breves a Seattle, pero casi todo mi trabajo puede hacerse a distancia, por correo electrónico y teléfono. No tiene por qué ser un problema. Y tengo buenos empleados, capaces de solucionar casi cualquier complicación que pueda surgir.

—Eso no es lo que ella quería cuando te pidió que vinieras a casa una vez más —protestó Easton.

—Puede que no. Pero no será ella quien decida por mí esta vez, por mucho que piense que está al mando. Es lo que yo quiero. Tendría que haber vuelto cuando todo empezó a caer en picado. No es justo que hayamos dejado su cuidado en tus manos.

—No sabíais lo mal que estaban las cosas.

Él pensó que si la hubiera visitado más, lo habría visto con sus propios ojos. Pero al igual que a Brant y Cisco, los otros dos chicos a los que Jo y Guff, su marido, habían acogido en su hogar, la vida lo había alejado de la seguridad y paz que siempre había encontrado en el rancho Winder.

—Me quedo —afirmó—. Puedo pasar unas semanas aquí echándote una mano en el rancho, en el cuidado de Jo y en todo lo que necesites; es lo mínimo que puedo hacer, después de lo que Guff y ella hicieron por mí. No discutas, porque no ganarás.

—No iba a discutir —dijo ella—. No sabes lo feliz que la hará tenerte aquí. Gracias, Quinn.

El alivio que vio en sus ojos le hizo comprender lo difícil que estaba siendo para Easton ver morir a Jo. Había perdido a sus padres muy jovencita, y después al adorado tío que la había acogido tras su muerte.

Cuando ella le dio el bocadillo de pan casero y carne asada, apretó sus dedos con suavidad.

—Gracias. Tiene una pinta fantástica.

Ella se sentó frente a él con una manzana y un vaso de leche. Al ver la delgadez de sus muñecas, curvadas sobre el vaso, lo preocupó que, al igual que Jo, no estuviera comiendo lo suficiente.

—¿Qué hay de los otros? —preguntó, tras un delicioso bocado—. ¿Has avisado a Brant y a Cisco?

Jo siempre había llamado a los tres chicos que Guff y ella habían acogido, y a Easton, su sobrina, que había sido su sombra, sus «Cuatro Vientos».

—Hablamos con Brant por el ordenador cada quince días, cuando puede llamarnos desde Afganistán. Nuestra cámara web no es la mejor del mundo, pero ha visto en directo el deterioro de Jo durante el último mes. Está intentando conseguir un permiso para venir lo antes posible.

Quinn contrajo el rostro, sintiendo un pinchazo de culpabilidad. Su mejor amigo, a medio mundo de distancia, había estado más pendiente de lo que sucedía en el rancho que él, que sólo estaba a unos estados de allí.

—¿Y Cisco?

Ella bajó la vista hacia su manzana.

—¿Has sabido algo de él? —preguntó.

—No. Recibí un correo electrónico muy vago en primavera, nada desde entonces.

—Nosotras tampoco. Desde hace meses. He intentado cuanto se me ha ocurrido para localizarlo, pero no sé dónde está. Creí que estaba en El Salvador, o un sitio similar, pero no consigo ninguna información sobre él.

Quinn tenía que admitir que Cisco lo preocupaba. Los demás habían hecho algo productivo con sus vidas: Quinn había creado Transportes Southerland tras pasar un breve periodo en las Fuerzas Aéreas; Brant Western era un honorable oficial del ejército, que estaba realizando su tercer servicio en Oriente Medio; Easton se ocupaba del rancho, su gran pasión.

Cisco del Norte, en cambio, había seguido otro rumbo. Quinn sólo lo había visto unas pocas veces en los últimos cinco o seis años, y parecía más hastiado de todo con cada año que pasaba.

Lo que había empezado como un viaje rápido a México para visitar a la familia tras un breve periodo de servicio en el ejército, se había convertido en años de viajes a lo largo y ancho de Centroamérica y Sudamérica.

Quinn no tenía ni idea de a qué se dedicaba. Sospechaba que pocas de las actividades de Cisco eran legales, y ninguna buena. Había decidido hacía años que era mejor no saberlo.

Pero sí estaba seguro de que Jo querría ver a Cisco una vez más, fuera lo que fuera que lo hiciese.

—Pondré a alguien a hacer pesquisas —tragó otro bocado—. Mi ayudante es de lo más eficiente. Si alguien puede encontrarlo y sacarlo de la cantina que considere su hogar, ésa es Kathleen.

—Conozco a la tal Kathleen —Easton sonrió sin ganas—. Me da miedo.

—Pues ya somos dos. Es parte de su encanto.

