Detrás de ti - Compartiendo una ilusión - Christine Wenger - E-Book

Detrás de ti - Compartiendo una ilusión E-Book

CHRISTINE WENGER

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Detrás de ti Christine Wenger Una adicta al trabajo como Susan Collins no era la típica visitante del rancho Gold Buckle. Para Susan todo eran negocios, por eso jamás habría imaginado que estaba a punto de volverse loca por un jinete de rodeos. Clint Scully estaba mucho más cómodo rodeado de toros que de elegantes ejecutivos neoyorquinos. Pero por algo decían que los polos opuestos se atraían… y quizá fuera por culpa del amor. Compartiendo una ilusión Michelle Celmer Eran dos rivales que habían acabado pasándoselo muy bien juntos, pero aquello no había sido más que un desliz… Hasta que Miranda Reed descubrió que se había quedado embarazada y decidió que tendría que enfrentarse al padre, a pesar de que Zack Jameson era la última persona que deseaba volver a ver… ¿O quizá no?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 403

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 414 - octubre 2019

 

© 2007 Christine Wenger

Detrás de ti

Título original: The Cowboy and the CEO

 

© 2007 Michelle Celmer

Compartiendo una ilusión

Título original: Accidentally Expecting

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-738-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Detrás de ti

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Compartiendo una ilusión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Detrás de ti

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO tengo tiempo para ir a Wyoming —dijo Susan Collins a su ayudante administrativa, Bev Irwin, enseñándole el montón de papeles que llevaba en la mano—. Muchos de estos pedidos exigen mi atención personal.

—Nada de lo que no podamos ocuparnos nosotros —dijo Bev sacudiendo la cabeza—. Hace años que no te tomas unas vacaciones. Esto es el plan perfecto. Vas al rancho Gold Buckle, disfrutas de su nuevo spa y de paso terminas de cerrar los detalles con los Dixon.

Susan ni siquiera miró el folleto que Bev le puso en la mano.

—Escucha, agradezco tu preocupación, pero tengo una empresa que dirigir. Mandaré a uno de los comerciales al rancho para que se ocupe de todo lo que pueda necesitar Emily Dixon en ropa deportiva y uniformes para los niños. Sólo les cobraré la mitad de nuestro coste, o donaré lo que quiera. Por los niños lo que sea.

—La señora Dixon no ha pedido ningún donativo. Pero insistió en verte a ti —dijo Bev—. Sabe que has hecho más de una recaudación de fondos para niños físicamente discapacitados, y quiere ver qué puedes hacer por su programa.

Era halagador, pero Susan no recaudaba dinero para conseguir premios ni galardones. Lo hacía en recuerdo de su hermana, Elaine. El dinero se destinaba a la investigación y a cubrir los distintos tipos de necesidades de los niños, a profesores y libros para las estancias en los hospitales y para que se divirtieran. Los niños necesitaban divertirse. Ella podía ayudar recaudando fondos, pero no tenía tiempo para más.

Susan suspiró, convencida de que todas las relaciones comerciales se podían llevar a cabo por teléfono, fax y correo electrónico, y que no era necesario que ella fuera personalmente.

Bev le dio otro folleto lleno de colorido.

—Estás agotada y lo sabes. Necesitas un cambio de aires, Susan. Necesitas descansar —insistió Bev—. Además, Emily Dixon parece una mujer encantadora.

—¿Cómo demonios ha oído hablar de mí en Wyoming? —preguntó Susan, deteniéndose un momento para apoyarse en su escritorio.

Bev sonrió.

—Le encantó nuestro lema: «Para los que se esfuerzan al máximo». Dice que ésa es la filosofía del rancho. Intentan reforzar el mismo objetivo en los chicos, esfuerzo máximo a pesar de sus discapacidades. ¿No es impresionante?

Susan asintió. Evidentemente, Emily Dixon tenía la cabeza muy bien amueblada.

Bev dejó un folleto cerrado sobre el escritorio de Susan y empezó a desplegarlo.

—Deberías ver todas las actividades que tienen para los niños con distintas minusvalías: Rodeo Sobre Ruedas, la Pandilla del Gold Buckle, los Vaqueros…

Susan apenas la escuchaba. No quería rechazar la invitación de Emily Dixon, pero tenía comerciales de sobra para ocuparse del proyecto.

Mientras repasaba en su agenda la lista de lo que tenía que hacer, empezó a ver las letras borrosas. Tenía los ojos cansados, irritados, y le costaba enfocar. No era nada, se dijo, pensando que podía corregirlo con unas lágrimas artificiales y otra taza de café bien cargado.

—¿Por qué no dejas que tus excelentes empleados se ocupen de la empresa y tú te vas de vacaciones? —insistió Bev.

Porque Winners Wear era su empresa, y ella siempre quería estar al tanto de cada detalle.

Pero quizá su ayudante tuviera razón.

Bev chasqueó los dedos.

—Oh, ahora que me acuerdo, no tenemos ningún comercial libre para ir a Wyoming. Esa semana estarán todos en la Feria de Orlando.

—Se me había olvidado —dijo Susan, notando de nuevo el tic en el ojo.

—Susan —Bev respiró profundamente y le enseñó el folleto—. Emily quiere que conozcas el rancho y que absorbas la esencia de su filosofía para que puedas desarrollar un logotipo íntimamente ligado a él. También quiere camisas y pantalones de estilo vaquero para dar a los niños en cada programa, y también un montón de cosas más para vender en la tienda del campamento. Cree que será una forma de recaudar dinero, y que los padres, cuidadores y colaboradores querrán comprar ese tipo de mercancía para ayudar.

Susan se frotó la frente sintiendo el principio de un dolor de cabeza. Le gustaba que Emily Dixon hubiera elegido su empresa, y le gustaba aún mucho más que Emily estuviera tan entregada a ayudar a niños discapacitados.

A su hermana Elaine le habría encantado pasar unas vacaciones en un lugar como el Gold Buckle.

Susan se levantó y echó un vistazo a sus papeles, sin recordar qué era lo que estaba buscando.

—Una semana es mucho tiempo.

