Destino implacable - Hilda Ferras - E-Book

Destino implacable E-Book

Hilda Ferras

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Beschreibung

Destino implacable expone en algunos de los 33 cuentos que lo conforman, la corrupción, el blanqueamiento de tierras malhabidas, el tráfico e industrialización de estupefacientes, la violencia doméstica, la pedofilia, la trata de personas, el autismo, la infidelidad marital, los problemas sociales y familiares, el maltrato animal y, sobre todo, los problemas psiquiátricos y psicológicos de forma ficticia; combinada con la idiosincrasia paraguaya, historia, cultura, misticismo y turismo guaraní. La cultura ancestral de los nativos paraguayos es un menú literario que el lector no puede dejar de leer, puesto que denuncia todos los atropellos que han sufrido con la custodia del Estado paraguayo. Esta obra, Destino implacable, ofrece al público en general el lujo de imaginar y tejer ciertos acontecimientos disfrazados e encriptados, donde el Destino, a pesar de haber transcurrido décadas, va jugando su propio juego de ajedrez y va ganando a cada paso una partida doble. El ser humano debe comenzar a controlar sus instintos y pensamientos más oscuros, pues todo lo que hacemos y pensamos lo atraemos y tiene consecuencias nefastas a lo largo de los años, nadie escapa del Destino.

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Hilda Ferras

Destino implacable

Los personajes y los hechos narrados en este libro son ficticios. Cualquier parecido con personajes reales, vivos o muertos es pura coincidencia no intencionada por parte del autor.

Destino implacable

Escritora: Hilda Ferras

Correctora: Diana Viveros

Diagramación: Jorge A. Leguizamón R.

ISBN: 978-99925-17-88-8

2023

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra en cualquier soporte.

Este libro se lo dedico a mi señora madre, Gilda Vera, quien, a pesar de las dificultades y vicisitudes de la vida, supo conjugar su rol de madre y padre al mismo tiempo. Su frase célebre fue: «Nunca digas mañana no habrá más trabajo porque hoy ya lo hice todo. Al contrario, tendrás el doble».

A mi añorada compañera de oficina Harley, mi querida perrita, que falleció el Día del Periodista (26 de abril) del año 2017.

Índice de contenido

Prólogo

El contenedor

El fin del suplicio

El secreto del puente

El predio maldito

El pueblo sin salida

El encargo

El mecánico

El cobrador

El oro ku’i de Violeta

El deseo de Pitón

El silencio

El artífice del mal

El fantasma de Ramiro

El sacrificio

El francotirador

El edificio de la muerte

El susurro

El puñal de la sangre

El dentista de Tacumbú

El autor

El crucero del infierno

El contenido del frasco

El brillante giro

El ascenso mágico del vecino

El acecho del destino

El sueño revelador

El colapso mental

El plan

El linaje

El impostor del arte

El nativo

El representante del demonio

El colmillo vengador

Frases célebres

Pensamientos

Biografía de la autora

Prólogo

El Paraguay actualmente está sumergido en profundos problemas sociales a falta de una Justicia incorruptible. Jueces y autoridades de turno son capaces de venderse al mejor postor y ser relativamente complacientes con sus amos a la hora de aplicar justicia. Se ilustran escenarios cotidianos donde dan rienda suelta a la famosa frase «hecha la ley, hecha la trampa». Los ciudadanos paraguayos, honestos en su gran mayoría, son víctimas de estos flagelos y vicios del sistema, huérfanos de una Justicia que los ampare.

Cada uno de los cuentos plasmados en este libro narra una historia en la cual lastimosamente solo la justicia divina —entendida como el Destino, sujeto al transcurrir del tiempo— puede poner los dados en el sitio que le corresponde. Algunos de los textos hablan de situaciones de la realidad nacional combinadas con íconos históricos e idiosincrasia paraguaya.

El objetivo principal de estos relatos, reunidos bajo el título Destino implacable, es denunciar todo el abanico de la problemática social que está atacando a las familias paraguayas. Al mismo tiempo, busca brindar a los lectores una herramienta imaginaria para entender lo que podría pasar cuando uno toma ciertos caminos errados y/o maléficos, y que terminan destruyendo a su prójimo o su entorno, porque como es sabido desde Isaac Newton a hoy, toda acción genera una reacción.

