Deus Ex - Ferdia Lennon - E-Book

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Ferdia Lennon

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Beschreibung

Ferdia Lennon sigue los pasos de Flann O'Brien y de Virgilio en este canto a las armas y a los hombres que bebe de la tradición narrativa irlandesa y riega la tragedia clásica de comedia actual.

Siracusa, Sicilia, siglo V a. C. En plena guerra del Peloponeso, dos ciudadanos griegos (Gelón, un alfarero en paro y su mejor amigo, Lampo) pasean por la cantera donde los atenienses recién derrotados mueren lentamente de sed e inanición, y ofrecen agua y queso a quienes sean capaces de recitar unos versos de Eurípides. Los atenienses son unos desgraciados, sí, pero… ¿Y lo bien que escriben sus poetas? Para rescatar las grandes tragedias de las garras del olvido, Gelón y Lampo están dispuestos a recurrir al talento de sus enemigos moribundos y a pedir favores en los rincones menos recomendables de Siracusa. Pero producir una obra de teatro no es tan fácil, y pronto su pequeña Odisea rebasará los límites del escenario. Con un doble dominio del momento histórico sobre el que escribe y desde el que escribe, Ferdia Lennon nos brinda una historia disparatada y atemporal que hará reír, llorar y aplaudir con entusiasmo a lectores de todos los gustos, desde Esquilo hasta Nick Hornby.

CRÍTICA

«Locamente ambicioso, catártico como toda gran tragedia, pero también sorprendentemente divertido, este original debut es simplemente glorioso.» —Emma Donoghue

«Ferdia Lennon nos plantea unos dublineses que morarían entre los antiguos griegos. Estamos ante una novela muy especial, muy inteligente y muy entretenida.» —Roddy Doyle

«Atrevido y totalmente inesperado. Este libro me ha encantado. Una novela brillante sobre la amistad, el poder curativo del arte y por qué debemos luchar por nuestros sueños. Me enganchó desde la primera página» —Douglas Stuart

«Apesta a miseria, desesperación, amor, guerra, poesía, ambición temeraria, fracaso terrible y triunfo glorioso. En otras palabras, se trata de una novela repleta de clásicos. Una lectura deliciosa. Me ha encantado» —Jon McGregor

«¡Qué voz! ¡Qué historia! Un doble acto oscuramente divertido de Lampo y Gelón, intercalado entre la experiencia transformadora del teatro y el perdón a tus enemigos. Me encantó desde la primera línea.» —Claire Fuller

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Para Emma

«Aquello que escapa a nuestro alcance, aquello que es mayor que el ser humano, todo lo que es inmenso e inabordable, es para los locos, o para quienes escuchan a los locos y creen lo que les dicen.»

Las Bacantes, EURÍPIDES

«La vida no puede ser lo mismo que la muerte, hija mía. La muerte está vacía, y en la vida siempre hay esperanza.»

Las Troyanas, EURÍPIDES

SIRACUSA

412 a. C.

1

Un día me dice Gelón:

—Vamos abajo a dar de comer a los atenienses. Hace un tiempo perfecto para dar de comer a los atenienses.

Gelón está en lo cierto. Porque el sol arde blanquecino y diminuto en el cielo, y las piedras queman cuando las pisas. Hasta los lagartos se esconden, asoman la cabeza desde debajo de las rocas y de los árboles como diciendo: «¿Apolo, estás de coña?». Me imagino a los atenienses todos apelotonados, mirando ansiosos a su alrededor en busca de un poco de sombra, con la lengua reseca y jadeando.

—Gelón, estás en lo cierto.

Gelón asiente.

Nos ponemos en marcha cargando con seis odres —cuatro de agua y dos de vino—, un tarro de aceitunas y dos trozos del queso apestoso que hace mi madre. Tenemos una isla preciosa, la verdad, y a veces pienso que el cierre de la fábrica es mi oportunidad para darle un nuevo rumbo a mi vida. Que podría irme de Siracusa y buscarme una casita en la costa, dejar las habitaciones oscuras, la arcilla y las manos rojas, cambiarlas por el mar y el cielo, y cuando vuelva a casa con la pesca colgada del hombro, ella, sea quien sea, me estará esperando y me recibirá con risas. Qué risa la suya, casi la estoy oyendo, y su sonido es suave y delicado.

—¡Oye, Gelón, qué bien me siento hoy!

Gelón me mira. Es atractivo, sus ojos son del color del mar poco profundo cuando lo atraviesan los rayos del sol. No como el marrón mierda de los míos. Abre la boca para hablar, pero no dice nada. Gelón está triste a menudo: ve el mundo como a través de una cortina de humo, sin brillo ninguno. Seguimos caminando. Aunque los atenienses han sido aplastados, sus barcos reducidos a leña y sus muertos insepultos sirven de comida a nuestros perros, aún hay patrullas de hoplitas. Por si acaso. Ayer mismo Diocles nos soltó un discurso sobre no fiarnos nunca de los atenienses; una nueva tanda puede llegar el día menos pensado. Quizá tenga razón. La mayoría de los espartanos se han ido. Por lo que se cuenta, se dirigen a la misma Atenas, para sitiarla como es debido. Para zanjar la guerra. Pero todavía quedan unos pocos por aquí. Sin hacer nada y muertos de morriña. De hecho, cuatro caminan delante de nosotros; los mantos les cuelgan a la espalda, rojos como heridas.

—¡’nos días!

Miran hacia atrás. Ninguno devuelve el saludo. Son arrogantes los espartanos, pero yo estoy de buen humor.

—¡Abajo los atenienses!

Dos devuelven el saludo, pero sin entusiasmo. Parecen cansados y tristes, como Gelón.

—¡Pericles es un gilipollas!

—Pericles está muerto, Lampo.

—Sí, claro, Gelón, ya lo sé. ¡Pericles es un gilipollas muerto!

Eso hace reír a dos de los espartanos, y los cuatro nos saludan. ¡Qué contento estoy hoy! No sé explicarlo. Esas sensaciones son las mejores. Las que no puedes explicar, y eso que todavía ni siquiera hemos dado de comer a los atenienses.

—¿Qué cantera toca hoy, Gelón?

Nos paramos en una bifurcación del camino, hay que decidir. Gelón duda.

—¿Laurium? —dice por fin.

—¿Laurium?

—Sí, creo que sí.

—¡Laurium!