Lo cierto era que estaba agotada. Si hubiera tenido fuerzas, se habría acercado a la ventana a echar un vistazo a la calle, donde se veía a gente empujando percheros de ropa de un edificio a otro, mesas con todo tipo de prendas de ropa y compradores buscando gangas y regateando para obtener los mejores precios.

Para Susan no había ningún lugar como el Garment District de Nueva York, y a ella le encantaba el ajetreo continuo y la actividad que reinaba en la zona.

Hacía siete años que había fundado la empresa, poco después de la muerte de su madre. Entonces compró el edificio centenario con el dinero de la herencia, todos sus ahorros y un importante préstamo bancario. Después, contrató a los mejores empleados que pudo encontrar, fundamentalmente jóvenes recién licenciados de las escuelas de diseño y moda de la Gran Manzana.

Fue una gran apuesta económica, pero pronto empezó a recibir pedidos. Durante los últimos siete años se había sentido abrumada por el trabajo y la responsabilidad, pero mereció la pena. Trabajaba mucho, pero ella no podía llevarse todas las medallas. Todos sus empleados trabajaban duramente.

Detestaba reconocer lo cansada que estaba, y quizá no sería una mala idea ir a Wyoming.

—Ve y disfruta del aire limpio de la montaña, jefa —dijo Bev—. Volverás más relajada y con las pilas recargadas. No te preocupes por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Susan respiró profundamente. Quizá fuera una buena idea, si no quería terminar ingresada en un hospital por agotamiento y estrés.

Y los hospitales no le gustaban nada. Ya había visitado bastantes hospitales cuando su hermana vivía.

—Está bien, iré —musitó—. Aunque no una semana. Me iré el jueves y volveré el sábado.

 

 

Clint Scully caminó por el aparcamiento hacia las puertas del aeropuerto de Mountain Springs. De vez en cuando aminoraba el paso y bebía un sorbo del café que llevaba en un vaso de plástico blanco.

No había nada como un día perfecto en Wyoming. Ni mucho calor, ni mucho frío. Una ligera brisa y mucho sol. Un día de julio perfecto para sacar una tumbona al jardín y echarse una cabezadita bajo el sol. Bostezó deseando poder hacerlo.

La señora Dixon le había prometido hacerle una tarta de arándanos si recogía a Susan Collins en el aeropuerto. Su colega Jake Dixon le avisó de las tendencias casamenteras de su madre y recordó a Clint que hacía un año le mandó a él al aeropuerto para recoger a Beth Conroy, y al poco tiempo se casó con ella.

Clint maldijo para sus adentros. Si la señora Dixon pensaba emparejarlo con Susan Collins, se iba a llevar un buen chasco.

A él le gustaba demasiado su libertad para comprometerse con nadie.

Dentro de la terminal, miró el monitor y vio que el avión de Susan había aterrizado hacía unos minutos, así que fue a Recogida de Equipajes.

—¿Hay alguien aquí del rancho Gold Buckle?

Clint miró a su alrededor para ver quién hablaba, y su mirada aterrizó en la mujer más guapa que había visto en su vida. Alta, esbelta y revoloteando de persona en persona como una abeja en un campo de flores.

Clint sonrió. Ésa tenía que ser Susan Collins.

Llevaba la melena caoba recogida en una trenza francesa. Las pestañas oscuras enmarcaban sus ojos como pinceles, tenía la piel blanca como una azucena y toda la pinta de llevar años sin dejarse acariciar por la luz del sol. Iba vestida con unos vaqueros negros y una blusa roja con un escote en pico no demasiado pronunciado, aunque lo suficiente para dar interés al asunto. Y al final de sus largas y esbeltas piernas, un par de sandalias de tiras negras con un poco de tacón.

Clint reprimió un silbido y se acercó a ella. Dio un toque al ala de su sombrero y se presentó.

—Soy Clint Scully, del Gold Buckle —dijo mirando a un par de magníficos ojos violetas. Tenía que llevar lentillas, pensó. Nadie tenía los ojos de ese color—. ¿Y tú debes de ser…?

—Susan Collins —se presentó ella tendiéndole la mano y dándole un firme apretón, como si estuviera sellando un trato—. ¿Has venido para llevarme al rancho?

—Así es —dijo él.

—Gracias —Susan miró el equipaje—. ¿Dónde hay un mozo de equipajes?

—Puedo llevarlas yo. Sólo son dos —dijo Clint flexionando las manos.

—Oh, no, pesan muchísimo. Sobre todo ésa —Susan señaló la más grande, de color negro—. Llevo un montón de muestras y un par de catálogos.

—No importa —dijo Clint alzando las maletas.

¡Cielos, cómo pesaban! ¿Qué más se habría traído de Nueva York? ¿La Estatua de la Libertad?

Clint logró esbozar una sonrisa en lugar de emitir un gruñido.

—Tranquila, muñeca. Yo puedo con todo —dijo adoptando su mejor acento texano.

A las mujeres del este normalmente les encantaba el tono lento y pausado de los texanos.

—Me llamo Susan —le espetó ella—. Y llevan ruedas.

Hum, por lo visto a ésa no le gustaban tanto los texanos.

—Por aquí, Susan. Tengo el coche fuera.

Clint tiró de las maletas a la vez que procuraba no distanciarse mucho de la mujer. Esa Susan andaba deprisa, como si llegara tarde a una reunión o algo así.

—Me encantaría un masaje después del terrible vuelo —dijo ella—. Tengo muchas ganas de conocer el spa.

Las palabras salieron de su boca también a toda velocidad. Caminaba deprisa. Hablaba deprisa.

—El spa todavía no ha sido inspeccionado. Aunque lo harán pronto.

—¿Inspeccionado?

—El padre de uno de los niños donó el jacuzzi al rancho. Para los cuidadores. El señor Dixon lo hizo instalar en la terraza del Hotel Caretaker, junto al campo de béisbol.

La mujer arqueó una ceja perfecta.

—¿Un jacuzzi? Pero… ¿y el spa? ¿Los masajes, los tratamientos faciales, los baños de barro?

Clint sacudió la cabeza, con aspecto confuso.

—La señora Dixon es la única que lo llama spa. Todos los demás lo llamamos jacuzzi. Me temo que ha habido un problema de comunicación.

Susan cerró los ojos.