Quiero dejar un legado literario y para la reflexión una frase del maestro del terror Stephen King: «La ficción es la verdad dentro de la mentira». Espero que este libro simple —sin abundancia de recursos literarios rebuscados— los ayude a tomar buenas decisiones a futuro y a comprender ciertas cosas que ni siquiera Sigmund Freud podría explicar científicamente, qué es lo que pasa por la mente de las personas en momentos de ira e impotencia.

Hilda Ferras

Abril, 2023

El contenedor

Estuvo más de 18 horas examinando el movimiento y la cantidad de personal que operaba en el puerto de Villeta y se fumó cinco cajetillas de cigarrillos durante la exhaustiva vigilancia montada en la zona.

Había estudiado la bajada histórica del río Paraguay y lo que tardaría en subir y regularizarse el traslado de los numerosos contenedores varados hacia la frontera, pues la navegabilidad era incierta por la extrema sequía.

«El Mago», como lo conocían todos en Pedro Juan Caballero, era el sicario más caro, cuyo costo se valoraba por su profesionalismo y fina ejecución criminal. Nunca dejaba ningún rastro, ni siquiera una minúscula evidencia.

Subió elegante a una camioneta hasta llegar a Caacupé; allí lo aguardaban el candidato a intendente y su jefe de campaña. Estaban nada más que a dos días de las elecciones municipales. El Mago debía trasladar a ambos hasta el financista.

El candidato a intendente y su jefe de campaña eran considerados unos corruptos, ladrones de guantes blancos, conocidos por apropiación ilegal de propiedades, enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, además de tener una extensa lista de acreedores. Lo peor era que la Justicia no intervenía ante las diversas denuncias de irregularidades. La misión de El Mago, era evitar que el infortunio se apodere de la ciudad.

Los llevó hasta el puerto. Les exigió que dejaran los celulares y relojes, y todo tipo de metal para ingresar al contenedor donde estaría aguardando supuestamente el misterioso financista de la campaña, asegurándoles que la reunión debía ser con absoluta discreción para establecer las bases y condiciones; y por ende firmar el acuerdo.

Ambos sujetos, un poco desconcertados, aceptaron las condiciones, pues preferían eso antes que gastar todo lo que habían amasado de forma fraudulenta.

Ingresaron al contenedor, tomaron asiento y El Mago, cordialmente, les invitó a esperar un momento, mientras llegaba el misterioso financista. Luego salió del recinto y selló las puertas del contenedor.

Siete meses después, el contenedor llegó a China Taiwán.

El fin del suplicio

Esa noche no era distinta a las demás, excepto por la decisión que había tomado María Felicia. Sus padres y su hermano, como siempre, estaban alcoholizados y sumergidos en la ingesta de estupefacientes.

Vicente, su hermano mayor, se preparaba esa noche para ir a verla a su habitación, como lo hacía a diario su progenitor. Las visitas nocturnas a la alcoba de María Felicia eran con autorización de su madre.

Tenía 13 años de edad y su regla no le había llegado como todos los meses anteriores. Se percató de que sus malestares físicos se intensificaban. En el colegio, intentaba pasar desapercibida, a fin de que nadie sospechara los abusos que estaba soportando. Sin embargo, su resiliencia se estaba agotando.

Era un 16 de agosto y se conmemoraba el Día del Niño y la batalla de los Niños Mártires de Acosta Ñu en la ciudad de Eusebio Ayala (Barrero Grande). En medio del bullicio y la algarabía que gravitaba en el distrito, María Felicia se armó de valor para escaparse.

Se dirigió al Cerro de la Gloria, subió a la cima del monumento erigido en honor a esa contienda en la que murieron más de tres mil quinientos infantes defendiendo la patria. Se sentó en la orilla del balcón a disfrutar de la brisa fresca que permeaba el intenso calor de al menos 40 grados. El cántico del búho y el asomo de la luna llena presagiaron el desenlace. Con lágrimas en los ojos, y con un suspiro agobiante, se lanzó al abismo en busca de su libertad.

El secreto del puente

Entre sus frondosas plantas ornamentales, utilizadas en decoraciones de sepelio, el viejo solitario observaba a Dulce cada vez que volvía de sus estudios en horario nocturno.

Era invierno en Paraguay y ese día no solo se sentía frío, sino también había una tormenta, de las que provocaban estremecimiento por sus intensas ráfagas de vientos y por las salvajes lluvias.

Aquel hombre se había tomado de más unas copas de caña. Sus instintos y sus deseos ya no los podía controlar. Aprovechó la tempestad cuando vio a la joven corriendo en dirección a su casa. Toribio la aguardó en el puente que estaba a oscuras porque el suministro de energía eléctrica se había suspendido por las inclemencias del clima.