Tiramos para la izquierda. Laurium es el nuevo nombre de la cantera principal. Alguien pensó que sería divertido llamarla como esa mina de plata del Ática, la que usaron los atenienses para financiarse el viaje hasta aquí. Al final se le ha quedado el nombre. La cantera es un inmenso foso rodeado por paredes lechosas de caliza, tan altas que solo hace falta valla en un par de sitios. En uno está la entrada, donde un par de guardias planchan las posaderas en el suelo jugando a los dados. Gelón les da un odre y nos dejan pasar. Se baja por un sendero rompetobillos expuesto al viento. Una serpiente parda enroscada, así lo llama Gelón cuando la musa lo inspira. Olemos a los atenienses antes de verlos. Las vueltas y revueltas del sendero entorpecen la vista de la cantera, pero el olor es atroz; denso y putrefacto, casi visible, como una neblina. Tengo que parar un momento porque me lloran los ojos.

—Está peor que de costumbre.

—Será el calor.

—Será.

Me tapo la nariz y seguimos caminando. Hay menos que la última vez. A este paso, no quedará ninguno en invierno. Me hace pensar en la noche en que se rindieron. El debate duró horas y horas. Diocles caminaba arriba y abajo, su voz era un rugido.

—¿Dónde metemos a estos siete mil cabrones?

Silencio. Repite la pregunta. El capullo de Hermócrates propone entre dientes un tratado. Y una mierda un tratado, pienso, y Diocles lo dice en voz alta. No con las mismas palabras, pero el significado es el mismo. Dice:

—¿Quién firma tratados con un cadáver?

Todos se ríen y niegan con el dedo, y Hermócrates se sienta y cierra la boca. Y Diocles venga a caminar arriba y abajo, preguntándonos qué hacer. Silencio. Aunque ahora es un silencio tenso. A punto de reventar. Se para; dice que se le ha ocurrido algo. Algo novedoso y raro. Algo que dejará claro al resto de Grecia que vamos en serio. Que somos siracusanos y que nadie nos va a mover de nuestro sitio. ¿Queremos oírlo?

—¡Queremos, Diocles!

Pero niega con la cabeza. En realidad, es pasarse. Demasiado raro. Alguien más debería proponer algo. Pero ya ha pasado el momento de eso. Porque somos siracusanos y nadie nos va a mover de nuestro sitio, eso le decimos. Así que se inclina hacia delante y susurra algo. No se oye nada. Solo lo vemos mover los labios.

—¡No se oye, Diocles!

Y por fin lo suelta. Todavía en voz baja, pero lo bastante alto para que lo oigamos.

—Meterlos en las canteras.

Lo repite gritando:

—¡Las canteras!

Y poco después, casi toda Siracusa estaba temblando de emoción con esas dos palabras: las canteras.

Pues sí, eso fue lo que hicimos.

Desde lejos, parecen hormigas rojas pululando por las rocas, aunque estos atenienses poco pueden pulular. Están tirados en el suelo o en cuclillas o se arrastran en busca de un poco de sombra. Aunque lo cierto es que mi vista no es la mejor del mundo, y puede que los que están más quietos en realidad hayan muerto.

—¡’nos días!

Unos pocos miran hacia arriba, pero ninguno me devuelve el saludo. Ahora, con el paso del tiempo, en la ciudad hay quienes piensan que nos hemos equivocado. Que tenerlos en estos fosos es demasiado, que ni siquiera la guerra es excusa. Dicen que tendríamos que matarlos, esclavizarlos o mandarlos de vuelta a casa, pero a mí me gustan los fosos. Nos recuerdan que todo cambia. Me acuerdo de cómo eran los atenienses hace un año: sus armaduras resplandecían como las olas cuando la luna brilla sobre ellas, sus gritos de guerra te tenían en vela toda la noche y hacían aullar a los perros, y sus barcos, cientos de barcos, cercaban nuestra isla como tiburones majestuosos a la espera de darse un festín. Los fosos nos demuestran que nada es permanente. Eso dice Diocles. Nos demuestran que la gloria y el poder no son más que sombras proyectadas sobre un muro. Y me gusta el olor. Es atroz, pero atroz de una manera maravillosa. Huelen a victoria y a cosas aún mejores. Todos los siracusanos sienten lo mismo al olerlo. Hasta los esclavos lo sienten. Rico o pobre, libre o no, en cuanto te llega el tufillo de los fosos, tu vida te parece más afortunada; tus mantas, más cálidas; tu comida, más sabrosa. Te van bien las cosas o, al menos, mejor que a esos atenienses.

—¡’nos días!

Un pobre desgraciado ve mi porra y levanta los brazos. Suelta una ristra de palabras, la mayoría de las cuales no entiendo porque su voz no es más que un débil graznido, pero pillo «Zeus», «por favor» e «hijos».

—No temas —digo—. No venimos a castigaros, aunque castigo es lo que merecéis, perros atenienses. Gelón y yo somos clementes. Venimos…

—Cállate.

—¿Qué, Gelón? Digo la verdad.

—Cállate, anda.

Suelto una risita.

—Ya veo. Tienes un día de esos.

Él ya está de rodillas junto al pobre desgraciado, dándole de beber.

—¿Algo de Eurípides? —dice Gelón.

El tipo chupa del odre como si fuera el pezón de Afrodita, parte del agua le chorrea barba abajo. Está de color rosa. Rosa de verdad. Casi todos están rosas, algunos hasta rojos.

—Eurípides, amigo. ¿Te sabes algo?

El tipo asiente y bebe un poco más. Otros atenienses se nos acercan. Les tintinean las cadenas de los pies. Hay más de los que yo pensaba, aunque menos que la última vez.

—¡Agua y queso —dice Gelón— para los que se sepan pasajes de Eurípides y sean capaces de recitarlos! Si son de Medea o de Télefo, aceitunas también.

—¿Y de Sófocles? —pregunta un bicho raquítico sin dientes—. ¿De Edipo rey?

—¡Que le den por culo a Sófocles! ¿Ha dicho Gelón algo de Sófocles? Pedazo de…

—Silencio.

—Gelón, tío. Yo solo digo que…

Gelón explica las condiciones:

—Nada de Sófocles ni de Esquilo ni de ningún otro poeta ateniense. Podéis recitarlos si os apetece, pero el agua y el queso son solo por Eurípides. A ver, amigo, ¿qué tienes para mí?

El tipo que estaba bebiendo se aclara la garganta e intenta enderezarse. Da pena verlo. Le pone empeño, pero es incapaz. El cuello no le resiste, la cabeza se le cae a los lados, como fruta madura zarandeada por la brisa.

—Esto… Pero debemos llegar a comprender, rey Príamo…

Se calla.