—¿He venido hasta aquí por un jacuzzi junto a un campo de béisbol? —suspiró—. Cuando se lo diga a Bev…

Clint le dijo que esperara en la acera y fue a buscar la camioneta que había dejado en el aparcamiento del aeropuerto. Cuando regresó, tres vaqueros estaban hablando con Susan, tratando de ligar, de hecho. Jinetes de rodeo probablemente camino de Cheyenne, para las celebraciones de Frontier Days.

—Echad esas maletas detrás, chicos —dijo Clint interrumpiendo la conversación.

Los tres lo hicieron y después continuaron mirando a Susan y babeando.

—Gracias por vuestra ayuda —dijo Clint estrechando las manos de los tres hombres a modo de despedida—. Adiós.

Uno de los vaqueros lo señaló.

—Eh, ¿tú no eres…?

—Sí —dijo Clint, a quien siempre le halagaba ser reconocido por la calle—. Sí, soy yo.

Clint abrió la puerta de la camioneta para Susan.

—¿Quién creen que eres?

—Yo mismo — respondió él, y sonrió—. Seguramente me habrán visto en algún rodeo, con los toros o llevando mi ganado.

—Ah.

Susan suspiró y miró la hora. Se montó en la camioneta y él hizo lo mismo. Acto seguido, salieron en dirección a las montañas.

—Dime, Clint, ¿cuánto tardaremos en llegar al rancho? Me gustaría reunirme con Emily esta misma tarde y enseñarle las muestras.

—No creo que hoy sea posible. Emily estará ocupada con los niños. Y después de cenar, hoy toca cine y palomitas. Vamos a pasar una de las películas de Harry Potter. No creo que quieras perdértelo.

—No sabía que el programa había empezado ya.

—Hoy es jueves, ¿no?

Susan asintió.

—El Rodeo sobre Ruedas termina el sábado por la mañana, y la Pandilla del Gold Buckle llegará el sábado por la tarde. Es un programa para…

—Niños que tienen que usar muletas o aparatos ortopédicos en las piernas —dijo ella, apretándose el puente de la nariz como si empezara a dolerle la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo leí en el folleto —respondió ella—. En el avión.

Clint no sabía si a Susan le interesaba el programa o si le dolía la cabeza. La observó con los ojos entornados.

—Y sobre todo no puedes perderte el gran partido del domingo por la noche. Jugamos con una pelota de playa y el bateador lleva un enorme bate de plástico. El campo es más pequeño, y los vaqueros hacen payasadas para entretener a los niños…

—Parece divertido, pero seguramente ya me habré ido —dijo ella.

Parecía distante, desinteresada. Clint se preguntó por qué.

—Es divertido, pero también tiene un objetivo: ayudar a los niños a desarrollar el equilibrio y ejercitar diferentes músculos, e incluso depender menos de las muletas. O quizá sólo que se rían más que de costumbre —Clint asintió—. Espera a ver las partidas de herraduras, y las carreras de relevos, y algunas de las actividades que tenemos al final del programa en el rodeo Gold Buckle. Entregamos hebillas doradas y plateadas a los ganadores.

—¿Hebillas?

—Es la costumbre en los rodeos. Los ganadores siempre reciben hebillas, como esta preciosidad —dijo él sujetando la enorme hebilla dorada que llevaba en el cinturón—. Campeonato Nacional de Toreo, 2006.

Clint estaba orgulloso de su premio, que había ganado cuatro años seguidos. La competición era cada año más dura, pero él todavía lograba dominarla a pesar de que ya no era de los más jóvenes.

Sonrió a Susan.

—A lo mejor conseguimos que vengas a jugar al béisbol con los niños.

Aunque lo dudaba. Doña Señorita Fina de Nueva York estaba incluso más distante que hacía un minuto.

—No, no puedo —respondió ella bruscamente—. No sabía que el campamento ya estaba funcionando y que habría niños —Susan respiró profundamente y miró por la ventanilla—. Ya te he dicho que me iré el sábado. Tengo que volver a Nueva York.

Las palabras de la mujer eran desde luego cada vez más frías y secas, y su tono más cortante, pero él continuó presionando.

—Bueno, al menos te quedarás un par de días. Te gustará el rancho y los niños. Los niños son lo mejor.

Ella no respondió, sólo suspiró.

—Estoy muy cansada —dijo—. Ha sido un vuelo muy largo.

Justo antes de volver la cabeza para mirar por la ventanilla, Clint habría jurado ver humedad en los ojos violeta y ahora se sentía mal por haberla puesto en ese estado.

—Susan, ¿te he molestado con algo?

—Oh, no, claro que no. Pero estoy cansada.

No era más que una excusa. Clint se dio cuenta de que ella se había tensado en cuanto empezaron a hablar de los chavales.

Clint se concentró en la carretera, sabiendo que de algún modo acababa de estropear la llegada de Susan Collins a Wyoming.

Por principio, procuraba mantenerse lejos de las mujeres como ella: urbanas, ricas, triunfadoras, con mucho dinero y poco corazón. Mujeres como su anterior prometida, Mary Alice Bonner. ¡Qué demonios, por lo que había visto de Susan, la recién llegada era incluso peor!

Pero sin entender muy bien por qué, quería, necesitaba ver a Susan Collins sonreír. Quería verla relajada, libre de la carga que le hundía los hombros.

Y si alguien podía conseguirlo, ése era Clint Scully.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SUSAN no quería acercarse a los niños por temor a que fuera demasiado doloroso.

Había ido allí únicamente para ayudar a diseñar un logotipo y una línea de mercancías para el rancho, y era todo lo que pensaba hacer.

No era que no le importara. Todo lo contrario. Pero no sería capaz de enfrentarse a un grupo de niños cuyo dolor le recordaba a su querida hermana.

Todavía podía recordar los olores y sonidos del hospital cuando iba a ver a Elaine, que murió demasiado joven.

En cuanto Emily estuviera libre, se reuniría con ella para hablar de lo que su empresa podía ofrecerle. Y después volvería a Nueva York el sábado por la mañana, tal y como tenía planeado. Aunque Bev le había comprado un billete con la vuelta abierta, por si decidía quedarse y relajarse unos días en el spa, se iría en dos días.

