Detrás de la máscara - Louisa May Alcott - E-Book

Detrás de la máscara E-Book

Louisa May Alcott

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Inglaterra, 1866. La joven y recatada Jean Muir llega a la aristocrática mansión de los Coventry para trabajar como institutriz. Gracias a su astucia y sus múltiples habilidades, tras solo una jornada de trabajo consigue ganarse el afecto de la señora Coventry, su hija Bella, el hijo menor, Edward, y sir John, el anciano y acaudalado tío. No ocurre lo mismo con Gerald, el hermano mayor, y Lucia, su prima, quienes desconfían de la institutriz y comienzan a espiar sus pasos. Pero Jean es una superviviente; su objetivo es asegurarse un esposo con riqueza y posición, y no dudará en utilizar todas las armas femeninas a su alcance como máscaras tras las que ocultarse para alcanzar sus objetivos.

Louisa May Alcott fue, a lo largo de toda su vida, una mujer con carácter y con una fortaleza física y emocional que heredó de la cuidada educación de sus padres. La escritora norteamericana fue mundialmente conocida por su exitosa obra "Mujercitas".

"Detrás de la máscara" contiene tintes claramente feministas, porque transforma el heroísmo tradicional del papel sumiso de la mujer en un heroísmo poderoso, victorioso y de dudosa moralidad que conquista a los hombres.
Se trata de un relato desenfrenado de madurez temprana por su alto contenido emocional, pero no es una historia puramente “sensacionalista” o “gótica”, y de donde parece surgir una risita divertida y algo maliciosa de Alcott.
 

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Tabla de contenidos

DETRÁS DE LA MÁSCARA

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Notas a pie de página

DETRÁS DE LA MÁSCARA

Louisa May Alcott

Capítulo I

Jean Muir

—¿Ha venido?

—No, mamá, aún no ha venido.

—Desearía que todo hubiera acabado. Pensar en ello me inquieta y al mismo tiempo me provoca cierta emoción. Bella, acércame un cojín para la espalda.

La malhumorada señora Coventry se acomodó en un sillón con un suspiro que denotaba nerviosismo y cierto aire de mártir, mientras su hermosa hija revoloteaba a su lado con afectuosa solicitud.

—¿De quién están hablando, Lucía? —preguntó el joven lánguido que permanecía cerca de su prima repantigado en otro sillón. Ésta se inclinó sobre su obra de tapicería con una amable sonrisa esbozada en su rostro, que, por lo general, se mostraba altivo.

—De la nueva institutriz, la señorita Muir. ¿Qué quieres que te cuente sobre ella?

—Nada, gracias. Siento una gran aversión por todas esas mujeres. A veces doy gracias a Dios por tener sólo una hermana, de que ella sea la madre de un niño mimado y de haberme librado durante tanto tiempo de la tortura de tener una institutriz.

—¿Y ahora cómo lo soportarás? —quiso saber Lucía.

—Ausentándome mientras ella esté en casa.

—No, no lo harás. Eres demasiado indolente para eso, Gerald —interrumpió un hombre más joven y energético que jugueteaba con sus perros desde el descansillo.

—Le daré tres días de gracia, y si ella aguanta, no me molestaré en salir; pero si es una pesada, y estoy seguro de que lo será, me marcharé lejos para no verla.

—Jovencitos, os ruego que no habléis en términos tan deprimentes. Me angustia la llegada de una desconocida tanto o más que a vosotros, pero no debemos descuidar la educación de Bella. Así que me he armado de valor para soportar a esta mujer, y Lucía, muy amablemente, se ha ofrecido para ocuparse de ella a partir de mañana.

—No te molestes, mamá. Yo diría que es buena persona, y cuando nos acostumbremos a ella, no me cabe duda de que estaremos encantados con su presencia. Ahora esto está muy aburrido. Lady Sydney comentó que era una joven muy tranquila, capacitada y afable que necesitaba un hogar, y que sería de gran ayuda para una pobre estúpida como yo, así que, por favor, procura ser amable con ella.

—Lo haré, querida, ¿pero no se está haciendo tarde? Espero que no haya ocurrido nada malo. ¿Les dijiste que enviaran un coche a la estación para recogerla, Gerald?

—Me olvidé de dar el aviso. Pero la estación no queda muy lejos de aquí, no le irá mal caminar un rato —respondió el joven lánguido.