—¿Eso es todo?

—Lo siento, me sabía más, pero parece que ya no. Tengo mal la cabeza, sabes, se me olvidan las caras y no me acuerdo de mi… Te juro que me sabía más.

Se lleva las manos a la cabeza. Gelón le da una palmada en el hombro y le deja tomar un último sorbo. Me parece que el ateniense está llorando, pero aun así sigue chupando del odre. El agua que entra por la que sale.

—¿Alguien puede hacerlo mejor? Un puñado de aceitunas a cambio de algo de Medea.

A Gelón le chifla Eurípides. Es el principal motivo por el que viene aquí. Creo que casi se habría alegrado si los atenienses hubieran ganado, con tal de que Eurípides se diera una vuelta por aquí y representara un par de obras. Una vez se gastó el salario de un mes en pagar a un viejo actor para que viniera a la fábrica y recitara escenas mientras nosotros hacíamos cazuelas. El capataz dijo que bajaba la productividad y echó al actor. Sin embargo, Gelón no se dio por vencido. Le dijo al actor que gritara sus frases desde el otro lado de la calle. Se entremezclaban fragmentos de poesía con el bramido del horno y, aunque creo que aquella semana fabricamos menos cazuelas, fueron diferentes, más bonitas. Eso pasó antes de la guerra; ahora el actor está muerto y la fábrica ha cerrado. Miro a Gelón. Tiene los ojos azules muy abiertos y mira nervioso a su alrededor. Sostiene un trozo de queso por encima de la cabeza y ofrece aceitunas a gritos. Está loco. Al margen de lo de Eurípides.

Hay muchos voluntarios, pero cuando les llega el turno la mayoría no encuentran las palabras o dicen que les duele la cabeza o que tienen sed, o sencillamente se desploman, así que no les sacamos más de una frase a cada uno. Dos, con un poco de suerte. Un farolero se lanza con una escena donde Aquiles corteja a Medea, y hasta yo sé que es una filfa. Medea fue mucho antes que Aquiles. Ella estaba con Jasón.

—¡Aquiles, el de los pies ligeros, eso nunca podrá ser! Oh, Hélade, mi padre jamás lo permitirá. Aquiles, ¿qué podemos…?

Gelón levanta la porra y el farolero se escabulle. Otro ocupa su sitio. Este al menos menciona a Jasón, pero es un fragmento que Gelón ya se sabe. Aun así, el tipo recibe unas aceitunas por las molestias.

Así va pasando el día. El sol engorda, se va volviendo naranja y no pega tan fuerte. Los rosas y los rojos se diluyen en el azul. Dejo a Gelón a lo suyo y voy a dar una vuelta por los fosos. Oficialmente, voy de cazatalentos. Gelón ha subido la apuesta y ha ofrecido volver con un saco de grano si consigue a cinco atenienses que monten una escena de Medea. Pero quiere que lo hagan bien. Que interpreten en condiciones. Tendrá suerte si da con uno. Estos pobres desgraciados están al borde de la muerte. Los peores rincones del Hades deben de parecerse a esto. Esqueletos peludos cubiertos de un fino pellejo. Al margen del pelo, el único elemento diferenciador son los ojos. Gemas vidriosas, más brillantes debido a la cercanía de la muerte. Inmensos ojos castaños y azules me escudriñan. Todavía no he encontrado protagonista, pero no me rindo.

Mirando a los atenienses te parece ver cómo se les escapa el espíritu por los agujeros de la nariz y entre los labios con cada aliento. Tienes la impresión de que la piel se les marchita y desmenuza ante tus propios ojos, y que si te quedaras mirándolos el tiempo suficiente, desaparecerían, y no quedaría de ellos más que los dientes y unos pocos huesos delgados, dientes blancos y huesos blancos que se mezclarán con la piedra de la cantera, y puede que algún día se construya una casa con esa piedra, tu casa, y por las noches no podrás conciliar el sueño porque las paredes gimen, el techo llora, un segundo cielo que vierte gotas sobre tu cabecita, y confiarás en que no sea nada, solo el viento o la lluvia, y puede que así sea, pero a lo mejor son los atenienses retorciéndose dentro de tus paredes. Qué pensamientos tan raros. Propios del Hades, pero es que la cantera es un sitio raro, donde un hombre deja de ser él mismo.

Alguien grita a lo lejos. Mucha energía desperdiciada en un grito. Debe de ser grave. Se repite, igual de fuerte. Viene del fondo de la cantera. Los atenienses se apartan en desbandada del sitio, así que, en vez de la habitual muralla de piel y harapos, se ve la roca. Decido acercarme a echar un vistazo. Un hombretón inmenso blande una porra. Hay un ateniense hecho una bola a sus pies, como un gatito llorón. En realidad, son dos los atenienses a sus pies. Aunque el segundo está claramente muerto. La túnica del de la porra está salpicada de rojo. ¿Es Biton? Sí, es Biton. Siempre es Biton. A su hijo lo mataron en la primera batalla contra los atenienses. Bueno, no exactamente en la batalla. Lo capturaron y lo torturaron hasta la muerte. Biton viene mucho por aquí. Incluso más que nosotros.

—Eres tremendo, Biton.

Se vuelve. Le guiño un ojo. Él a mí no. Tiene un tic nervioso en las mejillas. Su aspecto es peor, si cabe, que el del pobre desgraciado a sus pies. La cara del ateniense es una masa sanguinolenta, pero hay una extraña esperanza en sus ojos verdes. De un verde que impresiona. Verde lagarto. Brillan mientras se aleja a rastras. Todavía no está dispuesto a rendirse a la muerte.

—Gelón y yo andamos por allá, en busca de algo de Eurípides, ¿tú te crees?

Biton no responde. Aferra el mango de la porra. Las venas del brazo parecen las ramificaciones de un rayo.

—Menudo calor ha hecho esta mañana.

De nuevo nada. El ateniense se sigue arrastrando.

—¿Qué estás haciendo, un poco de ejercicio? ¿Qué ha hecho ese para merecer tal atención?

—Los encontré en la pared.

—¿La pared?

—Habían hecho un agujero. Cabrones.

—¿Habían?

Biton le da un puntapié al cadáver.

—Dormido estaba en brazos del cerdo este. Abrazados los dos. Como amantes.

Asiento. El ateniense ya está bastante lejos. Ha dejado un rastro de sangre.

—Hay menos que la última vez.

—Cabrones.

—Sí que lo son. Les doy dos meses como mucho. Si Apolo sigue haciendo su trabajo, puede que menos. Creo que los echaré de menos cuando no estén. Te rompen la rutina, en cierta forma.