Una vez decidido, miró a Clint para ver si todavía estaba vivo. Clint andaba despacio, hablaba despacio, e incluso conducía despacio.

Cualquiera pensaría que en aquella carretera ancha, recta y desierta, sin un policía a la vista, podía ir por lo menos a ciento diez.

Susan echó una ojeada al reloj.

—Clint, ¿cuánto falta para llegar al rancho?

—Un par de horas.

—Oh.

Un tiempo que se podía reducir fácilmente a la mitad si apretaba un poco el acelerador. Aunque dudaba de que la vieja y oxidada camioneta pudiera ir a más velocidad de los sesenta y cinco kilómetros que iba.

Susan lo miró. Tenía que reconocer que era muy atractivo, con una sonrisa muy sexy y hoyuelos en las comisuras de los labios.

De hecho, le intrigaba.

Probablemente por ser el primer vaquero que conocía, no por el cuerpazo que tenía. Ni tampoco por la forma en que los vaqueros definían los muslos musculosos, ni porque tenía las piernas tan largas que apenas podía meterlas debajo del salpicadero. Y por supuesto tampoco porque olía a aire fresco, algodón caliente y a hombre.

Susan sintió que le ardían las mejillas y bajó un poco la ventanilla. Se recogió los mechones que se le habían escapado de la trenza francesa en la nuca, y respiró profundamente.

Miró de soslayo a Clint. Tenía las manos fuertes y bronceadas, y llevaba una camisa azul de cuadros y manga larga. Susan se fijó en la raya de la manga de la camisa, perfectamente planchada. El pelo era castaño claro, no muy corto, y se asomaba bajo el sombrero de vaquero blanco hasta caer por encima del cuello de la camisa. Los ojos de Susan continuaron descendiendo.

Sin duda, llenaba perfectamente los vaqueros.

—¿Ocurre algo? —preguntó, mirándola y sonriendo.

—Hum, no. Estaba… admirando la camioneta.

Era una excusa bastante débil, pero Susan no podía reconocer que en realidad lo estaba admirando a él, y rápidamente cambió de conversación.

—¿De qué te conocen esos vaqueros del aeropuerto?

—Me habrán visto en algún rodeo. Soy torero. Es el nuevo término políticamente correcto para un payaso de rodeo.

—¿Toreas con un capote rojo como hacen en España?

—Por supuesto que no —Clint se echó a reír—. Nunca has visto un rodeo, ¿verdad?

Susan negó con la cabeza.

—Ni una sola vez.

Clint dejó escapar un silbido.

—Creía que en este país todo el mundo había visto un rodeo por lo menos una vez en su vida.

—Todo el mundo no.

Clint dio un brusco giro a la derecha y se adentró por un camino de tierra. Susan se sujetó al salpicadero para no caer sobre él.

—¿Y qué hace un torero en un rodeo? —preguntó ella.

—Proteger a los que montan a los toros.

—¿De qué?

—Del toro.

—¿Y eso cómo se hace?

—Hay distintas técnicas, pero fundamentalmente lo principal es saber salir corriendo, y deprisa.

A Susan empezó a latirle el corazón al pensar en un enorme toro atacándole a él o a cualquier otra persona.

—¿Estás loco?

—Eso dicen muchos, sí —Clint se encogió de hombros—. Pero yo también pienso que tú estás loca por vivir en Nueva York, pero a cada uno, o cada una, lo suyo —hizo una pausa y después añadió—. ¿Hay alguien especial que te eche de menos en Nueva York?

Humm… Susan no sabía si sentirse molesta o halagada por el interés de Clint en su disponibilidad. No era como ninguno de los hombres que había conocido, y sería interesante conocerlo mejor, pero nada más. Ella no era mujer de relaciones pasajeras.

—Si me preguntas si estoy casada, la respuesta es no. El matrimonio no es para mí. No tengo tiempo. ¿Y tú, hay alguien que se preocupe de que te corneen mientras salvas a otros vaqueros de los toros?

—No —repuso él con un gesto de desinterés—. El matrimonio tampoco es para mí. Normalmente las mujeres no se conforman con vivir en el rancho una vez que han visto todo lo que ofrece el mundo.

—Parece que lo dices por experiencia personal.

Hubo un silencio. Después, él alzó un dedo y señaló el horizonte.

—Seguro que no tenéis puestas de sol como ésa en Nueva York.

El sol parecía una enorme bola roja atrapada entre dos laderas de montañas negras. Astillas violetas, amarillas y rojas rasgaban el cielo, y Susan se preguntó cuánto tiempo hacía que no dedicaba un momento a contemplar una puesta de sol.

Conocía perfectamente la respuesta: desde que decidió dedicarse por completo a su empresa.

—Es posible que las haya, pero hay demasiados edificios en medio para verlas desde mi oficina o desde mi piso. Seguramente los que viven en pisos más altos las verán.

—Qué lástima —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Dime, ¿qué haces en Nueva York?

—Fabrico uniformes y ropa deportiva.

—¿Uniformes? ¿De qué tipo?

—De todo tipo. Desde para bandas de música de instituto hasta para equipos de béisbol nacionales, y todo lo que se te ocurra entremedias —Susan titubeó un momento, y luego dijo con orgullo—. Tengo mi propia empresa. Se llama Winners Wear, y nuestro eslogan es «Para los que se esfuerzan al máximo».

—Bien —dijo él—. Me gusta. Pero dirigir la empresa parece una gran responsabilidad.

—Y lo es. Por eso no debía haber dejado Nueva York. Tengo un millón de cosas que hacer.

Susan hurgó en su bolso y sacó su agenda y un bolígrafo y empezó a repasar la lista de asuntos que tenía que hablar con la señora Dixon.

Continuó tomando notas hasta que ya no pudo ver.

—¿Te importa encender la luz de lectura? —preguntó a Clint.

—Lo siento, no funciona —respondió él—. ¿Por qué no te relajas y disfrutas del resto del viaje?

No le quedaba otro remedio, desde luego. Susan guardó la agenda y miró por la ventanilla.

La camioneta llegó al rancho poco después de la puesta de sol. Bajo la tenue luz del atardecer apenas se podía apreciar el lugar, sólo las luces de la hilera de cabañas de madera que se alineaban a lo largo de un pequeño arroyo cuyas aguas brillaban bajo la luz de la luna.