Dulce se llevó tremendo susto cuando vio a su vecino. Él se ofreció a acompañarla hasta su casa. Por supuesto, ella se negó y éste, entonces, se puso furioso como una fiera que perdía los estribos. Ella gritó, pidió auxilio, pero nadie la escuchó. Lo último que sintió fue cómo la poseyeron criminalmente. Al despertar, estaba bajo el puente.

Desde entonces, todas las noches, ella aguarda pacientemente a su próxima víctima masculina.

El predio maldito

Pasaban los años y el cáncer iba aniquilando paulatinamente la fuerza que tenía para luchar contra Macario, su otrora mejor amigo y mano derecha, quien, en momentos de mayor vulnerabilidad y desasosiego lo había abandonado y traicionado.

El extranjero, años atrás le había entregado un poder para manejar e invertir en sus propiedades ubicadas en Paraguay. Macario, sin embargo, aprovechó la languidez de su amigo y se apoderó de todo su patrimonio. Comenzó a explotar todas sus propiedades para la extracción de piedra y arena, sin estudio técnico ni licencia ambiental. Incluso en algunas de esas propiedades edificó hoteles y condominios.

El extranjero se había enterado de todo. Sus asesores jurídicos prácticamente lo dejaron sin esperanzas. Al morir, juró que ajustaría cuentas, pues toda su familia había quedado en la calle.

Tiempo después, su espíritu vigilaba la llegada del personal y de Macario en la cantera de su propiedad, pues las tareas se realizaban en horario nocturno. Confiaba en que se dirigirían al punto de excavación de piedras más álgido.

Sin preámbulos, al ver a todos reunidos en un mismo sector, echó a andar el camión tumba cargado de piedras y, para completar su golpe mortal, puso en funcionamiento el tractor para una excavación de tierra que fulminaría cualquier pista para la búsqueda. Los cuerpos nunca fueron hallados.

Cumplió su juramento y por fin pudo descansar en paz.

El pueblo sin salida

Mauricio estaba hastiado de tanta presión laboral, de tanta responsabilidad y de esos incontables vestigios de corrupción tanto en lo civil como en lo público que no podía controlar desde su portentoso cargo estatal, que lo envolvía irremediablemente sin cesar. Llegó a sentir repugnancia de ver en lo que se había convertido por optar por el camino más fácil y rápido, pues la sola idea de volver a sus raíces humildes le provocaba un ataque de pánico.

Una tarde, tomó el mejor vehículo de alta gama de su garaje y fue manejando hasta San Bernardino. Tenía pensado escalar la cima del monumento de Nuestra Señora de la Asunción. Al llegar al pie de la escalinata, de improviso el tiempo empezó a nublarse, a oscurecerse, con un viento terriblemente salvaje que corría de hacia el noreste.

Mauri bajó de su lujoso automóvil, desconcertado por el repentino cambio brusco del clima. Caminó hacia la altura por largo tiempo, parecía que nunca llegaría a la cima, pues el sendero estaba en pésimas condiciones, como si una tormenta se hubiera enfurecido con ese trayecto por los hundimientos y destrozos que presentaba.

Pese al panorama escalofriante, él siguió intentando llegar a la cúspide. En un instante, las condiciones empeoraron y el día nublado se había transformado en un escenario oscuro como un eclipse apocalíptico.

Todo le parecía extraño, hasta que por fin llegó a la cima, desde donde observó atónito, al otro lado del risco, a un minúsculo pueblo sobre cuya existencia jamás nadie había mencionado antes.

Bajó hasta un amplio pastizal sin árboles, llegó hasta el lugar, caminó sigilosamente. En cada puerta de las vetustas casitas de madera había hombres y mujeres lánguidos, con rostros que reflejaban muerte en vida y que observaban al extraño.

El sitio causaba mucha consternación por las angostas calles donde solo se divisaba polvo y abandono. Todo era pobreza, miseria. Mauri siguió adelante hasta dar con otro pabellón de viviendas que parecían estar instaladas en medio del desierto de Texas, al estilo del viejo oeste. La imagen y fachada era la misma o peor de lo que había visto al principio del recorrido.