Biton se tapa la cara con las manos.

—No eres el que peor está, Biton.

El ateniense sigue a la vista. No va lo bastante rápido. Espabila, cabrón.

—Diocles dice que tendríamos que perseguirlos hasta Grecia. Zanjar el trabajo. ¿A ti qué te parece? Por mi parte, no me importaría darme un paseíto por su Acrópolis. A lo mejor echan algo en el teatro. Dicen que es impresionante. Que en Sicilia no tenemos nada igual.

Biton baja las manos y empieza a alejarse.

—Menuda porra tienes. Hércules le dio un masajito al león de Nemea con una porra como esa, Biton. Te felicito por tu porra.

Le hago una reverencia. El ateniense se mueve a paso de tortuga. ¿Para qué me molesto? Olvídalo, me digo, pero es que no quiero ver cómo lo matan.

—¿Me acompañas a saludar a Gelón? Se alegrará de verte.

Es mentira.

—Estoy ocupado.

—Sí, ya veo que tienes cosas que hacer. No cabe duda. Pero la verdad es que yo agradecería un poco de compañía. Está oscureciendo y, aunque me duele reconocerlo, no me gusta este sitio por la noche. Salen las ratas, y me da miedo. No te rías, Biton. Sé que tiene gracia, pero lo digo en serio. Me da miedo.

Biton no se ríe. Va hacia el ateniense.

—¡Espera!

Se detiene y me mira.

—¿Se la tienes jurada al desgraciado ese?

Biton asiente.

—Te pido que lo perdones por Gelón, que está buscando a un actor de ojos verdes para el papel de Jasón. Porque Jasón era famoso por sus ojos verdes. Sus ojos fueron lo primero por lo que Medea se fijó en él, si es cierto lo que cuentan.

Biton está confuso.

—Te ofrezco este odre de vino a modo de compensación.

Sigue confuso, pero es una confusión interesada. Desde que murió su hijo, Biton se ha convertido en un devoto de Dionisio, pero está sin blanca y rara vez le puede rendir culto.

—¿Para mí?

—Eso es, a cambio del ateniense.

Me mira con unos ojos enormes. Parece a punto de echarse a llorar.

—Gracias.

—Que lo disfrutes, Biton.

Coge el odre y bebe con un ansia portentosa. No como si chupara el pezón de Afrodita, pero sí el de una ninfa o alguna diosa menor. Le doy una palmada en el hombro y me alejo. En un par de zancadas he alcanzado al ateniense. Se hace un ovillo, teme seguir recibiendo el mismo trato. Cuando los golpes no llegan, abre los dedos y veo cómo me miran esos ojos verdes, verde lagarto.

—No temas, pues no vengo a atormentarte, aunque tormento es lo que mereces. ¡Vengo a contratarte para una obra de teatro!

Cierra los dedos y se hace un ovillo aún más apretado.

—¡No me jodas! Si quisiera hacerte daño, ya lo habría hecho.

Abre los dedos y reaparecen los ojos verdes. Parece que está diciendo algo.

—Por favor, no…

—¡Deja de lloriquear si no quieres que cambie de opinión! Habla claro y no te pasará nada. ¿Conoces a Eurípides?

No contesta.

—¡Di! ¿Lo conoces? Eurípides, un gran poeta ateniense.

—Lo conozco.

—¿Te sabes algún pasaje? ¿Podrías recitarlo si fuera necesario? Di la verdad.

Asiente.

—¿Medea? ¿Te sabes Medea?

—Sí, me parece que sí. Es…

—Que te lo parezca no me sirve. Estoy pensando darte el papel de Jasón. Es un papel principal. ¿Puedes responderme claramente?

—Me parece… Lo siento. Estoy seguro de que recuerdo bastante. Por favor.

Le ofrezco un odre de agua para que se le aclaren las ideas. Se bebe la mitad de un trago. Le vierto el resto sobre la cara para limpiar la sangre. No es tan grave como parece. Un buen tajo en la mejilla y otro en la frente. Nada roto. Yo no diría que es atractivo, pero dadas las circunstancias, servirá. Le ofrezco mi brazo y él lo toma. Caminamos. Todo parece marchar bien hasta que llegamos donde el otro ateniense. Al que Biton mató. Cuando lo alcanzamos, el de los ojos verdes se deja caer al suelo y rompe a llorar, besa el cadáver y le habla en susurros.

—Ya basta. Tengo prisa.

Me ignora, sigue besándolo y susurrándole y se pone los labios y toda la cara perdidos de sangre. Tendré que volver a lavarlo. Es un desperdicio de agua.

—¡Vamos!

Nada. Levanto la porra como si lo fuera a golpear. Funciona; se aparta del cadáver de inmediato. Levanta los brazos para cubrirse.

—¡En pie!

Empieza a levantarse, pero vuelve a dejarse caer de rodillas, arranca un mechón de pelo rubio de lo que queda en la cabeza y lo aprieta en el puño. Se pone en pie. Yo echo a caminar muy despacio, y me sigue.

Ya ha salido la luna, una sonrisa plateada en el cielo, pero el sol sigue visible. Gordo y rojo. En breve, en cuanto desaparezca tras las paredes de la cantera y luego tras el horizonte marino, será noche cerrada. Supongo que a mi amigo le gustará la noche. Dado que el sol, por lo que parece, es la principal causa de mortalidad en los fosos.

—Te alegrará ver que anochece, ¿no?

No responde.

—Contesta, amigo.

—¿Perdón?

—Digo que seguro que te alegras cuando Apolo se larga.

—Por la noche no es mucho mejor.

—¿Por las ratas?

—No, por el frío. Es gélido. El cambio brusco te da fiebre.

—¿Por eso estabais tu amigo y tú en el agujero?

Asiente.

—Es ingenioso por vuestra parte. Yo lo respeto, pero claro, Biton, el tipo al que has conocido antes, él odia el ingenio ateniense. Lo detesta. No me extraña que se haya cabreado con vosotros. Echando una siestecita a la sombra cuando tendríais que estar asándoos al sol.

El ateniense se echa a llorar de nuevo.

—Tranquilo, hombre. Toma una aceituna.

Le ofrezco el tarro. Son unas aceitunas fabulosas, con aceite, sal, ajo y un ingrediente secreto. Las hace mi madre. Las mejores de toda Siracusa. Él vacila, pero acaba cogiendo unas pocas. Sigue llorando mientras mastica.

—¿Cómo te llamas, amigo?

—Paches.

