Detrás de ti - Christine Wenger - E-Book

Detrás de ti E-Book

CHRISTINE WENGER

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Beschreibung

Una adicta al trabajo como Susan Collins no era la típica visitante del rancho Gold Buckle. Para Susan todo eran negocios, por eso jamás habría imaginado que estaba a punto de volverse completamente loca por un jinete de rodeos. Clint Scully estaba mucho más cómodo rodeado de toros que de elegantes ejecutivos neoyorquinos. Pero por algo decían que los polos opuestos se atraían… y quizá fuera por culpa del amor.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Christine Wenger

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Detrás de ti, n.º 1718- agosto 2018

Título original: The Cowboy and the CEO

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

No tengo tiempo para ir a Wyoming —dijo Susan Collins a su ayudante administrativa, Bev Irwin, enseñándole el montón de papeles que llevaba en la mano—. Muchos de estos pedidos exigen mi atención personal.

—Nada de lo que no podamos ocuparnos nosotros —dijo Bev sacudiendo la cabeza—. Hace años que no te tomas unas vacaciones. Esto es el plan perfecto. Vas al rancho Gold Buckle, disfrutas de su nuevo spa y de paso terminas de cerrar los detalles con los Dixon.

Susan ni siquiera miró el folleto que Bev le puso en la mano.

—Escucha, agradezco tu preocupación, pero tengo una empresa que dirigir. Mandaré a uno de los comerciales al rancho para que se ocupe de todo lo que pueda necesitar Emily Dixon en ropa deportiva y uniformes para los niños. Sólo les cobraré la mitad de nuestro coste, o donaré lo que quiera. Por los niños lo que sea.

—La señora Dixon no ha pedido ningún donativo. Pero insistió en verte a ti —dijo Bev—. Sabe que has hecho más de una recaudación de fondos para niños físicamente discapacitados, y quiere ver qué puedes hacer por su programa.

Era halagador, pero Susan no recaudaba dinero para conseguir premios ni galardones. Lo hacía en recuerdo de su hermana, Elaine. El dinero se destinaba a la investigación y a cubrir los distintos tipos de necesidades de los niños, a profesores y libros para las estancias en los hospitales y para que se divirtieran. Los niños necesitaban divertirse. Ella podía ayudar recaudando fondos, pero no tenía tiempo para más.

Susan suspiró, convencida de que todas las relaciones comerciales se podían llevar a cabo por teléfono, fax y correo electrónico, y que no era necesario que ella fuera personalmente.

Bev le dio otro folleto lleno de colorido.

—Estás agotada y lo sabes. Necesitas un cambio de aires, Susan. Necesitas descansar —insistió Bev—. Además, Emily Dixon parece una mujer encantadora.

—¿Cómo demonios ha oído hablar de mí en Wyoming? —preguntó Susan, deteniéndose un momento para apoyarse en su escritorio.

Bev sonrió.

—Le encantó nuestro lema: «Para los que se esfuerzan al máximo». Dice que ésa es la filosofía del rancho. Intentan reforzar el mismo objetivo en los chicos, esfuerzo máximo a pesar de sus discapacidades. ¿No es impresionante?

Susan asintió. Evidentemente, Emily Dixon tenía la cabeza muy bien amueblada.

Bev dejó un folleto cerrado sobre el escritorio de Susan y empezó a desplegarlo.

—Deberías ver todas las actividades que tienen para los niños con distintas minusvalías: Rodeo Sobre Ruedas, la Pandilla del Gold Buckle, los Vaqueros…

Susan apenas la escuchaba. No quería rechazar la invitación de Emily Dixon, pero tenía comerciales de sobra para ocuparse del proyecto.

Mientras repasaba en su agenda la lista de lo que tenía que hacer, empezó a ver las letras borrosas. Tenía los ojos cansados, irritados, y le costaba enfocar. No era nada, se dijo, pensando que podía corregirlo con unas lágrimas artificiales y otra taza de café bien cargado.

—¿Por qué no dejas que tus excelentes empleados se ocupen de la empresa y tú te vas de vacaciones? —insistió Bev.

Porque Winners Wear era su empresa, y ella siempre quería estar al tanto de cada detalle.