—Parece un rancho de verdad —dijo ella.

—Es un rancho de verdad —Clint puso el intermitente y giró a la derecha—. Emily me ha dicho que te aloje en una de las cabañas. Ella procurará sacar un momento para venir a saludarte y traerte algo de comer más tarde. ¿Te parece bien?

—Bien. Quizá entonces podamos tener la reunión.

—Creía que estabas cansada —dijo él.

—Cuanto antes me reúna con ella, antes podremos ponernos a trabajar.

Clint detuvo el vehículo delante de una de las cabañas de madera, la segunda desde el final. Junto a la puerta, iluminadas por la luz del porche, había dos merecedoras de madera. Detrás de la estructura se alzaban altos pinos y algunos abetos, y Susan pensó que si hubiera nieve parecería Navidad.

Al reconocer el olor a caballo flotando en la brisa que soplaba suavemente en el rancho, Susan se sintió transportada a su infancia y recordó las clases de equitación que tomó aquel verano en White Plains, un regalo de su padre cuando tenía doce años. A pesar de las protestas de su madre, que se negaba a que su hija hiciera algo «tan peligroso», pero su padre insistió.

—Susan necesita divertirse un poco, Rochelle —le había dicho el padre a su esposa—. Y ya sabes cómo le gustan los caballos. Iremos en tren, y la esperaré hasta que termine la clase.

Fueron los mejores seis sábados de su infancia. Después, su padre volvió a marcharse para un prolongado viaje, esa vez a Europa como guía turístico de un grupo de turistas.

Apartando los tristes recuerdos de su mente, Susan recogió la agenda y el bolso mientras Clint encendía la luz del interior.

—Vaya, parece que al final no estaba estropeada. Funciona —le dijo, guiñándole un ojo.

Le había mentido. La luz funcionaba perfectamente, pero él quería que contemplara el paisaje durante el trayecto, no su agenda. Clint la había manipulado, y eso no le gustaba, pero si no lo hubiera hecho, ella habría seguido trabajando en lugar de disfrutar de la belleza de la zona.

Clint se apeó y la acompañó por la escalera del porche hasta la puerta de la cabaña, sujetándole levemente el codo. Después abrió la puerta con una llave enorme y encendió la luz.

Susan echó un vistazo y vio un teléfono.

—¿Puedo poner una conferencia?

—Ese teléfono sólo se comunica con la oficina principal en caso de emergencia.

—No puedo vivir sin teléfono. Gracias a Dios que tengo el móvil —Susan sacó el móvil del bolso y lo abrió—. Qué raro. No tengo cobertura —dijo frunciendo el ceño.

—Aquí me temo que no la tendrás. Estamos rodeados de montañas. Pero en la oficina de Em y Dex hay un teléfono que puedes usar —le informó él—. Iré a traer tu equipaje.

—¿Dónde está el botones?

—Supongo que soy yo. Aquí todos colaboramos.

Susan se volvió a mirarlo y se encontró cara a cara, o más bien frente a nariz, con Clint Scully. Él la sujetó por los codos para ayudarla a mantener el equilibrio.

Clint estudió su rostro, y después sus ojos descendieron hasta el escote y se detuvieron allí. Y Susan, en lugar de sentirse ofendida, se sintió halagada. Hacía tiempo que un hombre no la miraba así.

Clint alzó una ceja, como si estuviera preguntándose qué iba a hacer ella.

Susan contuvo la respiración, sin saber qué haría él.

Hacía mucho que no estaba con un hombre, y estar tan cerca de Clint se lo recordaba con toda claridad.

Hacía mucho que decidió no tener relaciones con hombres, que eran incapaces de entender que la empresa estaba siempre por delante de ellos.

Sin embargo, Clint era muy, muy tentador, y muy distinto. Si su mirada cargada de deseo servía de alguna indicación, ella le gustaba a él tanto como él a ella.

Clint se tiró ligeramente del sombrero.

—Iré a buscar las maletas. ¿Por qué no descansas?

—Gracias, Clint —Susan le ofreció la mano—. Por todo.

En lugar de estrechársela como ella esperaba, Clint alzó la mano femenina y se la llevó a un par de centímetros de los labios.

—Ha sido un placer, Susan.

No, pensó ella. No podía ser. No se le ocurriría… Ya ningún hombre lo hacía.

Clint sí. Un susurro de aire cálido y labios suaves le acariciaron el dorso de la mano, y con aquel inesperado beso Susan se derritió como una prenda de poliéster al ser rozada por una plancha demasiado caliente.

Clint Scully era un hombre muy interesante.

Tratando de poner sus pensamientos en orden, Susan escuchó el sonido de las botas vaqueras alejarse camino del coche. Después exploró la cabaña.

Las paredes eran de troncos de madera de pino barnizado, y en las ventanas había cortinas de encaje que le daban un aspecto muy acogedor. Los techos eran altos y los muebles de estilo rústico, en madera, se combinaban con cojines y alfombras indias de vivos colores.

Una enorme chimenea de piedra ocupaba buena parte de una pared, y junto a ella había un estante circular con leña.

Susan buscó el interruptor para encender el fuego.

—Es de verdad —dijo Clint apareciendo a su lado con las maletas—. Si quieres te enseñaré a encenderlo.

—Creo que sabré sola.

Susan pensó en lo agradable que sería sentarse delante del fuego y leer un libro. Hacía años que no tenía tiempo para leer. Algo que echaba mucho de menos.

—Te dejo aquí las maletas, e iré a conseguirte algo de cena.

Susan lo acompañó hasta la puerta y sintió un agradable cosquilleo cuando él se llevó la mano al sombrero a modo de saludo y desapareció en la oscuridad de la noche.

Hacía mucho tiempo que no se sentía así.

 

 

Clint sacó una botella fría de chardonnay de la nevera de su caravana y la dejó sobre la encimera. De tres zancadas estaba dentro de su cuarto de baño mirándose en el espejo.

Clint había comprado la caravana de diez metros de longitud a Ronnie Bogas, un vaquero que pasó por una racha de mala suerte y se vio obligado a abandonar el rodeo. Clint recordó que había sacado la cartera y le había entregado más del doble de la cantidad que el hombre le había pedido. Ronnie se negó a aceptarlo, pero Clint le metió el dinero en el bolsillo.