—Fue indolencia por tu parte, no descuido, de eso estoy segura. Qué desastre; creerá que somos unos desconsiderados por dejarla abandonada a estas horas, sin saber el camino a casa. Ned, ve a la estación a buscarla.

—Es demasiado tarde, Bella, el tren ha llegado hace un rato. La próxima vez que me des órdenes procuraré que se cumplan, mamá —contestó Edward.

—Ned está en esa edad en la que no le importa hacer el ridículo por cualquier jovencita que se cruce en su camino. Vigila a la institutriz, Lucía, o acabará seduciéndole.

Gerald hablaba con una especie de susurro satírico, pero su hermano le oyó y contestó con una sonrisa muy animada.

—Desearía que hubiera alguna esperanza de que tú hicieras el ridículo de esa manera, amigo mío. Sé un buen ejemplo para mí, y te prometo que lo seguiré. En cuanto a la institutriz, debemos tratarla con nuestra acostumbrada cortesía, puesto que es una dama. Yo diría que tampoco estará mal mostrarnos especialmente amables, porque la mujer es pobre y una auténtica desconocida.

—¡Así habla mi querido y bondadoso Ned! Protegeremos a la pobre y pequeña Muir, ¿verdad? —y mientras corría hacia su hermano, Bella se puso de puntillas para darle un beso que él no pudo rechazar, porque los labios rosados se fruncieron de una forma muy apetitosa, y los ojos brillantes rebosaban el afecto propio de una hermana.

—Espero que ya haya llegado, porque cuando me esfuerzo por ver a alguien, detesto que sea en vano. Sé que la puntualidad es una gran virtud, y esta mujer carece de ella, porque prometió estar aquí a las siete y hace rato que ha pasado esa hora —protestó la señora Coventry visiblemente molesta.

Antes de que le diera tiempo a expresar otra queja, el reloj marcó las siete y sonó el timbre de la puerta.

—¡Es ella! —exclamó Bella, quien se volvió hacia la entrada para recibir a la recién llegada.

Pero Lucía la detuvo con un tono de voz contundente.

—Quédate aquí, pequeña. Es ella quien tiene que acercarse a ti, no tú a ella.

—La señorita Muir —anunció una criada mientras una figura menuda vestida de negro permanecía de pie frente al umbral. Por un momento la familia permaneció inmóvil, y la institutriz tuvo tiempo de ver y de ser vista antes de pronunciar una sola palabra. Todos la estaban observando, y ella les obsequió con una amable sonrisa que despertó vivamente su curiosidad. Después, la muchacha bajó la vista y, haciendo una leve reverencia, atravesó el umbral de la puerta. Edward avanzó unos pasos para recibirla con una sincera e inquebrantable cordialidad.

—Madre, ésta es la dama que estabas esperando. Señorita Muir, permítame disculparme por nuestra evidente desatención al no ir a buscarla. Hubo un malentendido con el cochero o, mejor dicho, el holgazán a quien dimos la orden de recibirla se olvidó del recado. Bella, acércate.

—Se lo agradezco, pero no es necesaria una disculpa. No esperaba que vinieran a recogerme —respondió la institutriz mientras se sentaba lentamente sin levantar su mirada.

—Encantada de conocerla. Permítame que recoja sus maletas —propuso Bella tímidamente, porque Gerald, que seguía repantigado en el sofá, observaba al corrillo que se había formado al calor del hogar con cierta apatía. Lucía ni siquiera se movió.

La señora Coventry repasó de nuevo a la joven con la mirada y comentó:

—Ha sido usted puntual, señorita Muir, y eso me agrada. Como espero que le haya comentado lady Sydney, soy una triste inválida. Mi sobrina supervisará las clases de la señorita Coventry, y como sabe lo que quiero, tendrá que dirigirse a ella para recibir instrucciones. Ruego que me disculpe si le hago unas cuantas preguntas. La nota de lady Sydney era breve, y confié plenamente en su buen juicio.

—Responderé a todas sus preguntas, señora —respondió la muchacha con una voz suave y melancólica.

—Tengo entendido que usted es escocesa.

—Sí, señora.

—¿Sus padres están vivos?

—No me queda ningún pariente en el mundo.