Pero quizá su ayudante tuviera razón.

Bev chasqueó los dedos.

—Oh, ahora que me acuerdo, no tenemos ningún comercial libre para ir a Wyoming. Esa semana estarán todos en la Feria de Orlando.

—Se me había olvidado —dijo Susan, notando de nuevo el tic en el ojo.

—Susan —Bev respiró profundamente y le enseñó el folleto—. Emily quiere que conozcas el rancho y que absorbas la esencia de su filosofía para que puedas desarrollar un logotipo íntimamente ligado a él. También quiere camisas y pantalones de estilo vaquero para dar a los niños en cada programa, y también un montón de cosas más para vender en la tienda del campamento. Cree que será una forma de recaudar dinero, y que los padres, cuidadores y colaboradores querrán comprar ese tipo de mercancía para ayudar.

Susan se frotó la frente sintiendo el principio de un dolor de cabeza. Le gustaba que Emily Dixon hubiera elegido su empresa, y le gustaba aún mucho más que Emily estuviera tan entregada a ayudar a niños discapacitados.

A su hermana Elaine le habría encantado pasar unas vacaciones en un lugar como el Gold Buckle.

Susan se levantó y echó un vistazo a sus papeles, sin recordar qué era lo que estaba buscando.

—Una semana es mucho tiempo.

Lo cierto era que estaba agotada. Si hubiera tenido fuerzas, se habría acercado a la ventana a echar un vistazo a la calle, donde se veía a gente empujando percheros de ropa de un edificio a otro, mesas con todo tipo de prendas de ropa y compradores buscando gangas y regateando para obtener los mejores precios.

Para Susan no había ningún lugar como el Garment District de Nueva York, y a ella le encantaba el ajetreo continuo y la actividad que reinaba en la zona.

Hacía siete años que había fundado la empresa, poco después de la muerte de su madre. Entonces compró el edificio centenario con el dinero de la herencia, todos sus ahorros y un importante préstamo bancario. Después, contrató a los mejores empleados que pudo encontrar, fundamentalmente jóvenes recién licenciados de las escuelas de diseño y moda de la Gran Manzana.

Fue una gran apuesta económica, pero pronto empezó a recibir pedidos. Durante los últimos siete años se había sentido abrumada por el trabajo y la responsabilidad, pero mereció la pena. Trabajaba mucho, pero ella no podía llevarse todas las medallas. Todos sus empleados trabajaban duramente.

Detestaba reconocer lo cansada que estaba, y quizá no sería una mala idea ir a Wyoming.

—Ve y disfruta del aire limpio de la montaña, jefa —dijo Bev—. Volverás más relajada y con las pilas recargadas. No te preocupes por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Susan respiró profundamente. Quizá fuera una buena idea, si no quería terminar ingresada en un hospital por agotamiento y estrés.

Y los hospitales no le gustaban nada. Ya había visitado bastantes hospitales cuando su hermana vivía.

—Está bien, iré —musitó—. Aunque no una semana. Me iré el jueves y volveré el sábado.

 

 

Clint Scully caminó por el aparcamiento hacia las puertas del aeropuerto de Mountain Springs. De vez en cuando aminoraba el paso y bebía un sorbo del café que llevaba en un vaso de plástico blanco.

No había nada como un día perfecto en Wyoming. Ni mucho calor, ni mucho frío. Una ligera brisa y mucho sol. Un día de julio perfecto para sacar una tumbona al jardín y echarse una cabezadita bajo el sol. Bostezó deseando poder hacerlo.

La señora Dixon le había prometido hacerle una tarta de arándanos si recogía a Susan Collins en el aeropuerto. Su colega Jake Dixon le avisó de las tendencias casamenteras de su madre y recordó a Clint que hacía un año le mandó a él al aeropuerto para recoger a Beth Conroy, y al poco tiempo se casó con ella.

Clint maldijo para sus adentros. Si la señora Dixon pensaba emparejarlo con Susan Collins, se iba a llevar un buen chasco.

A él le gustaba demasiado su libertad para comprometerse con nadie.

Dentro de la terminal, miró el monitor y vio que el avión de Susan había aterrizado hacía unos minutos, así que fue a Recogida de Equipajes.