Clint viajaba siempre en la caravana. Le gustaba la intimidad y la tranquilidad que le garantizaba, así como poder prepararse la comida y descansar rodeado de sus cosas en lugar de hacerlo en un hotel.

Cuando estaba en el rancho Gold Buckle, que era todos los veranos y siempre que su amigo Jake Dixon lo necesitaba, Clint aparcaba la caravana en su sitio de siempre, en un claro entre los árboles que había detrás de las cabañas, lejos de todas las miradas. Lo que más le gustaba era tenderse en una tumbona y escuchar el ruido del agua del arroyo deslizándose y saltando sobre las rocas.

Caminando entre cajas llenas de vaqueros, camisas y ropa de trabajo de sus patrocinadores, Clint se recordó que tenía que encender el ordenador y hacer una transferencia. Había un par de toros en subasta y estaba dispuesto a pagar lo que fuera para hacerse con ellos.

Después de ponerse una camisa nueva de una de las cajas apiladas en una esquina, se alisó las marcas de las dobleces de la pechera con las manos y salió.

Pasó por el comedor, recogió la cesta en la que iba la cena de Susan y volvió a la cabaña a verla.

Ah, Susan. Estaba muy tensa, era muy estirada, y a la vez en lo más profundo de sus ojos violeta se adivinaba una inmensa tristeza. Quizá él podría distraerla un poco.

Tenía el presentimiento de que Susan Collins sería capaz de salir disparada de regreso a Nueva York cuando se levantara a la mañana siguiente y viera a doscientos niños realizando distintas actividades por todo el rancho. No parecían gustarle los niños, aunque él acababa de conocerla y era sólo una primera impresión. Pero sin duda quería conocerla mejor.

Cuando llegó a la cabaña, subió los escalones del porche de dos en dos y llamó ligeramente a la puerta con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó ella desde dentro, con voz cansada, medio adormilada.

—Soy Clint. Te he traído la cena.

—Un momento.

Susan abrió la puerta y a Clint le gustó inmediatamente lo que vio. Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba un polo rosa con el logotipo de su empresa bordado en el bolsillo, una aureola de estrellas alrededor de Winners Wear. Impreso debajo, en naranja, el eslogan de la empresa: Para los que se esfuerzan al máximo. Unos pantalones color caqui ceñían unas caderas magníficas, y en los pies llevaba un par de calcetines rosas. El pelo caoba, recogido en una coleta, y unas gafas en la punta de la nariz completaban el atuendo.

Susan llevaba en la mano el último número de la revista Rodeo profesional.

—Estaba en la mesa. Un deporte muy interesante, el rodeo.

Clint dejó la cesta de la comida y la botella de vino en la mesa de la cocina.

—Algún día tendrás que verlo en directo.

Susan negó con la cabeza.

—Lo dudo.

—Te garantizo que te encantará.

—¿Quieres apostar esa botella de chardonnay a que no?

Clint abrió la cesta y sacó varios envoltorios.

—Oye, incluso hemos tenido rodeos en el Madison Square Garden.

—¿No me digas?

—Te digo. Ahora acerca una silla y veamos lo que nos ha preparado Cookie —Clint abrió uno de los envoltorios—. Sándwiches de ternera asada.

En la cesta también había ensalada de pasta, dos manzanas, patatas fritas y un par de latas de zumo de uva.

—Cookie piensa en todo —dijo Clint—. ¿Un poco de vino? —le ofreció levantando la botella.

—¿Por qué no?

Clint abrió la botella y sacó un par de vasos del armario que había junto al fregadero. Los llenó por la mitad y ofreció uno a Susan.

—Por tu estancia en el rancho.

—Gracias.

Los dos brindaron y bebieron un trago.

—Esto te gusta, ¿verdad, Clint?

—Sí. Me encantan los niños. Tienen un corazón de oro y siempre se esfuerzan al máximo. Los voluntarios que vienen todos los años son personas muy especiales, también. Por no hablar de los Dixon. Por cierto, me gusta tu eslogan.

—A Emily también le gustó. Por eso estoy aquí, supongo. Pero el mérito no es sólo mío. El eslogan se nos ocurrió a mi madre y a mí cuando fabricábamos uniformes para enfermeras en la cocina de nuestro piso. El esfuerzo máximo fue lo que nos ayudó a superar los años más duros.

—Y ahora eres la propietaria y presidenta de tu propia empresa —Clint sacudió la cabeza—. Eso tuvo que significar mucho esfuerzo.

El brillo de los ojos y la radiante sonrisa eran claras indicaciones de que Susan se sentía orgullosa de lo que había hecho. Y con motivo, aunque la tristeza que se adivinaba en el fondo de sus ojos no acababa de desaparecer en ningún momento.

Comieron y hablaron de nada en particular y todo en general hasta que Susan trató de contener un bostezo.

Clint estaba a punto de irse cuando Emily Dixon subió los escalones del porche.

—He visto las luces encendidas, y quería darte la bienvenida al rancho —dijo Emily—. Buenas tardes, Clint. ¿Te has ocupado de nuestra invitada?

—Sí, señora.

—Sabía que lo harías —dijo la mujer, con una sonrisa.

—Emily, pasa —Susan se levantó y buscó sus muestrarios—. ¿Quieres que hablemos ahora de la mercancía?

—Cielo, ahora no, no. Es tarde y debes de estar agotada. Sólo quería darte la bienvenida y asegurarme de que tienes todo lo que necesitas.

La señora Dixon envolvió a Susan en un gran abrazo. Susan cerró los ojos y pareció un poco incómoda al principio, pero Emily no la soltó. Por fin, la tensa expresión de Susan se convirtió en una amplia sonrisa.

Y Clint se dio cuenta de que Susan parecía necesitar un abrazo como aquél.

Emily tenía la misma estatura que Susan, y era una de esas mujeres que siempre estaba sonriendo. Llevaba la melena corta de color castaño claro recogida detrás de las orejas y parecía un torbellino de energía controlada.

—Entraré un momento —dijo—. Ha sido un día muy estresante. Nada importante, sólo un montón de pequeños incidentes.