—¡Dios mío, qué desgracia! ¿Le molesta que le pregunte sobre su edad?

—Tengo diecinueve años. —En ese momento, los labios de la señorita Muir esbozaron una sonrisa mientras cruzaba las manos con cierto aire de resignación, puesto que el interrogatorio se intuía largo y pesado.

—¡Eres muy joven! Creo que lady Sydney comentó que tenías veinticinco años, ¿verdad, Bella?

—No, mamá, sólo dijo que así lo creía. No hagas este tipo de preguntas delante de nosotros, resulta desagradable —susurró Bella.

La señorita Muir levantó repentinamente la mirada y esbozó una radiante sonrisa de agradecimiento mientras decía en voz baja:

—Desearía tener treinta años, pero, como no es así, hago todo lo posible para parecer mayor.

En ese momento todas las miradas se posaron en ella, y todos sintieron un poco de lástima al ver el rostro pálido de la mujer con su sencillo vestido negro cuyo único complemento era una pequeña cruz de plata colgada del cuello. Era una muchacha menuda, delgada y desvaída, tenía el pelo rubio, ojos grises y facciones irregulares, pero muy marcadas y expresivas. Al parecer la pobreza había hecho mella en ella, y la vida le había reparado más heladas que días soleados. Sin embargo, el contorno de su boca revelaba fortaleza, y la voz clara y baja presentaba una curiosa combinación de súplica y dominio por la variación de su tonalidad. No era una mujer atractiva, pero tampoco era ordinaria. Cuando se sentó colocando sus delicadas manos sobre su regazo, ladeó la cabeza y adoptó una expresión severa en su delgado rostro, convirtiéndose así en una criatura más interesante que muchas de las jovencitas alegres y radiantes de la comarca. Bella no tuvo que esforzarse para mostrarse afectuosa con la joven, y acercó su silla hacia ella mientras Edward regresaba con sus perros para que su presencia no inquietara a la recién llegada.

—Creo haber entendido que ha estado usted enferma —prosiguió la señora Coventry, quien consideró este hecho el más interesante de todos los que había oído acerca de la institutriz.

—Sí, señora. Hace una semana me dieron el alta del hospital.

—¿Cree que podrá empezar a enseñar tan pronto?

—No tengo tiempo que perder, y seguramente recuperaré las fuerzas aquí en el campo, si no les importa mantenerme.

—¿Está usted capacitada para enseñar música, francés y dibujo?

—Procuraré demostrarle que así es.

—Si es usted tan amable de tocar una o dos cancioncillas, podré juzgar su tacto con las teclas. De joven, yo solía tocar muy bien.

La señorita Muir se levantó y echó un vistazo a su alrededor en busca del instrumento. Cuando vio que estaba situado al fondo de la estancia, se dirigió hacia él, pasando por delante de Gerald y Lucía como si no advirtiera su presencia. Bella siguió a la muchacha, y sintió tanta admiración por ella que por un momento lo olvidó todo. La señorita Muir tocaba como una auténtica melómana y dominaba perfectamente su arte. Conquistó a todos los presentes con la magia de su hechizo. Incluso el indolente Gerald se sentó para escuchar, y Lucía dejó a un lado la costura mientras Ned observaba los delicados y pálidos dedos de la pianista y se maravillaba ante la fuerza y la habilidad que éstos demostraban.

—Cante, por favor —suplicó Bella cuando la joven terminó de tocar su brillante obertura.

La señorita Muir obedeció la petición con la misma docilidad, y comenzó a tocar una breve melodía escocesa. Era tan dulce, tan triste, que los ojos de la joven se colmaron de lágrimas y la señora Coventry tuvo que echar mano de uno de sus numerosos pañuelos de bolsillo. De pronto, la música cesó cuando, en un vano intento por mantenerse sentada, la cantante resbaló de su asiento y cayó redonda ante la sorprendida audiencia, que vio el rostro pálido y agarrotado de la joven. Edward la levantó mientras ordenaba a su hermano que dejara libre su asiento. Luego acomodó a la señorita Muir en el sillón mientras Bella le frotaba las manos y su madre llamaba a su criada. Lucía aplicó un poco de agua en las sienes de la pobre muchacha, y Gerald, haciendo gala de una energía poco habitual, le acercó una copa de vino. Al rato los labios de la señorita Muir empezaron a temblar, suspiró, y luego murmuró tiernamente con un ligero acento escocés, como si deambulara en el pasado.