Luego fue al final de la callejuela de aquel pueblito, divisó una amplia superficie que albergaba el histórico y el reconocido lago azul de Ypacaraí. Todo estaba árido y estéril en el sitio y, de hecho, aquel lago había desaparecido. Posteriormente, siguió husmeando por la zona hasta que en medio de la nada encontró un centro comercial donde los habitantes del pueblito hacían sus compras.

En su trayecto llegó hasta una zona donde había bungalós totalmente abandonados y, en el medio yacía un salón de eventos donde se preparaba una gran fiesta. Mauri buscó la salida y entrada del pueblo, pues se había percatado de que algo no andaba bien. No comprendía cómo un pueblo muerto estaba situado en San Bernardino en medio de la nada. Nunca pasaban las horas, el sol siempre permanecía en el mismo lugar, no había árboles, flores y mucho menos aves.

La amplia pradera no tenía principio ni fin, así que no pudo encontrar la salida para escapar de esa pesadilla. Retornó hasta el centro del pueblo y vio a una anciana sentada sobre un banco refregando la ropa en un balde de aluminio, mirándolo fijamente. Mauricio le pidió que le indicase la manera de llegar al centro de San Bernardino, y la anciana le respondió: «De acá ya nadie sale».

Mauri había olvidado tomar sus píldoras contra la esquizofrenia.

El encargo

Elías, de profesión letrado, había agotado todas las instancias legales y judiciales para que la justicia paraguaya condene a Federico por su irresponsabilidad. Este último había atropellado a su hermano Gonzalo cuando se encontraba trabajando como delivery, con lo que cubría los gastos de la universidad.

Federico se encontraba en estado etílico al mando de su automóvil cuando colisionó contra el trabajador, a quien abandonó a su suerte sobre la capa asfáltica de la avenida Mariscal López de Asunción. Tras esa tragedia, Gonzalo quedó en estado vegetativo y parapléjico. Los familiares de Federico González nunca corrieron con los gastos que demandaba el tratamiento del joven accidentado.

La prueba del circuito cerrado expuesta ante la Fiscalía fue contundente, pero como el padre de Federico era un ministro del gobierno, la justicia omitió todas las evidencias presentadas.

Cada tanto, Elías presionaba para que algunas de las pruebas fueran consideradas, pero los juicios siempre se postergaban. Tras siete años de suplicio, finalmente se dio el deceso de Gonzalo. La tristeza, el vacío y la soledad se habían apoderado de Elías. Como abogado tenía contactos en las penitenciarías. Un recluso muy peligroso le debía un favor.

Para suerte de Elías, en plena pandemia Federico terminó finalmente tras las rejas, pues lo detuvieron por perturbación a la paz pública, estando bajo los efectos de estupefacientes en plena fase cero de la cuarentena por la pandemia del covid-19. Su padre, el ministro, no podía acelerar su liberación de forma inmediata ya que el procedimiento se prolongaba por las restricciones sanitarias.

El Ministerio de Justicia y Trabajo había ordenado en aquella ocasión que fueran remitidos a las penitenciarías del interior algunos reclusos para evitar la aglomeración y el masivo contagio en las celdas. Esta situación fue aprovechada por Elías, quien comenzó a mover sus contactos y logró que Federico fuera trasladado al penal de Pedro Juan Caballero. Los tentáculos del ministro no alcanzaban hasta esa zona. Pasadas las semanas, los medios de comunicación informaron que el cuerpo de un joven había sido arrojado al basurero como un animal.

Los brasileños cumplieron con el encargo. Elías, mientras se divulgaba la espantosa noticia, se encontraba en el pasillo de la Corte Suprema de Justicia acomodando su corbata para el acto de su designación como fiscal de la Unidad 1 de Pedro Juan Caballero.

El mecánico

Alpidio había ensayado una y mil veces el trayecto a gran velocidad por los pasadizos de la reserva del Mbatovi, curvas sinuosas que se extienden por la frontera entre Piribebuy y Paraguarí, una avenida majestuosa, adornada con túneles de frondosos árboles, ambientados con el sonido de una cascada natural que encanta a todos.

En horario nocturno, los lugareños saben que el sitio se convierte en un laberinto oscuro, tétrico con aires alarmantes de una entrada al infierno. Solo los valientes se animan a cruzar por esos lares de funesta reputación luego de la medianoche. La oscuridad, la soledad, la sensación de que algo perverso se apodera de la zona, dejan absorto a cualquiera.