—¿Hay alguien aquí del rancho Gold Buckle?

Clint miró a su alrededor para ver quién hablaba, y su mirada aterrizó en la mujer más guapa que había visto en su vida. Alta, esbelta y revoloteando de persona en persona como una abeja en un campo de flores.

Clint sonrió. Ésa tenía que ser Susan Collins.

Llevaba la melena caoba recogida en una trenza francesa. Las pestañas oscuras enmarcaban sus ojos como pinceles, tenía la piel blanca como una azucena y toda la pinta de llevar años sin dejarse acariciar por la luz del sol. Iba vestida con unos vaqueros negros y una blusa roja con un escote en pico no demasiado pronunciado, aunque lo suficiente para dar interés al asunto. Y al final de sus largas y esbeltas piernas, un par de sandalias de tiras negras con un poco de tacón.

Clint reprimió un silbido y se acercó a ella. Dio un toque al ala de su sombrero y se presentó.

—Soy Clint Scully, del Gold Buckle —dijo mirando a un par de magníficos ojos violetas. Tenía que llevar lentillas, pensó. Nadie tenía los ojos de ese color—. ¿Y tú debes de ser…?

—Susan Collins —se presentó ella tendiéndole la mano y dándole un firme apretón, como si estuviera sellando un trato—. ¿Has venido para llevarme al rancho?

—Así es —dijo él.

—Gracias —Susan miró el equipaje—. ¿Dónde hay un mozo de equipajes?

—Puedo llevarlas yo. Sólo son dos —dijo Clint flexionando las manos.

—Oh, no, pesan muchísimo. Sobre todo ésa —Susan señaló la más grande, de color negro—. Llevo un montón de muestras y un par de catálogos.

—No importa —dijo Clint alzando las maletas.

¡Cielos, cómo pesaban! ¿Qué más se habría traído de Nueva York? ¿La Estatua de la Libertad?

Clint logró esbozar una sonrisa en lugar de emitir un gruñido.

—Tranquila, muñeca. Yo puedo con todo —dijo adoptando su mejor acento texano.

A las mujeres del este normalmente les encantaba el tono lento y pausado de los texanos.

—Me llamo Susan —le espetó ella—. Y llevan ruedas.

Hum, por lo visto a ésa no le gustaban tanto los texanos.

—Por aquí, Susan. Tengo el coche fuera.

Clint tiró de las maletas a la vez que procuraba no distanciarse mucho de la mujer. Esa Susan andaba deprisa, como si llegara tarde a una reunión o algo así.

—Me encantaría un masaje después del terrible vuelo —dijo ella—. Tengo muchas ganas de conocer el spa.

Las palabras salieron de su boca también a toda velocidad. Caminaba deprisa. Hablaba deprisa.

—El spa todavía no ha sido inspeccionado. Aunque lo harán pronto.

—¿Inspeccionado?

—El padre de uno de los niños donó el jacuzzi al rancho. Para los cuidadores. El señor Dixon lo hizo instalar en la terraza del Hotel Caretaker, junto al campo de béisbol.

La mujer arqueó una ceja perfecta.

—¿Un jacuzzi? Pero… ¿y el spa? ¿Los masajes, los tratamientos faciales, los baños de barro?

Clint sacudió la cabeza, con aspecto confuso.

—La señora Dixon es la única que lo llama spa. Todos los demás lo llamamos jacuzzi. Me temo que ha habido un problema de comunicación.

Susan cerró los ojos.

—¿He venido hasta aquí por un jacuzzi junto a un campo de béisbol? —suspiró—. Cuando se lo diga a Bev…

Clint le dijo que esperara en la acera y fue a buscar la camioneta que había dejado en el aparcamiento del aeropuerto. Cuando regresó, tres vaqueros estaban hablando con Susan, tratando de ligar, de hecho. Jinetes de rodeo probablemente camino de Cheyenne, para las celebraciones de Frontier Days.

—Echad esas maletas detrás, chicos —dijo Clint interrumpiendo la conversación.

Los tres lo hicieron y después continuaron mirando a Susan y babeando.