—Quédate a mi lado, mamá, porque estoy muy enferma y sola.

—Beba un sorbo de esto, le sentará bien, querida —respondió la señora Coventry, impresionada por la súplica de la muchacha.

La extraña voz pareció revivirla. La muchacha se incorporó, miró por unos instantes y con cierta inquietud a su alrededor, luego se compuso y dijo con un aspecto y tono de voz lastimeros:

—Perdónenme. Me he pasado todo el día de pie y, por mi afán de llegar puntual a la cita, no he comido nada desde esta mañana. Ahora me encuentro mejor. ¿Quieren que acabe de tocar la canción?

—No, será mejor que no. Acompáñenos a tomar el té —propuso Bella, quien sentía remordimientos y compasión por la joven.

—Un primer acto muy bien interpretado —susurró Gerald a su prima.

La señorita Muir estaba de pie delante de ellos, y fingía estar escuchando los comentarios de la señora Coventry sobre los ataques de desmayo; pero la joven escuchaba y miraba por encima de sus hombros en un gesto de gran sofisticación. Tenía los ojos grises, aunque en ese momento parecieron ennegrecerse por una intensa emoción de ira, orgullo o desafío. Su rostro esbozó una curiosa sonrisa mientras saludaba con la cabeza, y dijo con voz penetrante:

—Gracias, la última escena será aún mejor.

El joven Coventry era un hombre frío e indolente que rara vez sentía algún tipo de emoción o pasión, fuera ésta agradable o ingrata. Pero el tono de voz y el aspecto de la institutriz provocaron en él una nueva sensación indescriptible pero muy intensa. Notó que se sonrojaba y, por primera vez en la vida, pareció avergonzado. Lucía se percató de ello, y empezó a odiar a la señorita Muir con todas sus fuerzas porque, a lo largo de todos los años que había pasado con su primo, ninguna mirada ni palabra suya había surtido tal efecto. Coventry volvió a ser el mismo al cabo de unos instantes sin dejar rastro de ese repentino cambio, salvo por una mirada de interés en sus ojos generalmente soñolientos y un resquicio de ira en su sarcástica voz.

—¡Qué joven tan melodramática! Vendré mañana.

Lucía se echó a reír con satisfacción cuando él se alejó para traerle una taza de té de la mesa donde se estaba desarrollando una pequeña escena. La señora Coventry se había vuelto a sentar de nuevo en su sillón, agotada como estaba por todo el jaleo que había provocado el desmayo. Bella revoloteaba a su alrededor; y Edward, que había resuelto alimentar a la pálida institutriz, trataba con todas sus fuerzas de preparar el té después de una suplicante mirada a su prima que ella prefirió ignorar. Mientras él dejó caer la caja de lata que albergaba las bolsitas de té y murmuraba con cierta desesperación, la señorita Muir procedió a sentarse lentamente detrás de la vitrina diciéndole al joven, con una sonrisa y una tímida mirada:

—Permítame cumplir con mi deber de inmediato y servirles a todos ustedes. Conozco el arte de hacer sentir cómodas a las personas de esta manera. La cuchara, por favor. Yo me encargaré de prepararlo todo, si me dice cómo quiere su madre el té.

Edward acercó una silla a la mesa y bromeó sobre su estropicio, mientras la señorita Muir llevó a cabo su discreta tarea con una habilidad y gracia que resultaban agradables de observar. Coventry se quedó mirándola un largo rato después de que ella le entregara una taza de té humeante, al tiempo que formulaba una o dos preguntas a su hermano. Ella reparó en él como si de una estatua se tratara, y, en mitad de un comentario que le dedicó a la muchacha, ésta se levantó para acercar el azucarero a la señora Coventry, quien para entonces ya se había convencido de los aires modestos y familiares de la nueva institutriz.

—Realmente, querida, usted es un tesoro; no había tomado un té tan delicioso desde que murió mi pobre asistenta Ellis. Parece hacerlo todo bien, y eso me tranquiliza.

—En ese caso, permítame prepararle siempre el té. Será todo un placer, señora.

La señorita Muir volvió a su asiento con un ligero rubor en la mejilla que mejoraba notablemente su aspecto.