—¿Paches?

Asiente.

—Yo soy Polifemo.

Me lo he inventado. Nunca se sabe con los atenienses. Un nombre se puede usar para echar una maldición o qué sé yo.

—¿Polifemo como el cíclope?

—Eso es. Mi madre dice que mi padre solo tenía un ojo. Pobre desgraciado.

—Vaya.

Seguimos caminando.

—Ya sabes cómo están las cosas, Paches. Esto os lo habéis buscado vosotros solitos. Viniendo aquí por mar como tiburones dispuestos a zamparnos. Sois peores que los persas. Ellos son bárbaros, pero vosotros sois griegos que atacan a griegos. Sí, Diocles tiene razón. Sois escoria.

No responde, se limita a seguir renqueando. Varios pares de ojos nos miran desde las sombras.

—Aun así, mi colega Gelón se alegrará de conocer a un experto en Eurípides. Según él, es mejor que Homero. Lo conocerás enseguida. A Gelón, no a Homero.

Le guiño un ojo.

Al irse la luz, salen las ratas. Al principio, hay solo una o dos, pero pronto el suelo está cubierto de ellas y sus ruidos se oyen por toda la cantera. Parecen enloquecidas. No son ratas normales: están mojadas, son rojizas y muy gordas. Te pasan por encima de los pies, pero si no las pisas, no te hacen nada. Aun así, me complican muchísimo el caminar. Paches parece no fijarse en ellas, aunque debe de hacerlo porque no pisa ninguna. Gelón dice que hay más de un millar de ratas en los fosos. Que, si escuchas con atención por la noche, las oyes chillar desde la ciudad.

—¿No te molestan las ratas, Paches?

—No.

—Creo que para mí serían peores que el hambre o la sed.

Me mira como si fuera a decirme que no tengo ni idea de lo que hablo.

—¿Quieres más agua?

Asiente y le paso el odre.

—¿Echas de menos Atenas?

Escupe el agua. Tose.

—Perdona, claro que la echas de menos. Tengo entendido que es impresionante, eso quería decir. Ya sabes que los siracusanos os admirábamos mucho. ¿Pues no tomamos vuestra democracia como modelo? A mí me encantaría ir. Ver el Partenón. Gelón dice que no hay nada más bonito, ni siquiera en Egipto ni en Persia.

—¿Él ha estado?

Me pongo a acariciar la porra, pero me doy cuenta y paro.

—No. Nunca ha estado. Pero ha hablado con aquellos que sí.

—Lo es.

—¿El qué?

—Lo más bonito… —Se para. Me parece que va a llorar otra vez, pero se consigue dominar—. Es con mucho la ciudad más bonita de Grecia. Yo he estado en Egipto y creo que está a la altura de todo lo que hay allí. De Persia no puedo hablar.

—¿Has estado en Egipto?

—Sí.

—¿En las pirámides? ¿En serio?

Asiente.

—¿Quieres una aceituna?

Le doy un par.

—Gracias, Polifemo.

Veo a Gelón a lo lejos. Está subido a una roca; hay un par de atenienses debajo.

—Lampo —digo, muy rápido.

—¿Disculpa?

—En realidad no me llamo Polifemo. Me llamo Lampo. ¿Quién va a ponerle a su hijo un nombre de cíclope?

—Ah.

Sonrío y le doy un empujoncito.

—¡Prepárate, Gelón! ¡Te traigo a tu protagonista!

Gelón mira hacia abajo.

—¿Qué?

—Te presento a Jasón. Mira qué ojos verdes. ¿No decías que Jasón tenía los ojos verdes?

Gelón observa a Paches. No diría yo que esté impresionado y, a decir verdad, los tajos que le ha hecho Biton tienen peor pinta de lo que me pareció al principio. Paches está hecho una lástima.

—¿Los ojos verdes? ¿De qué estás hablando? En cualquier caso, este pobre desgraciado está medio muerto.

—Gelón, tío, no me seas negativo. —Paso un brazo sobre los hombros de Paches—. Hazle una demostración, Paches. ¡El parlamento final de Jasón, cuando descubre que sus hijos han muerto!

Paches carraspea.

—Tú, la más odiosa entre las deidades…

—¡Un momento! —dice Gelón—. Ya que estamos, hacemos la escena. Medea, ¿estás lista?

—Creo que sí.

Se acerca una mujer altísima, pero claro, en los fosos no hay mujeres. Me fijo mejor. Solo es el desgraciado que no podía mantener la cabeza erguida, pero ahora lleva el pelo mucho más largo y una túnica ceñida de mujer.

—¿Qué es, de tu hermana?

Gelón asiente.

—¿Y el pelo?

—De caballo.

—Muchas molestias te has tomado.

—Así es.

Paches y Medea se colocan en sus posiciones. Gelón y yo nos sentamos en una roca a la espera. Me pregunto cómo sería verlo de verdad en Atenas, y me duele porque sé que nunca lo veré, pero miro a mi alrededor: las paredes de la cantera que nos circundan y el cielo presionando hacia abajo, cargado de estrellas, o de dioses, y el suelo igualmente cargado de atenienses. Y digo yo, ¿acaso esta cantera no es un anfiteatro?

Un inmenso anfiteatro ateniense con dos sencillos siracusanos por todo público.

Comienzan.

2

El farol de la taberna de Dismas se balancea a lo lejos como una luna borracha. Ya nos hemos tomado varias desde que salimos de la cantera y Gelón quiere acabar junto al mar, y el Dismas está junto al mar; demasiado, de hecho. El camino está cubierto de conchas, cangrejos aplastados y montones de algas relucientes que parecen medusas. Le tiro uno a Gelón y él me lanza otro de una patada. Cerca de la taberna, el sonido de las olas se entremezcla con el tintineo de las copas y el guirigay de cien voces.

Un tipo atractivo con un solo brazo está en pie junto a la puerta; en la frente tiene una marca a hierro, de un rojo furioso, con forma de caballo. Es Chabrias, un esclavo de guerra argivo al que Dismas compró barato por su escasez de extremidades. Sobrio, Chabrias da la impresión de padecer un dolor moderado pero constante, con los músculos de las mejillas y de la frente contraídos a medio camino de una mueca, pero a altas horas de la noche, cuando la clientela se pone generosa y le lleva un par de jarras, las mejillas se le relajan, los ojos le brillan y, si te acercas a escucharlo, te agasaja con historias de Argos: mujeres a las que amó, carreras de carros en las que compitió, templos en los que oró, manantiales sagrados y arboledas frondosas a porrillo. Un sitio sagrado y libertino, Argos. Ojalá te lo pudiera mostrar, dice, y hay algo en su forma de narrar esas historias, una necesidad desesperada, que te hace pensar que el pobre Chabrias intenta conjurarlo todo no tanto para ti como para sí mismo. Que busca que las cenizas de su presente vuelvan a prender con el resplandor de Argos, hasta que todo lo supera un poco y se queda callado en mitad de una frase, mira al cielo, tararea una canción extraña y te enseña el muñón. Me cae bien Chabrias.