—¿Puedo ayudar en algo? —se ofreció Clint.

Emily entró en el salón de la cabaña y se sentó en el sofá, agotada.

—No lo creo, Clint, pero gracias. La profesora de manualidades ha tenido que irse. Iba a venir también a la excursión a caballo, pero su hija está embarazada y el niño se ha adelantado.

—Espero que encuentres a alguien —comentó Susan.

—Yo también. No me gustaría nada tener que cancelar las actividades de manualidades de la semana que viene. A los niños les encanta hacer cosas para llevarlas a casa como regalos —dijo Emily.

—¿Y alguien del pueblo? —sugirió Clint.

—Ya he estado preguntando, pero de momento no ha habido suerte.

Susan sabía que debía ofrecer su ayuda, pero ella regresaba a Nueva York en un par de días. Además, no se creía capaz de poder estar tan cerca de los niños sin desmoronarse emocionalmente.

—Pero bueno, ése es mi problema. Ya encontraré una solución —dijo Emily a Susan—. Tú has venido a descansar y disfrutar del spa. Pronto estará en funcionamiento. Te quedarás una semana, ¿verdad?

—No te preocupes por el spa —dijo ella, conteniendo una sonrisa—. Aunque lo siento, Emily, pero sólo me quedaré un par de días.

Mientras escuchaba la conversación de las dos mujeres, Clint tuvo una idea que le garantizaría más tiempo con Susan. De repente chasqueó los dedos.

—Susan, ¿por qué no te ocupas tú de las actividades de manualidades? A los niños les encantará. Quédate la semana entera.

Emily sonrió.

—Oh, Susan, eso sería maravilloso. Las clases sólo son dos horas por la mañana de lunes a viernes.

A Susan se le secó la boca, y sintió un nudo en el estómago. Tenía que convencer a Emily de que no podía quedarse toda la semana.

—No sé qué tal se me dará lo de ser profesora —dijo por fin.

—Seguro que estupendamente —dijo Clint guiñándole un ojo—. Y me encanta el eslogan de tu empresa, «Para los que se esfuerzan al máximo» —recalcó alzando el pulgar hacia arriba en señal de victoria.

¡Oh, qué artero! ¡Y cómo había manipulado lo del eslogan!

—Oh, Emily. No sé —titubeó un momento—. Está bien, lo haré —se oyó decir en voz alta—. Me quedaré toda la semana.

—¡Eres un encanto! —exclamó Emily dándole otro gran abrazo—. Muchas gracias, cielo.

En realidad gracias a Clint, y a su sonrisa, y a sus hoyuelos, y a sus devastadores ojos azul turquesa. ¿Cómo se había ofrecido voluntaria para semejante tarea? Ella no sabía enseñar, no sabía nada de manualidades, y sobre todo no quería estar con niños.

Emily fue hasta la puerta.

—Lo reorganizaré todo para que podamos planearlo bien. ¿Querrás también venir a la excursión y a la acampada nocturna? Si no, lo entiendo. No quiero abusar de tu generosidad.

Susan miró a Clint.

—De acuerdo, cuenta conmigo —las palabras salieron de su boca como por voluntad propia.

¿Qué demonios le estaba pasando? Nunca se había comportado así.

—Susan, ¿sabes montar? —preguntó Emily.

—Apenas, aunque di unas clases a los doce años.

—Clint te refrescará la memoria. Todos los caballos del rancho son muy mansos, especialmente seleccionados para los niños —dijo Emily y le rodeó los hombros con un brazo—. No sabes cómo te agradezco que lo hagas. Ahora a dormir. Has tenido un día muy largo, y Clint estará aquí mañana a primera hora para llevarte a desayunar al comedor y darte una clase de equitación. Buenas noches a los dos.

Emily se fue y Susan se sentó en el sofá. Siempre había cumplido sus promesas, y no pensaba dejar de hacerlo ahora.

Clint se sentó frente a ella.

—Has sido muy amable, ofreciéndote voluntaria para ayudar a Emily.

—Creo que has sido tú quien me ha ofrecido voluntaria, Clint Scully. No tengo ni idea de manualidades ni de montar a caballo —dijo seria, aunque sonrió ligeramente.

—Estoy seguro de que serás una magnífica profesora —dijo él.

Se levantó y se tocó el ala del sombrero.

A Susan le encantaba cuando hacía ese gesto. Y también cuando los ojos azules brillaban como en aquel momento.

Aunque quizá Clint no la había manipulado tanto, pensó.

Quizá ella en el fondo quería quedarse.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CÓMO se le pudo ocurrir?

Pero la culpa era sólo suya, por ofrecerse voluntaria. Y ahora ya no se podía echar atrás.

—Susan, yo te ayudaré con las clases a cualquier hora. Noche y día —dijo Clint.

Encima eso. Clint era un seductor nato, y ella estaba muy oxidada en el departamento de coqueteo con hombres atractivos.

Susan se puso en pie y fue hasta la puerta. Clint entendió la indirecta y se levantó tras ella.

—Te llamaré si te necesito —dijo ella, e hizo una breve pausa—. Noche o día.

Clint sonrió y se tocó el ala del sombrero.

—Hasta mañana.

Susan cerró la puerta y oyó sus pasos alejarse de la cabaña. Se sentó en el sofá.

Tenía que pensar en algo que no fuera Clint. El vaquero se le estaba metiendo bajo la piel, y ella empezaba a comportarse como una alumna de instituto, no como una ejecutiva neoyorquina.

«No pienses en él. Piensa en la clase».

Lo cierto era que no tenía ni idea de por dónde empezar, ni cómo relacionarse con los niños. Pero nunca había incumplido su palabra, y menos cuando tenía que ver con niños.

Por eso tomó la decisión de esforzarse al máximo para que el programa de manualidades fuera un éxito. Lo enfocaría como un proyecto empresarial, con un plan y objetivos realistas, un desarrollo y unos pasos a seguir.

Una vez tomada la decisión, se acercó a la nevera. De repente necesitaba un buen trago del chardonnay helado que quedaba.