—Mi hermano me preguntó si el joven Sydney estaba en casa cuando se marchó —comentó Edward, porque Gerald no se habría molestado en repetir la pregunta.

La señorita Muir posó su mirada en Coventry y contestó con un ligero temblor de labios:

—No, se marchó de casa hace unas semanas.

El joven volvió hacia donde estaba su prima y se sentó a su lado.

—No me iré mañana, sino que esperaré tres días.

—¿Por qué? —preguntó Lucía.

Él contestó bajando el tono de voz y asintiendo hacia la institutriz.

—Porque tengo la impresión de que ella es la clave del misterio de Sydney. Últimamente no es el mismo de siempre, y acaba de marcharse sin pronunciar ni una palabra. Yo prefiero los romances de la vida real, si no son demasiado largos o difíciles de leer.

—¿La consideras atractiva?

—En absoluto. Creo que es una criatura muy poco sofisticada.

—Entonces, ¿por qué crees que Sydney la ama?

—Es una mujer original, le encantan las emociones y todo eso.

—¿A qué te refieres, Gerald?

—Procura que esa Muir te mire, tal como ella me miró a mí, y lo entenderás. ¿Te apetece otra taza de té, diosa Juno [1]?

—Sí, por favor. —A ella le encantaba hacerle esperar, porque no esperaba por ninguna otra mujer salvo por su madre.

Antes de que le diera tiempo a levantarse lentamente, la señorita Muir se dirigió hacia ellos con otra taza en la bandeja de plata. Mientras Lucía la aceptaba asintiendo fríamente con la cabeza, la joven dijo en voz baja:

—Debo advertirles que tengo buen oído, y no puedo evitar oír lo que se diga en este salón. Lo que digan sobre mí no tiene importancia, pero alguna vez querrán hablar de asuntos que no desearán que yo escuche; creo oportuno decírselo.

Luego se marchó con el mismo sigilo con el que había entrado.

—¿Qué te parece? —susurró Coventry mientras su prima se quedaba sentada observando a la joven con cierta estupefacción.

—¡Qué joven más inconveniente tenemos en casa! Lamento mucho haber precipitado su venida, porque tu madre se ha encaprichado de ella y será difícil que nos la quitemos de encima —apuntó Lucía con un tono de voz furioso y divertido al mismo tiempo.

—¡Cuidado! Escucha todo lo que decimos. Lo sé por la expresión altiva de su rostro, porque Ned está hablando de caballos. Eso es muy elocuente. ¡Dios mío! Esto se está poniendo interesante.

—Escucha, está hablando. Quiero escuchar lo que dice. —Lucía colocó su mano sobre los labios de su primo. Él la besó, y luego se entretuvo jugueteando con los anillos de sus finos dedos.

—He vivido en Francia durante varios años, señora, pero mi amiga falleció y yo regresé para quedarme con lady Sydney hasta… —Muir se detuvo por un instante, y luego añadió lentamente— hasta que caí enferma. Fue una fiebre contagiosa, y decidí ingresar en el hospital porque no quería que la señora corriera ningún riesgo.

—Muy oportuno. Pero ¿estás segura de que no se corre ningún peligro de infección? —preguntó la señora Coventry con cierto nerviosismo.

—Ningún riesgo, se lo aseguro. Hace ya un tiempo que estoy bien, pero no me marché porque preferí quedarme allí en vez de volver con lady Sydney.

—Espero que no os pelearais. ¿Hubo algún problema?

—No, ninguna pelea, en fin, ¿por qué no? Usted tiene derecho a saber, pero no voy a convertir las cosas más insignificantes en auténticos misterios. Como su familia está reunida aquí, prefiero contarle la verdad. No regresé debido a un joven caballero. Por favor, no me pregunte más.

—¡Ah!, entiendo. Muy prudente y apropiado por su parte, señorita Muir. Jamás volveré a mencionarle este asunto. Le agradezco su franqueza. Bella, procura no mencionarlo con tus jóvenes amigas. Desgraciadamente, las jovencitas cotillean, y a lady Sydney le desagradaría muchísimo saber que se habla de ello.

—Lady Sydney es muy considerada al enviarnos a esta peligrosa muchacha aquí, donde viven dos jóvenes caballeros para cautivar. Me pregunto por qué no se quedaría con Sydney después de que ella los pillara —murmuró Coventry a su prima.