—¡Mira quién está aquí! —digo.

Chabrias inclina la cabeza, abre la puerta. No se ve ninguna jarra en sus cercanías. Entramos.

Una ráfaga de olor a salitre y a escamas de pescado nos llena las narices. En el Dismas hiede a mar más que en la misma playa. Por su ubicación, es uno de los sitios favoritos de los pescadores, y cuando lo atestan, con las ventanas cerradas, los aromas se instalan y ya no se van. La peste es literalmente visible, hilillos de olor a pescado que se elevan desde los cuellos y los mantos empapados. Los hombres se encorvan sobre las jarras, con las barbas salpicadas de púrpura mientras comentan su última captura, ya sea en tono de orgullo o de lamento. Junto con la bulla de origen humano, son muchos los otros sonidos que hace el propio edificio. Con los años, el viento y la lluvia han perforado tantos pequeños, y no tan pequeños, agujeros en las paredes que la estructura emite algo similar a silbidos, mientras que las vigas del techo y el suelo crujen y se comban. No obstante, esa fragilidad solo contribuye a tu confort. Los oídos te preparan la piel para una arremetida que nunca llega, y, como un hombre nunca valora nada con más intensidad que cuando teme perderlo, la expectación continua de una furia elemental acaba dándole un regusto agradable a la bebida.

Gelón va derecho a la silla de Homero. Un trasto desvencijado donde se supone que el bardo ciego se sentó durante una visita a Siracusa hace cien años. Está arrumbada en un rincón y encima de ella hay una inscripción de bronce que reza: «La silla de Homero». ¿De verdad es la silla de Homero? Son muchas las sillas de Homero que hay repartidas por Siracusa, y quizá todas sean auténticas. ¿Por qué no? El culo es caprichoso y no se desposa de por vida, así que a lo mejor sí que es «la silla de Homero».

Hay un tipo sentado en ella y Gelón le pide que se levante. El tipo lo manda a la mierda y Gelón, muy educadamente, lo agarra por el cogote y lo tira al suelo a la vez que se disculpa. Las miradas se vuelven hacia nosotros y muchos vitorean y silban; Gelón es bien conocido en el Dismas y el ritual se repite a menudo, siempre que un cliente poco informado se sienta en su sitio.

Pido la primera ronda. Una esclava nueva sirve el vino. Es morena, de ojos castaños, y su piel parece de cobre recién batido. Reluce de tan limpia, y aunque ella no es más que mercancía, me avergüenzo cuando se fija en mi manto, cubierto de manchas y andrajoso. Me da la jarra y vuelvo a la mesa, haciendo todo lo posible por no cojear. Gelón tiene la cara enterrada en las manos.

—Tómate esto. Sin lloriqueos, ¿eh?

Levanta la mirada, intenta sonreír.

—¡Con un vino se arregla todo! —digo—. ¿Qué se arregla con un vino?

—Todo.

Lleno las copas hasta el borde y alzo la mía.

—¡Por Siracusa! —digo.

—Por Homero.

—Fíjate en la esclava nueva. Madre mía, cómo está. Duele mirarla, joder. Me estoy poniendo enfermo solo de verla.

—¿Tú crees que él sabía lo que había hecho?

—¿Cómo?

—¿Crees que Homero sabía, cuando escribió la Ilíada, que había escrito la Ilíada? ¿Tú qué opinas?

—Supongo.

Gelón asiente.

—Y Eurípides. Cuando escribió Medea. ¿Tú crees que sabía lo que había hecho?

—Claro.

Gelón hace estas preguntas cada vez que se sienta en la silla de Homero.

—¿Sabes qué? Tengo una propuesta para ti. Igual crees que estoy loco, pero bueno.

—Ya lo creo.

—¿El qué?

—Que estás loco.

Parece preocupado, pero levanto mi copa y la entrechoco con la suya. Gelón va a servirse más vino, pero la jarra está vacía.

—Joder. Pago yo esta.

Va hacia la barra arrastrando los pies y esquivando a los otros clientes, y yo me quedo dándole vueltas a cuál puede ser esa propuesta, pero la esclava se acerca a mi mesa y, antes de que me dé cuenta, ya he alargado la mano y estoy acariciando el sitio del brazo donde la marcaron con el hierro; la piel está arrugada y enrojecida.

—¿De dónde eres?

No hay respuesta.

—Vamos, dímelo. Eres nueva. ¿Cartago? ¿Egipto?

Se ríe. Tiene un incisivo roto de manera que parece un colmillo, y ella una loba preciosa.

—¿Qué es tan gracioso?

—¿Egipto? —dice—. ¿Estás loco?

—Pareces una faraona.

Sonríe y se va. Su túnica ceñida sisea suavemente. Menudo pibón. Gelón vuelve, deja en la mesa tres jarras desbordantes.

—¿Tres?

—¡Por Homero! —dice.

—¡Por Homero! —digo.

Se abre la puerta de par en par y entran unos aristócratas en manada. No tendrán ni dieciséis años. Muñecas adornadas con relucientes brazaletes de plata, mantos tan blancos y mullidos que parecen flotar como nubes sobre el suelo de tierra hasta aterrizar en una mesa al lado de la nuestra. Aporrean el suelo con los pies y piden a gritos tres jarras de lo mejor que haya. Caras arrugadas los miran desde detrás de sus bebidas y maldicen. Esto viene pasando mucho desde la guerra; hijoputas imberbes invaden el Dismas y otras tabernas selectas. Hablan a voces sobre la democracia, intentan pagar rondas, pero está claro que solo vienen buscando el toque rústico.

—Niñatos de mierda —digo—. No tienen ni edad para votar y Dismas les abre la puerta.

Gelón tiene la mirada perdida.

—¿Gelón?

—Perdona.

—Valiente panda de gilipollas. Ni un testículo juntan entre todos. ¿Tengo razón o no?

Gelón sonríe, pero sus ojos están tristes.

—¿Lampo?

—¿Qué hay?

—He visto a Desma.

—¿Qué?