Intentó disimular un bostezo tomando un sorbo de agua, pero a Easton no se le escapaba nada.

—Ve a dormir —ordenó, con un tono que no daba opción a protestar—. Tu antiguo dormitorio está preparado. Con sábanas limpias y todo.

—No necesito dormir. Me quedaré con Jo.

—No hace falta. Sólo tiene que pulsar un botón para llamarme al móvil, en cualquier momento. Además, la enfermera vendrá para ocuparse de ella durante la noche.

—Eso está bien. Iba a preguntarte qué tipo de asistencia médica recibe.

—Viene una enfermera cada tres horas, para ajustar su medicación y ocuparse de cualquier otra cosa necesaria. Jo opina que tanta atención es innecesaria, pero sus médicos y yo creemos que es mejor así.

Eso alivió a Quinn. Al menos Easton no tenía que sobrellevar la carga sola. Se levantó de la mesa y la envolvió en un abrazo.

—Me alegro de que estés aquí —murmuró ella—. Ayuda mucho.

—Aquí es donde debo estar. Despiértame si Jo o tú necesitáis algo.

—Vale.

Subió la escalera de la vieja casa de madera. Notó que el cuarto escalón empezando desde arriba seguía crujiendo. Había odiado ese escalón. Más de una vez había sido el causante de su desgracia cuando llegaban a casa por la noche, bien pasada la hora límite. Intentaban no hacer ruido, pero el maldito escalón siempre los delataba. Cuando llegaban arriba, allí estaba Guff, con las cejas blancas arqueadas y mirada severa.

Fue hacia su dormitorio recordando lo suspicaz y beligerante que había sido con los Winder al principio.

Había visto el rancho Winder como otra cárcel, una parada más del miserable tren en el que se había convertido su vida tras el asesinato-suicidio de sus padres.

Sin embargo, allí sólo había encontrado amor.

Jo y Guff Winder lo habían querido. Le habían dado la bienvenida a su hogar y a sus corazones. Después habían hecho sitio para Brant y Cisco.

Su amor no había impedido que se metiera en líos en el instituto, pero de no haber sido por ellos, el odio y la amargura que lo corroían lo habrían llevado a la cárcel o a la tumba.

Estaría allí mientras Jo viviera. Por ella y por Easton. Era lo correcto, lo único que podía hacer.

 

 

No oyó la alarma de su reloj de pulsera, algo que no le ocurría nunca.

Cuando por fin emergió del sueño, tres horas después, Quinn se sintió desorientado. El familiar techo del dormitorio le hizo pensar que estaba inmerso en uno de esos sueños de adolescencia en los que una chica sexy abría la puerta de repente.

Pero la realidad lo aguijoneó, dando portazo a la fantasía juvenil.

Estaba en el rancho y Jo se moría. Se incorporó y se frotó el rostro. Faltaban horas para el amanecer, pero su reloj interno seguía con el horario de Tokio y supo que no podría volver a conciliar el sueño.

Decidió echarle un vistazo a Jo antes de ducharse. Ella siempre se había quejado si iban sin camisa por el rancho, aunque estuvieran cortando el césped, así que se puso la arrugada camisa del viaje. Bajó la escalera evitando el escalón ruidoso, para no despertar a Easton.

Guff había muerto de un infarto cinco años antes. Jo, desconsolada, había dejado la suite matrimonial de la segunda planta y se había trasladado a un dormitorio de la planta baja.

Cuando llegó, vio a una mujer salir de la habitación de espaldas. Pensó que era Easton.

Pero ella solía llevar la melena rubia recogida en una cola de caballo y esa mujer tenía el pelo castaño rojizo y sólo le llegaba a la barbilla.

Era más pequeña que Easton, pero de figura muy curvilínea. Al ver el delicioso trasero que reculaba de la habitación, sintió un pinchazo de interés masculino, inesperado y fuera de lugar,

Cuando la mujer se giró un poco y vio sus rasgos, todo atisbo de atracción desapareció como si hubiera caído a un lago de agua helada.

—¿Qué diablos haces tú aquí? —gruñó en la oscuridad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

LA mujer se giró del todo y se llevó las manos al pecho, con los ojos muy abiertos.

—¡Cielos! ¡Me has asustado!

Quinn se consideraba un tipo tolerante y había despreciado a muy poca gente en su vida, aunque su padre fuera la primera excepción a esa regla.

Pero si tuviera que hacer una lista, Tess Jamison estaría en los puestos de cabeza.

Iba a volver a preguntarle qué hacía en el rancho Winder cuando sus neuronas adormiladas le hicieron comprender que el trasero que había admirado estaba cubierto por lo que sin duda era un pantalón azul de uniforme de enfermera.