Pero ese era el momento perfecto. Alpidio ya no podía aguantar la insensibilidad, la indiferencia. Habían pasado años de que asumiera la jefatura municipal su mejor amigo, a quien le había prestado dinero para su campaña y quien no había honrado su deuda, a pesar de los reiterados pedidos del acreedor. Armando dejó en visto a su otrora mejor amigo luego de la victoria en todos los mensajes de WhatsApp.

La muerte de su esposa a causa de un cáncer terminal por falta de recursos para su tratamiento había colmado el vaso de la paciencia de Alpidio. Ese mismo dinero que cedió a su examigo pudo haber salvado la vida de su cónyuge.

A diario escuchaba en su taller las quejas de la gente de que el intendente tenía muchas deudas y que era poseedor de una verdadera labia para desentenderse de sus obligaciones crediticias. El jefe comunal se preparaba para festejar su despedida de soltero con sus nuevas amistades de la política. Alpidio, mientras ellos festejaban, ajustó ciertos sistemas eléctricos en el vehículo de Armando.

Eran las 2:45 de la madrugada de aquel lluvioso domingo. Armando había bebido de más, estaba eufórico y tomaba cada vez más velocidad para sentir la adrenalina. Así ingresó a la zona del Mbatovi con toda la potencia que su máquina le permitía. Alpidio decidió encender la luz alta en medio de la oscuridad para abrumarlo, y comenzó a acelerar para embestirlo. Armando, perplejo en aquel instante, perdió el control de su vehículo, cayó y volcó aparatosamente en el precipicio del Mbatovi.

La pérdida de combustible hizo el resto. La deuda fue saldada.

El cobrador

Lo había perdido todo, había quedado en la calle por cosas de la vida, por su pésima administración financiera. Aun así, era muy paciente y tenaz, y siempre pensó que con esfuerzo, trabajo y fe todo se solucionaría. Pero no fue así. Su estado de salud fue deteriorándose y sus ganas de vivir se iban diluyendo paulatinamente.

Un día pensó en poner un puesto de venta de remedios yuyos frente al Ministerio Público para hacer dinero rápido. En su interior, le tranquilizaba la seguridad de que en ese sitio jamás nadie la reconocería y menos se imaginaría dónde había acabado.

Era una mañana de intenso calor cuando bajó de un automóvil de alta gama un hombre muy apuesto que le pidió con mucha amabilidad que le preparase un tereré bien cargado con hierbas de buen sabor. Elena elevó su mirada hacia él y lo observó detenidamente. Él, por su parte, la desnudó con los ojos. Cuando satisfizo su pedido al recibir la fresca bebida, el sujeto abonó por el servicio y, subiendo a su automóvil, le dijo que si llegara a necesitar de algo que lo busque en el quinto piso del edificio de la administración central de justicia. Elena le confesó que, aunque necesitara, no tendría forma de pagar sus servicios profesionales.

—El viernes te espero a las 22 horas para hablar —enfatizó el sujeto y se retiró del lugar.

Ella sonrió en ese momento, pero más tarde, cuando rememoró la mirada del hombre, concluyó que sus intenciones no eran ayudarla, sino más bien aprovecharse de su indigencia, pues, ¿quién cita a una mujer a reunirse un viernes a las 10 de la noche?…

Pasaron los días y ella aún dudaba si debía acudir al lugar. Había indagado un poco acerca de aquel misterioso hombre que se puso a su disposición. Todos los locatarios y vendedores de la zona lo respetaban por su gran poder para hacer y deshacer cualquier impase.

Se decidió y fue hasta el lugar. Ella ni siquiera sabía su nombre. Tocó el timbre y le abrió la puerta un agente policial y ella le dio las características del hombre a quien buscaba. El policía le dijo que se trataba de «el jefe». Le pidió que lo siguiera.

El recinto estaba lleno de investigadores trabajando en equipos informáticos, haciendo cruzamiento de datos, llamadas, mensajes, transferencias. El lugar era prácticamente como el Pentágono. Mientras la ciudad dormía, el centro de investigaciones operaba de forma discreta y confidencial.

—Sabía que vendría. Cristian González, ¡a las órdenes! ¿Dígame en qué le puedo servir?

—Necesito que me ayude a cobrarle a un diputado. Me debe mucho dinero desde hace varios años. Tiene buen manejo de labia el legislador, por eso caí en su engaño. Me pagó una parte y luego siempre me decía que lo espere, que va a cobrar pronto una importante suma de dinero; me hacía esperar horas y horas en el lobby del Congreso para luego citarme otro día. En Navidad y Año Nuevo me dejó sin ningún tipo de compensación.