—Estaba en ese mural de ahí. El de Troya. Era una de las mujeres a las que estaban metiendo en los barcos en Troya.

—Vaya.

Desma es la parienta de Gelón. Lleva tres años sin verla ni saber una palabra de ella. Se largó cuando murió su hijo. Dicen que ahora está con un tipo en Italia. Me debería sorprender lo que me dice, pero Gelón ve a Desma a menudo y en los sitios más raros. La ha llegado a ver en la unión de dos partes de una cazuela, una hendidura minúscula e insignificante, y se queda mirando lo que sea fijamente hasta que lo espabilas de un codazo. Si le preguntas qué está mirando, te susurra que a Desma. La ve en un borrón de pintura, en un árbol, en el cielo y en el agua que mana. Gelón ve a Desma por todas partes. Ha vuelto a taparse la cara con las manos. Esto suele pasar cuando va por la cuarta jarra.

—¡Con un vino se arregla todo, Gelón! ¿Con qué se arregla todo?

—Con un vino —dice, y le da un buen tiento a su copa.

—Y estás en la silla de Homero. ¿La silla de quién?

—No puedo dormir, Lampo. Me quedo mirando…

—Ya basta de esa mierda. ¿La silla de quién?

—De Homero.

—¿Y con qué se arregla todo?

—Con un vino.

Levanto mi copa para un brindis. Gelón mira la suya fijamente.

—¡Hola, ciudadanos!

Nos volvemos. Es uno de los aristócratas de la mesa de al lado. Un tipo esbelto, con la mano derecha en la cadera y una jarra enorme en la izquierda, más parecido a una chica que a un hombre: pelo largo hasta los hombros, cara bonita, ojos grises con pestañas largas y labios carnosos.

—¿Deseáis participar en una libación?

Gelón dice algo entre dientes y yo miro para otro lado. El chico nos llena las copas de todas formas.

—¡Por la victoria! —dice el niño bonito mirando a Gelón.

No respondemos: nos limitamos a vaciar las copas de un trago. Es un vino excelente, mucho mejor que el vinagre que hemos estado bebiendo. Tiene un olor delicioso además, a limón y miel. He oído hablar del vino perfumado, pero nunca habría dicho que en sitios como el Dismas lo vendieran. Un dracma la jarra, por lo menos.

—Está bueno, ¿eh?

—No lo tengo claro —digo—. Necesito más pruebas antes de emitir un veredicto. ¿Verdad, Gelón?

—Verdad.

El niño bonito se ríe, se da una palmada en el muslo. Tanta gracia no ha tenido. Pero él vuelve a llenarnos las copas hasta arriba, y las vaciamos tan rápido como antes.

—¿Y ahora? —pregunta sonriente.

—Un empírico como yo —digo— requiere mayor investigación. ¿Opinas igual, Gelón?

Gelón opina igual, y el niño bonito vuelve a servirnos. La cosa continúa hasta que se vacía la jarra, pero él no se preocupa, pide otra y llama a sus amigos para que se unan a nosotros. Tres adolescentes peripuestos se nos acercan y se presentan. Reconozco los nombres de sus padres, tipos muy ricos, pero el primer premio se lo lleva el niño bonito. Su padre es Hermócrates. El puto Hermócrates. El niño bonito dice que odia a su padre. Que él está de nuestra parte y que la desigualdad en la ciudad es una deshonra. Que son los trabajadores como nosotros los que hacen de Siracusa lo que es. Frunzo el ceño y me callo, pero me estoy divirtiendo. Les digo que no tienen ni idea de lo que es la vida. Que yo me batí en duelo con un ateniense en Epípolas, y que fue algo digno de Héctor y Aquiles. Era él o yo, y yo me impuse y zanjé la cuestión. Me jalean y pillo a la esclava mirándome. Menudo pibón.

—¡Otra jarra para Aquiles! —pide a voces el hijo de Hermócrates, y nos traen otra jarra.

A estas alturas la taberna da vueltas, no descontroladamente, sino con un movimiento suave que hace que las personas que tengo alrededor parezcan estar bailando. Alguien me pregunta por mi pie. ¿Fue en la guerra? Sí, digo, un arquero ateniense me sorprendió por la espalda. Una flecha me atravesó el tobillo.

—¿Como a Aquiles? —pregunta uno, y rompo a llorar.

Los aristócratas hacen piña a mi alrededor. Me dicen que soy un héroe, que me hirieron por Siracusa, que eso es glorioso. Poco después todos nos estamos abrazando. También el hijo de Hermócrates. Me coge la mano y me la aprieta, me dice que a su padre le gustaría conocerme.

—¿Como a Aquiles? —digo.

Y él dice:

—Sí, como a Aquiles.

Llega otra jarra y nos juramos hermandad. Yo soy pobre y ellos ricos, pero somos todos hermanos. Se me escapan las lágrimas. A saber por qué. Siempre he tenido así el pie, sin batallas ni flechas, tengo un pie zopo y punto, y me quedo mirándolo donde reposa sobre el suelo asqueroso, torcido y a la vista de todos, y, por un breve instante, me siento sagrado.

Fuera. Un cúmulo de estrellas nos alumbra el camino. El alboroto de la ciudad se va apagando hasta que no oímos nada, solo las olas y nuestros pasos. Caminamos hombro con hombro, Gelón y yo, y tropezamos con algún arbusto, pero la mayor parte del tiempo avanzamos sin contratiempos. Birlé un odre de vino a los aristócratas cuando nos estábamos jurando hermandad, y le damos tragos mientras caminamos. Casi no hemos abierto la boca desde que nos fuimos, así que me sobresalto cuando Gelón se pone a cantar. Tiene una voz preciosa, grave y propensa a entrecortarse, pero dulce y grata, y la dota de un extraño sentimiento. Está cantando un fragmento de Medea. El fragmento que va justo después de que ella mate a sus hijos. Cuando el coro canta sobre lo mal que estuvo eso. Se interrumpe a menudo, si se le olvida alguna palabra, y luego la suelta alzando la voz cuando le viene a la cabeza. Está bien claro adónde vamos, de vuelta a la cantera, y no tardo en notar el olor, el olor a podrido de la cantera, y Gelón se para.

—Mi propuesta.

—¿Qué?

—Mi propuesta. No he llegado a decírtela. Es lo siguiente.

—Yo no…

—Directores.

—¿Qué?

—Tú y yo. Vamos a ser directores.

Me pasa el odre. Tomo un trago.

—¿Nosotros?

—Eso es.

—¿Qué hacen los directores?