Su reflejo en la ventana la pilló desprevenida. Afuera, la oscuridad era total. No había ni farolas, ni marquesinas, ni faros, ni rascacielos iluminados. Tampoco televisión ni radio. Sólo oscuridad y silencio. Con tanta paz y tranquilidad, estaba segura de que se moriría de aburrimiento en menos de quince minutos.

A menos que tuviera a cierto vaquero cerca para entretenerla.

Abrió el bolso y sacó el móvil para llamar a Bev, pero entonces vio que no había cobertura. Con un suspiro, tiró el móvil de nuevo al bolso.

Nerviosa, paseó por la habitación. Bebió otro trago de vino. Paseó un poco más. Bebió. Paseó. Bebió. Paseó. Bebió.

Por fin decidió meterse en la cama e intentar dormir.

Comprobó que la puerta estuviera cerrada con llave, y después dejó un sillón contra la misma, echando de menos la cantidad de cerraduras, cerrojos y cadenas de su apartamento neoyorquino.

En el dormitorio, se puso un pantalón de chándal y una camiseta larga blanca y se metió en la cama.

Hum, la cama era perfecta.

Apagó la luz, y apenas podía creer lo oscuro y silencioso que estaba todo.

Mirando al techo, con los ojos muy abiertos, intentó dormirse, pero la imagen de Clint Scully se lo impidió.

Vaquero. Apuesto. Ojos turquesa. Botas. Sonrisa seductora. Hoyuelos junto a las comisuras de los labios. Y un trasero que quitaba el hipo.

Sonrió y se acurrucó más en la cama cuando de repente oyó una especie de aleteo y notó una suave brisa en la cara.

«¡¿Qué?!».

Quizá fuera una ardilla en el tejado de la cabaña.

¿Y si era un lince o un bicho de dientes afilados? Después de todo, estaban en una zona totalmente alejada de la civilización, un lugar prácticamente salvaje.

Algo aleteó. Y después otra vez. Fuera lo que fuera, estaba dentro de la habitación.

Conteniendo la respiración, Susan encendió la luz y buscó el bolso para protegerse.

Un pájaro negro pasó volando delante de ella.

¡No! ¡Un murciélago!

Susan gritó. El murciélago voló junto a su cara. Ella volvió a gritar, y después otra vez.

De un salto se levantó de la cama e intentó recordar sus conocimientos sobre murciélagos.

Nulos.

Trató de espantar al animal con el bolso, y éste salió volando al salón. Susan encendió todas las luces que encontró.

Y volvió a gritar y a blandir el bolso mientras el animal revoloteaba más nervioso y asustado que ella por todo el salón.

Entonces oyó unos golpes en la puerta.

—¿Susan? Soy Clint. Susan, ¿te encuentras bien?

¡Qué pregunta tan tonta!

—¡No, no estoy bien! —gritó ella, a punto de perder los nervios—. ¡Hay un murciélago!

Clint trató de abrir la puerta.

—No puedo abrir.

Temblando como un flan, Susan corrió hasta la puerta y la abrió.

—¿Dónde está?

—Encima de la chimenea —señaló ella.

—¿Esa cosita?

—¡Es un murciélago! ¡Haz algo!

—Por supuesto.

Clint la apartó de la puerta y el murciélago salió. Después cerró.

—Ya está.

Susan estaba un poco mareada y no pudo evitar balancearse hacia delante.

De repente, algo frío y húmedo le cayó en la cara.

—¿Qué… qué haces?

—Había un vaso de agua en la mesa, y sólo quería…

—Ya sé lo que querías, pero era vino.

Clint sonrió sin mirarla a la cara. Tenía los ojos pegados a la camiseta blanca de Susan.

Susan se miró. Llevaba la camiseta mojada totalmente pegada a los senos.

Rápidamente estiró el tejido hacia fuera.

—Gracias por librarme del murciélago —dijo con voz seca—. Buenas noches.

Se estiró para alcanzar una manta, pero las rodillas todavía no la sostenían con firmeza. Por suerte Clint la sujetó antes de que le fallaran por completo.

Susan dejó que la sujetara, disfrutando de las manos que se movían por su espalda y sintiendo el calor del pecho masculino contra sus senos mojados. Y el cuerpo duro contra el suyo.

Nerviosa de repente, dio un paso atrás, se hizo con la manta y se envolvió en ella.

La decepción ensombreció los ojos masculinos.

—¿Cómo es que estabas tan cerca? —preguntó ella.

—Volvía de acompañar a Emily a casa y al pasar por aquí te he oído gritar. La verdad, creo que te han oído en Canadá.

Susan se echó a reír.

—Gracias, Clint. Me alegro de que estuvieras tan cerca.

—¿Quieres que me quede? —se ofreció él—. Puedo dormir en el sofá.

Sí, claro que Susan quería que se quedara, pero eso significaría que ella no pegaría ojo en toda la noche.

—No, gracias. Dormiré con todas las luces encendidas. Así me sentiré más como en casa.

Clint sonrió.

—Como quieras.

Fue hasta la puerta, la abrió, la cerró de nuevo, y el vaquero desapareció en la oscuridad de la noche de Wyoming.

 

 

A la mañana siguiente, Susan se despertó con el sol entrando a raudales por entre las cortinas de encaje. La cabaña estaba helada.

Se envolvió en el edredón y buscó un termostato para encender la calefacción, pero no encontró nada.

Para no perder la costumbre, se puso el reloj y miró la hora. Las ocho. Hacía años que no dormía hasta tan tarde. En Nueva York ya llevaría dos horas en la oficina.

Encontró el termostato junto a la chimenea, lo puso a veinticuatro grados y se sentó en el sofá, metiendo los pies bajo el edredón. Por la temperatura que hacía, cualquiera diría que estaban en diciembre en Nueva York en lugar de en julio en Wyoming.

Miró por la ventana y vio pasar a un niño montado a caballo. El pequeño llevaba un aparato ortopédico en cada pierna y sonreía y miraba a su alrededor mientras cabalgaba a lomos de su montura, como un rey supervisando su reino. Junto al caballo caminaba un vaquero y Susan pensó en Clint. El corazón le dio un curioso saltito dentro del pecho.

«Contrólate, Susan».

Oyó unos pasos en el porche y acto seguido unos golpecitos en la puerta.

—Soy Clint.