—Gracias por vuestra ayuda —dijo Clint estrechando las manos de los tres hombres a modo de despedida—. Adiós.

Uno de los vaqueros lo señaló.

—Eh, ¿tú no eres…?

—Sí —dijo Clint, a quien siempre le halagaba ser reconocido por la calle—. Sí, soy yo.

Clint abrió la puerta de la camioneta para Susan.

—¿Quién creen que eres?

—Yo mismo — respondió él, y sonrió—. Seguramente me habrán visto en algún rodeo, con los toros o llevando mi ganado.

—Ah.

Susan suspiró y miró la hora. Se montó en la camioneta y él hizo lo mismo. Acto seguido, salieron en dirección a las montañas.

—Dime, Clint, ¿cuánto tardaremos en llegar al rancho? Me gustaría reunirme con Emily esta misma tarde y enseñarle las muestras.

—No creo que hoy sea posible. Emily estará ocupada con los niños. Y después de cenar, hoy toca cine y palomitas. Vamos a pasar una de las películas de Harry Potter. No creo que quieras perdértelo.

—No sabía que el programa había empezado ya.

—Hoy es jueves, ¿no?

Susan asintió.

—El Rodeo sobre Ruedas termina el sábado por la mañana, y la Pandilla del Gold Buckle llegará el sábado por la tarde. Es un programa para…

—Niños que tienen que usar muletas o aparatos ortopédicos en las piernas —dijo ella, apretándose el puente de la nariz como si empezara a dolerle la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo leí en el folleto —respondió ella—. En el avión.

Clint no sabía si a Susan le interesaba el programa o si le dolía la cabeza. La observó con los ojos entornados.

—Y sobre todo no puedes perderte el gran partido del domingo por la noche. Jugamos con una pelota de playa y el bateador lleva un enorme bate de plástico. El campo es más pequeño, y los vaqueros hacen payasadas para entretener a los niños…

—Parece divertido, pero seguramente ya me habré ido —dijo ella.

Parecía distante, desinteresada. Clint se preguntó por qué.

—Es divertido, pero también tiene un objetivo: ayudar a los niños a desarrollar el equilibrio y ejercitar diferentes músculos, e incluso depender menos de las muletas. O quizá sólo que se rían más que de costumbre —Clint asintió—. Espera a ver las partidas de herraduras, y las carreras de relevos, y algunas de las actividades que tenemos al final del programa en el rodeo Gold Buckle. Entregamos hebillas doradas y plateadas a los ganadores.

—¿Hebillas?

—Es la costumbre en los rodeos. Los ganadores siempre reciben hebillas, como esta preciosidad —dijo él sujetando la enorme hebilla dorada que llevaba en el cinturón—. Campeonato Nacional de Toreo, 2006.

Clint estaba orgulloso de su premio, que había ganado cuatro años seguidos. La competición era cada año más dura, pero él todavía lograba dominarla a pesar de que ya no era de los más jóvenes.

Sonrió a Susan.

—A lo mejor conseguimos que vengas a jugar al béisbol con los niños.

Aunque lo dudaba. Doña Señorita Fina de Nueva York estaba incluso más distante que hacía un minuto.

—No, no puedo —respondió ella bruscamente—. No sabía que el campamento ya estaba funcionando y que habría niños —Susan respiró profundamente y miró por la ventanilla—. Ya te he dicho que me iré el sábado. Tengo que volver a Nueva York.

Las palabras de la mujer eran desde luego cada vez más frías y secas, y su tono más cortante, pero él continuó presionando.

—Bueno, al menos te quedarás un par de días. Te gustará el rancho y los niños. Los niños son lo mejor.

Ella no respondió, sólo suspiró.

—Estoy muy cansada —dijo—. Ha sido un vuelo muy largo.

Justo antes de volver la cabeza para mirar por la ventanilla, Clint habría jurado ver humedad en los ojos violeta y ahora se sentía mal por haberla puesto en ese estado.

—Susan, ¿te he molestado con algo?

—Oh, no, claro que no. Pero estoy cansada.

No era más que una excusa. Clint se dio cuenta de que ella se había tensado en cuanto empezaron a hablar de los chavales.