—Dirigir… —Suelta un hipido—. Vamos a montar Medea en la cantera. Pero no fragmentos sueltos. Vamos a montar toda la obra. Una producción al completo, con coros, máscaras y toda la pesca.

—Vaya.

Oigo un gemido lastimero. Gelón está llorando.

—¿Estás bien?

No hay respuesta.

—¿Gelón?

—Una producción al completo —dice con voz temblorosa—, con un coro, música y máscaras. Vestuario también, una obra en condiciones. Como las de Atenas. Empezamos mañana por la mañana.

—Habrá que decírselo a ellos —comento.

Me acerco tanto como puedo al borde, dando traspiés.

—¡Despertad, atenienses! ¡Despertad!

Cuesta imaginar que hay cientos de ellos, puede que un millar, durmiendo allá abajo. Sé que es así. Que están en alguna parte de esa negrura, pero ¿dónde? ¿Y quiénes son? ¿Y qué piensan y sienten? Hace que la cabeza me dé vueltas y dota a la oscuridad de una suerte de bello movimiento espiral. Tanteo el suelo en busca de una piedra, una pequeña, y cuando doy con ella la lanzo. El proyectil surca el aire y aterriza con un impacto sublime.

—¡Mañana por la mañana! ¡Producción al completo! ¡Coro, máscaras y toda la pesca! —Miro hacia atrás—. ¿Verdad, Gelón?

—Verdad.

Tomo un trago, me agacho a por otra piedra.

3

Había un viejo augur que vivía al final de la calle de Gelón. También era poeta, pero sus profecías tenían fama de ser mejores que sus rimas. Antes del amanecer y a última hora de la noche, lo veías caminando arriba y abajo con las manos a la espalda, el cuello doblado hacia el cielo y la mirada aturdida por el brillo de las estrellas, murmurando para sí. Lo veías en el ágora al solazo del mediodía, de rodillas en el suelo, abriendo en canal un cordero, un gato o un perro, lo que pillara; la expresión intensamente concentrada, los brazos empapados, mientras revolvía las fibrosas entrañas púrpuras y rosas en busca de un atisbo de lo que estaba por acontecer.

Gelón se llevaba bien con él, y un día se le acercó a pedirle un favor. Esto fue hace años, antes de la guerra y antes de que Desma se largara, cuando su hijo, Helios, aún se aferraba como podía a la vida. El caso es que Gelón le preguntó si Helios llegaría a fin de año. El viejo se quedó pensativo. Después de un buen rato dijo que, si Gelón le conseguía un buey, él no tardaría en averiguarlo. Gelón era pobre y le dijo que no podía permitirse un buey. Muy bien, vale, ¿y una oveja? ¿O un cordero, incluso? Gelón dijo que lo iba a intentar. Esa noche robó un cordero de la granja de Alberus y se lo llevó al profeta. El profeta le dijo que se encontrarían donde Dismas a la tarde siguiente, y entonces le diría lo que había descubierto. Hizo una inclinación de cabeza, tomó el cordero debajo del brazo y, tambaleándose bajo su peso, se perdió en la oscuridad.

Al día siguiente se encuentran donde Dismas y el viejo no deja de beber, porque según él el vino le facilita las interpretaciones, y el pobre Gelón venga a preguntar: ¿qué has visto? ¿Helios se pondrá bien? Al cabo de mucho rato, le dice a Gelón que se acerque. Gelón se acerca. Y el viejo le pregunta si Helios era el niñito con el que Gelón solía pasear a menudo, el niño pálido con un gorro azul ridículo. Gelón dijo que sí. Entonces el viejo susurró que, a juzgar por el aspecto del niño, él estimaba que no. Que moriría pronto. El niño parecía enfermo, muy enfermo, pero, al fin y al cabo, ¿qué sabía él? Pues no existía ningún futuro, solo cosas que sucedían una después de otra, y él troceaba gatos y perros porque algo tenía que hacer en la vida. Eso era algo, y todo el mundo necesita algo. Luego le pidió a Gelón otra jarra.

Lo menciono porque nos cruzamos con él de camino a la cantera. Está debajo de un árbol justo después de la Achradina, colgado de una cuerda, y a la luz rojiza del amanecer la cuerda parece un tallo y él una flor espantosa. Gelón se para y pronuncia una oración. Yo no. Yo no pierdo el tiempo con un hijoputa mataperros.

Continuamos.

4

Los directores llegan pronto: Gelón y Lampo, listos para el casting. La cabeza me está matando. He vomitado dos veces por el camino, pero aquí estamos, y bien temprano. ¿Por qué? Porque es importante. Eso dice Gelón. La relación entre un actor y un director se basa en la confianza. En la fe. Miro a los atenienses que tengo delante, una fila tras otra de esqueletos encadenados, y la fe me parece algo inverosímil, y representar una obra, imposible, pero las apariencias engañan. Eso dice Gelón. Dice que el Hipólito de Eurípides se representó en Atenas durante la peste. Que, aunque la ciudad estaba asolada, los cadáveres se apilaban en las calles y el humo de los funerales oscurecía el cielo, se celebró el festival de las Dionisias. La mitad de los actores agonizando. El público también, pero aun así el coro cantó, y bailaron. Gelón dice que aquello mejoró la obra. Que dotó a los actores de un ardor extraordinario. De la misma manera que un soldado que ha recibido un golpe fatal lucha a veces, en esos momentos finales, con más fuerza que nunca. Aquellos atenienses aportaron algo especial. Algo que iba más allá de la interpretación convencional de la tragedia. Nosotros vamos a seguir su precedente. Retomar las cosas donde ellos las dejaron años atrás en Atenas. Eso dice Gelón. Eso espera.

Hemos decidido montar nuestra obra en Laurium: al tener forma de hoz, con una pequeña elevación en el centro, se asemeja en muchos aspectos a un anfiteatro enorme. Hay un punto en el extremo donde la caliza se proyecta hacia fuera de la pared formando un techo lechoso, bajo el que abunda la sombra. Lo elegimos como lugar de ensayo. Gelón saca un par de odres de vino y unas hogazas de pan. Ya nos ronda un grupo de atenienses, y sus miradas saltan de la comida a nuestras porras. Me fijo en un par de ojos verdes que nos miran fijamente desde el centro de la multitud; verde lagarto.

—¡Paches! ¿Qué tal estás?

Me saluda con una mano cubierta de ampollas y yo me acerco a darle un abrazo. Noto las venas de su brazo; ramitas tiernas que ceden bajo la piel cuando aprieto. Le digo que estamos haciendo una producción al completo de Medea,