—Porque ella siente un enorme desprecio por los ricos estúpidos. —La señorita Muir dejó caer las palabras en el oído de Coventry mientras se inclinaba para recoger su mantón de la esquina del sofá.

—¿Cómo demonios ha logrado llegar hasta aquí? —protestó Coventry, quien parecía haber recibido otra sensación—. Esa joven tiene carácter. Compadezco al pobre Sydney porque, si él trató de impresionarla, debió de llevarse una gran desilusión.

—Ven a jugar al billar. Me lo prometiste, y debes cumplir tu palabra —propuso Lucía mientras se levantaba resueltamente, ya que Gerald demostraba demasiado interés por otra mujer como para satisfacer a la señorita Beaufort.

—Como siempre, cumpliré gustosamente mi deber. Mi madre es una mujer encantadora, pero encuentro que nuestras reuniones vespertinas son un poco aburridas si sólo asiste mi familia. Buenas noches, mamá. —Tendió ambas manos a su madre, quien idolatraba a su hijo y se enorgullecía de él. Saludó con la cabeza al resto de invitados y empezó a caminar detrás de su prima.

—Ahora que se han ido podemos acomodarnos y hablar pausadamente, porque no me importa en absoluto Ned más de lo que me importan sus perros —confesó Bella mientras apoyaba los pies en la banqueta de su madre.

—Sólo quiero añadir, señorita Muir, que mi hija nunca ha tenido una institutriz y su educación es menor de la que correspondería a una niña de dieciséis años. Quiero que pase las mañanas con ella, y que os llevéis bien lo antes posible. Por las tardes paseará con ella o la acompañará en coche de caballos, y por las noches, se sentará con nosotros o, si así lo prefiere, se dedicará a sus cosas. En el campo llevamos una vida muy tranquila porque no soporto estar rodeada de gente, y cuando a mis hijos les apetece diversión, salen a buscarla. La señorita Beaufort supervisa a los criados y me sustituye en todo lo que haga falta. Mi estado de salud es delicado, y me quedo en la habitación hasta la tarde, exceptuando el rato que salgo de la estancia para que ésta se airee. Estará a prueba durante un mes, y espero que las dos nos llevemos muy bien.

—Haré todo lo que esté en mi mano, señora.

Nadie habría creído que esa suave vocecita que pronunció estas palabras era la misma que había desafiado a Coventry hacía unos minutos, ni que ese rostro pálido y paciente podría haberse encendido con el repentino fulgor que miró por encima del hombro de la señorita Muir cuando ésta contestó al discurso de su joven anfitriona.

Edward pensó para sus adentros: ¡Pobre mujer! Ha tenido una vida difícil. Trataremos de facilitársela mientras esté aquí, luego empezó su obra caritativa sugiriendo que seguramente estaría cansada. Ella reconoció que sí lo estaba, y Bella la condujo hasta una habitación brillante y acogedora, donde, después de darle un pequeño discurso y un beso de buenas noches, la dejó sola.

Cuando estaba a solas, la conducta de la señorita Muir era, sin duda alguna, original. Lo primero que hizo fue juntar las manos y murmurar apasionadamente entre dientes: «¡No volveré a fallar cuando existe ingenio y voluntad en una mujer!». Se quedó inmóvil durante un buen rato con una expresión de feroz desprecio en su rostro y luego blandió su puño en el aire como si estuviera amenazando a un enemigo invisible. Después se echó a reír y se encogió de hombros al estilo francés mientras murmuraba: «Sí, la última escena será mejor que la primera. Mon Dieu, ¡qué cansada y hambrienta estoy!».

Se arrodilló delante de un pequeño baúl que contenía todas sus posesiones materiales. Lo abrió y sacó de él un frasco. Luego lo mezcló con un vaso de licor que pareció beber con deleite mientras se sentaba musitando sobre la alfombra y sus audaces ojos escudriñaban cada rincón de la estancia.

—¡No está mal! Será un buen terreno en el que trabajar, y cuanto más difícil sea la tarea, mejor. Mera, vieja amiga. Tú me infundiste ánimo y valor cuando nadie me los daba. Adelante, se ha bajado el telón, y podré volver a ser yo misma durante unas horas, si es que las actrices son ellas mismas alguna vez.