Clint se concentró en la carretera, sabiendo que de algún modo acababa de estropear la llegada de Susan Collins a Wyoming.

Por principio, procuraba mantenerse lejos de las mujeres como ella: urbanas, ricas, triunfadoras, con mucho dinero y poco corazón. Mujeres como su anterior prometida, Mary Alice Bonner. ¡Qué demonios, por lo que había visto de Susan, la recién llegada era incluso peor!

Pero sin entender muy bien por qué, quería, necesitaba ver a Susan Collins sonreír. Quería verla relajada, libre de la carga que le hundía los hombros.

Y si alguien podía conseguirlo, ése era Clint Scully.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Susan no quería acercarse a los niños por temor a que fuera demasiado doloroso.

Había ido allí únicamente para ayudar a diseñar un logotipo y una línea de mercancías para el rancho, y era todo lo que pensaba hacer.

No era que no le importara. Todo lo contrario. Pero no sería capaz de enfrentarse a un grupo de niños cuyo dolor le recordaba a su querida hermana.

Todavía podía recordar los olores y sonidos del hospital cuando iba a ver a Elaine, que murió demasiado joven.

En cuanto Emily estuviera libre, se reuniría con ella para hablar de lo que su empresa podía ofrecerle. Y después volvería a Nueva York el sábado por la mañana, tal y como tenía planeado. Aunque Bev le había comprado un billete con la vuelta abierta, por si decidía quedarse y relajarse unos días en el spa, se iría en dos días.

Una vez decidido, miró a Clint para ver si todavía estaba vivo. Clint andaba despacio, hablaba despacio, e incluso conducía despacio.

Cualquiera pensaría que en aquella carretera ancha, recta y desierta, sin un policía a la vista, podía ir por lo menos a ciento diez.

Susan echó una ojeada al reloj.

— Clint, ¿cuánto falta para llegar al rancho?

—Un par de horas.

—Oh.

Un tiempo que se podía reducir fácilmente a la mitad si apretaba un poco el acelerador. Aunque dudaba de que la vieja y oxidada camioneta pudiera ir a más velocidad de los sesenta y cinco kilómetros que iba.

Susan lo miró. Tenía que reconocer que era muy atractivo, con una sonrisa muy sexy y hoyuelos en las comisuras de los labios.

De hecho, le intrigaba.

Probablemente por ser el primer vaquero que conocía, no por el cuerpazo que tenía. Ni tampoco por la forma en que los vaqueros definían los muslos musculosos, ni porque tenía las piernas tan largas que apenas podía meterlas debajo del salpicadero. Y por supuesto tampoco porque olía a aire fresco, algodón caliente y a hombre.

Susan sintió que le ardían las mejillas y bajó un poco la ventanilla. Se recogió los mechones que se le habían escapado de la trenza francesa en la nuca, y respiró profundamente.

Miró de soslayo a Clint. Tenía las manos fuertes y bronceadas, y llevaba una camisa azul de cuadros y manga larga. Susan se fijó en la raya de la manga de la camisa, perfectamente planchada. El pelo era castaño claro, no muy corto, y se asomaba bajo el sombrero de vaquero blanco hasta caer por encima del cuello de la camisa. Los ojos de Susan continuaron descendiendo.

Sin duda, llenaba perfectamente los vaqueros.

—¿Ocurre algo? —preguntó, mirándola y sonriendo.

—Hum, no. Estaba… admirando la camioneta.

Era una excusa bastante débil, pero Susan no podía reconocer que en realidad lo estaba admirando a él, y rápidamente cambió de conversación.

—¿De qué te conocen esos vaqueros del aeropuerto?

—Me habrán visto en algún rodeo. Soy torero. Es el nuevo término políticamente correcto para un payaso de rodeo.

—¿Toreas con un capote rojo como hacen en España?

—Por supuesto que no —Clint se echó a reír—. Nunca has visto un rodeo, ¿verdad?

Susan negó con la cabeza.

—Ni una sola vez.

Clint dejó escapar un silbido.

—Creía que en este país todo el mundo había visto un rodeo por lo menos una vez en su vida.

—Todo el mundo no.