Llevaba una cesta con medicamentos en una mano y una tabla con sujetapapeles bajo el brazo.

—¿Tú eres la enfermera? —preguntó, incrédulo.

—Eso creo —se llevó la mano libre al estetoscopio que colgaba de su cuello—. Hola, Quinn. ¿Cómo te va?

Él se preguntó si seguía arriba en la cama, sufriendo uno de esos inquietantes sueños de adolescencia, en los que uno se matriculaba en una clase avanzada y descubría que no había leído una página del libro de texto, no sabía nada del tema y aun así, todos esperaban que sacara sobresaliente.

No podía ser verdad. Era demasiado surrealista, que alguien a quien no había visto desde la noche de graduación, y a quien habría preferido no volver a ver, apareciera de repente en el pasillo del rancho Winder con un aspecto muy similar al que había tenido quince años antes.

Parpadeó pero, maldita fuera, ella no desapareció. Deseó despertarse de golpe.

—Tess —gruñó, sin saber qué decir.

—Correcto.

—¿Cuánto tiempo llevas cuidando de Jo?

—Dos semanas —contestó ella. Él se preguntó si su voz siempre había tenido ese tono ronco o si era nuevo—. En realidad, somos varias. Yo suelo hacer el turno de noche. Vengo cada tres o cuatro horas para comprobar sus constantes vitales y aliviarle el dolor. Tengo otros cuatro pacientes en diferentes fases, pero ella es mi favorita.

Mientras hablaba, fue acercándose. Él contuvo el aliento y luchó contra el instinto de cubrirse la entrepierna, como precaución.

No porque lo hubiera herido físicamente en su turbulento pasado, sino porque Tess Jamison, Reina del Baile de principio de curso, portavoz de graduación y reina de todo, tenía la capacidad de capar a un hombre con una sola mirada.

No olía a humo y azufre, como él habría esperado, sino a vainilla y melocotón maduro, un aroma que le hizo pensar en las tórridas tardes de verano pasadas en el porche del rancho, comiendo helado y galletas caseras.

Ella fue hacia la cocina y encendió la luz que había sobre el fregadero.

Por primera vez, la vio a plena luz. Estaba tan encantadora como cuando lució la corona de Reina del Baile, con los mismos pómulos altos, nariz delicada y labios carnosos que él recordaba. Sus ojos seguían siendo el rasgo más impresionante: verdes, almendrados y enmarcados por pestañas oscuras y espesas.

Pero habían pasado quince años y sólo el recuerdo sobrevivía a eso. Había perdido la mirada inocente y fresca que tanto lo había engañado. Tenía finas arrugas de expresión alrededor de los ojos e iba muy poco maquillada.

—No sabía que habías vuelto —dijo ella por fin, al ver que seguía escrutándola—. Easton no lo mencionó antes de acostarse.

Por lo visto, Easton había optado por callarse varias cosas.

—He llegado esta tarde —consiguió decir, no ladrar, aunque le costó cierto esfuerzo—. Jo quería vernos a todos una vez más.

No fue capaz de decir «por última vez», pero aun así, los ojos verdes se suavizaron.

Él se recordó que era una enfermera de cuidados paliativos, por mucho que le costara creerlo. Debía de estar adiestrada para simular compasión. A la verdadera Tess Jamison no le importaba nada en el planeta excepto ella misma.

—¿Has venido a pasar el fin de semana?

—Más tiempo —contestó él, con voz seca. No era asunto suyo que fuera a quedarse en el rancho Winder mientras Jo lo necesitara; ni que tuviera la esperanza de que fuera mucho más de lo que los médicos auguraban.

Ella asintió una vez, solemne, y él supo que había captado todo lo que no había dicho. La compasión de esos ojos, y su inexplicable deseo de ahogarse en ellos, exacerbaron su hostilidad.

—Me cuesta creer que hayas seguido en Pine Gulch todos estos años —farfulló—. Pensaba que Tess Jamison estaba deseando sacudirse el polvo de Idaho de sus botas de diseño.

—Ahora me llamo Tess Claybourne —sonrió—. Y los planes cambian sin saber cómo, ¿no crees?

—Empiezo a darme cuenta.

Lo picó la curiosidad de saber qué había hecho ella durante los quince años pasados. Y el porqué de la tristeza que veía en sus ojos.

Pero se recordó que se trataba de Tess. Le importaba un cuerno lo que hubiera hecho, por muy adorable que fuera su aspecto.

—Así que te casaste con Scott, ¿eh? Supongo que sus músculos de futbolista se transformaron en grasa, ¿no? ¿Sigue en el rancho con su padre?

Ella apretó los labios un segundo, después esbozó otra sonrisa diminuta.