Clint dio un brusco giro a la derecha y se adentró por un camino de tierra. Susan se sujetó al salpicadero para no caer sobre él.

—¿Y qué hace un torero en un rodeo? —preguntó ella.

—Proteger a los que montan a los toros.

—¿De qué?

—Del toro.

—¿Y eso cómo se hace?

—Hay distintas técnicas, pero fundamentalmente lo principal es saber salir corriendo, y deprisa.

A Susan empezó a latirle el corazón al pensar en un enorme toro atacándole a él o a cualquier otra persona.

—¿Estás loco?

—Eso dicen muchos, sí —Clint se encogió de hombros—. Pero yo también pienso que tú estás loca por vivir en Nueva York, pero a cada uno, o cada una, lo suyo —hizo una pausa y después añadió—. ¿Hay alguien especial que te eche de menos en Nueva York?

Humm… Susan no sabía si sentirse molesta o halagada por el interés de Clint en su disponibilidad. No era como ninguno de los hombres que había conocido, y sería interesante conocerlo mejor, pero nada más. Ella no era mujer de relaciones pasajeras.

—Si me preguntas si estoy casada, la respuesta es no. El matrimonio no es para mí. No tengo tiempo. ¿Y tú, hay alguien que se preocupe de que te corneen mientras salvas a otros vaqueros de los toros?

—No —repuso él con un gesto de desinterés—. El matrimonio tampoco es para mí. Normalmente las mujeres no se conforman con vivir en el rancho una vez que han visto todo lo que ofrece el mundo.

—Parece que lo dices por experiencia personal.

Hubo un silencio. Después, él alzó un dedo y señaló el horizonte.

—Seguro que no tenéis puestas de sol como ésa en Nueva York.

El sol parecía una enorme bola roja atrapada entre dos laderas de montañas negras. Astillas violetas, amarillas y rojas rasgaban el cielo, y Susan se preguntó cuánto tiempo hacía que no dedicaba un momento a contemplar una puesta de sol.

Conocía perfectamente la respuesta: desde que decidió dedicarse por completo a su empresa.

—Es posible que las haya, pero hay demasiados edificios en medio para verlas desde mi oficina o desde mi piso. Seguramente los que viven en pisos más altos las verán.

—Qué lástima —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Dime, ¿qué haces en Nueva York?

—Fabrico uniformes y ropa deportiva.

—¿Uniformes? ¿De qué tipo?

—De todo tipo. Desde para bandas de música de instituto hasta para equipos de béisbol nacionales, y todo lo que se te ocurra entremedias —Susan titubeó un momento, y luego dijo con orgullo—. Tengo mi propia empresa. Se llama Winners Wear, y nuestro eslogan es «Para los que se esfuerzan al máximo».

—Bien —dijo él—. Me gusta. Pero dirigir la empresa parece una gran responsabilidad.

—Y lo es. Por eso no debía haber dejado Nueva York. Tengo un millón de cosas que hacer.

Susan hurgó en su bolso y sacó su agenda y un bolígrafo y empezó a repasar la lista de asuntos que tenía que hablar con la señora Dixon.

Continuó tomando notas hasta que ya no pudo ver.

—¿Te importa encender la luz de lectura? —preguntó a Clint.

—Lo siento, no funciona —respondió él—. ¿Por qué no te relajas y disfrutas del resto del viaje?

No le quedaba otro remedio, desde luego. Susan guardó la agenda y miró por la ventanilla.

La camioneta llegó al rancho poco después de la puesta de sol. Bajo la tenue luz del atardecer apenas se podía apreciar el lugar, sólo las luces de la hilera de cabañas de madera que se alineaban a lo largo de un pequeño arroyo cuyas aguas brillaban bajo la luz de la luna.

—Parece un rancho de verdad —dijo ella.

—Es un rancho de verdad —Clint puso el intermitente y giró a la derecha—. Emily me ha dicho que te aloje en una de las cabañas. Ella procurará sacar un momento para venir a saludarte y traerte algo de comer más tarde. ¿Te parece bien?

—Bien. Quizá entonces podamos tener la reunión.

—Creía que estabas cansada —dijo él.

—Cuanto antes me reúna con ella, antes podremos ponernos a trabajar.