—Ni lo uno, ni lo otro. Murió hace casi dos años.

Quinn se fustigó internamente por su falta de tacto. Por lo visto, nada había cambiado. Ella siempre había hecho aflorar lo peor de él.

—¿Cómo?

Ella tardó un momento en contestar. Fue hacia la cafetera, que estaba encendida, y se sirvió una taza como si fuera una costumbre habitual.

—Neumonía —contestó, añadiendo sacarina al café—. Scott murió de neumonía.

—¿En serio? —se extrañó él. Había creído que sólo los ancianos y los niños morían de eso.

—Estuvo… enfermo mucho tiempo. Su sistema inmunológico estaba dañado y no pudo con la enfermedad.

Quinn, aun tratándose de una mujer a la que despreciaba, no era despiadado. Se obligó a ofrecerle sus condolencias.

—Sería muy duro para ti. ¿Teníais hijos?

—No.

Esa vez, miró el café y ni siquiera se molestó en forzar una sonrisa. Quinn no pudo evitar pensar en lo surrealista que era estar allí charlando con ella en la cocina del rancho Winder, de madrugada, cuando su instinto le pedía gritar, rugir y echarla de allí a patadas.

—Jo me ha comentado que diriges una gran empresa de transportes en el noroeste —dijo ella.

—Cierto —repuso él. Era la tercera más grande de la zona, y esperaba que con los contratos que estaba negociando, Transportes Southerland subiera al segundo puesto y siguiera prosperando.

—Está muy orgullosa de sus chicos y de Easton. Habla de vosotros todo el tiempo.

—¿En serio? —no le hacía gracia que Jo compartiera con Tess ningún detalle de su vida.

—Oh, sí. Seguro que está encantada de tenerte en casa. Debe de ser la razón de que esté durmiendo tan bien. Ni siquiera se despertó cuando comprobé sus constantes vitales, y eso es raro. Jo suele tener un sueño muy ligero.

—¿Cómo están?

—¿Disculpa?

—Sus constantes vitales. ¿Cómo está?

Odiaba preguntarlo, y más a Tess, pero era de los que afrontaban mejor los retos con información.

Ella tomó un trago de café, derramó el resto en el fregadero y abrió el grifo para aclarar la taza.

—Su tensión arterial es más baja de lo que nos gustaría, y necesita oxígeno cada vez más a menudo. Intenta ocultarlo, pero siente dolor casi todo el tiempo. Me gustaría poder darte mejores noticias.

—No es culpa tuya —dijo él, aunque deseaba encontrar la forma de culparla por ello.

—A veces me siento como si lo fuera. Mi trabajo es hacer que esté lo más cómoda posible, pero dice que no quiere pasar sus últimos días atontada por drogas y calmantes. Eso limita nuestras opciones. Pero hacemos lo que podemos.

Él no podía entender que alguien eligiera una profesión así. Se preguntaba por qué una mujer como Tess Jamison, Claybourne en la actualidad, había optado por quedarse en el diminuto Pine Gulch y dedicarse a los enfermos terminales. Le parecía una incongruencia sin sentido.

—Es hora de irme —dijo ella—. Tengo otros tres pacientes que ver esta noche. Pero volveré dentro de unas horas, y Easton sabe que puede llamarme si me necesita. Eh… me ha gustado verte, Quinn.

Él no habría creído sus palabras incluso si no hubiera visto la mentira en sus ojos verdes. Le había alegrado tanto verlo como a él encontrarla de noche en el rancho Winder.

Aun así, la cortesía que Jo le había instilado lo llevó a acompañarla a la puerta. Esperó hasta verla subir a su automóvil y luego volvió a entrar, moviendo la cabeza de un lado a otro.

Tess Jamison Claybourne.

Como si le hubiera hecho falta otro disgusto al que enfrentarse estando en Pine Gulch.

 

 

Quinn Southerland.

Dios bendito.

Tess se quedó unos minutos sentada en el pequeño utilitario que había comprado tras vender la furgoneta con acceso para silla de ruedas de Scott. Su mente era un torbellino de sensaciones, todas agudas, duras y desagradables.

Él la despreciaba. Irradiaba rencor. Aunque le había hablado con cortesía, cada palabra había estado matizada por el desdén. Los ojos azules con destellos plateados no habían templado su frialdad ni un segundo.

Tess soltó el aire de golpe, más desconcertada por el breve encuentro de lo que habría esperado. Era capaz de soportar cierta animadversión, o al menos eso había creído, hasta ese momento.

Pero en realidad, no tenía experiencia al respecto. La mayoría de los habitantes de Pine Gulch la trataban de forma muy distinta.